3
Jesús es imagen
de
la bondad del Padre
1.
EL QUE ME CONOCE A MI, CONOCE AL PADRE
"A
Dios nadie lo ha visto jamás"
(Jn 1,18). Dios en sí es "invisible" (1 Tim 1,17). Pero para
nosotros, sus criaturas, en un cierto modo, "lo invisible de Dios...
resulta visible a través de sus obras" (Rm 1,20).
Desde que el mundo es
mundo Dios se da a conocer a través de la creación. Además Dios se manifiesta
también en los acontecimientos que ocurren a través de la historia en medio de
los hombres. Y precisamente el acontecimiento más significativo de la historia
humana es el paso de Jesús de Nazaret por los caminos de Palestina. Sabemos por
la fe que este hombre Jesús es Dios. Ello no quiere decir que él tuviera una
apariencia de Dios. Pero en él la divinidad ha manifestado plenamente su
presencia a través de signos humanos.
En Jesús, Dios en cuanto
tal no se hizo visible. Sin embargo, mostró el único camino que nos puede
llevar con seguridad a él. El mensaje de Jesús consiste en afirmar que nada se
adelanta en querer conocer a Dios en sí mismo, directamente. La única manera
de saber algo con respecto de él, es a través de Jesús. Quien está en el
camino de los discípulos aprende a conocer a Dios.
Quien ve y contempla con
ojos limpios a Jesús, entenderá
todo lo que se puede entender de Dios en este mundo. "El es imagen de
Dios invisible" (Col 1,15); el único que con toda verdad puede darlo a
conocer (Jn 1,18).
La atrevida petición de
Felipe: "Señor, preséntanos al Padre; con eso nos basta" (Jn
14,8), expresa la más profunda aspiración de la humanidad en busca de Dios. Y
la respuesta de Jesús asegura que esta aspiración ya puede ser colmada: "Quien
me ve a mí, está viendo al Padre" (Jn 14,9). Este es el único "camino"
para poder conocer y llegar a Dios. Esta es la "verdad" de Jesús:
"Nadie se acerca al Padre sino por mí; si ustedes me conocen a mí,
conocerán también a mi Padre" (Jn 14,7). Esta es justamente la "vida"
que él viene a darnos. El hombre Jesús es la imagen pura y fiel del Dios
invisible. Toda su existencia humana tiende a hacer ver al Padre.
En Jesús se da a los
hombres la manifestación plena e
irrepetible de Dios. Si todo hombre es imagen de Dios, Jesús es de modo único
la imagen de Dios. Por su medio Dios se ha hecho presente entre nosotros de un
modo nuevo y único.
Jesús no es un hombre en
quien se da una presencia de Dios distinta a él, como si estuviese poseído por
Dios, sino que el mismo hombre Jesús es la presencia y revelación de Dios. En
todas sus palabras y acciones tomamos conciencia de lo que Dios es para
nosotros: amor y perdón, denuncia y exigencia,
donación y presencia, elección y envío, compromiso y fuerza.
2.
JESUCRISTO, SACRAMENTO DEL ENCUENTRO CON DIOS
Cristo es considerado con todo derecho como el sacramento
primero de Dios, pues él es Dios de una manera humana y es hombre de una manera
divina. Ver a Jesús es ver a Dios; oír y palpar a Jesús es oír y palpar a
Dios (1 Jn 1,1); experimentar a Jesús es experimentar a Dios mismo. Por eso Jesús
puede ser considerado verdaderamente como el sacramento por excelencia, puesto
que él es la realidad única que puede expresar con verdad lo que es Dios y
porque sólo él puede asumir totalmente lo que en el hombre hay o puede haber
de experiencia de Dios.
En Jesús de Nazaret
muerto y resucitado, Dios y el hombre se encuentran en unidad profunda, sin
división y sin confusión: por el hombre-Jesús se va a Dios y por el Dios-Jesús
se va al hombre; Jesucristo es el camino.
Jesús es el sacramento
vivo de Dios, que contiene, significa y comunica el amor de Dios para con todos.
Sus gestos, sus acciones, sus palabras, son sacramentos que concretizan el
misterio de la divinidad. Jesús hace visible a Dios a través de su inagotable
capacidad de amor, su renuncia a toda voluntad de poder y de venganza, su
identificación con todos los marginados del orden de este mundo.
El hombre Jesús es además
el sacramento original porque fue destinado por Dios a ser el único camino por
el que el hombre puede llegar a la realidad sorprendente de la salvación. "Porque
no hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los hombres,
un hombre, el Mesías Jesús" (1 Tim 2,5). Si los sacramentos son
camino y encuentro de los hombres con Dios, es lógico concluir que Cristo, el
Hijo de Dios, es el sacramento original, la fuente, la raíz misma de todo
sacramento. Y cada sacramento tiene que ser revelación de Dios, el Dios que se
nos ha revelado en Jesús. Por consiguiente, la celebración de un sacramento
tiene que ser siempre manifestación de la presencia y la cercanía de Jesús a
los hombres, porque sólo a través de él sabemos quién es Dios y cómo es
Dios.
En Jesús se nos ha
comunicado de tal manera la presencia amorosa y perdonadora de Dios, que hemos
experimentado en él de una manera nueva y definitiva la concreta cercanía de
Dios.
3.
UN CORAZÓN BONDADOSO Y COMPASIVO
Poco a poco Dios se fue mostrando a los hombres a lo largo del
Antiguo Testamento. La experiencia humana de ese Dios tuvo tres aspectos
sucesivos:
a) Dios es un poder y una
fuerza que está presente en el hombre, a la
par que es Señor de todas las cosas (el Dios de los patriarcas). b) Su
presencia y cercanía interpela continuamente al hombre en su existencia (Yavé).
c) Su conocimiento tiene lugar en la práctica del derecho y de la justicia, en
especial con el hombre marginado (Dios de los profetas).
¿Aporta algo nuevo Jesús
de Nazaret al enriquecimiento de esta experiencia de Dios? Sí. En Jesucristo el
Dios de Israel se reveló como Dios de todos los hombres, como Dios que ante
todo sabe amar y perdonar; se manifiesta en todo acto de amor y perdón: el Dios
que es Padre.
Jesús experimenta en su
vida la cercanía de ese amor de Dios y lo comunica con toda sencillez. El no
multiplica sus palabras e ideas sobre Dios, sino que lo vive y lo da a conocer
con sus actitudes concretas de amor y de perdón. Su experiencia es un continuo
permanecer en el amor del Padre (Jn 15,10). Jesús recibe del Padre una
participación plena de su vida, de su conocimiento y de sus obras (Jn 1,18;
5,19-20).
El se convierte en el
portador del amor y perdón de Dios a todos los hombres. El hombre Jesús es la
presencia amorosa y perdonadora de Dios en medio de nosotros. En su obrar
podemos experimentar la concreta cercanía de Dios; por su medio el amor radical
de Dios se modeló humanamente.
Con Jesús de Nazaret "se
hizo visible la bondad de Dios y su amor por
los hombres" (Tit 3,4). El mostró con su vida que Dios es
ternura y solidaridad para con todos.
Entre los rasgos más
característicos de Jesús está su compasión para con las miserias humanas. Al
hacerse semejante a los hombres, como ya vimos en el capítulo primero, él se
solidariza con sus debilidades. Los numerosos milagros de Jesús son resultado
de una compasión que tiende a aliviar eficazmente los sufrimientos, reflejo de
una actitud de compasión del Padre hacia los sufrimientos humanos. Son expresión
de un amor que se acerca lo más que puede a los seres queridos, y desea
participar en sus sufrimientos y remediarlos.
El Dios que se revela en
Jesús es un Dios que se conmueve con la miseria de los hombres. La imagen
inolvidable del Padre que nos ha dejado Jesús en la parábola del hijo pródigo
lleva consigo este rasgo: con la vista de su hijo que vuelve a casa, el padre
siente que se le enternecen las entrañas y que se apodera de él la compasión
(Lc 15,20).
El Dios de Jesús no es
insensible ante los dolores humanos. El ha querido libremente ser en realidad
misericordioso y compasivo. Dios, por amor, participa del sufrimiento humano,
sin perder nada por ello de su dignidad divina. Todo lo contrario. La enseñanza
insistente de Jesús sobre la compasión divina hacia los hombres muestra que,
en su omnipotencia, Dios tiene poder para exponerse libremente por amor a
experimentar en sí un eco vivo del sufrimiento
del otro. ¿Por qué motivo podríamos negarle este poder, estando como está en
la línea del amor más grande y puro? Hablaremos más largamente de ello en el
capítulo noveno.
Veamos algunos ejemplos
de cómo Jesús sentía en su corazón las necesidades ajenas, y veámoslos sin
perder la visión de que su comportamiento es reflejo del proceder del Padre.
Jesús se siente
conmovido ante el entierro del hijo único de una viuda, y se acerca a
consolarla de una manera muy eficaz (Lc 7,12-15).
Se compadece de los
ciegos (Mt 20,34). Le duele el hambre de los que le seguían por los caminos (Mt
15,32), o el desamparo en que vivían: "Viendo al gentío, tuvo compasión
de ellos, porque andaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor"
(Mt 9,36).
Le llegan al alma las
muchas enfermedades de su pueblo. "Vio Jesús mucha gente, tuvo compasión
de ellos y se puso a curar a los enfermos" (Mt 14,14).
Siente profundamente el
dolor de los amigos, hasta derramar lágrimas, como en el caso de la muerte de Lázaro:
"Al ver llorar a María y a los judíos que la acompañaban, Jesús se
conmovió hasta el alma... Se echó a llorar... Y conmovido interiormente, se
acercó al sepulcro" (Jn 11,33.35.38).
Lloró también ante el
porvenir obscuro y la ruina de su patria: "Al ver la ciudad, le dijo
llorando: ¡Si también tú comprendieras en este día lo que lleva a la paz!
Pero no, no tienes ojos para verlo" (Lc 19,41-42).
Se siente entristecido
por los pueblos de Galilea que no aceptan la salvación que él les ofrece (Mt
11,20-24).
Jesús tiene un corazón
sensible a todo dolor humano. Ante la miseria de sus hermanos no se hacía el
fuerte, como si fuera alguien superior, a quien no llegan las pequeñeces
diarias de los humanos. El nunca se presenta haciendo gala de superioridad ni
humillando con su postura a nadie. Conoce y penetra con simpatía todos los
corazones, especialmente los que sufren, los que se sienten pequeños o
fracasados en la vida. Su corazón siempre tiende a mirar la mejor parte, a
disculpar, a perdonar, a compartir. Mientras otros encuentran razones para
condenar, él las encuentra para salvar.
Por eso todos los que
sufren se sienten acogidos por él y las multitudes se le acercan confiadas. Los
pobres, los niños, los pecadores ven en él un amigo que les entiende.
¡En verdad que en este
hombre se manifestó la bondad y la compasión de nuestro Dios!.
Veamos algunos aspectos más concretos de la imagen de amor
divino que nos ha dejado Jesús.
Fijémonos en primer
lugar en su espíritu de servicio.
Jesús es el
hombre-de-Dios constituido en el "Hombre-para-los-demás" por la
fuerza y el poder de Dios que habita en él de un modo nuevo.
Parece claro que Jesús
experimenta la convicción de que vivir es vivir para los otros, servir a otros.
De esta manera corresponde a la realidad de su noción de Dios. Este servicio
histórico a los otros aparece a lo largo de todos los Evangelios y está
resumido en la frase "pasó haciendo el bien".
La vida de Jesús nunca
está centrada en sí mismo, sino en su Padre. Y justamente su vivencia del
Padre Dios es la que le convierte en servidor incondicional de los hijos del
Padre, sus hermanos. Ese ser para otros y la convicción de que en eso se
corresponde a Dios es la experiencia fundamental de Jesús. Su vida está
configurada por la decisión de servir a los otros y corresponder así al Dios
del amor.
Jesús sirve al Padre
sirviendo a sus hermanos. Por ello su actitud es muy clara: "Este Hombre
no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por
todos" (Mt 20-28). "Yo estoy entre ustedes como quien
sirve" (Lc 22,27).
Jesús es un hombre
abierto a todos. No conoce lo que es el rencor, la hipocresía o las segundas
intenciones. A nadie cierra su corazón. Pero a algunos se lo abre
especialmente: los marginados de su época, los despreciados, social o
religiosamente.
Jesús se deja comer por
sus hermanos, hasta el punto de que a veces no le queda tiempo para el descanso
(Mc 6,31-33), ni aun para comer él mismo (Mc 3,20).
Recibe y escucha a la
gente tal como se presenta, ya sean mujeres o niños, prostitutas o teólogos,
guerrilleros o gente piadosa, ricos o pobres. En contra de la costumbre de la época,
él no tiene problemas en comer con los pecadores (Lc 15,2; Mt 9,10-11). Anda
con gente prohibida y acepta en su compañía a personas sospechosas. No rechaza
a los despreciados samaritanos (Lc 10,29-37; Jn 4,4-42); ni a la prostituta, que
se acerca arrepentida (Lc 7,36-40). Acepta los convites de sus enemigos, los
fariseos, pero no por eso deja de decirles la verdad bien clara (Mt 23,13-37).
Sabe invitarse a comer a casa de un rico, Zaqueo, pero de manera que éste se
sienta conmovido hasta el punto que reparte la mitad de los bienes a los pobres
y paga el cuádruplo a todo el que hubiera estafado (Lc 19,1-10). Procura ayudar
a cada uno a partir de su realidad. Comprende al pecador, pero sin condescender
con el mal. A cada uno sabe decirle lo necesario para levantarlo de su miseria.
Sabe usar palabras duras, cuando hay que usarlas, y alabar, cuando hay que
alabar; pero siempre con el fin de ayudar.
Todo esto tiene una
fuerza muy especial, si pensamos que el que está sirviendo así es el mismo
Dios. Es Dios que se vuelca en los
hombres, sirviéndoles en todas sus necesidades.
Jesús no es nada para sí,
sino todo para los otros. El es la verdadera semilla de trigo que se entierra y
muere para dar la vida a los demás. Pasa entre nosotros haciendo el bien. Se
mezcla sin miedo entre los marginados y los despreciados de su tiempo: enfermos
de toda clase, ciegos, paralíticos, leprosos, ignorantes. Y se desvive por
atenderles y cuidarles.
Esta actitud de servicio
total de Cristo a los hombres está maravillosamente caracterizada en el hecho
de ponerse de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies. La
trascendencia de este hecho es enorme; pues el pasaje evangélico subraya su
divinidad:
"Jesús,
sabiendo que el Padre le había puesto todo en su mano, y sabiendo que había
venido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y se
ciñó una toalla; echó agua en un recipiente y se puso a lavarles los pies a
los discípulos, secándoles con la toalla que llevaba ceñida"
(Jn 13,3-5).
Para sus propios amigos
aquello era un escándalo. Pero es la imagen de Dios hecho hombre por amor a los
hombres. Y es imagen también de lo que debemos hacer todos los que queramos
seguir sus huellas. Así lo dijo él mismo:
"Pues
si Yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también
ustedes deben lavarse los pies unos a otros"
(Jn 13,14).
A ejemplo de Jesús,
seremos más hermanos sólo en la medida en que sepamos servir y ser útiles al
prójimo. En la medida en que nos vaciemos del egoísmo y dejemos sitio en el
corazón para todo el que necesite de nosotros.
Solamente cuando se ha
tenido una experiencia muy honda de Dios, como Jesús, sólo entonces el hombre
es capaz de salir de su propio aislamiento de egoísmo, para abrirse, como él,
hacia los otros.
5.
LA ALEGRÍA DE UN DIOS QUE SABE PERDONAR
Jesús ha venido para conducir a la casa del Padre a los hijos
descarriados de Dios. El invita a su mesa a los publicanos, a los pecadores, a
los marginados, a los reprobados; él llama al gran banquete a las gentes de los
caminos y las lindes (Lc 14,16-24). Incansablemente no cesa de repetir,
precisamente a los devotos, que su propia justicia les separa de Dios.
A nosotros, a quienes nos
es familiar el Evangelio desde la infancia, nos es imposible imaginar la
revolución religiosa que representaba para los contemporáneos de Jesús la
predicación de un Dios que quería tener trato con los pecadores. Cada página
del Evangelio nos habla del escándalo, de la agitación, de la inversión de
los valores que Jesús provoca llamando a la salvación precisamente a los
pecadores. Continuamente se le pidieron las razones de esta actitud
incomprensible, y continuamente, sobre todo por medio de sus parábolas, Jesús
dio la misma respuesta: Dios es así.
Dios es el Padre que abre
la puerta de la casa al hijo pródigo; Dios es el pastor que se llena de alegría
cuando encuentra la oveja perdida; es el rey que invita a su mesa a los pobres y
mendigos. Dios experimenta más alegría por un pecador que hace penitencia, que
por noventa y nueve justos. Es el Dios de los pequeños y de los desesperados.
Su bondad y misericordia no tienen límites. Así es Dios.
Y Jesús añade: cuando
se ha comprendido este mensaje, cuando los hombres construyan su salvación no
sobre lo que ellos han hecho por Dios, sino exclusivamente sobre la gracia que
viene de él, cuando vuelvan los descarriados sin esperanza, cuando
comprendan que el amor del Padre sale al encuentro de los hijos perdidos,
entonces la salvación dejará de ser una meta lejana que el hombre debe
conseguir por sus propios medios, entonces, aquí y ahora se realiza el Reino de
Dios... Y esta es la fuente de la alegría. Alegría de los invitados a las
bodas, alegría del que ha encontrado la perla preciosa, el gran tesoro. Esta es
la alegría de ser hijo, la alegría mesiánica, la unción con el aceite de la
alegría. La alegría es tan grande que Dios mismo participa de ella: "De
la misma manera Dios se alegra por un pecador que hace penitencia" (Lc
15,7; cf. 15,10). Junto a esta alegría por haber llegado el tiempo de la
salvación en el mensaje de Jesús está además el amor: amor a los pobres,
amor a los descarriados y a los que están cargados de culpas, amor incluso a
los enemigos...
Jesús anuncia a los
pobres, a los miserables, a los mendigos de Yavé el amor incomprensible,
infinito, de Dios; anuncia que ya está próxima la aurora del tiempo de la
alegría donde los ciegos ven, los paralíticos caminan y los pobres son
evangelizados.
Veamos algunos pasajes
concretos referentes a este Jesús que vino a ofrecernos tan abiertamente el
perdón de Dios. El mismo es el perdón visible de Dios, el cordero que
voluntariamente murió para borrar nuestros pecados (Jn 1,29) y sanarnos con sus
llagas (1Pe 2,24).
"Cuando
aún nosotros estábamos sin fuerzas, entonces, en su momento, Jesús el Mesías
murió por los culpables. Cierto, con dificultad uno se dejaría matar por una
causa justa; con todo, por una buena persona quizá afrontaría uno la muerte.
Pero el Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así
demuestra Dios el amor que nos tiene"
(Rm 5,6-8).
Con diversas parábolas
se esfuerza Jesús para convencernos de que el Padre Dios goza con perdonar.
Nada mejor para ello que la parábola del "Padre bueno" que tiene un
hijo derrochador (Lc 15,11-32) o las de la oveja perdida
y la moneda perdida (Lc 15,1-10).
Jesús presenta en estas
parábolas una nueva imagen de Dios que contrasta con la ofrecida por la religión
oficial judía.
En las tres comparaciones
destaca Jesús la alegría por haber encontrado lo perdido: la oveja, la moneda,
el hijo.
Así es Dios. Quiere la
salvación de los perdidos, pues le pertenecen; su andar errante le ha dolido y
él se alegra del retorno al rebaño.
La alegría y la
generosidad del "padre bueno" son la alegría y generosidad del Padre
Dios para con los pecadores que vuelven al hogar. Un padre primeramente
preocupado por el hijo que vive lejos en la desgracia y que da rienda suelta a
su gozo y emoción al recuperar al hijo perdido. El encuentra más que
justificadas sus expresiones de júbilo: "porque este hijo mío se había
muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y se le ha encontrado" (Lc
15,24).
Así presenta Jesús el
comportamiento de Dios hacia los pecadores que, oyendo su llamada, se encuentran
a sí mismos y encuentran el camino para volver a él. Según Jesús el
arrepentimiento parte de la fe en la bondad del Padre. Arrepentirse es escuchar
la voz bondadosa del Padre dentro del propio corazón destrozado. Es encontrar
en uno mismo a Dios. Es el retorno confiado a la propia casa, que es la casa del
Padre.
En el caso del hijo mayor
de la parábola Jesús intenta
hacernos comprender el modo de pensar de Dios y el de los hombres. Los
"justos" siempre temen que la gracia de Dios pueda destruir el
"orden" que los hombres nos hemos establecido. Dios, por el contrario,
es y actúa de un modo totalmente distinto.
El Dios de Jesús es como
un padre inconsecuente en su conducta, que abraza y perdona al hijo bandido que
vuelve a casa después de haber malgastado la fortuna familiar, sin exigirle ni
siquiera unas promesas de arrepentimiento y corrección. Es el Dios
"loco" que perdona a la mujer adúltera sin exigirle primero mil
penitencias y promesas de enmienda. Es el Dios contrario a la religión oficial,
pues no acepta al fariseo que llena su vida con piedades, limosnas y rezos, pero
en cambio declara salvado al desgraciado publicano que, lleno de vergüenzas y
pecados, a distancia se atrevía a repetir ante Dios la lista de sus propias
miserias. Todo ello sólo se entiende si aceptamos que el Dios de Jesús es el
Dios del amor. El sabe que con el perdón comienza a hacer germinar una nueva
vida en sus hijos.
El perdón es la auténtica
fuerza represiva del mal en el mundo. El perdón es el antídoto que impide que
el mal se siga reproduciendo; es el cortocircuito del mal, que elimina su
presencia destructora y que ofrece un nuevo espacio donde hacer germinar una
nueva relación.
Jesús no sólo habló
del perdón de Dios. El mismo supo
dar ejemplo de perdón.
En primer lugar él
confesó con toda claridad que no había "venido a invitar a justos,
sino a pecadores, a que se arrepientan" (Lc 5,32).
Jesús perdonó los
pecados de toda persona de corazón arrepentido que encontró a su paso; como a
la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,11), a un pobre paralítico que le
llevaron para que lo curara (Mc 2,5-11), o a una pecadora pública (Lc 8,48).
A la hora de su muerte
excusó y perdonó a los que tan injustamente le estaban torturando: "Padre,
perdónalos, que no saben lo que hacen" (Lc 23,34).
Jesús concedió el perdón
no sólo de palabra, sino también por medio de acciones. Entre estas acciones
la que más impresionó a los hombres de aquella época fue el hecho de
compartir la mesa con los pecadores. "Este acoge a los pecadores y come
con ellos" (Lc 15,2). Ciertamente Jesús comía tranquilamente con
ellos (Mc 2,15-16). Y los fariseos se lo echan en cara y lo desprecian por ello
(Mt 11,19).
Para saber medir
exactamente qué es lo que hizo Jesús al comer con los "pecadores"
debemos saber que en su época el compartir una comida con alguien significaba
una oferta de paz, de perdón, de confianza y fraternidad. La comunión de la
mesa quería expresar comunión de vida. Y Jesús no solamente comía con gente
mal vista, sino que además se hospedaba a veces en sus casas (Lc, 19,5).
Su perdón no fue sólo
de palabras y de hechos. Llegó al máximo: Conscientemente derramó su sangre
como signo evidente del perdón del Padre: "Esta es la sangre de la
alianza mía, que se derrama por todos para el perdón de los pecados"
(Mt 26,28). La muerte de Jesucristo es, por consiguiente, el sello del pacto
definitivo de paz entre Dios y los hombres. "Dios nos reconcilió
consigo a través del Mesías" (2 Cor 5,18). "Por su medio
reconcilió consigo el universo, lo terrestre y lo celeste, después de hacer la
paz con su sangre derramada en la cruz" (Col 1,20).
Desde entonces Cristo Jesús
es esperanza para todos los que nos sentimos infieles al amor de Dios. Así lo
entendió Juan, el amigo íntimo de Jesús: "Hijos míos, les escribo
esto para que no pequen; pero, en caso de que uno peque, tenemos un defensor
ante el Padre, Jesús, el Mesías justo, que expía nuestros pecados, y no sólo
los nuestros, sino también los del mundo entero" (1 Jn 2,1-2).
6.
JESÚS ES EL SELLO DE LA FIDELIDAD DE DIOS
Como estamos viendo, Jesucristo es el sello definitivo de la
fidelidad de Dios, tan largamente proclamada por los profetas en el Antiguo
Testamento. El es el Siervo Fiel del "Dios que no miente" (Tit
1,2). Por él son mantenidas y llevadas a la práctica todas las antiguas
promesas de Dios: "Quiero
decir con esto que el Mesías se hizo servidor de los judíos para demostrar la
fidelidad de Dios" (Rm 15,8).
"En
él ha habido únicamente un sí"
(2 Cor 1,20), "porque juzgó digno de fe al que se lo prometía"
(Heb 11,11).
Por medio de Jesús ha
llegado a la cumbre la fidelidad de Dios:
"Y la palabra se
hizo hombre, acampó entre nosotros y contemplamos su gloria: gloria de Hijo único
del Padre lleno de amor y fidelidad... Porque de su plenitud todos nosotros
recibimos, ante todo un amor que responde a su amor.
Porque
la Ley se dio por medio de Moisés, el amor y la fidelidad se hicieron realidad
en Jesús el Mesías"
(Jn 1,14.16-17).
Afortunadamente, como ya
habían repetido tantas veces los profetas en el Antiguo Testamento, la
fidelidad de Dios no depende de que nosotros le seamos fieles a él. "¿Qué
importa que algunos hayan sido infieles? ¿Es que la infidelidad de éstos va a
anular la fidelidad de Dios? De ninguna manera; hay que dar por descontado que
Dios es fiel y que los hombres por su parte son todos infieles" (Rm
3,3-4).
"Si
le somos infieles, él permanece fiel, porque negarse a sí mismo no puede"
(2 Tim 2,13).
La fidelidad de Dios en
el amor es el fundamento del optimismo a toda prueba que debe disfrutar el que
tiene fe en Cristo. La fe en un Dios que nos quiere a todos los hombres por
igual y nunca nos va a fallar, es la mayor fuerza que puede entrar en nuestro
corazón para comprometernos en la empresa de construir la verdadera hermandad.
Por muchos fracasos que haya de por medio, apoyados en su palabra, podemos
reanudar siempre de nuevo el camino de la justicia, la unidad y la paz
verdaderas. Si creemos en Cristo Jesús, él nos dará fuerzas para amar y
triunfar con él:
"El
por su parte los mantendrá firmes hasta el fin... Fiel es Dios, y él los llamó
a ser solidarios de su Hijo, Jesús el Mesías, Señor nuestro"
(1 Cor 1,8-9).
"Aferrémonos
a la firme esperanza que profesamos, pues fiel es quien hizo la promesa" (Heb
10,23).
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