REINO DE DIOS
NDC
 

SUMARIO: I. Síntesis bíblico-teológica: 1. El Antiguo Testamento y el reino de Dios; 2. El Nuevo Testamento y el reino de Dios; 3. La misión de la Iglesia. II. Las señales del Reino hoy. III. Catequesis del Reino por edades. IV. Orientaciones pedagógico-catequéticas.


Juan Pablo II ha afirmado que el ser humano es el «camino primero y fundamental de la Iglesia» (RH 14). Y ella, experta en humanidad, necesita revitalizar su encuentro con el hombre de hoy, su cultura, sus aspiraciones y problemas si quiere que este acoja a Jesús de Nazaret y su mensaje salvador.

Hoy las ciencias humanas reconocen la centralidad de la persona. Hombres y mujeres van adquiriendo una creciente y nueva conciencia de que son personas. Pero, curiosamente, la aspiración a un espacio de mayor libertad personal en la vida, a la vez que es percibida como deseo irrenunciable, lo es también como difusa amenaza.

El deseo de vivir en plenitud, tan vivamente sentido por todos, recorre la Sagrada Escritura desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Apunta hacia la comunión y se expresa en la comunidad. Está plasmado en una historia de lucha y de anhelo que Jesús nos dice se va a cumplir: él ha venido «para que tengan vida [los hombres] y la tengan abundante» (Jn 10,10).

Los evangelios sinópticos señalan como «reino de los cielos o reino de Dios» lo que san Juan formula en términos de vida. La sensibilidad actual busca apertura a la vida y al ser, a la realidad; conecta mejor cuando el designio de Dios se formula en términos de vida. Luego es tarea de la Iglesia mostrar al hombre de hoy que el reino de Dios constituye una dimensión real de la existencia humana, es un elemento central de la predicación y de la actividad de Jesús y un concepto que fundamenta, con otros, el significado de la catequesis (DGC 35). Vislumbrar en la cultura actual semillas ocultas para la comprensión y aceptación del reino de Dios constituye un profundo reto para la Iglesia. Cuando este se logra, crece la fe de sus miembros y se fortalece el diálogo con los hombres y mujeres de hoy.

Descubrir que Jesús anunció el reino de Dios... y definió este anuncio como «el evangelio»1; darse cuenta de que «dio a conocer el gozo de pertenecer al Reino, sus exigencias, su carta magna, los misterios que encierra, la vida fraterna de los que entran en él y su plenitud futura»2, ayudará a valorar la radical novedad de tal anuncio y a ser consciente de sus implicaciones en la vida de la comunidad humana de hoy.


I. Síntesis bíblico-teológica

1. EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL REINO DE DIOS. Los israelitas consideraron a su Dios como soberano, «rey de las naciones» (Jer 10,7), «gran rey de toda la tierra» (Sal 47,3). Y, como reyes y reinos les evocaban el ejercicio del poder y el dominio de uno sobre otro, se complacieron en llamarle rey. No debería extrañar que, al proclamar Jesús el reino de Dios, se apoyara en fórmulas conocidas por la tradición del Antiguo Testamento y expresadas, de muchas formas, en varios libros y en diversas épocas de la historia en la que él y su pueblo se habían educado. Lo que importa es saber qué les evocaban y qué querían decir con ellas.

a) Tradiciones históricas y oracionales. La expresión «Dios reina» pudo nacer con la monarquía israelita. Probablemente los reyes de Israel ejercían la función judicial, sobre todo velando por los indefensos sin protección alguna. David, por ejemplo, dicta sentencia sin dudar (2Sam 12,1-7).

Los salmos, por su parte, hablan de gobernar al pueblo con justicia, salvar a los pobres (Sal 72,2.4). Es lógico, entonces, que los israelitas entendieran reino no como un territorio, sino como una realidad social que proclamaba un cambio de las relaciones humanas en el mundo. Desgraciadamente, los reyes de Israel y de Judá no estuvieron, en general, a la altura de su misión.

b) Tradiciones proféticas y apocalípticas. Ante este nada halagüeño panorama, los profetas proyectaron al futuro el cumplimiento de la aspiración del pueblo a la justicia y la fueron depositando en el Mesías. Este, descendiente de David, la implantaría en la tierra. Por eso, esperanzados, recordarán a todos: «En aquellos días suscitaré a David un vástago legítimo, que ejecutará el derecho y la justicia en el país» (Jer 33,15; Is 11,4). La amarga experiencia del exilio no extinguió en Israel la conciencia de la soberanía de Dios. Al contrario, la avivó. Los hombres verán la salvación definitiva el día de Yavé. El la realizará con su juicio a la historia (Sal 47,4). Estaba escrito: «El Espíritu del Señor Dios está en mí... me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres... a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2). Aquel día dirán: «Este es nuestro Dios, de quien esperamos que nos salve... alegrémonos y gocémonos, porque nos ha salvado... Sólo el malvado no reconocerá la soberanía del Señor» (Is 25,9; 26,10).

La esperanza de un futuro revelador, en la historia, del poder de Dios ante todos los hombres, característica de los profetas, fue recogida en los escritos apocalípticos. En la época de los macabeos, Israel resiste al poder invasor griego. En estas circunstancias de opresión se hace más agudo el grito de la justicia definitiva de Dios. Autores de libros apocalípticos como el de Daniel anuncian la salvación de Dios sin retorno, pero más allá de la historia. Se sirven de una figura humana —el Hijo del hombre— que vendrá con su juicio a establecer el reinado de Dios sobre las ruinas de los imperios terrenos, simbolizados en animales feroces. Y se lo dará al pueblo de los santos del Altísimo (Dan 7,27; 2,44; 7,14).

c) El poder salvador de Dios. Ahora se puede comprender qué celebraba el israelita cuando aclamaba a Dios como rey: celebraba el poder salvador de Dios, el que quedaba patente en la creación y en el combate victorioso sobre el caos primitivo. Los salmos reales lo proclamaban nítidamente al aclamar a Yavé como rey y decir con júbilo que: «él afirmó el mundo y no se moverá» (Sal 96,10). El poder salvador de Dios, manifestado sobre todo en las intervenciones históricas en favor de la vida de su pueblo, Israel, y cuyo más significativo exponente fue la liberación de la servidumbre de Egipto (Ex 15,18; Núm 23,21). Es sorprendente que el cántico de acción de gracias de los liberados resuma con una metáfora real la experiencia salvadora que todo el capítulo ha narrado: «Reina, Señor, por siempre jamás» (Ex 15,18). También el poder salvador de Dios, que, esperanzado, confesaba el israelita cuando aguardaba el retorno del Señor y su intervención salvadora: la que iba a proporcionar al pueblo una nueva época de fraternidad y concordia en la que volvería a reinar al compadecerse de él. El reinado de Dios se desplegará del todo al final de los tiempos (Sal 98,9). En ese día cesarán las rivalidades, los reyes de la tierra se reunirán en una mesa común, dichosos de poder celebrar la salvación de Dios ofrecida a todos los pueblos; entonces, el mundo de paz y de justicia, consecuencia de aceptarlo a él como guía y árbitro, y a todos como hermanos, podrá ser identificado con el mundo deseado por Dios (Is 2,2-4; Miq 4,1-3).

Tal vez la expresión reino de Dios que se lee en los evangelios se fue formulando progresivamente mediante textos como los señalados, diseminados a lo largo del Antiguo Testamento. De hecho, en esas palabras se encuentra un remoto testimonio a favor del Reino que trajo Jesús y con el que él se identificó.

2. EL NUEVO TESTAMENTO Y EL REINO DE Dios. a) Expectativas y reacciones de los judíos. La tradición judía había ido generando diversas expectativas entre los oyentes de Jesús: los que tenían una visión mítica de Israel como pueblo elegido de Dios, esperaban una venida del Reino con poder; pero vino en la humildad de la carne y no lo reconocieron (Lc 17,20; In 1,10-11).

Lo instaurará el Mesías, creían unos, y hará que Dios reine en el universo. El Mesías, insigne descendiente de David para los más, sacerdote o profeta para otros, logrará con su acción que las naciones puedan ver la gloria del Señor. Será Dios mismo, afirmaban otros. El vencerá este mundo presente corrompido, sin posibilidad de salvación, y establecerá, al final de los tiempos, su reino, el mundo nuevo definitivo.

Para convertir este sueño en realidad habrá que tomar las armas y expulsar a los enemigos de Israel de la tierra prometida: este era el parecer de celotas y sicarios. O habrá que someterse del todo a la ley cumpliendo sus mandatos: así pensaban los fariseos del tiempo de Jesús. No se puede hacer más que esperar y orar para que llegue, sostenían partidarios de corrientes apocalípticas del judaísmo tardío. Jesús dispondrá del poder de Dios, estaban convencidos los discípulos, que presentían que era el Mesías: (Lc 9,51-56; 19,11). «Derramad, cielos, el rocío... y produzca la salvación» (Is 45,8), rezaban «los pobres de Yavé», «resto de Israel», descendientes del «pueblo humilde y pobre que esperará en el nombre del Señor» (Sof 3,12). Vivían confiando en el Señor, apoyados en el que daba consistencia a sus vidas. De este resto nació María, la humilde esclava del Señor.

b) La llegada del Reino. Jesús no dio a sus oyentes una definición del Reino para hacérselo comprender. Compartió o no imágenes y esperanzas que la tradición judía les había legado sobre cómo reina Dios. Y, sobre todo, les aportó la radical novedad de su persona y su vida, al presentarse ante ellos como el alegre mensajero, anunciado por Isaías (Is 52,5-7), que trae la gran noticia: Dios, en su persona, se había acercado del todo a los hombres, cumpliendo así sus promesas de salvación. Iba a intervenir sin demora como cuando comunicó a Moisés: «he visto la opresión de mi pueblo... Voy a bajar a liberarlo de la mano de los egipcios» (Ex 3,7-10). Y si en un tiempo envió a Moisés a salvar a los oprimidos por la miseria, siglos después enviará al Hijo para anunciar la paz y la salvación al pueblo.

Los anhelos más profundos de los hombres y mujeres de Israel hallaban eco cumplido en lo que Jesús es y les decía, pero al mismo tiempo se sentían desconcertados por su proceder.

Jesús se mostraba heredero de las tradiciones del Antiguo Testamento sobre el Reino (Mc 13,26), pero también sabía romper los esquemas vigentes de sus contemporáneos e inauguraba el camino nuevo del siervo de Yavé (Lc 4,16ss). Era verdad que con Jesús venía el Reino. No lo imponía por la fuerza, sino que se manifestaba en la debilidad; no consistía en el cumplimiento rígido de la ley o en una costosa multiplicación de sacrificios, sino en la misericordia y el perdón (Mt 9,13); su venida en esplendor no era sólo objeto de oración ardiente y paciente espera, sino también de un libre compromiso. Jesús, al anunciar el Reino, estaba abriendo un camino distinto del esperado. Era increíble que el Reino se hubiera manifestado del todo en un hombre débil, «nacido de mujer» (Gál 4,4), «semejante a los hombres» (Flp 2,7). Y comenzó a hacerse realidad lo que la cercanía del Reino significaba: la presencia salvadora del Padre que posibilita a todos vivir como hermanos.

c) Cristo mismo es el reino de Dios. Jesús empezó su predicación anunciando que «el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15). Al final de su vida no temerá asentir al gobernador romano que le interroga: «Tú lo dices: yo soy rey» (Jn 18,37), y oirá desde la cruz la súplica del buen ladrón: «Acuérdate de mí cuando vengas como rey» (Lc 23,42).

Los discípulos de Juan Bautista, preso en la cárcel, preguntarán intrigados a Jesús si era el que había de venir o tendrían que esperar a otro. Y después de responderles que «a los pobres se les anuncia la buena noticia» continuaba dirigiéndose a la gente: «El más pequeño en el reino de Dios es mayor que él [Juan el Bautista]» (Mt 11,3-11). Decía asimismo a los fariseos: «si echo los demonios con el Espíritu de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28). Jesús percibía que el reino futuro de Dios se estaba haciendo presente en su acción y que, en su persona, estaba apareciendo en la tierra algo nuevo: el amor infinito del Abbá, del Padre, por todos los humanos. El anunciaba la llegada del Reino, dando, con sus palabras y acciones, inequívocas muestras de la misma, al mismo tiempo que invitaba a todos a la conversión y a la fe3 (Mc 1,15).

d) Señales del Reino. El comportamiento de Jesús con los pobres puso de manifiesto la misión que el Padre le había encomendado de instaurar el reino de Dios. Su insistencia en comer con publicanos y pecadores traducía con nitidez el núcleo de lo que venía a decir sobre Dios: «tal como hablo y actúo con vosotros, así es mi Padre Dios. El ama y perdona, invita a todos, pero con especial interés a los pecadores, a la comunión de vida y amor con él; ofrece un nuevo comienzo para la vida».

Jesús «les enseñó muchas cosas en parábolas» (Mc 4,2). El y la presencia del Reino estaban secretamente en el corazón de las parábolas. Estas comunicaban el designio de Dios, el misterio del Reino. A la vez que respetaban la libertad del oyente, apelaban a lo que de más profundo había en su corazón. Por eso fue distinta la reacción de quienes le oyeron proclamarlas: aceptar su perspectiva era convertirse al mundo nuevo, reconciliado y transido del amor de Dios y los hermanos. Rechazarla equivalía a huir de la luz.

Jesús realizó muchos «milagros, prodigios y señales» (He 2,22), como manifestaciones-signos de que Dios quiere siempre la vida para todos y de que el mal retrocede en su presencia. Integrados en la predicación de Jesús, unidos por tanto a su persona, posibilitaban en sus beneficiarios la experiencia del reinado de Dios salvador que él estaba inaugurando. La muerte de una niña que se abría a la vida, quedó vencida por la palabra llena de autoridad del profeta bueno de Nazaret (Mc 5,23.41-43). Otro tanto ocurrió con la enfermedad que avergonzaba a una mujer al acercarse a Jesús y contarle la verdad completa (Mc 5,33-34). También los demonios perdían su poder allí mismo donde se figuraban reinar (Mc 5,8). El mar embravecido quedó en calma (Mc 4,39). Por donde pasaba liberando del mal a los oprimidos, Jesús iba haciendo presente el reino de Dios en la tierra.

e) Características del Reino y condiciones para entrar en él. La gente acogía la buena nueva de Jesús sobre el Reino de muy distinta manera. El sembrador siembra buena semilla. La cosecha es segura, pero la tierra en que el grano cae condiciona la germinación y la abundancia del fruto recogido. Es verdad que el Reino encuentra obstáculos, pero ni las aves, ni el terreno pedregoso, ni los cardos logran que la cosecha se frustre: el grano cae también en tierra buena ¡y da fruto! (Mt 13,4-5.7-8; 13,3-8; 18,23; DGC 15).

Un grano de mostaza crece, pero no como los grandes cedros del Líbano, imagen cultural en que los oyentes de Jesús esperaban se convirtiese la más pequeña de las semillas. Un poco de levadura, imagen de corrupción entre los judíos, puede ser lugar apto para que el Reino germine. Lo que en nuestro mundo parece pequeño y ordinario es de gran valor. Gestos, ignorados y sin relieve, van paulatinamente creando espacios de fraternidad. Una escasa apariencia exterior es portadora de fructífera esperanza al final (Mt 13,31-32). Realidades que parecen defectuosas y hasta despreciables pueden contener ocultamente la presencia del Reino.

Sólo al final de los tiempos, como el trigo y la cizaña que crecen en la tierra unidos y cuya separación se deja para la siega, justos y pecadores, que crecieron juntos en la tierra, verán cómo la sabiduría de Dios realiza la criba (Mt 13,24-30.47-49). Jesús atemperaba la impaciencia de ver triunfar impetuosamente el bien a costa del rápido aniquilamiento del mal, y dejaba a la cizaña crecer junto con el trigo hasta que Dios nos juzgue a todos sobre el amor (Mt 25).

Menudean las imágenes: perlas finas y tesoros escondidos (Mt 13,44-46), ceremonias nupciales de jóvenes previsoras o descuidadas (Mt 25,1-13), banquetes de bodas regias, preparados y dispuestos (Mt 22,2-10), dineros confiados en custodia para negociar con libertad en ausencia del amo (Mt 25,14-30), viñadores generosamente contratados a lo largo del día por el dueño de la viña (Mt 20,1-16)...: con imágenes de la vida real, comunicaba Jesús los secretos del Reino a sus oyentes. Algunas de ellas encendían de ilusión los corazones y movilizaban sus energías para vender, comprar o proseguir incansablemente la búsqueda hasta encontrar. Otras ponían en marcha a ricos y a pobres, a justos y a pecadores, porque a todos había invitado el rey (DGC 163; RMi 15). Unas y otras inculcaban en el ánimo, dispuesto o apagado, del oyente la gratuidad de un don, que solicitaba de cada uno confiada acogida con actitud de niño (Mt 18,1-4) o atenta vigilancia por la urgencia del momento (Mt 25,1-13).

Es el Padre quien os lo quiere dar (Lc 12,32). Viene de arriba (Jn 3,3.5). Crece solo (Mc 4,26-29). De ninguna manera es privilegio de los judíos, ni su llegada está sujeta a cálculos humanos (Lc 17,30); no se percibe por indicios externos. No se podrá decir: «está aquí o allí, porque el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). De esta manera iba Jesús desvelando los secretos del Reino a la gente y a sus discípulos. El Reino es un misterio. Está escondido. Se insinúa por todas partes, en medio de todo, pero sólo lo perciben y acogen los sencillos de corazón (Mt 11,25; Lc 10,21; DGC 15). Por el contrario, los ciegos, incapaces de verlo, se levantan contra el profeta que se lo anuncia y se confabulan para eliminar al enviado y acabar con él. Ya este había advertido a sus seguidores que el grano de trigo que cae en la tierra para dar fruto tiene que morir. En la muerte del grano está encerrada la vida (Jn 12,24).

3. LA MISIÓN DE LA IGLESIA. a) Reino y resurrección: La manifestación del resucitado y la venida del Espíritu Santo confirmó definitivamente a los discípulos el comienzo de la llegada del reinado de Dios que Jesús había anunciado en su existencia terrena. En efecto, la fe de Israel esperaba que el acontecimiento de la resurrección marcaría el final de los tiempos y la venida del reino de Dios. ¡Ya podían seguir vinculando a la persona de Jesús resucitado la predicación del Reino!

Jesús había anunciado el reino de Dios durante su vida terrena. En la Iglesia naciente los primeros cristianos van a anunciar a Jesús resucitado. Ahora están seguros de que proclamar a Jesús resucitado es anunciar que el Reino ha llegado y han comenzado los últimos tiempos (He 19,8; 20,25; 28,23; 1Tes 2,12). El Reino va a constituir en adelante el objetivo de su acción misionera. Todos han recibido el Espíritu para ser, movidos por él, testigos del Resucitado en medio del mundo. Así, la Iglesia podrá ser señal (Jn 16,13; 2Cor 3,6): seguirán comunicando a hombres y mujeres, pero con preferencia a los pobres, que Jesús es el Reino y que todos somos hijos y hermanos. Y su Espíritu, presente entre nosotros, conducirá el Reino a su plenitud.

b) Iglesia y Reino: La Iglesia está al servicio del Reino. La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye su misión esencial, su dicha y su vocación más profunda. Ella existe para evangelizar (EN 14). Como Jesús, está llamada a ser la señal del Reino en el mundo, a significar su presencia, con hechos y con palabras. Es «germen» del Reino (LG 5). A lo largo de la historia ha dado fruto abundante en sus hijos más valiosos, los santos; pero, porque vive en el mundo y no queda libre de los asaltos del mal, ella misma está amenazada de obstaculizar el avance del Reino. De ahí que comience por evangelizarse a sí misma... para poder evangelizar al mundo de manera creíble (EN 15). No obstante, el Espíritu la anima, la guía y suscita de continuo testigos, a veces muy escondidos, que en la vida diaria van encarnando los valores del Reino en el mundo en que viven. Trata de no olvidar que el Reino no consiste en la observancia de preceptos alimenticios (Rom 14,17), ni en la elocuencia (1Cor 4,20), y que hay que pasar «por muchas tribulaciones para entrar en él» (He 14,22). San Pablo lo había experimentado en su vida. Jesús lo había predicho (He 9,16).

El Reino está ya misteriosamente en nuestra tierra. Comienza a brillar como una luz delante de los hombres en la persona de Cristo. Crece misteriosamente en el corazón de hombres y mujeres de todos los tiempos. Con la venida del Señor en gloria y poder quedará consumada su perfección (LG 5; GS 39; CCE 865). Y porque la Iglesia sabe que no agota toda la riqueza del Reino, sino que es germen y principio del mismo aquí en la tierra —el «pequeño rebaño» de los que Jesús ha venido a convocar en torno a él—, se hace servidora de todos (Lc 12,32; LG 5) y dialoga con las personas que, animadas por el mismo Espíritu, trabajan esforzadamente por humanizar el mundo.

c) Sacramentos, vida cristiana y Reino: Cuando un cristiano celebra la eucaristía hace presente este misterio. En la celebración reconoce su colaboración con el mal, la presencia de Jesús en su palabra, se deja conformar con él y, transformado, sale con nuevas fuerzas al mundo para anunciar el Reino. Ya san Pablo recordaba a los cristianos el valor de la cena del Señor (ICor 11,26), y el Maestro había establecido el lazo de unión entre la última cena y el banquete del Reino (Mc 14,25). Este proceso de transformación se realiza también en la celebración de cada uno de los sacramentos, en momentos señalados de nuestra existencia.

La vocación cristiana lleva a vivir como hijos de un mismo Padre y hermanos de Jesús. La obra del Espíritu hace al hombre capaz de procurar los valores del bien y del respeto a los demás, de la donación de sí mismo y de la búsqueda de la verdad, de la justicia, de la solidaridad, del diálogo y de la paz. El Espíritu suscita en toda persona aspiraciones, compromisos y realizaciones que aparecen como signos de los planes de Dios sobre el mundo. Se esfuerzan por compartir con más equidad los bienes de la tierra. Y no olvidan que la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, son semillas del Reino, frutos que encontraremos iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue a su Padre el reino eterno y universal (LG 2; GS 39; CCE 1050).

d) Diferentes formas de vida en la historia: Tal existencia humana, abierta al espíritu de Dios, es el Reino. Ha sido entendida de muy diversas maneras a lo largo de la historia. De manera fugaz la presenta un teólogo actual cuando dice: «Los primeros siglos entendieron esta realización en clave monástica de alejamiento del mundo; los mendicantes la vivieron como una humildad sencilla que se abría a la fe ardiente y al servicio de los pobres, imágenes del Señor; el siglo XVI entendió esta realización en clave heroica, de enérgica superación personal a la vez que de fuerte proyección misionera; los santos de la Modernidad la vivieron en términos de abnegación y de servicio de la caridad, hasta la participación real de la cruz de Cristo; nuestra época aspira todavía a una forma sencilla de vivir en el mundo, pero no según su ambigüedad (egocentrismo, agresividad, voluntad de poder, sensualidad, riqueza), sino en la fe viva que contempla el paso del Señor entre la gente y lo sigue con esperanza»4. Esa forma de vivir ya está manifestando el reino de Dios. La hace posible el espíritu de Dios. De él será obra exclusiva su consumación, pero requiere el esfuerzo humano.


II. Las señales del Reino hoy

Proponemos ahora una aproximación antropológica a la realidad del Reino, cuyas semillas se pueden percibir en diversos signos, a través de un discernimiento que la catequesis debe favorecer.

a) Anhelos de los hombres, signos de la realidad del Reino. La semilla del Reino, sembrada en el mundo, ha caído en diferentes terrenos. Algunos impiden su fructificación, otros la dificultan. Pero se puede tener esperanza porque ya hay cosecha (DGC 15). Y, aunque los signos de la presencia del Reino están envueltos en la limitación y la ambigüedad de todo lo que es histórico, a pesar de todas las contradicciones, siempre emerge en el mundo algo humanizador. Consiguientemente, toca a la catequesis seguir trabajando para que el don otorgado siga fructificando y se extienda a todos los hombres. Le incumbe asimismo la tarea de discernir esos signos, auscultando el mundo de continuo para no pasar de largo cuando estos se den: hoy se reivindica el derecho al trabajo en un mundo de desempleo en constante aumento; crece la conciencia de pluralismo cultural cuando vemos simultáneamente brotes de racismo virulento. Se proclama a voces el derecho a la vida cuando se están cometiendo crímenes sin fin contra ella.

Hoy se está desarrollando en la conciencia de los hombres y mujeres un gran respeto a la naturaleza que, no obstante, convive con la degradación salvaje del cosmos que con frecuencia presenciamos. Hoy encontramos extendida una mentalidad creciente del derecho de todos a los bienes fundamentales de la existencia, coexistiendo con un aumento progresivo de pobres en el mundo. Hoy, especialmente, se levanta por doquier un clamor por la paz, que coexiste trágicamente con la realidad de una guerra que asola los pueblos. El hombre, que está adivinando el nacimiento de una nueva conciencia de sí en el mundo, simultáneamente se ve envuelto en gestos, actitudes y acciones totalmente deshumanizadoras.

b) Signos diversos en un cuádruple nivel relaciona/. 1) En relación con la persona, aflora una progresiva búsqueda de unificación, crece la conciencia de la dignidad de la persona y de sus derechos humanos: «El derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la creación de una familia, a la participación en la vida pública, a la libertad religiosa, son hoy especialmente reclamados»5. Y aumenta la necesidad de autoestima y de ser querido por lo que se es y no por lo que se hace o se tiene. 2) En relación con la naturaleza, no es difícil detectar la llamada de atención de ecologistas que denuncian la voracidad con que se destruye o contamina la tierra. Con su denuncia están, a su vez, proponiendo estilos de vida alternativos que mantengan la armonía de la creación. Si se mira a los demás, las ciencias sociales buscan los modos de dar una respuesta al reclamo universal de una más justa distribución de la riqueza y de una vida más sencilla y respetuosa de todo y de todos. Al menos como aspiración de los pueblos, crece el deseo de ser gobernados por sistemas más democráticos. Hay que señalar, además, que el anhelo de reconciliación, fraternidad, paz y justicia no es moda pasajera ni capricho transitorio, sino necesidad sentida y de múltiples maneras expresada. 3) En relación con Dios se acrecienta el deseo de encontrar sentido a la vida, buscar la trascendencia, la verdad, una espiritualidad que sacie la sed del corazón humano. Son muchos los datos que interpelan a la Iglesia, como, por ejemplo, el desarrollo de las sectas y movimientos religiosos, que atestiguan «el despertar de una búsqueda religiosa»6. 4) Los anhelos humanos enunciados en el párrafo anterior se manifiestan en hechos, configurados como movimientos globales. Aparecen aquí y allá movimientos en pro de la liberación y promoción de la mujer, esfuerzos notables en favor de la ecología, búsquedas incipientes de medicina o mercados alternativos y realizaciones concretas de personas que quieren una vida más sencilla y amable. Finalmente, estos hechos, pequeños pero significativos, se expresan en acciones puntuales que surgen imparables y numerosas en distintos puntos del globo. Asistimos a una cada vez más notable proliferación de ONGs de marcada preocupación por los desheredados de la tierra; se multiplican los voluntariados; se dan foros alternativos junto a las grandes cumbres...

c) Un desafío para los creyentes: aprender a discernir. Un creyente no desconoce que el Espíritu está aleteando por la redondez de la tierra. Y estas realizaciones que van surgiendo tenuemente desde la debilidad, y como una fuerza interna que traspasa fronteras, pueden ser signo del Reino. Pero este, ya presente, está amenazado, y es preciso discernir la realidad de esta presencia.

Eso supone conflicto, esfuerzo, vigilancia, denuncia constante, para no acomodarse a criterios que no son evangélicos (DGC 109). Representa un gran desafío para la Iglesia encontrar, discernir y desarrollar en la cultura actual indicios de una vida que rige el Espíritu y se deja impregnar por la acción de Dios. Es urgente ayudar a ver y descubrir lo real del Reino, que está brotando y manifestándose de continuo en lo cotidiano gracias al testimonio de hombres y mujeres que, por su forma de vida, manifiestan a los demás su voluntad de amar.

Discernir esas señales es la tarea de la catequesis. Esta se realizará en un proceso, atento a la condición inicial de fe de las personas, que conozca los contextos socio-culturales en que se encuentran y acompañe su evolución física y psíquica. Una catequesis, de iniciación o de fundamentación, por edades y según contextos ayudará y favorecerá que la tierra pueda germinar (DGC 165).

III. Catequesis del Reino por edades

La semilla que Jesús comparó al Reino de los cielos ya está en la tierra, pero requiere atención; crece sin que se sepa cómo (Mc 4,26-29), pero también necesita que la cuiden. La tarea de acompañamiento del catecúmeno a lo largo de su maduración en la fe es misión de la comunidad cristiana. Así lo exigen las necesidades y capacidades de los catequizandos y la integración de las diferentes etapas del camino de la fe (DGC 171).

a) Los adultos. Jesús percibe con claridad y sensibilidad extremas las necesidades de las personas que se le acercan y con las que se cruza, para pronunciar una palabra de ánimo o realizar en ellas un gesto de salvación. Tras sus huellas, el catequista de adultos tiene en cuenta, de manera particular, los problemas, experiencias y capacidades espirituales y culturales de los hombres y mujeres de su tiempo. No ignora que condicionamientos, desafíos, interrogantes y necesidades de todo tipo les afectan e impactan en su vida profesional, familiar y espiritual (DGC 174). Se esfuerza por distinguir en la persona adulta el nivel de fe alcanzado, para adecuar el mensaje a su capacidad: normalmente se encuentra con creyentes de conducta coherente con la fe que profesan, o con personas bautizadas, que en realidad no han culminado la iniciación cristiana, o viven quizá alejados de la fe (DGC 172; cf IC 124). A quienes buscan profundizar en la fe se les puede presentar por completo el misterio del Reino, porque este se explica y transmite desde la experiencia del Resucitado. Quien cae en la cuenta de que la vida brota de la muerte y de la resurrección, está en condiciones de aceptar el misterio del grano de trigo que muere y produce fruto.

En una situación de personas bautizadas pero insuficientemente evangelizadas, habrá que estar atento a la sinceridad de su fe en Dios para que no pretendan, más o menos conscientemente, dominar a Dios con sus buenas obras. Es la actitud farisaica que Jesús denuncia (Lc 18,9-14). No existe cerrazón más peligrosa en un adulto que la de la falsa religiosidad, que reduce a Dios a un ritual o a una costumbre, y cultiva una mentalidad que, por no estar embebida de amor, impide el verdadero acceso al Reino. Las personas adultas no suficientemente evangelizadas están necesitadas de conversión, y el catequista debe enfrentar el problema de cómo invitar previamente al catecúmeno a adoptar la necesaria actitud de niño para que aquella se produzca (cf IC 124-133). No puede olvidar señalarles las dimensiones sociales del Reino, su universalidad y los compromisos que por su extensión deben ir adquiriendo.

b) Primeras edades. En ellas hay que cuidar especialmente un ámbito familiar acogedor y armónico, tratando de crear una atmósfera de cariño y seguridad que permita al niño vivir abierto a los demás. Por ser edades con predominio de la imaginación y de la afectividad, del relato de las parábolas del Reino retendrán la imagen, todavía no el significado. En torno a los siete años se les presentará la figura bondadosa de Jesús haciendo el bien a toda la gente.

c) Infancia adulta. Es un momento propicio para conocer la forma concreta de presentar el Reino que tiene Jesús. Al tener mayor capacidad de ser objetivos, se puede destacar en esta edad el significado real de las parábolas y de los relatos, que no son prodigios. Tampoco puede olvidarse la invitación a reproducir el comportamiento bondadoso de Jesús, proponiendo actividades que les ayuden a interiorizar las fundamentales actitudes del Reino.

d) Preadolescencia-adolescencia. De los trece años en adelante, la persona necesita aprender a aceptarse ella misma con sus cualidades y limitaciones. La novedad interna que experimenta y desconcierta, necesita del acompañamiento de un educador que no sólo proclame sino que también sea testigo de ese Jesús que él le está anunciando y que les dice: tenéis vida, pero necesito vuestra colaboración para haceros resurgir (Mc 5,35-43). Hoy este proceso de aceptación y de integración se prolonga mucho. Habrá que intensificar una buena presentación de Jesús, el amigo que quiere nuestro bien personal, y que poco a poco invita a mirar la realidad que nos rodea.

e) Jóvenes. Es muy beneficioso que caigan en la cuenta de los valores del Reino y se ejerciten en vivirlos, porque se da en ellos el predominio de la ética. Hay que presentarles la dimensión universal del Reino y el descubrimiento de la tolerancia no como un pasotismo individualista, sino como algo que brota del respeto profundo a la persona. Les ayudará que se les lance una llamada a la vigilancia: ¿hacia dónde dirigen su vida? Hay que invitarles a desarrollar las tareas del Reino, en favor de la justicia y de la paz, pero fundamentadas en Jesús, a quien previamente han conocido y al que se han convertido. Es etapa propicia para avanzar en el conocimiento de la Escritura, en un clima oracional que no sea espiritualista, sino que acentúe la dimensión de la encarnación. Orar: «¡venga tu reino!» no tiene nada de pasivo. Otro aspecto importante que hay que educar es el de la valoración de la comunidad como el espacio donde se vive el Reino, estando atentos para dar el paso a la Iglesia como comunidad más amplia, santa y pecadora a la vez. Preocupación frecuente del catequista suele ser la educación de la libertad: ¿Cómo lograr que la mantengan, en lugar de verse conducidos por la masa, con el riesgo, incluso, de identificarla con la fraternidad? Es el tiempo de las opciones personales: ¿cómo estimularles a la vigilancia y al esfuerzo, al mantenimiento del ideal del seguimiento de Jesús, en medio del desánimo que les acecha ante las dificultades que experimentan y se les vienen encima? Las diferentes parábolas del Reino, que ya conocen, son adecuadas, percibidas desde una experiencia de vida más honda.

f) Tercera edad: Es la edad propicia para percibir la sabiduría del misterio del Reino que está encerrado en las parábolas, la del misterio de la vida que brota de la muerte. Es la edad en la que hay que presentar al Dios de la misericordia, encarnado en Jesús (Lc 15, las parábolas de la misericordia), y el momento propicio para el encuentro definitivo con el Dios del amor, a partir del testimonio de cariño y ternura del catequista que les acompaña.


IV. Orientaciones pedagógico-catequéticas

Finalmente, veremos algunas sugerencias que brotan del mensaje del Reino y que pueden favorecer la tarea de la catequesis al respecto.

a) Catequesis y testimonio. Para que valores del Reino, como la fraternidad, la importancia de lo pequeño, la personalización en las relaciones, la apertura a las necesidades de los demás, la atención a los más débiles y el esfuerzo por la tarea bien hecha, puedan ser eficazmente anunciados, tienen antes que vivirse en el ámbito de la catequesis. Por eso el catequista ha de procurar vivir antes que explicitar. Y en esta tarea, es importante su relación con los catecúmenos. En el tema del Reino, trata de ser alguien que manifiesta con su gozo que ya lo está percibiendo presente, trigo y cizaña juntos, y que cultiva aquel sin arrancar esta.

b) Atención a los padres de los catequizandos. Por ser el espacio catequético un ámbito en el que se intenta vivir el Reino, se agiganta la importancia de la atención evangelizadora del catequista a los padres. Es en el seno de una familia abierta donde los hijos pueden experimentar que se van tejiendo relaciones interpersonales, se cultivan actitudes fundamentales como el perdón, la verdad y la tolerancia, para construir la fraternidad universal. En la familia también pueden los hijos llegar a ver que la esperanza anima a sus padres en las dificultades de la existencia y creen de verdad que la vida es más fuerte que la muerte.

c) Ayudar a reconocer los signos. La catequesis trata de ayudar a reconocer que tal o cual esfuerzo de comunicación, lograda o todavía por alcanzar; determinadas iniciativas para comunicarse más y con más hondura; pequeños gestos de desprendimiento de lo que se ha visto como obstáculo para la comunión entre las personas; la sencilla, pero sin respetos humanos, comunicación de la fe; mostrar al prójimo bondad y cariño sincero cuando se ha sufrido persistentemente de él una malévola actitud; seguir confiando en Dios en medio de un alud de pruebas que parecen no tener fin; no ceder al cansancio cuando en la lucha por la justicia o por la paz no se perciben frutos inmediatos... son signos que manifiestan una respuesta al magnífico don que Dios hace a toda la humanidad y que llamamos Reino.

d) Aprender a discernir. Es una labor delicada enseñar a discernir la presencia del Reino, ya que este se encuentra mezclado con otras realizaciones que son anti-Reino. Habrá que confrontar esos signos con el evangelio para comprobar que el Reino está presente, aunque amenazado; que hay que tener paciencia para no arrancar el trigo con la cizaña, y aprender a vivir esperanzadamente las tensiones dialécticas que nos rodean, porque estamos empeñados en una lucha sin cuartel contra el mal, donde la criba final hay que dejársela a Dios.

e) Los testigos del Reino. La catequesis del Reino se esforzará también en poner de relieve qué testigos del Reino han sobresalido a lo largo de la historia, pasada y actual. En cualquier época, más que grandes figuras (que también), se encuentra a gente sencilla y sin relieve, con la que a veces se convive sin caer en la cuenta de su verdadera envergadura en el seguimiento de Jesús.

f) Catequesis y compromiso. Aunque por todas partes hay señales y testimonios positivos, la catequesis ayudará a realizar progresivamente compromisos por el Reino: saber respetar a los demás; ser responsable en el cumplimiento de los deberes familiares y profesionales; buscar el bien común en la participación en la vida pública; cuidar la naturaleza y el medio, fomentar la estabilidad de la familia; perseguir la ética y el servicio a la verdad en los medios de comunicación; ejercer la solidaridad con los pueblos del tercer mundo; fomentar la convivencia y la cultura genuina de cada pueblo...

En resumen: de una manera global, a la hora de transmitir el mensaje del Reino, la catequesis tendrá que ayudar a plantearse y a responder estas o parecidas preguntas: ¿Qué quiere decir la Iglesia cuando anuncia el Reino? ¿Qué celebra? ¿A qué esperanza conduce y a qué compromisos concretos encamina? ¿Cómo comunicar a los demás lo que se ha experimentado que hace vivir?

NOTAS: 1. DGC 41. — 2 Ib. — 3. Al leer el Nuevo Testamento, en particular los evangelios, se cae en la cuenta de que hay una fluctuación en los textos que hablan del Reino. Está entre nosotros —las acciones de Jesús lo muestran—, pero el señorío pleno de Dios, su reinado, quedará instaurado al final, cuando Cristo «entregue el Reino a Dios Padre» (1Cor 15,24). Por otra parte, la respuesta que da Jesús a quienes le preguntan por el momento en que va a instaurar el Reino (He 1,6) da a entender la existencia de dos fases en su manifestación: una humilde, en el misterio, que es la actual; otra gloriosa, radiante, en plena luz, que se dará en el futuro, y coincidirá con la venida gloriosa del Hijo del hombre (Mt 16,28; DGC 102). — 4. J. M. ROVIRA BELLOSO, Sociedad y Reino de Dios, PPC, Madrid 1992, 198. — 5 DGC 18s. — 6 ChL 4; DGC 22.

BIBL.: AA.VV., Diccionario enciclopédico de la Biblia, Herder, Barcelona 1993, 1309-1313; AA.VV., El reino de Dios está entre vosotros, Sal Terrae 945 (número monográfico, abril 1992); FUELLENBACH J., Reino de Dios, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1115-1126; GONZÁLEZ DORADO A., La Buena Noticia hoy. Hacia una evangelización nueva, PPC, Madrid 1995; KEATING T., El reino de Dios es como... Reflexiones sobre las parábolas y los dichos de Jesús, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997; PANIMOLLE S. A., Reino de Dios, en ROSSANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1609-1639; ROVIRA BELLOSO J. M., Sociedad y reino de Dios, PPC, Madrid 1992.

Antonio Bringas Trueba
y Teresa Ruiz Ceberio