PERSONA ADULTA
NDC
 

SUMARIO: I. Nuevo interés por la edad adulta. II. La dinámica del crecimiento adulto: 1. La elaboración de modelos; 2. Dos enfoques del desarrollo humano. III. Tres modelos teóricos: 1. Erik H. Erikson; 2. Daniel Levinson; 3. Robert Kegan. IV. La maduración creyente a la luz de las teorías: – Las etapas de la estructuración según J. Fowler. V. Las opciones comunes y las constantes de estas teorías: 1. Un movimiento y una dinámica; 2. Continuidad secuencial; 3. Sobre la realidad; 4. Las transiciones; 5. El entorno cultural; 6. Una mirada de conjunto. VI. Buen uso y mal uso de las teorías.


I. Nuevo interés por la edad adulta

El interés por la edad adulta es relativamente reciente en catequesis, sobre todo en lo que se refiere al crecimiento humano y creyente a lo largo de la vida. En el transcurso de los primeros siglos de la historia de la Iglesia, el sujeto primordial de la catequesis era el adulto, pero este acento se fue desplazando progresivamente hasta que los términos catecismo y catequesis quedaron reservados espontáneamente a los niños y jóvenes.

Sólo pasado el período conciliar, la catequesis de adultos recupera su lugar principal y vuelve a pensarse en ella como en la forma privilegiada de toda catequesis. Indudablemente esta toma de conciencia se debe a la nueva visión que la sociedad tiene de la edad adulta. Hace tiempo se pensaba que el adulto había terminado su crecimiento psicológico y había alcanzado su plenitud psicológica hacia los 20 años, aunque se siguieran detectando cambios a lo largo de su vida adulta. Esta visión estática puede responder a la experiencia: el adulto es ya responsable de sus actos, tiene ya más derechos y más deberes cívicos. Pero la misma experiencia indica al adulto que sigue cambiando a lo largo de los años. Ciertamente él sigue siendo la misma persona, pero los cambios que le sobrevienen desde que empieza a ser adulto hasta llegar a la vejez, son más importantes que todo lo que en él ha permanecido inalterable. Actualmente se abre paso una concepción más dinámica de la edad adulta, que tiene en cuenta lo complejo de dicha edad y las numerosas transiciones y metamorfosis que se viven durante las décadas que median entre el joven adulto y el anciano. La vida en su conjunto es contemplada en adelante como un proceso. Uno no es adulto, va siéndolo cada día un poco más. Por otra parte, el éxito no es automático; implica que el adulto mismo se comprometa y se haga cargo de su propia vida, asumiendo en cada período las tareas que la misma vida le presenta, sin dejar de acometer los continuos retos que salen a su encuentro. Este cambio de perspectiva se debe a los numerosos estudios que se han hecho recientemente sobre los adultos y su crecimiento.

Esta visión dinámica proyecta una nueva luz sobre el modo como el adulto cree y profundiza su fe. Tampoco en este aspecto el adulto llega al final del aprendizaje. Las investigaciones sobre el proceso de maduración humana demuestran que, en cada encrucijada de la vida, la persona se ve confrontada a desafíos particulares que también inciden en su modo de creer. La fe queda condicionada por la vida y la etapa de crecimiento en que se encuentra la persona. Esta toma de conciencia ha llevado a algunos investigadores a descubrir cómo vive la fe la persona adulta y a hablar –también en esta edad– de un proceso de maduración creyente.


II. La dinámica del crecimiento adulto

1. LA ELABORACIÓN DE MODELOS. Los datos señalados nos llevan a concebir el crecimiento humano y creyente durante la vida como un proceso que integra, a la vez, el cambio (variabilidad) y la estabilidad (consistencia). Describir este proceso equivale a perfilar una secuencia de acontecimientos, en parte programados o determinados por influencias, tanto hereditarias como ambientales, entre las que se encuentran las religiosas. Dichos acontecimientos secuenciados, pueden alcanzar un valor universal relativamente elevado, pero no son más que un marco general que hay que concretar en función de los itinerarios de vida específicos de ciertos grupos, y también del proceso vital seguido por cada individuo.

Los primeros estudios sistemáticos sobre el conjunto del ciclo de la vida son de los años treinta, pero sólo durante los años sesenta conocieron un desarrollo de cierta importancia, sobre todo en los ambientes de la psicología humanista americana (aunque es verdad que precedieron en algunos decenios a los estudios sobre la maduración creyente). Para elaborar sus modelos teóricos, los investigadores procedieron generalmente por una sistematización de lo observado a partir de análisis biográficos y encuestas. El resultado es siempre una construcción hipotética y teórica de la realidad.

2. Dos ENFOQUES DEL DESARROLLO HUMANO. Podemos distinguir varias teorías que explican el crecimiento humano y creyente a lo largo de la vida. En los ambientes científicos existe actualmente un amplio consenso sobre la interacción entre el crecimiento personal y el papel del entorno. Pero para estudiar y analizar el desarrollo de la persona humana disponemos de dos enfoques o modelos: el desarrollista y el constructivista.

a) El enfoque asumido por Freud, Jung, Erikson y otros (enfoque desarrollista) puede considerarse como un modelo único. Sus teorías se apoyan en la edad biológica, que constituye la trama de todo el desarrollo: con la edad se evoluciona, sobre todo, gracias a los roles sociales. Sin embargo reconocen que, en cada individuo, se dan variaciones particulares dentro del modelo común. Para estos investigadores, cada edad entraña sus propios desafíos. Disponer del dominio suficiente para superar cada desafío proporciona la fuerza psicológica suficiente para acometer la etapa siguiente. En cambio, un dominio incapaz de superar cada reto provoca un debilitamiento de las fuerzas psíquicas a la hora de enfrentarse a los retos siguientes.

b) Otro enfoque en torno a la maduración humana (enfoque constructivista) opina que, de suyo, el desarrollo no es de capital importancia, ya que personas muy diversas abordan las mismas tareas para su desarrollo personal de manera esencialmente distinta. Pues bien, estas diferencias son más importantes, para el propio desarrollo, que las semejanzas. Piaget fue el primero en presentar la hipótesis de que esas diferencias de concepción del mundo y de uno mismo tienen una base común, vinculada al desarrollo. Cada manera de pensar implica y necesita un sistema de pensamiento y de interpretación más complejo que él llamó etapa. Una nueva etapa nunca es el resultado de la suma de adquisiciones precedentes. Se necesita un nuevo sistema de pensamiento –una nueva clave de interpretación– para encarar las nuevas explicaciones de la realidad. La hipótesis es la siguiente: cuando una forma de interpretar la realidad es ya incapaz de explicarla satisfactoriamente y darle un sentido, se construye un nuevo sistema o estructura de pensamiento que la interprete de forma satisfactoria. Así, los sistemas o estructuras mentales de referencia se transforman radicalmente a lo largo de la vida y no tenemos que olvidar que ellos están en el origen de las actitudes, opciones y actuaciones concretas. Esta hipótesis ha dado su nombre a la teoría constructivista.

Los desarrollistas opinan que las personas de la misma edad tienen que enfrentarse a tareas que les son comunes; por ejemplo, decidirse por un proyecto de vida en los primeros años de la edad adulta (su vocación). Para los constructivistas esas mismas personas pueden encontrarse en etapas diferentes y dar un sentido distinto a la elección de la vocación: o como respuesta a un impulso interior, o como respuesta actual a las expectativas de su grupo de referencia, o como una manera de afirmar su autonomía personal, que es la interpretación más profunda. Estas explicaciones, aunque distintas, no son contradictorias. Es importante comprenderlas como complementarias y saber que cada una aclara un matiz de la maduración de las personas.


III. Tres modelos teóricos

Presentamos, a grandes rasgos, tres modelos teóricos. Son los más corrientes y ampliamente aceptados en relación con la maduración creyente y la pastoral de los adultos. Los dos primeros autores, Erikson y Levinson, representan el enfoque desarrollista, mientras Kegan ilustra la propuesta de los constructivistas.

1. ERIK H. ERIKSON. El psicoanalista americano E. H. Erikson se apoya en la teoría de las fases según Freud; pero se da cuenta de que esta teoría prácticamente ignora las influencias del entorno y únicamente describe el desarrollo durante la primera década de la vida. Intenta, entonces, ampliar la perspectiva al conjunto de la vida e introduce el aspecto social. Según él, la problemática central del ciclo vital es la de la identidad. En el transcurso de la vida, la persona se siente inclinada a encontrar y a organizar su identidad en interacción con el mundo exterior. Sólo así se podrá desarrollar su personalidad. En este modelo, la persona recorre sucesivamente ocho etapas, tres de las cuales corresponden a la vida adulta. El crecimiento depende del desarrollo apropiado y armonioso en cada momento.

a) En cada etapa, a la persona la atraen dos tendencias opuestas, que para el joven adulto son, por una parte, comprometerse en una relación privilegiada (Erikson habla de intimidad consigo y con los demás) y, por otra, la defensa de sí estableciendo una sana distancia (Erikson llama a esta tendencia el aislamiento). El desafío consiste en mantener las dos tendencias en constante y dinámico equilibrio. Inclinarse exclusivamente del lado de la intimidad puede conducir a la fusión en la que se pierde la identidad, mientras que acentuar sólo el aislamiento lleva al narcisismo, volcado exclusivamente sobre sí y que impide vivir una profunda relación con el otro (por ejemplo, los donjuanes).

b) En la mitad de la vida, aparece un nuevo desafío: la preocupación por los demás y el deseo de dejar una huella de su paso en el mundo. Ahora hay que mantener el equilibrio entre la tendencia a entregarse por los demás (generatividad) y la de mantener los lazos con el pasado (estancamiento). El exceso puede ser o el activismo sin consistencia, o el rechazo a adoptar una nueva perspectiva de la realidad a causa de la excesiva preocupación por sí mismo. En esta situación el reto está en la capacidad de reorientar la vida y en no eliminar las grandes cuestiones que se empiezan a plantear.

c) En la etapa de la madurez (vejez) hay que responder a la pregunta: ¿quién soy yo frente al pasado y el futuro? La persona se ve abocada ahora al reto de aceptar su vida pasada, con la que ha de reconciliarse (integridad), y de asumir, a la vez, el disgusto que la misma le produce. Por una parte, se encontrará con el obstáculo de no poder corregir lo que ya no tiene y no puede hacer; y, por otra parte, el excesivo disgusto del pasado la lleva al desprecio cínico y a la desesperación. El reto a esta nueva identidad es ser capaz de acoger la muerte. Los dos polos o tendencias no son alternativas. Por el contrario, es necesario establecer un equilibrio y una tensión dinámica entre ellas, en lugar de rechazar una u otra. El equilibrio, nuevo en cada etapa, es uno de los rasgos constitutivos de la identidad propia de cada una de las grandes etapas de la vida.

Cada persona logra su equilibrio dinámico particular entre las dos tendencias. Cuando una persona alcanza ese equilibrio armonioso, emerge un fruto duradero al que Erikson llama: las fuerzas básicas (o virtudes): el amor en el joven adulto, la apertura en el adulto que ha llegado a la edad madura y la sabiduría para la identidad de la madurez (vejez).

2. DANIEL LEVINSON. Este investigador americano fundamenta igualmente su modelo en el progreso de la edad, pero da mucha importancia a los distintos roles sociales que un adulto está llamado a asumir a lo largo de la vida. Según él, la existencia humana se desarrolla a lo largo de cuatro estaciones, tres de las cuales transcurren durante la edad adulta; él las llama estaciones de la vida.

La imagen de la ola describe muy bien la concepción que Levinson tiene de la vida: una secuencia de olas que van y vienen. Este autor atrae la atención sobre la importancia de las transiciones a lo largo del crecimiento del adulto. Ellas no sólo abren y clausuran cada estación, también inciden en el interior de ellas mismas. Según este modelo las transiciones son lentas y duran varios años (una media de cuatro a siete años). La estructura se modifica durante los períodos de transición y se reconstruye en los períodos de estabilidad. Cada estación tiene un principio (entrada), una maduración hacia la cima (estabilidad momentánea) y un fin (transición hacia la continuidad). Cada fase se define por tareas y no por acontecimientos. Así, lo que constituye un momento clave para muchos jóvenes adultos no es el matrimonio ni el hecho de haber dado la vida a un niño, sino la responsabilidad específica inherente a la paternidad o la realidad de haberse comprometido de por vida con una persona.

La vida toma rostros diferentes en función, sobre todo, del trabajo, de la vida familiar, de la relación consigo mismo y de la relación con los demás. La articulación armoniosa de estos cuatro sectores es el resultado de las opciones positivas, de la manera de asumir los retos y realizar las tareas inherentes a los diversos períodos de la vida. El adulto pasa por estas estaciones con sus fases tranquilas (estabilidad) y agitadas (transiciones); durante ellas tiene que superar pruebas, resolver conflictos, afrontar desafíos, a semejanza de los trabajos de Hércules. La realización de estas tareas no siempre resulta fácil, porque la sociedad propone, incluso con frecuencia impone, un modelo de comportamiento que acentúa un aspecto. Cuatro tareas mayores aparecen por primera vez al inicio de la edad adulta y continuarán señalando los períodos siguientes: el ideal de la vida (o vocación), el mentor (persona de referencia que guía y con la que, por algún tiempo, se puede identificar la persona en cuestión), el trabajo y el amor.

3. ROBERT KEGAN. El modelo que propone el psicólogo americano Robert Kegan es un modelo constructivista. Para este investigador, lo que permite comprender que una persona se desarrolla sin dejar de ser ella misma es el modo de elaborar y dar sentido a las cosas y a su propia vida. A lo largo de su existencia, la persona pasa por un cierto número de etapas o estadios, caracterizados, en cada momento, por una manera particular de dar sentido a su vida.

Las crisis son muy importantes en la evolución del ser humano; son una oportunidad y un reto. Para lograr un nuevo modo de estar en el mundo, es necesario aceptar que hay que abandonar y perder algo (de sí mismo). La persona puede rehusar, y entonces se estanca en su etapa o estadio en lugar de morir. El proyecto de vida se logra cuando se es capaz de arriesgar lo nuevo y de abandonar lo viejo. Para Kegan es indispensable en cada etapa la presencia de un ambiente que apoye y sostenga a la persona. Este ambiente tiene una función de acogida: recibe temporalmente a la persona y le permite vivir armónicamente en su seno. Ahora bien, este ambiente tiene una triple misión: sostener, abandonar, mantenerse cerca. 1) Sostener significa que este ambiente de apoyo proporciona a la persona toda la atención, el reconocimiento y la ayuda necesaria. A ella le corresponde confirmarla en su manera de dar sentido. 2) Pero, a la vez, ese ambiente debe abandonar, es decir, alentar el proceso normal y natural de separación del ambiente integrador. En este sentido, el ambiente contradice la manera demasiado unilateral que la persona tiene de ver las cosas. 3) Pero la misión sólo está completa si el ambiente se mantiene cercano y estrecha los lazos de unión. Esta es la respuesta a la necesidad de reconciliación, inherente al proceso de crecimiento.

Kegan destaca cinco estadios del desarrollo que son, en cada momento, característicos del modo de dar sentido a la vida. Los primeros estadios se refieren, sobre todo, a la infancia. Sin embargo, no hay que olvidar que, según los constructivistas, no es indispensable recorrer todas las etapas. Cada una de ellas representa una cierta armonía. Si bien los primeros estadios están aún ligados a la edad, esta incide cada vez menos en los últimos estadios. Aunque podrán encontrarse adultos en un estadio en que estén la mayoría de los niños.

Estadio 1: el Yo impulsivo (entre 2/3 y 6/8 años) y estadio 2: el Yo soberano (6/8 y 11/13 años, que puede prolongarse hasta la edad adulta). En el primer estadio el niño está integrado e identificado con sus impulsos y no puede controlarlos. No tiene cólera, él es su cólera, y con ella da sentido a su disgusto o a su incapacidad. En el estadio siguiente las necesidades, deseos e intereses condicionan su conducta, sin que el niño someta su poder a la reflexión. Por el contrario, tiene sus impulsos (bajo control). A través de sus necesidades, el niño capta la realidad del mundo y la integra, porque justamente a través de ellas descubre su sentido. En este estadio la persona parece actuar en función de lo que le es útil.

Estadio 3: el Yo interpersonal o de referencia a los otros (de los 11/13 años hasta la entrada en la edad adulta o más). El sentido lo dan las relaciones y los roles que se derivan de ellas: yo soy (existo a través de) mis relaciones y mis roles. Este estadio favorece las actividades convencionales (pensar y actuar como las personas y los grupos de referencia). El deseo dominante en este estadio es el de la pertenencia.

Estadio 4: el Yo institucional o ejecutivo (el joven adulto, aunque puede ir más allá de esta edad). El Yo debe buscar su fundamento (identidad) más allá de las relaciones. No es fácil este cambio. Lo que ahora dará sentido a la persona es su propia autonomía: poder decidir uno mismo y poder decir Yo. Durante este estadio se elabora la ideología propia eligiendo en los modelos presentes (por ejemplo la religión) aquello que más conviene y que es coherente con las opciones personales. En este estadio la persona es muy seria, reflexiva y crítica. Esta conciencia descrita es excepcional antes de los 30-35 años. Algunas personas no llegan a conseguirla.

Estadio 5: el Yo relacional o super-individual. En el transcurso de su maduración, la persona tiende a descentrarse un poco más en cada etapa. Ahora este proceso llega a su plenitud. Para el Yo relacional la identidad y el sentido que cada uno se da a sí mismo no dependen primordialmente del hecho de que uno lo decida por sí mismo: el sentido viene dado a partir del encuentro con diferentes sistemas culturales e institucionales. También hay que aprender a reconciliar los polos opuestos del Yo: ser a la vez joven y maduro; aceptar ser, al mismo tiempo, constructivo (y positivo) y destructivo, razón y sentimiento, apertura y arraigo en la tradición. El Yo unificado está en tensión dinámica (y lleno de tensiones).


IV. La maduración creyente a la luz de las teorías

El paso por las etapas del crecimiento humano es indispensable para quien desee comprender la transformación del creyente a lo largo de su vida. El creyente también conoce cambios y etapas en su modo de vivir su relación con Dios. La maduración creyente no se realiza de modo uniforme y lineal, sino más bien según diversas formas. Estas formas están en relación con períodos concretos y específicos del ciclo de la vida adulta.

LAS ETAPAS DE LA ESTRUCTURACIÓN SEGÚN J. FOWLER. Asumiendo la teoría constructivista, el teólogo bautista americano James Fowler intenta elaborar un modelo teórico que llegue a describir cómo, a lo largo de la vida, una persona construye y da sentido a la relación consigo misma, con los otros y con un ser último o Dios. Ahora bien, para él, estas relaciones están determinadas por una serie de factores, que no son específicamente religiosos. Estos factores son: el modo de pensar y juzgar las acciones morales, las relaciones de la persona con la autoridad (y con lo que constituye autoridad), la capacidad de simbolización, el modo de vivir y llevar adelante las relaciones con los demás, así como la visión del mundo que inspira su pensamiento y su acción.

Efectivamente, su modelo quiere superar las divisiones religiosas y confesionales para poder explicar cómo da sentido a su vida una persona, sin necesidad de pertenecer a una religión. Para Fowler la fe es la manera específica de dar sentido a la vida en referencia a Dios. Su modelo, por tanto, tiene muchas semejanzas con el de Kegan. A menudo se ha criticado esta concepción tan amplia de la fe. Para Fowler no existe un modelo específicamente cristiano de maduración personal.

El itinerario global de crecimiento puede caracterizarse como una toma de conciencia creciente, así como una toma de conciencia crítica, cada vez más refinada, con relación a la acción y a la voluntad de Dios y una participación creadora en su obra. Se desarrolla según unas etapas. Este autor ha destacado algunas constantes y seis maneras específicas de dar sentido a la propia vida en referencia a Dios. La trayectoria es invariable y no se puede saltar ninguna etapa. Lo mismo que Kegan, él piensa que las primeras etapas están vinculadas habitualmente a la infancia y puede ocurrir que alguien se detenga en una de ellas interrumpiendo el itinerario.

Etapas 0 (fe inicial) y 1 ° (fe intuitivo-proyectiva: hacia los 2-6/8 años). En la primera infancia se preparan las disposiciones que marcarán la relación con Dios. Más tarde, el niño percibe las cosas intuitiva y emotivamente. Proyecta sobre Dios su manera de captar el mundo (antropomorfismo). Esta etapa ofrece la posibilidad de moldear las dimensiones emocionales (emotivas) de la fe, lo mismo en la dirección del bien que del mal.

Etapa 2° (fe mítico-literal: hacia los 6/8 años-11/13 años; puede encontrarse en la edad adulta). Entre los 6 y los 8 años surge una nueva manera de comprender el mundo; está marcada por lo concreto, la literalidad, la unidimensionalidad (univocidad) del sentido. Para el niño la narración se convertirá en una manera importante de construir sentido y de compartirlo con otros. Por eso las narraciones bíblicas y las historias de los grandes testigos son fundamentales en esta etapa. Sin embargo, en ella las personas son todavía incapaces de salirse del ámbito de sus historias y de sus experiencias para reflexionar sobre ellas y deducir de ellas un sentido más global. Por el momento, Dios será el Dios que castiga o premia.

Etapa 3° (fe sintético-convencional o fe de pertenencia comunitaria: a partir de los 11/13 años hasta la entrada en la edad adulta; puede prolongarse también más allá). Entre los 1 1 y los 13 años se llega a la capacidad del pensamiento abstracto y conceptual. Esta capacidad proporciona una nueva conciencia de sí mismo. El joven ahora puede descubrir la imagen que los otros se hacen de él; puede reflexionar sobre sus propios sentimientos y abrirse a la introspección. Esto le lleva a adaptarse a las expectativas y reacciones de los demás. Ahora bien, el Yo está constituido por las relaciones y los roles que de ellas se derivan. La fuerte necesidad de mantener la relación con los otros y de corresponder a sus expectativas puede convertirse, a veces, en una tiranía de los otros (super-conformismo). Por esto los contenidos de fe y los valores que vinculan al joven al grupo no son habitualmente sometidos a examen. Para las personas de esta etapa Dios es alguien que nos conoce mejor que nosotros mismos; es el amigo, el compañero. El adulto conformista lucha contra la complejidad del pensamiento, porque tiene un pensamiento estereotipado, hecho a base de clichés y posturas tajantes: todo o nada. Para poder juzgar las alternativas tiene que apoyarse en autoridades externas. Justo y falso admite raras excepciones; las cosas son idénticas para todo el mundo. Su enfoque de la vida, sin muchos matices, alienta una visión sentimental e idealista del mundo; esta manera de ver podrá encontrar en la comunidad cristiana una respuesta y un apoyo tanto más añorado, cuanto que el mundo (entorno), tachado de profano, obliga al adulto a ocultar ante la gente la percepción idealista y afectiva de las cosas.

En esta etapa el pensamiento concreto se orienta hacia objetos y comportamientos exteriores y visibles, como la apariencia, la aceptación social, la pertenencia y los aspectos materiales; lo cual explica el apego de estas personas a ritos y directrices claras en el campo de la fe y de la moral (por ejemplo, desean el ritual íntegro del sacramento, sobre todo si no son practicantes habituales). Los adultos conformistas tienen una capacidad relativamente débil para la introspección y son poco sensibles a los movimientos interiores; en esto tienen una sensibilidad muy global: están contentos o decepcionados, pero nunca ambas cosas a la vez. Según ellos, los problemas se solucionan por la comprensión («hay que comprender»); por eso desean un documento claro que posibilite saber y entender lo que hay que creer. Quisieran amar más y mejor. Hasta pueden quejarse de que alguien no los quiere.

Etapa 4° (fe individual-reflexiva o de referencia a sí: lo más próximo a la entrada a la edad adulta). En esta etapa es donde muchos adultos se instalan durante largo tiempo. Al entrar en la edad adulta se somete a examen crítico el sistema de valores y los contenidos de la fe. A su vez, el Yo debe buscar su fundamento más allá de las relaciones. La persona adulta no puede continuar apoyándose en los demás y toma conciencia de la necesidad de comprometer la propia responsabilidad. Asimismo considera necesario analizar los contenidos de la fe de la propia tradición religiosa y traducirlos en fórmulas conceptuales. La palabra clave es coherencia. En esta etapa la persona tiende a fabricar su propio sistema religioso.

De ahí resultan ganancias y pérdidas: pérdida de calidad emotiva, pero ganancia de claridad (sistematización, capacidad de explicar las cosas, precisión) y de sentimiento de coherencia. Puede producirse una ruptura respecto de la comunidad de fe convencional, donde anteriormente uno se sentía bien: al hacerse crítica, la persona se distancia o es rechazada.

Etapa 5° (fe unificante o de reapropiación: raramente antes de los 40 años; algunos no llegan nunca a ella). La transición llega cuando la persona toma conciencia de que no puede dominarlo todo. Ahora se trata de unificar lo que, en los distintos campos de su vida, parece opuesto. El círculo de las relaciones puede agrandarse más allá de la pertenencia a una clase, raza, nación, religión o ideología. La fe reconoce que la verdad no puede reducirse a un solo punto de vista. Comienza a confrontarse con la dimensión dialéctica de la experiencia y con sus paradojas: Dios es a la vez trascendente e inmanente, todopoderoso y voluntariamente limitado. La fe se hace humilde: se toma conciencia de que, cuando se habla de lo divino, sólo se puede balbucear. En lugar de explicar los símbolos y analizarlos, se aprende a acogerlos y a entrar en su mundo de sentido. La fe de la etapa unificante está abierta a las verdades de otras religiones y culturas, justamente por tener certezas claras y no por indiferencia. Esta apertura se basa en esas certezas claras, en oposición a una actitud indiferente; pero esta fe busca el diálogo serio, esperando llegar a una profundización de los propios fundamentos. Es claramente una fe de la segunda inocencia (seconde naYveté) (Ricoeur).

Etapa 6° (fe universalizante: rara). Para las personas que superan la etapa precedente parece apuntarse un movimiento en el cual el Yo es transportado más allá de sí mismo. El Yo se apoya en Dios de manera cualitativamente nueva. En esta etapa la persona se siente muy cercana a Dios. El es quien renueva los mismos fundamentos de la identidad, del conocimiento y de los valores. La nueva perspectiva será la base de una actitud de oposición no-violenta al mal individual y social. De ahí nace un deseo activo de transformar las situaciones humanas actuales en una perspectiva de llegada del Reino y de comunión con Dios a través del don radical de sí mismo. Observando a personas descentralizadas es posible darse cuenta de los efectos de la kénosis (expropiación y desprendimiento de sí mismo). Estas personas viven como si el Reino estuviera ya realizado; hacen ver lo que podría ser el futuro de Dios: sólo con su vida son una interpelación para los demás. Algunas grandes personalidades como Ghandi, Martin Luther King, incluso las grandes figuras cristianas del pasado son, según Fowler, ejemplos de personas que han llegado a esta etapa.


V. Las opciones comunes y las constantes de estas teorías

Estos modelos siempre hay que considerarlos como construcciones teóricas que intentan explicar el itinerario del crecimiento o maduración humana y creyente. Cada uno tiene su originalidad y su enfoque particular. Pero prácticamente en todos los investigadores encontramos opciones comunes y constantes.

1. UN MOVIMIENTO Y UNA DINÁMICA. Todos los modelos (desarrollistas o constructivistas) describen el crecimiento de la persona adulta en forma de etapas o estadios. Cada etapa o estadio está configurado por una riqueza y una armonía propia; tiene un valor irreemplazable y caracteriza a la persona en un momento dado de su vida. Cada etapa contiene elementos de la precedente, pero los reorganiza de forma nueva y más compleja, en una unidad nueva. Este movimiento hay que concebirlo más en una progresión circular (imagen de la espiral) que en una dinámica lineal. Sin embargo, el desarrollo siempre se comprende como un movimiento hacia una mayor complejidad, hacia una mayor competencia e integración. Esto afecta a todas las capacidades de la persona humana.

2. CONTINUIDAD SECUENCIAL. El crecimiento del adulto se realiza por secuencias, a través de etapas previsibles. Las etapas son sistemas de pensamiento extraordinariamente estables: abarcan lógicas globales o sistemas generales productores de sentido. Dado el tiempo que se permanece en una etapa (varios años: decenas de años en la edad adulta), la etapa funciona configurando un estilo de personalidad. El camino es progresivo (gradual) y continuado, e integra todas las dimensiones de la persona (al menos muchas de ellas). Está marcado por aceleraciones, retrocesos y momentos de calma. El recorrido únicamente se puede realizar en un sentido (no es posible estar retrocediendo durante un largo tiempo) y las etapas se suceden en un orden invariable: de lo sencillo a lo complejo (tampoco se puede saltar ninguna de ellas); son como eslabones de una cadena: cada elemento es indispensable para el conjunto y complementario de los demás.

Pero este itinerario es individual: cada uno lo desarrolla de manera diferente con contenidos y variaciones individuales, porque siendo semejantes en su desarrollo, los adultos siguen siendo siempre personas únicas. Podemos comparar las etapas a los patrones de costura: partiendo del mismo patrón cada uno confecciona su propio vestido. Los investigadores han tratado de describir los patrones observando las semejanzas. En realidad la maduración de la edad adulta es mucho más compleja y matizada que las etapas. No todos pasan por todas las etapas con un resultado positivo. Algunos se detienen y permanecen en etapas intermedias; otros retroceden. Hay quienes avanzan con mayor velocidad. Cada adulto tiene su historia, que es única. No hay dos transiciones que se desarrollen de forma idéntica: ni en duración ni en el momento de realizarse, ni en lo relativo a su fuente o a sus efectos, ni en cuanto al grado de tensión que provoca.

Las etapas del desarrollo que han quedado ignoradas o que han sido recorridas de manera insatisfactoria tienden a reaparecer hasta que no se las enfoque y recorra con éxito. El trabajo inacabado de los primeros años de la edad adulta seguirá reclamando la atención a lo largo de las etapas posteriores. Cada etapa conlleva sus propios desafíos, sus aspectos particulares que hay que cuidar y hacer que maduren sus conocimientos y habilidades específicas, y conlleva también adquisiciones psicológicas particulares que hay que llevar a término. Hay tareas vinculadas al desarrollo que deben aprenderse en un momento dado, y adaptaciones concretas que realizar para responder a las interpelaciones de la vida. No se puede forzar el paso de una etapa a otra, ni para uno mismo ni a fortiori para los demás. Por el contrario, es posible comprender las estructuras y sistemas más elementales, ya superados gracias al crecimiento. A veces uno mismo se acuerda del pasado, porque es menos costoso, sobre todo cuando se trata de una situación crítica.

3. SOBRE LA REALIDAD. En lo referente al hecho de las etapas, todos los investigadores están de acuerdo, pero no han señalado el mismo número de ellas ni les adjudican el mismo contenido. Algunos opinan que estas etapas están en estrecha unión con el progreso de la edad. Otros dicen que la edad cronológica incide en ellas relativamente poco. La maduración en el transcurso de la vida adulta tiene relación con la edad, pero no es específica de ella. En una vida adulta, la maduración es también el resultado de respuestas a los momentos de confrontación (crisis) y de la experiencia, constantemente enriquecida a lo largo de la vida cotidiana. Las ideas, los sentimientos, las esperanzas, los valores, los ideales, las opciones, las habilidades y los comportamientos de un adulto en interacción con su entorno social, se ven afectados por el desarrollo psicosocial.

4. LAS TRANSICIONES. El paso de una etapa a otra es una transición significativa. Los adultos pierden un cierto equilibrio a lo largo de una etapa anterior y se sienten llamados a recuperarlo ahora. Esto supone llevar a cabo un trabajo penoso y desencadenar toda una nueva creatividad. El adulto experimenta el período de transición como un reto, pero también como algo que le produce tensión y le ofrece, al mismo tiempo, posibilidades de madurar. La intensidad de las crisis emocionales y afectivas varía de un individuo a otro. Por tanto, ninguno experimentará todas las condiciones que se pueden dar en una transición. Pero cada uno vive un proceso de desarrollo único que lleva consigo cuestionamientos, cosas que abandonar y cambios que aceptar.

Un cambio de etapa supone tiempo y un contexto de desarrollo apropiado (las culturas de apoyo de Kegan). El paso-transición de una etapa a otra es tan importante como la etapa misma. Pero no todos los investigadores dan la misma importancia a las transiciones; hay algunos que describen, sobre todo, las características de la etapa. Por tanto, podemos cuestionar igualmente la ideología de los investigadores a este propósito: la armonía y el equilibrio ¿tendrían un valor humano mayor que los momentos de agitación?

Algunos acontecimientos particulares, sean de naturaleza interior o exterior a la persona, marcan con frecuencia el principio o el fin de una etapa. Muchos investigadores opinan que los acontecimientos no son propiamente la causa del cambio (ellos no provocan un cambio), sino que lo precipitan.

5. EL ENTORNO CULTURAL. El desarrollo humano se realiza en el contexto de un sistema humano; este desafía y sostiene la maduración. Tanto las opciones personales como la red de opciones institucionales y culturales han de considerarse como las causas más importantes del desarrollo humano. El contexto debe entenderse, al mismo tiempo, como un medio ambiente físico y personal (cf Kegan, para quien, en algunos estadios, personas externas constituyen la cultura de apoyo que estimula la maduración). Pero las tareas promotoras del desarrollo, así como los acontecimientos, previstos o no, constituyen también un contexto capaz de favorecer una nueva manera de dar sentido a la existencia y de creer (por ejemplo, dejar la casa, o verse abocado a recibir el diagnóstico de una enfermedad incurable). Sin embargo, a veces surge un nuevo sistema generador de sentido sin causas externas manifiestas; esto sucede, sobre todo, después de los pasos a las últimas etapas.

La crisis y el conflicto pueden precipitar y acompañar un cambio de estadio, pero también puede ocurrir que el conflicto se desarrolle en el interior del sujeto, sin ser perceptible a la atención del observador. Puede ocurrir también que una persona viva en un contexto altamente conflictivo sin sufrir transformación alguna. Efectivamente hay situaciones en las que semejante cambio radical puede parecer demasiado costoso a la persona. Es el caso de quienes viven en contextos constantemente caóticos, imprevisibles, violentos y peligrosos; en estas circunstancias se produce, casi con toda certeza, una reacción de repliegue y autoprotección en respuesta a la situación (actitud adaptada a este contexto particular). El complejo sistema de comunicación en que vivimos puede estimular el desarrollo en unas personas y frenarlo en otras.

6. UNA MIRADA DE CONJUNTO. LOS modelos descritos manifiestan el continuum, esto es, lo que permanece tras las características específicas vinculadas a la edad, a la situación social, a los acontecimientos, etc. Los modelos describen lo que subyace a las características individuales. Todos muestran que, al pasar de una etapa —estadio— a otra, nos vemos acuciados a dejar, perder o abandonar algunas cosas y conservar otras, pero transformándolas para crear una nueva armonía. Estos modelos presentan la relación entre kairós (tiempo favorable) y tronos (tiempo ordinario); destacan los ritmos y las etapas sensibles. También expresan la globalidad del recorrido. Insisten igualmente en la responsabilidad de cada uno en la gestión de su propio crecimiento y, sobre todo, de sus crisis.


IV. Buen uso y mal uso de las teorías

Consideramos seguidamente algunas tendencias que pueden influir en un uso positivo o negativo de las diferentes teorías.

a) La supravaloración. Es corriente supravalorar el propio desarrollo en un estadio o etapa más avanzada que aquella en que realmente estamos. Pero lo mismo sucede respecto de grupos enteros: con frecuencia, algunos agentes pastorales valoran en ex-ceso los grupos o comunidades con que trabajan. No hay que olvidar que la mayoría de los adultos se encuentran en las etapas intermedias. Los estudios de Fowler y otros demuestran que casi dos terceras partes de los adultos se encuentran en la etapa 3 y 4 de su modelo.

b) La tendencia a reducir diferencias (homogeneizar). Esta es una tendencia complementaria, y consiste en pensar que los grupos son —desde el punto de vista del desarrollo— más homogéneos de lo que en realidad son. En concreto, las propuestas pastorales o las homilías se dirigen a grupos o asambleas consideradas relativamente homogéneas, cuando en realidad la asamblea eucarística está compuesta normalmente por personas que se encuentran prácticamente en todas las etapas.

c) El deseo de forzar el desarrollo. También hay que deshacerse de la secreta esperanza de poder forzar el desarrollo y la transformación personales. Esta esperanza puede llegar a crear, en los formadores y en las personas que realizan el acompañamiento espiritual, frustraciones o sentimientos de culpabilidad. En un acompañamiento se puede llegar a resultados que no correspondan a lo que los formadores, los catequistas o los directores espirituales esperan. La respuesta a la llamada de Dios puede ser totalmente original y no tener nada que ver con los modelos.

d) Una concepción capitalista y el mito del progreso. La maduración de una persona lleva a transformaciones en los campos cognoscitivo, afectivo y psicomotor, que abren a la persona a nuevas posibilidades. También el proceso de crecimiento llevará igualmente a una fe más madura y adulta.

Pero hay que evitar cualquier concepción capitalista, como podría darse si se compara el propio crecimiento con el de otros. La maduración adulta no es un campo de competición. Aunque los investigadores no son partidarios de dar un valor especial a las distintas etapas y al conjunto del proceso, estos modelos arrastran una ideología: se supone que cada nueva etapa es mejor que la precedente. Esto proviene de la cultura del tiempo; para ella, desarrollo y progreso son valores positivos, lo nuevo se considera mejor que lo antiguo.

e) Valores y limitaciones de una etapa. Cada etapa lleva consigo energías y limitaciones propias, oportunidades relativas a las virtudes específicas de esa etapa, así como tentaciones y obstáculos peculiares. Se observa que, cuando se anima a una persona a estar en plenitud precisamente en la etapa en que se encuentra, de hecho se la está estimulando, paradójicamente, a realizar un cambio de etapa. No es propio del agente de pastoral querer aupar prematuramente a las personas hacia la otra etapa, sino animarlas a desarrollar plenamente las virtudes propias de la etapa en que se encuentran. También es responsabilidad suya crear un entorno que facilite y estimule la transición, sin forzarla.

f) Confusión entre modelo y realidad (mapa y lugar real). Esta tentación sutil lleva a querer meter a las personas reales dentro de un esquema de explicación que se ajuste al modelo teórico. Ahora bien, estos modelos teóricos corresponden a la realidad del crecimiento de una persona, lo mismo que un mapa corresponde al lugar real que representa. Entonces formadores y acompañantes corren el riesgo de abandonar su misión, que es estar realmente presentes junto a las personas. Esto lleva a la tentación de querer predecir y forzar, o incluso a excusarlo todo.

g) Confusión entre finalidad y acompañamiento y últimas etapas. Las teorías de las etapas nos explican cómo una persona da sentido a su vida; pero no se pronuncian sobre el contenido de estas estructuras: en qué se cree, si creer es mejor que no creer, etc. Las teorías dan una explicación sobre el movimiento creciente de interiorización y, al mismo tiempo, de apertura (de una fe recibida de otros a la fe en que la persona se compromete plenamente con una opción concreta y una adhesión personal). El problema está en reducir el objetivo del acompañamiento a la consecución de las últimas etapas como si fuera la única manera de responder fielmente a la llamada divina. Pero no se puede elaborar una concepción de la santidad y de cómo llegar a ella sin tener en cuenta la base humana.

h) Valores de estos modelos teóricos. Los modelos teóricos que hemos expuesto aumentan la comprensión empática en relación con uno mismo y con los demás. Así, gracias a esos modelos, los catequistas y animadores pastorales disponen de medios para captar mejor y estar más atentos a lo que realmente sucede. Son claves de lectura, no test para encasillar a nadie. También permiten presentar a los acompañados informaciones positivas de sus posibilidades y potencialidades (por ejemplo, cuando estos parecen encontrarse en una situación de estancamiento). Asimismo ofrecen a catequistas y animadores la posibilidad de tomar conciencia del lugar desde el que hablan y actúan y hasta de la etapa en que ellos mismos se encuentran. Ahora bien, la reflexión y la acción siempre son particulares y limitadas; cada persona tiende a considerar su manera de pensar y de vivir la fe, característica de una etapa del desarrollo, como si fuera la única manera de ver las cosas. Esta toma de conciencia ayuda a relativizar los absolutos, a abrirse, a adquirir una amplitud de miras y a ser humildes.

En definitiva, el conocimiento del proceso de maduración humana y creyente es indispensable para todo catequista y animador pastoral. Gracias a este conocimiento pueden vivir su misión con mayor fidelidad a Dios y al hombre.

BIBL.: AI.BERICI E.-BINz A., Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994; CENTRO NACIONAL DE ENSEÑANZA RELIGIOSA DE FRANCIA, Formación cristiana de adultos. Guía teórica y práctica para la catequesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989; COLOMB J., Manual de catequética. Al servicio del evangelio II, Herder, Barcelona 1971; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; DACQUINO G., Religiosidad y psicoanálisis, CCS, Madrid 1982; ERIKSON E. H., Infancia y sociedad, Hermé, Buenos Aires 19766; GARRIDO J., Adulto y cristiano. Crisis de realismo y madurez cristiana, Sal Terrae, Santander 1989; GIGUÉRE P. A., Una fé adulta. El proceso de maduración en la .fe, Sal Terrae, Santander 1995; GOGUELIN P., Formación continua de adultos, Narcea, Madrid 1973; LIÉGÉ P. A., Madurez en Cristo, Santiago de Chile 19683; MONTERO VIVES J., Psicología evolutiva y educación en la.fe, Ave María, Granada 19816; MORENO VILLA M., Persona, en (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 895-906; RAMÍREZ GALLARDO M. DEL S., El adulto, sus características, su formación, Marsiega, Madrid 1976; Métodos de formación de adultos, PPC, Madrid 1989.

Ambroise Binz