SÍMBOLO DE LA FE (EL CREDO)
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SUMARIO: I. Terminología. II. Base neotestamentaria. III. Símbolos de la fe en la historia de la Iglesia. IV. El credo: expresión de la fe y sus contenidos. V. Sentido y validez actuales. VI. Claves catequéticas del credo: 1. El credo en la posmodernidad; 2. El credo, tarea de la catequesis; 3. Criterios orientadores. VII. Proyecto de una catequesis sobre el credo: 1. En la infancia; 2. A los adolescentes y jóvenes; 3. A los adultos.


I. Terminología

La Iglesia fue consecuente desde los comienzos con aquel directo consejo del apóstol Pedro: «[Estad] dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1Pe 3,15). Y lo hizo de distintas formas, entre ellas las formulaciones más o menos precisas de la fe cristiana.

Aunque no son exclusivos del cristianismo (en otras religiones se utilizan también compendios esenciales de su fe), podemos decir que los credos o símbolos de la fe son muy característicos de la Iglesia, pues con ellos resume y expresa en fórmulas breves, fijas y claras, sus creencias y vivencias religiosas.

La tradición y el uso de las Iglesias han acuñado diversos términos para referirse a esos resúmenes cualificados de los contenidos de la fe. Tres se han impuesto sobre todo: 1) Símbolo (del griego symbolon: signo, sello, señal de reconocimiento) es una expresión que aparece por primera vez en una carta de san Cipriano de Cartago (256), afirmando que los herejes novacianos «bautizan con el mismo símbolo que nosotros»; en la Iglesia de Oriente el término no figura hasta el concilio de Laodicea (363). Vendría a ser la identificación de la fe cristiana. 2) Credo (del verbo latino credo, credere: creer) no significa tan sólo «yo creo», sino sustantivamente «lo que yo creo», los contenidos de una fe aceptada, vivida y profesada; y eso con sentido eclesial. 3) Confesión (del latín confescio-confessionis: confesión, declaración) alude expresamente al acto de confesar la fe cristiana en sus contenidos fundamentales, no sólo como comprobación de una creencia auténtica, sino también como testimonio público de la misma.

Estos términos más usuales presentan semejanzas con otras fórmulas de contenido también doctrinal, como son la regula fidei y la regula veritalis. Pero no se puede decir que estas tengan el mismo uso que los símbolos y credos ni que puedan intercambiarse con ellos, pese a las relaciones mutuas entre unos y otras.


II. Base neotestamentaria

Las fórmulas de fe de carácter confesional, usadas especialmente a partir de las controversias arrianas, hunden sus raíces en el uso de las primeras comunidades cristianas, como testimonian numerosos textos del Nuevo Testamento. Aunque son creencias eclesiales. entroncan directamente con la fe bíblica.

En primer lugar, el Nuevo Testamento recoge ciertas fórmulas breves que parecen expresar la fe en Jesús en forma de aclamaciones: Jesús es el Señor (I Cor 12,3); incluso más explícitamente: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rom 10,9). Hijo de Dios. Así Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), o Juan: «Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios» (IJn 4,15), o la ingenua confesión del eunuco de la reina Candaces: «Creo que Jesucristo es el hijo de Dios» (He 8,37). Cristo, el Mesías (Mc 8,29), con ecos muy precisos: «Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús» (He 2,36), «El que cree que Jesús es el mesías, ha nacido de Dios» (1Jn 5,1).

Se encuentran también en el Nuevo Testamento algunos himnos cristológicos, especie de fórmulas de fe usadas probablemente en celebraciones litúrgicas como expresión comunitaria de la fe de los cristianos: «Es grande el misterio de nuestra religión: que (Cristo] se ha manifestado como hombre, ha sido acreditado por el Espíritu, se ha mostrado a los ángeles, ha sido anunciado a las naciones, creído en el mundo, elevado a la gloria» (ITim 3,16; cf Flp 2,6-11).

Aparecen asimismo en el Nuevo Testamento fórmulas de fe conjunta en el Padre y en el Hijo, especialmente lCor 8,6: «Para nosotros hay un solo Dios, el Padre, del que proceden todas las cosas y por el que hemos sido creados; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existen todas las cosas y por quien también nosotros existimos» (cf lTim 2,5; 2Tim 4,1).

Aunque con menos abundancia, se encuentran también fórmulas triádicas o trinitarias que expresan la fe de finales del siglo I, como la fórmula bautismal puesta en boca de Cristo resucitado: «Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf lCor 6,11; 12,4-5; 2Cor 13,13).


III. Símbolos de la fe en la historia de la Iglesia

Numerosos credos y símbolos de fe se han formado a lo largo de los tiempos en comunidades, Iglesias locales y aun en la Iglesia universal. Pero eso no puede hacer olvidar su origen fundamentalmente litúrgico ni su Sitz im Leben en la época patrística. Hoy es posible reconstruir la larga historia de las confesiones de fe desde los más antiguos testimonios documentales. Por eso, una colección de definiciones y declaraciones como la de Denzinger-Schónmetzer (DS) recoge más de cuarenta símbolos elaborados entre los siglos II y IX. Desde los más antiguos, como la Epistola Apostolorum y los contenidos en el papiro de Dér-Balyzeh o en las constituciones de la Iglesia egipcia (DS 1-6), pasando por los occidentales de estructura trinitaria, como el símbolo apostólico y las fórmulas interrogativas (DS 10-36), hasta los símbolos orientales trinitarios (DS 40-64) o bipartitos (una confesión de fe trinitaria y otra específicamente cristológica), como los conocidos Fides Damasi, Clemens Trinitas y el pseudoatanasiano Quicumque (DS 71-76).

Los primeros credos evidencian un uso catecumenal, como expresiones declarativas de los interrogatorios bautismales acerca del Dios trinitario y las verdades de la fe: así, el de la Traditio apostolica de Hipólito, c. 215 (DS 10). Posiblemente a partir del llamado Credo de los apóstoles (DS 30) comienzan a expresar el núcleo de la revelación acerca de Dios y su obra salvadora en Cristo. Un símbolo tan famoso como el Quicumque (DS 75-76) probablemente expresa la fe episcopal de su tiempo con mutuas implicaciones trinitarias y cristológicas. Pero, sobre todo a partir de los concilios, los credos fueron expresiones de fe ortodoxa que permitían distinguir a los obispos fieles de los herejes: así, el credo de Nicea (DS 125) excluye ciertas afirmaciones de Arrio, estableciéndose una regla de comunión entre los obispos e Iglesias que creían/expresaban correctamente su fe, y servirá de referencia para ulteriores precisiones dogmáticas. Se llegó luego a importantes formulaciones de este tipo, como el Símbolo nicenoconstantinopolitano, del año 381 (DS 150).

Digamos que todas eran confesiones de fe más o menos comunes, a veces diferenciadas por su origen o perspectiva de elaboración, pero siempre convergentes. Expresaban de forma plural la fe de la Iglesia en diversas épocas en que esta era una. Desgraciadamente, después de las grandes rupturas de los siglos XI y XVI, los símbolos se han seguido emitiendo desde distintas tradiciones cristianas, convirtiéndose en identificaciones doctrinales de las Iglesias separadas y precisando cuidadosamente sus términos, afinando expresiones, marcando diferencias.

Inevitablemente se pasó luego a enfrentadas formulaciones dogmáticas, algunas muy persistentes: caso del Filioque introducido en el símbolo de Constantinopla para precisar la naturaleza del Espíritu Santo, posteriormente convertido en fuente de polémicas entre Oriente y Occidente, impidiendo finalmente expresar una fe común. Otro tanto ocurrió con las confesiones de fe de los concilios II de Lyon (1274) y Florencia (1439-45), celebrados para confirmar la unión de las Iglesias Orientales con la de Roma: la profesión de fe de Miguel Paleólogo, además del credo trinitario, incluía otros temas —siete sacramentos, primado romano, suerte de los difuntos... (DS 851-861); y del mismo tono eran los textos del concilio de Florencia en sus decretos Pro Graecis, Armeniis et lacobitis (DS 1300-1308, 1310-1328 y 1330-1353). Además de marcar después fuertemente las diferencias entre las Iglesias orientales y la de Roma, estos concilios aportaron una tremenda lección negativa: la unidad cristiana no puede ser fruto de decisiones políticas, de pactos entre las Iglesias provocados por una necesidad imperiosa.

Después de las grandes rupturas de la cristiandad, las confesiones de fe se han seguido produciendo, de una u otra forma, por las distintas Iglesias. Recordemos, entre los católicos, los símbolos de los concilios generales, el juramento antimodernista de Pío X y el credo de Pablo VI (1968); entre los protestantes, la declaración del sínodo de Dordrecht (1619), donde triunfó la ortodoxia calvinista, y, entre los ortodoxos, sus conocidas listas de diferencias dogmáticas con los católicos, como la del patriarca Antimio VII al papa León XIII.

A nivel menos oficial, la elaboración de confesiones de fe se ha continuado por parte de personas y comunidades, para expresar no tanto el contenido formulado cuanto el vivido y testimoniado, aportando nuevas dimensiones a esas fórmulas de fe. Piénsese, por ejemplo, en la colección publicada durante años por Desclée «El credo que da sentido a mi vida», testimonio personal de conocidos cristianos, o el credo de Solentiname, expresando la fe de unas comunidades americanas a través de su letra y música. Estos y otros muchos casos expresan un tipo de credos en línea testimonial: un creyente o una comunidad tiene a veces el derecho y hasta la obligación de confesar la fe con sus propias palabras, desde sus propios sentimientos y su forma de creer. Lo cual no es novedad, ya que se ha hecho a lo largo de toda la historia; se trata ahora de aplicar un cambio de método para cumplir con ese imperativo de contestar a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza y confesar nuestra fe.


IV. El credo: expresión de la fe y sus contenidos

Una de las cuestiones más debatidas por las teologías protestante y católica, la antropología de la fe cristiana, nos sirve como prólogo de este apartado. Por una parte, cuando se acentúa que la fe es un don de Dios, ¿se quiere decir que «solamente es un puro don de Dios»? Y por la otra, cuando se considera la fe más como una actuación del hombre, que mediante sus obras «se sube a puños hasta Dios», ¿no se reproduce la oración del fariseo: «Dios mío, te doy gracias, porque no soy como el resto de los hombres...; yo ayuno... pago los diezmos...» (Lc 18,11-12). Estas dos formas opuestas de poner el acento en una cuestión tan relevante expresan incompletamente la antropología de la fe.

Cierto que en la vida cristiana todo es un don de Dios –como decía Pablo al final de su existencia: «Todo es ya pura gracia»–, y lo es porque Dios nos amó primero. Pero el don de Dios no se nos ha impuesto, es el producto de una propuesta que se ha aceptado. Una gracia no es gracia, en último término, mientras no haya sido aceptada y respondida.

Dios es una propuesta permanente y universal, pues «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (lTim 2,4). De ahí resulta que la fe sea la necesaria respuesta a un don inmerecido, gratuito y total ofertado por Dios. Pero sin respuesta humana, una fe solamente dada podría ser un sombrero para el hombre. Cierto que la gracia —como Dios mismo— no es el producto de nuestra decisión, pero su actuación en nosotros en cierto modo sí: sin la respuesta personal la gracia no será operativa en nosotros.

Sí, la fe es una gracia, un don de Dios. Pero, como dice Bonhbffer, es una gracia cara: un don que se ha de desear, que se ha de querer aceptar, una propuesta a la que se debe responder. Porque si no, se corre el riesgo de considerar la fe tan solo como un saber, una ética, un cumplimiento. No es que esto no forme parte de la fe cristiana, pero esta es globalmente mucho más. Viene a ser, en definitiva, todo un sentido de la vida, un estilo de existencia, una opción por determinadas dimensiones del ser humano. Desde ahí habrá unas perspectivas dentro de las que la fe se moverá: esas que llamamos sus dimensiones antropológicas. Una de ellas es la propuesta por Pedro: «Dar razón de nuestra esperanza», porque la fe tiene todo que ver con nuestro futuro. Otra es el seguimiento personal: «Me llamaste, Señor, y no me pude resistir», producto de una llamada directa a la que se ha respondido: «Aquí estoy». De todo ello podemos y debemos dar razón, testimoniar por qué uno se ha dejado arrastrar: «Porque creo que Jesús es el Señor».

Podríamos hablar también de otras dimensiones de la fe cristiana: la alabanza, la acción de gracias, el compromiso, la praxis militante... Porque la fe, como la vida (al fin y al cabo aquella se define en las zonas más hondas de la decisión humana), precisa del concurso de todas sus dimensiones para poder ser vivida plenamente. Por ello, aun a riesgo de simplificar demasiado, diremos que la fe cristiana tiene una triple dimensión: noética, ética y estética. La primera corresponde a la expresión doctrinal y teológica. La segunda se desarrolla por la vía moral, que es más que un hacer o no hacer: es un saber vivir como exigencia de la fe que rebosa de toda la vida del discípulo de Cristo. La tercera dimensión es la estética, mediante la cual el cristiano expresa/celebra su fe personal y comunitariamente.

Las confesiones de fe se han movido preferentemente en la dimensión noética: credos, catecismos, teología, se han preocupado de fijar contenidos, pero dejando fuera otras dimensiones también fundamentales. Es verdad que los mandamientos, códigos y leyes han organizado en cierto modo la dimensión ética de la fe. Pero unos y otros no han recogido la impresionante dimensión de la vida de los testigos, confesores, mártires... Esos credos y códigos han olvidado casi por completo que la vida –la forma de existencia y su celebración–nos define o no como cristianos, expresa lo que creemos y cómo creemos: «La práctica religiosa pura y si.n mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse de los vicios del mundo» (Sant 1,27). Es cierto que los credos, nacidos de la liturgia de la iniciación cristiana, tienen su origen en la dimensión estética de la fe. Pero, especialmente a partir de las primeras herejías y concilios, se hicieron respuesta de fe ortodoxa, test de autenticidad eclesial. Con todo, siempre se ha tenido claro que no se puede creer sin amar y que la confesión de fe pasa por la formulación doctrinal, la praxis de la vida y la celebración. Quizás algunas de las actuales y vitalistas confesiones de fe a que antes aludíamos no son sino el eco de otras de cualificados testigos: Félix, Gotescalco, Berengario, san Bruno.

Esto nos lleva de la mano a definir los credos como algo complejo, que intentan formular la fe contenida en la Escritura, pero no son instrumentos o reglas fijas que se deben aplicar sin más. Son auténticas creaciones de la Iglesia, a partir de dos polos indisociables: Jesucristo y la Iglesia. En el fondo van a suponer al cristiano una toma de posición respecto al mundo: el hombre es un ser que se va haciendo en la historia.

Por otra parte, los credos nacen también para ayudar a creer rectamente, para guardar de una fe aberrante, para evitar incorrectas formulaciones, vivencias y expresiones de la fe verdadera. Por eso su contenido ha de ser sustancial, a menudo cargado de ideología; pero su función es variable según las circunstancias. En ocasiones los símbolos dejaron de ser vivencia, expresión y confesión de fe, llegando a convertirse —caso límite—en puerta de la excomunión. Con todo, hay que decir que ningún credo es definitivo, inamovible, irreversible: todos están elaborados con palabras humanas, siempre perceptibles y capaces de expresar mejor la fe en un Dios que es absolutamente Otro.

A partir de la estructura ternaria que predomina en todo símbolo de fe, se han querido dividir sus contenidos según una clave trinitaria. Sin negar esa realidad, hay que decir que no se trata de un reparto del contenido conceptual de la fe cristiana entre las tres personas divinas. La verdad es que un credo está formado por palabras humanas acerca de Dios y acerca del hombre, como algo inseparablemente unido; aunque su núcleo central es cristológico, y eso jerarquiza todos sus contenidos, lo cierto es que la fe en Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) sitúa al cristiano en el mundo y en el seno de una comunidad. El yo creo es, en realidad y siempre, un nosotros creemos en medio de la historia.


V. Sentido y validez actuales

Pudiera parecer que un instrumento de la dimensión noética y confesante de la fe cristiana como son los credos, después del uso tan prolongado que han tenido, estuviese ya demasiado erosionado para poder seguir usándose; pero no es así. Algunas muestras recientes de su utilización y aun revalorización por parte de las Iglesias, expresan su vigencia. Tal es el caso del Credo del pueblo de Dios, promulgado por Pablo VI en la clausura del Año de la fe (1968); del prolongado trabajo de la Comisión Fe y constitución, del Consejo mundial de las Iglesias, para lograr una explicación ecuménica de la fe apostólica expresada en el símbolo de Constantinopla, acordada en su V Conferencia general (Santiago de Compostela, agosto de 1993); o del espacio dedicado al Credo en el Catecismo de la Iglesia católica (1992), que supera un tercio de su contenido total. Por eso vamos a fijarnos de forma sucinta en la validez de contenidos que mantienen actualmente su uso en tres direcciones.

a) Teológica. La estructura trinitaria del credo expresa, al mismo tiempo, la referencia al misterio de Dios uno-trino y al misterio de la salvación humana: protología y escatología cierran el círculo de ese misterio que ilumina la fe cristiana. En realidad expresa un camino creyente hacia Dios, que se lleva adelante por medio de Jesucristo en el Espíritu, presente en la Iglesia. Lo doctrinal está subordinado al dinamismo de la fe; por eso el credo no supone tanto creer en Dios sino, en el sentido agustiniano, ir hacia Dios creyendo, un itinerario dinámico, al tiempo personal y comunitario.

El credo no trata de demostrar que Dios existe; lo supone existiendo al margen del hombre, de su historia y del mundo, pero dándoles todo su sentido. La confesión de fe sitúa a Dios en el vértice supremo de toda realidad y al hombre creyente en el camino que, a través de Jesucristo, va realizando al encuentro de ese Dios. El credo concreta la fe del creyente, lo define como cristiano y lo sitúa –en el Espíritu– dentro de la comunión eclesial en su marcha hacia la vida eterna.

b) Pastoral. El credo es creación eclesial, no pertenece al iniciado en la fe. Deriva del ministerio de la predicación y enseñanza apostólicas, de las que dimana toda la tarea pastoral de la Iglesia. Por eso el «yo creo» es de la comunidad a la que se incorpora el nuevo creyente que lo profesa, para tener acceso a la vida nueva en Dios, lo cual le comportará, sin duda, consecuencias morales y compromisos apostólicos concretos.

El credo profesado abre al cristiano a nuevas dimensiones de su existencia en el mundo. Situado en el corazón de la Iglesia, él participa de su ministerio apostólico hacia dentro y de su compromiso evangelizador hacia fuera. Esto debería obligar a las instancias pastorales de la Iglesia, tanto en los procesos de iniciación cristiana como en los de formación permanente, a potenciar la coherencia que el creyente adulto debe tener en ambas direcciones, a integrar armónicamente las tres dimensiones de la fe (noética, ética, estética) en la unidad de una existencia vivida según el evangelio. Si el credo «resume los dones que Dios hace al hombre» (CCE 14), la vida de un cristiano de acuerdo con él será la respuesta que dé en la Iglesia y en el mundo.

c) Ecuménica. Sin negar el servicio que las confesiones de fe prestan dentro de cada Iglesia y ante las otras Iglesias; sin discutir el valor de un credo comúnmente admitido por todas como el de Constantinopla, anterior a las grandes divisiones cristianas..., lo cierto es que, no su letra, sino las explicaciones diversas acerca de sus contenidos, hacen de él actualmente un instrumento muy limitado de ecumenismo oficial.

Posiblemente para propiciar su valor ecuménico, se debería intentar recomponer los instrumentos de confesión de la fe cristiana con imaginación creativa. Por una parte, y eso parece necesario, las Iglesias deberán seguir haciendo confesiones de fe noéticas. Pero hay otra serie de elementos que deberían formar parte de ellas si se quiere que sirvan ecuménicamente a la causa de la unidad cristiana. Partiendo de un hecho tan central como es el bautismo, que introduce en la Iglesia, y que los cristianos de todas las denominaciones reciben válidamente, ¿habrá ruptura o separación más fuerte que la unidad aportada por este sacramento? Debería ser posible, cuando se ha llegado a un ecumenismo tan desarrollado como el actual —respetando las diferencias doctrinales que nos separan y que los credos ponen de relieve–, que las confesiones de fe pudieran integrar otras realidades que ya nos unen realmente: miembros de distintas Iglesias, hermanados por el mismo bautismo, orando y celebrando juntos; actuaciones y compromisos por encima de las divisiones; testimonio común que se aporta ya (recuérdense los mártires de Uganda, católicos y anglicanos, confesando juntos la fe hasta la muerte).

Respetando el uso de las viejas formulaciones de fe, habrá que buscar en este tiempo otras nuevas que expresen el pluralismo de las tradiciones cristianas diversas, que no oculten nuestras diferencias, pero que no impidan buscar la convergencia. Hoy ya debiera ser posible formular confesiones de fe ecuménica, expresando lo que nos une realmente, posibles modelos de una fe cristiana creída, practicada, celebrada... por cristianos de Iglesias distintas. Desde la koinonía efectiva entre las personas y grupos, comunidades y quizás Iglesias, debiéramos estar dispuestos a «contestar a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza», a aportar el testimonio de nuestro común destino en Cristo.

Concluyendo, el servicio histórico prestado por los símbolos de fe a la Iglesia parece que debe mantenerse en activo, ahondando en los contenidos de una fe transmitida por el ministerio apostólico y potenciando su dimensión celebrativa, para ser mejor vivido el misterio de la existencia cristiana en el mundo. Además, la causa de la unidad cristiana debe urgir a las Iglesias a acelerar el servicio ecuménico que estos símbolos deben prestar en el inmediato futuro.


VI. Claves catequéticas del credo

1. EL CREDO EN LA POSMODERNIDAD. Hablar de un credo hoy resulta difícil. La posmodernidad es la cultura de la estética, de la imagen, de lo superficial, de lo inmediato. Es la cultura que valora por encima de todo lo subjetivo y lo pequeño, y por lo tanto no gusta de lo objetivo, de los grandes ideales. En la posmodernidad todo vale y todo tiene su sitio. Así, el posmoderno se siente sometido a una avalancha de informaciones y estímulos difíciles de estructurar, hace de la necesidad virtud y opta por un vagabundear incierto de unas ideas a otras. No se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende y sus opciones son susceptibles de modificaciones rápidas. En las relaciones personales renuncia a los compromisos profundos, su meta es ser independiente afectivamente, no sentirse vulnerable.

Así pues, la posmodernidad no admite fácilmente el monoteísmo (un Dios, una fe, un bautismo), porque profesar este es tomar en serio la gravedad de lo real, admitir que las cosas tienen peso ontológico, comprometerse con la existencia, convertir el mensaje evangélico en militancia. Por tanto, resulta difícil para la sociedad actual aceptar un mismo credo para todos, con todo lo que ello significa. Bien es cierto que no existe una actitud de rechazo, pero no siempre es acogido en toda su profundidad.

2. EL CREDO, TAREA DE LA CATEQUESIS. Sin embargo esta es la tarea fundamental de la catequesis. La catequesis arranca de la vivencia de la propia fe, y de esa vivencia surge la necesidad de transmitirla a otros, que harán el recorrido hasta confesar vitalmente la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; es decir, la catequesis debe ayudarnos a «conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo» (DGC 85). Así pues, «la catequesis es esa forma particular del ministerio de la Palabra que hace madurar la conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa confesión de fe: la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (DGC 82).

Por lo tanto, toda catequesis ha de tener claro que la confesión de fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es el punto hacia el que siempre tiene que apuntar, y no sólo desde la mera teoría, sino desde la vida. El catecúmeno debe llegar a confesar como san Pablo «ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí» (Gál 2,20). Habrá que tener en cuenta que esta confesión de la fe, si bien ha de ser

proclamada de modo singular y personal, no es menos cierto que ese «creo» se hace en el seno y en relación con toda la Iglesia, nos une a toda la Iglesia. Por tanto, el «creo» y el «creemos» no se excluyen, sino que se implican (DGC 83). La confesión personal de la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos hace vivir en comunidad, como Dios mismo es comunidad.

3. CRITERIOS ORIENTADORES. La catequesis no debe utilizar la confesión de la fe, el credo, como algo marginal, ni como algo que aparece como un meteorito, sino como expresión de la propia vida. La catequesis ayudará a descubrir el sentido profundo del credo y todo lo que este implica. La catequesis debe ayudar a tomar conciencia de que el credo no es algo privado, como no lo es la fe, sino algo comunitario; es al mismo tiempo una realidad personal y eclesial. La vivencia del Credo es todo un proceso que inicia «el que, por el primer anuncio, se convierte a Jesucristo y le reconoce como Señor... ayudado por la catequesis» y «que desemboca necesariamente en la confesión explícita de la Trinidad» (DGC 82).

En el credo están las verdades más relevantes de la fe católica, pero ello no significa que este agote todo el mensaje cristiano. La confesión de la fe no es sólo algo teórico, sino que implica una vivencia de la fe de forma integral, en todas las dimensiones de la vida. La confesión de la fe debe llevar a una vida nueva, en relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como a un compromiso con el reino de Dios. Para ello serán necesarios catequistas que tengan claro que lo suyo no es hacer sólo una pandilla de amigos, ni transmitir sus ideas, sino el mensaje cristiano, de forma completa e integral, que se nos transmite a través de la Iglesia, de quien recibe la misión; una misión que implica también un testimonio y una vivencia de la fe, para poder ser un auténtico instrumento al servicio del encuentro del hombre con Dios. La confesión de fe es algo que se va haciendo progresivamente, por lo que se debe celebrar de forma litúrgico-catequética con algún signo o símbolo que exprese el crecimiento de la fe.


VII. Proyecto de una catequesis sobre el credo

Para elaborar un proyecto de catequesis sobre el credo, es necesario tener en cuenta los siguientes elementos:

a) Objetivos generales: Ofertar un proceso en el cual los niños, jóvenes y adultos vayan haciendo un camino, al final del cual sean capaces, en la medida de sus posibilidades, de vivir, entender y proclamar la fe en el Dios de Jesús. Profundizar en la propia fe, descubriendo la grandeza de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ayudar a tomar conciencia de la hondura que tiene el decir que creemos, y lo que ello supone de compromiso para nuestra vida personal y comunitaria.

b) Aspectos metodológicos: Los objetivos que acabamos de presentar son para todos: niños, jóvenes y adultos. Sin embargo, queda claro que no a todos se les pedirá igual profundidad. En los niños se buscará la sencillez y la concreción en los temas a desarrollar, y en los jóvenes se tendrán en cuenta sus inquietudes e interrogantes, como también en los adultos, para los que se prestará especial atención a la religiosidad popular. En todos ellos destacamos la importancia de la propia vida. Queremos plantear una catequesis del credo que arranque de la propia vida del catecúmeno. Por ello presentamos tres propuestas distintas, según edades y situaciones.

1. EN LA INFANCIA. Presentamos una propuesta en tres etapas bien diferenciadas: de 3 a 7 años «Creo en Dios Padre; de 7 a 9 «Creo en Jesucristo»; de 9 a 11 «Creo en el Espíritu y la Iglesia». La etapa de la preadolescencia, o sea, de 11 a 14 años, es una etapa compleja que debe ser menos catequética y más de educación en valores y por eso no la incluimos aquí.

a) De los 3 a los 7 años es la etapa de lo que llamamos el despertar religioso, en el cual el niño va captando a Dios a través de la grandeza y de la belleza de la creación o del amor que percibe en las personas más cercanas. Sin embargo, en esta edad, el niño sólo puede vislumbrar lo que es Dios. En esta etapa se deberá enseñar al niño que Dios en un Padre bueno que nos quiere mucho, así como a descubrir que todo es un regalo maravilloso de Dios, que él lo hizo todo y que también nos hizo a nosotros. Será importante en esta edad iniciar al niño en el mundo de los símbolos, de los gestos y de los signos que expresan ese cariño de Dios Padre.

b) De los 7 a los 9 años es la etapa destinada a la iniciación en la fe en la que el niño empieza a razonar las intenciones de Dios, su fe se va haciendo más consciente y con más conocimientos sobre Dios, del cual destaca los atributos de grande, fuerte, bueno... La memorización de oraciones o del mismo credo le resulta relativamente fácil. Sin embargo, es bueno que esa memorización vaya acompañada de catequesis a través de los aspectos concretos, porque el credo no es algo abstracto y por tanto ininteligible. En esta etapa se hará especial hincapié en descubrir a Jesús como ese amigo que nunca falla, que siempre está a nuestro lado, que nació de la Virgen María y que siempre hizo el bien a todos, sobre todo a los más necesitados, que dio su vida por amor a nosotros y que resucitó y está junto a su Padre Dios, que también es nuestro Padre.

c) De los 9 a los 11 años es la etapa llamada de la infancia adulta, apropiada para hacer la primera síntesis de fe, donde el niño es capaz de interiorizar y personalizar el ser de Dios. Tiene ya capacidad para abstraer y relacionar, así como para hablar con Dios, y sobre todo con Jesús, de una forma más personal. A esta edad ya es capaz de hacer pequeñas opciones y gusta del grupo. Será importante en esta etapa ayudar al niño a tomar conciencia de que Dios le ama y siempre le perdona, y de que nunca le abandona, sino que está siempre a su lado a través de su Espíritu, alentándole y dándole fuerza para seguir adelante, y de que todos los que formamos la Iglesia somos el grupo de los amigos de Jesús, con quien un día viviremos todos.

2. A LOS ADOLESCENTES Y JÓVENES. La cultura posmoderna marca en gran medida al joven de hoy con su afluencia de informaciones y su invitación a los cambios rápidos. Esto dificulta en gran medida la vivencia de la fe en profundidad y para siempre. No cabe duda de que el joven de hoy conecta con muchos de los valores del evangelio, como la libertad, la fraternidad, el amor, la justicia... Pero raras veces se siente con fuerza para hacerlos realidad en su vida en todo momento; más bien es capaz de compaginar estos valores con otros totalmente opuestos. En este sentido una catequesis que tenga como base el credo deberá tener en cuenta los valores de los jóvenes de hoy, y al mismo tiempo es necesario ayudarles a que sean capaces de ir haciendo pequeñas confesiones de fe, pequeñas opciones en la vida, que le vayan capacitando para confesar la fe de forma madura. Será importante que el grupo vaya expresando su fe a través de sus pequeñas síntesis que expresen lo que es su vida.

Entre los contenidos debemos destacar la figura de Dios, que nos lo ha dado todo, que se hace hombre en Jesús, que vive libre ante toda atadura, que anuncia el Reino, que es un Reino de amor, de justicia, de fraternidad, de perdón. Jesús, que da su vida por amor a nosotros y que resucita. Ese mismo amor se manifiesta hoy en la Iglesia a través de su Espíritu, en espera del encuentro definitivo con Dios.

3. A LOS ADULTOS. Los adultos son los destinatarios fundamentales de toda catequesis, debido a que pueden vivir la fe de una forma madura, y al mismo tiempo tienen mucha responsabilidad en la educación de las futuras generaciones en esta fe. Sin embargo, esta fe se tambalea ante la escasa formación religiosa, los interrogantes que plantea la sociedad actual o la misma comodidad, que invita a no comprometerse de forma definitiva. A ello hay que unir el crecimiento del ateísmo y sobre todo la indiferencia y la proliferación de las sectas.

Todo ello hace cada vez más difícil la formación en la fe de la Iglesia que proclamamos en el credo. En este sentido, una catequesis de adultos desde el credo debe servir para descubrir a Dios como el autor de la vida, que da sentido a nuestra existencia y camina siempre a nuestro lado. Nuestra fe en él es una fe que implica una actitud nueva ante Dios y ante la vida y un compromiso en la Iglesia por la construcción del reino de Dios, que ya está aquí entre nosotros y que un día será definitivo.

Los contenidos podrían ser: Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, que nació de María, que pasó haciendo el bien, acercándose sobre todo a los más necesitados, que murió, resucitó y está a la derecha del Padre, y que vendrá a juzgar al fin de los tiempos. Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

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Carlos García Cortés
Luis Otero Outes y
Jesús Andrés López Calvo