VIDA EN CRISTO
NDC
 

SUMARIO: I. Jesús, revelación de Dios. II. El sentido de la historia concreta de Jesús: 1. La categoría bíblica del seguimiento; 2. Construir el Reino; 3. Las bienaventuranzas, núcleo del mensaje; 4. Dinamismo del amor. III. Cristocentrismo de la catequesis: 1. Entre el don y la tarea; 2. Gozo y exigencias; 3. Testimonio y anuncio. IV. Catequesis diferencial.


I. Jesús, revelación de Dios

«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (Heb 1,1-2). «Jesucristo no sólo es el mayor de los profetas, sino que es el Hijo eterno de Dios hecho hombre. El es, por tanto, el acontecimiento último hacia el que convergen todos los acontecimientos de la historia de la salvación» (DGC 40). Jesús es la revelación del Padre. Revela con palabras y acciones. Durante toda la vida y, sobre todo, en la cruz. Los Padres conciliares manifiestan admiración por el acontecimiento salvífico que es la persona de Cristo: «con testimonio divino confirma la revelación de que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos para la vida eterna» (DV 4).

La existencia de Jesús, su ministerio salvífico, su muerte y glorificación constituyen la revelación más honda de Dios. El mismo es la Palabra con la que Dios se ha expresado por entero (Jn 1,1-18), la imagen visible del Dios invisible (Col 1,15), Dios con nosotros (Mt 1,23). Con la revelación de Dios en Jesucristo se demuestra la afirmación fundamental de que Dios es amor (lJn 4,8.16). «La palabra de Dios, encarnada en Jesús de Nazaret, Hijo de María Virgen, es la palabra del Padre, que habla al mundo por medio de su Espíritu. Jesús remite constantemente al Padre, del que se sabe Hijo único, y al Espíritu Santo, por el que se sabe Ungido. El es el camino que introduce en el misterio íntimo de Dios» (DGC 99). «La comunión con Jesucristo, por su propia dinámica, impulsa al discípulo a unirse con todo aquello a lo que el propio Jesucristo estaba profundamente unido: a Dios, su Padre, que lo había enviado al mundo, y al Espíritu Santo, que le impulsaba a la misión; con la Iglesia, su Cuerpo, por la cual se entregó; con los hombres, sus hermanos, cuya suerte quiso compartir» (DGC 81).

«Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre (cf Jn 8,29). Vivió siempre en perfecta comunión con él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto (cf Mt 6,6) para ser perfectos como el Padre celestial es perfecto (Mt 5,48)» (CCE 1693). El hecho cristológico es también esencialmente acontecimiento en el Espíritu Santo. El relato del Bautismo (Mc 1,9-11) muestra a Jesús como Hijo amado y como aquel sobre quien desciende y reposa el Espíritu. En la acción salvífica de Jesús se deja sentir la obra del Espíritu (Mc 3,28-30; Mt 12,28). Más aún, la encarnación de Jesús en María es obra del Espíritu (Lc 1,35; Mt 1,20). La consumación del camino de Cristo —resurrección de entre los muertos—está asociada al envío del Espíritu por el Padre.

Para hablar del Dios de Jesús conviene partir de Jesús mismo. Sólo escuchando a Jesús, su mensaje, su entero vivir, podemos hablar del Dios que en él se manifiesta. Para conocer al Dios revelado en Jesús hay que convertirse a él y hacerse seguidor suyo. Jesús mismo, su humanidad, su historia concreta, es una revelación de Dios que tiene lugar en la historia misma. «Esta doctrina no es un cúmulo de verdades abstractas, es la comunicación del misterio vivo de Dios» (CT 7).


II. El sentido de la historia concreta de Jesús

Jesús es paradigma para la humanidad porque ha vivido realmente una vida como la nuestra. Ahora bien, ¿cómo conocer con seguridad lo que fue realmente la vida de Jesús? El evangelio es el relato de la práctica de Jesús. Sirve de baremo para evaluar nuestra conducta intrahistórica. En la globalidad de los evangelios hay algo incontestable. Jesús apasionó y, pese a los intentos de convertirle en icono, sigue apasionando. Nadie puede apasionar, a favor ni en contra, si no es, de un modo u otro, conflictivo. Produjo la división que anunciara (Mt 10,34-36). «Los evangelios, que narran la vida de Jesús, están en el centro del mensaje catequético. Dotados de una estructura catequética, manifiestan la enseñanza que se proponía a las primitivas comunidades cristianas y que transmitía la vida de Jesús, su mensaje y sus acciones salvadoras. En la catequesis, los cuatro evangelios ocupan un lugar central, pues su centro es Cristo Jesús» (DGC 98).

La praxis de Jesús no es exclusiva ni esencialmente práctica moral. Su completa significación se sitúa en el terreno religioso. Sin embargo, el carácter pletórico del acontecimiento de Jesús extiende su significado al universo moral: 1) nace de la pretensión mesiánica, como de quien tiene autoridad (Mc 1,22); es Señor del perdón y del sábado (Mc 2,10.28); lo cual conlleva originalidad, novedad y libertad; 2) apunta al cambio radical: la conversión; «La fe cristiana es, ante todo, conversión a Jesucristo, adhesión plena y sincera a su persona y decisión de caminar en su seguimiento» (DGC 53); 3) emerge del conflicto y genera fecunda confrontación: la coherencia de Jesús choca con el talante de sus adversarios; 4) enaltece el valor del hombre (Mc 2,23); 5) propugna la liberación integral del hombre y de todos los hombres; introduce los nuevos códigos del don, de la comunión y del servicio frente al egoísmo, la exclusión y la violencia (DGC 103-104).

La teología moral se interesa por la respuesta del hombre a la acción liberadora y salvífica de Jesús. Equivale a ejercicio de fe, siguiendo a Cristo y realizando el reinado de Dios. «La conversión a Jesucristo implica caminar en su seguimiento. La catequesis debe, por tanto, inculcar en los discípulos las actitudes propias del Maestro. Los discípulos emprenden, así, un camino de transformación interior en el que, participando del ministerio pascual del Señor, pasan del hombre viejo al hombre nuevo en Cristo. El sermón del monte, en el que Jesús, asumiendo el decálogo, le imprime el espíritu de las bienaventuranzas, es una referencia indispensable en esta formación moral, hoy tan necesaria» (DGC 85).

1. LA CATEGORÍA BÍBLICA DEL SEGUIMIENTO. El seguimiento es una categoría bíblica de gran densidad teológica. Expresa nueva forma de vida de quien se decide a recibir la llamada de Cristo y convertirse en discípulo suyo. Articula el sentido moral y teológico. La relación con Jesucristo que identifica a los cristianos es compleja. Incluye varias dimensiones: conocimiento, amor, confianza, obediencia, fidelidad. «El que se ha encontrado con Cristo desea conocerle lo más posible y conocer el designio del Padre que él reveló. El conocimiento de los contenidos de la fe (fides quae) viene pedido por la adhesión a la fe (fides qua). Ya en el orden humano, el amor a una persona lleva a conocerla cada vez más» (DGC 85).

Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), «los cristianos pueden ser "imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor" (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con "los sentimientos que tuvo Cristo" (Flp 2,5) y "siguiendo sus ejemplos" (cf Jn 13,12-16)» (CCE 1694). Históricamente, para los discípulos que le acompañan, el seguimiento nace de la fascinación de la persona de Jesús. Tras la pascua se transforma. Cambian los sujetos y los contenidos. Se explicita en forma de imitación de actitudes, especialmente, del amor. Se completa en forma de configuración sacramental y comunión vital.

Cada momento no anula al anterior, lo incluye y transforma. La posibilidad de seguimiento arranca de una palabra creativa (Mc 1,17). Con una finalidad: para que estuvieran con él (Mc 3,14). Aparece ahí un doble objetivo: la acogida en la comunidad de vida con Jesús y el prepararse para la misión. Con el acontecimiento pascual cobra fuerza el concepto de imitación. Principio interno que requiere la acción del Espíritu (Rom 8,1-17; 1Cor 12,1-11). La asimilación a Cristo tiene un centro vital: la relación personal (Flp 3,7-21), cuyo fruto plasma con nitidez el Apóstol: «Estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Mi vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,19-20).

La orientación a Cristo lo penetra todo. Es un motivo que sacude y mueve al hombre en su totalidad, mas no lo fija de modo normativo en dirección a este o aquel comportamiento. La historia demuestra que el seguimiento siempre ha dependido de la imagen que los cristianos se hacían de Cristo, y esta, a su vez, dependía del contexto. La memoria de Jesús persiste como elemento constante en la realización de un estilo de vida. No puede alcanzarse sin creatividad. «Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él lo viva en nosotros. La catequesis actúa sobre esta identidad de experiencia humana entre Jesús Maestro y el discípulo, y enseña a pensar como él, obrar como él, amar como él. Vivir la comunión con Cristo es hacer la experiencia de la vida nueva de la gracia» (DGC 116).

2. CONSTRUIR EL REINO. Habitualmente se entiende por ética la reflexión sistemática sobre motivos y criterios del obrar humano. En este sentido, falta en el Nuevo Testamento. «Con las palabras, signos, obras de Jesús, a lo largo de toda su breve pero intensa vida, los discípulos tuvieron la experiencia directa de los rasgos fundamentales de la pedagogía de Jesús, consignándolos después en los evangelios...» (DGC 140). Son muchos los que hablan de actitud ética en consonancia con instrucciones de Jesús y de los apóstoles. El evangelio sería el núcleo fontal y el criterio normativo de la moral. «La catequesis moral, al presentar en qué consiste la vida digna del evangelio y promover las bienaventuranzas evangélicas como el espíritu que impregna al decálogo, las enraizará en las virtudes humanas, presentes en el corazón del hombre» (DGC 117). Los cristianos de todas las épocas y lugares son continuadores de la sensibilidad evangélica y saben que han de confrontar su universo moral con la ética de Jesús. ¿Cuál sería su alcance?

A veces, hay afirmaciones contradictorias en un mismo escrito. Las investigaciones más recientes tienden a esclarecer los principios éticos, en los distintos escritos, siguiendo el orden histórico desde las palabras y la conducta de Jesús a la recepción en la Iglesia primitiva. El mensaje de Jesús tiene como meta la construcción del Reino. «Jesús, en efecto, anunció el reino de Dios: una nueva y definitiva intervención divina, con un poder transformador tan grande, y aun mayor, que el que utilizó en la creación del mundo» (DGC 101).

«Cristo llevó a cabo esta proclamación del reino de Dios mediante la predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá que no admite parangón con ninguna otra: "¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad" (Mc 1,27). "Todos le aprobaban, maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca" (cf Lc 4,22). "Jamás hombre alguno habló como este" (Jn 7,46). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino» (EN 11). Jesús exige, sobre todo, fe en Dios y en su acción. Enmarcada en el horizonte de la salvación escatológica, los esquemas del comportamiento se transforman, surge un nuevo orden de valores (bienaventuranzas), se proponen unas exigencias radicales (Lc 9,57-62), unas opciones de signo totalizador (Mt 13,44,46), una radicalización en todas las actuaciones (Mt 5,20). El código de identificación del Reino lo encontramos en Mt 11,5:«los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres».

Se impone hablar desde el único lugar que puede conferir al discurso una identidad y significación cristianas: vivir la vida de Dios desde el seguimiento de Jesús. No se puede confesar el Dios de los pobres sin optar por su causa; ni el Dios crucificado sin estar allí donde están los crucificados; ni el Dios de la vida sin luchar contra la injusticia que ocasiona una muerte temprana para tantos. La recepción más antigua en la Iglesia primitiva está condicionada por la situación pospascual, que abrió un nuevo camino a la relectura de las instrucciones de Jesús.

A tenor de este principio, hoy no basta con aludir al mensaje de Jesús que la crítica histórica pueda extraer de la Sagrada Escritura. Apremia actualizarlo, a la luz del correctivo del propio mensaje y de su influencia en la historia de la Iglesia, teniendo ante los ojos el cambio que la vida ha experimentado. «Jesús manifiesta que la historia de la humanidad no camina hacia la nada, sino que, con sus aspectos de gracia y pecado, es —en él—asumida por Dios para ser transformada. Ella, en su actual peregrinar hacia la casa del Padre, ofrece ya un bosquejo del mundo futuro, donde, asumida y purificada, quedará consumada» (DGC 102).

3. LAS BIENAVENTURANZAS, NÚCLEO DEL MENSAJE (DGC 85). La continuidad y la ruptura caracterizan el existir histórico de Jesús. En sintonía con la tradición religiosa de Israel, y más allá de este marco contextual. Aquellos «pero yo os digo...» son algo muy distinto de una obligación impuesta con la que se aspire únicamente a cumplir. Jesús piensa y propone ideales inmensos de bondad, con lo que nunca nadie podrá decir ni creer haber cumplido. Las bienaventuranzas incluyen una doble tendencia: radicalismo y victoria sobre la agresividad.

El radicalismo se colorea de utopía por la justicia. Supone un rechazo del orden injusto que margina y empobrece. Confía que el reino de Dios va a cambiar esta situación. Hambre y sed de justicia las puede tener incluso quien no es víctima de la injusticia, por solidaridad con los que lo son (DGC 103, 228).

Triunfan sobre la agresividad los misericordiosos, los pacificadores, los limpios de corazón. Lo esencial es la generosidad, sinceridad, actitud de corazón. «La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación, suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren» (ChL 16). Y esa es la meta a la que tiende todo el proceso de la iniciación cristiana (cf IC 42-43).

4. DINAMISMO DEL AMOR. La aportación cristiana a la ética ha de situarse en el amor. Sintetiza la doble tendencia de las bienaventuranzas. Dar el amor como la más esencial aportación ética cristiana puede estar hoy tan asimilado que suene a obvio. No hace mucho, lo que solía enseñarse como ética cristiana era un código muy concreto, concebido como glosa del decálogo. Existía recelo a la hora de hablar del amor. «La semilla del evangelio fecunda la historia de los hombres y anuncia una cosecha abundante» (DGC 15). El desarrollo del mensaje de Jesús en los escritos del Nuevo Testamento permite vislumbrar la dimensión universalista y teocéntrica del amor cristiano.

La praxis existencial de Jesús se centra en el amor. El mandamiento nuevo y primordial, que hace entender el sentido profundo de todos los demás: «amarás al Señor tu Dios» (Mc 12,30); «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31); «os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros» (Jn 13,34). «El doble mandamiento del amor, a Dios y al prójimo, es –en el mensaje moral– la jerarquía de valores que el propio Jesús estableció: de estos mandamientos pende toda la ley y los profetas. El amor a Dios y al prójimo que resumen el decálogo, si son vividos con el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, constituyen la carta magna de la vida cristiana que Jesús proclamó en el sermón del monte» (DGC 115).

Los sinópticos brindan la enseñanza histórica de Jesús con una profunda unidad de contenido. Creer y amar son dos verbos que compendian, en Juan, las exigencias morales. La exhortación al amor fraterno confiere a la moral joánica su cuño característico: signo y garantía de unión con Dios, signo del discipulado, medida cristológica del amor.


III. Cristocentrismo de la catequesis

Varios son los elementos fundamentales que contribuyen a la adecuada maduración y fundamentación del discurso cristológico. La historia de Jesús atestigua que el Cristo bíblicoeclesial no es una idea atemporal o creación de la comunidad primitiva. En el acontecimiento de Cristo, la historia llega a su máxima densidad salvífica, desde el momento en que en él la historia es, al mismo tiempo, salvación definitiva. Se da una continuidad personal entre el Jesús de la historia y el Cristo del anuncio y de la fe eclesial contemporánea. Jesucristo es el libertador absoluto y definitivo. En ningún otro nombre hay salvación total e integral.

El anuncio cristológico encuentra su cumplimiento cuando llega a ser oferta de la salvación para el hombre y para su historia. En este punto, el en sí de Cristo se hace por nosotros, produciendo frutos salvíficos. El acontecimiento de Cristo no es sólo contemplación, sino sobre todo participación personal y comunitaria, histórica y metahistórica, en la salvación que él ha aportado y transmitido.

Catechesi tradendae habla de cristocentrismo en toda auténtica catequesis. Significa que «en el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad, que ha sufrido y ha muerto por nosotros. Jesús es el camino, la verdad y la vida, y la vida cristiana consiste en seguir a Cristo, en la sequela Christi» (CT 5). La catequesis ha de anunciar el misterio de Cristo. El fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo: sólo él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu, y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad. «Se trata de hacer crecer, a nivel de conocimiento y de vida, el germen de la fe, sembrado por el Espíritu Santo con el primer anuncio, y transmitido eficazmente a través del bautismo» (CT 20).

El cristocentrismo significa que Cristo está en el centro de la historia de la salvación que la catequesis presenta. Significa, igualmente, que el mensaje evangélico no proviene del hombre, sino que es palabra de Dios (cf DGC 98).

«La catequesis tiende, pues, a desarrollar la inteligencia del misterio de Cristo a la luz de la Palabra, para que el hombre entero sea impregnado por ella. Transformado por la acción de la gracia en nueva criatura, el cristiano se pone así a seguir a Cristo y, en la Iglesia, aprende siempre a pensar mejor como él, a juzgar como él, a actuar de acuerdo con sus mandamientos, a esperar como él nos invita a ello» (CT 20).

Ser cristiano significa decir a Jesucristo. Lo que implica entregarse a la palabra de Dios y esforzarse por conocer cada vez mejor el sentido de esa Palabra.

1. ENTRE EL DON Y LA TAREA. Así cabe sintetizar la vida en Cristo. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado» (Rom 5,5). El creyente, por definición, resulta un ser agraciado (cf CCE 1691). Reconociendo en la fe su nueva dignidad, es llamado a llevar en adelante una vida digna del evangelio de Cristo (cf CCE 1692). El evangelio compendia maravillosamente las finuras divinas. Sitúa la persona humana ante el don de Dios al tiempo que le insta para que convierta este don inefable en el fundamento de su vida. La fe presupone que la iniciativa divina precede siempre cualquier exigencia. «La originalidad esencial de la iniciación cristiana consiste en que Dios tiene la iniciativa y la primacía en la transformación interior de la persona y en su integración en la Iglesia, haciéndole partícipe de la muerte y resurrección de Cristo» (IC 9). «La fe lleva consigo un cambio de vida, una metanoia, es decir, una transformación profunda de la mente y del corazón: hace así que el creyente viva esa nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio» (DGC 55).

El cristiano, cual otro Pablo, corre para alcanzar a Cristo. Porque, en definitiva, ha sido ya apresado por él. Corre hacia la meta y, sin embargo, Cristo ha salido ya a su encuentro. Dialéctica del ya-sí y del todavía-no. Todavía la salvación no es realidad tangible. Pero sí que lo es ya en germen, en esperanza indefectible. «De cualquier modo, perseveremos firmes en la meta que hubiéramos alcanzado» (Flp 3,16).

La moral evangélica es el arte de vivir elegantemente en cristiano, como discípulo de Cristo. Formular el proyecto cristiano resulta sencillo: seguir a Cristo bajo la guía de la Iglesia. Lo que sucede es que ser discípulo suyo, en el hoy histórico, por amor, implica múltiples exigencias y superaciones.

La palabra evangélica aporta luz y seguridad a la decisión moral. El cristiano sabe que está obligado a dar fruto en el amor y por la vida del mundo. Media un nexo íntimo entre el amor a Dios, a sí mismo y a los demás. El comportamiento personal debe situarse en el campo de tensión que define la dimensión de respuesta y de encarnación propia del amor. La grandeza de la moral estriba en su carácter de llamada, de provocación a la generosidad del ser. No es un conjunto de prohibiciones, sino una invitación a la creatividad. Urge crear justicia, bondad y belleza. Las mayores figuras de la humanidad han estado infinitamente más preocupadas por redescubrir el bien que por evitar el mal. Sin género de duda, les maravillaba lo que el hombre es y, más aún, lo que puede llegar a ser.

Los evangelios pretenden dar a conocer la figura y la obra de Jesús, con el fin de suscitar la adhesión a él, e invitar a un seguimiento que se traduce en una actividad como la suya.

Ahora bien, si los episodios de la vida de Jesús relatan sólo acciones prodigiosas, ¿qué seguimiento es posible y cómo puede el creyente continuar su actividad? Ver en Jesús simplemente a un gran taumaturgo (hace andar a los paralíticos, abre los ojos de los ciegos, sana a leprosos...), puede suscitar admiración por él, pero no lleva al compromiso que él espera de los suyos. Todo queda, en este caso, en una distante adoración. No es ese precisamente el tipo de relación que Jesús quiere de sus amigos y hermanos.

En realidad, al usar el sentido figurado o simbólico, los evangelistas pretenden precisamente rescatar de la anécdota la figura de Jesús. No importa tanto lo que hiciera en día determinado cuanto el legado que deja a la humanidad: la actitud que puede ser compartida (cercanía con los marginados) y su solidaridad (multiplicación de panes).

2. Gozo y EXIGENCIAS. En la catequesis es importante destacar, con toda claridad, el gozo y las exigencias del camino de Cristo (cf CT 29). La catequesis de la vida nueva en él, será una catequesis del Espíritu Santo, de la gracia, de las bienaventuranzas, del pecado y del perdón, de las virtudes humanas y cristianas, del doble mandamiento del amor, eclesial (cf CCE 1697).

Amén de estas exigencias morales personales, la catequesis deberá iluminar como es debido «la acción del hombre por su liberación integral, la búsqueda de una sociedad más solidaria y fraterna, las luchas por la justicia y la construcción de la paz» (CT 29).

«La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida familiar, sin la cual apenas es posible el progreso personal, sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo, un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la liberación» (EN 29).

En suma, no hay más norma de moralidad que la ortopraxis del amor. El éxodo de sí hasta la muerte, a fin de darse totalmente a Dios y a los hermanos. Privilegiando, como Jesús, el signo al que él atribuye gran importancia: «los pequeños, los pobres, son evangelizados, se convierten en discípulos suyos» (EN 12).

Un proyecto creador de humanidad que la Iglesia intenta visibilizar de forma sencilla y testimonial. Existe «un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización» (EN 16; DGC 46-48). Hay personas que repiten, en nuestros días, «que su aspiración es amar a Cristo, pero sin la Iglesia; escuchar a Cristo pero al margen de la Iglesia. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del evangelio: el que a vosotros desecha a mí me desecha» (ib).

3. TESTIMONIO Y ANUNCIO (cf DGC 39, 46). La catequesis, siendo participación y prolongación de la acción profética de Cristo, ha de entenderse principalmente: 1) como testimonio y anuncio de la acción salvífico-liberadora de Dios en Cristo, y del mensaje contenido en esta acción, hechos por toda la Iglesia y dirigidos a toda la Iglesia; 2) en segundo lugar, como interpretación de la realidad y de la vida a la luz y en el horizonte significativo de este acontecimiento y de este mensaje.

Acontecimiento y mensaje van inseparablemente unidos y forman una única realidad: la palabra de Dios, el misterio escondido en Dios desde siempre (cf Col 1,26), que la Iglesia ha recibido en depósito a través de una doble mediación: la Sagrada Escritura y las tradiciones de cada Iglesia.

La buena noticia debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio (cf EN 26, 41, 76). Y, «sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar razón de vuestra esperanza–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús» (EN 22, 42).

El catequista es responsable de hacer presente la salvación histórica que anuncia, aunque su testimonio sea relativamente opaco y no esté a la altura de su tarea. Su misión es de orden testimonial. La salvación llegará a través de su propia persona, como instrumento ministerial adecuado que actualiza la presencia de Cristo (cf DGC 141, 156). «Solamente en íntima comunión con él, los catequistas encontrarán luz y fuerza para una renovación auténtica y deseable de la catequesis» (CT 9).

«El anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado, asimilado y cuando hace nacer en quien lo ha recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las verdades que en su misericordia el Señor ha revelado, es cierto. Pero aún más, adhesión al programa de vida —vida en realidad ya transformada—que él propone. En una palabra, adhesión al Reino, es decir, al mundo nuevo, al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio. Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles» (EN 23).

Quien desempeñe el ministerio de la evangelización y de la catequesis será una persona animada por el amor: «el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del evangelio, de cada constructor de la Iglesia» (EN 79). Además de la proclamación colectiva del evangelio, conserva plena validez la comunicación de persona a persona: «en el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?» (EN 46; DGC 158).


IV. Catequesis diferencial

La catequesis es un proceso que aspira a vincular al sujeto con Jesucristo. «Esta inserción en el misterio de Cristo va unida a un itinerario catequético que ayuda a crecer y a madurar la vida de fe» (IC 20). Es la iniciación a un seguimiento, a partir de una sólida cultura bíblica, que culminará en el compromiso con la causa y el estilo de Jesús.

La catequesis según las diferentes edades, es una exigencia esencial para la comunidad cristiana (cf DGC 171). Para que la catequesis tenga sentido, debe tomar en consideración la realidad social contemporánea. La tradición de la fe será puramente doctrinal si no entra en sintonía con la vida concreta de los destinatarios. Reclama un lenguaje narrativo que se dirige no tanto a la cabeza cuanto al corazón y al centro vital de la persona.

Hay que mover los corazones hacia la práctica de la vida cristiana. Brindar posibilidades de realización en las varias situaciones existenciales y en contacto con personajes bíblicos y testimonios de la historia de la Iglesia hasta nuestros días.

A través de todas las etapas, habrá que considerar las cuatro tareas fundamentales de la catequesis: iniciación orgánica en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendizaje para orar y celebrar la fe en la liturgia; entrenamiento en la adquisición de actitudes evangélicas e iniciación en la acción apostólica y misionera (cf CAd 174; cf IC 42). «Es fundamental que la catequesis de iniciación de adultos, bautizados o no, la catequesis de iniciación de niños y jóvenes y la catequesis permanente estén bien trabadas en el proyecto catequético de la comunidad cristiana, para que la Iglesia particular crezca armónicamente y su actividad evangelizadora mane de auténticas fuentes» (DGC 72).

a) Catequesis de niños. «Sin necesidad de descuidar de ninguna manera la formación de los niños, se viene observando que las condiciones actuales hacen cada día más urgente la enseñanza catequética bajo la modalidad de un catecumenado para un gran número de jóvenes y adultos que, tocados por la gracia, descubren poco a poco la figura de Cristo y sienten la necesidad de entregarse a él» (EN 44). ¿Cómo revelar a la multitud de niños y jóvenes la figura de Jesucristo? «¿Cómo revelarlo, no simplemente en el deslumbramiento de un primer encuentro fugaz, sino a través del conocimiento cada día más hondo y más luminoso de su persona, de su mensaje, del plan de Dios que él quiso revelar, del llamamiento que dirige a cada uno, del reino que quiere inaugurar en este mundo...?» (CT 35). «Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños en el reino de Dios: son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor» (ChL 47). (Para algunas reflexiones y orientaciones prácticas, ver La iniciación cristiana, especialmente 69ss., 134ss).

b) Catequesis de adolescentes y jóvenes. La adolescencia es el momento del descubrimiento de sí mismo y del propio mundo interior. Momento de proyectos generosos y de interrogantes profundos. «La propuesta explícita de Cristo al joven del evangelio es el corazón de la catequesis; propuesta dirigida a todos los jóvenes y a su medida en la comprensión atenta de sus problemas. En el evangelio, los jóvenes aparecen de hecho como interlocutores directos de Jesucristo, que les revela su singular riqueza, y que a la vez les compromete en un proyecto de crecimiento personal y comunitario de valor decisivo para la sociedad y la Iglesia» (DGC 183).

Muchos bautizados, que han recibido sistemáticamente una catequesis, «titubean por largo tiempo en comprometer o no su vida con Jesucristo, cuando no se preocupan por esquivar la formación religiosa en nombre de su libertad» (CT 19). Apremia preparar y promover la adhesión global a Jesucristo, lejos de cualquier reduccionismo (cf CT 29). «Podrá ser decisiva una catequesis, capaz de conducir al adolescente a una revisión de su propia vida y al diálogo, una catequesis que no ignore sus grandes temas —la donación de sí mismo, la fe, el amor y su mediación que es la sexualidad—. La revelación de Jesucristo, como amigo, como guía y como modelo, admirable y, sin embargo, imitable: la revelación de su mensaje, que da respuesta a las cuestiones fundamentales; la revelación del plan de amor de Cristo salvador como encarnación del único amor verdadero y de la única posibilidad de unir a los hombres, todo eso podrá constituir la base de una auténtica educación en la fe» (CT 38).

«Los jóvenes constituyen una fuerza excepcional y son un gran desafío para el futuro de la Iglesia» (ChL 46). «Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal («ven y sígueme»), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad» (ChL 46).

«Con la edad de la juventud llega la hora de las primeras decisiones. Ayudado tal vez por los miembros de su familia y por los amigos, mas a pesar de todo solo consigo mismo y con su conciencia moral, el joven, cada vez más a menudo y de modo más determinante, deberá asumir su destino.

Bien y mal, gracia y pecado, vida y muerte se enfrentarán cada vez más en su interior como categorías morales, pero también y, sobre todo, como opciones fundamentales que habrá de efectuar o rehusar con lucidez y sentido de responsabilidad. Es evidente que una catequesis que denuncie el egoísmo en nombre de la generosidad, que exponga sin simplismos ni esquematismos ilusorios el sentido cristiano del trabajo, del bien común, de la justicia y de la caridad, una catequesis sobre la paz entre las naciones, sobre la promoción de la dignidad humana, del desarrollo, de la liberación, completará felizmente en los espíritus de los jóvenes una buena catequesis de las realidades propiamente religiosas, que nunca ha de ser desatendida» (CT 39; DGC 185).

Sólo entonces el evangelio «podrá ser presentado, entendido y aceptado como capaz de dar sentido a la vida y, por consiguiente, de inspirar actitudes de otro modo inexplicables» (CT 39; DGC 181-182). «La catequesis prepara así para los grandes compromisos cristianos de la vida adulta. En lo que se refiere por ejemplo a las vocaciones para la vida sacerdotal y religiosa, es cosa cierta que muchas de ellas han nacido en el curso de una catequesis bien llevada a lo largo de la infancia y de la adolescencia» (CT 39).

c) Catequesis de adultos. Los adultos son quienes, por su madurez, están en mejores condiciones para vivir las actitudes evangélicas. La catequesis ofrecerá el seguimiento de Jesús como itinerario de felicidad. Habrá que brindarles «un marco referencial moral, desde donde poder juzgar cristianamente la propia vida, los acontecimientos y las situaciones» (CAd 186; DGC 175). Importa que saboreen el sermón del monte para deducir los rasgos que definen el vivir cristiano. Amén del nivel individual, la catequesis ha de abrirse a las exigencias de la moral social. La «opción preferencial por los pobres» (SRS 42) reclama desenmascarar y enfrentarse con las «estructuras de pecado» (SRS 36; CA 38). Desde la infancia hasta el umbral de la madurez, la catequesis se convierte en escuela permanente de fe y vida. Misión que llega a la plenitud con el devenir de los años. «La Biblia siente una particular preferencia en presentar al anciano como el símbolo de la persona rica en sabiduría y llena de respeto a Dios. En este mismo sentido el don del anciano podrá calificarse como el de ser, en la Iglesia y en la sociedad, el testigo de la tradición de fe, el maestro de vida, el que obra con caridad» (ChL 48; cf DGC 188; IC 124ss).

La síntesis final podría ser: «El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en la vida eterna, en la gloria del cielo» (CCE 1709).

BIBL.: ALBERICH E.-BINz A., Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994; ALBURQUERQUE E., Calidad de vida y seguimiento de Jesús, CCS, Madrid 1995; Coso J. M., Educación moral para todos en Secundaria, Narcea, Madrid 1995; COMISIÓN NACIONAL FRANCESA DE CATEQUESIS, Catecumenado de adultos, Mensajero, Bilbao 1996; DE FLORES S.-GoFFI T., Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, especialmente GUERRA A., Experiencia cristiana, 680-688 y MONGILLO D., Seguimiento, 1717-1728; DIUMENGE L., La moral cristiana, un arte de vivir, San Pío X, Madrid 1996; FERNÁNDEZ B., El Cristo del seguimiento, Publicaciones Claretianas, Madrid 1995; GARCÍA-LOMAS J. M.-MURGA J. R., El seguimiento de Cristo, PPC-Univ. Pont. Comillas, Madrid 1997; INIESTA A., Anunciar a Jesucristo, HOAC, Madrid 1987; LAGARDE C., Retorno a las fuentes de la catequesis, San Pío X, Madrid 1996; MATEOS J.-CAMACho F., Evangelio, figuras y símbolos, El Almendro, Córdoba 1989; PIKAZA X., Para conocer la ética cristiana, Verbo Divino, Estella 1989; VALADIER P., La Iglesia en proceso, Sal Terrae, Santander 1990.

Lluís Diumenge Pujol