DIOS ES AMOR


III
EL "DIOS CON NOSOTROS"

a) Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso
    Siguiendo la enseñanza de Jesús
    El Creador, omnipotente y bueno nos libera de todo temor
    El único Dios nos rescata de nuestros ídolos
    El Creador funda el sentido de la vida humana

b) Creemos en un solo Señor, Jesucristo
    La Alianza Nueva y Eterna
    El Hijo único de Dios, con nosotros
    La compasión de Dios
    Amor a Dios y amor al hombre, inseparables

c) Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida
    El poder del Amor
    El Dador de Vida
    La revelación de la Trinidad Santa y la Iglesia

d) El Amor es creíble
    Dios trino: el centro de nuestra fe
    Trinidad de Dios y dignidad humana
    Comunión de personas
    Dios es Amor

CONCLUSIÓN
"SÍ, PADRE"

Hablar con Dios
Encuentro con Dios
Bendito sea Dios

 


 

III
EL "DIOS CON NOSOTROS"

"Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel (que significa 'Dios-con-nosotros')"
                                                                                           (Mateo 1, 22-23)

a) Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso

30. Llamar Padre a Dios es una sorprendente novedad cristiana y, en realidad, un verdadero atrevimiento, como nos recuerda la invitación litúrgica al rezo del Padrenuestro: "nos atrevemos" a hacerlo por fidelidad a "la recomendación del Salvador".28 Los hijos piadosos de Israel invocaban muy raramente a Dios de esta manera. Algunas veces es llamado padre del pueblo, pero porque le ha elegido soberana y gratuitamente como pueblo suyo, no porque le hiciera partícipe de su misma naturaleza. Dios es misericordioso y ama a su pueblo, pero se mantiene absolutamente por encima del hombre. Los filósofos, que llaman a Dios mucho más fríamente la causa no causada del ser o el verdaderamente infinito, tampoco pueden dirigirse a Él como padre. A quienes sufren el mal y el dolor también les es difícil en ocasiones llamar padre al Dios todopoderoso. Sin embargo, nosotros nos atrevemos a hacerlo. Porque ésa es la primera y la última palabra que oímos del Señor Jesús: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 49); "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Y porque nos confió también a nosotros la palabra entrañable que nunca dejaron sus labios: "Cuando oréis, decid: 'Padre'" (Lc 11, 2).

31. El Padre es, para Jesús, el Dios absolutamente bondadoso: el Creador que cuida de sus criaturas y hace salir el sol para todos, buenos y malos (cf. Mt 5, 45 y 6, 26); el que se alegra del amor de los suyos y sale cada día al camino para ver si vuelve el hijo que se ha ido de casa; el que acoge sin resentimiento alguno a quien regresa a Él, pues aborrece el pecado, pero ama a los pecadores (cf. Lc 15). Es el Padre cuyas "manos son cariñosas como las de una madre".29 La paternidad de Dios es normativa para la paternidad humana, y no a la inversa: es del Padre Dios "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra" (Ef 3, 15). Jesús, temiendo que se ensombreciera el nombre del Padre con las miserias de nuestros modos humanos de relacionarnos, llega a decirnos: "no llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, pues uno sólo es vuestro Padre, el del cielo" (Mt 23, 9). Sólo hay un Padre, como sólo hay un Dios. "No hay nadie bueno más que Dios" (Mc 10, 18), el origen de todo bien.

Las profesiones de fe de la Iglesia, siguiendo la enseñanza de Jesús, atribuyen al Padre la obra de la creación. Siendo el Padre bueno el origen único de todo lo que existe, el mundo es, en su raíz, bueno, luminoso, tiene un sentido divino. Si el principio del ser fuera el azar ciego o la materia bruta ¿por qué ibamos a poder confiar en la inteligencia y en la bondad? Pero no, nada es absurdo ni malo de por sí. No hay poderes maléficos inscritos en la realidad y legibles en las estrellas. Todo procede da la suma inteligencia y bondad del Creador y está puesto por su providencia al servicio del ser humano. La fe en Dios Padre, el Creador del cielo y de la tierra, liberó a los hombres del miedo y del sometimiento a supuestos principios del mal que compitieran en poder con la bondad del único poder real sobre todas las cosas, el de Dios.

Es triste que el alejamiento de la fe en el Creador y Padre haga caer de nuevo a algunos en el temor a poderes cósmicos o satánicos supuestamente dueños del destino de los hombres. Sólo Dios es todopoderoso. Nada ha de temer quien se acoge a Él. La astrología, la quiromancia, la magia, el satanismo son supersticiones grotescas que hacen mucho daño espiritual y psíquico a quienes se confían a ellas.

32. Creer que Dios es el único Creador y Padre todopoderoso significa también reconocer que el mundo es sólo mundo, es decir, dependiente totalmente de Dios y en modo alguno divino. Todo ha sido puesto a disposición del hombre, que no ha de vincularse a nada como a Dios. Sólo el Dios bueno es digno de la reverencia más profunda, del deseo más ardiente, del amor más incondicional del ser humano: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser" (Mt 22, 37; Dt 6, 5). La fe en el Creador libera de los ídolos, de los falsos dioses que nos prometen libertad y vida a cambio de nuestro servicio y acaban devolviéndonos esclavitud y muerte.

Los nombres de los ídolos son tantos como los de las criaturas, cuando éstas dejan de ser vistas a la luz de Dios: la Humanidad, una persona, el éxito, el poder, la nación, el dinero, el progreso, la técnica. Todo se convierte en ídolo cuando le concedemos la atención, el valor y el amor del que sólo Dios es digno.

Los santos, esos hombres y mujeres de honda experiencia de Dios, sabían muy bien que, en realidad, "sólo Dios basta", según la célebre palabra de Santa Teresa de Jesús.30 Sólo Dios llena el corazón del hombre. Y al llenarlo y pacificarlo, lo ensancha para el mundo y para los hermanos. La fe en el Creador bueno nos da ojos y corazón para ver y sentir en qué medida "todo es nuestro" (1 Cor 3, 21).

La cultura moderna, despojada de la fe, ha puesto en peligro la supervivencia del hombre en el mundo porque ha caído en el error de idolatrar a la Humanidad. El hombre, convertido en ídolo, como constructor de sí mismo y de su mundo, acaba por destruir o poner en peligro a la naturaleza y a la Humanidad. Muy distinta es la actitud del creyente hacia las criaturas, a las que no ve como meros objetos de posesión, sino como reflejos de la gloria de Dios y "hermanas" del ser humano. El Cántico de San Francisco de Asís sigue proclamándolo con toda verdad e inspiración:

"Loado seas por toda criatura, mi Señor,
y en especial loado por el hermano sol (...)
Y por la hermana luna, de blanca luz menor,
y las estrellas claras que tu poder creó (...)
Y por la hermana agua, preciosa en su candor (...)
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol (...)
Y por la hermana tierra, que es toda bendición (...)
Y por la hermana muerte, ¡loado, mi Señor!"
31

33. Los hombres compartimos la condición de criaturas con todas las cosas, que, en este sentido, son hermanas nuestras. La "fraternidad" que el creyente es capaz de descubrir en la creación nos dice también que todo lo que existe se ordena al bien del ser humano. El mundo no está ahí simplemente por mera casualidad. El mundo es creación libre de un Dios que sabe lo que quiere. Quiere compartir su mismo ser: hasta eso llega su voluntad de "Alianza" con los hombres. La creación está, pues, al servicio de la Alianza que Dios desea sellar con su Pueblo y con la Humanidad. Ésa es su íntima razón de ser. Ése es su sentido. La creación tiene un sentido propio. Y el ser humano está capacitado para captarlo. El hombre, de la misma manera que no crea el mundo, sino que se encuentra en él con las demás criaturas, tampoco le da al mundo su sentido. Sin embargo, es la única criatura capaz de conocerlo y de realizarlo libremente.

Para describir la percepción que tenemos del sentido de la creación como sentido de nuestra propia vida la tradición católica emplea el término "ley natural": "La criatura racional, entre todas las demás -afirma Santo Tomás- está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al bien debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural."32

b) Creemos en un solo Señor, Jesucristo

34. Los creyentes del Judaísmo y del Islam comparten con nosotros algunas cosas de las que acabamos de decir sobre el Dios Creador. Pero nuestra fe nos dice que Jesucristo es el Señor, que también él es Dios, igual al Padre en la divinidad. Jesús de Nazaret no es un profeta más entre los que han hablado de Dios y en nombre de Dios a los hombres. Ni siquiera es sólo quien mejor lo ha hecho. Nosotros creemos que en él, en su adorable persona, es Dios mismo, el Hijo eterno del Padre quien nos habla en el lenguaje de nuestra carne. En la persona de Jesucristo la Alianza de Dios con el hombre llega a una intimidad insospechada: Dios y hombre se hallan unidos en él, sin confundirse, de un modo inseparable. Esto nos da un conocimiento específico tanto de Dios como del hombre, pues el Señor es a un tiempo "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15) y "también el hombre perfecto".33

35. La profecía de Isaías sobre el Dios con nosotros, el Emmanuel, llega a su pleno cumplimiento en Jesucristo. Dios ha estado siempre con los hombres y, de una manera especial, con su Pueblo. Pero su proyecto eterno de creación y salvación, su "economía salvífica", incluye un modo único de estar con los hombres: compartiendo su humanidad en Jesucristo. Nosotros podemos hablar así de los proyectos y del ser de Dios precisamente porque Él mismo se nos ha manifestado en su Hijo. Escuchando la palabra del Señor y contemplando su vida, la Iglesia es conducida por el Espíritu a "la verdad completa" (Jn 16, 13) sobre Dios y el hombre. Las Escrituras se iluminan con la presencia de Jesucristo y Dios mismo perfila de este modo su verdadero rostro ante los hombres.

Dios es definitivamente Padre: el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Jesús nos pidió que también nosotros le llamáramos Padre y por eso nos atrevemos a hacerlo. Pero Dios, antes que nada, es "su" Padre. Jesús distinguía siempre entre "mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20, 17). Tenía conciencia de que su relación con él era distinta que la de sus hermanos. Su vida y su destino hablan, efectivamente, de una relación única de Jesús con Dios. Él enseña y actúa con una autoridad suprema, como la de ningún profeta: la autoridad de quien "era" ya antes de la creación y la de quien juzgará la historia. El Reino de Dios que él anuncia, es decir, el poder mismo de Dios, llega con su propia persona al mundo. En cierto modo no es extraño que sus enemigos le acusaran de blasfemo, de haberse puesto en el lugar de Dios. Sin embargo, Jesús habló siempre del Padre como de alguien distinto de él. Nunca usurpó su lugar. Al contrario, toda su vida y su mensaje fueron dirigidos a cumplir su voluntad y darle gloria. La resurrección confirma a los ojos de sus discípulos que aquella pretensión de Jesús era verdadera: al salir victorioso del sepulcro, Jesús recibe del Padre, por el Espíritu que da la vida, la misma gloria que él le había dado con toda su existencia en la tierra. Era la gloria del Hijo único de Dios, del único que verdaderamente conocía al Padre y que nos lo ha revelado para siempre.

36. El Crucificado era el Hijo de Dios. Quien en la cruz experimentaba con dolor la ausencia del Padre era también Dios, "de la misma naturaleza del Padre".34 El Dios en quien creemos no es un Dios capaz sólo de estar "más allá del mundo": ha estado también en el patíbulo de un condenado a muerte injustamente. A la pregunta de "¿dónde está su Dios?" los cristianos pueden responder: en todos los lugares en los que están y por los que pasan los hombres. El es verdaderamente un Dios con nosotros que nos maravilla por su amor en la cruz más aún que por su grandiosa creación.35 No aciertan a pensar bien la realidad de Dios quienes se lo imaginan como un soberano caprichoso no ligado más que a su propio arbitrio. Es verdad que Dios, el que "llama a la existencia a lo que no existe" (Rom 4, 17), es absolutamente libre, pero su omnipotente libertad no tiene nada que ver con la de un tirano veleidoso. Dios es fiel a sí mismo y a sus criaturas. La "entrega" del Hijo por nosotros es la prueba suprema de su fidelidad. La Iglesia no cesa de admirarse de esa fidelidad, que nos habla de un eterno amor divino: "¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!".36 La cruz de Cristo revela hasta el final la compasión de Dios. Ya los profetas habían hablado de un Dios de entrañas de misericordia.37 Pero la riqueza del amor de Dios manifiesta todo su esplendor con el "'sufrimiento' de Dios"38 en la humanidad del Hijo. Juan Pablo II ha dedicado a esta increíble "filantropía" de Dios su carta encíclica Dives in misericordia (Rico en misericordia). Dios está con nosotros hasta el punto de cargar Él mismo con nuestros pecados en el Hijo. En su muerte "se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad"; pero una justicia "a la medida de Dios",39 es decir, procedente del amor y conducente a él.

37. "Este gran Dios nuestro, humillado y crucificado"40 es más amigo del hombre que el hombre mismo. Cuando se le preguntó por el primer Mandamiento de la Ley, Jesús respondió: "Amarás al Señor tu Dios...". Y añadió enseguida, sin que le hubiera sido preguntado: "El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39). El Dios crucificado nos habla de que el amor a Dios es inseparable del amor al hombre. No es lo mismo el amor a Dios que el amor al hombre, pero son inseparables porque Dios y el hombre están inseparablemente unidos en Jesucristo hasta la muerte. Estando con nosotros hasta la sangre, Dios dice ya con claridad suprema hasta qué punto es valioso el ser humano ante sus ojos, esa "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma".41 Todo hombre, también el condenado, el marginado, el que sufre de cualquier manera en el cuerpo o en el espíritu, tiene un motivo supremo para amarse a sí mismo: Dios está con él en su dolor. Ahí radica la fuente inagotable del amor al prójimo "como a uno mismo". Si existe cierta fraternidad entre todas las criaturas, si todos los hombres somos hermanos por ser hijos del mismo Padre, la muerte de Cristo por nosotros nos hace verdaderamente hermanos en aquella sangre, la de Hijo, que "habla mejor que la de Abel" (Hb 12, 24). Nadie debe dejar de amar por ningún motivo: hay una sangre que nos ha capacitado a todos para amar; la misma que, derramada por todos, ha hecho a todos los hombres dignos del amor, en particular, a los más débiles y necesitados. Lo que hagamos con los más pequeños de estos hermanos nuestros, lo hacemos con el mismo Jesucristo (cf. Mt 25, 40).

Quien entiende la vida de un modo unilateral, marcado solamente por la acción, la técnica y el consumo, no encuentra razón para amarse de verdad a sí mismo cuando deja de ser actor y productor. Entonces tampoco puede amar sin reservas a los demás, ni siquiera respetar la dignidad humana de quienes no son grandes actores ni productores: los débiles, los ancianos, los niños.

c) Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida

38. "Es fuerte el amor como la muerte".42 Dios no es todopoderoso por mantenerse en un lejano cielo desde el que gobernara a su arbitrio el mundo. No existe tal Dios. Dios está también en el mundo, incluso en la cruz, en la que precisamente muestra su verdadero poder: el poder del Amor. La muerte del Hijo no es aquella "muerte de Dios" proclamada por los falsos profetas del Siglo XX, cuyos engaños han conducido a muerte ignominiosa a tantos hombres y que, en cierto sentido, han propiciado incluso "la muerte del hombre", profundamente herido en su dignidad y en su esperanza. La muerte del Hijo significa, por el contrario, la derrota y el fin de la muerte, pues lleva consigo "la victoria de nuestro Dios" (Sal 97). Dios vence sobre la muerte, aliada del pecado, desde lo más hondo de estos abismos de la lejanía de Dios. Hasta allí llega la presencia del Espíritu Santo, a quien confesamos como "Señor y dador de vida".43 Allí aparecerá, por fin, en todo su esplendor y gloria lo que Dios es desde siempre en sí mismo: Espíritu y Amor.

39. El Espíritu era ya para los creyentes del Pueblo de la Antigua Alianza el Soplo poderoso de Dios que alienta "en el origen del ser y de la vida de toda creatura".44 Pero "cuando se cumplió el tiempo" culminante de la manifestación de la gracia de Dios, el tiempo de la Encarnación del Hijo en las entrañas de María, cuya memoria especial nos disponemos a celebrar con toda la Iglesia en el Gran Jubileo del año 2000, el Espíritu Santo se manifestó también a la Humanidad como la presencia activa y permanente de Dios en el mundo que conduce a los hombres a la comunión de vida con Dios. "La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios con y por medio del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe."45 Ya desde entonces el Espíritu alienta en la vida y la misión de Jesús, el verdadero "Mesías", es decir, el "ungido" (Lc 4, 18) por Dios con su Espíritu para hacer presente en el mundo su Reino de misericordia. Y ese mismo Espíritu de Vida será el que glorifique al Crucificado resucitándolo de entre los muertos.46 La muerte no tiene poder sobre Aquél que es uno con el Espíritu de la Vida. Al contrario, con su muerte Jesús glorifica al Padre, quien, por la obediencia y la petición del Hijo, envía el Espíritu también a los corazones de los creyentes. De este modo los hombres somos incorporados a la vida de Dios por su Espíritu, el Espíritu de Jesús, que nos enseña desde nuestro interior lo que es ser hijos de modo semejante a como lo es el Hijo eterno: "Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios" (Ga 4, 6-7).

40. El Dios con nosotros nos quiere con Él. Somos sus hijos, partícipes y herederos de su misma vida divina y eterna. Los caminos por los que Dios ha mostrado a la Humanidad su condición sublime y por los que nos ha dado la salvación son los mismos caminos por los que Él nos ha abierto el misterio insondable de su propio ser divino. Porque si la "gloria de Dios es que el hombre viva", "la vida del hombre es la visión de Dios".47

No podemos comprender el misterio de Dios, pero sí podemos entenderlo como él mismo se nos ha revelado. No podemos comprender cómo Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo, siendo el mismo y único Dios; cómo es uno y lo mismo, es decir, la una y única divinidad eterna y omnipotente, pero no el mismo, sino tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la comunión del Amor.48 Pero la Iglesia guarda este tesoro del conocimiento del Dios vivo y verdadero, el Dios con nosotros, y nos lo comunica de modo que podamos entenderlo, con la sabiduría de la fe, como la verdad que nos salva.

La comprensión de la fe es obra del Espíritu Santo en nosotros, que lleva a su cumplimiento en la intimidad de nuestras conciencias la gran obra pedagógica por la que Dios nos revela su mismo ser al tiempo que nos salva. La Iglesia es el instrumento privilegiado de esta pedagogía de Dios con la Humanidad. El Espíritu de Cristo "la construye y la dirige" de modo que aparezca ante el mundo "como el pueblo unido 'por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo'".49 La fe en el Dios vivo y verdadero tiene en la Iglesia su hogar y su suelo nutricio: de ella recibimos la Profesión de fe en su verdad y desarrollo completos. San Gregorio, "el Teólogo", habla como sigue de la pedagogía de Dios que culmina con la obra del Espíritu en el tiempo de la Iglesia:

"El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. "hora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida... Así por avances y progresos, "de gloria en gloria", es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos."50

d) El Amor es creíble

41. "El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana (...) Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de verdades de la fe".51 Al hablar del Dios trino no nos referimos, como parecen pensar algunos que se dicen católicos, a una especie de enigma curioso que en nada afectara a nuestra vida y a la comprensión del hombre y del mundo. Nuestra fe en el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, revela y respeta a la vez el misterio sublime e indecible de Dios. Nos abre así a la intelección más profunda posible de nosotros mismos, del sentido de nuestra vida en el mundo y de nuestro destino y, sobre todo, nos hace capaces de vivir de acuerdo con la verdad conocida. La glorificación de la Trinidad que, según decíamos al comenzar, es el objetivo central del Gran Jubileo del año 2000, es también el contenido fundamental de la vida cristiana. Glorificar a Dios es vivir ante Él en toda la plenitud y dignidad de nuestro ser de hijos y de hermanos. Quienes, en la comunión de fe en la Trinidad Santa, dan gloria a Dios con su vida, se convierten por el testimonio de su palabra y de sus obras en signo de la credibilidad de aquel Amor que Dios es.

42. Creer que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el único Dios, que no existe sino en las tres divinas personas, lleva consigo el reconocimiento de nosotros mismos como personas. De hecho, la concepción del ser humano como persona, en el sentido de fin en sí mismo, nunca intercambiable ni instrumentalizable, adquirió su pleno desarrollo a la luz de la concepción de Dios como el Uno tripersonal. El ser humano es persona, en un primer acercamiento, por ser un individuo constituido por la relación al mundo y a sus semejantes en cuanto tales, es decir, por su capacidad de distanciarse ante las cosas y de acercarse a sus prójimos. Ahora bien, en el fondo de esta capacidad, en la que se expresa la dignidad cuasi absoluta de ser humano, se encuentra la relación fundamental al misterio divino que constituye la trama última de la existencia humana. La relación a Dios que abre al hombre a las cosas como mundo y a los otros como prójimos es lo que la antropología cristiana llama iconalidad divina del hombre: la criatura humana es tal por ser la única creada "a imagen de Dios". Pero no a imagen de un Dios omnipotente en su lejanía solitaria. Este Dios sería más bien una triste imagen del hombre ensimismado y alejado de Dios y de los hermanos.52 El ser humano lleva en sí la huella del Dios cercano, del Hijo, que se ha unido a todo hombre y que está siempre con nosotros por su Espíritu Santo. El ser humano, en definitiva, es persona porque es una criatura destinada por Dios, antes de la creación del mundo, a estar para siempre con Él de modo semejante a como lo está el Hijo eterno, gracias al don de la vida divina que se le otorga por el Espíritu Santo. Ahí está la fuente verdadera de su ser y de su dignidad.

43. El ser personal no se agota en la individualidad. En cuanto persona el ser humano es un ser radicalmente solidario, que se recibe y que se dona. El Hijo lo recibe todo del Padre y todo se lo devuelve a Él y así es glorificado por el Padre y el Espíritu. Cada ser humano está llamado a vivir según el modelo de Cristo. De este modo, a diferencia de Adán, que no supo agradecer los dones recibidos de Dios, sino que trató de usurpar para sí el lugar de Dios, el cristiano, siguiendo a Cristo, el Adán definitivo, aprende a agradecer los dones de Dios y a abandonar su egoísmo y su pecado. Se reconoce entonces a sí mismo como don de Dios para sí y para los demás y se capacita para la construcción de una verdadera "civilización del amor". "Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, 'hijos en el Hijo', de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada (...) un nuevo modelo de unidad del género humano en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'".53

44. La vida íntima de Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo como Trinidad Santa de Padre, Hijo y Espíritu Santo, es la vida del Amor. Si lo miramos bien, es poco decir que Dios nos tiene amor, como si pudiera también no tenérnoslo. Dios no sólo nos tiene amor, sino que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8). Esa inefable comunión del Ser divino, en la que el Padre engendra al Hijo, en la que el Hijo glorifica al Padre y en la que el Espíritu vincula a los dos eternamente, es el Amor mismo. El Amor eterno y creador, por el que Dios es perfectamente feliz y absolutamente generoso en sí mismo, es el origen del ser de todas las cosas y, en particular, de las personas, que, dotadas de inteligencia y libertad, estamos también llamadas a vivir en comunión con Dios y los prójimos. La comunión en el Amor que Dios es nos habla de que la pluralidad y diversidad existente en la creación es buena, ya que tiene su origen en la misma alteridad que se da en Dios.54 La unidad del Dios vivo, lejos de estar reñida con la riqueza plural de la vida, es su fuente más profunda. Del Dios uno y trino aprendemos cómo la alteridad se fortalece precisamente en la comunión, en la entrega mutua, criterio de autenticidad de la verdadera tolerancia.

CONCLUSIÓN:
"SÍ, PADRE"

45. Hablamos de Dios con honda alegría, como cuando Jesús exclamaba "lleno de la alegría del Espíritu Santo: te doy gracias, Padre... Sí, Padre" (Lc 10, 21). No acabaríamos nunca de hablar de Él; pero tenemos que terminar y nos parece que una buena manera de hacerlo es animando a la oración. Invitamos a todos a escuchar en lo hondo del alma la llamada de Dios a conocerle mejor para amarle más y responderle con un gozoso Así, Padre". Si perdemos el gusto por Dios, si la misma palabra "Dios" significa poco para algunos, si la pregunta "¿dónde está su Dios?", que nos dirige una cultura despojada de la fe, llega a inquietarnos demasiado ¿no será porque hablamos poco con Dios? ¿Buscas "pruebas" de Dios? Reza con perseverancia. ¿Buscas fortaleza para una vida esperanzada y justa? Ora en lo escondido al Padre. No debemos orar con un sentido utilitarista, sólo para conseguir cosas. La oración cristiana es antes que nada alabanza de la inmensa bondad de Dios, es descubrimiento de su infinita misericordia y es, por eso, conversión a Él. La oración verdaderamente útil es la que nos pone por entero en manos de Dios, la que nos libera para abandonar nuestros pequeños intereses y para que nuestro vivir sea por completo un vivir en Cristo. De este modo la oración nos cura, nos consuela y nos fortalece. Quien se encuentra de verdad con el Dios vivo, se pone enseguida en sus manos por la oración, que surge del fondo del alma como un impulso incontenible.

46. Gracias a Dios, hoy son muchos los que buscan el sosiego y el silencio para encontrarse consigo mismos. El ruido y el atropellado ritmo de vida que a veces se nos impone o nos imponemos nos cansan y nos hastían. Los monasterios y las casas de oración son lugares aptos para algunos tiempos fuertes de oración y de conversión a Dios. Pero también en nuestra vida ordinaria hemos de tener algún tiempo para el encuentro silencioso con el Padre. Ciertas técnicas de concentración mental y de disposición de nuestro cuerpo pueden también ayudarnos a orar. Pero con tal de que no perdamos nunca de vista el meollo de la oración cristiana, que es "diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios";55 o como decía Santa Teresa de Jesús: "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama."56 La oración es un encuentro personal, es un trato amoroso con Dios. No se puede orar a un Dios impersonal y lejano; no se ora cuando se hace mera introspección; no se ora cuando se pretende abandonar el peso de la existencia personal perdiéndose en la naturaleza o en un supuesto nirvana.

Se ora cuando, gracias al Espíritu Santo que se nos ha dado, nos volvemos al Padre como Jesús lo hace. La oración es encuentro con Jesucristo vivo, que nos devuelve de verdad a nosotros mismos y nos permite conocer a Dios no sólo de oídas, sino por experiencia propia. El encuentro acontece ante todo en la Iglesia, donde Cristo vive hoy. La Sagrada Escritura, la liturgia y los sacramentos son el principio y el fundamento de la oración del cristiano, que aunque se haga en soledad nunca será solitaria. El encuentro acontece en los hermanos, donde el Señor también quiere ser hallado. Como la caridad es criterio de la autenticidad de la oración, animando a la oración estamos llamando también a una vida de verdadera solidaridad, de comunión en la Iglesia y de comunión con todos, en particular, con los excluídos y necesitados. Porque, según acabamos de decir, la oración auténtica nos convierte al Dios de la misericordia. Jesucristo ora por el testimonio de la unidad entre los suyos, vital para suscitar la fe: "que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea" (Jn 17, 21) y nos pide que brillen nuestras buenas obras para que el Padre sea glorificado (cf. Mt 5, 16).

47. Hacemos nuestras, para concluir, las palabras de alabanza y adoración de la liturgia de San Basilio:

"Padre todopoderoso y digno de adoración, es verdaderamente digno y justo y conforme a la grandeza de tu santidad, alabarte, cantarte, bendecirte, adorarte, darte gracias, glorificarte, ofrecerte un corazón contrito y, en espíritu de humildad, un corazón humilde; a ti que eres tú solo realmente Dios.

¿Quién es capaz de alabarte como conviene, Señor del cielo y de la tierra..., Padre de nuestro Señor Jesucristo, Dios grande y Salvador, objeto de nuestra esperanza?

Cristo es la imagen de tu bondad, el sello que te reproduce perfectamente, que te manifiesta en él mismo a ti, Padre suyo. El es el Verbo viviente, el Dios verdadero, la sabiduría anterior a los siglos, la vida, la santificación, el poder, la luz verdadera.

Por él se ha manifestado el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, carisma de la adopción, arras de la herencia venidera, primicia de los bienes eternos, fuerza vivificante, fuente de santificación. Fortificada por él toda criatura racional y espiritual te rinde esta doxología eterna:

Santo, Santo, Santo, Señor Dios del universo."57

¡Gloria a ti por los siglos, Dios con nosotros!

Madrid, 27 de noviembre de 1998


28. Misal Romano, Ordinario de la Misa.

29. Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 39.

30. Nada te turbe, en Obras Completas, B.A.C., Madrid 1982, 514.

31. Liturgia de las Horas, Himno de Laudes de la Memoria de San Francisco de Asís, 4 de Octubre.

32. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 43. Citamos el texto aducido por el Papa de Summa Theolo- giae, I-II, q. 91, a. 2.

33. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22.

34. Misal Romano, Profesión de fe (Símbolo Niceno-constantinopolitano: DS 125)

35. Una vez proclamada la lectura del libro del Génesis que narra la obra creadora de Dios, la Iglesia, llena de asombro, ora como sigue en la noche de Pascua: "Dios todopoderoso y eterno, admirable siempre en todas tus obras; que tus redimidos comprendan cómo la creación del mundo, en el comienzo de los siglos, no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos": Misal Romano, Domingo de Pascua de resurrección. Vigilia pascual. Oración colecta después de la Primera Lectura.

36. Misal Romano, Domingo de Pascua de resurrección. Pregón Pascual.

37. Cf. Oseas 11, 7-9; Jeremías 31, 20.

38. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 39.

39. Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 46.

40. San Juan de la Cruz, Carta a la M. Ana de Jesús, en Obras Completas, B.A.C, Madrid 1982, 898.

41. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 24.

42. Cantar de los Cantares 8, 6.

43. Misal Romano, Ordinario de la Misa. Profesión de fe.

44. Catecismo de la Iglesia Católica, 703, con citas de Sal 33, 6; 104, 30; Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10.

45. Catecismo de la Iglesia Católica, 723, con citas de Lc 1, 26-38; Rm 4, 18-21; Ga 4, 26-28.

46. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 648, con citas de Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16.

47. San Ireneo de Lion, Adv. haer. IV, 20, 7.

48. "De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Per- sonas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad": Misal Romano, Solemnidad de la Santísima Trinidad. Prefacio.

49. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium 4.

50. San Gregorio Nacianceno, Or. theol. 5, 26.

51. Catecismo de la Iglesia Católica, 234.

52. Cf. LXV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Instr. past. Moral y sociedad democrática, n1 21, BOCEE 50 (19.IV.1996) 88-97.

53. Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 40.

54. "El Hijo es desde la eternidad 'otro' respecto del Padre y, sin embargo, en el Espíritu Santo, es "de la misma naturaleza": por consiguiente, el hecho de que haya una alteridad no es un mal, sino más bien, el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios mismo, que es una sola naturaleza en Tres Personas, y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes": Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, 14.

55. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, 3.

56. Vida, 8, 5.

57. Cit. según E. Mercier - F. Paris, La prière des Églises de rite byzantine I, Chevetogne 1937, 270s.