SOCIOLOGÍA Y CATEQUESIS
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SUMARIO: I. Los antecedentes del pensamiento sociológico. II. La modernidad como cuna de la sociología. III. Los «padres fundadores» de la sociología en sentido propio. IV. La sociología posterior. Sociología de la modernidad. V. ¿Hacia una sociología de la posmodernidad? VI. Sociología y catequesis.


I. Los antecedentes del pensamiento sociológico

El pensamiento sociológico, como disciplina especial, nace con la crisis de la conciencia europea, a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pero, como toda línea de pensamiento, tiene sus antecedentes: una corriente que se puede denominar genéricamente reflexión sobre la sociedad y que atraviesa toda la cultura occidental.

Esta corriente de pensamiento no nace en el vacío: se produce en un contexto social, que estimula tal tipo de reflexión. Se puede decir que las innovaciones en el modo de concebir la sociedad son resultado de períodos de agitación y cambio. La República de Platón y la Política de Aristóteles no fueron concebidas desde la cima del poder ateniense (siglo V a.C.), sino tras la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso.

De modo parecido, la moderna teoría social —sin la cual no comprenderíamos lo que hoy significa la sociología— comenzó durante los siglos XVII y XVIII, cuando el apasionado conflicto religioso, el radical cambio económico y la violenta lucha política cuestionaron los modos habituales de vivir en sociedad.

El inglés Thomas Hobbes (1588-1679), en su libro Leviatán, presentaba una sistemática fundamentación teórica del absolutismo político: había que buscarla en un supuesto contrato entre individuos. Estos renunciarían a su libertad para poder llevar una existencia en sociedad. Tal contrato sería necesario para la convivencia socialmente ordenada, ya que —para Hobbes, según su concepción radicalmente pesimista de la naturaleza humana—«el hombre es un lobo para el hombre».

Tan poderoso fue el influjo de esta teoría, que el inglés John Locke (1632-1704), padre del liberalismo moderno, toma de ella la piedra angular de su propia argumentación: el orden social se basa en un contrato entre individuos autónomos. Pero de ello deduce la consecuencia diametralmente opuesta al absolutismo: el principio democrático. La legitimidad de un gobierno dependerá del consentimiento libre de los gobernados.

Esta idea de que la sociedad es resultado de un contrato, aunque sociológicamente ingenua, será de gran alcance para el pensamiento social posterior.

Ya en el siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración francesa promueven una crítica vigorosa de las instituciones sociales existentes, apoyándose en la luz de la razón. En el trasfondo se hallaba la idea de que la sociedad debería ser fruto del acuerdo razonable de los hombres. Aunque los ilustrados eran más bien hombres de letras que hombres de acción, su crítica (especialmente la de Montesquieu y Voltaire) hace una llamada clara al cambio social.

En medio de este carácter suyo, eminentemente crítico, alienta en sus escritos un optimismo universal, como universal es la razón, de la que se erigen portadores.

Este alborear de lo que se consideraba una Edad de la razón alcanzaba también al Nuevo Mundo, más allá del Atlántico. Un joven filósofo y político, Thomas Jefferson (1734-1826), redacta la Declaración de la Independencia americana apoyándose en el principio según el cual el gobierno de una nación debe ser una creación voluntaria de hombres libres.

El ejemplo americano influyó en la Revolución francesa, una década más tarde. La Declaración francesa de los derechos del hombre y de los ciudadanos afirma solemnemente que los hombres son por naturaleza libres e iguales, y que el gobierno es un instrumento para la salvaguardia de los derechos humanos. Sin embargo, en el modelo de democracia francesa, es decisivo el influjo de J. J. Rousseau (1712-1778).

Al igual que Hobbes, Locke y Jefferson, Rousseau fue un teórico del contrato social. Pero a diferencia de ellos, no concebía un orden social y político legítimo que procediese meramente de los deseos de los individuos (de sus voluntades particulares), sino de una voluntad general.

Los verdaderos intereses de los hombres no consisten en dominarse los unos a los otros (voluntad particular del individuo), sino en elaborar una voluntad general del ciudadano que permita a todos vivir en libertad.

A lo largo, pues, de los siglos XVII y XVIII, la reflexión social de Occidente elabora la idea de que el hombre es el autor de su propia sociedad. A ello añade la Ilustración un motivo de optimismo histórico: los cambios guiados por la razón nos llevarán hacia un mundo cada vez mejor (fe en el progreso lineal e indefinido).

Semejante trayectoria intelectual no se realiza sin resistencias. Edmund Burke (1729-1797), parlamentario inglés, escribe las Reflexiones sobre la revolución en Francia (libro destinado a convertirse en un clásico del pensamiento conservador). En él juzga ilusoria la pretensión de los revolucionarios franceses de construir una sociedad sobre la base de los principios de la razón universal.

La sociedad, arguye Burke, no es un artefacto mecánico, sino una entidad orgánica que tiene su vida, que no puede perturbarse impunemente. Sus instituciones pueden resultar contradictorias en la superficie: ello sería herencia inevitable de un pasado. Pero son complejas elaboraciones, que encierran una sabiduría no despreciable. Incluso, aun cuando deban ser reformadas, han de contemplarse con respeto, más que con arrogante miopía histórica.

Ya en el siglo XIX, el peso de la reflexión social comienza a desplazarse desde lo político a lo económico. Aparece en el horizonte un elemento decisivo —el nuevo modo de producción— que iba a configurar lo que llamamos la modernidad.

La modernidad es el nombre que designa el surgir, en Occidente, de un modelo nuevo de sociedad. Sociedad moderna se opone así a sociedad tradicional. Una de sus características será la rapidez en los cambios, que desbordan el ritmo al que los hombres estaban habituados, y trastorna las costumbres y los estilos de vida tradicionales.


II. La modernidad como cuna de la sociología

En el antiguo sistema económico, la producción se efectuaba en unidades familiares, pequeños talleres, fincas rústicas...; y los bienes se intercambiaban en mercados locales.

Pero a principios del siglo XIX este sistema cedió el paso a otro en el que las ciudades iban a convertirse en vastos centros de producción industrial, densamente poblados y en continuo cambio.

El poder dinámico de los propietarios de las fábricas, lanzados a la ganancia económica, contrastaba con las sórdidas condiciones de vida de los trabajadores (el proletariado), que acudían a ellas desde el campo con la única oferta de su fuerza de trabajo.

Se quiebran las antiguas estructuras de rango, ocupación y residencia, que durante tanto tiempo habían orientado a las masas europeas. Se consolida una nueva capa social (la burguesía), apoyada en la propiedad de los nuevos medios de producción.

Así, con el desarrollo de la industria en el primer tercio del siglo XIX, se constituye un nuevo tejido social, destruyendo el anterior. «Todo lo sólido se desvanece en el aire», anota Marx. Adquiere un nuevo rostro el poder, el dinero, incluso la pobreza (de campesinos a proletarios).

El esfuerzo intelectual de la época por comprender la nueva sociedad refleja estos cambios. Y desemboca en el nacimiento de una nueva disciplina: la sociología.

Adam Ferguson (1724-1816), escocés, es el primer filósofo que intenta construir una ciencia de la sociedad basada en datos y teorías estrictamente empíricas. Hegel (1770-1831), por su parte, reflexiona sobre las relaciones entre el Estado y la sociedad civil (el origen de la distinción entre la esfera de lo público y la de lo privado, que se convertirá en característica del pensamiento sociológico). Y el francés Saint-Simon (1760-1825) ya percibió el elemento más característico del mundo moderno en la evolución de las relaciones económicas.

Pero es Tocqueville (1805-1859), ya en pleno siglo XIX, quien se puede considerar como un clásico de la sociología. Sus dos grandes obras, La democracia en América (1835-1840) y El antiguo Régimen y la Revolución francesa (1856), intentan evaluar los efectos de las dos grandes tendencias de la vida moderna: la igualdad social, de un lado, y la centralización gubernativa de otro. Es decir, la tensión entre igualdad y libertad.

Su contemporáneo y compatriota, el francés August Comte (1798-1857), filósofo positivista, discípulo y heredero de Saint-Simon (pese a la disensión final entre ellos), fue quien encontró el término sociología para designar una ciencia que abarcase a toda la sociedad.

Y originariamente se concebía como una ciencia ambiciosa. En la perspectiva de Comte, la sociología debería ser el remedio científico para la larga crisis política, social y cultural de Europa. La figura de Comte suele ser considerada como una de las inspiradoras de la llamada sociología de la armonía social.

Porque caben dos enfoques opuestos en el modo de hacer sociología. Uno analiza primordialmente las condiciones del orden social. El otro se ocupa ante todo del análisis de los conflictos sociales. De esta manera, aunque sea esquemáticamente, es posible distinguir entre dos vertientes fundamentales en la sociología, orientadas por preocupaciones diferentes, y que tratan de responder a planteamientos diferentes: la sociología del orden frente a la sociología del conflicto.

Y si a Comte se le considera el primer inspirador de una sociología del orden social, el alemán Karl Marx (1818-1883) es el representante prototípico del enfoque del conflicto. De familia judía, estudiante de Derecho, entra en contacto en Berlín con la filosofía, especialmente con los representantes radicales de Hegel (la izquierda hegeliana).

Su visión de los males de la socio dad y de los cambios necesarios para superarlos fue profundizándose hasta que su teoría cristalizó hacia 1848. En ella encuentra el modo de conciliar su optimismo de ilustrado (su fe en el progreso) con la innegable miseria de amplios estratos de población, engendrada por el modo de inr dustrialización capitalista.

La teoría económica de la Historia de Marx va más allá de la economía y presenta una síntesis de ideas filosóficas, históricas, económicas, poli ticas y sociológicas (aun cuando no utilice el término).

En Marx aparece con la máxima radicalidad la idea ilustrada del hombre como creador de su propia historia, aunque en condiciones que él no ha elegido. Por eso esta creación tiene lugar en medio del conflicto con los intereses establecidos, que se oponen.

Uno de los planos del conflicto sería el religioso. Para Marx no constituye la contradicción fundamental de la sociedad capitalista, pero lo considera inexcusable. Según él, la religión viene a representar una realidad invertida del mundo y, al proporcionar un falso consuelo, impediría la toma de conciencia de las condiciones reales en las que se vive.

Hay que hacer notar que este pretendido conflicto entre razón por una parte y religión por otra, hasta llegar progresivamente a lo que Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio, llama «nefasta separación» (cf FR 45), aparece ya desde los albores de la modernidad (por su hipertrofiada idea de razón), con anterioridad a Marx.

Y las causas de tal conflicto histórico son muy complejas y predominantemente sociológicas. No depende sólo de las pretensiones absolutas de una Razón mitificada, ni de las reticencias históricas de las Iglesias frente a las nuevas ideas, sino de un proceso global de cambio histórico, el de toda la sociedad occidental, que instaura un nuevo modelo de vertebración social. La evolución se orienta, aceleradamente, desde un modelo de sociedad tradicional, vertebrada primariamente por los factores religiosos, hacia un modelo de sociedad secular moderna, vertebrado sustancialmente por factores económicos.


III. Los «padres fundadores» de la sociología en sentido propio

Situados ya en el umbral del siglo XX, hay dos nombres que deben ser considerados como fuentes originarias de la sociología, en cuanto disciplina ya específicamente diferenciada y con metodología propia: Emile Durkheim y Max Weber.

a) Si la teoría de Marx ayudó a configurar un modo de reflexión propiamente sociológico, la influencia de Durkheim le dio status académico (para él se creó en Francia la primera cátedra con el nombre de sociología. Y él fue el primero en elaborar unas Reglas del método sociológico).

De familia judía e hijo de un rabino, Emile Durkheim (1858-1917) se entregó con pasión intelectual a su vocación de reformador social (de modo similar a como Marx se había entregado a la tarea revolucionaria). Pero esta reforma sólo sería eficaz si se apoyaba sobre un fundado conocimiento de la realidad social.

Y para fundar la sociología era menester, según Durkheim, demostrar, en primer lugar, que la sociedad, en sí misma, no se puede reducir a la suma de sus individuos. La sociedad constituye una realidad sui generis. En consecuencia, toda explicación de fenómenos sociales que arranque sólo de individuos (considerados como unidades autónomas) tiene que ser falaz. La comprensión analítica del individuo, por tanto, ha de comenzar por la sociedad.

Durkheim presupone que los hombres desean orden, ley y equilibrio para mantener su bienestar (presunción común a miembros de la tradición sociológica conservadora, como Burke o Tocqueville). Bajo circunstancias normales, la sociedad proporciona normas morales, que garantizan el orden y el equilibrio y, por tanto, el bienestar del individuo.

Pero cuando la sociedad es perturbada por alguna crisis dolorosa, o por cambios súbitos, la sociedad es incapaz de proporcionar tales normas. El resultado es una situación de anomía (falta de normas) para el individuo; situación en la que el comportamiento del individuo es impredecible. El individuo, para poder vivir en sociedad, necesita inexcusablemente de normas. El reformismo social de Durkheim se manifiesta así en su insistencia en la vigorización de las normas.

Este sentido de la necesidad de normas le lleva –pese a su increencia personal– a valorar socialmente la religión (en oposición a Marx), como una forma de conciencia colectiva, necesaria para vencer el egoísmo individual y lograr la integración del grupo.

Pero era consciente de que las antiguas formas de integración social, basadas en la familia o la religión, iban perdiendo su significado con el advenimiento de la modernidad. A Durkheim le inquietaba la evidencia de la atomización en su sociedad. Su teoría subraya la necesidad de vínculos integradores. Y esperaba que un adecuado sistema educativo fuera capaz de construir símbolos sociales y reglas limitadoras del egoísmo.

Pensaba que en una sociedad moderna la solidaridad orgánica (entre los que son miembros de una misma sociedad, pero que cumplen diversas funciones dentro de ella) debería sustituir a la solidaridad mecánica de las sociedades tradicionales (sociedades mucho menos complejas, que se apoyaban en una conciencia colectiva participada por todos).

b) La otra gran figura clásica de la sociología es la de Weber. Max Weber (1864-1920) fue, como Durkheim, defensor del método científico: las ciencias sociales deberían guardar una cierta neutralidad metódica ante los valores. Dedicó considerable energía a escribir tratados metodológicos sobre la naturaleza del conocimiento en la ciencia social y desarrolló una prodigiosa capacidad de trabajo, estudió Derecho, Historia y Economía.

Pero si Durkheim, inmerso en una corriente de pensamiento positivista, intenta explicar los hechos sociales, Weber piensa que es tarea de la sociología el interpretar comprendiendo la acción social del individuo. (Su punto de partida, en contra de Durkheim, es el de un individualismo metodológico).

Gran parte de su obra se centra en el análisis de lo que denominó racionalización: el largo proceso histórico por el que las sociedades occidentales se habían apartado de la cultura mágica y habían llegado a estar dominadas por el cálculo técnico. Es decir, a lo que llamamos modernidad.

Su ensayo sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo (aunque no representa el enfoque global de Weber) fue el punto de partida para su amplio proyecto de sociología de la religión. De esta obra se pueden extraer importantes concepciones sociológicas de Weber: una, el influjo histórico de las creencias religiosas (lo que produciría efectos que serían independientes de las intenciones que tuvieran los promotores de la religión); otra, la necesidad, para el individuo, de dar un sentido a su actividad y, mediante este sentido, considerarla legítima. Según su posición social, el individuo necesita, en el terreno de las ideas –especialmente las religiosas–, o bien justificar sus privilegios sociales, o bien buscar en lo religioso la compensación de su sufrimiento (compensación que no sería inútil; le otorga un sentido de dignidad).

Pese a no considerarse creyente, la secularización de las sociedades modernas –que Weber contempla como una consecuencia inexorable de los procesos de racionalización– no le parece una forma de progreso emancipador. Alguna de estas formas de racionalización (la burocracia, por ejemplo) es vista como un futuro inevitable, pero de sombrías perspectivas (una jaula de hierro).

De esta consideración de los padres fundadores de la sociología podemos obtener una amplia visión de las transformaciones sociales, de las dificultades y las realizaciones de la sociedad moderna, bastante más matizada y problemática que la ingenua fe en el progreso de los ilustrados del siglo XVIII.

También es de observar la muy diferente consideración de las ideas religiosas en sus análisis sobre las funciones sociales de la religión.


IV. La sociología posterior. Sociología de la modernidad

La 1 Guerra mundial (que Durkheim y Weber conocieron) fue un duro golpe para cualquier optimismo histórico. La crisis económica de 1929 hizo dudar de la pervivencia del capitalismo. Pero la fascinación de lo que la modernidad podía significar se ha mantenido prácticamente hasta el último tercio del siglo XX.

En el terreno del pensamiento social, los desarrollos posteriores de la sociología han traído, con su incorporación al ámbito universitario, una fragmentación en una multitud de subdisciplinas, que a su vez se pueden fragmentar en ramas de las mismas: sociología política, sociología del voto –en las sociedades democráticas–, sociología de la educación, sociología del desarrollo, sociología de la desviación social, sociología de la religión, sociología de las sectas, sociología de la juventud, sociología del mundo obrero, sociología del consumo...

Cada uno de estos campos ha sido más minuciosamente analizado con nuevas técnicas, cuantitativas y cualitativas, que permiten un conocimiento especializado, utilizable en múltiples situaciones concretas.

Pero con la mayor especialización del conocimiento corre parejo el peligro de la pérdida de vista de las grandes cuestiones que estimularon la reflexión social.

Por ejemplo: ¿Es deseable tender hacia un modelo único de sociedad? ¿Es exportable, sin más, el modelo de sociedad moderna, producido en Occidente?

O, con respecto a la religión: ¿es cierto que se puede dar por eliminado el papel público de las ideas religiosas en las sociedades modernas, vertebradas sobre el factor económico? La secularización, prevista por Weber, ¿es un proceso tan inexorable?

Sobre este tema, la sociología de la religión, ya mediado el siglo XX, elaboró una teoría de la secularización –sobre la pista abierta por Weber–, que se apoyaba en indudables datos empíricos (baja en las tasas de la práctica religiosa establecida, por ejemplo).

Esta teoría relegaba a la religión a una existencia socialmente marginal, como asunto estrictamente privado del individuo, pero sin ninguna relevancia en las cuestiones públicas. La modernidad significaría, de un modo u otro, el declive de lo religioso.

Sin embargo, ciertos hechos posteriores (revitalización de movimientos cristianos, florecimiento de sectas contemporáneas, cierta especie de religiosidad flotante que simpatiza con formas de espiritualidad oriental, etc.) no parecen confirmar las generalizaciones de las teorías secularizadoras. Así se ha podido hablar —con epígrafes excesivamente periodísticos— de un retorno de lo sagrado, que la modernidad habría tratado de reprimir.

No obstante, todos estos hechos parecen también compatibles hoy con un desinterés por lo religioso de buena parte de la población de las sociedades modernas. Y «es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino» (FR 91).

La confusión de la situación actual parece indicar que hemos alcanzado un grado diferente de complejidad social. No es, sin más, un resultado de la forma clásica de la modernidad europea —mucho más ideológicamente proclive al rechazo abierto de la religión—.


V. ¿Hacia una sociología de la posmodernidad?

Parece que la sociología de hoy, en Occidente, debería plantearse el análisis detallado de lo que podría ser una nueva etapa en la evolución de las sociedades occidentales: la posmodernidad.

La situación dista mucho de ser clara. Avanzado ya el siglo XX, a partir de la década de los ochenta, ha venido suscitándose un debate sobre esta cuestión en muchas disciplinas: desde el arte a la teología, y desde la filosofía a la ciencia política.

Porque la modernidad había sido, hasta entonces (pese a sus lados oscuros) un movimiento hacia adelante. Movimiento vinculado a la convicción de que, en general, las cosas tendían a mejorar.

Pero hoy este optimismo histórico parece ser abiertamente cuestionado, y parece haberse perdido la esperan1 za en la razón (el elemento central en. la modernidad). La posmodernidad se referiría, por tanto, al agotamiento de la modernidad.

Pero ¿qué es la posmodernidad? ¿Es meramente un juicio crítico respecto a la modernidad? ¿O, además, una experiencia cultural diferente?, ¿Y en qué se apoya esta experiencia cultural: tal vez en una etapa nueva de las sociedades occidentales, centrada muy prioritariamente en el consumo?

Porque lo posmoderno se asocia con una sociedad donde las formas de vida consumistas dominan la existencia de sus miembros (aunque existan bolsas considerables de pobreza, al parecer irreversible). Se multiplican los servicios y las industrias del ocio; al mismo tiempo, la invasión omnipresente de los medios de comunicación parece ofrecer todas las posibilidades imaginables.

Todo ello plantearía cuestiones propias de la antigua gran teoría sociológica. ¿Está surgiendo un nuevo tipo de sociedad, controlado por los medios de comunicación, y centrado en los consumidores y el consumo, más que en la producción y los trabajadores?

Incluso la religión (a la que hoy no se impugna activamente, como se hacía en la modernidad), ¿no está entrando en la esfera de una nueva forma de consumo? (una especie de mercado religioso en el que compiten múltiples ofertas). Según algunas corrientes relacionadas con la posmodernidad, «el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe» (FR 91).

En cuanto a las nuevas tecnologías (robótica, informática, biogenética), ¿no están abriendo interrogantes para los que no tenemos aún respuesta? ¿Cómo organizar una nueva sociedad en la que millones de ciudadanos son excluidos de la normal ocupación del trabajo, tal como hasta ahora lo hemos concebido?

En realidad, la cuestión de la posmodernidad es mucho más que una moda, a la que algunos han pretendido reducirla. Parece más bien una cuestión esencial, si deseamos comprender los fenómenos sociales contemporáneos.

Esto no significa que haya surgido una sociedad completamente nueva. Más bien, el estudio sociológico de la posmodernidad nos ofrece la ocasión de reevaluar la modernidad, como una etapa histórica, con sus logros y sus fracasos; de ninguna manera como un punto de llegada definitivo.

La historia está lejos de haberse terminado con la modernidad. Y en cuanto a las religiones, también su papel está lejos de haberse agotado.


VI. Sociología y catequesis

Puesto que la catequesis se ocupa de la transmisión del mensaje cristiano en un concreto contexto social, parece indispensable un conocimiento de la sociedad a la que se intenta transmitir ese mensaje.

Todo texto (y el mensaje cristiano lo es), para ser correctamente transmitido y comprendido, necesita tener en cuenta el contexto: el entorno social al que va dirigido. Y si la fe no se reduce al ámbito de lo privado, sino que ha de abrirse a lo público, a lo comunitario, no se puede alimentar, cuidar y educar al margen de los datos que aporta la sociología en cada época y en cada circunstancia.

Este conocimiento siempre ha sido necesario. Ya san Agustín, a petición del diácono Deogracias (que experimentaba la dificultad de presentar lo sustancial del cristianismo a un auditorio de escaso nivel cultural) ofrece un modelo en su obra De rudibus catechizandis.

Pero la complejidad de las sociedades contemporáneas hace especialmente dificultoso el conocimiento meramente intuitivo del contexto social.

Bajo la superficie de la sociedad moderna, tejida de múltiples relaciones e intereses contrapuestos, laten tensiones, conflictos, resistencias, tendencias de futuro, todo un imaginario social, culturalmente variable, que no pueden pasar desapercibidos a una catequesis que debe situarse en la historia.

Asimismo todas estas relaciones, intereses y tensiones que pueden presionar no sólo a los catequizandos, sino también a los catequistas, son elementos que es necesario tener en cuenta para no distorsionar el significado del evangelio en muchas situaciones.

A aumentar la dificultad ha venido la aceleración del cambio histórico, que deja su huella en rápidos cambios del escenario social en el que la catequesis ha de realizar su tarea.

Por todo ello, el conocimiento no sólo del ambiente inmediato, sino también del trasfondo global de la sociedad y la cultura del tiempo, parece inexcusable a la hora de revisar y actualizar un proyecto o programa catequético de mediano alcance. A esta cuestión trata de responder el Consejo pontificio de la cultura, reconociendo que, mientras el evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, abriendo nuevos cometidos a la inculturación (cf FR 72), «las culturas tradicionalmente cristianas o impregnadas de tradiciones religiosas milenarias se tambalean. Se trata, pues, no sólo de injertar la fe en las culturas, sino también de devolver la vida a un mundo descristianizado, cuyas referencias cristianas son a menudo sólo de orden cultural» (Para una pastoral de la cultura [23 mayo 1999] 1).

La sociología, bajo este aspecto, constituye una disciplina auxiliar de la catequética, cuya utilidad sería poco prudente despreciar.

BIBL.: DEMARCHI F.-ELLENA A. (dirs.), Diccionario de sociología, San Pablo, Madrid 1986; DUNCAN MITCHEL G., Historia de la sociología, Guadarrama, Madrid 1975; GIDDENS A., El capitalismo y la moderna teoría social, Labor, Barcelona 1977; MARDONES J. M., Análisis de la sociedad y,fe cristiana, PPC, Madrid 1995; MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 19983; SMELSER N.-WARNER R. S., Teoría sociológica, Espasa-Calpe, Madrid 1982.

Francisco Javier Martínez Cortés