LAS PRELATURAS PERSONALES

 

Las prelaturas personales y el concepto de prelatura en la tradición canónica
 

por Jorge Miras

 

 

I. IMPORTANCIA DE LA FIJACIÓN DEL CONCEPTO


La novedad de la prelatura personal, como forma organizativa específica, y la parquedad de las normas de derecho universal que constituyen su régimen jurídico básico podrían llevar a cierta desorientación en su estudio, si se pasara por alto la precisa información sobre la naturaleza de esta figura que se contiene en el término que ha escogido el legislador para darle nombre: prelatura.

En efecto, la primera regla hermenéutica que ha de aplicarse para entender el sentido de las normas y, consecuentemente, de las instituciones reguladas por ellas, es atenerse al sentido propio de las palabras: “Las leyes eclesiásticas deben entenderse según el significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el contexto” (CIC, c. 17). Cuando el legislador, para denominar una institución, usa un nombre que pertenece al acervo técnico de la tradición canónica, y no consta que haya querido atribuirle un significado nuevo, la norma interpretativa que se acaba de mencionar viene completada por el criterio indicado por el c. 6 § 2: “En la medida en que reproducen el derecho antiguo, los cánones de este Código se han de entender teniendo también en cuenta la tradición canónica”. Ese es el modo de conocer el significado propio de las palabras elegidas por el legislador cuando se trata de términos que no son de nuevo cuño en derecho canónico.

En este sentido, refiriéndose al derecho matrimonial pero con un razonamiento perfectamente válido para el asunto que nos interesa ahora, decía Juan Pablo II a la Rota Romana en enero de 1993: “(...) en la interpretación del Código vigente no se puede suponer una fractura con el pasado como si en 1983 se hubiera dado un salto a una realidad totalmente nueva. En efecto, el legislador reconoce positivamente y afirma sin ambages la continuidad de la tradición canónica, en especial donde los cánones se refieren al antiguo derecho (cfr c. 6, 2). Es evidente que se han introducido muchas novedades en el Código vigente. Pero una cosa es constatar que se han hecho innovaciones en no pocas instituciones canónicas, y otra pretender atribuir significados insólitos al lenguaje usado en la formulación de los cánones. Verdaderamente, debe constituir una preocupación constante del intérprete y de quien aplica la ley canónica entender las palabras utilizadas por el legislador según el significado que la doctrina consolidada y la jurisprudencia les han atribuido en el ordenamiento jurídico de la Iglesia, a través de una larga tradición. Y hay que considerar cada término, además, en el texto y en el contexto de la norma, en una visión de la legislación canónica que permita su valoración unitaria”[1].


Es cierto que las normas del CIC que regulan expresa y directamente las prelaturas personales (cánones 294-297) constituyen sólo un marco normativo mínimo, que habrá de completarse en cada caso con los estatutos dados por la Sede Apostólica para cada prelatura y por un correcto recurso a la analogia iuris y a la equiparación jurídica. No obstante, parece evidente que una correcta técnica interpretativa permite discernir, ya en esas normas mínimas, la naturaleza propia de la institución —es decir, de qué tipo de fenómeno canónico se está hablando— y, por tanto, determinar el referente de congruencia que debe orientar cualquier construcción doctrinal sistemática. El punto de partida es el dato inequívoco de que las prelaturas personales son prelaturas, y este concepto posee un significado bien preciso en derecho canónico, acuñado a lo largo de una evolución de ocho siglos, que puede sintetizarse brevísimamente como sigue[2].


II. PRINCIPALES HITOS HISTÓRICOS EN LA EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE PRELATURA


1. La doctrina medieval


En la doctrina de la época medieval, praelatura no es todavía el nombre de una circunscripción eclesiástica. En consonancia con la concepción de la época, no se habla tanto de circunscripciones como de personas, de manera que el concepto que se consolida en esa época es el de prelado, que en el sentido más estricto que recibe en esta época es nombre común o genérico que puede aplicarse a toda persona que desempeña un oficio eclesiástico con jurisdicción en el fuero externo. En ocasiones se habla de praelatura para indicar la condición de prelado (prelacía, en castellano) o la duración del mandato de un prelado, o el conjunto de derechos y atribuciones que le competen; y, más tardíamente, para hablar —también genéricamente, como nombre común— de la sede de un prelado, sea cual sea su denominación propia.

2. La influencia del derecho tridentino


El derecho tridentino es decisivo en el itinerario por el que, tanto praelatus como praelatura, pasan de ser sólo términos genéricos a ser también los nombres propios respectivamente de un oficio pastoral y de la circunscripción que éste preside.


El Concilio de Trento, en su afán de reforma interna de la Iglesia, busca apoyarse en el oficio pastoral de los Obispos, reforzándolo; pero se encuentra con una situación de hecho muy compleja, porque en muchos lugares la jurisdicción episcopal está fragmentada y limitada por la presencia de diversos tipos de prelados (llamados “inferiores praelati”, es decir, prelados que no han recibido el orden episcopal) que, con fundamentos jurídicos variados (exención, prescripción, etc.), pretenden ejercer directamente la jurisdicción y otros derechos episcopales sobre ciertas personas o en ciertos lugares, con preferencia al Obispo o incluso excluyéndolo absolutamente. Ante esta situación, el objetivo decidido de los Padres tridentinos es devolver a los Ordinarios diocesanos la plenitud de su jurisdicción, de modo que puedan llevar a cabo sin trabas y en toda su diócesis la aplicación de las disposiciones conciliares de reforma de la vida cristiana.

Las disposiciones tridentinas en esta materia fueron drásticas, pero su aplicación no afectó por igual a todos los prelados inferiores. Mientras que algunos de ellos vieron reducirse casi a la nada sus atribuciones jurisdiccionales, que fueron devueltas a los Ordinarios, otros, en cambio, fueron considerados ellos mismos entre los Ordinarios. Esta diferencia se apoya implícitamente sobre una clasificación de los prelados inferiores, que pasó a ser doctrina común en todos los comentadores del Concilio y que tuvo gran importancia práctica en la aplicación de sus Decretos. Puede resumirse así:

a) Prelados de la primera categoría, o especie ínfima, que se caracterizan por los siguientes rasgos: están al frente de cierto género de personas, pero sólo dentro del ámbito de su iglesia, convento o monasterio; gozan de una exención de la jurisdicción del obispo que se califica de pasiva. Es la categoría prelaticia que incluye fundamentalmente a los religiosos exentos de la potestad del Obispo del lugar en lo que se refiere al régimen interno de su monasterio o convento.


b) Prelados de la segunda categoría, o especie media, que se caracterizan porque tienen jurisdicción activa sobre el clero y el pueblo de cierto lugar, dentro del ámbito de la diócesis de un obispo. Precisamente porque están in diócesis, el obispo sigue siendo allí el Ordinario y, puesto que a consecuencia de las disposiciones tridentinas los Ordinarios recuperan los derechos y funciones de su oficio que venían siendo ejercidos por estos prelados, resulta ser ésta la especie más afectada, hasta el punto de que la doctrina la considera pronto una categoría inexistente en la práctica (fere ad nihilum redacta est, se afirma), y que se mantiene en la clasificación sólo a efectos de comparación doctrinal.


c) Prelados de la tercera categoría, o especie suprema, que coinciden con los de la segunda en tener jurisdicción activa sobre el clero y el pueblo de un lugar. Pero existe una diferencia esencial: ese lugar ha sido separado completamente de la diócesis de cualquier obispo —es un territorio nullius dioecesis— y por tanto constituye en cierto modo una “cuasidiócesis” que se confía al prelado inferior. Las consecuencias jurídicas de estas características son:


—Estos prelados tienen plena jurisdicción episcopal, sin ser obispos.

—Son prelados vere et proprie nullius, es decir, no sometidos a ningún obispo, por lo que son los únicos Ordinarios del lugar en su territorio.


—Se cuentan, por consiguiente, a los efectos canónicos, entre los verdaderos Ordinarios del lugar y, precisamente por ese motivo, la aplicación de las disposiciones de Trento que reforzaban la posición de los Ordinarios locales consolida también a esta categoría de prelados.


Así, cuando más adelante se comience a utilizar praelatus como nombre propio de un oficio de gobierno pastoral (prelado nullius), la doctrina se fijará sobre todo en la especie suprema, que acabará, así, por constituirse en paradigma de las características y atribuciones de los prelados inferiores, tal como los regulará posteriormente el Código de 1917.


3. El paradigma de prelado como oficio de gobierno


La doctrina posterior a Trento delimita perfectamente el paradigma del oficio de prelado, que presenta como características esenciales y mutuamente implicadas la territorialidad y la potestad cuasiepiscopal.


La territorialidad es rasgo esencial por dos razones: ante todo por la concepción, general en la época, de la jurisdicción eclesiástica como estrechamente ligada al territorio; y además porque precisamente el elemento del territorio separado de cualquier diócesis (fenómeno que la mejor doctrina de la época distingue netamente de la exención) es el criterio decisivo para reconocer —a efectos de aplicación de las disposiciones tridentinas— a un prelado inferior la categoría de Ordinario del lugar en su circunscripción, es decir, la condición de prelado nullius como oficio autónomo de gobierno, de capitalidad, equiparado al episcopal pero atribuido a un clérigo que no es necesariamente obispo. De ese modo, por una recíproca influencia, praelatura dejará de ser nombre de valor genérico, para convertirse paulatinamente en el nombre propio de la circunscripción de la que es Ordinario propio un prelado nullius (ya en el siglo XVIII está bastante extendido este uso).


La potestad cuasiepiscopal como característica propia del paradigma de prelado tiene un significado estrechamente relacionado con la noción de prelatura. Benedicto XIV describe así la potestad de los prelados nullius en su territorium: «... de ellos se dice que constituyen una especie de cuasidiócesis, donde el Prelado, con excepción de aquello que es propio del Orden episcopal, ejerce todas las demás atribuciones que por otros conceptos corresponden a la Jurisdicción episcopal».


La noción estricta de potestad cuasiepiscopal aparece unida conceptualmente a esa cuasidiócesis, cuya cabeza es el prelado nullius. Esto es así porque sólo en ese caso —a diferencia de las otras categorías prelaticias— se realiza la idea de plenitud, de universalidad (en su ámbito propio) de la potestad que, según la mejor doctrina, hace que se llame propiamente cuasiepiscopal y que se asigne, en rigor, sólo a la categoría paradigmática de los prelados inferiores. Por decirlo de un modo sintético, si al concepto genérico de prelado corresponde la jurisdicción, al concepto específico de prelado como oficio capital de una praelatura —entendida ya como territorio separado y propio de un prelado: la quasi dioecesis del semi-episcopus, en expresión de varios autores— pertenece que la jurisdicción sea cuasiepiscopal.


La potestad cuasiepiscopal viene, pues, caracterizada por la plenitud de misión, de cura pastoral que se encomienda al prelado nullius sobre el clero y el pueblo de su territorio, a semejanza de lo que sucede en el caso del obispo. Esa relación característica de capitalidad pastoral es la que configura el significado del concepto de prelatura cuando pasa a designar, como nombre propio, la circunscripción autónoma del prelado inferior: la praelatura nullius. Se advierte aquí claramente la recíproca influencia entre los nuevos sentidos de los conceptos de prelado y prelatura, como nombres específicos: la erección del territorio en circunscripción autónoma determina que el oficio pastoral que lo preside tenga potestad —es decir, función— cuasiepiscopal, o sea, prelaticia; y, correlativamente, la capitalidad de un prelado con potestad cuasiepiscopal constituye a ese territorio en prelatura.


4. Consagración del oficio de prelado y de la prelatura nullius en el derecho común

La doctrina del siglo XIX, que es la que influye inmediatamente —incluso mediante la intervención directa de varios de sus representantes destacados— en la codificación de 1917, no aportó datos sustancialmente nuevos a la cuestión. Prevalecieron los criterios que se habían asentado ya en los siglos anteriores, en los que la resolución de controversias prácticas no hizo sino fijar más, si cabe, los puntos fundamentales de la doctrina expuesta. Se llega así a la codificación de 1917, en la que se consagra en el derecho común el oficio pastoral de prelado como desarrollo histórico, de derecho eclesiástico, de la jerarquía de jurisdicción; y, por primera vez, se regula la prelatura territorial, la llamada prelatura nullius, entre las circunscripciones previstas por el derecho común para la organización pastoral de la Iglesia.


En síntesis, las características más notables del régimen establecido por el primer Código de derecho canónico eran las siguientes:


a) El capítulo De Praelatis inferioribus, formado por los cc. 319-328, quedó integrado bajo el título VII: De suprema potestate deque iis qui eiusdem sunt ecclesiastico iure participes, lo cual muestra que la regulación fue elaborada en el contexto de un esfuerzo de comprensión sistemática de la figura prelaticia y de su posición en la constitución de la Iglesia.


b) El prelado nullius fue el único tipo de prelado inferior acogido explícitamente, en cuanto prelado —o sea como oficio de gobierno eclesiástico—, por el Código[3].


c) El oficio de prelado se equiparaba in iure al episcopal (cfr c. 215 § 2)[4]; y en lo relativo a las condiciones que había de reunir quien lo recibiese (c. 320 § 2) y a sus potestades ordinarias y obligaciones (c. 323 § 1), se regulaba por remisión a las normas aplicables a los obispos residenciales, tanto si su titular había recibido la ordenación episcopal como si no (cfr cc. 323 § 2 y 325), lo cual suponía asumir implícitamente la doctrina ya conocida sobre la potestad cuasiepiscopal.


d) El c. 319 recibió el uso, ya conocido por la praxis y por la doctrina, de praelatura como nombre propio de la circunscripción eclesiástica nullius dioecesis a cuyo frente había un prelado inferior. El régimen de las prelaturas se establecía también, con carácter general, por equiparación in iure a la diócesis (c. 215 § 2[5]); y en el capítulo sobre los prelados inferiores se encontraban, además, remisiones específicas a las normas codiciales propias de diversas instituciones diocesanas[6].


Así pues, el Código de 1917, en el capítulo relativo a los prelados inferiores, se limitó a regular con toda precisión la figura que desde siglos atrás se había ido constituyendo en paradigma. De este modo, junto al uso meramente honorífico del título prelaticio y además de la noción genérica, aunque estricta, de prelado acuñada en la antigüedad —que se recogió explícitamente en el c. 110[7], bajo el título De clericis—, el texto codicial consagró definitivamente la noción específica de prelado como nombre propio del oficio de gobierno puesto al frente de una circunscripción eclesiástica autónoma: el prelado nullius como cabeza de la prelatura nullius.

5. Asunción del concepto de prelatura por el Concilio Vaticano II


Desde el punto de vista que aquí nos interesa, merecen ser destacados dos datos fundamentales de los textos y documentos de trabajo conciliares en los que puede seguirse el itinerario de la figura organizativa de prelatura personal. En primer lugar, que la denominación que se asigna a la nueva figura propuesta es la de prelatura. En segundo lugar, que para indicar que las prelaturas cuya creación se propone no son idénticas a las únicas entonces existentes en el derecho común, se dice que se trata de prelaturas peculiares, y se va precisando de distintos modos el sentido de esa peculiaridad.

a) El concepto de prelatura usado en el Concilio


Como hemos visto, el CIC de 1917 asumió el concepto de prelatura como nomen iuris propio de un tipo concreto de circunscripción eclesiástica: la prelatura nullius. Así, a diferencia del nombre de prelado (que, por mantener en el c. 110 su sentido genérico, admitía otras figuras distintas del oficio de prelado nullius), el concepto de prelatura entró en el derecho común exclusivamente con ese significado específico, y con ese único sentido se consolidó en la doctrina y en la praxis postcodicial. Cuando, más de cuarenta años después, aparece el concepto en los trabajos del Concilio, se usa, lógicamente, con el único significado que poseía en el patrimonio canónico asimilado por los Padres conciliares y en el derecho vigente a la sazón. En efecto, una lectura completa de los documentos en la perspectiva aquí adoptada revela un dato inequívoco: no existe indicio alguno de que se atribuyera al concepto de prelatura un sentido distinto al indicado.


b) La «peculiaridad» de las nuevas prelaturas propuestas


Cuando en el Concilio Vaticano II comienza a hablarse de la posibilidad de erigir unas prelaturas calificadas de peculiares, se advierte claramente que esa peculiaridad no llega a tal extremo que anule la sustancia de la realidad a la que caracteriza: lo peculiar que se propone son prelaturas. Por lo demás, la idea de establecer prelaturas peculiares no era tampoco nueva: se hace referencia explícita a una anterior experiencia legislativa, más que de erección de una prelatura peculiar, de utilización peculiar de la figura ordinaria de prelatura para fines pastorales y misioneros peculiares: el caso de la prelatura nullius de Pontigny, o de la Misión de Francia.


El itinerario de esas prelaturas peculiares en las sesiones del Concilio culmina en el n. 10 del Decr. Presbyterorum Ordinis, concretamente en el pasaje que reza así: “Donde así lo reclame la razón del apostolado, han de facilitarse más no sólo la adecuada distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares que han de llevarse a cabo, en favor de diversos grupos sociales, en alguna región o nación, o bien en todo el orbe. Para ello, puede ser útil establecer ciertos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales, y otras instituciones semejantes, a las que puedan agregarse o incardinarse presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según los modos que habrán de establecerse para cada una de esas iniciativas y quedando siempre a salvo los derechos de los Ordinarios de los lugares”.


Como puede apreciarse, tras todo el proceso redaccional, el concepto de prelatura continúa inalterado en este texto (igual que el de diócesis, por más que aparezca aquí también adjetivado como “peculiar”, o el de seminario, aunque se califique de “internacional”) y la peculiaridad se concreta en la precisión “personales”, unida a la finalidad antes expresada[8]. Resulta claro, pues, que el sentido de la tan reiterada peculiaridad respecto a las prelaturas comunes u ordinarias tiene que ver con las finalidades pastorales que se trata de atender (peculiares, no comunes) y con el criterio de organización de las circunscripciones erigidas para esas finalidades (personal, no territorial). Así se entenderá desde el comienzo de los trabajos para la reforma del Código de Derecho canónico, a fin de adecuar el derecho de la Iglesia a las enseñanzas, sobre todo eclesiológicas, del Concilio.


6. La Codificación de 1983. El octavo principio directivo para la reforma del CIC de 1917


El n. 8 de los principios que debían orientar la reforma del Código de Derecho Canónico atendiendo a los postulados conciliares, se propuso sintetizar, a partir de la renovada doctrina eclesiológica, los criterios jurídicos que debían servir de base y orientación a una organización pastoral más flexible y eficaz en las circunstancias actuales. En ese contexto recogió, relacionándolas, las dos cuestiones que determinan la peculiaridad de las prelaturas que venimos considerando: las necesidades apostólicas y el criterio de delimitación de las circunscripciones[9].


En sustancia, el principio octavo indica que, sin perjuicio de que la fórmula de circunscripción territorial mantenga su importancia y su carácter de criterio organizativo general, su naturaleza es instrumental: se ordena al bien de la comunidad de fieles, que es el elemento sustantivo a cuyas necesidades debe servir del mejor modo posible el ministerio pastoral. Por tanto, nada impide que en la delimitación de comunidades de fieles intervengan, alternativa o simultáneamente, otros criterios, cuando ello resulte útil o necesario para un desempeño más eficaz de la función pastoral, siempre sin menoscabo de la unidad jurisdiccional de la Iglesia particular[10].


Esas directrices del principio octavo han sido acogidas en la legislación canónica de diversos modos; y, evidentemente, la regulación de las prelaturas personales en el CIC es uno de ellos.


7. Conclusión: naturaleza de las prelaturas personales


El concepto de prelatura, en el derecho vigente, se mantiene idéntico en sustancia, aunque con la ampliación que resulta de la mutua influencia entre las nuevas necesidades pastorales que se identifican en el Concilio y la vía de solución buscada con la flexibilización del principio de territorialidad. Hay, pues, un sustrato de naturaleza común en los dos tipos de prelaturas que aparecen en el Código: la territorial —heredera directa de la prelatura nullius del Código de 1917— y la personal. Las dos son unidades de organización de la misión jerárquica, pastoral, de la Iglesia, o sea, circunscripciones eclesiásticas; y ambas se estructuran teniendo como principio de unidad la capitalidad cuasiepiscopal, es decir, prelaticia.


Se trata de dos rasgos esenciales del concepto de prelatura: si faltara uno de ellos, estaríamos ante una realidad de otra naturaleza. De hecho, no se ha llamado nunca prelatura — técnicamente en derecho canónico— a nada que no sea una circunscripción eclesiástica, como hemos visto; y, por otra parte, el hecho de que se encargue a un prelado la dirección de una entidad de otra naturaleza (por ejemplo, una oficina, una asociación, una labor apostólica o misionera) no convierte la institución en prelatura, porque ahí el prelado no actúa formalmente en cuanto prelado: su condición prelaticia es extrínseca al oficio.

Trasladando los conceptos tradicionales a un lenguaje actual equivalente, diríamos que sólo es prelatura la unidad pastoral que está configurada y estructurada en cuanto tal, formalmente, por los vínculos y relaciones de comunión que derivan de la función de capitalidad prelaticia (del mismo modo que un obispo puede tener encargos de gobierno muy diversos, pero sólo hablamos de diócesis cuando su oficio es congregar y presidir formalmente como cabeza, en virtud de su función episcopal, una comunidad eclesial). Pertenece, por tanto, a la definición de prelatura el estar articulada en torno a la capitalidad cuasiepiscopal e informada intrínsecamente por ella, como principio formal de su subsistencia, unidad y cohesión (comunión).

A la vez, la prelatura territorial y la personal se distinguen: no en el sustrato fundamental común que las aúna en la misma naturaleza, sino en los caracteres implícitos en los adjetivos con los que se especifica el nombre de prelatura en cada caso. Por tanto, la distinción no es superficial. No es suficiente decir que una prelatura es territorial y la otra personal, si con ello se entiende que se trata de dos supuestos idénticos en los que simplemente varía el criterio de delimitación del ámbito de la misión pastoral del prelado.

En efecto, el criterio personal de delimitación implica toda la motivación profunda y la lógica institucional que se acabaron plasmando en el octavo principio directivo para la reforma del Código de Derecho canónico, y que explican por qué y en qué términos la territorialidad ha dejado de ser rasgo esencial del concepto de prelatura, como lo fue en la doctrina postridentina y en CIC de 1917, según se ha visto. Concretamente, el principio de organización personal recogido en el Código implica a) los motivos apostólicos y pastorales que dieron lugar a la flexibilización del principio de territorialidad (es decir, es siempre una delimitación personal para una misión pastoral peculiar) y b) las razones que legitiman eclesiológicamente la existencia de circunscripciones personales armónicamente coordinadas con las ordinarias de base territorial.

 

Por Jorge Miras, Profesor Agregado de Derecho Administrativo Canónico, Facultad de Derecho Canónico, Universidad de Navarra.


[1] Juan Pablo II, Ad Romanae Rotae auditores coram admissos, 29.I.1993, en AAS LXXXV (1993), pp. 1258-1259.

[2] Para una exposición más detallada, cfr J. Miras, Tradición canónica y novedad legislativa en el concepto de prelatura, en “Ius Canonicum” XXXIX (1999), pp. 575-604 (publicado también en V. Gómez-Iglesias-A. Viana-J. Miras, El Opus Dei, prelatura personal. La Constitución Apostólica “Ut sit”, Navarra Gráfica de Ediciones, Pamplona 2000, pp. 98-126). Estas páginas son una breve síntesis de lo expuesto con mayor amplitud en ese trabajo: para las oportunas referencias bibliográficas, que aquí se omiten en su mayor parte, me permito remitir a las allí contenidas.

[3] Digo en cuanto prelados, porque el c. 319 introdujo la distinción entre abades y prelados nullius, según su iglesia gozase de dignidad abacial o simplemente prelaticia. Ambos oficios podían ser desempeñados por clérigos religiosos o seculares (cfr cc. 326 y 327 § 1), pero el régimen establecido en ese capítulo consideraba a los titulares del oficio de prelado —que aparecían incluidos en la enumeración de Ordinarios y Ordinarios del lugar, a continuación de los Obispos (cfr c. 198; c. 223 § 1)— exclusivamente en su función de cabeza de una circunscripción eclesiástica equiparada a la diócesis en ciertos aspectos jurídicos (vide infra, d). En su caso, lo relativo a los religiosos en cuanto tales y en cuanto a su función interna como Superiores regulares se regía por el derecho de religiosos.

[4] “In iure nomine dioecesis venit quoque abbatia vel praelatura nullius; et nomine Episcopi, Abbas vel Praelatus nullius, nisi ex natura rei vel sermonis contextu aliud constet”.

[5] Cfr nota anterior; cfr también el § 1, que integra a las abadías y prelaturas nullius en el régimen general de erección, modificación de límites, división, unión y supresión de las circunscripciones eclesiásticas, sin referencia alguna a la antiguamente llamada exención territorial.

[6] Cfr cc. 322 § 1, para la toma de posesión; 323 § 3, para el nombramiento de Vicario general; 324, para el cabildo; 326, para la designación de los consultores; 327, para el régimen de sede vacante o impedida.

[7] “Quamvis Praelati titulo, honoris causa, a Sede Apostolica etiam nonnulli clerici donentur sine ulla iurisdictione, proprio tamen nomine Praelati dicuntur clerici sive saeculares sive religiosi qui iurisdictionem ordinariam in foro externo obtinent”.

[8] Esto se confirma por el hecho de que el M.P. Ecclesiae sanctae, al desarrollar este aspecto del Decreto conciliar (n. I.4), dice que, con la finalidad de atender a “obras pastorales o misionales peculiares...”, la Sede Apostólica puede erigir “Praelaturae”, sin más adjetivos. Por su parte, la Constitución Apostólica que organiza la Curia Romana después del Concilio, Regimini Ecclesiae universae, asigna a la S.C. para los Obispos la competencia en la erección de nuevas circunscripciones eclesiásticas, entre ellas, las que designa con el nombre común más la expresión de su finalidad: “Prelaturas para la realización de peculiares obras pastorales en favor de varias regiones o grupos sociales necesitados de especial ayuda” (art. 49).

[9] “Se plantea la cuestión de la mayor o menor oportunidad de conservar el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica con estricto predominio de la territorialidad en la organización de la Iglesia. Parece que, a partir de los documentos conciliares, ha de deducirse un principio: el fin pastoral de la diócesis y el bien de toda la Iglesia católica exigen una clara y congruente circunscripción territorial, de tal modo que, por derecho ordinario, quede asegurada la unidad orgánica de cada diócesis en cuanto a personas, oficios e instituciones, a la manera de un cuerpo vivo. Por otra parte, teniendo en cuenta las exigencias del apostolado moderno, tanto en el ámbito de alguna nación o región como dentro del mismo territorio diocesano, parece que se pueden, e incluso se deben, regular con un criterio más amplio, al menos por derecho extraordinario incorporado en el propio Código, las unidades jurisdiccionales destinadas a una peculiar cura pastoral, de las cuales hay varios ejemplos en la disciplina actual. Así pues, se desea que el futuro Código pueda permitir unidades jurisdiccionales como las descritas, que pudieran ser constituidas no sólo por especial indulto apostólico, sino también por la competente autoridad del territorio o de la región, según las exigencias o necesidades de la cura pastoral del Pueblo de Dios”.

[10] El principio, sometido a votación en el primer Sínodo de Obispos (1967), se aprobó por 162 placet, 24 non placet y 1 placet iuxta modum. El hecho de que se trate del principio que más placet obtuvo de los 10 presentados y aprobados manifiesta que el consenso en el Aula sinodal a este respecto fue amplio. Cfr Communicationes 1 (1969), p. 100.