VALORES MORALES GENUINOS
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SUMARIO: 1. El problema de los valores. II. Existencia y significado de los valores. III. El problema del criterio. IV. Los valores morales y la religión. V. El cristianismo y los valores morales.


I. El problema de los valores

Tratar de los valores morales exigiría, ante todo, preguntarse en qué consiste el valor en sí mismo. Problema complejo y polémico, si los hay, como indican las siguientes palabras de la excelente voz Valor, del Diccionario filosófico de J. Ferrater Mora: «Se han adoptado numerosos puntos de vista: los valores son irreducibles a otras formas, o modos, de realidad; son cualidades especiales; son productos de valoraciones humanas y, por tanto, relativos; subsisten de algún modo independientemente de las valoraciones y hacen estas posibles o, cuando menos, permiten que ciertos juicios sean llamados juicios de valor; son, o están relacionados con normas, o con imperativos; son independientes de normas o de imperativos; forman una jerarquía; no forman ninguna jerarquía, etc. La cuestión acerca de la naturaleza de los valores o, en todo caso, de las valoraciones y juicios de valor, y el carácter relativo o absoluto de los valores o de las valoraciones o juicios de valor han sido los dos temas más abundantemente tratados».

Por lo demás, el momento cultural que vivimos es muy sensible a este pluralismo de visiones; existe incluso una clara tendencia al relativismo: los valores valdrían según cómo, según cuándo y para quién, según el tiempo o la cultura... En concreto, el relativismo moral está muy extendido, y proponer hoy valores normativos de cualquier tipo resulta de ordinario sospechoso.

Sin embargo, no todo es negativo en este clima, ni mucho menos: propicia la tolerancia y remite a la individual e intransferible responsabilidad de cada persona. Por otro lado, como muy bien ha analizado Charles Taylor, ese ambiente está cruzado y determinado por la firme asunción implícita de fuertes valores morales –en buena medida llegados de la tradición cristiana–, que gobiernan la conducta mucho más de lo que aparentan las teorías: piénsese en la conciencia de la igualdad, en la necesidad de justicia para todos, en la solidaridad social...1.

Con todo, los costos pueden ser graves, incluso porque el relativismo, justo por negar la legitimidad de criterios objetivamente válidos, lleva fácilmente a su polo contrario: al absolutismo o totalitarismo; porque sin criterios objetivos, en efecto, el racista que se dedica a apalear inmigrantes tiene el mismo derecho a su opinión que el que se dedica a protegerlos, y Hitler para exterminar judíos tendría el mismo que Gandhi para defender a los parias.

Como no cabe entrar en sutilezas teóricas, vale la pena remitirse a algunas experiencias fundamentales, que permitan una orientación suficiente y realista.


II. Existencia y significado de los valores

Que la persona humana es un animal ético se admite generalmente. De ningún otro animal dice nadie que es bueno o malo en sentido moral, ni nadie pretende en serio educarlo para ello. Las teorías psicológicas que insisten en la importancia de la educación y en el rol del superego, dicen cosas importantes y deben ser tenidas muy en cuenta, pues la conciencia de los valores se forma siempre en relación con los demás. Pero no pueden —aunque a veces lo pretendan— anular este hecho fundamental, que es su condición de posibilidad.

Ya los estoicos situaban aquí la diferencia decisiva. El animal nace con una dotación instintiva, que le permite orientarse espontáneamente en la vida, pero que también le fuerza y le constriñe: es ya siempre, como dice Paul Ricoeur, «una ecuación resuelta». Mientras que el hombre nace inacabado, con una gran apertura, que en muchos aspectos lo deja irresuelto, pero que por eso mismo le permite buscar su propia orientación. El espacio que existe entre lo que el hombre es y lo que puede llegar a ser sólo puede ser cubierto con el ejercicio de su libertad y constituye el ámbito de la moralidad. La moral —que aquí, para evitar complicaciones, no distinguiremos de la ética— consiste, pues, en la construcción libre de la existencia humana auténtica, es decir, de la existencia en cuanto no determinada por la naturaleza y el instinto.

Lo impresionante de esto es que la nersona humana. previamente a cualquier esfuerzo o decisión por su parte, se encuentra llamada y capacitada para hacerlo como la tarea fundamental y decisiva de su vida. No se trata de un impulso meramente aleatorio, sino que es experimentado como llamada que obliga, al tiempo que capacita: como un deber ser; de suerte que, si no se cumple, suscita no sólo la insatisfacción y aun la angustia íntima —la culpa como «situación-límite» (K. Jaspers)—, sino también la repulsa social. Tampoco es una moción ciega, sino que se percibe como impulso orientado, como voz de la conciencia, que no admite cualquier cumplimiento como igualmente válido: hay opciones que desvían, disminuyen o destruyen el propio ser, mientras que otras lo expanden, realizan y plenifican de algún modo.

Se trata de la experiencia moral, una experiencia primaria, que se impone por sí misma y lleva en sí su propia justificación inmediata: de auténtico «pequeño milagro» habla Paul Valadier, quien recuerda que Rousseau hablaba de «instinto divino». Igual que sucede con los colores y la vista, a un ser sin experiencia moral resulta imposible explicársela, y para el que la tiene resulta evidente sin más explicaciones, pese a cualquier teoría en contra, por alambicada que se presente. Husserl con su «principio de todos los principios» —todo lo que se nos brinda en una intuición originaria tiene derecho a ser tomado por sí mismo y según su propia modalidad2— muestra su legitimidad filosófica contra toda actitud positivista. La relación moral con la realidad, que nos permite ver unas cosas como (más o menos) buenas o como (más o menos) malas, pertenece a nuestra especificidad humana y es factor constitutivo en nuestra realización. Por eso cabe afirmar que la realidad ha resuelto ya por sí misma, de antemano, la famosa «falacia naturalista» de Hume —supuesto paso indebido del ser al deber ser—, pues el deber ser aparece ya incluido en el ser humano, justamente como su modo de ser.

Sin necesidad de ulteriores precisiones, se comprende entonces el significado fundamental de los valores morales: tomados en sentido positivo, representan los modos de realización humana libre, tanto individual como en la relación con los demás; tomados en sentido negativo, son aquellos que la estorban. Por eso calificamos de buenas las acciones o conductas que fomentan una realización verdadera y auténtica, y de malas las que apartan de ella. (Ya se ve, de todos modos, que en estas cuestiones no puede pretenderse una definición estricta: como en toda experiencia primaria, su significado se descubre justamente en ella, y sólo en ella puede descubrirse, igual que sólo es posible captar un color en el acto mismo de percibirlo).


III. El problema del criterio

Que exista el pequeño milagro de esta capacidad en nosotros no significa que todo esté claro en la comprensión, ni que todo sea fácil en la ejecución. Justo por remitir a la libertad, se trata de un ámbito nunca asegurado, en perenne construcción, y que precisa todo el compromiso de la persona. ¿Cómo distinguir unos valores de otros? ¿Cómo saber en cada caso cuáles son los valores morales genuinos? Las teorías se multiplican también en este punto. Dejando de lado posturas extremas como la de Sartre (al menos del primer Sartre), que pretenden que los valores son creación absoluta de una libertad sin pautas ni condiciones, también aquí conviene centrarse en lo elemental (que es asimismo lo fundamental).

Clara es la existencia de la llamada o exigencia moral, tan bien subrayada en el tú debes de Kant. Es lo que constituye el aspecto fuerte e innegable de todas las éticas formales o deontológicas (aquellas que lo centran todo en torno a la fidelidad al deber, sin atender a las circunstancias ni a las consecuencias). Su grandeza está en el acento de la intención, en la decisión incondicional de ser buenos, de realizar los valores morales: por eso para Kant lo único absolutamente bueno es una buena voluntad. Su límite es el rigorismo, que puede caer en un deber por el deber, sin atender a las consecuencias.

De ahí que resulte muy difícil negar la necesidad de criterios más concretos, que, atendiendo a las consecuencias de las acciones, permitan discernir qué contenidos de las mismas permiten alcanzar una realización humana auténtica. Son las éticas materiales o teleológicas, cuya fuerza está en su carácter realista y humano. Su dificultad está justamente en determinar el tipo de realización auténtica, en qué consiste de verdad una vida buena: no es lo mismo centrar esta en el placer sensible o en el acaparamiento egoísta del poder sobre los demás, que en una integración espiritual atenta a valores como la ternura, el servicio o la justicia. De todos modos, hay un amplio espacio donde el acuerdo resulta bastante fácil: todos comprendemos que no se puede matar sin más a otra persona, y que el robo o la mentira sistemática degradan a quienes los practican.

La dificultad se anuncia cuando hay conflicto de valores y, sobre todo, cuando no es fácil discernir entre varios cuál es el mejor. Algo con lo que, de suyo, hay que contar a priori, y que nunca tendrá una solución acabada, puesto que la vida humana es por esencia construcción siempre abierta. Por eso resulta muchas veces indispensable el método de la prueba y el error, y más de una vez será preciso resignarse a una opción que no puede aspirar a la seguridad completa; puede incluso llevar, en ocasiones, a situaciones trágicas.

Por fortuna, esa inseguridad objetiva no priva a la acción de su moralidad, pues lo que esta exige es tan sólo la decisión incondicional de la buena voluntad; algo que antes de Kant estaba ya enérgicamente indicado en la doctrina medieval: que, en definitiva, lo único que obliga absolutamente es la conciencia sincera, incluso la errónea3. Lo que sí impone es la búsqueda honesta y siempre renovada. De ahí la necesidad para el individuo de la educación progresiva, del diálogo libre y crítico entre las distintas propuestas e, históricamente, la apertura al descubrimiento de nuevos valores con el avance de la cultura: así, por ejemplo, hoy nos resulta impensable la esclavitud, aparece con evidencia cada vez más unánime la igualdad entre el hombre y la mujer y aumenta el número de los que ya no aceptan la pena de muerte.

Este es uno de los puntos donde con más urgencia se plantea la relación entre la religión y los valores morales.


IV. Los valores morales y la religión

La religión tuvo siempre un gran papel en la formación de la conciencia moral, y para muchos sigue teniéndolo en la actualidad. Pero la evolución cultural obliga hoy a resituar con sumo cuidado el lugar preciso de su influjo. La cuestión se presenta en una tensión polar.

Es evidente que, de hecho, la mayor parte de los valores morales se han forjado en el seno de la conciencia religiosa o bajo su influjo. Las pautas de la conducta moral se presentaban como mandamientos divinos, y su formulación y tutela correspondían a las comunidades religiosas. Pero en Occidente, a partir de la Ilustración se ha producido una quiebra decisiva: el trauma de las guerras de religión, el peso institucional de una Iglesia poderosa, y la impresión (muchas veces, también la realidad) de que se oponía al descubrimiento de nuevos valores morales, llevaron a una parte importante de la cultura a sentir la moral religiosa como opresiva. Kant elevó la protesta –ya muy generalizada– a rango especulativo cuando habló de heteronomía, y proclamó frente a ella la necesidad de una moral autónoma, es decir, de una moral que el hombre se da a sí mismo por medio de su razón práctica.

Se hacía indispensable una mediación, que permitiese conciliar los extremos sin mermar ni la justa autonomía humana ni la justa autoridad de la religión. Aunque las reflexiones clásicas en torno al problema de la ley natural ofrecían indicaciones importantes, no fue tarea fácil. Hoy se ha avanzado mucho hacia una posible reconciliación.

La distinción entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de los valores morales, permite, por una parte, admitir el hecho y la legitimidad del influjo histórico de las religiones y, por otra, reconocer la autonomía de los contenidos así descubiertos. El ejemplo sencillo de la educación moral del individuo puede aclararlo mejor que muchas especulaciones. Lo normal es que el niño descubra las pautas morales porque se las enseñan sus padres y educadores. Le llegan, pues, de fuera: sigue unas normas porque se las mandan, hasta el punto de que muchas veces las vive como una dura imposición heterónoma. Pero si el crecimiento es normal, el muchacho, y más todavía el adulto, llegan a comprender por sí mismos la justificación de esas normas, que ahora asumen autónomamente. Del mismo modo hoy se ha ido imponiendo con evidencia creciente la autonomía de los valores morales con respecto a la religión. Una conciencia religiosa madura comprende que estos no son buenos porque se le mandan (dejemos ahora la cuestión de si esta palabra debiera usarse o no en el lenguaje religioso), sino que se le mandan porque son buenos.

Resulta significativo que ya Kant logró la formulación exacta al definir la religión como el «conocimiento de todos los deberes como mandatos divinos, no como sanciones, es decir, órdenes arbitrarias y por sí mismas contingentes de una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de toda voluntad libre por sí misma»4. Dejando ahora de lado el estrechamiento reduccionista –la religión es también eso, pero lo decisivo está en que es más que eso–, este planteamiento resulta enormemente clarificador, porque la relación indicada no es algo recluido en el pasado, sino que indica una dialéctica permanente. Lo único que ha cambiado es acaso la proporción: el pluralismo cultural ha hecho que al lado de la religión cobrasen más importancia otras instancias en la constitución de la conciencia moral.

De entrada, esto ha sido duro para la religión, que tuvo que aprender a renunciar a cualquier pretensión de monopolio. Pero, al mismo tiempo, le ofrece la oportunidad de poder centrarse mejor en lo más específicamente suyo. Algo que vale tanto por el costado formal de la obligación como por el objetivo de los valores.

a) En el primero aparece en dos dimensiones fundamentales: 1) en la de fundamentación última, es decir, no ya del contenido de los valores morales, sino de la razón formal de nuestro deber de seguirlos: «ya veo en qué consiste ser bueno en este caso concreto –puede pensar alguien–; pero ¿por qué he de serlo y no más bien malo?». El Faktum der Vernunft de Kant –el hecho primero de sentirme obligado al deber– es grandioso, pero insuficiente. Un faktum como tal, aun cuando psicológicamente se anuncia de manera imperativa e incondicional, lo hace por fuerza en una conciencia finita y situada, es decir, en una conciencia que, por sí misma, no puede asegurar sin más la absolutez. Freud mismo lo confiesa abiertamente: «Si me pregunto por qué siempre me he esforzado, honestamente, en preocuparme de los demás y de ser bueno con ellos en lo posible, y por qué no lo he dejado, cuando he notado que con ello se sufre y le machacan a uno, porque los otros son brutales, y no fiables, entonces no sé dar ninguna respuesta»5. Hay otras respuestas, claro está; pero la persona religiosa sólo encuentra en Dios aquella que le satisface últimamente. 2) En la de sentirse ayudado a afrontar la dificultad que muchas veces implica el seguimiento de los valores morales (también aquí es significativo que Kant haya visto estas dos funciones: el postulado de Dios como garante de la coherencia última del tú debes y la interpretación de la gracia como ayuda para superar el mal radical están en esta dirección).

b) Por el segundo costado, el de los valores, sigue teniendo un rol más limitado, pero importante. Porque el descubrir los valores genuinos y justificar su validez sigue siendo tarea difícil. El contexto religioso, tanto por su rica experiencia histórica como por el horizonte de sentido que abre –sin negar que también ha inducido y puede inducir deformaciones–, constituye un medio propicio para el descubrimiento ético y moral. Cabe incluso señalar cómo muchas veces el razonamiento moral resulta más fácil dentro del juego lingüístico religioso: comprender que todos debemos comportarnos bien con los demás porque, siendo hijos de Dios, todos somos hermanos, resulta de ordinario más fácil y convincente que hacerlo desde la consideración abstracta que se apoya en la identidad de la naturaleza humana.

Pero fijémonos bien: se trata sólo de un proceso de descubrimiento. De suyo, la consecuencia, expresada así, sólo se comprende y tiene valor dentro del juego lingüístico de la religión. En rigor, para que tenga validez ética o moral, tiene que poder dar sus razones en ese ámbito y traducirse a su peculiar juego lingüístico.

La ventaja enorme de esta nueva situación es que así propicia un auténtico diálogo en favor de la humanidad. La religión no puede acudir a su autoridad para hacer propuestas morales, sino que debe dar razón de las mismas. Pero por eso mismo tiene también derecho a que sean escuchadas y, en la medida en que se demuestren válidas, contribuyan a la creación del nuevo universo moral.


V. El cristianismo y los valores morales

Lo dicho acerca de la religión en general vale también para el cristianismo, como lo ha reconocido de manera expresa el Vaticano II: «La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres, para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad» (GS 16). Del mismo modo, lo que ahora se diga del cristianismo no pretende la exclusividad. Simplemente trata de centrarse ya en lo que le caracteriza su aportación concreta.

En la visión cristiana, la raíz que lo determina todo es, sin duda, la idea de creación por amor. Esta es una acción infinitamente transitiva, volcada única y exclusivamente en el bien de lo creado. Ya Platón y Aristóteles habían reaccionado contra un dicho común en su tiempo, insistiendo en que Dios «no tiene envidia» de la felicidad humana. Y ciertamente el Dios de Jesús ha creado al hombre y a la mujer para que, unidos a él, pudiesen participar en su plenitud y felicidad infinitas. Sólo en la gloria podrá alcanzarse la culminación. Pero ya ahora todo lo que ayude a su realización integral –cuerpo y alma, individuo y sociedad– responde a la intención divina y prolonga su creación. Dado que los valores morales forman parte fundamental de esa realización, para el creyente existe equivalencia plena entre cumplir la voluntad de Dios (lenguaje religioso) y trabajar en la propia realización (lenguaje moral).

Una larga historia ha traído, ciertamente, graves abusos que son reales y que la crítica religiosa ha subrayado enérgicamente. Pero basta pensar, de verdad y sin tópicos, en qué sería de la cultura sin la presencia cristiana, para comprender la inmensa aportación que ella supuso en el orden moral. Hegel ha insistido en que la dignidad absoluta de la persona, que Kant pone como fundamento de la autonomía moral, es fruto del cristianismo. A ella va unida la acentuación de la libertad mucho más allá del intelectualismo y del fatalismo griego. Igualmente, Hanna Arendt señala «el descubrimiento del hombre interior», con los valores de hondura e intimidad que ello supone. Culmina todo en el amor como valor absolutamente central; un amor profundizado más allá del eros hacia la gratuidad de la agape, algo que seguramente abre lo más finamente moral que le es dado entrever al hombre.

Teniendo en cuenta que el Dios creador es también el Salvador, se percibe asimismo la aportación o el reforzamiento único de otros valores tan decisivos como la dignidad del pobre y el desvalido, con la elevación de la compasión y el servicio a categorías morales decisivas (Nietzsche supo verlo muy bien, y los excesos a los que le lleva su intento de subversión muestran, por contraste, la grandeza de la misma). Como Salvador, Dios es también el que abre los valores del perdón: hacia los demás hasta «setenta veces siete», es decir, sin límites; y también hacia uno mismo (que, como Paul Tillich ha indicado, resulta acaso más difícil), librando de la angustia y rompiendo el círculo de la culpabilidad: aunque la propia conciencia condene, «Dios está por encima de nuestra conciencia» (lJn 3,20).

No es preciso, ni acaso sano, empeñarse en insistir en que lo específicamente cristiano deba ser distinto o aparte de lo no cristiano. Incluso hay que afirmar que en cuanto moral todo lo descubierto en el cristianismo está abierto en principio a la razón práctica humana, y que es bueno que vaya siendo apropiado y justificado por esta: la secularización de los valores morales del cristianismo es legítima y deseable, puesto que ayuda a la realización humana. En su vivencia, el cristiano tiene la suerte de vivirlo «en la alegría de los pronombres» (Salinas), es decir, en relación consciente con Dios, sintiéndose así apoyado en gracia y animado en esperanza. También aquí Kant, el gran moralista de la autonomía y de la austeridad de los valores morales, supo verlo, al situar en la religión el claro lugar de su realización en la esperanza.

NOTAS: 1. TAYLOR C., Las fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996. – 2 WALDECK P. H., Ideen I, 24 (trad. esp.: Ideas, Círculo de Lectores, Madrid 1976). – 3. Santo Tomás, como es bien sabido, llega a afirmar: «Por lo tanto es necesario decir que la conciencia, sea recta, sea errónea, sea en cosas de suyo malas, sea en las indiferentes, es obligante; de suerte que quien obra contra la conciencia, peca» (Quodl. 3, q. 12, a. 2). Cf I-II, q. 19, a. 5-6: se atreve a decir que si la razón (ética) propusiese como mala la fe en Cristo, sería pecado creer en él (ib, q. 5 c). – 4. KPV A 233 (Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca 1994, 160; cf también La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 19955, 150; cf 104. 111, con las notas correspondientes). – 5. Carta a J. J. Puntam, 5 de julio de 1915 (cit. en H. KÜNG, Projekt Weltethos, Munich 1990, 66); cf sus descorazonadoras razones contra la obligación de amar y perdonar en El malestar de la cultura, en Obras completas VIII, Madrid 1974, 3044-3046. Sobre diversos intentos actuales de fundamentación cf A. CORTINA, Ética sin moral, Tecnos, Madrid 1990, 98-119.

BIBL.: AA.VV., Ética y filosofía de la religión, Isegoría 10 (1994) (número monográfico); BOCKLE E Y OTROS, Fe cristiana y sociedad moderna XII, SM, Madrid 1987; CORTINA A., Ética civil y religión, PPC, Madrid 19952; CORTINA A. Y OTROS, Un mundo de valores, Generalidad Valenciana, Valencia 1996; CHAVARRI E., Perfiles de nueva humanidad, San Esteban, Salamanca 1993; FINANCE DE J., Valor, en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1206-1214; INSTITUID FE Y SECULARIDAD, Los valores éticos en la nueva sociedad democrática, Fund. F. Ebert, Madrid 1985; LÓPEZ HERRERÍAS J. A., Valores, Pedagogía de los, en FLORES D'ARCAIS G.-GUTIÉRREZ ZULOAGA I. (dirs.), Diccionario de ciencias de la educación, San Pablo, Madrid 1990, 1787-1790; LÓPEZ QUINTAS A., El conocimiento de los valores, Verbo Divino, Estella 1989; MÉNDEZ J. M., Valores éticos, Autor-editor, Madrid 1978; TAYLOR C., Las fuentes del yo, Paidós, Barcelona 1996; TIERNO B., Valores humanos, Tesa, Madrid 1992ss.; TORRES QUEIRUGA A., Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997; VALADIER P., Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1994; VILLAPALOS G.-LÓPEZ QUINTAS A., El libro de los valores, Planeta, Barcelona 1996.

Andrés Torres Queiruga