Conferencia Episcopal Española

MATRIMONIO Y FAMILIA

Documento Pastoral aprobado por la
XXXI Asamblea Plenaria,
el 6 de julio de 1979



IV. LOS GRANDES DESAFÍOS A LA FAMILIA, HOY
Contestación del matrimonio como institución social y eclesial
Las relaciones prematrimoniales
Planificación familiar y regulación de la natalidad
El reto del aborto y el respeto a la vida
La indisolubilidad del matrimonio
Legislación civil de divorcio y conciencia cristiana


IV

LOS GRANDES DESAFÍOS A LA FAMILIA, HOY

83. La vida conyugal y familiar se encuentra hoy cuestionada y condicionada por situaciones sociales y por nuevas corrientes de opinión que propician su cambio e incluso, a veces, su destrucción. Es imprescindible en estas circunstancias un discernimiento cristiano sobre algunos temas, que ayude a las familias a vivir en fidelidad el Evangelio y el tiempo presente. En toda esta tarea, al mismo tiempo que debemos aprovechar los avances de la antropología y demás ciencias humanas, necesitamos, sobre todo, mantenernos fieles al Espíritu que, sin cesar, nos recuerda el proyecto divino sobre el hombre.

Contestación del matrimonio como institución social y eclesial

84. En el período de cambio que atravesamos, no pocos jóvenes, al proyectar sus relaciones futuras, se preguntan sobre la utilidad de la institución matrimonial. ¿No hay que estimar como un valor superior el experimentarse mutuamente en relaciones transitorias, sin vínculos jurídicos que comprometan para siempre? ¿No basta que un hombre y una mujer se quieran y traten de inventar día a día su historia, sin necesidad de un compromiso decisivo y público? En el contexto de crisis generalizada que sacude a las más firmes instituciones, se explica, si bien no se justifica, esta puesta en cuestión de la vida matrimonial y familiar como forma estable de convivencia.

85. No podemos negar que la decisión de comprometerse en un proyecto de vida conyugal, “hasta que la muerte nos separe”, es una decisión que supone la aceptación de un elemento de incertidumbre y riesgo. Exige una indudable valentía entregarse totalmente a una persona y prometer serle fiel en todas las circunstancias de la vida futura, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, para amarla y honrarla todos los días de su vida.

Pero es esta una exigencia que brota de la misma naturaleza del amor conyugal y hacia la que éste tiende naturalmente. La gran aventura del matrimonio se hace en nombre del amor. Y este amor del hombre y de la mujer, generosos por su ordenación a la entrega mutua y a la procreación, no se conforma con exigencias mínimas sino que impulsa a una entrega total y definitiva. El amor conyugal lleva en sí una promesa de fidelidad. Olvidar esto es dejar a un lado un componente fundamental del amor entre el varón y la mujer. Según la teología cristiana del amor humano, la estabilidad del matrimonio encuentra su fuente y origen en el designio de Dios, Creador y Padre del hombre, y en su carácter de signo y actualización del amor de Cristo a su Iglesia.

86. Esta solidez y trascendencia del amor conyugal, su carácter procreador y definitivo, es lo que le confiere una dimensión social y, por tanto, institucional y jurídica. Hoy existe una especie de alegría contra todo lo que suena a institución jurídica. Se trata de una reacción, a veces justificada, contra un desenfoque de lo institucional y lo jurídico como freno de la libertad, la espontaneidad y el amor. Hay que afirmar, no obstante, que el ordenamiento institucional y jurídico ha sido hecho para el hombre y no la revés. Pero es en nombre del mismo hombre, de su mismo amor, de donde brota una dimensión social y comunitaria, que tendrá que expresarse también en una traducción institucional y jurídica.

87. El estatuto de la vida conyugal y familiar no es asunto meramente privado, sino que desencadena una importantísima repercusión comunitaria. Una tan peculiar relación de amor entre el hombre y la mujer configura la sociedad y, a su vez, la misma sociedad modela aquella relación. Por supuesto que la comunidad conyugal y familiar no constituyen la única forma de relación interhumana; pero presentan la célula fundamental en el organismo social, conforme al plan de Dios. Por ello, ni la familia puede desentenderse de la sociedad, ni la sociedad puede desentenderse del matrimonio ni de la familia. Cuando afecta a éstos afecta de forma muy decisiva a la sociedad. La dimensión institucional y jurídica del matrimonio no es otra cosa que la expresión de ese carácter social inherente a todo proyecto de vida en común.

88. De ahí también que el compromiso de la unión matrimonial tenga que originar un nuevo estado de vida, en el que se inscriben concretas y graves responsabilidades de los esposos entre sí, de ambos hacia los hijos, y de todos para con la sociedad. Hay que exigir, ciertamente, que el ordenamiento jurídico de tales exigencias sea fiel a la realidad humana que la da origen y sentido; pero no que deje de existir, pues con él desaparece la garantía de los valores tutelados. El reconocimiento público del hecho humano del matrimonio supone un factor de consistencia y estabilidad para el amor de la pareja y una garantía de permanencia en el proyecto común de vida (Cfr GS. 52).

89. Cuanto acabamos de decir tiene peculiar aplicación en el caso de los cristianos y del matrimonio sacramental. La presencia especial de Jesús, que caracteriza el signo sacramental, la acción misteriosa del amor de Dios, confieren una especial virtualidad al amor matrimonial de los creyentes, que ayuda a superar las pruebas, los fallos, las crisis. Igualmente, cuando dos cristianos se aman en el Señor y deciden comprometerse a vivir en común para siempre, inician una nueva experiencia que afecta a toda la comunidad cristiana y crea en ella una nueva serie de relaciones y de responsabilidades. El sacramento del matrimonio expresa y actualiza esa realidad personal y social, que ha brotado dentro de la comunidad de la Iglesia.

La fidelidad conyugal en las situaciones de crisis -sobre todo si se vive en una actitud de espera comprensiva y creativa, atenta a descubrir, valorar y acoger cualquier signo de amor y de acercamiento que pudiera producirse- manifiesta la fidelidad de Cristo hacia la Iglesia a pesar de los fallos y de las infidelidades.

Las relaciones prematrimoniales

90. Hoy se debate en muchos ambientes el tema de la licitud de las relaciones prematrimoniales. Se suele justificar el que los novios vivan en común antes de casarse, por la necesidad de conocer experimentalmente si la convivencia será posible en la vida matrimonial futura; por la exigencia de comunicación y entrega entre dos jóvenes que se aman y piensan unir sus vidas definitivamente; y, también, por el deseo de realizar cuanto antes existencialmente lo que más tarde se “formalizará” en el matrimonio, a tono con la devaluación de lo institucional, tan presente hoy en muchos ambientes juveniles. Todo ello se encuadra en los nuevos planteamientos sobre el significado de la sexualidad y de la familia: la valoración del amor y de la libertad, el respeto a la libertad de conciencia, la valoración de la sexualidad y de las relaciones interpersonales. Pero también están presentes el menor énfasis en la procreación, la difusión de técnicas anticonceptivas, la trivialización de la sexualidad, el clima erótico, la dificultad en aceptar las exigencias éticas del amor y de la sexualidad.

91. Sabemos que es éste un tema que preocupa a los jóvenes, a los padres, a los sacerdotes en su acción pastoral, a los teólogos moralistas. Por eso queremos recordar las enseñanzas de la Iglesia, que se concretan principalmente en estos puntos:

a) La entrega sexual debe reservarse a la vida matrimonial. Esta postura no es consecuencia de una actitud de hostilidad o infravaloración de la sexualidad. Al contrario, quiere subrayar, desde la perspectiva de la fe, que la entrega sexual significa que dos seres que se aman y han decidido ante Dios y los hombres un proyecto de vida en común, se dan sin reservas y se hacen una sola carne, manifestando y actualizando, a través de su unión, el amor de Cristo por la Iglesia. Con ello la Iglesia, intérprete de la luz de Cristo, quiere salvaguardar la seriedad y trascendencia de la realización sexual, que viene exigida por la misma naturaleza del amor conyugal, por su sentido procreador y por su valor social.

b) No puede justificarse las relaciones sexuales prematrimoniales, ni la vida en común antes del matrimonio, como “prueba” para conocer las posibilidades de convivencia y de armonía sexual en el matrimonio futuro. El matrimonio no puede “ensayarse”: la relación de amor corporal y espiritual, posterior al matrimonio, cuando el amor ha adquirido una dimensión de plenitud e irrevocabilidad de la que carecía antes, no puede equipararse con la relación previa al matrimonio.

c) La doctrina de la Iglesia acerca de las relaciones sexuales prematrimoniales tiene también su vigencia cuando se trata de personas que se quieren y están seriamente decididas a contraer matrimonio. Aun cuando las relaciones prematrimoniales tienen en tales situaciones un significado diferente al que poseen cuando se trata de una entrega sexual despersonalizada y sin amor. Sin embargo, la seriedad y la trascendencia de la entrega sexual exigen la garantía de plenitud e irrevocabilidad que se da en el matrimonio.

92. El noviazgo entre cristianos, como tiempo en que se va fraguando el amor y el proyecto de una vida compartida, es una realidad que prepara el encuentro con Cristo, propio del matrimonio cristiano. Es necesario descubrir en este proceso de relación prematrimonial el valor cristiano del amor y hay que referir la realidad humana del enamoramiento del hombre y de la mujer al misterio de Cristo en que toda relación humana se convierte en nueva creación. Si en el proceso del encuentro humano que se realiza en el noviazgo no hay un referencia a la experiencia cristiana, difícilmente la misma celebración del matrimonio podrá tener toda la plenitud de expresión sacramental del encuentro con el Señor en la unión de los esposos.

93. Exhortamos a los jóvenes a que vivan el don maravilloso de su amor con toda su hondura y autenticidad, sin dejarse arrastrar por el ambiente de fácil erotismo, que constituye una grave amenaza para el verdadero amor. Por ello, la castidad antes y después del matrimonio sigue siendo una virtud cristiana y una exigencia evangélica, entendida no como miedo o represión, sino como exigencia del mismo amor sexual. Este tiene unas exigencias de plenitud y trascendencia que no pueden conciliarse con muchos de los modelos que la sociedad presenta hoy. El verdadero amor significa también renuncia, generosidad, sacrificio, precisamente por su seriedad y trascendencia. Una sexualidad no controlada esclaviza en vez de liberar al hombre. La oración y la vida sacramental constituyen una ayuda indispensable para vivir la realidad del amor en toda su plenitud cristiana.

Planificación familiar y regulación de la natalidad

94. En las actuales situaciones socioeconómicas y culturales el problema de la regulación de la natalidad preocupa a numerosos matrimonios, que desean espaciar los nacimientos o limitar de forma definitiva el número de hijos; decisión que no se basa en una falta de espíritu de sacrificio, o en una renuncia a los valores de la familia numerosa, sino en razones graves y objetivas; dificultades económicas o de vivienda, crianza y educación de los hijos, trabajo y salud de la mujer, riesgo de graves anomalías en la descendencia, razones demográficas, etc. Estas y otras circunstancias provocan en los esposos situaciones de verdadera angustia y perplejidad.

95. Los principios del magisterio de la Iglesia que deben constituir las bases y directrices fundamentales del planteamiento de este problema son las siguientes:

a) Primacía del amor: Se trata de una amor que abarca el bien de toda la persona y es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu (Cfr GS. 49). Es un amor humano, total, fiel y exclusivo, fecundo, que dura hasta la muerte (Cfr HV. 9) y que se expresa y perfecciona de manera singular en la vida íntima del matrimonio (Cfr GS. 49). El magisterio reconoce la importancia de esta expresión para el enriquecimiento mutuo de los esposos, en un clima de gozosa gratitud, para la fidelidad conyugal y el bien de los hijos (Cfr GS. 49 y 51; HV. 9 y 16).

b) Paternidad responsable: Los esposos cristianos deben cumplir su misión procreadora con responsabilidad humana y cristiana, después de formarse un juicio recto atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de sus hijos, discerniendo las circunstancias de la vida, materiales y espirituales, y teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad y de la propia Iglesia (Cfr GS. 50; HV. 10).

c) Dimensión procreadora de la sexualidad: El acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida, pues existe una inseparable conexión entre el significado unitivo y procreador del acto conyugal (Cfr HV. 11, 12). Por ello, se excluye toda acción que impida directamente esta finalidad procreadora (Cfr HV. 15).

96. La aplicación de esta enseñanza del magisterio debe ser objeto de la preocupación pastoral de la Iglesia, para orientar a los esposos en la honesta regulación de la natalidad en las difíciles condiciones que afectan hoy a muchas familias y pueblos.

97. Los esposos, a su vez, deben esforzarse por ser fieles a la norma objetiva tal como es enseñanza de la Iglesia. Con todo, no hay que ignorar que en este campo como en otros existen leyes de crecimiento y que puede progresarse, aún con grado imperfectos hacia esa meta que exige siempre renuncia y sacrificio.

La oración y la vida sacramental constituirán una ayuda eficaz para conseguir esta meta y servirán a los esposos para encontrar la paz, en una actitud de búsqueda responsable y esperanzadora. Los que buscan, en conciencia, con sinceridad y honestidad ante Dios una decisión ante tan grave problema, pueden estar seguros de que contarán con la ayuda y la luz del Señor.

El reto del aborto y el respeto a la vida

98. El problema de aborto preocupa hoy profundamente a muchos creyentes y hombres de buena voluntad. Se dan cifras, algunas veces manipuladas, que presionan seriamente porque hacen ver las grandes dimensiones de este hecho. Se discute el problema del comienzo de la vida humana; si los grandes problemas que un embarazo no deseado puede ocasionar a la mujer, no justifican la licitud del aborto o, al menos, la necesidad de su despenalización o legalización. El problema es ciertamente grave y complejo y reclama unas palabras de nuestra parte sobre este desafío a la más elemental concepción ética y humana de la vida.

99. La tradición de la Iglesia ha sido siempre unánime en defender la vida humana desde el momento de la concepción. Desde los primeros documentos cristianos hay una cadena ininterrumpida de textos de la tradición que defienden la vida del nuevo ser ya concebido. La Iglesia ha considerado siempre que la práctica del aborto es incompatible con el espíritu cristiano. Dios es el único Señor de la vida y de la muerte. El hombre no puede, de ninguna manera, disponer de la vida humana inocente. La Escritura repite con frecuencia la misma idea: la vida, tanto la propia como la ajena, es don de Dios que el hombre debe cuidar y respetar, pero del que no puede disponer.

100. La Iglesia primera vio en el nuevo ser que se estaba gestando no un mero proceso biológico, ni una parte del cuerpo de la madre, sino un hombre en cuyo maravilloso proceso de formación descubría la presencia y la acción del Creador. La biología y la genética apoyan este punto de vista. A la nueva vida que surge por la unión de las células germinales no se le puede negar el calificativo de “humana”. Es una realidad contradistinta biológicamente de la madre, que tiene sus propias peculiaridades humanas y sus propias leyes de crecimiento. El desarrollo embrionario no hace sino actualizar los caracteres ya contenidos en el óvulo fecundado a través de un proceso continuo y sin saltos. Dado que existen muy importantes argumentos en favor del carácter humano del nuevo ser surgido en el momento de la fecundación, su vida debe ser defendida absolutamente.

101. En la ley primera y fundamental del cristiano está incluida la ley del amor a todo hombre. Pero si toda vida humana debe ser objeto de ese amor y protección, lo debe ser más aún la que está indefensa, la que no se vale por sí misma. Los desvalidos, los débiles tuvieron preferencia en el amor de Jesús y la deben tener también para el cristiano. No hay seres humanos más indefensos que los que aún no han visto la luz y a los que se quiere eliminar sin que puedan defenderse. El aborto es un atentado contra la justicia, contra el amor y contra la vida de un nuevo ser que está absolutamente indefenso.

102. Es verdad que la ley civil no tiene el cometido de sancionar toda transgresión del orden ético, sino únicamente las que se opongan a los derechos fundamentales de la persona y al bien común. Ahora bien, en el caso concreto del aborto, lo que está en juego es el mismo derecho fundamental de la vida humana, que a su vez constituye el valor primario y esencial de toda convivencia humana y, por consiguiente, debe ser eficazmente protegido en toda ordenación justa. Es un contrasentido que se quiera legalizar el aborto precisamente en nombre de la libertad. No se puede defender la libertad, prescindiendo de la libertad del débil, negándole toda posibilidad de defensa.

103. Los cristianos no debemos contentarnos con denunciar la injusticia, sino comprometernos en la eliminación de los condicionamientos culturales, económicos, sociales y legales, que inducen a abortar. Es urgente arbitrar fórmulas eficaces de ayuda a quienes se encuentran en situaciones a veces extremadamente difíciles. Tenemos que asumir nuestra parte de culpa siempre que no hemos tendido una mano en estas situaciones o no hemos prestado calor humano y amor cristiano a quienes necesitan no jueces sino hermanos. La sociedad debe asumir el compromiso de ayudar a la mujer y proteger la vida ya concebida mediante la creación de las necesarias instituciones asistenciales. Al mismo tiempo, tenemos que denunciar, recordando la que decíamos anteriormente (Cfr mm. 9 y 17), que una visión trivializada o empobrecedora de la sexualidad tal como se vive hoy con frecuencia, tiene una repercusión muy importante en el hecho del aborto.

104. La actitud cristiana de oposición al aborto brota del reconocimiento del señorío absoluto de Dios, de la convicción del valor primario de toda vida humana y de la protección que debe prestarse a los seres más débiles y desamparados. En una perspectiva semejante, debe situarse también la actitud cristiana ante la pena de muerte, la guerra y otros hechos en que está en juego la vida humana.

La indisolubilidad del matrimonio

105. Quienes han leído todo lo que antecede, saben que la fidelidad y la estabilidad perpetua del matrimonio no son mera imposición de la sociedad o de un precepto divino concebido como algo sobreañadido, sino que brota de la esencia del mismo amor conyugal.

La enseñanza de Jesús sobre el matrimonio cristiano, transmitida por la tradición de la Iglesia, acentúa su significado, porque es signo actuante de la presencia de Dios hecho hombre en favor de su pueblo, de su Iglesia, de la humanidad rescatada. Es imagen eficaz de la unión de gracia entre Cristo y su Iglesia, es un “misterio de insondable grandeza”. Este significado sacramental del matrimonio le confiere una “especial firmeza”.

106. La Iglesia católica, en su fidelidad a la doctrina de Jesús, ha defendido la indisolubilidad del matrimonio sin ceder a razones conyunturales, ni a ambientes desfavorables. El modo de ser cristiano es muchas veces un choque violento con una mentalidad diversa de concebir el amor, la vida, el hombre, su destino. No debe extrañarnos que esta doctrina no sea aceptada por todos. Las posibles explicaciones de este contenido de nuestra fe católica, y hasta los intentos razonables y respetuosos de indicar una posible evolución, no pueden nunca difuminar ni empobrecer nuestro acatamiento al magisterio auténtico de la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia tiene en cuenta, cada vez más, los progresos de la psicología, antropología, y otras ciencias sobre el comportamiento humano, a la hora de solucionar los casos verdaderamente conflictuales de matrimonios que, aunque en principio mostraban visos de indisolubilidad, por diversos defectos y fallos en la personalidad de algunos contrayentes, pueden ser declarados nulos.

107. Es un derecho fundamental de la persona humana poder contraer matrimonio, y corresponde a la sociedad reconocer y proteger la comunidad conyugal y familiar resultante del ejercicio legítimo de ese derecho. Aquí radica la competencia del Estado en la ordenación civil de la institución familiar.

108. Pero dado el carácter sacramental del matrimonio celebrado entre los cristianos, y la importancia que tiene la vida de la comunidad cristiana la vivencia plena y perfecta del mismo, la Iglesia reclama para sí su propia competencia en la ordenación jurídica de estos matrimonios. El respeto por parte de las leyes civiles, para aquellos que libremente aceptan este matrimonio, se fundan en el derecho mismo a la libertad religiosa.

Legislación civil de divorcio y conciencia cristiana

109. La visión ideal del matrimonio cristiano no puede ignorar la existencia de situaciones dolorosas y de proyectos de vida que parecen definitivamente rotos. Hay que reconocer, además, que en la vida social no todos los ciudadanos coinciden en vivir el hecho matrimonial desde la perspectiva cristiana.

110. Ante la posibilidad de que el Estado pueda permitir el divorcio civil, la conciencia de los cristianos debe iluminarse con los siguientes principios, que fueron expresados por la Nota de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, el 7 de mayo de 1977, de la que destacamos las siguientes reflexiones orientadoras:

111. “Si se planteara en un futuro la propuesta de una legislación civil que admitiera el divorcio y la legitimación de las nuevas nupcias de los divorciados, los católicos tendrían que adoptar una línea de conducta coherente conforme con las exigencias de la propia fe.

112. La estabilidad inherente al vínculo matrimonial es un bien sumamente importante para la vida afectiva de los esposos, para la firmeza de la familia y, al mismo tiempo, un elemento integrante fundamental del bien común de la sociedad. El divorcio vincular pone en peligro estos bienes; es de suyo un mal para la sociedad. Esta debe esforzarse por lograr un ordenamiento jurídico sobre la institución matrimonial que proteja eficazmente, en la medida de lo posible, la firmeza del vínculo conyugal. El bien de la comunidad política exige que las normas legales constituyan, en el grado en que esto sea factible, una defensa sólida de estabilidad propia de todo matrimonio.

113. La experiencia de otros países muestra que la mera posibilidad legal del divorcio es ya una incitación al mismo. Este tipo de legislación es prácticamente irreversible, mueve a los propios legisladores a deslizarse por el plano inclinado de la progresiva multiplicación de las causas que legitiman la ruptura del compromiso matrimonial e induce a muchos a identificar lo “legalmente admitido” con lo “éticamente lícito”.

114. Esto no significa que el legislador esté obligado siempre a elevar a la categoría de norma legal todo lo que es exigencia ética, o que debe reprimir con medidas legales todos los males de la sociedad. La tutela de ciertos bienes y la exclusión de males mayores pueden originar un conflicto de valores, ante el cual el gobernante ha de poner en juego la prudencia política en orden al bien común, que, si no puede prescindir de los valores éticos, tampoco debe desconocer la fuerza de las realidades sociales (Cfr S. Th. 1ª, 2ª q. 91 art. 4 in c.). Para llegar a un juicio prudencial en esta materia, es preciso tener una información objetiva del alcance real de los problemas planteados y de las variadas soluciones posibles, y ponderar las consecuencias que se derivan, para la familia y para la sociedad, de las diversas opciones viables. El impacto de campañas inspiradas, en ocasiones por intereses ajenos a toda preocupación ética, no debe servir como norma cuando se trata de respetar exigencias del bien común y del justo orden público. Por lo demás, el cristiano debe seguir siempre los imperativos de la fe, sea cual fuere la evolución de las leyes del Estado sobre el matrimonio.” (La estabilidad del matrimonio, 19, 20. Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe).