DIOS ES AMOR


II
"EN ÉL VIVIMOS, NOS MOVEMOS Y EXISTIMOS"

a) El ser humano es religioso por naturaleza
b) Las religiones, lugares históricos del encuentro con Dios
c) Necesidad de la revelación y de la fe para conocer a Dios


 

II
"EN ÉL VIVIMOS, NOS MOVEMOS Y EXISITIMOS"

"Quería que lo buscasen a Él, a ver si, al menos a tientas lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hechos 17, 27-28).

17. La cultura secularista moderna hizo circular la falsa noticia de "la muerte de Dios" como respuesta a la pregunta por su paradero en un mundo del que parecía tan ausente: "Dios no está en ningún sitio" - se nos ha repetido hasta la saciedad. Cuando la razón se declaró a sí misma emancipada y adulta, pareció llegado el momento de anunciar con una frase chocante que Dios había muerto. Sin embargo, Dios no desaparece del horizonte de la Humanidad. Por el contrario, la pregunta por Él ha seguido y sigue en los labios de creyentes y de ateos, aunque sea con diversos sentidos. Incluso quienes no parecen ya preguntar por Dios de ningún modo no dejan de encontrarse con esa palabra que acompaña a la Humanidad desde sus orígenes y que se resiste a abandonarla. ¿Qué significado elemental encierra esa sílaba misteriosa? ¿Por qué va tan unida a la existencia humana?

a) El ser humano es religioso por naturaleza

18. El ser humano ha sido definido como el animal religioso. Los antropólogos y prehistoriadores detectan la presencia del hombre allí donde aparecen indicios de rituales funerarios. Los animales no entierran a sus muertos. El hombre lo hace además con simbolismos especiales que suelen hacer referencia a algún sentido de la vida más allá de este mundo o que denota, al menos, un modo de preguntarse por ese fenómeno misterioso de su muerte.13 En efecto, aunque prescindiéramos del hecho histórico de las religiones, tendríamos aún que decir que el ser humano es religioso por naturaleza. No es posible separar de un modo absoluto la naturaleza religiosa del hombre de las religiones concretas en cuyo seno se desarrolla su vida. Pero, sin perder de vista la conexión inevitable de la religiosidad con las formas concretas de religión, es posible observar en el ser humano algunos rasgos esenciales que, aun sin llegar todavía a serlo de un modo explícito, podemos calificar como religiosos, porque apuntan ya a lo mismo que las religiones llamarán expresamente "Dios", a eso "que todos llaman Dios".14 Nos parece importante hacer una breve referencia a esas hondas raíces de la cuestión de Dios en el ser humano. Evidentemente, no pretendemos "demostrar" la existencia de Dios como las ciencias experimentales o las matemáticas demuestran sus objetos, pues Dios no es un mero objeto ni de la experiencia ni de la razón. Se trata de mostrar con algunas pinceladas que el ser humano se encuentra abierto desde el fondo de él mismo hacia Dios.

19. La realidad nos supera infinitamente y tenemos conciencia más o menos refleja de ello. En efecto, en el orden del conocimiento nos hallamos delante de objetos finitos, a los que, sin embargo sólo conocemos como finitos porque tenemos una intuición de lo infinito que acompaña constantemente nuestra acción de conocer. Además, sólo conocemos cuando relacionamos entre sí la pluralidad de los objetos finitos; pero, de nuevo, sólo podemos hacer la experiencia de la pluralidad desde una intuición de la unidad dada al mismo tiempo que aquella experiencia. En el orden de la vida práctica nos movemos con el sentido de lo otro como otro y, en particular, del otro como otro; en este último caso sabemos de la presencia de otros seres respecto de los cuales nos sentimos obligados con un tipo de vínculo semejante al que experimentamos respecto de nosotros mismos. Este vínculo nos habla de lo incondicional, de lo absoluto: sabemos del respeto absoluto que la otra persona nos merece. Pero este saber supone que hay en nosotros una vinculación originaria con lo absoluto. Rasgos de lo absoluto se dan no sólo en la experiencia ética del amor, de la libertad, del perdón, sino también en las experiencias estéticas de lo bello, de lo gratuito y del ser en cuanto tal.

20. El ser humano es un buscador insaciable de paz y de felicidad. Ninguna adquisición de bienes materiales, ninguna situación vital, por satisfactoria que parezca, consigue detener esa búsqueda. Somos peregrinos hacia un destino de plenitud que no encontramos nunca del todo en este mundo. San Agustín interpretaba esta sed infinita de sentido como consecuencia de la vocación divina del hombre: "Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".15 La búsqueda de la felicidad es, en efecto, una huella indeleble de Dios en el hombre. No es concebible el dinamismo del espíritu humano sino como un caminar incesante hacia el Absoluto, en el que se encuentra la razón y el sentido último de una existencia tan indigente como abierta a la plenitud verdadera y deseosa de ella.

21. No sólo encontramos huellas de Dios en el espíritu humano, la criatura que refleja más de cerca el ser de Dios. La creación entera habla de Él, del Creador. La inmensidad del cielo y del mar, la belleza de las montañas y de los astros, el orden dinámico de la materia y de la vida... remiten al verdadero Infinito, a la Belleza suma, a la Inteligencia creadora. Contemplando el mundo, el ser humano se eleva también desde allí al mismo Absoluto con el que se encuentra en su propio interior, "pues por la magnitud y belleza de las criaturas, se percibe por analogía al que les dio el ser" (Sab 13, 5). La ordenación del mundo como cosmos y los "misterios" que suscitan nuestro asombro, tanto en el orden de lo incalculablemente pequeño como de lo incalculablemente grande, dirigen la mirada de quienes buscan con sencillez y apertura carente de prejuicios hacia el Misterio, que es el origen, fundamento y meta de todo. A la luz de las huellas de Dios, rastreadas con su inteligencia en la búsqueda del sentido del mundo y de la historia, el ser humano puede llegar con fundamento a la conclusión de que es razonable creer.

22. La experiencia de lo absoluto, uno e infinito no es sólo conocimiento de una idea, sino sobre todo percepción de una presencia real, viva y personal. Esta experiencia puede estar más o menos oscurecida por una vida superficial, distraída con las cosas y no educada en la sensibilidad religiosa; puede incluso embotarse casi por completo a causa del pecado, es decir, de la soberbia y la autocomplacencia que encorvan al hombre sobre sí mismo y lo encierran en su pequeño yo y en sus miserias. Sin embargo, el ser humano no pierde nunca su "capacidad" de Dios; el Absoluto nunca se aparta de él, su presencia le interpela siempre desde lo más hondo de su ser.16 En muchos testimonios de personas que han abierto los ojos a la fe en Dios después de haber estado apartadas de Él, se expresa con fuerza la irrupción de esa presencia, todavía sin nombre, a la que abre paso alguna circunstancia especial de la vida: unas veces el gozo agradecido, otras muchas el sufrimiento inesperado.

b) Las religiones, lugares históricos del encuentro con Dios

23. La pregunta por el nombre de esa presencia poderosa que determina y da sentido último a la existencia y a la realidad encuentra diversas respuestas en las diferentes religiones. Éstas no son sin más un producto aberrante de la razón subdesarrollada, como ha pensado un tanto ilusamente una determinada crítica de la religión de estos dos últimos siglos. Al contrario, en las religiones se expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño para el mismo hombre: su apertura natural a Dios. La cultura pública de nuestros días, despojada de la fe, no comprende la seriedad de la cuestión. Trata con frecuencia a las religiones como fenómenos marginales, más o menos irrelevantes o pintorescos, a los que el ancho mercado de la tolerancia reserva un lugar para su consumo a la carta según el gusto privado de los ciudadanos. Las discrepantes pretensiones de verdad de las religiones suelen ser presentadas superficialmente como prueba de la falsedad de todas ellas.

24. La Iglesia aprecia las religiones de la Humanidad no sólo porque ve en ellas manifestaciones del sentido religioso del ser humano, sino también porque pueden ser entendidas como instrumentos de la Providencia de Dios para conducir a los hombres hacia Él. En efecto, si el ser humano busca a Dios, "todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres (cf. Hch 17, 27)".17 Pero además, Dios mismo "no deja de hacerse presente de muchas maneras (...) a los pueblos mediante sus riquezas espirituales, de las que las religiones son expresión principal y esencial, aunque contengan 'lagunas, insuficiencias y errores'".18 "Las tradiciones religiosas han sido marcadas por 'muchas personas sinceras, inspiradas por el Espíritu de Dios'. La acción del Espíritu no deja de ser percibida de algún modo por el ser humano. Si, según la enseñanza de la Iglesia, en las religiones se encuentran 'semillas del Verbo' y 'rayos de la verdad', no pueden excluirse en ellas elementos de un verdadero conocimiento de Dios."19 Las diferencias entre las religiones, a veces fundamentales, no deberían ser obstáculo para reconocer en ellas un gran acervo espiritual común, que permite a la conciencia humana articular el nombre divino y que la ayuda a responder a sus imperativos con una vida honesta.20

25. Entre las religiones de la Humanidad "la fe cristiana tiene su propia estructura de verdad: las religiones hablan del Santo, de Dios, sobre él, en su lugar o en su nombre. Sólo en la religión cristiana es Dios mismo el que habla al hombre en su Palabra. Sólo este modo de hablar posibilita al hombre su ser personal en un sentido propio, a la vez que la comunión con Dios y con todos los hombres. El Dios tripersonal es el corazón de esta fe. Sólo la fe cristiana vive del Dios uno y trino."21

c) Necesidad de la revelación y de la fe para conocer a Dios

26. "Dios habla bien de Dios".22
Los hombres, que tenemos un cierto conocimiento natural de Él, por ser criaturas racionales suyas, podemos sin duda hablar de Él. Así lo muestra el lenguaje religioso de todos los tiempos y también el pensamiento filosófico más genuino. Pero no podríamos hacerlo bien del todo si Dios mismo no se hubiera comunicado con nosotros para desvelarnos su misterio. Dios, el verdadero Absoluto e Infinito, no es, por supuesto, una cosa que tengamos a nuestra disposición para examinarla y escrutarla; no es ni siquiera lo ilimitado o ese cosmos sin fronteras del que hablan hoy de nuevo algunos científicos. Él no es simplemente ilimitado, sino el verdaderamente Infinito, de un orden absolutamente superior incluso a un posible mundo ilimitado. Por eso, es natural que no le podamos "ver" ni "comprender". San Agustín decía muy bien que lo que abarcamos completamente con nuestro entendimiento no puede ser Dios.23 Esto, como ya hemos dicho, no quiere decir que no podamos entender nada de Dios, sino que lo que Dios es supera infinitamente lo que conocemos de Él. Además, si consideramos que Dios no es tampoco una cosa infinita, sino el Espíritu, el Amor, el Ser personal infinito, entenderemos todavía mejor por qué no lo podemos tener simplemente a nuestro alcance. Si el fondo de una persona humana no está nunca del todo al alcance de nuestro entendimiento, sobre todo si ella no se comunica con nosotros, cuánto menos Dios, que es el origen y el sentido de todo ser personal, de toda libertad y de todo amor.

27. Pero Dios se ha comunicado con los hombres para darnos parte en su mismo ser. Y lo ha hecho de un modo tan increíblemente cercano a nosotros, que la revelación de Dios en su Palabra ha resultado y resulta escandalosa para unos y necia para otros (cf. 1 Cor 1, 23). Gracias a su revelación podemos conocer bien a Dios, todo lo bien que nos hace falta para lograr de verdad y definitivamente nuestra vida, ya que "ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17, 3). Con todo, la revelación del misterio de Dios en Jesucristo tampoco elimina el misterio: nos abre sus entrañas para que tengamos Vida, pero no nos permite adueñarnos de él. Por eso, a la revelación de Dios respondemos con la obediencia de la fe. Ésta no se define por contraposición a las evidencias de la razón, sino por su pertenencia a otro orden de saber: el que se abre a quien otorga su confianza a Dios cuando Él mismo se acerca a nosotros en su Palabra. Es la fe teologal, indeducible de la razón, pero acorde con el elemental fenómeno antropológico de la creencia: el ser humano no es sólo "aquél que busca la verdad", sino también "aquél que vive de creencias".24 De ahí que la fe en el Dios que se revela, no careciendo de cierta oscuridad, esté dotada de una insuperable certeza, pues "la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad."25

28. La revelación de Dios en Jesucristo es de por sí luminosa para el espíritu religioso del ser humano. La Palabra eterna de Dios, hecha carne, viene "a los suyos" (Jn 1, 11), a quienes estaban ya esperándola. Si no la reciben, es porque están alienados de sí mismos, bajo el poder de las tinieblas del pecado. La Palabra ha mostrado cómo, al venir a este mundo, "alumbra a todo hombre" (Jn 1,9). Y lo muestra incesantemente en la vida de tantos hombres y mujeres que se dejan iluminar por su luz, aun después de haberse cerrado frente a ella por algún tiempo. Es el caso de aquel profesor que, después de largos años de agnosticismo en los que había llegado a olvidar el Padrenuestro, en uno de esos momentos que llamamos "la hora de la verdad" supo reconocer en Jesucristo el misterio del Origen cercano y humano, vagamente presentido de nuevo, pero todavía sin nombre para él. El nombre divino que estaba buscando era el mismo que se le había impuesto a él en el Bautismo: Manuel, es decir, el del "Dios con nosotros". He aquí su relato:

"Ese es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva -me dije a mí mismo-. Ése es Dios que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear. Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa Providencia que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía, me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!,... ¡se me había olvidado!"26

29. Hablemos pues "de una manera sencilla y directa de Dios, revelado por Jesucristo, mediante el Espíritu Santo".27 Esta es la Buena Noticia que nos ha sido entregada por la Iglesia, el mensaje más esperado por el corazón de todo hombre. Hablemos entonces del único Dios y Padre, del único Señor Jesucristo y del Espíritu Santo que nos da la Vida; del Dios que ha venido a nosotros para hablarnos en nuestro lenguaje, por medio de su Hijo, y que envía hoy a nuestros corazones su Espíritu para clamar desde allí: "Abba", Padre. Él es el Dios con nosotros, que se ha revelado en Jesucristo como el Amor.


13. "La constante que subyace a todos los demás problemas de la condición humana común no es más que la muerte. Sufrimiento, pecado, fracaso, decepción, incomunicación, conflictos, injusticias... la muerte está presente en todas partes y en cada momento como la trama opaca de la condición humana. Cierto, el hombre, incapaz de exorcizar la muerte, hace todo lo posible para no pensar en ella. Y no obstante es en ella donde resuena con más intensidad la llamada del Dios viviente": Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1997), n1 113.

14. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3.

15. Confesiones, I, 1.

16. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 27-49.

17. Catecismo de la Iglesia Católica, 2566.

18. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.

19. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1997), n1 90. El primer texto entrecomillado es de Pontificio Consejo para el Dialogo Interreligioso y Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, n1 30. Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Nostra Aetate, 2.

20. Cf. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 96s.: después de hablar de "una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones" añade que "en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas." Más adelante aporta, entre otros, el siguiente testimonio personal: "Inolvidable fue el encuentro con la juventud en el estadio de Casablanca (1985). Impresionaba la apertura de los jóvenes (musulmanes) a la palabra del Papa cuando ilustraba la fe en el Dios único" (107).

21. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones, n1 103.

22. B. Pascal, Pensées et opuscules, Pens. n1 799.

23. "Si lo comprendieras, no sería Dios": Serm. 52, 6, 16.

24. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 28 y 31.

25. Ibid. 32.

26. Manuel García Morente, El "hecho extraordinario" (1940), en Id., Obras Completas, (Ed. de J.M. Palacios y R. Rovira), tomo II, volumen 2, Madrid 1996, 415-441, 431.

27. Pablo VI, Exhort. Apost. Evangelii nuntiandi, 26.