VIDA DE LOS SANTOS Y CATEQUESIS
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SUMARIO: I. La llamada universal a la santidad. II. Jesucristo, el Santo de Dios. III. Santos en la escuela de Jesús. IV. Humanidad adjunta a la del Verbo. V. Recepción de los santos. VI. La comunidad santa. VII. La vida de los santos en la catequesis.


I. La llamada universal a la santidad

Una catequesis que no proponga con todo vigor, con el convencimiento que alimentan tantos siglos de cristianismo, la palabra reveladora y estimulante, atractiva, que emerge de los plurales y excepcionales casos de santidad, faltaría seriamente a la palabra de Dios y a los mismos destinatarios de esa Palabra, privándoles de lo que debe dar sentido global y profundo a su vida de creyentes: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48); o con la formulación que nos llega desde el Antiguo Testamento: «sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo» (Lev 19,2). Hoy como ayer, necesitamos una fuerte transmisión del patrimonio de santidad que nos ayude a creer en nuestra vocación nativa a la comunión con Dios (GS 18-19, 21), y nos conduzca, igualmente, a superar la tendencia a separar la confesión existencial y la doctrinal y, más todavía, a hacer que esta prevalezca sobre aquella.

Llamados a la santidad. Llamada universal que el Vaticano II proclamó en el corazón mismo de su constitución Lumen gentium, consagrándole un capítulo, el 5°, en el que podemos leer, por ejemplo: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel más humano incluso en la ciudad terrena» (LG 40). Una llamada que se presenta en la oferta de rostros y vidas concretas, ejemplificadoras de lo que puede ser la plenitud de una vida abierta a la acción de Dios (J. Martínez, 1993). La referencia a los mismos tiene un extraordinario valor catequético, que es el que aquí directamente nos interesa. El santo es signo de la presencia operante de Dios en la vida de la persona o de la comunidad, y signo de la libertad liberada del hombre que asume la invitación o el imperativo amoroso de Dios a ser santo. ¡El evangelio es vivible! Se hace carne en quienes llamamos santos: el don se hace compromiso de vida que salva a la misma vida (R. Latourelle, 1965).


II. Jesucristo, el Santo de Dios

Dios, el santo, se ha hecho cercano, hombre santo en Jesús de Nazaret. A él, siempre, en todo, tenemos que referirnos, ya que él nos identifica. Somos seguidores de una persona, el Hijo de María, la humilde mujer nazarena, antes y más que de una doctrina. Si bien, en el caso de Jesús, confesamos que Persona y Palabra, Anunciante y lo que anuncia se identifican. El, el mensajero y los mensajes, a quien se dirige el poeta, místico y teólogo Juan de la Cruz para suplicarle que acabe de entregarse «ya de vero, es decir, esto que andas comunicando por medios..., acaba de hacerlo de veras, comunicándote por ti mismo, y que no quieras enviarme ya más mensajeros, que no saben decirme lo que quiero, pues yo a ti todo quiero, y ellos no me saben ni pueden decir a ti todo» (Cántico espiritual, 6, 6-7). Con lo que, al tiempo que reconoce el valor y la función de los mensajeros, los supera y trasciende, declarando, por un lado, su necesaria, rica presencia, y su no menos necesaria, inevitable superación, por otro, para hundirse en un tú a tú con quien es el medio inmediato o supermedio, en quien se encuentran en unidad única Dios y el hombre, el creador y la criatura en comunión inefable de vida, el libro vivo y verdadero, en el que se ven las verdades, como experimenta y proclama santa Teresa (Libro de la vida, 26, 6). Jesús ha corporalizado el misterio, es la Imagen de Dios invisible, encarnación del misterio de Dios-Amor. Por eso, los cristianos, seguidores de Jesús, deben dar «a entender lo que profesan, que es a Cristo desnudamente», a fin de poder ser signos del signo, remitiendo a él: «para que los que vinieren sepan con qué espíritu han de venir» (Juan de la Cruz, Cartas, 18.7.89; 16).

El Cristo desnudo que debemos dar a entender encarna una santidad condenada por los santos de su tiempo. Santidad con dos fuertes polos, con una consecuencia inherente a ellos: irrupción en él de lo divino y estrecha relación con la historia de los hombres, particularmente los marginados, los no-hombres (J. M. Rovira Belloso, 1979). Un Dios diferente (Ch. Duquoc, 1977), implicado con la historia de los hombres. Por eso, Jesús de Nazaret muestra su santidad haciendo de la voluntad de su Padre el motor de la acción en favor de sus hermanos (ib, 411).

Juan de la Cruz, partiendo de esta, en su sencillez, profunda formulación del ser cristiano, exhortará con encarecimiento: «Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él» (Subida del Monte Carmelo I, 13, 3). Este Jesús «no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre» (ib). Y con intensidad amorosa, abierta en armonía irrompible a Dios y a sus hermanos. Escribe Teresa: «a trueco de hacer cumplidamente vuestra voluntad y de hacer por nosotros se dejará cada día hacer pedazos» (Camino de perfección 33, 4). Y, «como sabe la cumple ja voluntad del Padre] con amarnos como a sí, así andaba a buscar cómo cumplir con mayor cumplimiento... este mandamiento» (ib 3). Jesús no se presenta en la historia para ser sabido, sino para ser vivido, para alumbrar un nuevo y definitivo modo de ser persona definida por el amor, por la total disponibilidad al Padre y a los hermanos. ¡Hasta morir! Pues Jesús culminó su camino de muerte, sensitiva y espiritual, en el desamparo de la muerte natural y experiencia de aniquilamiento en el alma sin consuelo ni alivio alguno, resuelto en nada, haciendo entonces «la mayor obra que en toda su vida..., que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios». Estas fuertes expresiones cristológicas, preparan la afirmación sanjuanista: «para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios». El camino de Jesús consiste en una viva muerte de cruz (Subida II, 7, 11). De Jesús trae origen, y a él también remite, esa forma de vida que llamamos cristiana y que en las figuras egregias, eminentes, que llamamos santos, adquiere renovada, históricamente múltiple, significación.


III. Santos en la escuela de Jesús

Bastará una palabra para recordarnos a los cristianos que si pesa sobre nosotros un imperativo ineludible de santidad –«sed santos»–, es porque antes se nos ha concedido a lo divino la inefable gracia de la santidad filial. En un par de versos encierra Juan de la Cruz el contenido de la promesa que vertebra el Antiguo Testamento: «y el amor que yo en ti tengo/ese mismo en él pondría», en quien creyese en Jesús (Poesías, 2, 73-74). Promesa que se hace realidad, y realización relativamente absoluta, en quienes culminan el proceso de filiación adoptiva. Escribe el santo después de citar el evangelio de Juan (17,20-23), que «el Padre nos comunica el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino... por unidad y transformación de amor». Concluye su razonamiento diciendo que las almas (= personas) poseen «esos mismos bienes por participación que él [Jesús] por naturaleza» (Cántico, 39, 5-6).

Tenemos, pues, que el punto de arranque, la raíz, es sólo gracia y don, y el punto de arribo, además, respuesta de gracia a la gracia recibida, que capacita a la persona para responder, para hacerse responsable de la propuesta eficazmente transformadora de Dios. Sólo a este último me refiero al hablar de los santos, cristianos movidos por el espíritu de Dios, que han llegado a vivir la gracia de la santidad original, sean o no conocidos, destacando señaladamente alguna nota de la inabarcable santidad de Jesús, en un determinado contexto histórico, cultural, o situación personal concreta. Creyentes que han hecho —y siguen haciendo— presente, significativa e incitadoramente presente, en la historia, al Dios y Padre de Jesús. De estos santos hablamos aquí en relación a la catequesis, porque en ellos aparece el objetivo que debe buscar toda catequesis. De estos dijo Juan de la Cruz, que «tienen un no sé qué de grandeza y dignidad..., que causa detenimiento y respeto a los demás» (Cántico, 17, 7). Sus personas, antes y más que sus palabras, antes y más allá de los gestos concretos en que tratan de encarnarla, testigos más y antes que maestros, son el mejor refrendo, prueba y metodología de una catequesis de la vida y para la vida de todos.

Santidad objetiva otorgada por Dios en Jesús y actuada por el Espíritu en toda persona. La palabra del Vaticano II es inequívocamente clara. Hablando de los cristianos de otras confesiones afirma que el Espíritu Santo «ejerce en ellos su virtud santificadora» (LG 15); y la Gaudium et spes extiende y asegura que «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22). Comunicación graciosa universal de Dios, a la que la persona debe responder con un sí, alumbrándose de este modo una existencia «para Dios y el prójimo» (L. Arostegui, 1980).

Pues en los santos, la Palabra, al mostrar su eficacia de encarnación, de hacer personas nuevas, adquiere también por ellos su mejor traducción, alcanza la mayor aproximación a los hombres en el curso de la historia. En una palabra los santos muestran que la Palabra se hace carne, logrando de este modo la mejor, sin duda no pretendida, demostración de lo indemostrable: el misterio de vida en el que, por detrás y por delante, de origen y terminación, graciosamente estamos inmersos por la llamada amorosamente poderosa de Dios, de la que ellos, los santos, son testigos vivientes.

He dicho que la palabra eficaz de Dios y el sí responsable de quien la recibe «hace personas nuevas». ¿Personas? ¿Santos? El dilema lo presentan dos personajes de La peste de A. Camus. Y, ¿por qué no el teresiano «cuanto más santos más conversables», más humanos? Indudablemente esta es la dirección que nos marca la encarnación de Dios, el Santo que se hace hombre: «divino y humano junto» (Moradas VII, 7, 9). Personas santas en la historia, en el momento y contexto histórico que grava y posibilita, a la vez, la realización en plenitud (D. De Pablo Maroto, 1980).


IV. «Humanidad adjunta a la del Verbo»

Con estas palabras de la joven carmelita de Dijon, Isabel de la Trinidad, podemos definir a los santos: en su humanidad se prolonga la historia, continúa presente Jesús, el Santo de Dios. Al menos queda claro así su entronque, la perspectiva desde la que leer y presentar estas vidas ejemplares, sin caer en la tentación de hacer ideología, conceptualización pura y simple, cuando de lo que se trata es de hacer teología narrativa, historia de una fidelidad, y fidelidad de una traducción de Jesús, en cualquier hoy de la historia, viendo cómo se realizan los ejes-valores en la gran nube de testigos que caminaron en pos de quien inició y consumó nuestra fe, Jesús de Nazaret (Heb 12,1-2). Y si se quiere alargar a horizontes de humanidad la noción de santo, podemos servirnos de esta definición: «Una persona de la que se apodera una visión religiosa hasta el punto de transformar de un modo radical su vida y animar a otros a asumir el valor de aquella visión» (L. S. Cunnigham, 1994).

a) En ellos Dios sigue teniendo su morada entre nosotros, hace camino y teje historia con sus hijos. Los santos son auténticos, perennes monumentos que el Dios gratuito eleva en los cruces de todos los caminos de la tierra. Teresa de Jesús, al final de sus días, sorprendiéndose del impacto que la lectura de su Libro de la vida ha producido en un sacerdote abulense, le escribe desvelando su intención al escribirlo: «Intitulé ese libro de las misericordias de Dios» (Cartas, 19.11. 81; 399, 2). Pues tiene bien entendido que Dios, siempre, cuando hace mercedes, no paga bondades de su criatura, sino que revela, da a conocer su grandeza. Un Dios que castiga los delitos de los hombres con grandes regalos, con gracia desbordante (Vida 7, 19). En el santo, Dios sigue presentándose amorosamente resistente al egoísmo de los hombres, presencia de gratuidad, apostando por un futuro en el que el amor, tal y como se presentó en su Hijo, Jesús de Nazaret, «lo sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). La comunión universal, horizonte del plan salvífico de Dios, es o se hace primicia y adelanto en los santos.

b) Un Dios que crea Iglesia, comunidad, pueblo, que une y reconcilia a los que estaban separados por el muro de la enemistad, liberando la libertad cautiva por la carne, que genera egoísmo insolidario, para entregar la al espíritu, que se expresa en servicio a la fraternidad de amor (Gál 5,13-14). Por eso, el santo, que es visitado por la misericordia de Dios en la Iglesia, se sabe remitido a la Iglesia por la fuerza de la misma gracia, para que la comunidad le discierna, pero también para que se deje discernir por esa misma gracia. El santo no ha sido presencia pacífica para la Iglesia; tampoco esta le ha acogido pacíficamente. Es la prueba más contundente de que vivir la gracia de santidad con generosidad, empeñativamente, es crucificante. Entra dentro del seguimiento del Maestro: también a vosotros os perseguirán los hijos de la sinagoga. Pero también es la prueba del triunfo de la gracia purificadora o, en frase teresiana, de que «la verdad padece pero no perece».

c) Como el Padre entra en el mundo en la persona del Hijo, reconciliando a todos consigo y entre sí, y la comunidad creyente, que él instituye y crea y que se confía al Espíritu, es enviada al mundo para ser como levadura en la masa, la gracia asumida remite al mundo, no saca de él, ni embarca en una fuga del mundo que no sea huida con él adelante (J. B. Metz, 1970). El Vaticano II ha sentado con precisión los principios y el horizonte que mueven la actividad de la Iglesia en este campo (particularmente GS 3, sobre «La actividad humana en el mundo», y GS 4, sobre «La misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo»).

d) Elemento también configurador del santo será su carisma personal, su vocación concreta en el seguimiento de Jesús. Vocación que será algo así como el prisma, don del Espíritu, por medio del que se accede a Cristo, se hace Iglesia y se colabora en el desarrollo del mundo. Vocación que, por ser de la Iglesia y para la Iglesia, la vive en comunión y diálogo, con un sentido de parcialidad complementaria, sin aislamientos que serán siempre negativos, confesando con reconocimiento lás demás vocaciones, sustancialmente idénticas en los elementos que las constituyen, y que, por eso, se contemplan como algo propio, que afecta a la vivencia de la personal vocación propia. La preocupación por la Iglesia (2Cor 11,28), siempre desde la fidelidad a la propia vocación. Al santo no se le puede pedir que haga todo, pero sí que viva su vocación eclesial con la dimensión que le es intrínsecamente propia. Pues, lejos de atentar contra la universalidad, la particularidad vocacional es la razón de ser de aquella.

Sobre estos cuatro ejes debe buscarse y explicarse la ejemplaridad del santo en la educación catequética, el hecho revelador —revelador de la eficacia divina en la vida de una persona que nos ha precedido en la confesión de la fe cristiana—, que supone el seguimiento de Jesús para cualquier creyente en Cristo, empeñado en acoger la luz que Dios le brinda para vivir hoy, aquí y ahora, en la estela de los grandes testigos de la fe. Ejes que se descubren en profundidad y se viven en armonía desde la perspectiva teologal, en fe, esperanza y amor, estructuras intrínsecas de la existencia cristiana.


V. Recepción de los santos

Rescatar del pasado a los testigos vivientes del Viviente en la labor catequética de la Iglesia, no puede convertirse en una labor arqueológica que alumbre un ayer glorioso y compense un hoy decadente. Puesto que en la memoria de esos testigos excepcionales recordamos la obra de Dios y sus caminos, está claro que no será legítima esa memoria si no sirve de despertador de nuestra responsabilidad con la fe y con nuestro presente eclesial. Al recordar Teresa de Jesús a algunos de estos testigos —Domingo, Francisco, Ignacio de Loyola—, sacude la conciencia de sus lectores con el siguiente apunte: «Tan aparejado está este Señor a hacernos merced ahora como entonces» (Moradas V, 4, 6). Ya antes había escrito en Fundaciones: «Teman las que están por venir y esto leyeren, y si no vieren lo que ahora hay, no lo echen a los tiempos, que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo» (4, 5). ¿Qué hacemos con los santos del pasado? ¿Cómo los recibimos?

Seguir un modelo no es desandar la historia. Ni esconder la propia responsabilidad en un mimetismo cerruno, ofensivo para el mismo que se imita. El modelo no fomenta la repetición, sino que invita a la creación. Del santo nos interesa su inspiración, lo que nos sugiere para responder a la gracia hoy, en fidelidad, también crítica, a nuestro presente, de forma que seamos signos creíbles, a quienes la gracia de ser hijos en el Hijo nos llega en un momento determinado y para ese momento concreto. En los santos se dan, además, unos signos de los tiempos propios, es decir, unas acciones de Dios que nos abren a contenidos, estilos y horizontes que requieren nuestra respuesta fiel, en comunión con el patrimonio vivo que hemos recibido y con nuestros contemporáneos.


VI. La comunidad santa

Corrijo, no sé si por ahuyentar miedos atávicos, la denominación más habitual comunidad de los santos, que parece resultar de la suma de individuos santos. Comunidad santa, un nosotros que crece y se afirma en Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor (Ef 4,16). Comunidad santa de origen, sobre la que recae la responsabilidad de ser signo, presencia realmente significativa o significativamente real, de la Comunidad Trinitaria: «A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo» (GS 21).

En un momento histórico de mayor experiencia de desvalimiento personal, de ahogamiento en la propia soledad, y también de más agudo sentido comunitario, la Iglesia santa puede y debe ser respuesta a desviaciones individualistas y a esperanzas de solidaridad: Pueblo nuevo, Ciudad santa, Iglesia-comunidad de fe, esperanza y amor (LG 8), que, desde la fortaleza de la reconciliación recibida como gracia, puede y debe tutelar y promover las múltiples diferenciaciones y particularidades, comunidad de personas bien individuadas, por naturaleza y gracia vocacional, todo con vistas a la común edificación. Personas santas que son tales por la fuerza creadora de comunidad; comunidad que demuestra su vitalidad por la capacidad de engendrar personas.


VII. La vida de los santos en la catequesis

La vida de los santos puede considerarse también como una de las fuentes de la catequesis, porque «la palabra de Dios contenida en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura... resplandece en la vida de la Iglesia, en su historia bimilenaria, sobre todo en el testimonio de los cristianos, particularmente de los santos» (DGC 95).

Los santos de todos los siglos han puesto en su vida como centro a Jesucristo, centro también de toda catequesis. Por eso, «cuando la catequesis transmite el misterio de Cristo, en su mensaje resuena la fe de todo el pueblo de Dios a lo largo de la historia: la de los apóstoles, que la recibieron del mismo Cristo y de la acción del Espíritu Santo; la de los mártires, que la confesaron y la confiesan con su sangre; la de los santos que la vivieron y viven en profundidad; la de los Padres y doctores de la Iglesia que la enseñaron luminosamente» (DGC 105).

Las vidas de los santos en el ámbito de la pedagogía propia de la fe, ofrecen, con su testimonio, un ejemplo de vida creyente, en el que se puede mirar el catecúmeno, en las distintas situaciones de su vida (cf DGC 141). Y mirando a la historia de la Iglesia, «es patente el papel preponderante de grandes y santos obispos que marcan, con sus iniciativas y sus escritos, el período más floreciente de la institución catecumenal» (DGC 222).

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Maximiliano Herráiz García