Asociaciones y Movimientos Eclesiales
Criterios de orientación

Comisión Episcopal de Apostolado Laical


5.Articulación e inserción en la Iglesia particular

5.1.Al servicio de la Iglesia particular

     El misterio de comunión y de misión que se manifiesta plenamente en la Iglesia universal se hace presente para los fieles -con todos sus elementos esenciales- a través de la Iglesia particular o local (146). La Iglesia particular viene a ser el espacio histórico en el que se expresan las diversas vocaciones y realizan su servicio apostólico. Los movimientos y asociaciones eclesiales, surgidos para el servicio del Pueblo de Dios, están llamados a insertarse orgánica y dinámicamente en la vida de las Iglesias particulares, articulándose en la pastoral de conjunto desde su propia identidad. La vitalidad que están demostrando debe llevarlos a colaborar en diversos ámbitos y proyectos pastorales de la Iglesia particular, fortaleciendo la comunión y la proyección evangelizadora.

     Todos los fieles en la Iglesia particular «deben estar unidos a su Obispo, como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios (cf. 2 Cor 4,15)» (147). Los Obispos, por su parte, «han de fomentar las diversas formas de apostolado y la coordinación y la conexión estrecha de todas las obras de apostolado» en la jurisdicción bajo su cuidado pastoral, alentando el respeto a la propia identidad y promoviendo la pluralidad. De esta manera, los diversos proyectos e instituciones apostólicas «irán de común acuerdo», al tiempo que «aparecerá mucho más clara la unidad de la diócesis» (148).

     Los movimientos y asociaciones, al explicitar en su vida y acción cotidiana, y en su proyección evangelizadora, su atención a las orientaciones del Pastor de la Iglesia particular en la que han sido convocados por el Espíritu a servir, dan muestras inequívocas de eclesialidad y de fidelidad al designio divino. «El apostolado de los laicos, individual o asociado, debe insertarse, de modo ordenado, en el apostolado de toda la Iglesia; más aún, es elemento esencial del apostolado cristiano la unión con aquellos que el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios (cf. Hech 20,28). No menos necesaria es la cooperación entre las diferentes obras de apostolado, que la Jerarquía debe ordenar convenientemente» (149). Dos son los principios que deben armonizarse: la libertad y la comunión. La verdadera libertad fortalece naturalmente la comunión; y a su vez, no hay auténtica comunión sin libertad.

     El Santo Padre ha alentando a que los movimientos se inserten orgánica y dinámicamente en la misión de la Iglesia a través de la pastoral de las Iglesias locales. Es éste un aspecto que ha suscitado diversas intervenciones del Magisterio, tanto pontificio como episcopal, en función de la adecuada integración de los carismas que el Espíritu ha sembrado en las asociaciones y movimientos eclesiales con la acción pastoral en las jurisdicciones eclesiásticas. Se ha tenido en cuenta en esto algunas tensiones que se han presentado en relación a la participación al interior de la Iglesia particular.

     Si es claro, por un lado, que los Obispos deben discernir y reconocer el carisma de las asociaciones y movimientos, protegerlo en su vivencia y proyección eclesial, promoviendo incluso su libertad de acción, es también claro que los movimientos, desde sus características propias, deben integrarse a la pastoral local bajo la guía de los Pastores, poniendo al servicio del Pueblo de Dios los dones que el Espíritu ha suscitado en ellos. En este sentido es importante no perder de vista, tanto de parte de las asociaciones como de las instancias pastorales de las Iglesias particulares, que no se debe absolutizar la propia experiencia, ni cerrarse en formas o métodos que puedan aparecer como autosuficientes o discriminatorios, tampoco presentarse como la única interpretación o realización auténtica de la Iglesia, o mantener caminos paralelos no convergentes en la comunión pastoral. Todo ello atenta contra la fundamental comunión eclesial y obstaculiza la misión. La fidelidad al Espíritu Santo y el bien de la Iglesia deben llevar a superar tensiones estériles. Se fortalecerá así la comunión eclesial al servicio de la misión, condición cardinal para la eficacia de la nueva evangelización.

     También debe quedar claro que la auténtica comunión no conduce a la uniformidad, sino a la valoración de la multiplicidad de carismas con que Dios ha enriquecido a su Iglesia. La comunión eclesial exige el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia. Como leemos en la Primera Carta a los Corintios: «Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie: "Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo" ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: "Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo" ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿dónde el olfato? Ahora bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: "¡No te necesito!". Ni la cabeza a los pies: "¡No os necesito!"» (1 Cor 12,14-21).

     El reconocimiento y la valoración de la pluralidad de las diversas experiencias asociativas no es sólo una preocupación de estos tiempos de finales de milenio. Ya el Papa Pío XII en 1947 decía: «Es necesario prevenir el error que algunos, impulsados de buen celo, pueden tener de querer uniformar las actividades en pro de las almas y someterlas todas a una forma común, con miopía de concepción, del todo ajena a las tradiciones y al suave impulso de la Iglesia, heredera de la doctrina de San Pablo, "Unos tienen un don, y otros, otro; pero el mismo espíritu" (1Cor 12,4); y como en los ejércitos de la tierra, diversas armas y cuerpos aseguran con su diferencia la armónica cooperación común que lleva a la victoria, del mismo modo, junto a otras formas de celo, por importantes y aún principales que sean, la Iglesia desea y alienta la existencia de organizaciones de apostolado seglar... y que prosperen y se desarrollen en sus formas y en sus métodos, siendo, dentro del ejército de Cristo, una bella muestra de la fecunda multiplicidad del apostolado católico, manifestado en diversas obras y organizaciones, que trabajan todas intensamente bajo la guía y protección de la cabeza suprema de la Iglesia» (150).

     La conciencia de ser todos parte del único Cuerpo de Jesús debe llevar a una respetuosa y profunda solidaridad: «La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él" (LG, 7)» (151). El respeto a la pluralidad en la comunión al interior del Pueblo de Dios es un bien que siempre debe protegerse. La Iglesia particular se edifica a partir de la vivencia de la comunión en la que se integran ministerios y carismas en un respeto y complementariedad que fortalece la unidad.

     La integración en la comunión de todos los ministerios y carismas, de las diversas vocaciones y servicios, exige la caridad fraterna. Para ello es bueno tener en cuenta lo que se señala en el Concilio: «Para promover el espíritu de unidad, de manera que en todo el apostolado de la Iglesia resplandezca la caridad fraterna, se alcancen los objetivos comunes y se eviten rivalidades perniciosas, se requiere, en efecto, un mutuo aprecio de todas las formas de apostolado existentes en la Iglesia y una adecuada coordinación, respetando el carácter propio de cada una. Esto es muy necesario, porque la acción peculiar de la Iglesia requiere la armonía y la cooperación apostólica de uno y otro clero, de los religiosos y de los laicos» (152).

5.2.La parroquia, comunidad de comunidades

     La inserción de los movimientos eclesiales en la Iglesia particular se hace a través de las instancias pastorales ordinarias. La primera y principal de ellas es la parroquia.      La parroquia es «una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular» (153). Como comunidad de fe, edificada en torno a la Eucaristía, debe ser espacio de comunión y participación eclesial (154). «La parroquia ofrece un modelo preclaro de apostolado comunitario al congregar en unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran, insertándolas en la universalidad de la Iglesia» (155). Como afirma Santo Domingo, la parroquia es «comunidad de comunidades y movimientos» (156), y como tal es la expresión más visible e inmediata de la comunión eclesial universal. Ella es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular (157) y representa visiblemente a la Iglesia universal extendida por toda la tierra (158).

     La parroquia, como comunión orgánica y misionera, debe alentar la vida de las diversas comunidades, asociaciones y movimientos, respetando su propia identidad, para una mayor y permanente dinamización del servicio pastoral. Asimismo, cuando sea el caso, coordinar una adecuada inserción apostólica en los diferentes ambientes de la sociedad en la comunidad y el territorio bajo su cuidado pastoral. Esto debe entenderse a la luz de la eclesiología de comunión en la que se presentan de manera complementaria los distintos ministerios y carismas, todos integrados en una comunión evangelizadora y ordenados al crecimiento de la Iglesia, cada cual desde su propia modalidad e identidad.

     Pero a la luz de los desafíos y problemas de la sociedad actual, especialmente en las ciudades, es claro que la parroquia es insuficiente. El Papa Juan Pablo II lo puso de manifiesto en la Christifideles laici: «Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola» (159). Más aún, la parroquia debe multiplicar su servicio más allá de las estructuras tradicionales renovándose en su organización (160). En este sentido, se presenta como muy importante, además de conveniente, alentar la formación de comunidades vivas de fe y promover la participación de asociaciones y movimientos en sus proyectos pastorales dentro de la porción del Pueblo de Dios confiada a su cuidado.

     Es claro, por lo demás, que hay problemas y asuntos que sobrepasan el ámbito propio de la parroquia. Ya el Papa Juan XXIII indicaba: «Si los acuciantes problemas sociales o de otro orden con los que en determinados lugares y casos han de enfrentarse los católicos sobrepasan, tanto por su peculiar naturaleza como por sus soluciones, el restringido ámbito de la parroquia, entonces el impulso y la coordinación vendrán, para ser eficaces, de más arriba» (161).

     La parroquia debe ser signo e instrumento visible de comunión y participación. Y como tal debe acoger y promover la presencia, desarrollo y proyección de los movimientos y asociaciones eclesiales, dándoles el espacio correspondiente para que puedan llevar a cabo su servicio eclesial. Su plan pastoral debe contemplar la articulación de estas comunidades en el proyecto global de la Iglesia particular. Las parroquias deben alentar la participación de todos aquellos que el Espíritu ha convocado en orden a la misión de la Iglesia, respetando siempre sus características particulares. En ese sentido no hay motivo para que no se acepte y se aliente la presencia en la parroquia de movimientos y asociaciones eclesiales, más todavía cuando éstos han sido debidamente reconocidos por el Obispo o son de carácter nacional o internacional, reconocidos por la Conferencia Episcopal o, según el caso, por la autoridad de la Sede Apostólica. Se debe reconocer a las asociaciones y movimientos libertad para actuar, respetando siempre su carisma y estilo eclesial, así como la necesaria autonomía para su gobierno interno y el establecimiento de sus prioridades de acción. La inserción de los movimientos y asociaciones al interior de la vida y de la pastoral de la parroquia debe realizarse, pues, sobre la base del respeto y el aliento del propio carisma, y, por lo tanto, de sus acentos apostólicos y pastorales. Y, finalmente, en lo que se pueda, se les debe acompañar y ayudar en la formación en vistas al crecimiento y madurez de sus miembros según la estatura de Jesucristo (cf. Ef 4,13). Como se recomienda en el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros: «...el párroco, siempre en la búsqueda del bien común de la Iglesia, favorecerá las asociaciones de fieles y los movimientos, que se propongan finalidades religiosas, acogiéndolas a todas, y ayudándolas a encontrar la unidad entre sí, en la oración y en la acción apostólica» (162).

     Los movimientos, por su lado, deben integrarse según sus posibilidades y de acuerdo a su propia identidad en el proyecto pastoral de las parroquias y ayudar en la dinamización y proyección apostólica. En su acción deben respetar las instancias y estructuras parroquiales. Deben tener también un cuidado muy especial en no desplazar a iniciativas de la misma parroquia o a otras comunidades con diferente carisma -tanto comunidades de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, como otras asociaciones y movimientos eclesiales-.

     No han faltado ocasiones de tensiones que deben ser superadas en espíritu de caridad evangélica. La fecundidad apostólica de los movimientos debe ser prudentemente encauzada para bien de toda la Iglesia en un diálogo entre sus dirigentes y el párroco y los colaboradores de las diversas pastorales de la parroquia.

5.3.Las comisiones de pastoral

     Pero además de la parroquia las Iglesias locales también tienen otras instancias de participación pastoral en las que también se debe tener en cuenta la integración y el servicio de los movimientos eclesiales. Se puede mencionar, por ejemplo, a las comisiones de pastoral. En la labor de coordinación que realizan a nivel de la Iglesia particular, será de gran utilidad tener en cuenta la riqueza y vitalidad de las asociaciones y movimientos.

     En la proyección de los planes pastorales no es saludable oponer las diversas iniciativas. Debe primar siempre el espíritu de concordia y de coordinación, buscando la complementariedad antes que la exclusión o el conflicto (163). De esta manera los proyectos de las comisiones o las iniciativas de las estructuras tradicionales de la Iglesia particular no deberían entenderse como las únicas, ni plantear sus iniciativas de manera excluyente. Antes bien deben tener un espíritu de apertura para acoger las diversas expresiones y proyectos de la vida asociada y ayudar a canalizar sus dones en la Iglesia local.

     Por otro lado, el que existan iniciativas pastorales a nivel de la Iglesia particular no elimina ni margina otras iniciativas pastorales de comunidades eclesiales -tales como encuentros, cursos, campañas-. La riqueza y abundancia de ocasiones de encuentro, formación y testimonio deben ser mantenidas y alentadas en vistas a la tarea de la evangelización. Cuidando que no se dupliquen inútilmente esfuerzos y que se coordinen, cuando sea el caso, fechas y ocasiones, se edificará una Iglesia local donde la comunión sea visible y sea testimonio ante el mundo.

5.4.Iglesia particular y universalidad de los carismas

     Los carismas son dones del Espíritu para toda la Iglesia. Por consiguiente, una asociación o movimiento que tiene su origen en un carisma tiene necesariamente carácter universal. Esto es así incluso para aquéllos aprobados a nivel diocesano o nacional. Cuando un Obispo aprueba una asociación o movimiento lo hace no sólo como Pastor de una Iglesia particular, sino como miembro del Colegio episcopal. La historia de la Iglesia muestra que generalmente los carismas se expanden poco a poco fuera de las diócesis donde se originaron, manifestando así su universalidad como una expresión característica de su eclesialidad. Más aún, como señala el Papa Juan Pablo II en la Redemptoris missio, «la acción evangelizadora de la comunidad cristiana, primero en su propio territorio y luego en otras partes, como participación en la misión universal, es el signo más claro de madurez en la fe» (164). Esta universalidad debe llevar a que se permita la necesaria autonomía geográfica; autonomía no sólo interna sino también externa. Todo esto lleva a afirmar que las asociaciones y movimientos eclesiales constituyen un servicio a toda la Iglesia universal en la Iglesia particular.

     En la relación de las asociaciones y movimientos eclesiales con las diócesis y las parroquias se debe tener en cuenta, pues, la dimensión supraparroquial y supradiocesana -muchas veces de carácter internacional- de estas comunidades. Esto constituye una fuente de enriquecimiento para las Iglesias locales y para las parroquias -cada cual en su nivel-. Parece oportuno recordar que el "localismo" termina siendo a menudo empobrecedor, a la vez que limita el horizonte de la misión. No es éste un asunto que ha sido sólo recientemente objeto de atención por parte de la Iglesia. Por ejemplo el Papa Pío XII afirmaba: «Que pueden existir, por otra parte, obras de apostolado seglar extraparroquiales y aun extradiocesanas, Nos diríamos, con preferencia supraparroquiales y supradiocesanas, según que el bien de la Iglesia lo exija, es igualmente verdadero y no es necesario repetirlo» (165). En el Concilio Vaticano II, a su vez, hablándose del apostolado de los laicos se dice: «...para responder a las necesidades de las ciudades y de las zonas rurales, no deben limitar su cooperación al ámbito de la parroquia o de la diócesis, sino que deben procurar extenderla a los campos interparroquial, interdiocesano, nacional o internacional; tanto más cuanto que, al crecer cada día más la emigración de los pueblos y al aumentar las relaciones mutuas y la facilidad de comunicación, ningún sector de la sociedad pueda permanecer cerrado en sí mismo» (166). Se puede recurrir a situaciones análogas en la relación de las comunidades de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica.

     Las diócesis y parroquias no deben cerrarse a su espacio geográfico y cultural. Los movimientos y asociaciones que están extendidos más allá de sus límites geográficos son un estímulo para mantener viva la conciencia de la universalidad de la Iglesia, así como para ampliar el horizonte apostólico. Los Pastores deben asimismo respetar la identidad y carisma de las asociaciones y movimientos, su carácter, estilo, fines y derecho propio. No se debe exigir que asuman obras o actividades que no correspondan al carisma de su fundación. También deben tener en cuenta las Iglesias locales los distintos tipos de asociaciones y movimientos que están presentes en su territorio, considerando las diferentes características jurídicas y pastorales.

     Los movimientos y asociaciones eclesiales deben, por su lado, hacer un esfuerzo serio por inculturarse y por integrarse, desde su carisma, identidad y estilo propio, en las diversas realidades eclesiales y culturales. Deben poner al servicio de la comunidad sus dones particulares haciendo un esfuerzo permanente por salir al encuentro de las necesidades de la Iglesia local. Asimismo deben armonizar la exigencia fundamental de seguir fielmente su carisma y obras propias, con las necesidades pastorales locales. Esto puede exigir prudentes y convenientes adaptaciones de los medios. Es muy útil para ello una permanente coordinación.

     Las tensiones o faltas de entendimiento y coordinación que puedan surgir en este sentido deben ser afrontadas con paciencia, flexibilidad, prudencia, magnanimidad y sobre todo caridad, por parte de todos (cf. 1 Cor 13,1-10).

5.5.Ámbitos de inserción

    La inserción de los movimientos eclesiales en la Iglesia local evidencia la existencia de lo que se puede calificar como ámbitos diversos de participación y comunión. Estos ámbitos se entrecruzan entre sí. Tener en cuenta su existencia ayuda a organizar una pastoral eficaz y orgánica así como a comprender el aporte que pueden significar las asociaciones y movimientos eclesiales en los proyectos de pastoral de conjunto.

     Se pueden mencionar por lo menos dos ámbitos:

          -Ámbitos territoriales. Se trata de aquellos ámbitos circunscritos a un determinado territorio geográfico. Se debe considerar aquí a las diócesis y a las parroquias. También se incluyen barrios, o lugares concretos como escuelas, universidades, centros de trabajo u hospitales.

          -Ámbitos funcionales. Se trata de ámbitos que no están circunscritos a territorios. Se refieren más bien a una vinculación de tipo funcional que atraviesa espacios o territorios comunes. Así, por ejemplo, el mundo del trabajo, la política, la educación, el arte, el deporte, los medios de comunicación social, el mundo campesino, etc. Se pueden también incluir los vínculos de edad -jóvenes, ancianos, etc.-, de ocupación -abogados, médicos, estudiantes, artesanos, etc.-, de situación personal -viudas, huérfanos, minusválidos, enfermos, etc.-.

     Se debe añadir entre estos dos tipos de ámbitos lo que se puede llamar apoyo pastoral que se incluye en ambos, pero que por sus características peculiares e importancia merece también tenerse en cuenta. Se trata fundamentalmente de todos aquellos servicios de formación -en sus distintos aspectos: doctrinal, espiritual, en la acción-, de celebración y de compromiso evangelizador y solidario.

     Los movimientos y asociaciones eclesiales ofrecen la posibilidad de un importante aporte en los dos ámbitos y en los campos de apoyo pastoral. Teniendo en cuenta los desafíos que la pastoral en las ciudades presenta a las parroquias, se debe destacar el enorme servicio que pueden ofrecer especialmente en los ámbitos funcionales. Las Iglesias locales no deben desaprovechar los dones de estos movimientos y asociaciones, antes bien deben poner los medios para que fructifiquen para bien de todo el Pueblo de Dios en cada territorio. Se podrá así impulsar mejor la presencia de la Iglesia en los "areópagos modernos" (167), en los cuales se configuran muchas de las tendencias culturales y en los cuales a menudo se olvida al Creador y Redentor.

5.6.Los sacerdotes diocesanos y los movimientos eclesiales

     Asociado orgánicamente al ministerio del Obispo está el sacerdote diocesano. Dado su papel en la Iglesia particular, le corresponde también, dentro de su servicio ministerial, un importante rol en relación a las asociaciones y movimientos eclesiales, especialmente en su inserción en la pastoral de la Iglesia particular. Como colaborador del orden episcopal le toca ayudar en la acogida y acompañamiento de los movimientos, así como en la coordinación cotidiana y la orientación en los diversos campos de inserción y servicio pastoral.

     Cabe mencionar aquí la figura del asistente eclesiástico o consejero espiritual que en no pocas oportunidades puede recaer en un sacerdote diocesano. Ha sido costumbre que las asociaciones eclesiales laicales cuenten con un sacerdote que acompañe con su ministerio sacerdotal, asesorando en nombre de la Iglesia. El Código indica que las asociaciones públicas deben tener un capellán o asistente eclesiástico que es nombrado por la autoridad eclesiástica (168). En el caso de las asociaciones privadas es elegido por la misma asociación y presentado para su confirmación a la autoridad eclesiástica; en este caso es una figura optativa que puede pedir la asociación, y tiene el nombre de consejero espiritual (169).

     En los movimientos más recientes donde se dan integrados orgánicamente los diversos estados de vida -entre ellos el sacerdocio ministerial- los sacerdotes que han crecido en el seno de las mismas comunidades cumplen naturalmente este rol. Uno de ellos puede asumir una responsabilidad especial en este sentido, que la Jerarquía confirma.

     Es recomendable que cuando sea posible el sacerdote que haga las veces de asistente eclesiástico o consejero espiritual tenga una vinculación con la comunidad en cuestión. La Apostolicam actuositatem sugiere también: «Elíjanse cuidadosamente sacerdotes idóneos y adecuadamente formados para ayudar a las formas especiales del apostolado de los laicos» (170). El sacerdote que cumple con este servicio deberá ser siempre para el movimiento ministro de la vida sacramental, animador de la vida espiritual, educador en la fe, artífice de comunión y reconciliación, promotor del servicio apostólico (171).

     La relación de los sacerdotes con las asociaciones y movimientos eclesiales es una ocasión para poner de manifiesto la complementariedad entre las diversas vocaciones, ministerios y carismas al interior del Pueblo de Dios. Como se afirma en la Apostolicam actuositatem, «el apostolado de los laicos y el ministerio pastoral se complementan mutuamente de modo muy especial» (172).

     Las asociaciones y movimientos son también una ocasión de enriquecimiento para la vida sacerdotal. Muchos sacerdotes se han vinculado a asociaciones y movimientos y han encontrado una instancia de comunión que ha redundado en diversos beneficios, incluso para su misma acción ministerial. El Papa Juan Pablo II en la Pastores dabo vobis señala que los sacerdotes pueden allí acceder a «ricos dones espirituales»: «Es éste el caso de muchas asociaciones eclesiales -antiguas y nuevas-, que acogen en su seno también a sacerdotes: desde las sociedades de vida apostólica a los institutos seculares presbiterales; desde las varias formas de comunión y participación espiritual a los movimientos eclesiales» (173).

     Uno de los aspectos que se debe cuidar en la relación de los sacerdotes con los movimientos es el peligro del clericalismo. La conciencia cada vez más extendida de la responsabilidad del laicado en la vida de la Iglesia debe llevar a que los laicos puedan insertarse y participar adecuada y activamente en su misión. Es éste un problema que debe cuidarse tanto en los fieles clérigos como en los mismos fieles laicos, en aras de contribuir eficazmente en la misión de la Iglesia.

     Pero tampoco está bien que por evitar el clericalismo se desdibuje la identidad propia del sacerdote. Son iluminadoras las palabras del Santo Padre: «En las organizaciones y asociaciones en que prestáis servicio -¡no os equivoquéis!- la Iglesia os quiere sacerdotes y los laicos con quienes alternáis os quieren sacerdotes y nada más que sacerdotes. La confusión de carismas empobrece a la Iglesia, no la enriquece en nada» (174).

     Finalmente, también se debe tener en cuenta el ambiente fecundo que están resultando muchas asociaciones y movimientos eclesiales en relación al surgimiento de vocaciones sacerdotales. La experiencia de fe y de comunión es campo propicio para escuchar la llamada del Señor y para responder y crecer en la vocación. El Papa Juan Pablo II hace una mención de ello en la Pastores dabo vobis: «También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad. Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional» (175).

     La participación de las asociaciones y movimientos eclesiales en lo relativo a la pastoral vocacional no termina con lo mencionado. Deben también, como viene sucediendo en muchos casos, aportar a la formación de los aspirantes al sacerdocio. «También las asociaciones y los movimientos juveniles -señala el Papa Juan Pablo II-, signo y confirmación de la vitalidad que el Espíritu asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir a la formación de los aspirantes al sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apostólica de estas instituciones. Los jóvenes que han recibido su formación de base en ellas y las tienen como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional, ni tienen por qué cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que allí aprendieron y vivieron, en todo aquello que tiene de bueno, edificante y enriquecedor. También para ellos este ambiente de origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el sacerdocio» (176).

     Es importante no perder de vista que, como indica el Papa Juan Pablo II, «un movimiento o espiritualidad "no es una estructura alternativa a la institución. Al contrario, es fuente de una presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial e histórica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel a su Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y atento a la disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración de su fe y el gusto de su fidelidad"» (177). Lo que lleva al Santo Padre a afirmar que «la participación del seminarista y del presbítero diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal» (178).

5.7.Vida consagrada, sociedades de vida apostólica y movimientos eclesiales

     Otro de los aspectos que se debe considerar en la inserción en la Iglesia particular es la relación entre los movimientos y asociaciones eclesiales, y las comunidades de vida consagrada y sociedades de vida apostólica. Una plena inserción y articulación en la Iglesia particular requiere la vivencia de la complementariedad -desde el respeto a la propia fisonomía e identidad- y la colaboración entre las diversas formas asociativas. Es amplia la gama de posibilidades de colaboración e interacción entre fieles laicos y miembros de institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica que se han abierto en los últimos tiempos (179). Se manifiesta aquí singularmente aquello que, desde la perspectiva de una eclesiología de comunión, ponía de relieve el Papa Juan Pablo II: «En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común -mejor dicho, único- su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisonomía, y al mismo tiempo, cada una de ellas está en relación con las otras y a su servicio» (180).

     Hay pues un aspecto de complementariedad a partir de la diversidad de la original e inconfundible fisonomía propia de cada estado de vida, clerical y laical. Esta complementariedad se da también en la relación entre asociaciones. Los diferentes estados de vida y las diversas comunidades «se unifican profundamente en el "misterio de comunión" de la Iglesia», pero a la vez «se coordinan dinámicamente en su única misión» (181).

     Otro tipo de relación también se ha establecido entre personas consagradas y movimientos eclesiales. La flexibilidad de los movimientos en su organización y proyección ha llevado a que miembros de institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica se integren y participen de estas experiencias con gran provecho para su vida personal y, en ocasiones, también para su comunidad de origen. Los consagrados, por su lado, aportan mucho a los movimientos desde su tradición, espiritualidad y carisma. La Iglesia particular se enriquece con este tipo de relaciones que genera un intercambio muy beneficioso para todos. Debe evitarse, sin embargo, que se diluya el carisma e identidad espiritual, así como la propia fisonomía y el carácter tanto de la vida consagrada como del movimiento. La condición para una relación provechosa -de ambos lados- no puede ser otra que la solidez de la propia identidad (182).

     El Papa Juan Pablo II ofrece en la exhortación post-sinodal Vita consecrata los siguientes criterios de discernimiento: «En estos años no pocas personas consagradas han entrado a formar parte de alguno de los movimientos eclesiales surgidos en nuestro tiempo. Con frecuencia los interesados se benefician especialmente en lo que se refiere a la renovación espiritual. Sin embargo, no se puede negar que en algunos casos esto crea malestar y desorientación a nivel personal y comunitario, sobre todo cuando tales experiencias entran en conflicto con las exigencias de vida comunitaria y de la espiritualidad del propio Instituto. Es necesario por tanto poner mucho cuidado en que la adhesión a los movimientos eclesiales se efectúe siempre respetando el carisma y la disciplina del propio Instituto, con el consentimiento de los Superiores y de las Superioras, y con disponibilidad para aceptar sus decisiones» (183).

     Hay que tener en cuenta en relación a este asunto la diversidad de asociaciones y movimientos. Como se señala en el documento La vida fraterna en comunidad, cuyas orientaciones sobre el particular son muy valiosas, «algunos movimientos son simplemente movimientos de animación; otros por el contrario, tienen proyectos apostólicos, que pueden ser incompatibles con los de la comunidad religiosa» (184).

     Y, por otro lado, se deben tener en cuenta también los diversos tipos de vinculación y pertenencia. Son muchas las posibilidades de vinculación a los movimientos que se pueden presentar para las personas consagradas. «Algunas participan sólo como asistentes; otras, sólo ocasionalmente; otras son miembros estables y en plena armonía con la propia comunidad y espiritualidad» (185). Es loable cuando una persona consagrada acompaña y aporta desde su propia identidad a las asociaciones y movimientos. Se debe tener cuidado, sin embargo, cuando la vinculación a la asociación aleja de la comunidad de vida consagrada o sociedad de vida apostólica generándose un distanciamiento tanto sicológico como pastoral, a la vez que un debilitamiento de la propia identidad espiritual.

     Teniendo en cuenta el respeto a la propia identidad y los criterios de complementariedad de carismas se abre un sugerente ámbito de relación y colaboración entre las asociaciones y movimientos eclesiales y los consagrados en sus diversas formas. «Los movimientos pueden constituir un desafío fecundo para la comunidad religiosa, para su tensión espiritual, la calidad de su oración, la audacia de sus iniciativas apostólicas, su fidelidad a la Iglesia y la intensidad de su vida fraterna. La comunidad religiosa debería estar abierta al encuentro con los movimientos, con una actitud de mutuo conocimiento, de diálogo y de intercambio de dones» (186).

     Se debe mencionar también la presencia de las llamadas tradicionalmente terceras órdenes. Se trata de asociaciones fundamentalmente laicales que tienen una vinculación directa y orgánica a un carisma y a un instituto determinado (187). La historia de la Iglesia es rica en ejemplos de servicio armónico, donde se han complementado muy bien los diversos estados de vida y ministerios en orden a la misión de la Iglesia.

     Los movimientos y asociaciones eclesiales, como se ha mencionado, se han constituido también en un fértil ámbito para el surgimiento de vocaciones para la vida consagrada y las sociedades de vida apostólica (188). Esto ha sido puesto de manifiesto en diversos documentos y está siendo tomado cada vez más en cuenta en las distintas instancias de orientación vocacional (189).

     Pero además de las formas tradicionales de vida consagrada cabe destacar como un nuevo don del Espíritu el surgimiento de nuevas formas de consagración a través de o en contacto con los movimientos eclesiales (190). Se trata de experiencias en muchos casos aún en maduración, pero que en otros ya se han organizado de diferentes maneras, dándole así a un mismo carisma diversas concreciones. Algunas de ellas han generado al interior del movimiento o en vinculación con él, asociaciones de fieles, institutos de vida secular o sociedades de vida apostólica (191). En varias de estas nuevas experiencias se mantiene el carácter laical de la consagración, no obstante el compromiso de castidad perfecta por el reino que se hace -incluso el de obediencia y el de pobreza en diversas modalidades que tienen en cuenta los tiempos actuales- (192). Es éste un horizonte nuevo para la Iglesia que se presenta con señales muy esperanzadoras.

5.8.Relaciones de movimientos y asociaciones entre sí

     Otro aspecto de la articulación en la Iglesia particular es la relación de las asociaciones y movimientos eclesiales entre sí. A todo lo dicho con respecto a otras realidades de la necesidad del complemento, respeto mutuo y coordinación, se debe añadir -por las particulares circunstancias de descristianización de nuestra sociedad- la importancia de impulsar la concordia y acción convergente de los movimientos y asociaciones eclesiales.

     El Papa Juan Pablo II propuso todo un programa sobre el particular que ilumina esta realidad: «Cada movimiento sigue su objetivo, con sus propios métodos, en su sección o en su medio. Es importante, sin embargo, adquirir conciencia de vuestra complementariedad y establecer lazos entre los movimientos, no sólo de estima mutua y diálogo, sino también una cierta concertación e incluso una verdadera colaboración. Estáis invitados a ello en virtud de vuestra fe común, de vuestra común pertenencia al Pueblo de Dios, y más precisamente a la misma Iglesia particular; y en virtud de la identidad de enfoques fundamentales sobre el apostolado, frente a los mismos problemas que afrontan la Iglesia y la sociedad. Sí, es saludable adquirir conciencia de que la especialización de vuestros movimientos permite, por lo general, captar profundamente un aspecto de las realidades, pero requiere otras formas complementarias de apostolado» (193).

     Así pues, se debe promover en la Iglesia los vínculos de fraternidad entre los movimientos y asociaciones eclesiales, alentando la colaboración y la estima mutua (194). El fortalecimiento de la comunión en la Iglesia debe llevar a valorar la complementariedad y la concertación. Debe en este sentido eliminarse todo espíritu de contienda y rivalidad, para dar ante el mundo el testimonio de unidad que el Señor pide. De esta manera podrán fructificar plenamente los dones que el Espíritu derrama en los corazones de los fieles y así contribuir eficazmente a la misión de la Iglesia.

5.9.Relación con otros fieles laicos

     En la articulación en la Iglesia particular los movimientos y asociaciones eclesiales deben tener también en cuenta a quienes no pertenecen a algún tipo de asociación, ya que la mayoría de los fieles no tiene vinculación con una asociación o movimiento eclesial. El Papa Juan Pablo II ha señalado sobre el particular: «...no podéis nunca olvidar que, además de vuestras asociaciones, hay todo un pueblo de bautizados, de confirmados, y de fieles "practicantes" que, sin inscribirse a un movimiento, realizan personalmente un verdadero apostolado cristiano, un apostolado de Iglesia en sus familias, en sus pequeñas comunidades y especialmente en sus parroquias, mediante su ejemplo y entregándose a múltiples tareas apostólicas» (195).

     También en este caso se debe promover la coordinación y la complementariedad con todos los fieles, especialmente con quienes en la Iglesia se comprometen en acciones de servicio apostólico y solidario. Las asociaciones y movimientos pueden ser una importante instancia de apoyo y ayuda para quienes actúan individualmente, cuidando siempre de respetar la misión y características personales.

     Se debe tener en cuenta que cuando la Jerarquía convoca a impulsar algún proyecto apostólico, ninguno de los convocados puede arrogarse la representatividad de todos. Por otro lado, resulta saludable que se generen instancias donde los miembros de asociaciones eclesiales puedan colaborar con otros laicos en un ambiente de profundo respeto mutuo, donde se viva y promueva la comunión y la participación eclesial.

5.10.En todo caridad

     Finalmente, ha ocurrido que en el proceso de inserción y articulación de las asociaciones y movimientos eclesiales en el servicio pastoral de las Iglesias locales se han producido algunas situaciones tensas y a veces conflictivas en las que no han faltado las incomprensiones. Con auténtico espíritu evangélico se debe evitar toda situación de tensión buscando en todo que prime el respeto, nutrido por la caridad, como regla de conducta.

     En el proceso de surgimiento y desarrollo de las asociaciones y movimientos a lo largo de la historia no ha sido extraño que se presenten dificultades e incomprensiones por parte de otros miembros del Pueblo de Dios. Son muchas las causas que han producido estas situaciones, tanto de lado de miembros de las mismas asociaciones y movimientos como también de parte de otros miembros del Pueblo de Dios. La novedad de los carismas ha sido en ocasiones un factor que ha dificultado su comprensión y aceptación.

     Se debe realizar un esfuerzo por generar un clima de comprensión y entendimiento en la Iglesia. Una regla de oro que se debe tener en cuenta es la que enseñaba San Ignacio: «Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla...» (196). No han faltado situaciones que han devenido en conflictos por causa de insuficiente información, juicios apresurados o falta de diálogo. Incluso se han generado situaciones tensas como producto de opiniones vertidas sin suficiente fundamento, y, lamentablemente, en ocasiones con temeraria ligereza. En este sentido no está demás tener presente lo que señala el Código de Derecho Canónico sobre el derecho a la buena fama que todos tienen, incluyendo por extensión a las asociaciones: «A nadie le es lícito lesionar ilegítimamente la buena fama de que alguien goza» (197); como tampoco a nadie le es lícito calumniar (198). Esto va parejo con el sano sentido crítico que se ha de tener sobre opiniones o "testimonios" negativos, los que en deber de justicia y caridad deben ser siempre evaluados y contrastados con la realidad para así determinar su verdadero peso específico. En el fondo se trata de esforzarse por vivir con mayor exigencia y mayor coherencia las exigencias de la fe, así como la apertura a las diversas manifestaciones del Espíritu.

     Viene al caso recordar a las asociaciones y movimientos eclesiales, especialmente a los de origen más reciente que han experimentado algunas pruebas y dificultades en su inserción en la Iglesia local, lo que afirma el documento Mutuae relationis: «La exacta ecuación entre carisma genuino, perspectiva de novedad y sufrimiento interior, supone una conexión constante entre carisma y cruz; es precisamente la cruz la que, sin justificar los motivos inmediatos de incomprensión, resulta sumamente útil al momento de discernir la autenticidad de una vocación» (199).

 

6.La nueva evangelización y las asociaciones y movimientos eclesiales

6.1.Una renovada evangelización de cara a los nuevos tiempos

     La llamada a una nueva evangelización, nueva en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones que ha hecho el Papa Juan Pablo II constituye un inmenso desafío para el Pueblo de Dios. Se trata de impulsar un dinamismo evangelizador que profundice y renueve la vida cristiana de los fieles e ilumine la convivencia social, tratando de llevar el mensaje del Evangelio tanto a quien habiendo recibido el bautismo se ha alejado de Dios, como a quienes aún no han tenido la gracia de recibir el don de la fe. Este nuevo empeño debe llevar a evangelizar «no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre» (200).

     El punto de partida de este renovado impulso evangelizador es la certeza de que en Cristo hay una «"inescrutable riqueza" (Ef 3,8), que no agota ninguna cultura, ni ninguna época, y a la cual podemos acudir siempre los hombres para enriquecernos» (201). Se trata de renovar nuestro compromiso y nuestra presentación del único Evangelio de donde siempre se «pueden sacar luces nuevas para los problemas nuevos» (202). Es una invitación a enfrentar con renovado ímpetu los nuevos desafíos que se están presentando para ofrecerles la permanente novedad del Evangelio del Señor Jesús.

     Cuando el Papa Juan Pablo II convocó a emprender una nueva evangelización pidió a todo el Pueblo de Dios que se movilizara. Ningún bautizado debe quedar al margen de este inmenso desafío, cada cual desde su vocación, circunstancia y estado de vida (203), individual y asociadamente (204), puesto que todos en la Iglesia debemos cooperar decididamente en la tarea común (205). Como señala el Romano Pontífice, «a nadie le es lícito permanecer ocioso» en esta «magnífica y dramática hora de la historia ante la inminente llegada del Tercer Milenio» (206). Los laicos tienen en esta nueva etapa de la historia una enorme responsabilidad. Como en otros momentos del bimilenario peregrinar de la Iglesia, los laicos deben asumir su lugar en esta gesta misionera. La historia guarda memoria del testimonio de fieles laicos que desde los primeros tiempos anunciaron con ardor el Evangelio de Cristo en los diversos ambientes y circunstancias, llegando incluso muchos a dar la vida por la causa del Reino de Dios.

     La invitación a que todos los hijos de la Iglesia se comprometan con la tarea de la evangelización no es una mera estrategia pastoral; es una exigencia que brota del bautismo. La enseñanza del Concilio Vaticano II lo destaca de manera singular: «...se impone a todos los cristianos la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en todo el mundo, conozcan y acepten el mensaje divino de salvación» (207). El Papa Pablo VI lo ponía de manifiesto comentando las enseñanzas conciliares sobre el ser y misión del laico: «¿Y qué diremos del apostolado de los seglares? Este apostolado es una vocación, y por ello es libre, pero moralmente es un deber. Una de las verdades afirmadas con mayor energía, es ésta: la participación en la misión de la Iglesia está abierta a todos los cristianos, hijos suyos; abierta, pero obligatoria» (208). El Papa Juan Pablo II indica también: «La necesidad de que todos los fieles compartan tal responsabilidad no es sólo cuestión de eficacia apostólica, sino de un deber-derecho basado en la dignidad bautismal, por la cual "los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio -sacerdotal, profético y real- de Jesucristo"» (209).

     La nueva evangelización surge, pues, como una respuesta de todo el Pueblo de Dios a los nuevos desafíos y a las nuevas situaciones de nuestro tiempo y cultura. Santo Domingo, recogiendo las enseñanzas de Juan Pablo II, señala que es algo operativo y dinámico: «Es ante todo una llamada a la conversión (cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural, 1) y a la esperanza, que se apoya en las promesas de Dios y que tiene como certeza inquebrantable la Resurrección de Cristo, primer anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda auténtica cultura cristiana (cf. ib., 25). Es también un nuevo ámbito vital, un nuevo Pentecostés (cf. ib., 30-31) donde la acogida del Espíritu Santo hará surgir un pueblo renovado constituido por hombres libres conscientes de su dignidad (cf. ib., 19) y capaces de forjar una historia verdaderamente humana. Es el conjunto de medios, acciones y actitudes aptos para colocar el Evangelio en diálogo activo con la modernidad y lo post-moderno, sea para interpelarlos, sea para dejarse interpelar por ellos» (210).

6.2.Desafíos de la cultura adveniente

     ¿Cuáles son los desafíos en nuestro medio de este tiempo que algunos han llamado post-modernidad? Quizá el punto principal sea el proceso de descristianización de nuestra sociedad, tradicionalmente católica, que está alcanzado niveles inimaginables hace unos años. Se descubre en muchos bautizados un abandono de una vida verdaderamente cristiana, agudizándose así la ruptura entre fe y vida; de ahí que se hable de los bautizados alejados (211).

     A la luz de la situación actual son dramáticamente actuales las palabras de la constitución pastoral Gaudium et spes: «...muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. Negar a Dios o la religión, o bien prescindir de ellos, no constituye ya, como en épocas anteriores, algo insólito e individual; hoy en día aparecen muchas veces casi como exigencias del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones, estas actitudes se encuentran expresadas no sólo en las opiniones de los filósofos, sino que afectan también profundamente a las letras, las artes, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia e incluso a las mismas leyes civiles, no sin la consiguiente turbación de muchos» (212).

     Se está así difundiendo una suerte de agnosticismo funcional, que muchas veces no niega directamente a Dios, sino que prescinde de Él en la vida diaria. En muchos casos se actúa simplemente como si no existiera. Se ignora además toda referencia a una norma moral objetiva, cayéndose a menudo en un total relativismo. Es una especie de reedición del deísmo de la Ilustración sólo que con características mucho más graves, tanto por la manera sutil de difundirse como por la amplitud de ámbitos de la vida del ser humano que van siendo invadidos por estas actitudes. Juega un papel muy importante aquí el llamado secularismo en sus distintas y complejas expresiones (213). El Papa Juan Pablo II en su carta apostólica Tertio millennio adveniente manifiesta su preocupación sobre el particular: «¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia? A esto hay que añadir aún la extendida pérdida del sentido trascendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético...» (214).

     Esto, entre otras cosas, ha ido generando una paulatina pero creciente marginación de la Iglesia de los espacios públicos, causada en gran medida por la difusión del secularismo y la mentalidad consumista que se propaga a través de la ideología liberal -ahora remozada después del fracaso del llamado socialismo real-. Así, algunos pretenden una suerte de cristianismo sin Iglesia -para éstos la Iglesia no sería necesaria para lograr un nivel "desarrollado" de vida espiritual y de "conexión con lo divino"-. O, si se acepta a la Iglesia, se pretende reducirla al ámbito subjetivo y personal de cada cual. De esta manera se quiere convertir a la Iglesia en algo privado y opcional, sin ninguna incidencia en la vida pública social y cultural de los pueblos.

     Paralelamente a lo dicho, se difunden todo tipo de sectas que practican un proselitismo agresivo. En muchos aspectos ofrecen un supuesto espacio de encuentro con Dios y de experiencia de fe, generándose así un peligroso espejismo. Debemos reconocer con pena que en muchos casos estas sectas se introducen a partir de vacíos que los hijos de la Iglesia hemos dejado. Descubrimos la triste situación de algunos bautizados que terminan buscando en dichas sectas lo que debieron encontrar en la Iglesia y quizá no supimos presentar. Cabría preguntarse si el sesgo sociologizante que asumieron algunos en las décadas pasadas no ha restado fuerza para el anuncio del Evangelio.

     Han crecido también en los últimos tiempos todo tipo de grupos esotéricos que ofertan supuestos caminos de apertura a lo espiritual. Se mezclan en ellos el recurso a lo mágico y a lo fantástico, con la "promesa" de métodos de felicidad y crecimiento espiritual que hacen uso indiscriminado e irresponsable de un cierto sicologismo. Se difunden en una línea semejante grupos y métodos que vienen del Oriente. Se debe mencionar también propuestas como las del new age, que en muchos sentidos viene a ser una penosa reedición del gnosticismo. En estas expresiones y grupos se llega a una suerte de religión sin Cristo, y, más aún, a un espiritualismo sin trascendencia.

     Frente a esta situación se presenta como una exigencia de fidelidad a Dios el compromiso por promover un profundo y radical programa de nueva evangelización. Ésa es la gran misión para el Pueblo de Dios de cara al Tercer Milenio. El núcleo de esa nueva evangelización no puede ser otro que el testimonio de vida que surge de una conversión a Jesucristo, que va creciendo cada día más con la fuerza de la gracia. Santo Domingo ha subrayado este elemento nuclear de la vida de la Iglesia señalando que Jesucristo es el contenido central de la nueva evangelización. Jesucristo, «Evangelio del Padre», es quien «rompe el horizonte estrecho en que el secularismo encierra al hombre, le devuelve su verdad y dignidad de hijo de Dios y no permite que ninguna realidad temporal, ni los estados, ni la economía, ni la técnica se conviertan para los hombres en la realidad última a la que deban someterse» (215).

     La nueva evangelización necesita de hombres y mujeres, de toda edad y estado, que puedan dar testimonio en primera persona de Jesucristo salvador y evangelizador. Personas que puedan hablar de Él porque se han encontrado con Él. Personas que vivan coherentemente las consecuencias de su bautismo en la vida cotidiana. Personas que muestren con su vida la riqueza de la fe en el Señor Jesús, y que pongan de manifiesto que esta fe nos ofrece la posibilidad de una vida verdaderamente humana. Personas que puedan mostrar la fuerza transformadora del amor. De esta manera, por el testimonio y el anuncio de la persona de Jesucristo con la propia vida, se hará más comprensible para el hombre actual la Buena Nueva y se podrá construir una cultura verdaderamente humana, una cultura cristiana.

6.3.Comunidades evangelizadas y evangelizadoras

     Para ello tenemos necesidad de comunidades donde se viva con radicalidad la vida cristiana y donde se fortalezca el compromiso con el Señor. Comunidades que además puedan traducir en la vida cotidiana la fuerza de liberación y reconciliación que nos trae el Evangelio y pongan de manifiesto el misterio de comunión evangelizadora que es la Iglesia. Comunidades que, abiertas al impulso del Espíritu Santo, puedan hablarle al hombre actual en su lenguaje y sepan afrontar de manera crítica y creativa los desafíos de la compleja cultura adveniente. Comunidades, en suma, que puedan ser fermento en la masa (cf. 1 Cor 5,6) y puedan llegar a aquellos ambientes que están alejados del Evangelio de Cristo. Ante los grandes desafíos de los tiempos actuales se debe tomar conciencia de lo que enseña el Papa Juan Pablo II: «La gran tarea en el momento actual es la de favorecer la renovada evangelización y reconciliación de vuestras Iglesias locales, para que así evangelizadas y reconciliadas sean a su vez evangelizadoras y reconciliadoras de todos cuantos lo necesitan (cf. Evangelii nuntiandi, 13; Reconciliatio et paenitentia, 8)» (216).

     Dentro de esta perspectiva, los movimientos y asociaciones eclesiales ofrecen una singular y rica ocasión de renovación. La vitalidad que han demostrado plantea un horizonte lleno de posibilidades que debe germinar para bien de todo el Pueblo de Dios. Por lo demás, ya se ven frutos concretos que son elocuente manifestación de lo que se está suscitando en muchas de estas comunidades, tanto en lo que se refiere a la formación y coherencia de vida como en la proyección misionera en la sociedad actual a través de nuevas maneras de anunciar el mismo y único Evangelio, como también en la solidaridad social desde el Señor. De ahí que el Papa Juan Pablo II destaque a menudo el importante papel que deben desempeñar en el compromiso de la nueva evangelización. En su encíclica Redemptoris missio afirma: «...los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha» (217).

     El Papa Pablo VI destacaba en su tiempo el florecimiento de la vida asociada y el singular aporte que hacían las asociaciones y movimientos eclesiales en el Pueblo de Dios: «También se ha hecho necesario buscar -y ello es una suerte de nuestro tiempo- un testimonio colectivo por parte de los cristianos, adaptado a la edad, al ambiente y a los medios sociales y profesionales, en una palabra, a las múltiples realidades de la vida. De esta necesidad han surgido numerosos movimientos que sostienen el apostolado de sus miembros por medio de intercambios, de revisión de vida en común, de objetivos madurados y realizados comunitariamente. Más aún, recientemente estos movimientos han adquirido el carácter de universalidad que es propio de la Iglesia católica y responde a las necesidades de un mundo cada vez más unificado: se han hecho internacionales» (218).

     Las asociaciones y movimientos eclesiales se están manifestando como uno de los medios de enorme fecundidad con los que cuenta la Iglesia para afrontar los desafíos evangelizadores del presente. Frente a la preocupación del porqué del abandono de tantos cristianos de una vida de fe activa y coherente con su bautismo, constituyen ciertamente una esperanza para el Pueblo de Dios que hace presagiar nuevos tiempos de crecimiento en la fe. En Santo Domingo se dice con mucho acierto: «Como respuesta a las situaciones de secularismo, ateísmo e indiferencia religiosa y como fruto de la aspiración y necesidad de lo religioso (cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 4), el Espíritu Santo ha impulsado el nacimiento de movimientos y asociaciones de laicos que han producido ya muchos frutos en nuestras Iglesias» (219).

     El impulso misionero y en muchos aspectos la audacia evangelizadora que manifiestan los lleva a insertarse en ambientes que a menudo están alejados del radio de acción de las instancias pastorales tradicionales. Su misma conformación, mayoritariamente laical, les permite una presencia en medio de los quehaceres de la sociedad, desde los más cotidianos hasta los más especializados, pasando por ámbitos tan importantes como la vida pública y los medios de comunicación social. La pastoral en las ciudades -que tiene tantas dificultades- puede encontrar en los movimientos instrumentos muy eficaces, como lo ha destacado Santo Domingo (220).

     El dinamismo comunitario que generan los convierte también en ámbitos de comunión y participación tanto para la vida de la Iglesia como para la sociedad en general. Más aún, a la luz de las experiencias de los últimos años, se puede decir que la promoción de la vida asociada de los fieles fortalece espacios de participación social y cultural en los pueblos. Estos espacios vienen siendo ámbitos naturales de defensa de la dignidad y los derechos del ser humano -como se ha podido ver en la promoción de la justicia y la defensa de la vida-.

     Los movimientos y asociaciones se han constituido asimismo en espacios naturales de convocatoria de la juventud. El Santo Padre lo ha destacado con claridad: «Hablando del futuro no se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más de la mitad de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos, que son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros apropiados, iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño» (221). Santo Domingo, en una línea análoga, señala al asociacionismo juvenil como una de las características positivas de la Iglesia en nuestro continente: «Cada vez son más los que se congregan en grupos, movimientos y comunidades eclesiales para orar y realizar distintos servicios de acción misionera y apostólica» (222). Los movimientos y asociaciones son un espacio muy adecuado para la educación en la fe de los jóvenes, así como para el crecimiento en la vida cristiana y en la maduración de la propia vocación (223).

     Otro de los aspectos en el que destacan las asociaciones y movimientos es la valoración de la mujer. En ellos se descubre una gran cantidad de ocasiones y ámbitos de participación femenina. Esto se da tanto en el campo eclesial propiamente, como en los diversos campos sociales y culturales. La valoración de su dignidad como hija de Dios y el reconocimiento de sus particulares dones, son característicos de muchas comunidades en las cuales la mujer ocupa roles centrales.

     También se debe destacar el espacio que significan los movimientos y asociaciones en relación a la pastoral familiar (224). Algunos movimientos se han orientado incluso específicamente hacia este importante ámbito de la vida de la sociedad y de la Iglesia. Como una de las fronteras de la nueva evangelización, la familia debe ocupar un lugar central en la pastoral de la Iglesia. En ella, como primera comunidad evangelizadora, se forja el futuro de la humanidad y, en cierto sentido, también de la respuesta a la gracia de Dios en la Iglesia. El Papa Juan Pablo II ha destacado el aporte de las asociaciones y movimientos eclesiales en relación a la familia: «...se han de reconocer y valorar -cada una según las características, finalidades, incidencias y métodos propios- las varias comunidades eclesiales, grupos y movimientos comprometidos de distintas maneras, por títulos y a niveles diversos, en la pastoral familiar» (225). Santo Domingo también lo ha señalado: «Los movimientos apostólicos que tienen por objetivo el matrimonio y la familia pueden ofrecer apreciable cooperación a las Iglesias particulares, dentro de un plan orgánico integral» (226).

     Ligada a la pastoral familiar está la defensa de la vida, verdadero desafío en la sociedad actual. En efecto, la familia, como santuario de la vida, es el ámbito natural de protección y promoción de la vida; en ella se educa a valorarla según el designio de Dios. Pero no es el único ámbito. Las asociaciones y movimientos eclesiales también han demostrado una especial involucración en la defensa de la vida y la promoción de una maternidad y paternidad responsables (227). En nuestro medio hemos sufrido el embate de las corrientes anti-vida. Los miembros de las asociaciones y movimientos han demostrado cómo cada cual, desde su particular competencia, puede aportar mucho en la orientación de las personas. Así, por ejemplo, hemos visto cómo se han unido en un mismo esfuerzo y dinamismo apostólico la profesionalidad de un médico y la competencia jurídica de un abogado, con la presencia ministerial de un sacerdote, para defender y promover el respeto por la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Se pone de manifiesto aquí el fértil campo para el crecimiento y difusión de la fe que significan las asociaciones y movimientos eclesiales en relación a los distintos campos profesionales -como el de la medicina (228) o el de las leyes, por mencionar sólo dos de los muchos-.

     Las asociaciones y movimientos vienen siendo igualmente instrumentos privilegiados de solidaridad y compromiso efectivo y afectivo con los más necesitados. Como comunidades organizadas canalizan las muestras de solidaridad y hacen efectivo el servicio a quienes padecen situaciones que amenazan su dignidad humana, en aquellos en quienes se descubre los rasgos del Cristo sufriente: los pobres, los enfermos, los marginados, los huérfanos, las viudas, los minusválidos, los exiliados, los encarcelados. A través de ellos se pueden generar espacios de compromiso en los que se promueva el desarrollo integral. Las muestras de solidaridad que se han hecho patentes han sido muchas. A través de la acción silenciosa pero efectiva de numerosos miembros de movimientos se ha impulsado una verdadera y fecunda corriente de solidaridad (229). En la acción de muchos movimientos se pone de manifiesto de manera concreta, al margen de toda ideologización, la armonía entre evangelización y promoción humana.

     La misión ad gentes también tiene en los movimientos un importante soporte (230). «En la actividad misionera -señala el Papa Juan Pablo II- hay que revalorar las varias agrupaciones del laicado, respetando su índole y finalidades: asociaciones del laicado misionero, organismos cristianos y hermandades de diverso tipo; que todos se entreguen a la misión ad gentes y la colaboración con las Iglesias locales» (231). Su capacidad de adaptación y movilidad los hace comunidades ideales para situarse en puestos de frontera en donde se está impulsando la plantatio Ecclesiae (232). Ya se han visto, por ejemplo, significativas experiencias de familias misioneras pertenecientes a movimientos y asociaciones eclesiales que han dejado sus pueblos natales para salir a anunciar el Evangelio a otras tierras. Los movimientos ofrecen, además del dinamismo y entusiasmo evangelizador, el ámbito para la formación, el soporte humano y material, el espacio comunitario, para sostener el compromiso misionero.

     En el campo de la formación y la catequesis les corresponde una participación activa. Las asociaciones y movimientos son espacios singularmente apropiados para la educación en la fe de la Iglesia (233). El Papa Juan Pablo II lo puso de manifiesto en la Catechesi tradendae, mencionándolos dentro de los ámbitos naturales de formación en la fe. Dirigiéndose a las asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles, y luego de alentarlos, precisó que «toda asociación de fieles en la Iglesia debe ser, por definición, educadora de la fe» (234). Debe destacarse la enorme creatividad que vienen evidenciando muchas de estas experiencias asociativas en el campo de la catequesis y la formación a través de nuevos métodos y medios eclesiales.

     No puede dejar de mencionarse el fructífero ámbito que vienen siendo las asociaciones para el crecimiento espiritual. En efecto, son numerosos los movimientos y asociaciones donde se han desarrollado singulares iniciativas comunitarias en las que la vida espiritual y sacramental han encontrado un sólido apoyo. El Papa Juan Pablo II mencionaba como una señal muy alentadora de las nuevas iniciativas de estos tiempos el hecho de que «en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Éste es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad» (235).

     Unido al tema de la vida espiritual se debe destacar un hecho muy reconfortante: la intensa devoción a la Virgen María que se descubre en la mayoría de las asociaciones y movimientos. El amor filial a la Madre del Señor es un rasgo de auténtica eclesialidad que ha encontrado una nueva tierra fértil (236). Es una devoción que une la vida espiritual con la sacramental (237), y que resulta ser impulso para el compromiso apostólico y solidario. María es para las asociaciones y movimientos motivo de alegría y fuente de inspiración. A Ella acuden como la estrella de la evangelización, y bajo su manto se cobijan como la Madre de la Iglesia y de los pueblos de América Latina (238).

     Otro aspecto que encuentra una sugerente plasmación es la dimensión de universalidad de la Iglesia. Es notorio que en los últimos tiempos los pueblos se están acercando cada vez más a partir del desarrollo de la tecnología. Incluso se ha llegado a hablar de un proceso de "globalización". Más allá del alcance de este fenómeno es un hecho que se está desarrollando la comunicación y la interacción entre los pueblos de manera impresionante. Este fenómeno está generando cambios profundos que afectarán a los seres humanos a nivel planetario. A la luz de esta situación parece conveniente reforzar la conciencia de la dimensión universal de la fe en Jesucristo. Las asociaciones y movimientos internacionales ofrecen a las Iglesias locales un sugestivo aporte en este importante aspecto.

     Se debe mencionar también las respuestas que están empezando a dar algunos movimientos y asociaciones a los desafíos que las nuevas tecnologías vienen planteando. En una sociedad que experimenta cambios profundos en la cultura por efecto de los medios de comunicación social es muy importante que la Iglesia salga al frente y asuma el reto de orientar el proceso de cambio de paradigmas culturales. Como señala el Santo Padre: «La Iglesia tiene que utilizar los nuevos recursos facilitados por la investigación humana en la tecnología de computadoras y satélites para su cada vez más urgente tarea de evangelización» (239). El umbral del Tercer Milenio, que queremos con el Papa Juan Pablo II que sea un umbral de la esperanza, nos sitúa ante nuevos desafíos que afectarán profundamente a la humanidad. Los movimientos se presentan también aquí como una promesa para orientar, discernir y asumir los desafíos de la cultura adveniente.

     Son todavía muchos más los campos que se podrían incluir en esta enumeración, como por ejemplo la educación (240) y el ecumenismo (241). En ellos, como en los casos mencionados, los movimientos y asociaciones eclesiales vienen ofreciendo un sugerente aporte.

7.Mirando con esperanza el Tercer Milenio

     La nueva evangelización nos llama a renovar nuestro ardor, nuestros métodos y nuestras expresiones apostólicas. Son muchos los «signos de esperanza» en estos tiempos, «a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos» (242). Entre estos signos el Papa Juan Pablo II llama a «una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado» (243). En las asociaciones y movimientos eclesiales encontramos motivos de gran esperanza para este renovado empeño evangelizador. Son un don del Espíritu Santo que ha derramado su gracia en los corazones y que ha encontrado acogida y cooperación en muchísimos fieles clérigos y laicos. Por esta razón en Santo Domingo, dentro del programa de renovación del Pueblo de Dios y de la convocatoria a emprender una nueva evangelización, se propone como una de las líneas de compromiso para este tiempo: «Motivar y alentar a las comunidades y movimientos eclesiales para que redoblen su servicio evangelizador dentro de la orientación pastoral de la Iglesia local» (244).

     Como ha señalado el Papa Juan Pablo II, el apostolado asociado es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo. Un signo que «debe manifestarse en las relaciones de "comunión", tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cristiana» (245). Esta comunión es esencialmente misionera. La comunión lleva a la misión y la misión implica la comunión. Se pone así de manifiesto la rica perspectiva eclesiológica de comunión de la enseñanza conciliar y del Magisterio del Papa Juan Pablo II, como un marco apropiado para una aproximación al floreciente fenómeno de la vida asociada en la Iglesia. Las asociaciones y movimientos, desde su fidelidad al Espíritu Santo, reflejan y hacen presente el misterio de comunión que es la Iglesia, y colaboran para que la vida de comunión eclesial sea «un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo» (246).

     La llegada del Tercer Milenio nos sitúa ciertamente ante el umbral de nuevos tiempos. Los movimientos están llamados, en unión con todos los demás integrantes del Pueblo de Dios, a proclamar una vez más el misterio de la encarnación al mundo entero, con la convicción de que sólo en Jesucristo los seres humanos encontrarán el sentido pleno de su existencia y la respuesta a sus más hondos anhelos. Frente a los desafíos de la cultura adveniente se debe fortalecer la comunión eclesial, para que desde la complementariedad se pueda anunciar con renovado vigor el Evangelio de la vida en las diversas circunstancias sociales y culturales.

     Debemos mirar con esperanza el futuro. La riqueza y variedad de las asociaciones y movimientos eclesiales ponen de manifiesto la vitalidad de la Iglesia. Hacemos votos para que, dejándose guiar por el Espíritu Santo, sean fecundos en su servicio eclesial. Ponemos en la Santísima Virgen María nuestras esperanzas, para que ella, que es la Madre de Cristo y de la Iglesia, sea estrella que guíe los pasos de las asociaciones y movimientos en el empeño por impulsar la nueva evangelización que ponga en el corazón y los labios de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y cultura a Jesucristo, vida y esperanza de los pueblos, quien es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8).


146.Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 7ss.
147.LG, 27.
148.CD, 17.
149.AA, 23.
150.S.S. Pío XII, Nos sentimos, 7-XII-1947.
151.Catecismo de la Iglesia Católica, 791.
152.AA, 23.
153.C.I.C., c. 515 § 1. Cf. CD, 30.
154.Cf. Puebla, 644.
155.AA, 10.
156.Santo Domingo, 58.
157.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 26.
158.Cf. Sacrosanctum Concilium, 42.
159.S.S. Juan Pablo II, ChL, 26.
160.Es ilustrativo lo que señala Puebla: «Con todo, subsisten aún actitudes que obstaculizan este dinamismo de renovación: primacía de lo administrativo sobre lo pastoral, rutina, falta de preparación a los sacramentos, autoritarismo de algunos sacerdotes y encerramiento de la parroquia sobre sí misma, sin mirar a las graves urgencias apostólicas del conjunto» (Puebla, 633). Cf. también Medellín, 15,4; 15,13; Puebla, 78, 649; Santo Domingo, 59, 60, 257.
161.S.S. Juan XXIII, Vida parroquial, 30-IV-1960, 6. Se podrían añadir además los casos de fieles que quedan al margen de la atención pastoral de la parroquia. El decreto Christus Dominus señala: «Hay que tener una preocupación especial por los fieles que, por determinadas circunstancias, no pueden aprovecharse suficientemente del cuidado pastoral común y ordinario de los párrocos o carecen totalmente de él. Éste es el caso de la mayoría de los emigrantes, exiliados y prófugos, hombres del mar y del aire, nómadas y otros parecidos. Es necesario promover métodos pastorales adecuados para favorecer la vida espiritual de los que van de vacaciones a otras regiones» (CD, 18). Cf. también AA, 10.

162.Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994, 30.
163.Cf. AA, 26.
164.S.S. Juan Pablo II, RMi, 49.
165.S.S. Pío XII, Discurso al I Congreso mundial de apostolado seglar, 14-X-1951.
166.AA, 10.
167.Cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 4. Cf. también RMi, 37.
168.Cf. C.I.C., c. 317.
169.Cf. C.I.C., c. 324. En las Iglesias locales es el ordinario del lugar. En el caso de las asociaciones internacionales es presentado a la Santa Sede para su confirmación.
170.AA, 25.
171.Cf. Pontificio Consejo para los Laicos, Los sacerdotes en el seno de las asociaciones de fieles. Identidad y misión, Ciudad del Vaticano, 1981.
172.AA, 6.
173.S.S. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis (PDV), 31. Se puede ver: Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994, 88.
174.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los asistentes eclesiásticos de las Organizaciones y Asociaciones Católicas Internacionales, 13-XII-1979, 4.
175.S.S. Juan Pablo II, PDV, 41. Cf. Congregación para la Educación Católica (para los Seminarios e Institutos de estudio), Directrices sobre la preparación de los formadores en los seminarios, 4-XI-1993, 21.
176.S.S. Juan Pablo II, PDV, 68.
177.Loc. cit.
178.Loc. cit.
179.Cf. Pontificio Consejo para los Laicos, Todos sarmientos de la única vid, Ciudad del Vaticano, 1994.
180.S.S. Juan Pablo II, ChL, 55.
181.Loc. cit.
182.Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Orientaciones sobre la formación en los institutos religiosos, 2-II-1990, 92-93.
183.S.S. Juan Pablo II, VC, 56. Cf. C.I.C., c. 307 § 3.
184.Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en común, 2-II-1994, 62.
185.Loc. cit.
186.Loc. cit.
187.Cf. C.I.C., c. 303.
188.Cf. S.S. Juan Pablo II, PDV, 41.
189.Cf. Congregación para la Educación Católica y Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Desarrollo de la pastoral de las vocaciones en las Iglesias particulares, 24-I-1992, 25, 85, 86 y 90.
190.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 56.
191.Cf. Pontificio Consejo para los Laicos, Testigos de la riqueza de los dones, Ciudad del Vaticano, 1992.
192.Cf. S.S. Juan Pablo II, VC, 62.
193.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los responsables de los movimientos de apostolado de los laicos, París, 31-V-1980, 2.
194.Cf. C.I.C., c. 328.
195.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los responsables de los movimientos de apostolado de los laicos, París, 31-V-1980, 2.
196.San Ignacio de Loyola, en Catecismo de la Iglesia Católica, 2478.
197.C.I.C., c. 220.
198.Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2477 y 2479.
199.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.

200.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 20.
201.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 6.
202.Santo Domingo, 24.
203.Cf. AA, 33.
204.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 2.
205.Cf. LG, 30; AA, 2-4; AG, 6, 23, 28, 36. Es ésta una preocupación que ha sido puesta de manifiesto por los últimos Romanos Pontífices de manera clara. Por ejemplo Pío XII afirmaba: «...todos los fieles están llamados a colaborar según sus posibilidades en este apostolado (de la Iglesia)» (S.S. Pío XII, Scoutismo, 6-VI-1952, 1). Cf. también Catecismo de la Iglesia Católica, 863.
206.S.S. Juan Pablo II, ChL, 3. Cf. S.S. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente (TMA).
207.AA, 3.
208.S.S. Pablo VI, Ser y misión del laicado según el Concilio, 11-VIII-1971.
209.S.S. Juan Pablo II, RMi, 71.
210.Santo Domingo, 24.
211.Cf. Santo Domingo, 129ss.
212.GS, 7.
213.Cf. S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 55.
214.S.S. Juan Pablo II, TMA, 36.
215.Santo Domingo, 27.
216.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos peruanos en visita ad Limina, 29-IX-1989, 3.
217.S.S. Juan Pablo II, RMi, 72. Razón por la cual el Santo Padre afirma: «...recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, con una visión pluralista de los modos de asociarse y de expresarse» (loc. cit.).
218.S.S. Pablo VI, El apostolado de los laicos en la Iglesia, 2-X-1974.
219.Santo Domingo, 102.
220.Cf. Santo Domingo, 259.
221.S.S. Juan Pablo II, RMi, 37. Cf. también Juan Pablo II, Carta apostólica a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la juventud, 31-III-1985, 14; Congregación para la Educación Católica, Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica, 7-IV-1988, 21.
222.Santo Domingo, 112.
223.Cf. Juan Pablo II, PDV, 41 y 68.
224.Cf. AA, 11.
225.S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 72. Cf. también los nn. 66, 85 y 86.
226.Santo Domingo, 222.
227.Cf. S.S. Juan Pablo II, Carta a las familias, 23.
228.Cf. S.S. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 26.
229.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 78.
230.Cf. Santo Domingo, 125.
231.S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.
232.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 49.
233.Cf. AA, 30.
234.S.S. Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 70.
235.S.S. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 65.
236.Cf. S.S. Pablo VI, Marialis cultus, 51.
237.Cf. por ejemplo S.S. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 44.
238.Cf. Puebla, 168.
239.S.S. Juan Pablo II, Mensaje para la XXIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24-I-1990.
240.Cf. Congregación para la Educación Católica, El laico católico testigo de la fe en la escuela, 15-X-1982, 75.
241.Cf. S.S. Juan Pablo II, Ut unum sint, 73.
242.S.S. Juan Pablo II, TMA, 46.
243.Loc. cit.
244.Santo Domingo, 131. La promoción de los movimientos ha sido una constante en las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Cf. Medellín, 3,21; 4,15; 5,6; 5,17; 5,18; 10,3; 10,6; 10,13; 10,16; 10,18; 15,17; Puebla, 155, 173, 615, 635, 782, 806; Santo Domingo, 38, 48, 58, 64, 95, 100, 102, 112, 131, 142, 222, 259.
245.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
246.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.