REVELACIÓN DE DIOS
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SUMARIO: 1. La voluntad salvífica universal de Dios: 1. Dios «quiere que todos los hombres se salven»; 2. Dios se puede encontrar «a tientas, aunque no está lejos de cada uno de nosotros». II. Del Vaticano I al Vaticano II: 1. Apunte histórico; 2. La Revelación como instrucción sobrenatural, en el Vaticano 1; 3. La Revelación como autocomunicación de Dios, en el Vaticano II. III. Modelos teológicos fundamentales de la Revelación. IV. La transmisión de la Revelación: 1. La problemática del capítulo II de la «Dei Verbum»; 2. El principio católico de Tradición y de transmisión de la Revelación. V. La persona humana, abierta a acoger la Revelación: 1. El hombre es «capaz de Dios»; 2. La fe y la razón en camino hacia la verdad; 3. La catequesis: «unión de enseñanza y vida, de fe y razón»; 4. Capacidad de la persona humana para la Revelación. VI. La catequesis de la Revelación: 1. Horizonte antropológico de la Revelación; 2. La Revelación y la catequesis; 3. Algunas orientaciones pedagógicas.


I. La voluntad salvífica universal de Dios

La revelación de Dios por Jesucristo —la Revelación propiamente dicha—se enmarca dentro de la decisiva manifestación de la voluntad salvífica universal, la cual puede ser descrita como una inicial y secreta «revelación general» correlativa a ella.

1. DIos «QUIERE QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN» (1Tim 2,4). El texto clásico de la Escritura sobre la voluntad salvífica universal de Dios se encuentra en 1 Tim 2,1-6. La afirmación de que la salvación toca a todos los hombres aparece en él insistentemente al reiterarse por tres veces la palabra todos (vv. 1.4.6), que resuena posteriormente con la fórmula de que Dios «es el Salvador de todos los hombres» (1Tim 4,10) y «que trae la salvación para todos los hombres» (Tit 2,11). Esta doctrina encuentra sus paralelos en los evangelios sinópticos, cuando se refieren a Jesús tanto al «dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45=Mt 20,28) como a su «sangre derramada por todos» (Mc 14,24=Mt 26,28=Lc 22,20). También la literatura joánica apunta a esta visión universalista (cf Jn 1,29; 3,16-21; 8,12; 1Jn 2,2).

La fe de la Iglesia ha confesado esta voluntad salvífica universal de Dios desde antiguo, especialmente en los símbolos de la fe, al afirmar que Cristo murió «por todos los hombres». Ya en el siglo XVI, con el concilio de Trento, se declara que todos los hombres reciben la gracia suficiente para alcanzar la salvación (cf DS 1568). Y a partir de ahí, surge la constatación continuada de que Cristo no murió sólo para los creyentes sino para todos (cf desde las condenas del jansenismo en el siglo XVII hasta la doctrina sobre los miembros de la Iglesia en la encíclica de Pío XII, Mystici corporis, de 1943).

Esta doctrina ha sido formulada con una prospectiva positiva y optimista por el Vaticano II en diversos documentos:

a) Así la Lumen gentium empieza la presentación de las diversas relaciones de los hombres con el pueblo de Dios con esta afirmación central: «todos los hombres están invitados al pueblo de Dios» (LG 13). Y más adelante precisa: «en efecto, los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (LG 16); concreción de lo antes afirmado referente a que «todos los hombres están invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal. A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios» (LG 13).

b) En el decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, se cita el texto básico de ITim 2,4 sobre la voluntad salvífica universal de Dios. Esta vocación a la salvación se concreta en la Iglesia y en el bautismo, «aunque Dios, por caminos conocidos sólo por él, puede llevar a la fe, sin la que es imposible agradarle, a los hombres que ignoran el evangelio sin culpa propia» (AG 7).

c) La constitución pastoral Gaudium et spes concluye la consideración y la vocación del hombre, retomando el texto de LG 16, referido a la presencia de la gracia de Cristo en el corazón de todo hombre de buena voluntad, y añade: «Cristo murió por todos (cf Rom 8,32) y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (GS 22).

d) Finalmente, la afirmación central del Vaticano II de que la Iglesia es signo e instrumento universal de la salvación, mediante la expresión «sacramento» (LG 1, 9, 48; AG 1; GS 45), subraya aún más la voluntad salvífica universal de Dios. En efecto, como sacramento, signo e instrumento de la salvación, «Cristo hizo de él (del pueblo mesiánico) una comunión de vida, de amor y de unidad, como instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf Mt 5,13-16)» (LG 9). Por esta razón se comprende la síntesis universalista de GS: «todo el bien que el pueblo de Dios puede aportar a la familia humana en el tiempo de su peregrinación terrena, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación" (cf LG 7), que manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45).

Esta enseñanza conciliar ha sido recogida claramente por el Catecismo de la Iglesia católica, al explicar en esta clave el clásico axioma: «fuera de la Iglesia no hay salvación» (CCE 846-848), y al tratar de la necesidad del bautismo (CCE 1257-1261). En esta línea se sitúa tanto la carta encíclica de Juan Pablo II Redemptor hominis, 13, como el documento de la Comisión teológica internacional El cristianismo y las religiones, de 1996, para el que «los dones que Dios ofrece a todos los hombres para conducirlos a la salvación se fundan, según el Concilio, en su voluntad salvífica universal (LG 2, 3, 16; AG 7)» (69).

2. DIos SE PUEDE ENCONTRAR «A TIENTAS, AUNQUE NO ESTÁ LEJOS DE CADA UNO DE NOSOTROS» (He 17,27). Esta vocación universal a la salvación ofrecida por Dios, sirve de base para afirmar la existencia de una historia de la salvación universal o general coextensiva con la historia humana, puesto que «Dios en su providencia tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos, como una preparación al evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos los hombres para que puedan tener finalmente vida» (LG 16).

Esta vocación, frecuentemente, se realiza de modo secreto en el corazón de «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible» (GS 22), que así reciben la comunicación y el don de Dios –su gracia–, aunque no la reconozcan. Pero «este designio universal de Dios para la salvación del género humano no se realiza solamente de un modo casi secreto en la mente de los hombres o por iniciativas incluso religiosas, con las que los hombres buscan de muchas maneras a Dios, para "ver si buscando a tientas lo podían encontrar, aunque no está lejos de cada uno de nosotros" (cf He 17,27). Estas iniciativas necesitan ser iluminadas y purificadas, aunque, por el benévolo designio del Dios providente, algunas veces pueden considerarse como preparación pedagógica hacia el verdadero Dios o preparación evangélica» (AG 3).

Más aún, Dios ha dado «a conocer el designio misterioso de su voluntad, según los planes que se propuso realizar por medio de Cristo cuando se cumpliera el tiempo» (Ef 1,9s.), y así «para establecer la paz o comunión con él y armonizar la sociedad fraterna entre los hombres, pecadores estos, decidió entrar en la historia de los hombres de un modo nuevo y definitivo enviando a su Hijo» (AG 3).

En esta historia general o universal de la salvación se manifiesta una presencia secreta de Dios –el don de su gracia– que, más que una comunicación de un contenido concreto, supone un nuevo horizonte de esta historia y de los hombres en ella, por razón de la acción iluminativa interior propia del don de la gracia, «que mueve el corazón y abre los ojos de la inteligencia» (DV 5; cf también DV 8 y LG 12). Horizonte implícito y frecuentemente no sabido, pero que es el mismo Dios como respuesta absoluta a la apertura y a la búsqueda, muchas veces anónima, del hombre.

Pero Dios no ha querido quedarse en esta historia general y universal de la salvación –a veces calificada también como revelación o presencia secreta de Dios trascendental, virtual o, quizá mejor, implícita–, sino que ha dado un paso más, y ha traducido esta presencia secreta en una Revelación explícita y concreta de Dios por Jesucristo en la Iglesia, y así ha revelado el «misterio mantenido en secreto desde tiempo eterno» (Rom 16,25), «llevando la historia a su plenitud» (Ef 1,10). Y todo esto, porque «Dios, que "habita una luz inaccesible" (ITim 6,16), quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas» (CCE 52).


II. Del Vaticano I al Vaticano II

1. APUNTE HISTÓRICO. El Vaticano I (año 1870) es el primer concilio que trató expresamente la Revelación como tal, siguiendo los primeros documentos eclesiásticos que la trataban desde esta perspectiva durante el siglo XIX. Los concilios anteriores habían definido diversos puntos de su contenido, pero no habían tratado de su existencia, de su necesidad y de su relación con el conocimiento racional de Dios.

Los documentos mencionados, especialmente el Vaticano I, son los primeros documentos magisteriales que designan bajo el nombre de Revelación el objeto de la fe. Anteriormente tal objeto se designaba con otros nombres. Así, el IV concilio de Letrán (año 1215) habla de la «doctrina salvífica» y del «camino de la vida» (DS 801). El concilio de Trento (años 1545-1563) se refiere al «evangelio, fuente de la verdad salvífica y de la disciplina de costumbres» (DS 1501). La innovación del Vaticano I aparece cuando sustituye las palabras evangelio y verdad salvadora por la expresión revelación sobrenatural (DS 3006).

Fue durante los siglos XVII, XVIII y XIX cuando se forjó la expresión Revelación para designar el objeto de la fe. En efecto, durante esta época los teólogos católicos combatieron el llamado deísmo, es decir, la doctrina según la cual el hombre ilustrado debe limitarse a la religión natural descubierta por la razón. Contra esta doctrina, quisieron mostrar que la religión natural no basta y que es necesaria una revelación positiva y sobrenatural para prevenir sus desviaciones y para dar a conocer los misterios inaccesibles a la razón. Estas tesis fueron el centro de una nueva disciplina teológica: la Apologética, surgida también en esta época. Así se explica la promoción teórica de la palabra Revelación para designar el objeto específico de la fe cristiana y su uso en el Vaticano I.

2. LA REVELACIÓN COMO INSTRUCCIÓN SOBRENATURAL, EN EL VATICANO I (año 1870). El Vaticano I comprende la Revelación como «la doctrina de la fe» (DS 3020), que se manifiesta en el conjunto de los misterios contenidos en la palabra escrita y transmitida, y propuestos por el Magisterio de la Iglesia (cf DS 3011). Así identifica prácticamente revelación y doctrina de la fe, revelación y verdades de fe.

En cambio, los teólogos medievales, como santo Tomás y san Buenaventura –ambos del siglo XIII–, distinguían estos conceptos: así, por un lado, el objeto de la fe era calificado como doctrina sagrada, verdad de fe o verdad salvífica y, por otro, la expresión revelación servía para definir su origen divino y, por tanto, revelado. La identificación de ambos conceptos empieza a aparecer posteriormente, a partir del siglo XVII, unido a la concepción del orden natural y el sobrenatural como dos etapas superpuestas, sin casi unión interna, mientras que el mismo santo Tomás las unía internamente a partir del «deseo natural de ver a Dios». Así pues, lo que desde el siglo XVII se califica como revelación sobrenatural se sobrepone al conocimiento natural como un orden superior que difícilmente se comunica con el inferior. De ahí surge, por un lado, un conocimiento racional seguro de sí mismo y sin misterio y, por otro lado, un conocimiento misterioso garantizado sólo por la autoridad divina.

Existe un punto común en toda esta historia y es que la función central de Cristo no aparece con suficiencia. Así, en los textos del Vaticano I sobre la Revelación, fuera de las citas de la Escritura o del concilio de Trento, Cristo sorprendentemente no se nombra. No es extraño que tal concepción fuera criticada, aunque de forma excesivamente polémica, por los teólogos llamados modernistas, siendo, con todo, reafirmado su contenido por diversos documentos magisteriales posteriores (cf DS 3420-22). No será hasta el Vaticano II cuando se consagre oficialmente un concepto más matizado y rico de la Revelación, elaborado en el intervalo por la reflexión de los teólogos.

3. LA REVELACIÓN COMO AUTOCOMUNICACIÓN DE DIOS, EN EL VATICANO II (años 1962/1965). El 18 de noviembre de 1965 fue promulgada por Pablo VI la constitución dogmática Dei Verbum, sobre la Revelación divina. Terminaba así el camino más largo y laborioso de los textos conciliares elaborados por el Vaticano II. El documento aprobado quedó articulado en torno a dos grandes bloques: el primero está centrado en la Revelación (c. I) y su transmisión (c. II) y el segundo trata de la Escritura (cc. IIIVI). Es el primer bloque, formado por el proemio (DV 1) con los capítulos I (DV 2-6) y II (DV 7-10), el que asume más directamente el tema de la Revelación. Esta doctrina conciliar se encuentra recogida y sintetizada posteriormente en el Catecismo de la Iglesia católica (50-95).

Las dos palabras que designan esta constitución dogmática sobre la Revelación divina (Dei Verbum) resumen exactamente su objeto: se trata de la palabra de Dios, que el Concilio «escucha con espíritu religioso». Esta fórmula atestigua cómo el magisterio supremo de la Iglesia ejercido por el Concilio muestra su sumisión a la Palabra y que, estando a su servicio, la «escucha respetuosamente, la guarda religiosamente y la explica fielmente» (DV 10). A su vez, el texto de 1Jn 1,2-3 citado en DV 1 indica el objeto, el modo, la transmisión y la finalidad de la Revelación: la comunión apostólico-eclesial, que tiene su término definitivo en la comunión divino-trinitaria, como muestra este significativo doble uso de comunión en el Concilio, citando 1Jn 1,3.

El Vaticano II se presenta «siguiendo las huellas de los concilios de Trento y Vaticano I» (DV 1). Concretamente se refiere al decreto sobre la Escritura de Trento (cf DV 7, 9, 11), y a la constitución dogmática sobre la Fe del Vaticano I (cf DV 5-8, 10-12). Ahora bien, el marco y el orden mismo en el que la DV sitúa todas estas citas, invita no sólo a una continuidad de tales enseñanzas conciliares previas, sino también a una relectura en clave de lenguaje más trinitario e histórico que da el tono a todo el conjunto. En definitiva, se manifiesta una nueva apreciación de la relación entre historia y verdad en la presentación de la Revelación (cf las expresiones: «economía e historia de salvación» y «gestos y palabras»: DV 2, 4, 7-8, 14-15, 17-18, y la centralidad de Jesucristo).

En el primer capítulo se desarrolla el concepto de Revelación, descrita como una «auto-revelación del mismo Dios» (seipsum revelavit:• DV 2). De esta forma el concepto de Revelación parte del decisivo de comunión (cf DV 1, con Un 1,2s.; DV 2; DV 10, con He 2,42) e incluye el conocimiento de «la doctrina» (DV 2) y «los bienes divinos» (DV 6) a partir del encuentro salvador con Cristo.

En segundo lugar, se afirma que tal Revelación se realiza «por medio de acciones y palabras íntimamente unidas» (DV 2; cf 4), en un claro carácter a la vez histórico y sacramental de la Revelación. Es una comprensión más bíblica de la Revelación en la línea de la palabra de Dios —el dabar (=palabra/hecho) hebreo— que asume unitariamente su doble aspecto tanto cognoscitivo como fáctico.

En tercer lugar, se subraya que Cristo es a la vez no sólo el mediador sino la plenitud de toda Revelación (cf DV 2, 4). De hecho el Antiguo Testamento fue una preparación de la revelación evangélica (cf DV 3, 16), y en la persona de Jesús, Palabra encarnada, en sus palabras y obras, en su muerte y resurrección, se manifestó de forma decisiva. Por esta razón, después de él no debe esperarse ya ninguna revelación pública antes del fin de los tiempos (cf DV 4).

En cuarto lugar, esta revelación histórica se relaciona con la manifestación de Dios a partir de las realidades creadas. En la cita del texto clásico sobre el conocimiento natural de Dios de Rom 1,19-20, la DV 3, tal como hizo ya el Vaticano I, muestra la posibilidad de este conocimiento por la razón humana. Pero, a su vez, añade una referencia a Jn 1,3 donde se recuerda que Dios realizó ya la creación por su Palabra. Gracias, pues, a estas dos observaciones se establece una íntima ligazón entre la revelación histórica en Jesucristo y la manifestación natural en la creación por la Palabra, en vez de dejarlas como dos etapas superpuestas y sin relación. Por eso el texto evita el uso del difícil adjetivo sobrenatural, que puede sugerir una superposición, y opta por una expresión patrística y medieval más unitaria: «la salvación suprema» (salus superna), que resuena en la Gaudium et spes cuando afirma que «la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la divina» (GS 22).

Finalmente, en correlación con esta concepción de la Revelación, se presenta una visión más integral de la fe. La DV 5, además de recordar el Vaticano I, que la definía como «una total sumisión del entendimiento y de la voluntad», subraya novedosamente el carácter global y plenamente humano de tal acogida, por la cual «el hombre se entrega entera y libremente a Dios». A su vez, subraya que el Espíritu «mueve el corazón, lo convierte a Dios y abre los ojos del entendimiento»: expresiones todas ellas de cuño bíblico, patrístico y teológico, que han servido para la renovación del tratado de la fe (cf Jer 24; Ez 36; Lc 24,16.31; Jn 6,9; Ef 1,17s.; así como las expresiones: «el maestro interior» de san Agustín [PL 44:9721 y «la fe que tiene ojos» —oculata fide— de santo Tomás [Sum. Theol. III, q. 55, 2.1]).

El segundo capítulo se centra en la transmisión de la Revelación, y fue sin duda la parte más delicada de la DV. El texto final de la DV 9 aporta los siguientes elementos teológicos: 1) Escritura y Tradición brotan de un mismo manantial; 2) ambas están unidas «en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin»: así se elude hablar de «dos fuentes autónomas», ya que forman el «único depósito sagrado de la palabra de Dios» (DV 10), y son «suprema norma de su fe» (DV 21); 3) finalmente, se llega a la frase más elaborada: «por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Sagrada Escritura la certeza de todo lo revelado»: así se subraya la aportación decisiva de la Tradición que es la «certeza» de lo revelado (DV 9); ya antes se habían recordado otras dos aportaciones en esta línea: el conocimiento del canon y la interpretación y actualización de la Escritura (cf DV 8, 12). El aporte de la Tradición, pues, se sitúa en el ámbito epistemológico y criteriológico —la certeza de lo revelado— y no como una segunda fuente. Queda además clara su relación con el Magisterio, «el cual no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio», y debe «interpretarla auténticamente» (DV 10).


III. Modelos teológicos fundamentales de la Revelación

La idea de la Revelación ha experimentado una importancia cada vez mayor en la teología cristiana hasta su consagración en los dos concilios vaticanos, refrendada con fuerza por la encíclica Fides et ratio (La fe y la razón) de 1998, la cual afirma que es «punto de referencia y verdadera estrella que orienta el hombre» (FR 14s). Pero su concepción ha acompañado toda la larga historia del cristianismo. Por esto pueden distinguirse tres modelos fundamentales, que son, en cierto sentido, uno consecuencia del otro, pero que no se excluyen y son complementarios en diversos aspectos. En la DV se encuentran elementos de estos tres modelos, aunque su orientación privilegia claramente el tercero (el autocomunicativo), con aspectos del primero (el epifánico), pero parte del segundo (el instructivo), que ha sido el más común en la teología hasta el Vaticano II.

a) La Revelación como experiencia de epifanía. Desde la Edad antigua hasta la Edad media, el término revelación designaba primariamente experiencias de iluminación y era utilizado siempre en plural: revelaciones. Por eso el concepto de epifanía, como manifestación divina, es muy útil para calificar mejor al Dios vivo que se manifiesta y se hace experimentable en su santidad como realidad concretamente presente, como fuerza que crea, guía, juzga y salva. Se trata de una concepción propia del Nuevo Testamento, que interpreta la historia de la salvación como la epifanía de Dios y de Jesucristo (cf Tit 2,13; 1Tim 6,14). Característico de este modelo epifánico de revelación es que lo esencial no se da ni por una enseñanza de tipo teórico ni por la revelación de una verdad escondida, sino por el acontecer y por la manifestación histórica de la misma salvación. En este caso, pues, revelación divina y epifanía de la salvación se identifican. En el inicio de DV 2 se puede encontrar esta perspectiva, puesto que se une la revelación a la «manifestación del misterio de su voluntad», a partir de la importante cita de Efesios 1,9. A su vez, confirma esta orientación la repetida visión de la Revelación como «economía o historia de salvación» en «gestos y palabras» (DV 2, 4, 7-8...), así como la visión iluminativa de la fe (cf DV 5).

b) La Revelación como instrucción. En la Edad media se experimenta una importante tendencia —ya iniciada bajo la influencia del helenismo y de la gnosis— a leer el contenido de la Revelación en clave intelectualista, y de ahí surgió el modelo instructivo de la Revelación, que se centra en informar doctrinalmente sobre los hechos y los contenidos de la enseñanza divina sobre la redención. Así, por ejemplo, santo Tomás la definirá como «manifestación de la verdad» (Sum. Theol. III, 40, 1). En este caso, Revelación y salvación se separan, ya que la primera se reduce a la parte informativa y doctrinal de la historia de la salvación, que sirve como lugar para manifestar las verdades reveladas. Este modelo está presente en la DV, dado que fue el propio del Vaticano I y el dominante hasta el Vaticano II, por ejemplo, al usar la verdad como primer contenido de la Revelación (DV 5, 7-8), así como en la concepción abstracta de la Revelación (DV 4-6) y en el mismo triple uso de la expresión clásica de «depósito de la fe» (DV 10).

A partir de los siglos XIV y XV, este modelo acentuó con fuerza su sentido doctrinal y conceptual: así la Revelación se comprende casi exclusivamente como comunicación de una doctrina sobrenatural, y el proceso de la Revelación viene explicado como manifestación divina de proposiciones conceptuales. Será en esta visión donde la moderna crítica de la Revelación encuentre su punto de partida decisivo (cf J. G. Fichte, E. Kant, G. W. F. Hegel, R. Jaspers, T. Adorno...).

c) La Revelación como autocomunicación. El Vaticano II representa un cambio importante para la concepción teológica de la Revelación. En efecto, la DV desarrolla un concepto de revelación que representa una superación de las estrecheces conceptuales de la teología escolástica y del modelo instructivo. La «doctrina auténtica sobre la revelación» (DV 1) que propone el Concilio es el resultado de una nueva conciencia teológica de los siglos XIX (escuelas de Tubinga y Roma) y XX (protestantes: K. Barth, W. Pannenberg...; católicos: K. Rahner, H. de Lubac, R. Latourelle, E. Schillebeeckx...) y ofrece una nueva perspectiva histórico-cultural, como efecto tardío de la moderna crítica a la revelación.

Así, el Vaticano II recupera en el concepto de revelación el acontecimiento salvífico entero en su sustancia y en su fundamento y lo concibe como autorevelación de Dios —Dios mismo es, en su eterna esencia trinitaria, el Dios de la revelación—. Esto significa que los conceptos «acontecimiento de salvación» y «acontecimiento de revelación» se interpretan mutuamente. Y así el Concilio, con esta ampliación semántica del concepto de revelación, lo integra en el interior del acontecimiento salvífico con su entero contenido y con su carácter esencial.

A su vez, el mismo concepto registra una radicalización teocéntrica: el Dios de la revelación no revela alguna cosa, sino que se revela a sí mismo como Padre en Jesucristo, como mediador y plenitud de la revelación (cf DV 4), y a través del Espíritu está presente en la Iglesia (cf DV 8s). Se trata, pues, de una auto-comunicación al hombre como participación en la misma realidad salvífica de Dios. De ahí surge el modelo teorético-comunicativo-participativo, que subraya tanto el aspecto de comunión-comunicación, ya que genera una relación personal (cf DV 1-2), como el aspecto de participación, ya que a su vez ofrece los «bienes divinos» (DV 6), como son la verdad, la justicia, el amor, la paz... A partir de esta idea de revelación, la misma concepción del cristianismo como religión-de-libro debe superarse, puesto que la revelación cristiana se fundamenta en una comunión personal-vital que conlleva un compromiso personal, y por tanto va más allá de la pura fidelidad formal a un texto. Aquí radica su diferencia radical con el concepto de revelación del judaísmo y del islamismo, conocidos propiamente como religiones-de-libro.


IV. La transmisión de la Revelación

1. LA PROBLEMÁTICA DEL CAPÍTULO II DE LA «DEI VERBUM». Después del capítulo primero, dedicado a la naturaleza de la Revelación, en el capítulo segundo, precisamente el capítulo más laborioso en su redacción final de todo el Vaticano II, la DV centró su atención en su transmisión (DV 8-10). En efecto, la cuestión se planteaba así en los años anteriores al Concilio: la tradición no escrita, ¿transmite o no alguna verdad revelada que no esté contenida en la Escritura? Después del concilio de Trento (cf DS 1501), fue común la primera alternativa, y así se interpretó mayoritariamente en la teología católica (cf los ejemplos próximos tanto del divulgadísimo manual latino de Teología fundamental de J. Salaverri de 1950, profesor de la Universidad de Comillas, como de H. Lennerz, de la Universidad Gregoriana de Roma, promotor de la teoría de las dos fuentes a partir de su Mariología de 1957). El texto preparatorio de la DV se alineaba claramente en la alternativa de la doble fuente de la Revelación y esto provocó el rechazo mayoritario de los padres conciliares. No fue hasta las dos últimas sesiones conciliares cuando se replanteó con nuevas coordenadas lo que posibilitó su aprobación final.

El cambio de perspectiva partió de un estudio más particularizado del decreto tridentino, que puso de relieve el carácter sólo interpretativo de la Tradición en lo que toca a la fe, puesto que, como ya afirmaba santo Tomás, en la Escritura se encuentran «las verdades necesarias para la salvación» (Sum. Theol. I-II, qq. 106, 108...). La Tradición, en cambio, tiene carácter sólo constitutivo para el resto, es decir, para «la disciplina y las costumbres» (así, J. R. Geiselmann, Y. Congar, K. Rahner...). Este enfoque dejó vía libre a una línea de conciliación que propone el Vaticano II, que marca la diferencia entre los datos constitutivos de la Escritura y la función criteriológica de la Tradición. De esta forma queda superado el sentido dado a la teoría de las dos fuentes, más propia de una cierta comprensión católica mayoritaria, y a la de la sola Escritura, más propia del pensamiento protestante.

Nótese, finalmente, que la DV usa la palabra tradición en dos sentidos: por un lado, para describir aquello que no está escrito en la Escritura y, por otro, para exponer todo el proceso de transmisión viviente de la Revelación (cf las palabras sinónimas transmisión, evangelio, predicación apostólica e Iglesia, y el mismo título del c. II: La transmisión de la Revelación). Este último sentido será el eje para el nuevo enfoque de toda la problemática.

2. EL PRINCIPIO CATÓLICO DE TRADICIÓN Y DE TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN. A partir de la aportación conciliar y de los estudios y reflexiones que la han proseguido, se puede formular en tres afirmaciones este principio católico de Tradición, entendido como la transmisión y vida de «la Escritura en la Iglesia».

a) La Escritura, como palabra de Dios, es la «norma suprema de su fe» (DV 21), y por esto es «el alma de toda la teología» (DV 24-25; OT 16), de acuerdo con la fórmula patrística y medieval que ve la Escritura como «regla de la fe y de la verdad» (san Agustín, san Basilio, san Buenaventura, san Tomás...). Todo, por razón de la normatividad fundante del acontecimiento de Cristo, después del cual no «hay que esperar otra revelación pública» (DV 4) hasta el fin de los tiempos. Precisamente la afirmación de que la Escritura es palabra de Dios «inspirada», afirmada por primera vez en el Vaticano I y confirmada por el Vaticano II, pone de relieve el carácter único y normativo de la Escritura en toda la tradición eclesial, puesto que en ella se transmite «la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (DV 11). De ahí la importancia de leerla e interpretarla «con el mismo Espíritu con que fue escrita» (DV 12), tal como proponen diversas formas de su lectura (lectio divina, exégesis espiritual de los Padres, Biblia en la liturgia, lectura de evangelio...; cf el documento de la Pontificia comisión bíblica de 1993, «La interpretación de la Biblia en la Iglesia»).

b) La Tradición, como transmisión de la Revelación, es la expresión de la misma Iglesia que «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree», gracias al «Espíritu Santo, por quien la voz viva del evangelio resuena en la Iglesia y por ella al mundo entero» (DV 8). De esta forma se expresa lo que se puede llamar principio católico de tradición que es «la Escritura transmitida en la Iglesia» como tradición viviente, gracias al mismo «origen, camino y fin» que hay entre la Escritura y la tradición no escrita transmitida por la Iglesia (cf DV 9). Los diversos testimonios de esta tradición, desde los más oficiales –como los santos padres, la liturgia, los credos, los textos conciliares– hasta el testimonio de los santos y de la vida de los cristianos, son importantes para conocerla puesto que son su actualización significativa.

c) El Magisterio vivo de la Iglesia, como ministerio de los pastores que, unidos a los fieles, manifiestan «una maravillosa concordia en conservar, practicar y profesar la fe recibida», tiene como responsabilidad «interpretar auténticamente la palabra de Dios» (DV 10). «La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la alianza instaurada por Dios en Cristo con su pueblo» (CCE 890), gracias al «carisma cierto de verdad» comunicado con la sucesión apostólica a los obispos, los cuales la actualizan «no por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio» (DV 10).

Este magisterio se ejerce de forma suprema y extraordinaria por parte del papa y del cuerpo de los obispos en unión con él, por mediación de un «acto definitivo o ex cathedra» (LG 25), normalmente en concilios o en definiciones expresas, que hasta el presente sólo han sido las referentes a la Inmaculada Concepción, en 1854, y a la Asunción de María, en 1950. El magisterio ordinario, en cambio, que acompaña habitualmente la tradición viviente que es la Iglesia, es una enseñanza que conduce a una mejor inteligencia de la Revelación.

Para discernirlo se ofrecen estos tres criterios: «la naturaleza del documento, su repetición frecuente y su forma de expresarse» (LG 25). Los niveles de autoridad doctrinal del Magisterio, según las precisiones de la Congregación para la doctrina de la fe, se sintetizan en: 1) las definiciones solemnes del contenido de la Revelación, que piden una adhesión de fe teologal; 2) las declaraciones definitivas sobre verdades relacionadas con la fe y costumbres cristianas, que deben ser firmemente aceptadas; 3) las declaraciones no definitivas que ayudan a la comprensión y mantenimiento de la verdad de la palabra de Dios, que exigen un asentimiento religioso, y 4) las intervenciones para aplicar la doctrina católica a cuestiones de particular urgencia, de forma prudente, y a menudo provisional, que postulan un asentimiento leal (Instrucción sobre «la vocación eclesial del teólogo» de 1990).

Así pues, el principio católico de tradición, entendido como «la Escritura en la Iglesia», intenta superar las puras interrelaciones entre Escritura, Tradición y Magisterio, para centrarse en su unidad orgánica en torno a la Iglesia, que es la tradición viva y el eje de toda la transmisión de la Revelación a través de los tiempos, en el interior de la cual existe el Magisterio (cf DV 7-12). Además, fiel a la concepción sacramental de la Iglesia, propia del Vaticano II, se comprende que cada testimonio concreto de la Tradición (Padres, liturgia, concilios, dogmas, sentido de fe del pueblo, «signos de los tiempos», testimonio...) es un «signo actualizador» de la comprensión eclesial de la Escritura, que será diversamente vinculante según el grado de autoridad magisterial que comporte.

En este marco se descubre, pues, cómo doctrina, vida y culto constituyen conjuntamente la realidad de la tradición o transmisión de la Revelación, es decir, la Iglesia, en el interior de la cual se proclama, se vive y se celebra la Escritura, y así «conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree», como memoria y «voz viva» (DV 8) de la revelación de Dios.


V. La persona humana, abierta a acoger la Revelación

1. EL HOMBRE ES «CAPAZ DE Dios» (CCE 27). El Catecismo de la Iglesia católica, de forma novedosa, comienza la parte dedicada a la profesión de la fe con un capítulo titulado: «el hombre es capaz de Dios» (CCE 27-49). En ella se encuentra nuclearmente actualizada toda una teología fundamental, siguiendo las perspectivas del método de la inmanencia, que parte del hombre y de su capacidad y vocación a la escucha de una palabra de Dios (CCE 27-30) y, a su vez, de acuerdo con la filosofía lingüística, se pregunta sobre el significado del lenguaje religioso (CCE 39-43). También recoge la prospectiva más clásica de las vías de acceso al conocimiento de Dios, tanto cosmológicas como antropológicas (CCE 31-35), con un acento particular en las afirmaciones de los dos últimos concilios (Vaticano 1: DS 3004; Vaticano II: DV 61) (CCE 36-38).

2. LA FE Y LA RAZÓN EN CAMINO HACIA LA VERDAD. La encíclica de Juan Pablo II Fe y razón, de 1998, ha desarrollado la articulación de «la fe y la razón como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad» (introducción). Por este motivo, esta encíclica centra su reflexión sobre «el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe» (FR 6), teniendo presente «que fe y razón "se ayudan mutuamente" (cf DS 3019)» (FR 100), ya que «lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad (cf DH 1-3) y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia» (FR 102).

Por esto la relación entre la reflexión teológica, fruto de la fe, y el pensar filosófico, surgido de la razón, «debe estar marcada por la circularidad» donde «el punto de partida es la palabra de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de esta. Por otra parte, ya que la palabra de Dios es Verdad (cf Jn 17,17), favorecerá su mejor comprensión la búsqueda humana de la verdad, o sea el filosofar» (FR 73). Esta circularidad debe entenderse tal como santo Tomás apunta: «la razón natural asciende hacia el conocimiento de Dios por medio de las creaturas y, por otro lado, el conocimiento de la fe desciende de Dios hasta nosotros por medio de la revelación divina, y así resulta que el camino ascendente y el descendente son el mismo» (Summa contra gentes IV, 1; texto de un discurso de 1980 del mismo Papa, citado en FR 60).

3. LA CATEQUESIS: «UNIÓN DE ENSEÑANZA Y VIDA, DE FE Y RAZÓN» (FR 99). La encíclica Fides et ratio se refiere explícitamente a la catequesis, ya que en ella «se da una unión especial entre enseñanza y vida», puesto que «conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la luz de la fe», de las que se enumeran su carácter formativo y, por tanto, su carácter estructurador del pensar y del hacer de la persona, y a su vez se afirma que «la reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible». El centro del anuncio de la catequesis viene sintetizado en la clave de la verdad, tema central de esta encíclica: «el anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cf He 4,12; 1Tim 2,4-6)» (FR 99).

4. CAPACIDAD DE LA PERSONA HUMANA PARA LA REVELACIÓN. a) El hombre, ser abierto y en búsqueda del trascendente. El hombre es un ser abierto y es sujeto activo en la búsqueda, frecuentemente implícita y no formulada, del trascendente, de la verdad definitiva y del mismo Dios. El hombre no es un ser encerrado, sino un sujeto «religado» (X. Zubiri), que constantemente busca, pregunta, opta, se cuestiona y apunta así hacia lo absoluto, hacia lo último, hacia lo trascendente, hacia el mismo Dios, gracias a su «razón sapiencial» o «razón recta» (FR 4, 81), que recuerda la «razón vital» (Ortega y Gasset) y la «inteligencia sentiente» (Zubiri) —¿o su variante como «inteligencia emocional» del psicólogo norteamericano de masas D. Goleman?—. Por eso, el hombre puede ser descrito como un movimiento y ser dinámico abierto al futuro. Ahora bien, si este dinamismo sólo lo soporta, resta en la resignación; si se cierra ante él, puede llegar hasta la desesperación, y si decididamente lo asume, encuentra la fuerza de la esperanza en su apertura y búsqueda.

Este concepto de apertura aparece de forma novedosa en la encíclica Fides et ratio, al afirmar que la persona debe «abrirse a la trascendencia» (FR 15, 23, 41, 75) a partir de la pregunta inicial: «¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida?, preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre» (FR 1). Ahora bien, esta apertura no implica ningún paso posterior necesario y obligado, como si a partir de la razón se pudiese demostrar el contenido de la fe, que llevaría obligatoriamente a creer. En cambio, el concepto de apertura mantiene el significado de la posibilidad y, por tanto, de la libertad del acto de creer, sin la cual ser creyente no tendría sentido.

La teología contemporánea subraya con fuerza esta realidad antropológica básica de la apertura, que es donde radica la inicial capacidad del hombre para la Revelación. El punto de partida más próximo se encuentra en el llamado método de la inmanencia, del filósofo M. Blondel (1861-1949), que quiere mostrar el valor y el sentido de la revelación cristiana como plenitud de una aspiración natural y primordial del hombre. De ahí la formulación del hombre como oyente de la Palabra —título de la obra clásica de K. Rahner de 1963—, que posibilita el paso «de la cuestión del hombre a la cuestión de Dios» —título de la última obra de J. Alfaro en 1988—. En definitiva, se quiere mostrar, siguiendo una expresión paulina, la radical capacidad del hombre para estar libremente a la escucha de la Revelación (cf Rom 10,17).

b) La credibilidad de la Revelación como significatividad. La capacidad del hombre para la revelación de Dios se manifiesta también al mostrar que esta Revelación es creíble, es decir, razonable y significativa para él. Se trata del componente histórico y antropológico de la Revelación y de la fe, es decir, de su estatuto humano propio, ya que el Vaticano II recuerda que en la fe el hombre realiza también un acto plenamente humano, ya que «se entrega entera y libremente a Dios» (DV 5). Precisamente esta es la tarea de la teología fundamental, que «debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad» (FR 67).

Ahora bien, tal asentimiento y entrega, para que pueda calificarse como propio de un acto humano, debe poder mostrar su credibilidad, gracias a la opción decisiva y razonable que comporta. Se trata del tipo de opción que conlleva toda decisión fundamental en la propia vida (como el amor, la amistad, la vocación, el servicio...), que no es ni una pura evidencia que excluye toda duda, ni una pura opinión que ve la verdad contraria como perfectamente equivalente. Esta credibilidad no se demuestra —como intentaba la apologética clásica—, sino que se puede mostrar —horizonte de la teología fundamental actual—, como oferta plausible, digna de fe, fiable y, por tanto, plena de significatividad.

Para descubrir tal significatividad de la credibilidad concreta de la Revelación, convendrá examinar los tres elementos que la constituyen: 1) con una reflexión teológica sobre el sentido de sus contenidos (por ejemplo, qué sentido tiene comprender a Dios como Padre, a Jesús como salvador o a la Iglesia como pueblo de Dios); 2) con un análisis histórico acerca de su significado (cómo Dios-Padre, Cristo-salvador o la Iglesia-pueblo de Dios han incidido en la historia), y 3) con una aproximación antropológica, dado su carácter significativo (cómo el hombre queda interpelado y puede acoger esta revelación de Dios-Padre, de Cristo-salvador o de la Iglesia-pueblo de Dios...). Así pues, la credibilidad mostrada por esta significatividad hace posible encontrar tal plenitud de sentido y significado en las afirmaciones de fe citadas, que la vida personal sólo se convierte en plenamente significativa si se realiza a su luz.

Será, pues, y para concluir, la significatividad propia de la credibilidad de la Revelación la que hará posible afirmar confiadamente con san Pablo, en la confesión de fe, que en verdad «es fiable (pistós) el Dios que os ha llamado a vivir en comunión (koinonía) con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor» (lCor 1,9).


VI. La catequesis de la Revelación

La catequesis y la Revelación guardan siempre una relación estrecha. Una determinada manera de hacer catequesis es reflejo inevitable de una manera determinada de concebir la Revelación1. Esta relación entre ambas es totalmente normal: la catequesis, como ministerio eclesial al servicio de la fe, intenta abrir al catequizando el camino hacia el encuentro, el conocimiento y la acogida del Dios de Jesucristo. Dicho de otro modo, la función propia de la catequesis es comunicar, en clave de actualidad, la revelación de Dios al hombre de hoy 2.

1. HORIZONTE ANTROPOLÓGICO DE LA REVELACIÓN. a) Dios se revela en la historia. La Dei Verbum subraya que la revelación cristiana se da en una historia y en su interpretación auténtica, incluyendo a la vez la horizontalidad del hecho y la verticalidad del sentido salvífico, querido por Dios y notificado por testigos autorizados. La Revelación es a la vez acontecimiento y comentario. Decir que Dios revela «con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí» (DV 2) es decir que Dios entra verdaderamente en comunicación con el hombre, le habla, pero por la mediación de una historia significante y auténticamente interpretada3.

La Revelación culmina en el acontecimiento de la encarnación del Hijo de Dios entre los hombres. Para revelarse, Dios asume la realidad humana total (menos el pecado). «Cristo es a un tiempo mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2) y ocupa, por tanto, una posición absolutamente única en la revelación cristiana. Creer en Cristo es creer en Dios.

La encarnación entraña una inhumanización de Dios (Latourelle) en virtud de la cual todas las dimensiones del hombre (todas las culturas de la humanidad) son asumidas y utilizadas por Dios para servir de expresión y para revelarnos su propio misterio y nuestro misterio de hijos (cf DV 4). De esta forma, la historia humana es ya una revelación germinal: la revelación plena no podrá darse ni al margen ni en contra de la historia de los hombres. No se hablaría de Revelación sin una serie de acontecimientos situados en el tiempo, en un contexto cultural dado y sin testigos autorizados que desvelen, de parte de Dios, la significatividad de estos acontecimientos abiertos a un cumplimiento definitivo en Jesucristo.

Esta es la razón por la cual la Revelación solamente se materializa cuando despierta en el hombre una nueva forma de existencia: cuando el hombre vive el acontecimiento de su historia en relación religiosa con Dios. Lo que pone en juego la Revelación es una actitud religiosa y no simplemente unas fórmulas. Lo que Cristo viene a revelar a los hombres es un nuevo estilo de vida, una praxis. Contemplando a Cristo y escuchándolo, lo que se nos revela es nuestra condición de hijos.

b) El contenido de la Revelación. Dios y el hombre concreto: El hombre no es sólo destinatario de la Revelación; es también, y sobre todo, contenido de la Revelación. Dios se revela únicamente cuando es reconocido y acogido por el hombre. Sin este reconocimiento y sin esta acogida, Dios no es nunca un Dios revelado4. En consecuencia, los hombres actuales, a partir del testimonio de los creyentes que nos han precedido, hemos de descubrir, reconocer y acoger al Dios de Jesucristo hoy, desde nuestro encuentro personal con él. Es verdad que ha llegado a su plenitud en Cristo. Y todo lo que quiera saberse de él pasa necesariamente por el testimonio que de él dejaron los apóstoles. Con los apóstoles queda concluida la entrega de Cristo. Pero es verdad igualmente que los apóstoles no explicitaron toda la riqueza del acontecimiento de Cristo. La tarea de la Iglesia es ir explicitándola a lo largo de la historia hasta la consumación final de esta (parusía).

El acontecimiento de Cristo, en sí mismo definitivo, es captado por los hombres (incluidos los apóstoles) pagando tributo a una significación histórica concreta, que es cambiante, habida cuenta de que depende del horizonte de comprensión del hombre, igualmente cambiante. El dinamismo de la Revelación no está, pues, clausurado ni personal ni colectivamente; queda vinculado necesariamente a la actividad significante del pueblo de Dios que, en cada situación, debe seguir explicitando esa revelación.

Desechado el fundamentalismo, es preciso ir encontrando en cada situación la expresión actual de la presencia (autocomunicación) de Dios en los acontecimientos de la historia (hermenéutica). Por eso la Revelación debe entenderse como una tarea inacabada. La Revelación no es simplemente fidelidad al pasado; es también y eminentemente apertura al futuro. El Espíritu Santo es quien abre la historia de la Revelación, llevando a la Iglesia a descubrir gradualmente la verdad total, al ritmo de la historia5.

El Espíritu actúa en la Iglesia entera como verdadero cuerpo profético. El pueblo de Dios, dentro del cual se encuentra con una cualificación particular (no exclusiva) el magisterio, es, por tanto, el que irá actualizando el acontecimiento de Cristo: los niños, los jóvenes, los adultos, los hombres, las mujeres, los pobres...

c) La historia humana y la historia de la salvación unidas. Asegurar que la historia humana y la historia de la salvación se encuentran unidas no significa, en modo alguno, que ambas sean idénticas. En la historia humana se dan, en efecto, sombras (pecado) y realidades brutas sin una significación real(izada). Existe, no obstante, una unidad entre la experiencia del hombre y la acción reveladora de Dios, entre la comunidad humana y la Iglesia (cf GS 40).

Para designar la relación única que establece la Revelación entre Dios y el hombre, por la mediación de los acontecimientos y de su interpretación, DV retiene la analogía de la Palabra: Dios ha hablado a la humanidad; conversación de amistad con los hombres para llamarles e invitarles a la comunión con él (DV 2). De este modo, la Revelación se abre sobre el misterio de una persona y no de algo: de un Yo (Dios) que se dirige a un Tú (el hombre).

La Revelación tiene un horizonte antropológico en el sentido de que es Luz que desde el misterio divino se proyecta sobre el misterio del hombre. Cristo aparece como mediador de sentido: desde él, en el hombre se abre un camino de luz que aclara la vida, el sufrimiento, la muerte...6. En la perspectiva cristiana, el hombre alcanza la plenitud de sí mismo solamente en la acogida del don de Dios (cf GS 22, 41).

2. LA REVELACIÓN Y LA CATEQUESIS. Esta estructura de la Revelación impone a la catequesis, entre otras, las dimensiones siguientes:

a) El acontecimiento de Cristo, centro de la catequesis. Si se tiene en cuenta que Cristo es a la vez el mediador de la Revelación y su plenitud (DV 2, 4), en la catequesis, como actualizadora de la Revelación, necesariamente el misterio de Cristo será su centro (cf MPD 7-8; CT 6-10; CC 85, 170-179).

La catequesis no puede ser una entrega meramente doctrinal; será más bien una mediación de encuentro con una Persona: Jesús de Nazaret, nacido, muerto y resucitado, que vive por nosotros. La gran tarea de la catequesis es siempre decir quién es Jesucristo, dar sentido al nombre de Cristo. La catequesis debe mostrar con claridad el futuro que Cristo abre a la humanidad y a la verdad de cada uno7. La catequesis, al provocar el encuentro personal del catequizando con Cristo, propiciará en él el deseo de seguirle (cf CC 124).

b) La gratuidad de la revelación de Dios y la catequesis. La dimensión histórica de la Revelación permite percibir fácilmente su carácter de gratuidad. El hecho de que Dios salga efectivamente de su misterio para invitar al hombre a compartir su vida, interviniendo en el campo de la historia humana, no puede tener otro origen que no sea el misterio de su libertad. No es el hombre el que descubre a Dios; es Dios quien se manifiesta cuando él quiere, a quien él quiere y como él quiere. Dios es libertad absoluta. La Revelación es gracia de Dios absolutamente libre. El hombre sólo puede captar algo de este misterio de gracia y libertad dejándose llevar por el Espíritu.

La catequesis busca siempre la fe personal del catequizando. Ahora bien, la fe como orientación decisiva de la vida no se forja escuchando una lección, sino por la mediación de un Tercero interior: «Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios» (lCor 3,6). Solamente Dios puede comunicar. San Pablo no cesa de proclamarlo (cf Gál 1,11-12) y la DV lo afirma del corazón mismo de la Revelación (cf DV 2)8. La catequesis, pues, tiene que ir al encuentro de lo que el Espíritu dice a cada uno y velar para que las semillas del evangelio, presentes en los catequizandos, lleguen a germinar y puedan avanzar hacia la madurez.

c) La catequesis y la tradición de la Iglesia. La Revelación, por su dimensión histórica, guarda una estrecha relación con la tradición de la Iglesia. La fe cristiana descansa en la aceptación de la tradición (entrega) que la comunidad creyente hace de Cristo (cf DV III). La Tradición consiste en la narración de los acontecimientos salvadores de Dios, retomándolos a la luz de una nueva claridad. Transmitir es conmemorar, que no es simplemente evocar el recuerdo del acontecimiento pasado; es hacer del acontecimiento pasado un memorial, es decir, sentirse afectado por el acontecimiento o hacerse contemporáneo de él (cf Dt 5,2-3).

De ahí que la catequesis busque capacitar al catequizando para leer su historia personal y colectiva en clave de historia de salvación (cf CC 113), para interpretar cristianamente las realidades humanas y los signos de los tiempos y para percibir la unidad existente entre el plan salvífico de Dios y las aspiraciones más profundas de los hombres. La catequesis llevará a cabo esta tarea estableciendo un vínculo estrecho entre la palabra de Dios (la experiencia cristiana fundamental) y la experiencia humana contemporánea (cf CC 113-114).

d) La tensión presente-pasado en la catequesis. Si la Revelación se desarrolla en la historia, la catequesis asumirá necesariamente la tensión presente-pasado: el mensaje de la fe ha quedado constituido definitivamente por el testimonio de los apóstoles. Sin embargo, este mensaje, si no quiere quedarse sin eco, debe permanecer tan vivo para el hombre actual como el día de su proclamación.

La catequesis, en consecuencia, transmitirá la Palabra saliendo al encuentro de los hombres de todos los tiempos, en su situación histórica siempre única, para responder a sus cuestiones y a sus inquietudes y así encauzarlos hacia Dios. La catequesis —la Iglesia— debe anunciar el evangelio como buena noticia para hoy (cf GS 4, 62), y para ello se preocupará de re-expresar el mensaje, en función de la cultura, del lenguaje y de las necesidades de cada generación.

e) Catequesis y testimonio. La identidad de la revelación cristiana pone en evidencia que la catequesis como comunicación de esta revelación, pertenece al orden del testimonio. Jesús no se limita a anunciar el Reino, sino que lo realiza con hechos y con gestos. De la misma manera, la comunicación del evangelio en la catequesis hará bien en incluir la proclamación de la fe y la praxis de un nuevo estilo de vida filial. Los apóstoles transmitieron lo que habían aprendido de Cristo «viviendo con él y viéndole actuar» (cf DV 7). Y la Iglesia «en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree» (DV 8).

Comunicar la Revelación en la catequesis significa que el catequista es, al mismo tiempo, el testimonio vivo de una fe que, ante todo, ha iluminado y transformado su vida. En la catequesis no es suficiente hablar de Dios, incluso cuando la pedagogía echa mano de los mejores recursos; es preciso hacer ver que la fe provoca a una existencia nueva.

f) Catequesis y comunidad eclesial. La Revelación, aunque se realiza en la historia, no queda abandonada al azar de esta historia y de la interpretación individual. La transmisión de la Revelación ha quedado protegida por un conjunto de carismas que son obra del Espíritu Santo: carisma del origen apostólico de la Tradición, carisma de la inspiración de la Sagrada Escritura, carisma de la infalibilidad, confiado al magisterio de la Iglesia. Carismas, todos ellos, vinculados entre sí para el servicio mutuo (cf DV III).

El catequista tendrá siempre presente que quien da a Cristo es la Iglesia, comunidad de discípulos. Esta comunidad es portadora del Espíritu de Cristo. Ella elabora unos escritos para decir su fe, fruto del Espíritu; además, transmite esos escritos de generación en generación para que también nosotros creamos. La comunidad creyente, que está en la fuente del texto y luego lo ha reconocido como expresivo de su fe, es la intérprete autorizada de este texto. Nosotros recibimos el evangelio -1os evangelios— de la Iglesia y los leemos en la Iglesia, en comunión con todo un pueblo. En nuestra fe somos tributarios de la comunidad no sólo hoy, ahora, en el espacio; también en el tiempo: la fe nos viene del principio, mediante la transmisión de la Revelación, efectuada por la Iglesia. El evangelio es patrimonio de la comunidad, de la Iglesia (cf CC 253, 266). Cuando la catequesis se habitúa a hacerse fuera de esta dinámica, se deteriora y se torna sectaria9.

3. ALGUNAS ORIENTACIONES PEDAGÓGICAS. El presupuesto antropológico en la catequesis es necesario. Pero no como un artilugio para insertar la Revelación en el hombre, sino como iluminación de la misma Revelación, porque esta acontece en la vida del hombre y no en otra parte10.

Si la revelación cristiana se lleva a cabo por las palabras y las acciones de Cristo, su transmisión no podrá reducirse nunca a la comunicación de un cuerpo de doctrina sobre Dios, sin ningún impacto sobre la vida. La catequesis ha de llevar al catequizando a confrontar su vida con el evangelio, en la búsqueda del sentido último de su existencia desde Dios. La persona accede a la fe en el momento en que descubre que la Revelación es verificable en su verdad.

De ahí la necesidad de buscar las experiencias de los catequizandos a partir de su forma de ser y de situarse en el mundo, de sus interrogantes y sus demandas; naturalmente teniendo en cuenta siempre la situación concreta de cada caso: niños, adolescentes, jóvenes, adultos... sin olvidar que cada grupo tiene sus expectativas y necesidades específicas.

La relación única que la Revelación establece entre Dios y el hombre, por la mediación de los acontecimientos y de su interpretación, se plasma en el diálogo: entre un Yo (Dios) que descubre el misterio de su vida y un Tú (el hombre que descubre que todo el sentido de la existencia humana reside en el encuentro de ese Yo y en la acogida amorosa del Don que él hace de sí mismo).

La catequesis trabajará cuidadosamente los ámbitos de implantación subjetiva de lo que en la Revelación se nos ofrece. La Revelación se actualiza mediante la subjetividad humana (el hombre, contenido de la Revelación), en el momento en que esta se reconoce misteriosa, rodeada por la presencia de un Dios amante en el mundo transformado de la naturaleza y de las demás personas. Urgencia para la catequesis es esforzarse por presentar el mensaje con significatividad real; nadie puede reconocerse en aquello que no le es verdaderamente significativo. El catequista no será nunca obstáculo para el diálogo de Dios con el catequizando. Ha de saber acoger (respetar y valorar) a cada persona en su realidad concreta (cf CC 109-111).

La catequesis no puede llevarse a cabo en clave de adoctrinamiento o de conquista; más bien debe facilitar un acceso personal y libre a la fe. Para ello, el catequista aceptará a cada uno con su historia, con su cultura, sus interrogantes y sus expectativas. En este sentido, el clima ideal de la catequesis es el de confianza: que los catequizandos descubran que se les valora, que lo que dicen es importante; que descubran igualmente la amistad de un pequeño grupo en el que cada uno tiene su puesto y en el que el catequista es, ante todo, un testigo11.

La unificación del pueblo de Dios no se ha hecho sobre la base de una sistematización lógica, sino a partir de acontecimientos prometidos y realizados progresivamente por Dios. El principio unificador es el actuar de Dios en la historia, siguiendo una concepción del tiempo no lineal sino en espiral, abriendo círculos cada vez más amplios y más ricos de inteligibilidad. El proceso catequético se desplegará lógicamente siguiendo esta progresión en espiral.

No conviene olvidar, desde el momento en que la Revelación integra necesariamente la actividad significante del pueblo de Dios, y se expresa en y a través de palabras humanas, que la Revelación en la historia se lleva a cabo a través de expresiones contingentes (condicionadas por la historia). De ahí que la Revelación —y la catequesis a su servicio— es siempre y de suyo una reinterpretación de la Revelación anterior (Cristo-tradición), escuchada de nuevo y de nuevo significada en cada época de la historia personal y colectiva. La catequesis necesita una dimensión de creatividad en la re-expresión de la fe, en fidelidad a la fe de la Iglesia, pero que sea significativa para el hombre de hoy. Al no eludir el diálogo con la cultura en su función de servir a la actualización de la revelación divina, la catequesis es así el lugar de apropiación de la verdad revelada.

La Revelación nos descubre el sentido de la condición humana. «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22; cf 41; FR 12). Pero hay que añadir enseguida que el hombre no es en modo alguno la medida de la Revelación. «Epifanía de Dios en Jesucristo, la revelación cristiana es luz vertical del misterio de Dios sobre el misterio del hombre. No es el hombre el que es el parámetro de Dios y le dicta las formas más aceptables de su acción, sino que es Dios quien es la medida del hombre y le invita a la obediencia de la fe»12. El hombre solamente puede captar algo de este misterio renunciándose a sí mismo y dejándose llevar por el Espíritu.

«La verdad de la revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el «misterio» de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: « "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8,32)» (FR 15).

La catequesis no es algo que sucede entre el catequista y el catequizando, sino entre este y Dios. De ahí el talante humilde del catequista, que se sabe mero colaborador o simple ocasión para que el catequizando acierte a hacer aflorar lo que Dios está sembrando y promoviendo en él. El catequista no da la fe, no realiza el acto de fe; es una gracia de Dios que dispone a los hombres a acoger el Espíritu que es quien suscita la fe y el encuentro revelador. La catequesis será lo más comprometida posible, pero desinteresada13.

NOTAS: 1. Cf J. AUDINET, Agir pastorale et révélation, en J. AUDINET-H. BOUILLARDDEROUSSEAUX-C. GEFFRÉ-I. DE LA PORTIERIE, Révélation de Dieu et langage des hommes, Cerf, París 1972, 11-22; C. GEFFRÉ, La révélation comme histoire. Enjeux théologiques pour la catéchése, Catéchése 100-101 (1985) 59-76. — 2. CC fundamenta la catequesis (su ser y su quehacer) en la conciencia que la Iglesia tiene de la Revelación, a la luz de la DV (CC 77, 82, 106-139). — 3. Cf R. LATOURELLE, Révélation, en Catholicisme XII, Letuzey et Ané, París 1990, 1091. — 4. Cf C. GEFFRÉ, a.c., 69 y 72; A. CAÑIZARES, Catequesis y Revelación, Teología y catequesis 3 (1984) 304. — 5 La historia es el alfabeto de que Dios se sirve para revelarse: cf H. U. voN BALTHASAR, Dios habla como hombre, en Ensayos teológicos 1: Verbum Caro, Cristiandad, Madrid 1964, 95-125. — 6. R. LATOURELLE, o.c., 1101. — 7 Cf J. M. OCHOA, La transmisión de la fe hoy: algunos criterios teológicos, Teología y catequesis 30 (1989) 227-230. — 8. Ib, 221. — 9 Cf ib, 225-227; C. MOLARI, La comunidad eclesial, sujeto hermenéutica de la tradición en la experiencia judeo-cristiana, Concilium 133 (1978) 414-430. – 10. G. MORÁN, Catequesis de la Revelación, Sal Terrae, Santander 1968, 16. – 11. Cf J. M. OCHOA, a.c., 231-232. — 12 R. LATOURELLE, o.c., 1098. — 13. Cf J. M. OCHOA, a.c., 219-220.

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Salvador Pié i Ninot y
José Ma Ochoa Martínez de Soria