TRADICIÓN Y CATEQUESIS
NDC
 

SUMARIO: I. La tradición como principio. II. La tradición en el Nuevo Testamento: 1. Jesús y la tradición; 2. Los escritos del Nuevo Testamento. III. Momentos históricos significativos: 1. La época posapostólica y patrística; 2. La síntesis de Melchor Cano; 3. El concilio de Trento; 4. La novedad del Vaticano II. IV. La tradición en la «Dei Verbum»: 1. Tradición; 2. Tradición y Escritura; 3. Tradición, Escritura y magisterio. V. La catequesis como acto de tradición viva: 1. De la doctrina a la praxis del seguimiento; 2. Del dictado al diálogo; 3. Introducción a la Iglesia, comunidad narrativa; 4. La constante tensión entre lo viejo y lo nuevo.


El doble significado del término originario latino traditio previene ya de una comprensión excesivamente rápida, ligera o simplista de lo que ha de entenderse por tradición. En efecto, la expresión latina sirve de apoyo etimológico tanto a la tradición como a la traición. Esta ambivalencia se ha conservado, por ejemplo, en la liturgia, al hacer memoria de la última cena y traducir el verbo tradere por la acción con la que Jesús se entregó voluntariamente (cf Plegaria eucarística II) o fue entregado, es decir, traicionado (cf Plegaria Eucarística 111). Por otra parte, la advertencia de Jesús de no confundir la tradición con las tradiciones (cf Mc 7,1-23 y Mt 15,1-20) parece también apuntar en la misma dirección: se trata de un concepto especialmente delicado.

Por otra parte, el debate sobre el contenido y la identidad de la tradición no deja de ser actual, sobre todo en relación a la recepción del Vaticano II. Las tensiones entre los considerados conservadores y progresistas, los indudables intentos restauracionistas, las reformas asentadas o truncadas a medio camino, la dificultad propia de toda renovación en profundidad o el desencanto que se detecta en amplios sectores de la comunidad cristiana invitan a discernir el núcleo de la tradición cristiana. El Concilio, en palabras de Juan XXIII, se proponía recuperar la globalidad de la tradición eclesial, no sólo la de los últimos siglos, en creativa continuidad con ella, desde una actitud de apertura al mundo contemporáneo. Pero, ¿cómo integrar en la tradición cristiana la novedad del Vaticano II? ¿Cómo llevar a cabo una honda renovación de la vida eclesial en fidelidad a la tradición? En definitiva, ¿qué es la tradición y hasta qué punto resulta vinculante? ¿Cómo distinguir entre el espíritu y la letra de la tradición?


I. La tradición como principio

La tradición no constituye un fenómeno exclusivo de la vida eclesial o religiosa, sino que ha de ser entendida más bien como proceso estructurante de la existencia humana, hasta llegar a identificarse con la vida misma. Es evidente que todo ser humano nace en una cultura determinada y se inserta en una corriente de vida que le llega de sus antepasados, le relaciona con los suyos y le exige su transmisión a las generaciones futuras. Toda persona recibe un patrimonio cultural que, actualizado y enriquecido por su propia aportación, será entregado a los descendientes. Esta primera observación no es superflua, ya que permite no sólo encuadrar el principio teológico en un marco antropológico y cultural más amplio, sino que sugiere además que la tradición viva de la Iglesia se manifiesta necesariamente por medio de formas culturalmente condicionadas.

En el ámbito propiamente eclesial, la tradición surge ya desde los orígenes como una consecuencia inmediata y necesaria del carácter histórico-salvífico del mensaje cristiano. En este sentido, la tradición es una exigencia de la historicidad de la fe, que introduce a la persona creyente en la vida nueva inaugurada en Cristo.

La comprensión cristiana de la tradición como principio teológico está enraizada en la Biblia. El Nuevo Testamento toma ciertamente del Antiguo el esquema promesa-cumplimiento, pero introduce una gran novedad, que constituye justamente el criterio de distinción entre ambos Testamentos: en Jesucristo encuentran cumplimiento todas las promesas y se inaugura la etapa definitiva, de modo que lo sucedido en él tiene alcance universal (cf Rom 6,10; Heb 10,10). Desde este punto de vista, la tradición cristiana se sitúa en la tensión dialéctica entre la historia y la escatología, entre la fidelidad al origen y el afán de llegar a la meta de la unión definitiva en Cristo (cf Ef 1,10).

Tratando de sintetizar el núcleo del principio cristiano de la tradición, puede afirmarse que se trata de la autocomunicación definitiva de Dios en Jesucristo, que se actualiza permanentemente en la Iglesia por la acción del Espíritu. Por ello, la Iglesia, obra y sacramento de la Palabra hecha carne, se entiende a sí misma como comunidad hermenéutica, encargada de discernir esa Palabra a lo largo de la historia bajo el impulso del Espíritu.


II. La tradición en el Nuevo Testamento

1. JESÚS Y LA TRADICIÓN. El testimonio de los evangelios es unánime al presentar a Jesús como un hombre profundamente enraizado en la tradición de su pueblo y a la vez enteramente libre y soberano ante ella. En cualquier caso, la tradición ha de ser discernida desde una perspectiva más englobante: el cumplimiento de la voluntad del Padre. Así, Jesús acoge la tradición del Antiguo Testamento en la medida en que expresa la voluntad salvífica de Dios, va al fondo de ella y, en su nombre, se opone con toda firmeza a acepciones de esa tradición que, olvidando su sentido original, acaban esclavizando y destruyendo a la persona (cf Mc 2,27; 3,1-6; 7,1-23; 10,2-9; Mt 23,1-33).

La actitud profética de Jesús ante la tradición del Antiguo Testamento llega hasta el extremo de proponerse él mismo como criterio de autenticidad: «Hoy se cumple ante vosotros esta Escritura» (Lc 4,21). Esa postura, expresada también por medio de las antítesis del Sermón del Monte (Mt 5,21ss.: «Sabéis que se dijo... Pero yo os digo»), coloca a Jesús en una situación tensa y conflictiva, que acabará en la cruz. En ella se entrega definitivamente a la voluntad del Padre y acaba siendo él la tradición. La cruz y la resurrección serán desde entonces el origen, el contenido y el criterio fundamental de discernimiento de toda tradición entendida cristianamente, como lo atestigua el apóstol Pablo de modo telegráfico (cf 1Cor 15,1-7).

2. Los ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO. El Nuevo Testamento es ya un acto de la tradición: la absoluta novedad del acontecimiento pascual sucede «según las Escrituras». Esta preocupación por mostrar la concordancia del mensaje cristiano con la tradición del Antiguo Testamento está permanentemente presente en la elaboración de los escritos neotestamentarios. En definitiva, «era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria» (Lc 24,26). El relato de los discípulos de Emaús resulta ejemplar para entender la originalidad del Nuevo Testamento como consumación y clave de lectura del Antiguo. Así, continuidad y ruptura constituyen los dos polos de la comprensión cristiana de la tradición, ya desde los inicios. Dicho de otro modo, desde una perspectiva eclesial, la fidelidad a la tradición ha de conjugarse a la vez en pasado y en futuro. La Escritura, que para las primeras comunidades cristianas no es más que el Antiguo Testamento, ha de ser examinada y transmitida a la luz del acontecimiento pascual. El Nuevo Testamento, por tanto, surge por una parte como testimonio de la radical novedad inaugurada en Jesucristo y, por otra, como interpretación cristológica y eclesial del Antiguo.

a) Del Nuevo Testamento no cabe esperar, evidentemente, un tratamiento sistemático de la tradición, sino más bien un testimonio paradigmático de la misma. Ya el mero hecho de la existencia de cuatro evangelios ayuda a entender la tradición como acontecimiento plural. En esta línea, el evangelio de Mateo, ya desde sus primeros versículos, trata de mostrar machaconamente que en Jesús de Nazaret llega a su culmen la tradición judía. Las numerosas alusiones a los profetas y a los salmos buscan fundamentar lo nuevo en lo antiguo, de un modo armónico y a la vez creativo (cf 1,23; 2,6.18.23; 3,3.17; 4,15-16; 8,17; 10,35; 11,5.10; 12,17; 13,35; 15,8-9; 17,5; 21,5.42; 24,29-31; 26,56 y 27,9 como pasajes más llamativos).

b) El testimonio de Marcos, que se sitúa en el tránsito de la tradición oral a la escrita, trata de sintetizar el «evangelio de Jesucristo» (1,1) y, para ello, enlaza desde el comienzo con la tradición profética (cf 1,2-3). Todo el texto está enmarcado entre dos confesiones de fe: la del centurión al pie de la cruz (cf 15,39) y la del redactor del evangelio (cf 1,1), expresando así que el relato introduzca al creyente en la corriente viva de la tradición.

c) La intención de Lucas se hace patente desde el comienzo de su evangelio: ordenar los acontecimientos en fidelidad a los primeros testigos (cf 1,1-3). Ya desde el inicio de la vida pública presenta a Jesús como aquel en quien culmina la tradición profética (cf 4,16-21). Su evangelio, caracterizado como mensaje de misericordia, muestra la presencia definitiva del Dios misericordioso del Antiguo Testamento en Jesús. Con todo, la aportación más original de Lucas a la comprensión de la tradición aparece en los Hechos de los apóstoles. El libro va desvelando el acontecimiento de Jesús, a la luz del Espíritu, en contacto con las diferentes culturas, hasta el punto de constituir un punto obligado de referencia para toda evangelización inculturada.

En este relato de los primeros pasos de la misión de la Iglesia, cabe destacar dos elementos fundamentales en relación con la tradición: 1) el sujeto es la Palabra que se extiende por la acción del Espíritu (cf 2,47; 9,31; 12,24; 13,4.49; 16,7; 19,20; 20,22; 21,19); 2) el contenido de la tradición, es decir, el mensaje que se trata de transmitir, no es abstracto ni uniformemente formulado, sino que se inserta en cada tradición cultural y religiosa de modo peculiar, en diálogo crítico con ella (cf 13,16-41 y 17,22-31, donde puede compararse la diferente transmisión de la misma verdad salvífica en un entorno judío y en otro griego).

d) Los escritos joánicos, por su parte, aun utilizando un lenguaje muy diferente al de los sinópticos o al de Pablo, subrayan lo mismo: Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios entregada a la humanidad (cf 1,1). Toda su existencia ha de ser considerada como plena comunicación de Dios (cf 1,18). Por ello es Jesús en el evangelio de Juan «agua viva» (4,10), «pan de vida» (6,48), «palabra de vida» (6,68) y «luz del mundo» (8,12). Ahora bien, el anuncio de este mensaje de vida será permanentemente actualizado por la acción del Espíritu, que, tomando de la palabra y la obra de Jesús, irá orientando a los suyos hacia la verdad completa (cf 16,13-15). Según el lenguaje de las cartas, Jesucristo manifiesta de una vez por todas la realidad de un Dios que es amor y, por tanto, sólo sabe amar (cf 1Jn 4,7-16). Ahora bien, ese mensaje de salvación ha de transmitirse por medio de la experiencia del propio enviado: la tradición no se lleva a cabo por medio de entendidos, sino de testigos que dan fe de la palabra de vida y llaman a la comunión con ella (cf lJn 1,1-7).

e) Pablo es quien, en el Nuevo Testamento, se refiere con más detalle a la tradición. Basa la propia identidad y la de los demás apóstoles en el hecho de ser testigos de la Palabra revelada y garantes de su transmisión auténtica. Aparece ya, por tanto, la apostolicidad como criterio de autenticidad de la tradición. Aquí hay que hacer notar que en la mentalidad paulina no sólo son apóstoles los doce, entendidos como los primeros testigos de la resurrección, sino también quienes son enviados por el Señor a difundir la Palabra y están en plena comunión con el testimonio de los orígenes. Pablo no ha convivido con Jesús, pero lo que él anuncia coincide con lo que a su vez ha recibido de los primeros testigos (cf lCor 11,23-25; 15,1-7), como ya se ha encargado él mismo de contrastar (cf Gál 2,1-10). Así se explica que la tradición apostólica pueda exigir la plena adhesión del creyente (cf Rom 6,17).

En Pablo aparece más claro que en ningún otro apóstol que la evangelización consiste en interpretar y explayar la acción salvífica de Dios de modo inteligible para los diversos grupos humanos. Si el primer anuncio en torno a la comunidad de Jerusalén se expresa preferente y casi exclusivamente en el marco de las promesas veterotestamentarias, a Pablo le toca inculturar el mensaje en el mundo helenista. Se convierte así en un transmisor fiel y a la vez crítico, que no cesa de alertar sobre el peligro de confundir la tradición con sus mediaciones: ni siquiera el primer testimonio apostólico se identifica con el acontecimiento salvífico mismo. Ello no viene más que a verificar y subrayar que el Señor vive en todo tiempo y lugar y que ha de ser anunciado y testimoniado de modo renovado, en comunión con la Iglesia. Así se explica que Pablo, siguiendo el ejemplo de su Señor, busque el visto bueno de los demás apóstoles y de la comunidad judía y, a la vez, se oponga a toda reducción o anquilosamiento del mensaje en moldes tradicionalistas judíos (cf Gál 2,11-18; He 15,1-29).

En síntesis, el Nuevo Testamento da testimonio de que la Iglesia está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas y tiene a Jesucristo como piedra angular (cf Ef 2,20; Mt 16,18; Ap 21,14), es decir, como norma suprema de toda tradición.


III. Momentos históricos significativos

1. LA ÉPOCA POSAPOSTÓLICA Y PATRÍSTICA. La desaparición progresiva de los contemporáneos de Jesús planteó la cuestión de la consolidación y de la custodia de la tradición apostólica. Fruto de ello fue el Nuevo Testamento, que quedó fijado definitivamente tras un laborioso proceso en el que la comunidad cristiana, tras haber contrastado cuidadosamente los diferentes escritos de la primera época, reconoció algunos de ellos como testimonio auténtico de la tradicion apostólica y, por tanto, como norma última de fe y de vida cristiana, vinculante para toda la Iglesia.

Con todo, la redacción y elaboración de los textos no pretendía agotar la tradición, sino presentar un núcleo que, por el hecho de estar consignado por escrito, era menos manipulable que lo oralmente transmitido. Así se explica también el grado supremo de normatividad asignado a la Escritura.

La generación inmediatamente posterior a la apostólica conoce también una modificación de las preocupaciones de la comunidad cristiana. Mientras la primera época había estado fuertemente marcada por la contemplación del Señor resucitado y su inminente venida, poco a poco llega a ser predominante el interés por conocer al detalle la existencia terrena de Jesús y la experiencia de quienes le acompañaron. En ese contexto surgieron las primeras desviaciones y disputas, con especial mención de la gnosis, que apelaba a una secreta revelación. En tales circunstancias se hacía necesario distinguir entre la auténtica y la falsa tradición. Para ello, no sólo se apeló a la Escritura, sino que se introdujo un elemento nuevo en la estructura eclesial: el ministerio ordenado como instrumento destinado a garantizar una transmisión auténtica e íntegra de la tradición. La sucesión apostólica se convertía, por tanto, en expresión, medio y criterio de continuidad de la tradición. No se trataba de erigir una nueva autoridad formal, sino de mantener la normatividad de la tradición apostólica, que pronto iba a ser denominada regla de la fe.

La expresión regula fidei se encuentra por primera vez en Ireneo de Lyon, quien también utiliza la expresión regla de la verdad. Se refiere al legado confiado por Cristo a los apóstoles, que a su vez fue fielmente transmitido por estos y sus sucesores de modo normativo y vinculante para la Iglesia. No se trata de una regla o verdad añadida, sino del contenido mismo de la predicación apostólica. Fue un primer canon que sirvió de guía al de las Escrituras y más tarde fue expresándose en los símbolos de la fe.

Una de las preocupaciones fundamentales de la época patrística fue también la de asegurar la tradición apostólica como norma de la fe. Para ello se fue desarrollando una praxis de búsqueda y descubrimiento de la verdad salvífica, que se encuentra sintetizada en la obra Commonitorium del monje galo Vicente de Lérins. Aparecía así una convicción que, en la historia de la Iglesia, se iría desplegando con mayor o menor intensidad: que la verdad es inseparable del proceso de su búsqueda. Vicente de Lérins se fija en la actuación de la Iglesia a la hora de resolver las desviaciones donatistas, arrianas y nestorianas, para deducir de ahí los criterios de autenticidad de la tradición. Ante el donatismo, la Iglesia había apelado a la fe de la totalidad (universitas); en el caso del arrianismo había argumentado desde la tradición más antigua formulada en Nicea (antiquitas), y para hacer frente al nestorianismo, se había basado en el consenso de los Padres (consensio). De dicha praxis eclesial extrae el monje galo su principio: en la Iglesia católica ha de observarse lo que ha sido creído en todo lugar, siempre y por todos (quod ubique, quod semper, quod ab omnibus).

Si en el plano criteriológico cabe reducir la triple clasificación anterior a dos elementos fundamentales (consenso diacrónico con la antigüedad, o apostolicidad, y consenso sincrónico con la universalidad o catolicidad), resulta que la época patrística, junto a la apostolicidad indiscutiblemente admitida, resalta el valor de la catolicidad, entendida como consenso entre las Iglesias locales. Con todo, no habría que olvidar la importancia del consenso eclesial de cada momento histórico, como impulso del Espíritu en la búsqueda de la verdad salvífica.

2. LA SÍNTESIS DE MELCHOR CANO. La obra De locis theologicis, de Melchor Cano, ha ejercido un influjo notable en la historia de la teología en general y en el tratamiento de la tradición en particular. En ella, el autor trata de recoger las normas y criterios de la tradición desarrollados por la Iglesia de los primeros siglos. Por lugares teológicos entiende aquellas instancias que acreditan la fe cristiana y permiten descubrir y valorar sus contenidos más fundamentales.

El teólogo dominico distingue diez instancias, de las cuales siete son específicas de la teología, y las otras tres (la razón, la filosofía y la historia), desempeñan un papel subsidiario. El fundamento indiscutible de la fe se encuentra en la divina revelación, consignada en la Escritura (1) y en la tradición oral de Cristo y de los apóstoles (2): ambas son lugares teológicos constituyentes. Las demás instancias, consideradas declarativas, tienen la función de interpretar o de extraer las consecuencias de las dos primeras y se refieren a órganos eclesiales: la Iglesia en su totalidad (3), los concilios (4), la Iglesia de Roma con el papa (5), los santos Padres (6) y los teólogos (7).

Salta a la vista la extraordinaria importancia que otorga Melchor Cano a la Iglesia como sujeto elaborador y transmisor de la tradición. La Escritura está por encima de la Iglesia, pero esta, anterior a aquella, es la que ha decidido el alcance del canon y garantiza la auténtica interpretación de los libros sagrados. Esta garantía no se da únicamente por consenso, sino también por medio de decisiones de alcance jurídico, ya que el Espíritu actualiza permanentemente la palabra de Dios en la conciencia de la Iglesia y de sus miembros. La revelación y su transmisión por parte de la Iglesia son dos coordenadas de una misma realidad indisoluble, que, como tales, se condicionan y se exigen mutuamente.

Aun concediendo un papel primordial al magisterio jerárquico, Melchor Cano mantiene la convicción de los primeros siglos, en el sentido de que es la Iglesia en su totalidad la portadora primordial de la tradición. En ella cabe diferenciar sujetos y la dificultad está, como lo prueba sobradamente la historia, en el modo de armonizar las funciones y el grado de certeza y, por tanto, de normatividad de cada uno de ellos.

El gran valor de la síntesis de Melchor Cano reside en el hecho de tomar como punto de partida una gran pluralidad de lugares teológicos, que no pueden ser tomados de modo aislado y, por eso mismo, no pueden ser absolutizados individualmente. Con ello, da cuerpo teológico a la convicción de que la tradición es un fenómeno resultante de la interacción de varios elementos, cada uno con identidad propia y a la vez necesitado de la complementariedad de los demás.

3. EL CONCILIO DE TRENTO. Uno de los principios de la reforma propugnada por Lutero apelaba a la prioridad absoluta de la Escritura frente a toda otra tradición: lo que no podía probarse recurriendo a la Biblia no debía poseer el mismo grado de validez en la vida de la Iglesia y debía ser contrastado desde el Evangelio..

Esta pretensión se explica en buena parte desde una situación eclesial, en la que a menudo se apelaba exageradamente a la tradición, como principio legitimador de prácticas y costumbres necesitadas de reforma. La crítica protestante encontraba, por tanto, un punto de apoyo en una apologética inmune a todo intento de reforma.

En estas circunstancias, el concilio de Trento, que se entendió a sí mismo como gran proyecto de reforma, se vio obligado a profundizar en el origen y desarrollo de la vida de la Iglesia, y así aclarar el sentido del canon escriturístico y de la tradición. El Concilio abordó esta problemática en el Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis (DS 1501-1505), dejando clara desde el comienzo su intención: conservar íntegramente el evangelio en la Iglesia.

El texto conciliar subraya que el evangelio, anunciado por Jesús y predicado por los apóstoles como fuente de toda verdad salvífica, está contenido como verdad de fe y como norma práctica de conducta en los libros sagrados y en las tradiciones no escritas. Estas se entienden como recibidas directamente de Cristo por los apóstoles, o introducidas por ellos mismos por inspiración del Espíritu y transmitidas de generación en generación. Tanto la Sagrada Escritura como las tradiciones reciben por parte de la Iglesia el mismo respeto y reverencia.

El equilibrio verbal de la formulación tridentina no pudo evitar que su recepción en la teología estuviera marcada por la teoría de las dos fuentes de la revelación: Escritura y tradición. Esta última se entendió más como elemento autónomo, que debía completar la insuficiencia material de los libros sagrados, que como criterio de interpretación y de aplicación creativa de la verdad salvífica, contenida ya de modo suficiente en ellos.

Ya en los años anteriores al Vaticano II se moderó el debate entre católicos y reformados. Los estudios sobre el concilio de Trento fueron mostrando que la asamblea conciliar no había tratado tanto de separar la Escritura y la tradición cuanto de buscar su complementariedad. Por otra parte, las investigaciones exegéticas probaban que no cabía pensar en el nacimiento de la Escritura independientemente de la tradición, sino que se situaba en el marco de esta. Si el Nuevo Testamento había nacido en el seno de la corriente de vida, lenguaje y pensamiento de la tradición, no se podía entender de modo aislado al cauce que lo hizo posible. Ciertamente, el debate no está zanjado, pero cada una de las posiciones tradicionales admite elementos de la otra: la teología protestante admite la necesidad de una interpretación de la Escritura, mientras que la posición católica otorga clara primacía a la Escritura, y reconoce que la tradición no constituye una fuente paralela ni independiente.

Con todo, en el fondo del debate entre la posición católica y la protestante no late tanto la cuestión de la relación entre Escritura y tradición cuanto la más englobante de la vinculación entre Iglesia y Escritura. En efecto, mientras la teología protestante se basa en la independencia y soberanía de la Escritura con respecto a la Iglesia, la comprensión católica, al ver en la fe de la Iglesia la clave hermenéutica de la Biblia, sólo puede aceptar una independencia relativa entre ambas realidades y partir de su radical inseparabilidad: la Sagrada Escritura es tal en cuanto aceptada por la Iglesia. Esta se define como oyente de la Palabra y, en ese sentido, sometida a ella; pero a la vez como la instancia que ha decidido qué libros deben ser tenidos por sagrados.

4. LA NOVEDAD DEL VATICANO II. El Vaticano II realiza una recepción creativa del tridentino (cf DV 1), y con ello abre nuevas perspectivas a la comprensión de la tradición. Ello no es debido única ni principalmente a sus afirmaciones sobre la tradición en la constitución dogmática Dei Verbum, sino al nuevo horizonte eclesiológico que ofrece el acontecimiento conciliar. El mayor servicio del Vaticano II en este sentido viene dado por su intento de recoger y poner al día toda la tradición de la Iglesia, no sólo la de los últimos siglos, tal como lo expresó Juan XXIII en su discurso de apertura. El Concilio fue siendo cada vez más consciente de que «toda renovación de la Iglesia consiste en un aumento de la fidelidad a su vocación» (UR 6), y que el medio principal no era sino la permanente renovación (cf LG 4, 7-9, 15; GS 21, 43). Por ello, antes de pasar a los textos que se refieren explícitamente a la tradición, conviene colocarlos en el contexto que los posibilitó.

La caracterización de la Iglesia como pueblo de Dios (cf LG 10, 12 y 35) ponía de manifiesto que toda la comunidad eclesial era depositaria y sujeto agente de la tradición. Ello ensanchaba el horizonte que desde Trento tendía a identificar a la Iglesia con sus ministros, y adjudicaba la función de transmitir la tradición únicamente al magisterio eclesial. Ya no cabe pensar por separado en sujetos activos y pasivos, en maestros y oyentes, en portadores y destinatarios del mensaje, sino que toda la Iglesia es el sujeto primero que anuncia el evangelio y lo actualiza mediante el testimonio de su vida, y celebra la muerte y resurrección del Señor Jesús. Toda la comunidad se pone a la escucha de la Palabra, celebra la eucaristía y ordena su vida a la luz del evangelio.

De un modo convergente, la comprensión de la Iglesia como sacramento (cf LG 1, 9, 48 y 59; GS 42 y 45; AG 1 y 5) revelaba su identidad como receptora y anunciadora del evangelio y, por tanto, su calidad de sujeto clave de la tradición: ella transmite lo que a su vez recibe. Además, al entenderse la Iglesia a sí misma como comunión de Iglesias locales (cf LG 23), cada una de estas se convertía en sujeto del ser y del quehacer eclesial y, por tanto, de la tradición, en cada contexto histórico y cultural.

Por otra parte, la perspectiva ecuménica del Concilio (cf LG 8) y su afirmación de la existencia de un «orden o jerarquía de las verdades» (UR 11) instaban a reconocer los elementos legítimos contenidos en los planteamientos y en las tradiciones de otras Iglesias y confesiones, así como a buscar el consenso en las cuestiones fundamentales.

Con todo, lo que más influyó en el planteamiento del Vaticano II sobre la tradición fue, sin duda, la comprensión más profunda del hecho de la revelación. Como se observa en el prlmer capítulo de la Dei Verbum, el concepto utilizado por el Concilio es, en primer lugar, teocéntrico: la revelación no consiste en la manifestación de algo, sean normas o verdades de fe, sino en la autocomunicación de Dios mismo (cf DV 2, 6). Dicha revelación posee naturaleza histórico-sacramental y escatológica (cf DV 3-4): la palabra de Dios se transmite a través de testigos y testimonios históricos, que no la agotan, sino que la refieren a la plenitud final (ello confiere un carácter hermenéutico-crítico al conocimiento teológico). Finalmente, el texto conciliar concibe la revelación como diálogo amistoso entre Dios y el ser humano, lo cual otorga a este la dignidad de ser no sólo destinatario, sino también interlocutor.

En esta misma línea, Jesús no es primeramente el portador de una nueva doctrina sobre Dios y sobre la persona, sino que es la comunicación definitiva de Dios, «mediador y plenitud de toda la revelación» (DV 2; cf DV 4). A partir de él se establece una nueva relación entre sus seguidores, destinatarios de su palabra y de su acción salvadora. Esa comunidad incipiente que camina de Galilea a Jerusalén experimenta con la muerte de Jesús el fracaso, la disolución y la desbandada, pero es reconstituida por la presencia del Resucitado y el aliento de su Espíritu. En todo ese proceso inaugurado por Jesús, se van integrando los diferentes elementos de la revelación que constituyen el legado a transmitir o tradendum: la comunidad de vida y misión con el Maestro, el acontecimiento pascual, el anuncio y la confesión de fe, la praxis del seguimiento, la edificación de la comunidad de los seguidores, la oración, la vida litúrgica y sacramental.

Cuando el primer capítulo de la Dei Verbum afirma que el Espíritu, por medio de sus dones, empuja permanentemente a la fe hacia una comprensión más profunda de la revelación (cf DV 5), está abriendo camino a un concepto renovado y dinámico de la tradición. Esta no se reduce de ninguna manera al tiempo del Jesús histórico o a la época apostólica, sino que ha de entenderse como discernimiento progresivo de la revelación realizado por la conciencia creyente, tanto individual como eclesial, a la luz del Espíritu, al servicio de la salvación de toda la humanidad.


IV. La tradición en la «Dei Verbum»

En el capítulo segundo de la Dei Verbum se expone la visión del Vaticano II sobre la tradición y sobre su conexión con la Escritura y con el magisterio eclesial.

1. TRADICIÓN (DV 7-8). El Vaticano II, coherente con su concepción ya descrita de la revelación, entiende la tradición de un modo más amplio que la mera transmisión doctrinal, con lo cual ensancha el horizonte vigente desde Trento. Ello puede observarse en numerosos detalles: la Dei Verbum habla casi exclusivamente de la tradición en singular; se refiere a la doctrina, al culto y a la praxis de la Iglesia por igual; la predicación de los apóstoles no es tanto dictada cuanto sugerida o inspirada por el Espíritu; su origen no está únicamente en las palabras de Cristo, sino también en sus obras y en la relación estrecha con él; los apóstoles, a su vez, no realizan sólo un anuncio oral, sino que lo obrado e instituido por ellos pertenece asimismo al núcleo de la tradición. Así queda establecida la sucesión apostólica como principio e instrumento al servicio de la transmisión de la autocomunicación de Dios.

Esta comprensión de la tradición trata de abarcar la totalidad del misterio de Cristo y, por tanto, la experiencia cristiana y eclesial. El riesgo de tal acepción, con ser fundamentalmente acertada, viene dado por su posible tendencia a dar por bueno todo lo que existe en la Iglesia, olvidando así su condición de pueblo peregrinante. Para salir al paso de esta consideración, la asamblea conciliar corrigió el texto provisional, afirmando que la Iglesia transmite «lo que es y lo que cree» (DV 8), y excluyendo la formulación que incluía «lo que ella tiene».

La tradición no mira únicamente al pasado, sino que es un proceso dialéctico, siempre abierto, ya que Dios «sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo» (DV 8) y la conduce en su peregrinar hacia la verdad completa por medio del Espíritu, que hace audible el evangelio en la Iglesia y, a través de ella, en el mundo (cf DV 7-8). El texto conciliar enuncia en este sentido tres factores que contribuyen a un progresivo entendimiento de la tradición: la meditación y el estudio realizado por los creyentes, el discernimiento interno propio de cada experiencia cristiana y el anuncio realizado por el magisterio.

2. TRADICIÓN Y ESCRITURA (DV 9). Aunque el concilio de Trento empleó el término fuente referido sólo al evangelio proclamado por Jesucristo, la recepción de su doctrina se había plasmado en la tesis que veía en la Escritura y en la tradición dos fuentes distintas de la revelación. Al Vaticano II le correspondía resolver, o cuando menos abrir, nuevas vías al planteamiento de esta delicada cuestión.

Al planteamiento dominante en la teología de los últimos decenios se le achacaba una doble deficiencia: 1) la confusión o identificación de la revelación en sí con su testimonio en un momento determinado, lo cual llevaba a concebir el concepto fuente desde una perspectiva histórica, en detrimento de la comprensión teológica; 2) la separación entre Escritura y tradición, que las presentaba como instancias independientes entre sí, con igual rango de autoridad sobre la conciencia del creyente y la vida de la Iglesia.

El Vaticano II rechaza claramente una yuxtaposición entre ambas realidades y aboga por su unidad orgánica, su mutua implicación y su interdependencia: la Escritura se enmarca en la tradición y esta sólo puede entenderse referida a aquella. Ambas tienen el mismo origen divino (el texto evita en este punto la utilización del término fuente) y merecen el mismo respeto y estima por parte de la Iglesia. Dicho esto, la Dei Verbum otorga una clara prioridad a la Escritura, reconocible en los siguientes pormenores: frente a un capítulo sobre la transmisión de la revelación, dedica cuatro a la Escritura; pone en ella la referencia fundamental de la evangelización y la vida cristiana (cf DV 21); la define por lo que es, palabra de Dios, mientras que la tradición es descrita más bien de modo funcional, en cuanto transmisora de esa Palabra.

3. TRADICIÓN, ESCRITURA Y MAGISTERIO (DV 10). El Vaticano II recoge la tradición católica que contempla una íntima conexión entre tradición, Escritura e Iglesia. Ello implicaba superar el estrechamiento producido en los últimos siglos, consistente en reducir la realidad eclesial únicamente al magisterio. Así, tras reafirmar que tanto la Escritura como la tradición sólo se entienden en el marco eclesial, la Dei Verbum, consecuente con el horizonte eclesiológico global del Concilio, recuerda que la confesión de la fe, su praxis y su anuncio son, en primer lugar, responsabilidad y tarea de la totalidad del pueblo de Dios.

El magisterio es el último responsable de la transmisión auténtica de la Palabra. Una vez afirmado esto con claridad meridiana, el texto conciliar sitúa al magisterio en su lugar, subrayando su función ministerial: ejercido en nombre de Cristo, está al servicio de la Palabra y su primera tarea consiste en ponerse en actitud de atenta escucha. En esta misma línea, la custodia del mensaje no se entiende en clave de posesión, sino de fidelidad a la encomienda recibida. De este modo, se supera la distinción entre Iglesia docente y discente: también al magisterio toca aprender y es toda la Iglesia la que está llamada a perseverar en la fe.

Finalmente, al explicar la relación de la Iglesia con la tradición y la Escritura, el Vaticano II no se basa en una especie de funcionalismo eclesial, sino que apela a la acción del Espíritu, que alienta la vida entera de la Iglesia.


V. La catequesis como acto de tradición viva

Cada vez que la Iglesia lleva a cabo una acción catequética, se manifiesta de modo singular la realidad de la tradición (cf DV 25). La catequesis constituye una de las principales formas de transmisión viva de la fe de una generación a otra, con lo cual salta a la vista su estrecho parentesco con la tradición. Así lo expresa desde sus primeras palabras la exhortación apostólica de Juan Pablo II: Catechesi tradendae (CT).

A la catequesis, entendida como «etapa (o período intensivo) del proceso evangelizador, en la que se capacita básicamente a los cristianos para entender, celebrar y vivir el evangelio del Reino, al que han dado su adhesión, y para participar activamente en la realización de la comunidad eclesial y en el anuncio y difusión del evangelio» (MPD 8), le corresponden una serie de tareas en orden a la comprensión y transmisión de la tradición de la Iglesia.

1. DE LA DOCTRINA A LA PRAXIS DEL SEGUIMIENTO. A una comprensión reductiva de la tradición eclesial como transmisión de una doctrina revelada, corresponde lógicamente una catequesis que otorga una clara prioridad a la formulación teórica y busca sobre todo su ortodoxia. Pero si la tradición consiste en la transmisión del misterio de Cristo que afecta a la totalidad de la persona, la catequesis no puede entenderse ya como instrucción meramente doctrinal, sino como iniciación y acompañamiento de los primeros pasos en el seguimiento de Jesús (cf CT 29). No se trata de un saber teórico nuevo, sino de buscar una profunda transformación del modo de ver, pensar y entender la realidad (cf Rom 12,2). Así lo entendieron y vivieron las primeras comunidades cristianas.

En efecto, el movimiento inaugurado por Jesús, a la luz del misterio pascual, pone en marcha una acción que trata de ganar para sí a quienes aceptan el mensaje de salvación hecho de palabras, obras y estilo de vida. No se trata únicamente de transmitir una doctrina, por muy original que pueda ser, sino de mostrar una praxis consecuente con la de Jesús y realizar signos que manifiesten la presencia del Reino. La denominación de cristianos les viene dada a los primeros discípulos no tanto por la teoría que defienden cuanto por su testimonio global de vida (cf He 11,26).

La catequesis, por tanto, teniendo como fondo esa globalidad del seguimiento de Jesús, debe iniciar en los diversos aspectos que componen una existencia cristiana acorde con el evangelio: la conversión, la vida sacramental y litúrgica, la coherencia de vida, el anuncio misionero, la confesión de fe con palabras y obras, el discernimiento de los distintos carismas y servicios.

2. DEL DICTADO AL DIÁLOGO. Si tanto la revelación como su transmisión se comprenden como diálogo amistoso de Dios con la persona, la catequesis ha de impulsar ese coloquio, con las importantes consecuencias que ello conlleva. En primer lugar, si en la tradición no se trata tanto de transferir unas verdades cuanto de introducir en una historia de comunicación de Dios con la humanidad y con cada persona, la catequesis ha de consistir básicamente en la transmisión de una experiencia personal de fe, más que en la enseñanza de conocimientos teóricos.

En segundo lugar, si la revelación, la tradición y el acto de fe poseen estructura dialogal, el diálogo se convierte no sólo en un medio aconsejable para la catequesis, sino que constituye el método por excelencia. A través de él, quien se adentra en el misterio de Cristo se implica progresivamente en el encuentro salvífico con un Dios que se le comunica de modo gratuito y entra en contacto con otras experiencias creyentes.

En esta línea, la catequesis no debe perder de vista que Dios habla a través de personas y acontecimientos, es decir, que la tradición se encarna y abre paso en una actitud de escucha de diferentes historias personales y de contextos históricos y culturales. Por tanto, una catequesis basada en el diálogo ha de mantenerse abierta a lo que sucede en cada momento y buscar la mejor manera de inculturarse (cf CT 53, 59).

Finalmente, todo diálogo exige el reconocimiento de cada uno de los interlocutores. Aplicado a la catequesis, quiere ello decir que el destinatario no es un mero receptor pasivo, sino sujeto activo en el que está ya actuando el Espíritu (cf CT 72). Ello implica, por una parte, que la acción catequética ha de tomar en serio la vida de cada individuo, con sus inquietudes, proyectos y preocupaciones; y por otra, que todo proceso de catequesis ha de hacer a la persona caer en la cuenta de su dignidad y de su papel activo en la edificación de la comunidad y en el servicio del reino de Dios. Dicho de otro modo, cada persona catequizada es introducida en la tradición viva, la cual, en virtud de su vitalidad intrínseca, la impulsa a crear tradición.

3. INTRODUCCIÓN A LA IGLESIA, COMUNIDAD NARRATIVA. Del apartado anterior se deduce que la catequesis debe contemplar, y a la vez impulsar, a la comunidad cristiana como lugar donde cada persona creyente narra, comunica y contrasta su experiencia. En este sentido, el relato de Emaús resulta una vez más ejemplar: los discípulos vuelven a la comunidad a narrar lo sucedido y se encuentran con que también otros han vivido una experiencia similar (cf Lc 24,33-35). Ello les llevará a no confundir la auténtica tradición con un rumor o una alucinación (cf Lc 24,11). La narración constituye una forma primaria de expresión del lenguaje religioso, que contribuye a crear comunicación y comunión. Salta a la vista la importancia de una catequesis impulsora de la narración de la experiencia salvífica, tanto personal como comunitaria, en orden a la edificación de una Iglesia-comunión que trata de comunicar el evangelio.

En la acción catequética de la Iglesia se transmiten a la persona creyente los relatos bíblicos escritos para su salvación (cf Jn 20,31; DV 11), a fin de que pueda entroncar en ellos su historia personal de salvación, completamente singular. Esta es una de las funciones más relevantes de la Escritura en la catequesis y en la vida de la Iglesia: poner al individuo en condiciones de narrar su propia historia, contrastándola con la de otras personas y, en definitiva, con la del pueblo de Dios del Antiguo y Nuevo Testamento (cf CT 26-27). De este modo, por la catequesis, renace constantemente una Iglesia como comunidad que reconoce una idéntica realidad de salvación en los diferentes testimonios de sus miembros. La Iglesia se convierte, por tanto, en comunidad tradente en la misma medida en que es comunidad narrativa y comunicante. Ella no sólo garantiza la legitimidad de los testimonios de fe por su concordancia con la tradición, sino que a la vez hace posible también que la vida de cada creyente, su pensar y su hacer, se conviertan en experiencia salvífica.

4. LA CONSTANTE TENSIÓN ENTRE LO VIEJO Y LO NUEVO. La catequesis, como acto significativo de la tradición, está llamada a un ejercicio permanente de discernimiento. Ha de distinguir primeramente entre tradición y tradiciones. La primera sólo se da a través de estas, pero cada una de ellas no agota ni el contenido ni el proceso de la tradición, lo cual equivale a afirmar que toda forma o formulación histórica concreta es susceptible de mayor profundización. La adhesión a una verdad salvífica incluye la apertura a una verdad aún mayor. El rechazo de este principio dinámico de la tradición acarrea el grave riesgo de caer en el tradicionalismo, que en el fondo confunde la tradición con una determinada forma de expresión o testimonio de la misma, no toma suficientemente en serio la acción del Espíritu en la Iglesia y acaba negando en la práctica la historicidad de la fe cristiana.

En esta línea, la catequesis ha de presentar la tradición en una tensión creativa entre la fidelidad a los orígenes y a los signos de los tiempos propios de cada época y lugar, entre la renovación y el mantenimiento. Ni los modelos optimistas, que conciben la historia de la Iglesia desde una perspectiva de progreso o desarrollo permanente, ni los pesimistas, que la interpretan fundamentalmente como decadencia o alejamiento de los orígenes, ofrecen una base válida para la comprensión de la tradición eclesial. Antes o después, se vuelven inmunes ante un discernimiento crítico de la historia y de la presencia activa del Espíritu en ella.

La fidelidad e infidelidad a la tradición, la pérdida y recuperación de identidad cristiana o eclesial no pueden ordenarse en períodos históricos, sino que se hacen presentes en todos ellos, si bien de muy diversas maneras. Ello hace también que tanto la tradición como la catequesis sean una realidad viva en permanente discernimiento. La vida de la Iglesia está referida a Dios y cada momento de su historia ha de ser interpretado y enjuiciado a la luz de su Espíritu.

En definitiva, quienes realizan la acción catequética de la Iglesia han de asemejarse, en su calidad de servidores cualificados del Reino, al «amo de la casa que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas» (Mt 13,52).

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Ángel Mª Unzueta Zamalloa