PARA UNA PASTORAL DE LA CULTURA
(23-V-99)

Consejo Pontificio para la Cultura


INTRODUCCIÓN

Nuevas situaciones culturales, nuevos campos de evangelización

1. «El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio» (Fides et ratio, n. 70), pues «es propio de la persona humana el no acceder a su plena y verdadera humanidad sino a través de la cultura» (Gaudium et spes, n. 53). Así, la buena nueva que es el evangelio de Cristo para todo hombre y todo el hombre, «al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece» (Fides et ratio, n. 71), le llega a éste en su propia cultura, que impregna su manera de vivir la fe y que a su vez es modelada progresivamente por ésta. «Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación» (ib., n. 72). Al mismo tiempo, las culturas tradicionalmente cristianas o impregnadas de tradiciones religiosas milenarias se tambalean. Por tanto, no sólo se trata de injertar la fe en las culturas, sino también de devolver la vida a un mundo descristianizado, cuyas referencias cristianas son a menudo únicamente de orden cultural. Estas nuevas situaciones culturales a lo largo del mundo se presentan a la Iglesia, en el umbral del tercer milenio, como nuevos campos de evangelización.

Ante estos desafíos de nuestro tiempo, «dramático y al mismo tiempo fascinador» (Redemptoris missio, n. 38), el Consejo pontificio de la cultura desea compartir un conjunto de convicciones y de propuestas concretas, fruto de numerosos intercambios, especialmente gracias a la fecunda cooperación con los obispos, pastores de las diócesis, y sus colaboradores en este campo apostólico, para una renovada pastoral de la cultura como lugar de encuentro privilegiado con el mensaje de Cristo. En efecto, «toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios» (1). De aquí la grande y decisiva importancia de una pastoral de la cultura: «Una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad» (2).

El Consejo pontificio de la cultura quiere así responder a la petición apremiante que le dirigía el Papa Juan Pablo II: «Ustedes deben ayudar a la Iglesia a responder a estos interrogantes, que son fundamentales para las culturas actuales: ¿Cómo hacer accesible el mensaje de la Iglesia a las nuevas culturas y a las formas actuales de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Cómo puede conseguir la Iglesia de Cristo que le escuche el espíritu moderno, tan orgulloso de sus realizaciones y al mismo tiempo tan preocupado por el porvenir de la familia humana?» (3).

Parte I
FE Y CULTURA:
LÍNEAS DE ORIENTACIÓN

2. La Iglesia, mensajera de Cristo, Redentor del hombre, ha adquirido en nuestro tiempo una nueva conciencia de la dimensión cultural de la persona y de las comunidades humanas. El concilio Vaticano II, en particular la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, los Sínodos de los obispos sobre la evangelización en el mundo moderno y sobre la catequesis en nuestro tiempo, recapitulados por las exhortaciones apostólicas Evangelii nuntiandi de Pablo VI y Catechesi tradendae de Juan Pablo II, proponen a este respecto un rico magisterio, concretado por las sucesivas asambleas especiales del Sínodo de los obispos por continentes y las exhortaciones apostólicas post-s inodales del Santo Padre. La inculturación de la fe ha sido objeto de una reflexión en profundidad por parte de la Comisión bíblica pontificia (4) y de la Comisión teológica internacional (5). El Sínodo extraordinario de 1985, con ocasión del vigésimo aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II, citado por Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, la presenta como «una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas humanas» (n. 52). El papa Juan Pablo II, en numerosas intervenciones en el curso de sus viajes apostólicos, así como las Conferencias generales del Episcopado latinoamericano en Puebla y Santo Doming o (6), han actualizado y desarrollado esta dimensión nueva de la pastoral de la Iglesia en nuestro tiempo, para llegar a los hombres en su cultura.

El examen atento de los diferentes campos culturales propuestos en este documento muestra la extensión de lo que representa la cultura, ese modo particular que tienen los hombres y los pueblos de cultivar su relación con la naturaleza y con sus hermanos, consigo mismos y con Dios, a fin de lograr una existencia plenamente humana (cf. Gaudium et spes, n. 53). No hay cultura si no es del hombre, por el hombre y para el hombre. Abarca toda la actividad del hombre, su inteligencia y su afectividad, su búsqueda de sentido, sus costumbres y sus recursos éticos. La cultura es tan connatural al hombre, que la naturaleza de éste no alcanza su expresión plena sino mediante la cultura. El cometido esencial de una pastoral de la cultura consiste en de volver al hombre su plenitud de criatura «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26), alejándolo de la tentación antropocéntrica de considerarse independiente del Creador. Así pues -y esta observación es de suma importancia para una pastoral de la cultura-, «no se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre. Esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuer do con la verdad profunda de su ser» (Veritatis splendor n. 53).

La cultura, en su relación esencial con la verdad y el bien, no puede brotar únicamente de la experiencia de necesidades, de centros de interés o de exigencias elementales. «La dimensión primera y fundamental de la cultura -subrayaba Juan Pablo II en un discurso a la Unesco-, es la sana moralidad: la cultura moral» (7). «Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia» (Fides et ratio, n. 70). Marcadas por el dinamismo de los hombres y de la historia, en tensión hacia su plenitud (cf. ib., n. 71), las culturas participan también del pecado de aquéllos y, por eso, exigen el necesario discernimiento por parte de los cristianos. Cuando el Verbo de Dios, en la Encarnación, asume la naturaleza humana en su dimensión histórica y concreta, excepto el pecado (Heb 4,15), la purifica y la lleva a su plenitud en el Espíritu Santo. Al revelarse, Dios abre su corazón a los hombres «con hechos y palabras intrínsecamente relacionados entre sí» y les hace descubrir en su lenguaje de hombres los misterios de su amor «para invitarlos a entrar en comunión con Él» (Dei Verbum, n. 2).

La buena noticia del Evangelio para las culturas

3. Para revelarse, entrar en diálogo con los hombres e invitarlos a la salvación, Dios se escogió, de entre el amplio abanico de las culturas milenarias nacidas del genio humano, un pueblo, cuya cultura originaria Él penetró, purificó y fecundó. La historia de la Alianza marca el inicio de una cultura que Dios mismo inspiró a su pueblo. La sagrada Escritura es el medio que Dios quiso utilizar para revelarse, lo cual la eleva a un plano supracultural. «En la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que usaban de todas sus facultades y talentos» (Dei Verbum, n. 11). En la sagrada Escritura, palabra de Dios, que constituye la inculturación originaria de la fe en el Dios de Abraham, Dios de Jesucristo, «la palabra de Dios, expr esada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano» (ib., n. 13). El mensaje de la revelación, inscrito en la historia sagrada, se presenta siempre revestido de un ropaje cultural del cual es inseparable, pues constituye parte integrante de aquélla. La Biblia, palabra de Dios expresada en el lenguaje de los hombres, representa el arquetipo del encuentro fecundo entre la palabra de Dios y la cultura.

A este respecto, la vocación de Abraham es ilustradora: «Sal de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre» (Gn 12,1). «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas (...), pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Heb 11,8-10). La historia del pueblo de Dios comienza con una adhesión de fe, que es también una ruptura cultural, para culminar en la Cruz de Cristo, ruptura por excelencia, elevación de la tierra, pero también centro de atracción que orienta la historia del mundo hacia Cristo y convoca en la unidad a los hijos de Dios dispersos: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31).

La ruptura cultural con la cual se inicia la vocación de Abraham, «padre de los creyentes», traduce lo que acontece en lo profundo del corazón del hombre cuando Dios irrumpe en su existencia para revelarse y suscitar el compromiso de todo su ser. Abraham es arrancado de raíz de su humus cultural y espiritual, para ser trasplantado por Dios, mediante la fe, a la Tierra prometida. Más aún, esta ruptura subraya la diferencia fundamental de naturaleza entre la fe y la cultura. Al contrario de los ídolos, que son producto de una cultura, el Dios de Abraham es el totalmente otro. Mediante la revelación entra en la vida de Abraham. El tiempo cíclico de las religiones antiguas ha caducado: con Abraham y el pueblo judío comienza un nuevo tiempo, qu e convierte la historia de los hombres en camino hacia Dios. No es un pueblo que se fabrica un dios; es Dios que da nacimiento a su pueblo como pueblo de Dios.

Por ello, la cultura bíblica ocupa un puesto único. Es la cultura del pueblo de Dios, en cuyo corazón Él se ha encarnado. La promesa hecha a Abraham culmina en la glorificación de Cristo crucificado. El padre de los creyentes, en tensión hacia el cumplimiento de la promesa, anuncia el sacrificio del Hijo de Dios sobre el leño de la cruz. En Cristo, que vino a recapitular toda la creación, el amor de Dios convoca a todos los hombres a compartir la condición de hijos. El Dios totalmente otro se manifiesta en Jesucristo, totalmente nuestro: «El Verbo del Padre eterno, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, n. 13). Así, la fe tiene la capacidad de llegar hasta el corazón de toda cultura para pur ificarlo, fecundarlo, enriquecerlo y darle la posibilidad de desplegarse según la medida inconmensurable del amor de Cristo. Así, la recepción del mensaje de Cristo suscita una cultura cuyos dos componentes fundamentales son, por una razón totalmente nueva, la persona y el amor. El amor redentor de Cristo revela, más allá de los límites naturales de las personas, su valor profundo, que se manifiesta por la acción de la gracia, don de Dios. Cristo es la fuente de esta civilización del amor, anhelada con nostalgia por los hombres tras la caída en el pecado original, en el jardín del Edén, y que Juan Pablo II, siguiendo de Pablo VI, no cesa de invitarnos a realizar concretamente junto con todos los hombres de buena voluntad. El vínculo fundam ental del Evangelio, es decir, de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad, es creador de cultura en su fundamento mismo. Al vivir el Evangelio, como lo atestiguan dos mil años de historia, la Iglesia esclarece el sentido y el valor de la vida, amplía los horizontes de la razón y afianza los fundamentos de la moral humana. La fe cristiana auténticamente vivida revela en toda su profundidad la dignidad de la persona y la sublimidad de su vocación (cf. Redemptor hominis, n. 10). Desde sus orígenes, el cristianismo se distingue por la inteligencia de la fe y la audacia de la razón. Son testigos de ello pioneros como san Justino o san Clemente de Alejandría, Orígenes y los Padres capadocios. Este encuentro fecundo del Evangelio co n las filosofías hasta nuestros días ha sido evocado por Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio (cf. n. 36-48). «El encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva» (ib., n. 70): crea así una cultura original en los contextos más diversos.

La evangelización y la inculturación

4. La evangelización propiamente dicha consiste en el anuncio explícito del misterio de salvación de Cristo y de su mensaje, pues «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4). «Por tanto, es necesario que todos se conviertan a Él, conocido por la predicación de la Iglesia, y por el bautismo sean incorporados a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo» (Ad gentes, n. 7). La novedad que brota incesantemente de la revelación de Dios «con hechos y palabras intrínsecamente relacionados entre sí» (Dei Verbum, n. 2), comunicada por el Espíritu de Cristo que actúa en la Iglesia, expresa la verdad acerca de Dios y la salvación del hombre. El anuncio de Jesucristo, «que es a la vez Mediador y plenitud de toda la revelación» (ibid.), pone de manifiesto los semina Verbi escondidos y a veces como enterrados en el corazón de las culturas, y los abre a la medida misma de la capacidad de infinito que Él ha creado y que viene a colmar en la admirable condescendencia de su Sabiduría eterna (cf. Dei Verbum, n. 13), transformando su proyecto de sentido en aspiración a la trascendencia, y las expectativas en puntos de apoyo para la acogida del Evangelio. Mediante el testimonio explícito de su fe, los discípulos de Jesús impregnan de Evangelio la pluralidad de las culturas.

«Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad (...). Se trata también de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.

»Lo que importa es evangelizar, no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces, la cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.

»Ciertamente, el Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Evangelio y evangelización, independientes con respecto a las culturas, no son necesariamente incompatibles con ellas, sino que son capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

»La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo. (...) De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la buena nueva» (Evangelii nuntiandi, nn. 18-20). Para hacerlo, es necesario anunciar el Evangelio con el lenguaje y la cultura de los hombres.

Esta buena nueva se dirige a la persona humana en su compleja totalidad, espiritual y moral, económica y política, cultural y social. La Iglesia, por ello, no duda en hablar de evangelización de las culturas, es decir, de las mentalidades, de las costumbres, de los comportamientos. «La nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido, serio y ordenado para evangelizar la cultura» (Ecclesia in América, n. 70).

Si las culturas, cuya totalidad está constituida por elementos heterogéneos, son cambiantes y caducas, el primado de Cristo y la universalidad de su mensaje son fuente inagotable de vida (cf. Col 1,8-12; Ef 1,8) y de comunión. Los misioneros del Evangelio, portadores de esta novedad absoluta de Cristo al corazón de las culturas, no cesan de rebasar los límites propios de cada cultura, sin dejarse encerrar en las perspectivas terrestres de un mundo mejor. «El reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Por eso, la Iglesia o pueblo de Dios, al hacer presente este reino, no quita ningún bien temporal a ningún pueblo. Al contrario, favorece y asume las cualidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos en la medida en que son bue nas, y, al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece» (Lumen gentium, n. 13). El evangelizador, cuya fe está ligada a una cultura, ha de dar abierto testimonio del puesto único de Cristo, de la sacramentalidad de su Iglesia, del amor de sus discípulos a todo hombre y a «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (Flp 4,8), lo que implica el rechazo de todo lo que sea fuente o fruto del pecado en el corazón de las culturas.

5. «Un problema ulterior nace de la exigencia, hoy intensamente sentida, de la evangelización de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe» (Pastores dabo vobis, n. 55). Una y otra van unidas, en un proceso de mutuo intercambio, que exige el ejercicio permanente de un discernimiento riguroso a la luz del Evangelio, a fin de identificar valores y contravalores presentes en las culturas, construir sobre los primeros y luchar enérgicamente contra los segundos. «Por medio de la inculturación, la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas de sde dentro. Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión» (Redemptoris missio, n. 52). La inculturación, «necesaria y esencial» (Pastores dabo vobis, n. 55), alejada tanto del arqueologismo como del mimetismo intramundano, «está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas». «En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que, por el contrario, son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica, recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos» (Fides et ratio n. 71).

En sintonía con las exigencias objetivas de la fe y la misión de evangelizar, la Iglesia tiene en cuenta este dato esencial: el encuentro entre la fe y las culturas se realiza entre dos realidades que no son del mismo orden. Por tanto, la inculturación de la fe y la evangelización de las culturas constituyen un binomio que excluye toda forma de sincretismo (8). Ése es «el sentido auténtico de la inculturación. Ésta, ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo» (Pastores dabo vobis, n. 55). Los sucesivos Sínodos de los obispos han subrayado la particular importancia que tiene para la evangelización esta inculturación a la luz de los grandes misterios de la salvación: la encarnación de Cristo, su nacimiento, su pasión y Pascua redentora, y Pentecostés, que, por la fuerza del Espíritu, concede a cada uno escuchar en su propia lengua las maravillas de Dios (9). Las naciones convocadas en torno al cenáculo el día de Pentecostés no escuchan en sus respectivas lenguas un discurs o sobre sus propias culturas humanas, sino que se sorprenden al oír, cada uno en su lengua, a los Apóstoles anunciar las maravillas de Dios. Si bien es cierto que el mensaje evangélico no se puede aislar pura y simplemente de la cultura en la que está inserto desde el principio, ni tampoco, de las culturas en las que ya se ha expresado, sin embargo, su fuerza es en todas partes transformadora y regeneradora (cf. Catechesi tradendae, n. 53). «El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia (...), favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad» (Fides et ratio, n. 71).

«Teniendo presente la relación estrecha y orgánica entre Jesucristo y la palabra que anuncia la Iglesia, la inculturación del mensaje revelado tendrá que seguir la "lógica" propia del misterio de la Redención (...). Esta kénosis necesaria para la exaltación, itinerario de Jesús y de cada uno de sus discípulos (cf. Flp 2,6-9), es iluminadora para el encuentro de las culturas con Cristo y su Evangelio. Cada cultura tiene necesidad de ser transformada por los valores del Evangelio a la luz del misterio pascual» (Ecclesia in Africa n. 61). La ola dominante de secularismo que se extiende a través de las culturas, a menudo idealiza, con la fuerza de sugestión de los medios de comunicación social, modelos de vida que son la antítesis de la cultur a de las Bienaventuranzas y de la imitación de Cristo pobre, casto, obediente y manso de corazón. De hecho, hay grandes obras culturales que se inspiran en el pecado y pueden incitar a él. «La Iglesia, al proponer la buena nueva, denuncia y corrige la presencia del pecado en las culturas; purifica y exorciza los desvalores. Establece, por consiguiente, una crítica de las culturas..., crítica de las idolatrías, es decir, de los valores erigidos en ídolos, de aquellos valores que una cultura asume como absolutos, sin serlo» (10).

Una pastoral de la cultura

6. La pastoral de la cultura, al servicio del anuncio de la buena nueva y, por tanto, del destino del hombre en el designio de Dios, deriva de la misión misma de la Iglesia en el mundo contemporáneo, con una percepción renovada de sus exigencias, expresada por el concilio Vaticano II y los Sínodos de los obispos. La toma de conciencia de la dimensión cultural de la existencia humana entraña una atención particular hacia este nuevo campo de la pastoral. Esta pastoral, anclada en la antropología y la ética cristiana, anima un proyecto cultural cristiano que permite a Cristo, Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia (cf. Redemptor hominis, n. 1), renovar toda la vida de los hombres, abriendo «a su potestad salvadora (...) los e xtensos campos de la cultura» (11). En este campo, las vías son prácticamente infinitas, pues la pastoral de la cultura se aplica a las situaciones concretas a fin de abrirlas al mensaje universal del Evangelio.

Al servicio de la evangelización, que constituye la misión esencial de la Iglesia, su gracia y su vocación propia, así como su identidad más profunda (cf. Evangelii nuntiandi, n. 14), la pastoral, en busca de «las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo» (ib., n. 40), conjuga medios complementarios: «La evangelización, hemos dicho, es un paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores. Hay que ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros» (ib., n. 24).

Una evangelización inculturada, gracias a una pastoral concertada, permite a la comunidad cristiana recibir, celebrar, vivir, traducir su fe en su propia cultura, en «la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con la Iglesia universal» (Redemptoris missio, n. 54). Y, al mismo tiempo, traduce el carácter absolutamente nuevo de la revelación en Jesucristo y la exigencia de conversión que brota del encuentro con el único Salvador: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

De ahí la importancia de la tarea propia de los teólogos y los pastores para la fiel inteligencia de la fe y el discernimiento pastoral. La apertura con la que tienen que abordar las culturas, «sirviéndose de conceptos y lenguas de los diversos pueblos» (Gaudium et spes, n. 44) para expresar el mensaje de Cristo, no puede renunciar a un discernimiento exigente frente a los grandes y graves problemas que surgen de un análisis objetivo de los fenómenos culturales contemporáneos, cuyo peso no puede ser ignorado por los pastores, pues está en juego la conversión de las personas y, a través de ellas, de las culturas, la cristianización del ethos de los pueblos (cf. Evangelii nuntiandi, n. 20).

PARTE II
DESAFÍOS Y PUNTOS DE APOYO

Una nueva época en la historia de la humanidad Gaudium et spes, 54)

7. Las condiciones de vida del hombre moderno en estos últimos decenios del segundo milenio se han transformado tan profundamente, que el concilio Vaticano II no duda en hablar de «una nueva época de la historia de la humanidad» (Gaudium et spes, 54). Para la Iglesia es un kairós, un tiempo favorable para una nueva evangelización, en la que los nuevos rasgos de la cultura constituyen otros tantos desafíos y puntos de apoyo para una pastoral de la cultura.

La Iglesia, en nuestro tiempo, toma viva conciencia de ello bajo el impulso de los Papas que han desarrollado y actualizado la doctrina social de la Iglesia, desde la Rerum novarum, en 1891, hasta la Centesimus annus, en 1991. Las Conferencias episcopales, sus federaciones y los Sínodos de obispos se inspiran en ella para emprender iniciativas concretas que correspondan a las situaciones propias de cada país. Dentro de esta diversidad, sin embargo, destacan algunos rasgos.

En la situación cultural hoy dominante en diferentes partes del mundo, el subjetivismo prevalece como medida y criterio de la verdad (cf. Fides et ratio, 47). Se cuestionan los presupuestos positivistas acerca del progreso de la ciencia y la tecnología. Tras el fracaso espectacular del marxismo-leninismo colectivista y ateo, la ideología rival del liberalismo muestra su incapacidad para proporcionar la felicidad al género humano, en la dignidad responsable de cada persona. Un ateísmo práctico antropocéntrico, la ostentación de la indiferencia religiosa y un materialismo hedonista que lo invade todo, marginan la fe como algo evanescente, sin consistencia ni relevancia cultural en el seno de una cultura «prevalentemente científica y técnica» (Veritatis splendor, 112). «En realidad, los criterios de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente, en el contexto de una cultura ampliamente descristianizada, como extraños e incluso contrapuestos a los del Evangelio» (ib., 88). El Papa Juan Pablo II lo recordaba al celebrar el vigésimo quinto aniversario de la constitución conciliar sobre la liturgia: «La adaptación a las culturas exige una conversión del corazón y, si es necesario, romper con los hábitos ancestrales incompatibles con la fe católica. Esto requiere una seria formación teológica, histórica y cultural y un juicio sano para discernir lo que es necesario o útil, o por el contrario, inútil y dañino para la fe» (Vicesimus quintus annus , 16).

-- Urbanización galopante y desarraigo cultural

8. Bajo diversas presiones, como la pobreza o el subdesarrollo de zonas rurales privadas de bienes y servicios indispensables, pero también, en ciertos países, a causa de conflictos armados que obligan a millones de seres humanos a abandonar su ambiente familiar y cultural, el mundo asiste a un impresionante éxodo rural, que tiende a hacer crecer desmesuradamente los grandes centros urbanos. A estas presiones de orden económico y social se añade la fascinación de la ciudad, del bienestar y la diversión que ofrece, cuya imagen transmiten los medios de comunicación social. Por falta de planificación, los barrios de la periferia de estas megápolis se convierten a menudo en guetos, aglomeraciones desmesuradas de personas socialmente desarraiga das, políticamente indigentes, económicamente marginadas y culturalmente aisladas.

Por contraste, el desarraigo cultural, cuyas causas son múltiples, pone de relieve el papel fundamental de las raíces culturales. El hombre desestructurado por la herida o la pérdida de su identidad cultural se convierte en terreno abonado para prácticas deshumanizadoras. Jamás como en este siglo XX el hombre ha manifestado tantas capacidades y talentos, pero jamás la historia ha conocido tantas negaciones y violaciones de la dignidad humana, frutos amargos de la negación o el olvido de Dios. Cuando se relegan los valores morales a la esfera privada, la vida moral queda alterada y la vida espiritual, debilitada. El concepto terrible de «cultura de la muerte» designa una contracultura que evidencia la siniestra contradicción entre una decid ida voluntad de vida y el rechazo obstinado de Dios, fuente de toda vida (cf. Evangelium vitae, 11-12 y 19-28).

«Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que, así como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales» (Ecclesia in América, 21).

-- Medios de comunicación social y tecnología de la información

9. «El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola como suele decirse en una aldea global. Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia, que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales (...). La evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo (...). Conviene integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura, aun antes que de los contenidos, nace del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nueva s técnicas y nuevos comportamientos psicológicos» (Redemptoris missio, 37). La llegada de esta verdadera revolución cultural, con el cambio del lenguaje suscitado especialmente por la televisión y los modelos que propone, implica «la completa transformación de aquello a través de lo cual la humanidad capta el mundo que la rodea y que la percepción verifica y expresa (...). En efecto, se puede recurrir a los medios de comunicación tanto para proclamar el Evangelio como para alejarlo del corazón del hombre» (12). Los medios que dan acceso a la información «en directo» eliminan la perspectiva de la distancia y el tiempo, pero sobre todo transforman la percepción de las cosas: la realidad cede el paso a lo que de ella se muestra. Así, la repet ición sostenida de informaciones seleccionadas se convierte en un factor determinante para crear una opinión considerada pública.

La influencia de los medios de comunicación, que no respetan límite alguno, en particular en el campo de la publicidad (13), exige de los cristianos una nueva creatividad para llegar a los centenares de millones de personas que consagran diariamente un tiempo considerable a la televisión y a la radio, medios de información y promoción cultural, pero también de evangelización para aquellos que no tienen ocasión de entrar en contacto con el Evangelio y con la Iglesia en las sociedades secularizadas. La pastoral de la cultura debe dar una respuesta positiva a la pregunta crucial planteada por Juan Pablo II: «¿Encuentra todavía Cristo un lugar en los medios tradicionales de comunicación?» (14).

La más sorprendente de las innovaciones en la tecnología de la comunicación es, probablemente, la red Internet. Como toda técnica nueva, no deja de suscitar temores, tristemente justificados por usos indebidos, y requiere una constante vigilancia y una información seria. No se trata sólo de la moralidad de su uso, sino también de las consecuencias radicalmente nuevas que entraña: pérdida del «peso específico» de la información, reducción de los mensajes a pura información, ausencia de reacciones pertinentes a los mensajes de la red por parte de personas responsables, efecto disuasorio en cuanto a las relaciones interpersonales. Pero, sin lugar a dudas, las inmensas potencialidades de Internet pueden prestar una gran ayuda a la difusión de la buena nueva, como lo atestiguan ciertas prometedoras iniciativas eclesiales, que exigen un desarrollo creativo responsable en esta «nueva frontera de la misión de la Iglesia» (cf. Christifideles laici, 44).

Es muy importante lo que está en juego. No podemos por menos de estar presentes y utilizar las redes informáticas, cuyas pantallas pueblan hoy los hogares, para inscribir en ellos los valores del mensaje evangélico.

-- Identidades y minorías nacionales

10. Si la unidad de naturaleza constituye a todos los hombres en miembros de una única gran comunidad, el carácter histórico de la condición humana los vincula necesariamente con mayor intensidad a grupos particulares, desde la familia hasta la nación. La condición humana se halla así situada entre dos polos, lo universal y lo particular, en tensión vital singularmente fecunda, si se vive con equilibrio y armonía.

El fundamento de los derechos de las naciones no es otro que la persona humana. En ese sentido, estos derechos no son más que los derechos del hombre considerados a este nivel específico de la vida comunitaria. El primero de estos derechos es el derecho a la existencia. «Nadie, pues, -un Estado, otra nación, o una organización internacional- puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir» (15). El derecho a la existencia implica, naturalmente, para toda nación el derecho a su propia lengua y a su cultura. Es a través de ellas como un pueblo expresa y defiende su soberanía y singularidad.

Si los derechos de la nación expresan las exigencias de la particularidad, es necesario también destacar las de la universalidad, con los deberes que de ello derivan para cada nación frente a las otras y frente a toda la humanidad. El primero de todos es, sin duda, el deber de vivir con una voluntad de paz, respetuosa y solidaria hacia los otros. Enseñar a las generaciones jóvenes a vivir su propia identidad en la diversidad es una tarea prioritaria de la educación para la cultura, tanto más cuanto que, con frecuencia, los grupos de presión no dejan de utilizar la religión con fines políticos extraños a ella.

A diferencia del nacionalismo cargado de desprecio o incluso de aversión hacia otras naciones y culturas, el patriotismo es el amor y el servicio legítimos, privilegiados pero no exclusivos, al propio país y a la propia cultura, distante tanto del cosmopolitismo como del nacionalismo cultural. Cada cultura está abierta a lo universal por lo mejor de sí misma. Está llamada también a purificarse de su participación en la herencia del pecado, inscrita en ciertos prejuicios, costumbres y prácticas opuestas al Evangelio, a enriquecerse con la aportación de la fe y a «enriquecer la Iglesia universal con expresiones y valores nuevos» (cf. Redemptoris missio, 52 y Slavorum apostoli, 21).

Al mismo tiempo, la pastoral de la cultura se apoya en el don del Espíritu de Jesús y de su amor, que «van dirigidos a todos y cada uno de los pueblos y culturas para unirlos entre sí a semejanza de la perfecta unidad que hay en Dios uno y trino» (Ecclesia in América, 70).

Nuevos areópagos y campos culturales tradicionales

-- Ecología, ciencia, filosofía y bioética

11. Se va afianzando una nueva toma de conciencia con el desarrollo de la ecología. No es una novedad para la Iglesia: la luz de la fe esclarece el sentido de la creación y las relaciones entre el hombre y la naturaleza. San Francisco de Asís y san Felipe Neri son testigos simbólicos del respeto a la naturaleza inscrito en la visión cristiana del mundo creado. Este respeto tiene su fuente en el hecho de que la naturaleza no es propiedad del hombre; pertenece a Dios, su creador, quien le ha encomendado su dominio (cf. Gn 1,28) para que la respete y encuentre en ella su legítima subsistencia (cf. Centesimus annus, 38-39).

La divulgación de los conocimientos científicos lleva, con frecuencia, al hombre a situarse en la inmensidad del cosmos y a extasiarse ante sus propias capacidades y ante el universo, sin reparar en que su autor es Dios. He aquí el desafío para la pastoral de la cultura: guiar al hombre hacia la trascendencia, enseñarle a recorrer el camino que, partiendo de su experiencia intelectual y humana, desemboca en el conocimiento del Creador, utilizando sabiamente los mejores logros de la ciencia moderna, a la luz de la recta razón. A pesar de que la ciencia, gracias a su prestigio, influye notablemente en la cultura contemporánea, sin embargo no es capaz de captar lo que constituye la experiencia humana en su esencia, ni tampoco la realidad más intrínseca de las cosas. Una cultura coherente, fundada en la trascendencia y en la superioridad del espíritu frente a la materia, requiere una sabiduría en la que el saber científico se despliegue en un horizonte iluminado por la reflexión metafísica. En el ámbito del conocimiento, la fe y la ciencia no se pueden superponer; y conviene no confundir los principios metodológicos, sino distinguirlos para unir y hallar, por encima de la dispersión de sentido en los compartimientos estancos del saber, la síntesis armoniosa y el sentido unificante de la totalidad que caracterizan una cultura plenamente humana. En nuestra cultura fragmentada, que se esfuerza por integrar la desbordante acumulación de saberes, los maravillosos descubrimientos cie ntíficos y las admirables aportaciones de la técnica moderna, la pastoral de la cultura exige como presupuesto una reflexión filosófica que se aplique a organizar y estructurar el conjunto de los saberes y afirme así la capacidad de la razón de alcanzar la verdad y su función reguladora en la cultura.

«El aspecto sectorial del saber, en la medida en que implica un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus pastores directamente desde el Evangelio y no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo» (Fides et ratio, 85).

12. Es también tarea de filósofos y teólogos cualificados identificar con competencia, en el seno de la cultura científica y tecnológica dominante, los desafíos y los puntos de apoyo para el anuncio del Evangelio. Esta exigencia implica una renovación de la enseñanza filosófica y teológica, pues la condición de todo diálogo y de toda inculturación se halla en una teología plenamente fiel al dato de fe. Asimismo, la pastoral de la cultura tiene necesidad de científicos católicos que sientan como una exigencia aportar su contribución propia a la vida de la Iglesia, compartiendo su experiencia personal de encuentro entre la ciencia y la fe. El déficit de cualificación teológica y de competencia científica hace aleatoria la presencia de la Igl esia en el seno de la cultura, nacida de las investigaciones científicas y de sus aplicaciones técnicas. Y, sin embargo, vivimos un período particularmente favorable al diálogo entre la ciencia y la fe (16).

13. La ciencia y la técnica han demostrado ser medios maravillosos para aumentar el saber, el poder y el bienestar de los hombres, pero su utilización responsable implica la dimensión ética de las cuestiones científicas. Planteadas con frecuencia por los mismos científicos en busca de la verdad, tales cuestiones ponen de manifiesto la necesidad de un diálogo entre ciencia y moral. Esta búsqueda de la verdad que trasciende la experiencia de los sentidos, ofrece posibilidades nuevas para una pastoral de la cultura orientada al anuncio del Evangelio en los ambientes científicos.

Evidentemente, como lo atestigua su importancia, la bioética es mucho más que una disciplina del saber, a causa de sus implicaciones culturales, sociales, políticas y jurídicas, a las que la Iglesia otorga la mayor importancia. En efecto, la evolución de la legislación en el campo de la bioética depende de la elección de los referentes éticos a los que recurre el legislador. La cuestión de fondo sigue siendo, con toda crudeza: ¿cuáles han de ser las relaciones entre ley moral y ley civil en una sociedad pluralista? (cf. Evangelium vitae, 18 y 68-78).

Sometiendo las cuestiones éticas fundamentales a los diversos legisladores, ¿no se corre el riesgo de erigir en derecho lo que moralmente sería inaceptable?

La bioética es uno de los campos sensibles que invitan a encontrar los fundamentos de la antropología y de la vida moral. El papel de los cristianos es insustituible para contribuir a formar, en el seno de la sociedad, mediante un diálogo respetuoso y exigente, una conciencia ética y un sentido cívico. Esta situación cultural requiere una formación rigurosa tanto de los sacerdotes como de los laicos que trabajan en este campo de suma importancia que es la bioética.

-- La familia y la educación

14. «La familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera sociedad humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera específica al engendrar los hijos: la comunión de los cónyuges da origen a la comunidad familiar» (Carta a las familias, 7).

La familia, cuna de la vida y del amor, es también fuente de cultura. Acoge la vida y es la escuela de humanidad donde mejor aprenden los futuros esposos a convertirse en padres responsables. En ciertas civilizaciones, el proceso de crecimiento que la familia asegura en una comunidad de vida y amor excede el núcleo familiar para constituir, por ejemplo, la gran familia africana. E incluso cuando la miseria material, cultural y moral mina la institución misma del matrimonio y amenaza con extinguir las fuentes de la vida, la familia sigue siendo el lugar privilegiado de formación de la persona y de la sociedad. La experiencia lo demuestra: el conjunto de las civilizaciones y la cohesión de los pueblos dependen, sobre todo, de la calidad huma na de las familias, especialmente de la presencia complementaria de los progenitores, con sus papeles respectivos de padre y madre en la educación de los hijos. En una sociedad donde crece el número de los que no tienen familia, la educación se hace más difícil, así como la transmisión de una cultura popular modelada por el Evangelio.

Las situaciones personales dolorosas merecen comprensión, caridad y solidaridad, pero en ningún caso se puede presentar como nuevo modelo de vida social lo que es un trágico fracaso de la familia. Las campañas de opinión y las políticas antifamiliares o antinatalistas constituyen otros tantos intentos de modificar el concepto mismo de «familia» hasta vaciarlo de su contenido. En este contexto, formar una comunidad de vida y amor, que una a los esposos asociándolos al Creador, constituye la mejor aportación cultural que las familias cristianas pueden dar a la sociedad.

15. Hoy, más que en ninguna otra época, el papel específico de la mujer en las relaciones interpersonales y sociales suscita reflexiones e iniciativas. En numerosas sociedades contemporáneas marcadas por una mentalidad «anti-hijo», la carga de los hijos se considera a menudo como un obstáculo a la autonomía y a las posibilidades de afirmación de la mujer, lo cual oscurece el rico significado tanto de la maternidad como de la personalidad femenina. La igualdad fundamental del hombre y de la mujer, creados por Dios a su imagen (cf. Gn 1,27), fundada en el mensaje de la revelación bíblica, promovida a pesar de los avatares de la historia y la cultura de las naciones cristianas, e ilustrada por el patrimonio artístico secular de la Iglesia, in vita a la pastoral de la cultura a tener en cuenta la profunda transformación de la condición femenina en nuestro tiempo: «En tiempos todavía recientes, ciertas corrientes del movimiento feminista, con la intención de favorecer la emancipación de la mujer, han intentado asimilarla en todo al hombre. Pero la intención divina, manifestada en la creación, haciendo a la mujer igual al hombre por su dignidad y valor, afirma al mismo tiempo con claridad su diversidad y especificidad. La identidad de la mujer no puede consistir en ser una copia del hombre» (17). La especificidad propia de cada uno de los sexos se conjuga en una colaboración recíproca de enriquecimiento mutuo, en el que las mujeres son las primeras artífices de una sociedad más hu mana.

16. «Tarea primera y esencial de toda cultura» (18), la educación, que desde la antigüedad cristiana es uno de los campos más notables de acción pastoral de la Iglesia, tanto en el plano religioso y cultural como en el personal y social, es más compleja y crucial que nunca. Depende fundamentalmente de la responsabilidad de las familias, pero necesita el apoyo de toda la sociedad. El mundo del mañana depende de la educación de hoy y ésta no se puede reducir a una simple transmisión de conocimientos. Forma a las personas y las prepara para integrarse en la vida social, favoreciendo su maduración psicológica, intelectual, cultural, moral y espiritual.

Así, el reto de proclamar el Evangelio a los niños y a los jóvenes, desde la escuela hasta la universidad, requiere un programa educativo apropiado. La educación en el seno de la familia, en la escuela o en la universidad «establece una relación profunda entre el educador y el educando, y les hace participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la cual está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» (Carta a las familias, 16). Prepara para vivir relaciones fundadas en el respeto de los derechos y los deberes. Prepara para vivir un espíritu de acogida y solidaridad, para ejercer un uso moderado de la propiedad y los bienes a fin de garantizar condiciones de existencia justas para todos y en todas partes. El futuro de la humanidad pasa por un crecimiento integral y solidario de cada persona: todo hombre y todo el hombre (cf. Populorum progressio, 42). Así, la familia, la escuela y la universidad están llamadas, cada una en su ámbito, a introducir la levadura evangélica en las culturas del tercer milenio.

-- Arte y tiempo libre

17. En una cultura marcada por la primacía del tener, la obsesión por la satisfacción inmediata, el afán de lucro y la búsqueda del beneficio, es sorprendente constatar, no solamente la permanencia, sino también el crecimiento de un cierto interés por la belleza. Las formas que asume este interés parecen expresar la aspiración, que permanece, e incluso se refuerza, a «algo diferente» que fascina la existencia y quizá también la abre y la lleva más allá de sí misma. La Iglesia lo intuyó desde sus orígenes, y siglos de arte cristiano lo ilustran muy bien: la auténtica obra de arte es potencialmente una puerta de entrada para la experiencia religiosa. Reconocer la importancia del arte para la inculturación del Evangelio es reconocer que el ge nio y la sensibilidad del hombre son connaturales a la verdad y a la belleza del misterio divino. La Iglesia manifiesta un profundo respeto por todos los artistas, prescindiendo de sus convicciones religiosas, pues la obra artística lleva en sí misma como una huella de lo invisible, aun cuando, como todas las demás actividades humanas, el arte no tiene en sí mismo su fin absoluto: está ordenado a la persona humana.

Los artistas cristianos constituyen para la Iglesia un potencial extraordinario para acuñar nuevas formas y elaborar nuevos símbolos o metáforas, como expresiones del genio litúrgico dotado de una poderosa fuerza creadora, enraizada desde hace siglos en las profundidades del imaginario católico, con su capacidad de expresar la omnipresencia de la gracia. En los diversos continentes, nunca faltan artistas de auténtica inspiración cristiana, capaces de atraer a los fieles de todas las religiones, así como a los no creyentes, por el resplandor de lo bello y lo verdadero. Por medio de los artistas cristianos, el Evangelio, fuente fecunda de inspiración, alcanza a multitud de personas que no tienen otro contacto con el mensaje de Cristo.

Al mismo tiempo, el patrimonio cultural de la Iglesia atestigua una fecunda simbiosis de cultura y de fe. Ese patrimonio constituye una fuente permanente de educación cultural y catequética, que une la verdad de la fe y la auténtica belleza del arte (cf. Sacrosanctum Concilium, 122-127). Estos bienes cultuales y culturales de la Iglesia, frutos de una comunidad cristiana que ha vivido y vive intensamente su fe en la esperanza y la caridad, pueden inspirar la existencia humana y cristiana en el umbral del tercer milenio.

18. El inundo del descanso, del deporte, de los viajes y del turismo constituye, sin lugar a dudas, junto con el mundo del trabajo, una dimensión importante de la cultura, en la que la Iglesia se halla presente desde hace mucho tiempo. Por eso, con razón, se convierte en uno de los areópagos de la pastoral de la cultura. La cultura del «trabajo» experimenta profundas transformaciones, con consecuencias para el tiempo libre y las actividades culturales. El trabajo, que para la mayoría es el medio para procurarse el pan de cada día (cf. Laborem exercens, 1), constituye también uno de los recursos para responder al deseo, cada vez más acentuado, de realización personal, al mismo nivel que las actividades culturales. Sin embargo, en un context o de especialización, de fuerte desarrollo económico y tecnológico, las nuevas formas de organización del trabajo van frecuentemente unidas al aumento del desempleo en todos los sectores de la sociedad, lo cual no sólo es fuente de miseria material, sino que también siembra en las culturas duda, insatisfacción, humillación e, incluso, delincuencia. La precariedad de las condiciones de vida y la necesidad de buscar lo esencial para la subsistencia llevan muchas veces a considerar la cultura artística y literaria como algo superfluo, reservado a una élite privilegiada.

El deporte, convertido en un fenómeno casi universal, tiene indiscutiblemente su lugar en una visión cristiana de la cultura, y puede favorecer a la vez la salud física y las relaciones interpersonales, ya que establece vínculos y contribuye a forjar un ideal. Pero puede también desnaturalizarse por intereses comerciales, convertirse en vehículo de rivalidades nacionales o raciales, dar lugar a brotes de violencia que revelan las tensiones y las contradicciones de la sociedad, y transformarse entonces en anticultura. Por eso, es un lugar importante para una pastoral moderna de la cultura. Realidad multiforme y compleja, a la vez cargada de simbolismos y empresa comercial, el tiempo libre y el deporte, más que una atmósfera, crean una cultu ra, una forma de ser, un sistema de referencias. Una pastoral adecuada podrá discernir en ellos los auténticos valores educativos, como un trampolín para celebrar las riquezas del hombre, creado a imagen de Dios, y para anunciar, a ejemplo del apóstol san Pablo, la salvación en Jesucristo (cf. 1 Co 9,24-27).

Diversidad cultural y pluralismo religioso

19. En nuestros días, la misión evangelizadora de la Iglesia se realiza en un mundo caracterizado por la diversidad de situaciones culturales, modeladas por diferentes horizontes religiosos. Mientras se aceleran los intercambios interculturales e interreligiosos en el seno de la aldea global, este fenómeno afecta a todos los continentes y a todos los países.

La Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos lo ha puesto de relieve. En ese continente las religiones tradicionales que se encuentran con el cristianismo y el islam siguen teniendo una gran vitalidad e impregnan la cultura y la vida de las personas y las comunidades. Si los valores culturales positivos de esas religiones no han sido siempre suficientemente apreciados al inicio de la evangelización, la Iglesia, especialmente después del concilio Vaticano II, promueve aquellos que están en armonía con el Evangelio y preparan el camino a la conversión a Cristo. «Los africanos tienen un profundo sentido religioso, sentido de lo sagrado, sentido de la existencia de Dios creador y de un mundo espiritual. La realidad del pecado en sus formas individuales y sociales está muy presente en la conciencia de aquellos pueblos, y se siente también la necesidad de ritos de purificación y expiación» (Ecclesia in África, 42; cf. nn. 30-37). Los valores positivos transmitidos por las culturas tradicionales, como el sentido de familia, el amor y respeto por la vida, el respeto por los ancianos y la veneración de los antepasados, el sentido de solidaridad y de la vida comunitaria, el respeto al jefe y la dimensión celebrativa de la vida, son apoyos sólidos para la inculturación de la fe, mediante la cual el Evangelio penetra todos los aspectos de la cultura, llevándolos a su plenitud (cf. ib., 59-62). En cambio, las actitudes contrarias al Evangelio, inspiradas por estas tradicio nes, habrán de ser decididamente combatidas con la fuerza de la buena nueva de Cristo Salvador, portadora de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5,1-12).

20. Inmensas regiones del mundo, especialmente en Asia, continente de antiguas culturas, están profundamente marcadas por religiones y sabidurías no cristianas, como el hinduismo, el budismo, el taoísmo, el sintoísmo y el confucianismo, que merecen una atenta consideración. El mensaje de Cristo suscita allí escasa respuesta. ¿No será que el cristianismo es percibido allí, con demasiada frecuencia, como una religión extranjera, insuficientemente insertada, asimilada y vivida en las culturas locales? Todo ello muestra la amplitud de una pastoral de la cultura en este contexto específico.

Multitud de realidades morales y espirituales, incluso místicas, que se viven en estas culturas, como la santidad, la renuncia, la castidad, la virtud, el amor universal, el amor por la paz, la oración y la contemplación, la felicidad en Dios y la compasión, son aperturas a la fe en el Dios de Jesucristo. El Papa Juan Pablo II lo recuerda: «Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de ese rico patrimonio los elementos compatibles con su fe, de manera que enriquezcan el pensamiento cristiano» (Fides et ratio, 72). Las culturas orientales, en cuanto expresiones del hombre en busca de Dios, manifiestan, a través de sus diferencias, la universalidad del genio humano y su dimensión espiritual (cf. Nostra aetate, 2 ). En un mundo dominado por la secularización, atestiguan la experiencia vivida de lo divino y la importancia de lo espiritual como núcleo vivo de las culturas.

La pastoral de la cultura tiene el enorme desafío de acompañar a los hombres de buena voluntad cuya razón busca la verdad, apoyándose en esas ricas tradiciones culturales, como la milenaria sabiduría china, y guiar su búsqueda de lo divino a abrirse a la revelación del Dios vivo que, por la gracia del Espíritu Santo, asocia a sí al hombre en Jesucristo, único Redentor.

21. Como puso de relieve la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, otras grandes regiones viven de una cultura profundamente modelada por el mensaje evangélico y, al mismo tiempo, son víctimas de un fuerte influjo de estilos de vida materialistas y secularizados, que se manifiesta especialmente en el abandono de la religión en la clase media y entre las personas de cultura.

La Iglesia, que afirma la dignidad de la persona humana, se esfuerza por purificar la vida social de plagas como la violencia, las injusticias sociales, los abusos de que son objeto los niños de la calle, el tráfico de drogas, etc. En este contexto, y afirmando su amor preferencial por los pobres y los marginados, la Iglesia tiene el deber de promover una cultura de la solidaridad en todos los niveles de la vida social: instituciones gubernamentales, instituciones públicas y organismos privados. Trabajando por una mayor unión entre las personas, entre las sociedades y entre las naciones, se unirá al esfuerzo de los hombres de buena voluntad, para construir un mundo cada vez más digno de la persona humana. Al hacerlo, contribuirá «a la redu cción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización» (Ecclesia in América, 55).

En nuestros días, la ignorancia religiosa endémica alimenta las diferentes formas de sincretismo entre antiguos cultos hoy extinguidos, nuevos movimientos religiosos y la fe católica. Estos males sociales, económicos, culturales y morales sirven de justificación a nuevas ideologías sincretistas, cuyos círculos están activamente presentes en diversos países. La Iglesia quiere afrontar estos desafíos, especialmente en favor de los más pobres, promover la justicia social y evangelizar tanto las culturas tradicionales como las nuevas culturas que surgen en las megápolis (19).

22. Los países islámicos constituyen un universo cultural con su configuración propia, aunque con diferencias entre los países árabes y los demás países de África y Asia, pues el islam se presenta inseparablemente como una sociedad con su legislación y sus tradiciones, que en conjunto forman una vasta comunidad, denominada umma, con su cultura propia y su proyecto de civilización.

El islam vive actualmente una fuerte expansión, en especial a causa de los movimientos migratorios que provienen de países con fuerte crecimiento demográfico. Los países de tradición cristiana, que tienen, a excepción de África, una demografía escasa o negativa, perciben hoy a menudo la presencia creciente de musulmanes como un desafío social, cultural e incluso religioso. Los inmigrantes musulmanes, al menos en ciertos países, experimentan grandes dificultades de integración socio-cultural. Por otra parte, el alejamiento de una comunidad tradicional conduce frecuentemente, tanto en el islam como en las demás religiones, al abandono de ciertas prácticas religiosas y a una crisis de identidad cultural. Una colaboración leal con los musulman es en el plano cultural puede permitir mantener, en una efectiva reciprocidad, relaciones fructuosas en los países islámicos, al igual que con las comunidades musulmanas establecidas en países de tradición cristiana. Esa cooperación no exime a los cristianos de dar razón de su fe cristológica y trinitaria con relación a las otras expresiones del monoteísmo.

23. Las culturas secularizadas ejercen una profunda influencia en diferentes partes de un mundo marcado por el vértigo y la complejidad creciente de transformaciones culturales. Surgida en países de antigua tradición cristiana, esta cultura secularizada, con sus valores de solidaridad, abnegación, libertad, justicia, igualdad entre el hombre y la mujer, apertura de espíritu y diálogo, y sensibilidad ecológica, conserva aún la huella de los valores fundamentalmente cristianos que han impregnado la cultura en el curso de los siglos. La secularización misma de estos valores ha aportado fecundidad a la civilización y alimentado la reflexión filosófica. En el umbral del tercer milenio las cuestiones relativas a la verdad, a los valores, al ser y al sentido, vinculadas a la naturaleza humana, revelan los límites de una secularización que suscita, muy a su pesar, la búsqueda de «la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno, llamado el retorno de lo religioso, no carece de ambigüedad, pero encierra una invitación (...). También éste es un areópago que hay que evangelizar» (Redemptoris missio, 38).

Cuando la secularización se transforma en secularismo (cf. Evangelii nuntiandi, 55) surge una grave crisis cultural y espiritual, uno de cuyos signos es la pérdida del respeto a la persona y la difusión de una especie de nihilismo antropológico, que reduce al hombre a sus instintos y tendencias. Este nihilismo, que alimenta una grave crisis de la verdad (cf. Veritatis splendor, 32), «encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal, que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la t entación de la desesperación» (Fides et ratio, 91). Devolviendo su lugar a la razón iluminada por la fe y reconociendo a Cristo como clave de bóveda de la vida del hombre, una pastoral evangelizadora de la cultura podrá reforzar la identidad cristiana, ayudando a las personas y a las comunidades a redescubrir sus razones para vivir, por todos los caminos de la vida, al encuentro del Señor que viene, y para la vida del mundo futuro (cf. Ap 21-22).

Los países que han recuperado una libertad durante mucho tiempo reprimida por el marxismo-leninismo ateo en el poder, han quedado heridos por una violenta «desculturización» de la fe cristiana: han cambiado artificialmente las relaciones entre los hombres, se ha negado la dependencia de la criatura con respecto a su Creador, y se han rechazado las verdades dogmáticas de la revelación cristiana y su ética. Además de esta «desculturización», se ha producido un cuestionamiento radical de los valores esenciales para los cristianos. Los efectos reductores del secularismo extendido por Europa occidental a fines de la década de 1960, contribuyen a desestructurar la cultura de los países de Europa central y oriental.

Otros países, donde se vive un pluralismo democrático tradicional, sobre un trasfondo mayoritario de adhesión social religiosa, experimentan el empuje de corrientes en las que se entremezclan secularismo y expresiones religiosas populares llevadas por el flujo migratorio. Por esta razón, la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos suscitó una nueva toma de conciencia misionera.

-- Sectas y nuevos movimientos religiosos (20)

24. La sociedad en el seno de la cual surge, en las formas más diversas, una nueva búsqueda de espiritualidad, quizá más que de religión, no puede menos de recordar una de las tribunas de san Pablo, el Areópago de Atenas (cf. Hch 17,22-31). El deseo de encontrar una dimensión espiritual que sea también fuente de sentido para la vida, así como el anhelo profundo de reconstruir el entramado de relaciones afectivas y sociales, frecuentemente rasgadas a causa de la inestabilidad creciente de la institución familiar, al menos en ciertos países, se traducen en un «redescubrimiento» en el seno del cristianismo, pero también en construcciones más o menos sincretistas orientadas hacia una cierta unión global, por encima de toda religión particular.

Bajo la denominación polisémica de sectas pueden catalogarse numerosos grupos, muy diversos, unos de inspiración gnóstica o esotérica, otros de apariencia cristiana, y otros, en ciertos casos, hostiles a Cristo y a la Iglesia. Su éxito se debe con frecuencia a aspiraciones insatisfechas. Muchos de nuestros contemporáneos encuentran en ellos un lugar de pertenencia y comunicación, de afecto y fraternidad, e incluso una aparente protección y seguridad. Este sentimiento, en gran parte, se apoya en soluciones aparentemente brillantes -como el Gospel of success-, pero en el fondo ilusorias, que las sectas parecen aportar a las más complejas cuestiones; se apoya también en una teología pragmática, a menudo fundada en la exaltación del yo tan mal tratado por la sociedad. Frecuentemente las sectas se desarrollan gracias a sus pretendidas respuestas a las necesidades de personas en busca de curación, de hijos y de éxito económico. Esto vale también para las religiones esotéricas cuyo éxito se afianza gracias a la ignorancia y a la credulidad de cristianos poco o mal formados. En numerosos países algunas personas heridas por la vida, o menospreciadas, experimentan dolorosamente la exclusión, especialmente en el anonimato característico de la cultura urbana y están dispuestas a aceptar cualquier cosa con tal de obtener una visión espiritual que les restituya la armonía perdida y les permita experimentar una sensación de curación física y espiritual. He aquí la complejidad y el carácter transversal del fenómeno de las sectas, que conjuga el malestar existencial con el rechazo de la dimensión institucional de las religiones, y se manifiesta en formas y expresiones religiosas heterogéneas.

Pero la proliferación de las sectas es también una reacción frente al secularismo y una consecuencia de los trastornos sociales y culturales que han hecho perder las raíces religiosas tradicionales. Llegar a las personas influidas por las sectas, o a las que corren ese peligro, para anunciar a Jesucristo que les habla al corazón, es uno de los desafíos que la Iglesia debe afrontar.

Verdaderamente, de un continente a otro asistimos al inicio «de una nueva época de la historia humana», ya señalada por el concilio Vaticano II. Esta toma de conciencia exige una nueva pastoral de la cultura, que afronte estos nuevos desafíos, con la convicción que llevó al Papa Juan Pablo II a crear el Consejo pontificio para la cultura: «De ahí la importancia que tiene para la Iglesia, como responsable de ese destino, una acción pastoral atenta y clarividente con respecto a la cultura, especialmente a la llamada cultura viva, es decir, el conjunto de los principios y valores que constituyen el ethos de un pueblo» (Carta autógrafa, o.c.).


(1) Juan Pablo II, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 octubre 1995, nn. 9-10: L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, 13-X-95, p. 8; 27 (1995) 564.

(2) Juan Pablo II, Carta autógrafa por la que se instituye el Consejo pontificio para la cultura, 20 de mayo de 1982: AAS 74 (1982) 685. L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, 9-VII-1982.

(3) Juan Pablo II, Discurso al Consejo pontificio para la cultura, 15 de enero de 1985: L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, 10-III-1985, p. 11; Insegnamenti, VIII/1 (1985) 98-99.

(4) Comisión Bíblica Pontificia, Fe y cultura a la luz de la Biblia, Editrice Elle Di Ci, Leumann, 1981.

(5) Comisión Teológica Internacional, La fe y la inculturación. Documento 1987, n. 11.

(6) Puebla, La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, 1979, nn. 385-436; Santo Domingo: Nueva evangelización, promoción humana, cultura cristiana, 1992, nn. 228-286.

(7) Juan Pablo II, Discurso a la Unesco, 2 de junio de 1980, n. 12; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 12; Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1980 Ib. Madrid-Ciudad del Vaticano 1982, p. 848.

(8) Cf. Indiferentismo y sincretismo. Desafíos y propuestas pastorales para la nueva evangelización de América Latina. Simposio, San José de Costa Rica, 19-23 de enero 1992. Celam, Bogotá, 1992.

(9) Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo, o. c., n. 230.

(10) Cf. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, o.c., n. 405.

(11) Juan Pablo II, Homilía de la misa de la solemne inauguración del pontificado, 22 de octubre de 1978, n.5; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1978, p. 4; Insegnamenti I (1978) 35-41.

(12) Consejo pontificio de las comunicaciones sociales, Instrucción pastoral «Aetatis novae» sobre las comunicaciones sociales en el vigésimo aniversario de «Communio et progressio», n. 4. Ciudad del Vaticano 1992.

(13) Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, Ética en la publicidad, 22 de febrero de 1997. Ciudad del Vaticano 1997; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 1997, pp. 9-12.

(14) Juan Pablo II, Mensaje para la XXXI jornada mundial de las comunicaciones sociales; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de enero de 1997, p. 12.

(15) Juan Pablo II, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n. 8; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 8.

(16) Cf. AA.VV., Après Galilée. Science et foi. Nouveau dialogue, DDB, París 1994.

(17) Juan Pablo II, Audiencia General, 6 de diciembre de 1995; Insegnamenti XVIII/2 (1995), 1318; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de diciembre de 1995, p. 3.

(18) Juan Pablo II, Discurso a la Unesco, 2 de junio de 1980, n. 11; Enseñanzas al Pueblo de Dios, Madrid-Ciudad del Vaticano, 1980 Ib. (1982) 848; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 12.

(19) Cf. IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Santo Domingo, op. cit., n. 228-286; y la Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in América, 22 de enero 1999, n. 64.

(20) Cf. Consistorio extraordinario celebrado en Roma (4-6 de abril de 1991); Sectas o nuevos movimientos religiosos. Desafíos pastorales, en L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 1986, pp. 6-9.

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