PECADO
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SUMARIO: I.. El pecado en la experiencia humana: 1. La ausencia del pecado; 2. La presencia del pecado. II. La redención del pecado: 1. «Lávame más y más de mi delito»; 2. «Perdónanos nuestras deudas»; 3. «Por un hombre entró el pecado»; 4. El pecado, una múltiple ruptura. III. Reflexión cristiana sobre el pecado: 1. El pecado como frustración del ser humano; 2. El pecado como relación; 3. Pecados graves y leves; 4. Pecado y opción fundamental; 5. Pecado personal y estructural; 6. Pecado y esperanza. IV. Orientaciones catequéticas: 1. La constatación del mal; 2. La convicción fundamental de partida. V. Acentuaciones de la catequesis sobre el pecado: 1. En relación con los contenidos; 2. Orientaciones pedagógicas; 3. En relación con las tareas de la catequesis. VI. Orientaciones para las distintas edades: 1. Infancia; 2. Preadolescencia y primera adolescencia; 3. Adolescencia y primera juventud; 4. Edades adultas.


I. El pecado en la experiencia humana1

El pecado se percibe siempre como un desajuste doloroso. Esa sensación es pre-religiosa y, en muchos casos, pre-moral. A veces la misma experiencia de la falta puede constituir una coartada para no hablar del pecado. Se cree faltar a una regla o a una convención social, pero no al proyecto amoroso de Dios. Con lo cual, el sentimiento de culpa y de falta puede reflejar una sutil forma de orgullo. Otra cosa es que tal desarmonía se perciba como un rechazo del proyecto de Dios sobre el hombre, su mundo y su sociedad. Hablar de culpa no es lo mismo que hablar de pecado. Pero hablar de pecado es, en cierto modo, hablar de Dios. Y no es fácil el discurso sobre el pecado cuando es difícil el discurso sobre Dios.

1. LA AUSENCIA DEL PECADO. Son ya tópicas las palabras de Pío XII al congreso catequístico de Boston, según las cuales el mundo habría perdido la conciencia de pecado2. Pero la pérdida del sentido de pecado puede significar un fenómeno bastante complejo y ambiguo.

Será positivo si la persona vive el gozo de la liberación del mal por la misericordia de Dios. Pero será negativo si supone el embotamiento ante las exigencias del reino de Dios, la frivolización de la existencia. De cualquier forma, la conciencia de pecado, o si se prefiere, la conciencia de la culpabilidad, se ha desvanecido por canales diversos.

a) Es frecuente afirmar que la situación de «pecado» de la injusticia social, es sólo el fruto de un desajuste económico. Los pecados capitales de la avaricia o de la pereza se racionalizan hoy en situaciones que se consideran connaturales con una sociedad del cambio o de la competitividad. Se prefiere subrayar la coyuntura económica por la que atraviesa el mundo, así como las exigencias de una sociedad basada en el mercado.

b) La psicología ha observado que el pecado genera la angustia, pero la angustia vital termina por generar el absurdo del pecado. Hoy, en efecto, se habla con frecuencia del mal moral como resultado de pulsiones incontroladas o de graves frustraciones vitales. El pecado no sería más que la neurosis o el miedo. El pecado es la alienación. Algunos pecados capitales, como la soberbia o la lujuria, han sido especialmente analizados a la luz de estos planteamientos.

c) La moderna medicina ha ampliado notablemente el concepto de salud y de enfermedad, de forma que abarque las múltiples amenazas a la integridad o el equilibrio personal del ser humano. Muchas cuestiones que en épocas pasadas eran presentadas como pecados son hoy estudiadas por otros especialistas bajo el epígrafe de enfermedades o síntomas de un trastorno en el bienestar holístico de la persona. Hoy se habla del pecado como una adicción.

d) La pedagogía ha visto el pecado como un comportamiento no adecuado a los requisitos mínimos para la aceptabilidad del individuo en el grupo social. En este caso, el pecado es equivalente a un comportamiento mal visto. La detección del pecado debería significar una señal de alarma para la misma comprensión de la comunidad. La conciencia de pecado se reduciría en muchas ocasiones a una falsa conciencia.

Esta alusión a las ciencias humanas no pretende ser acusadora. Las ciencias humanas estudian el pecado desde sus propias claves. La catequesis acepta esa visión de la realidad, pero debe aportar también la visión de la fe. Los desajustes humanos son también una ofensa al proyecto de Dios sobre la persona y sobre el mundo3. Así lo afirma Juan Pablo II en la encíclica Veritatis splendor (VS 111).

2. LA PRESENCIA DEL PECADO. Se ha perdido el sentido de pecado en la sociedad actual. Pero la persona no se resigna a abandonar sus referencias éticas a la hora de valorar las acciones y el comportamiento global de los hombres. También esa valoración reviste características muy peculiares que la catequesis habrá de repensar en profundidad.

a) Como en los tiempos primitivos, subsisten restos de una moral mágica que considera el pecado como una mancha que se contrae aun de forma inconsciente. Se piensa que el mal y el bien existen con una cierta independencia respecto a la propia voluntad. Esta tendencia se percibe en quien se acusa de los pecados que haya podido cometer sin darse cuenta y en quien se atribuye una bondad moral por unos hábitos, de los que tampoco se da mucha cuenta.

b) Hoy se percibe también el pecado como una desobediencia a unas normas impuestas por una autoridad. En el caso anterior nos encontrábamos con una conciencia mágica y en este con una conciencia heterónoma. La influencia de una moral legalista es reconocida por los mismos documentol oficiales de la Iglesia4. Un ejemplo habitualmente citado es el de las personas que se acusan de pecados contra normas cúlticas o rituales que han sido transgredidas por olvido.

c) En muchas ocasiones el pecado es percibido e internalizado como una especie de exclusión del grupo social. No duelen los valores morales olvidados o violados, sino la pérdida de la propia estima. Este sentido de la exclusión ha convivido con una vivencia individualista del pecado que olvida la dimensión pública y social de las faltas humanas.

d) Sobre todo, el pecado es sentido hoy como irresponsabilidad colectiva. El primitivo vivía el pecado como una participación en la responsabilidad del grupo. En Israel, el exilio a Babilonia determinó la explicitación de la conciencia individual (cf Jer 31,29-30). También Ez 14,12-20; 18; 33,10-20 reivindica una responsabilidad personal, que ya se hallaba en Dt 24,16. Pero el descubrimiento de la responsabilidad personal desembocaría con el tiempo en una conciencia individualista y, por fin, en una irresponsabilidad colectiva. La multitud que ha decidido algo por mayoría percibe su responsabilidad de forma tan diluida que apenas llega a preguntarse por el sentido del bien y del mal.


II. La redención del pecado

En la Escritura, no es la conciencia previa de la culpa la que se fabrica un Dios salvador como solución heterónoma. Es precisamente la certeza de la bondad de Dios la que hace surgir la conciencia religiosa del pecado.

Esta conciencia del pecado y de la indignidad del hombre va estrechamente vinculada a la experiencia de la grandeza y santidad de un Dios inasible y diferente del hombre y sus aspiraciones. La cercanía a Dios hace surgir en Moisés la conciencia de su indignidad (cf Ex 3,4-5). El Dios santo que se muestra a Isaías en el templo suscita en él la confesión de su solidaridad en el pecado de su pueblo: «Soy hombre de labios impuros; vivo entre un pueblo de labios impuros» (Is 6,5). El profeta manifiesta su extrañeza por ser elegido, a pesar de su pecado, para una misión confiada por el Dios santo. Ante la experiencia de una pesca desacostumbrada, también Pedro despliega su conciencia de pecado, es decir, de indignidad (cf Lc 5,8).

Una comprensión de la vocación de Dios como invitación a aceptar su proyecto sobre el mundo y sobre la historia nos ayudaría a comprender el pecado desde la clave del endurecimiento del corazón, tan querida a la teología joánica (cf Jn 12,37-43). En esa perspectiva, el pecado es la lejanía opcional respecto a Dios. El pecado es la decisión de construir la propia vida desde una autonomía suficiente y sorda (cf Sal 94,7-11; Heb 3,7–4,11).

1. «LÁVAME MÁS Y MÁS DE MI DELITO» (Sal 50,4). En los textos bíblicos el pecado se evoca con palabras que significan errar el blanco en el sentido religioso moral de faltar a una norma (Lev 4,2.27), a una persona (Gén 20,9), o a Yavé (Ex 9,27; 10,16; Jos 7,20). Faltar a Yavé es para el hombre faltar al proyecto original de Dios, perder su objetivo vital y correr en vano. Algunas acciones u omisiones no sólo conllevan una desobediencia al precepto de Dios, sino que constituyen una falta de justicia con los otros miembros de la comunidad y, sobre todo, significan la quiebra fundamental del mismo ser del hombre. Se percibe en el Antiguo Testamento que el pecado es deshumanizador. Es un atentado contra la sabiduría: es una necedad.

a) Paradigmas del pecado. Más interesante que la terminología empleada en el Antiguo Testamento, es el abanico de narraciones que reflejan la hondura de la reflexión sobre este misterio.

El pecado prototípico del hombre es el de la decisión que frustra el plan de Dios y cambia las relaciones que constituyen la vida misma del hombre. El hombre creado para buscar a Dios se convierte en el buscado por Dios. Sus semejantes, y en este caso la mujer, se convierten en sus enemigos. Y el mismo mundo creado se torna arisco y hostil. Por el pecado se trastornan las relaciones del hombre con lo otro, con los otros y con el absolutamente Otro. Sin embargo, Dios está decidido a mantener al hombre en su proyecto de vida y esperanza (Gén 3,15).

El relato de la torre de Babel ofrece una nueva ocasión para reflexionar sobre el pecado como engreimiento ante Dios y como extrañamiento ante los hombres. Lo babélico parece convertirse de esa forma en categoría moral y religiosa (Gén 11).

En el becerro de oro (Ex 32) descubrimos que todo pecado es una idolatría. Se adora a las cosas de Dios en el lugar del Dios de las cosas. El pecado, además, modifica las relaciones comunitarias: los miembros de la comunidad se convierten en cómplices. El pecado, en fin, quebranta la alianza ofrecida por Dios a su pueblo: todo pecado es una ingratitud, un abandono de Dios, un adulterio ante el Dios desposado con su pueblo (cf Os 1,2; Jer 2,2; Ez 16 y 23). El pecado es un abandono de la esperanza. Invitado a caminar hacia la tierra de su liberación, el pueblo mira hacia atrás, adorando un becerro, símbolo del buey Apis venerado en Egipto. El pecado es un retroceso.

b) Algunas observaciones. Ante la justicia de Dios, el profeta descubre la injusticia a su alrededor. Sólo Dios es justo. Y los que a él se acercan han de buscar decididamente la justicia. No es verdadero creyente el que adora a Dios y desprecia al hombre. «Yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios, y no holocaustos» (Os 6,6). Este grito casi escandaloso de Oseas, recorre el mensaje de todos los profetas y llega hasta Jesús. La dimensión vertical se cruza con la horizontal, tanto al hablar de la gracia como al considerar el pecado.

El profeta Amós nos sugiere otra observación que adquiere hoy una especial actualidad. El pecado no es un triste privilegio de Israel. Se encuentra también en los otros pueblos (Am 1,3-23).

Y, sin embargo, las interpelaciones de los profetas, aunque sean duras con los pecadores (Am 9,10), no cierran el horizonte a la esperanza. Los profetas saben que, aunque fueran rojos como la grana o el carmesí, los pecados se tornarán blancos como la nieve y la lana (Is 1,18). Con razón el salmista pone en boca de David la más bella oración de arrepentimiento: «Ten compasión de mí, oh Dios, por tu misericordia, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad; lávame más y más de mi delito y purifícame de mi pecado» (Sal 50,3-4).

2. «PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS» (Mt 6,12). Mientras en los sinópticos la palabra hamartía se usa en plural, en referencia a las faltas cometidas contra la ley y contra los hermanos, en los escritos paulinos, usada en singular, significa más bien la tragedia de todo un mundo que vive en la irredención y en la lejanía de Dios, y en los escritos joánicos se refiere a la acción de Jesús que viene al mundo y lleva sus pecados como el cordero de Dios (Jn 1,29; 1Jn 3,5). Cristo ha operado la purificación del pecado (lJn 1,7) para que no peque el que permanezca en él (1Jn 3,3-5).

La palabra deuda se encuentra en Mt 6,12, pero ya Lucas (11,4) sustituye deuda por pecado para hacerse entender por los destinatarios de lengua griega, aunque conserva la idea de la deuda en la segunda parte de la petición. La idea de la deuda la encontramos aún en la parábola del siervo despiadado (Mt 18,23-35) y en el episodio de la pecadora arrepentida en casa del fariseo (Lc 7,41-48).

a) Jesús y los pecadores. En las tres parábolas de la misericordia se subraya la alegría del encuentro y el gozo por un pecador que se arrepiente (Lc 15,7). Llama la atención que Jesús vaya ofreciendo el perdón de los pecados a los enfermos (Mt 9,2; Mc 2,5; Lc 5,20) y que reivindique solemnemente la potestad de perdonarlos (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc 5,24). Jesús repite una y otra vez que no ha venido a buscar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13; Mc 2,17; Le 5,32). No hay mayor pecado que el no abrirse a la oferta de la salvación (Jn 8,24). Los que siendo ciegos presumen de ver con claridad, permanecen en su pecado (Jn 9,41). La Iglesia primitiva conservó fielmente tal recuerdo, sabiéndose continuadora de la misión misma de Jesús (Mt 16,19; 18,18; Jn 20,23), de su invitación a perdonar (Lc 6,37) y de su mismo ejemplo de perdón a los enemigos (Le 23,34).

b) Un nuevo concepto del pecado. A la luz de estos encuentros, se nos revela un nuevo concepto del pecado. Jesús no ha venido a abolir la Ley de Moisés. Ha venido a revelar su sentido último y su radicalidad. La revisión de los mandamientos de la ley mosaica (Mt 5,20-48) constituye una predicación profética sobre la sinceridad de las actitudes morales. Los antiguos pecados de homicidio, adulterio, perjurio, venganza o discriminación son vistos a la luz de los valores que conculcan y son presentados en la dinámica de una exigencia de interioridad. Los mandamientos de la Ley se resumen en el mandato de buscar la perfección: «Sed perfectos» (Mt 5,48). 0 bien, como traduce Lucas: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).

Jesús hace un gran esfuerzo por purificar la conciencia de pecado de sus adherencias ritualistas. La pureza o la impureza no está en las cosas, sino en el corazón (Mt 7,21-23). Reduce el núcleo de la nueva ley al amor al prójimo, en estrecha relación con el amor a Dios (Mc 12,28-34; Jn 13,34; 15,12). El criterio del discernimiento del pecado es la acogida o rechazo a los pobres (Mt 25,31-46). El pecado del mundo es la falta de fe en Jesucristo (Jn 16,9) y su incredulidad (Jn 8,21.24.46; 15,22).

3. «POR UN HOMBRE ENTRÓ EL PECADO» (Rom 5,12). San Pablo subraya la reconciliación operada por Jesucristo. Todos los hombres estaban instalados en un mundo de pecado (Rom 3,23). Los paganos, porque, aun no teniendo la Ley, podían conocer el bien por medio de su conciencia (Rom 2,14). Y los judíos porque habían transgredido sus mandatos (Rom 2,21-24). Tanto judíos como griegos estaban todos bajo el pecado (Rom 3,10).

Para Pablo, Cristo se entregó a sí mismo por nuestros pecados (Gál 1,4). En Cristo, Dios ha reconciliado al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres. «A quien no conoció pecado, le hizo pecado en lugar nuestro, para que nosotros seamos en él justicia de Dios» (2Cor 5,21). La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús nos liberó del pecado y de la muerte (Rom 8,2).

Pero Pablo se enfrenta también con los cristianos, que siguen siendo impuros, avaros, idólatras, borrachos o ladrones (lCor 5,11). Al referirse a la lujuria, no duda en emplear la terminología relativa al pecado (1Cor 6,18).

4. EL PECADO, UNA MÚLTIPLE RUPTURA. En el Nuevo Testamento se alude al pecado como ese fenómeno misterioso que viene a subvertir las relaciones del hombre con el mundo cósmico, con los demás hombres y con su Dios.

a) Esclavitud. Ante la urgente invitación al reino de Dios, los hombres pueden, a veces, sentirse seducidos por las cosas o situaciones que parecen brindarles seguridad. Se comportan como insensatos o imprudentes. El pecado es, en efecto, una forma de esclavitud ante los pequeños ídolos de cada día (cf Mt 8; 12; 22; Le 12; 16; 21). También Pablo sitúa el pecado, todo pecado, en el terreno de la idolatría (Rom 1,23; Ef 4,19; 5,5).

b) Insolidaridad. Como en los oráculos de los profetas, también en el mensaje de Jesús se sitúa el pecado en el marco de la ruptura de la solidaridad entre los hombres. Jesús comprende que los hombres pecan los unos contra los otros (Mt 18,15; 21-22; Lc 17,4) y no duda en ejemplificar algunas de estas actitudes, evocando la figura de un juez que no atiende las demandas de la viuda (Le 18,1-8) o la del hombre rico que no presta atención a las necesidades del mendigo llagado (Le 16,19-31). Pablo, por su parte, presenta una serie de actitudes antisociales cuando se refiere a «lo que no deben» (Rom 1,28-32), mientras que Juan ofrece toda una teología del pecado en clave del odio y el desamor (Un 3,3-10).

c) Impiedad. Pero el pecado es fundamentalmente una actitud ante Dios: la actitud del que no acoge el reino de Dios como puro don gratuito, y desea construir su vida ofreciéndose a sí mismo la salvación. Paradójicamente, quien más pecado tiene es el que se considera a sí mismo justo ante Dios (Le 18,9-14) y ante la mirada de los hombres (Mt 23,28); quien presume de no necesitar la oferta de la salvación (Mc 2,17), quien pretende vivir en la luz mientras se obstina en vivir en las tinieblas (Jn 9,41; cf Jn 8,24). También para Pablo el pecado está marcado por una privación de la gloria y de la santidad que brotan de Dios (Rom 3,23) y se manifiestan en Jesucristo (Ef 1,7).


III. Reflexión cristiana sobre el pecado

Clemente de Alejandría presentaba el pecado como aquello que va contra la recta razón (Paedag. 1, 13; PG 8, 372). El pecado, en efecto, no se sitúa en el ámbito de la extrañeza social del comportamiento sino en su enfrentamiento con el fundamento ontológico del ser humano, con su íntima verdad (cf FR 67-68). Ahí se encontraría la base para un auténtico ecumenismo ético y para un diálogo con la filosofía.

1. EL PECADO COMO FRUSTRACIÓN DEL SER HUMANO. Una mentalidad positivista nos hace ver el pecado como una transgresión de una ley externa, que podría cambiar sin que el orden objetivo se viese perturbado. A veces se piensa que el pecado es la ruptura liberadora de la opresión paterna, proyectada en todas las estructuras del control social. Cuando así se piensa no se tiene en cuenta la dimensión humana -es decir, antihumana— del pecado, la frustración y la quiebra ontológica que introduce en la existencia humana. Lo expresaba bien san Agustín: «Lo que tú vengas es lo que los hombres perpetran contra sí mismos, porque hasta cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y se engaña a sí misma su iniquidad» (Conf. 3, 8, 16: PL 32, 690). Tomás de Aquino escribe que «no recibe Dios ofensa de nosotros sino por obrar nosotros contra nuestro bien» (Summa contra gentes, 3.122).

2. EL PECADO COMO RELACIÓN. En el hombre se cruza la presencia de lo otro, de los otros y del absolutamente Otro. De esa relación dependen su realización, su silueta ética y su felicidad. La relación con el otro puede resolverse en el señorío o en la esclavitud. La relación con los otros puede adoptar el talante de la fraternidad o el de la competitividad agresiva. La relación con el absolutamente Otro puede ser vivida en la adoración filial o en el rechazo o la utilización mágica de lo sagrado. El triple ideal del señorío, la fraternidad y la filialidad (Puebla 332), que orientaría la armonía del hombre, puede ser roto. Eso es el pecado.

a) La dimensión personal del pecado es descrita en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy (GS 13a), donde se presenta el pecado como un abuso de la libertad humana, por el que el hombre se levanta contra Dios y pretende alcanzar su propio fin al margen de Dios. El Vaticano II subraya el papel de Cristo, que libera al hombre de la esclavitud del pecado y sintetiza los efectos de tal esclavitud en la persona humana: «El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud» (GS 13b).

b) El Concilio ha dedicado muchas referencias a la dimensión social y comunitaria del pecado: «Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano» (GS l0a). El pecado ha roto la armonía en las relaciones del hombre con sus semejantes (GS 13) e introduce las perturbaciones que agitan a la sociedad (GS 25c), las diversas esclavitudes en la sociedad actual (GS 27c), la discriminación (GS 29bc), la indiferencia y los fraudes a las normas sociales (GS 30ab), el aborto y el infanticidio (GS 51c), las violaciones del derecho de gentes y los abusos del poder (GS 75). La raíz de estas ofensas contra la dignidad humana se encuentra en el pecado (GS 40b).

c) Todo pecado repercute en la comunidad eclesial, de forma que la Iglesia santa necesita de una continua purificación (LG 8c). El pecado de sus miembros y la situación poco evangélica de sus estructuras termina afeando a toda la Iglesia.

d) También la dimensión cósmica del pecado es subrayada por el Concilio: al pecar, el hombre rompió sus relaciones armoniosas con todas las cosas creadas (GS 13a), y la misma imagen de este mundo está afeada por el pecado (GS 39a).

La visión de estas dimensiones del pecado debería suscitar una recuperación de la objetividad antropológica del mal moral, la comprensión del pecado como frustración del fenómeno humano, la confesión de la salvación universal de Cristo redentor que salva no sólo al hombre individual, sino también a la comunidad de la familia humana y a la realidad cósmica que comparte su camino y, en cierto modo, su destino. Se sepa o no, toda falta moral se refiere a Cristo, revelación máxima y definitiva del proyecto y del amor de Dios.

3. PECADOS GRAVES Y LEVES. Desde las tradiciones bíblicas hasta los últimos pronunciamientos de la Iglesia establecen una distinción entre pecados graves y leves.

a) Doctrina tradicional. La distinción se funda en algunos textos bíblicos (Mt 7,3-5; 23,24; 1Cor 3,10-15; 6,9-10) y, sobre todo, en lJn 5,16: «Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleve a la muerte, rece por él, y Dios le dará la vida; esto lo digo para los que cometan pecados que no llevan a la muerte, pues hay un pecado que es de muerte, por el cual no digo que pida». Otro texto importante es la parábola de los dos deudores (Mt 18,23-25). La doctrina posterior de la Iglesia ha reafirmado la diversidad de los pecados para frenar los brotes de un rigorismo que pretendería igualar la gravedad de todas las faltas.

b) Doctrina reciente. Así pues, en la tradición de la Iglesia es muy antigua esta distinción entre pecados graves y leves, o mortales y veniales, como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior» (CCE 1855).

El Catecismo recuerda las tres condiciones tradicionales: «Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» (CCE 1857, cf 1862). Más adelante se dice que «el pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral... No obstante, no rompe la alianza con Dios» (CCE 1863).

La instrucción episcopal Dejaos reconciliar con Dios pone el pecado mortal en relación con la opción y la orientación fundamental del hombre a Dios, que sería destruida por el pecado. Recoge la doctrina clásica para afirmar que algunos actos graves por su objeto, pueden no ser realizados con pleno conocimiento y deliberado consentimiento, por lo que no dañarían la opción fundamental del hombre, que es la caridad de Dios. Serían pecados veniales, leves o cotidianos los que «sin romper la comunión y la amistad con Dios y sin apartarle de su gracia, contradicen el amor de Dios y hacen que el hombre se detenga en su camino hacia Dios y le debilitan para vivir en aquella comunión con él»5.

4. PECADO Y OPCIÓN FUNDAMENTAL. Para santo Tomás la gravedad de los pecados depende de su mayor o menor alejamiento de la rectitud razonable (Sum. Theol. 1-2, 73, 2). Una vez más, la verdad del hombre es la medida de sus acciones.

La teología moral tradicional afirma que, en realidad, sólo al pecado mortal corresponde tal nombre y la seriedad de lo que la Revelación nos ha descubierto respecto a la situación de alejamiento de Dios y rechazo de su proyecto de amor y alianza. Algunos autores han propuesto una triple distinción de los pecados, que podrían clasificarse en veniales, graves y mortales.

Tal propuesta, recogida en el Sínodo de 1983, pretende reservar la calificación de mortales para los pecados de obstinado rechazo de la luz y la salvación de forma definitiva. La exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia no parece oponerse radicalmente a esa nueva división, aunque añade un par de matizaciones: «Esa triple distinción podría poner de relieve el hecho de que existe una gradación en los pecados graves. Pero queda siempre firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una vía intermedia» (RP 17).

La teología contemporánea viene considerando que se podría apelar a la opción fundamental. El pecado grave supondría una opción radical y fundamental contra el amor de Dios y su proyecto sobre el mundo. El pecado leve, en cambio, no contradice tal opción. Tal vez las discusiones originadas por el uso de esta categoría se deban a que no se ha subrayado el carácter de vocación de la moral cristiana. No toda opción es igualmente humanizadora por no hacer referencia a la verdad última del hombre. De ahí que la citada exhortación apostólica introduzca una especie de nota de cautela sobre el tema: «Se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de opción fundamental –como hoy se suele decir– contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiendo y queriendo, elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares» (RP 17).

La categoría de la opción fundamental es útil para establecer la distinción entre los pecados, si se evita el riesgo de la subjetividad y se tiene en cuenta la referencia al ser y a la verdad del hombre. A este tema se refiere de forma explícita la encíclica Veritatis splendor (VS 69-70).

5. PECADO PERSONAL Y ESTRUCTURAL. La categoría del pecado se ha reducido con frecuencia a la responsabilidad individual. El subrayado de los actos humanos en detrimento del estudio de las actitudes –tan oportunamente recordadas por la encíclica Sollicitudo rei socialis (SRS 38f)– ha limitado el estudio y la catequesis sobre el pecado a los aspectos más puntuales de las decisiones humanas. Con ello se ha dejado de lado el amplio campo de las omisiones.

Las estructuras de pecado aparecen mencionadas no menos de diez veces a lo largo de la encíclica Sollicitudo rei socialis. «Un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde, en lugar de la interdependencia y la solidaridad dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado» (SRS 36a). El análisis teológico-moral de tales estructuras se afina en el n. 37, al analizar las actitudes que las soportan: el afán de ganancia exclusiva y la sed de poder –«a cualquier precio»–.

De forma analógica se podría decir de las estructuras lo que el concilio de Trento decía de la concupiscencia: que puede con el Apóstol (Rom 6, l2ss.) ser calificada como pecado, porque del pecado nace y al pecado inclina (cf DS 1515). También las estructuras de pecado provienen de decisiones individuales pecadoras, pero terminan generando, justificando y aun exigiendo otras decisiones pecaminosas.

Las estructuras injustas se oponen por igual a la paz y al desarrollo (SRS 37d, 39g), pero han de generar una actitud de solidaridad (SRS 38, 40). Al entramado de pecados personales y estructuras de pecado ha de corresponder la conversión personal, acompañada de gestos políticos, sociales, económicos y culturales verdaderamente decididos y eficaces.

6. PECADO Y ESPERANZA. La revelación cristiana no tiene al pecado como objeto inmediato. Su buena noticia es la de la salvación. La Escritura orienta las miradas hacia la esperanza de la redención. La revelación del pecado es siempre una revelación de esperanza. Hablar de pecado no significa resignarse a su presencia.

El hombre está anclado eh la esperanza. Pero la esperanza es siempre difícil. Se pierde por la desesperación de quien anticipa la no-plenitud o por la presunción de quien anticipa la plenitud. Todo pecado, individual o social, personal o estructural, puede ser considerado en esta perspectiva. El pecado lleva consigo un fruto de desesperanza o de presunción. De ahí que signifique siempre la frustración de la esperanza: una abdicación de la dignidad prometida y esperada. Paralelamente, la conversión supone aceptar el humilde camino de la esperanza, que se hace cotidianidad y compromiso en la paciencia. La paciencia, en cuanto compromiso activo, reivindica la credibilidad de la esperanza y la seriedad de la conversión.

La crítica profética ante el pecado del mundo no debería brotar de la arrogancia o del desdén. La Iglesia entera, los cristianos todos, se saben itinerantes y pecadores. Reflexionar o predicar sobre el pecado no es lanzar anatemas. La fe cristiana critica el pecado del mundo en cuanto deshumanismo del hombre y desmundanización del mundo. Pero lo hace por amor al hombre y por amor a ese mundo que es también el suyo, por ser el del Señor.

La reflexión sobre el pecado en el mundo y sobre el pecado del mundo estimula siempre en los creyentes la vocación a la condescendencia que han aprendido del mismo Dios, que acomoda su paso al de los hombres.


IV. Orientaciones catequéticas

Es probable que la primera reacción del catequista ante el tema del pecado sea de malestar y desasosiego. Comparte así, de algún modo, un sentimiento generalizado en la cultura contemporánea, que rechaza, o desvirtúa con interpretaciones reductivas, una realidad persistente de la que no se puede liberar, y ante la cual padecemos una aguda y sorda culpabilidad, que nos hace sentirnos culpables de todo y responsables de nada. En su presencia, la reacción común (ya desde los orígenes: Gén 3,8-13) es esconderse, ignorarla, negarla como responsabilidad personal, diluirla en la responsabilidad de la sociedad o del grupo, atribuirla a fuerzas ocultas de diverso tipo, o, en el otro extremo, cargarnos de culpabilidad, urgirnos a un estéril perfeccionismo o dejarnos atrapar por la angustia o la desesperanza.

1. LA CONSTATACIÓN DEL MAL. El pecado es un componente real y molesto del devenir de cada historia personal y de la humanidad. Es una realidad insoslayable y tozuda, cualquiera que sea la óptica desde la que lo contemplemos e interpretemos, o el nombre que le pongamos (frustración o neurosis, mancha o culpa, falta o error, imperfección o desobediencia, ofensa o infidelidad).

En la vida personal experimentamos insatisfacción y desajustes entre lo que queremos ser y hacer y lo que de hecho somos y hacemos: infidelidades en las relaciones personales, inversión de valores, rupturas familiares, cálculos egoístas, ansia de dinero, sentimientos de culpa, debilidades, frustraciones. En la sociedad cercana y lejana, en el momento presente, en la historia reciente (nuestro siglo es bien ilustrativo en guerras, fanatismos, genocidios, crecimiento de las desigualdades) y en la historia general de la humanidad, los síntomas de malestar y las situaciones de injusticia, engaño, manipulación, violencia, corrupción... son evidentes (cf La verdad os hará libres, 14-20).

No será difícil para la catequesis sacar a la luz estas realidades (tal como lo hace Pablo en Rom 1,16—3,20): basta con apelar a la propia experiencia, a las crónicas de los medios de comunicación social, a los estudios sociológicos o a los manuales de historia. Cierto que caben para lo así constatado interpretaciones o respuestas puramente éticas, sociológicas, psicológicas, médicas o pedagógicas, que por sí mismas no conducen al reconocimiento del pecado, cosa que sólo es posible desde la fe. Pero sí es cierto que la constatación del mal en sus diversas formas es prueba que convence a la humanidad de su genuina situación (GS 2 y CC 180; Rom 3,19; 11,32; Gál 3,22), y ofrece a la catequesis la experiencia humana necesaria, que la luz de la Palabra iluminará. Este reconocimiento es el primer paso para vivir en la verdad que nos hará libres (cf lJn 1,8; Jn 8,22).

2. LA CONVICCIÓN FUNDAMENTAL DE PARTIDA. Sólo desde la fe, con Dios y en su presencia, podemos descubrir el pecado presente en nuestro mal y nuestras culpas y, por tanto, reconocerlo y confesarlo. La revelación del pecado en la Escritura nunca lo es por sí misma; está siempre vinculada a la misericordia y el perdón de Dios; nunca aparece para hundir y condenar al pecador, sino como un medio para llamar a la conversión, otorgar el perdón, suscitar la esperanza y crear en el viejo hombre el hombre nuevo salvado por el Amor. «En la Sagrada Escritura el tema del pecado forma parte del evangelio de la conversión. La Biblia habla del pecado y de la conversión teniendo la vista fija en Dios, cuya misericordia se transmite de generación en generación. No existe ley que desenmascare el pecado, sólo la revelación de la justicia y la misericordia salvadoras de Dios rasgan la máscara del pecado y lo revelan. El pecado no puede ser ni la primera ni la última palabra. Cuando predicamos jamás deberemos arrancar de la ley y del pecado, sino siempre de la buena noticia de la sobreabundante gracia de Dios. Nuestra presentación del pecado tendrá sentido si comunicamos la buena noticia: la conversión es posible, Cristo nos ha liberado»6.

La exposición más sistemática y profunda sobre el pecado en el mundo (Rom 1-3) está significativamente enmarcada entre dos afirmaciones sorprendentes: «Evangelio... es poder de Dios para la salvación de todo el que cree..., la justicia de Dios se manifiesta en él por la fe» (1,16-17), y «se ha manifestado la justicia de Dios... en Jesucristo al pasar por alto los pecados del pasado» (3,21-26). Lo que expone entre ambas afirmaciones no es para condenar al mundo, sino para salvarlo (Jn 3,16-17 y Rom 11,32). La catequesis, pues, transmite la revelación del pecado, tal como lo hace la Escritura, para mostrar la misericordia y disponer al perdón. Dios se revela así como defensor del hombre, aliado con él frente al enemigo común, comprometido eficazmente con él mediante un plan de salvación, al que el pecado se opone y obstaculiza.

La catequesis solamente puede transmitir este mensaje a partir del testimonio concreto de la Escritura, sistematizado más arriba. En ella aparecen narraciones paradigmáticas, ejemplares o simbólicas que el creyente necesita conocer para iluminar la propia realidad. También el testimonio de los profetas que, impulsados e iluminados por el Espíritu de Dios, luchan en todos los frentes contra el pecado. Mediante la denuncia y la amenaza, la promesa y la invitación, con gestos y palabras, con la propia persona y con su vida, sacudiendo las conciencias, manifestando la misericordia y el amor de Dios, urgiendo a la conversión, proclamando la paz mesiánica7.

Pero quien revela definitivamente la actitud de Dios frente al pecado y con los pecadores, es Jesús, cuya realidad histórica está marcada por claras referencias al pecado: el anuncio de su llegada para salvar «al pueblo de sus pecados» (Mt 1,21), enviado «para que el mundo se salve» (Jn 3,17), su sangre es derramada «para la remisión de los pecados» (Mt 26,28) y envía a sus apóstoles «para predicar el arrepentimiento y el perdón de los pecados» (Lc 24,47). El anuncio del reino de Dios se relaciona directamente con la conversión de los pecadores, y el Reino se hace presente en la lucha contra el pecado y sus consecuencias mediante el perdón, la curación de toda enfermedad y dolencia, la dignificación de los excluidos, la integración de los marginados, la recuperación de la esperanza... Es en la Hora de Jesús donde alcanza máxima expresión su lucha contra el pecado y su entrega para la salvación de los pecadores (Jn 12,31-32; Lc 22,19-20; 23,34).

La catequesis no puede olvidar que uno de los signos de la llegada del Reino es la actitud de Jesús con los pecadores, a los que llama, a quienes acoge, con los que comparte techo, mesa y comida, a quienes defiende y revaloriza frente a sus acusadores (cf Esta es nuestra fe, 30 y 36). Las palabras y parábolas de Jesús sobre el perdón y la misericordia, especialmente Lc 15, revelan el rostro y el corazón del Padre, que respeta la libertad, espera paciente e impacientemente, sale al encuentro, acoge sin recriminaciones, perdona sin condiciones (ni siquiera nombra el perdón en la acogida al hijo pródigo, lo convierte en protagonista y responsable de la alegría del Padre, hace fiesta por su vuelta).

En definitiva, a la catequesis no le cabe otra opción que presentar el pecado desde la mirada y la parte de Dios; es decir, como una condición real de la existencia humana, sobre la que se manifiesta la misericordia. Para que esto sea posible «la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón... La conversión exige el reconocimiento del pecado..., siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre... descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el de la certeza de la redención» (CCE 1848). «La catequesis mostrará que la gracia es más grande que el pecado, que Dios es más grande que nuestra conciencia (1Jn 3,20)... Si un proceso catequético consigue que el catecúmeno vivencie el perdón gratuito e incondicional de Dios como algo más fuerte que ese sordo sentimiento de culpa, está cerca de hacerle experimentar lo que es la gracia. El sentido del pecado sólo es posible a aquel que ha descubierto la cercanía de Dios» (CC 211).


V. Acentuaciones de la catequesis sobre el pecado

1. EN RELACIÓN CON LOS CONTENIDOS. a) El pecado forma parte del contenido de la catequesis sólo en el contexto de la buena noticia del reino de Dios, que invita al pecador a reconocerse como tal, convertirse y dejarse reconciliar, para así entrar en la vida del Reino. Esto sólo es posible si nos situamos desde la mirada de Dios, en su presencia y a la sombra de la cruz, bajo la cual, y en un clima envolvente de amor salvador, podemos reconocer el propio pecado con esperanza y confianza.

b) La catequesis no enmascara la verdad del hombre (cf La verdad os hará libres, 46), sino que la saca a la luz, la acepta y la presenta, denunciando toda realidad en la que el pecado está presente: en lo personal y lo social-estructural; en hechos, palabras e intenciones; en actos, actitudes y situaciones; en lo grave y en lo leve...

c) Finalmente, la catequesis presentará el verdadero concepto cristiano del pecado como ruptura voluntaria de la relación personal con Dios, rechazo de la alianza que Dios nos ofrece para llegar a la comunión de vida con él; frustración del deseo de Dios de estar con los hombres y hacernos sus hijos, enteros, llenos de vida y de amor (reino de Dios). Negativa a Dios, que normalmente se verifica en la negativa y la ofensa a los hermanos y que, al mismo tiempo, reduce, frustra, rompe y limita a la propia persona. La sed insaciable, la ceguera y la muerte son tres imágenes que expresan vigorosamente la situación del pecador (Jn 4,9-10; cf Con vosotros está, Guía doctrinal, tema 22). Al presentar el pecado como ruptura de la relación con Dios y con los hombres, la catequesis tendrá en cuenta, para aclararlos, integrarlos y trascenderlos, otros conceptos previos, colindantes, parciales o reductivos (previsiblemente presentes en sus oyentes), tales como el de mancha, mera desobediencia a un precepto o ley concreta, equivocación, falta involuntaria, desajuste con un ideal ético o con una norma social, frustración personal, imperfección...

Si esta concepción del pecado, desde la relación personal y el amor, está presente en la catequesis desde las primeras edades, facilitará que, a partir de la edad juvenil y adulta, se llegue al descubrimiento personal de la opción fundamental, clave para la verdadera concepción cristiana del pecado. La opción fundamental se entiende y refiere al conjunto de la existencia, afecta al sentido global de la misma y en ella se compromete la persona. En el lenguaje bíblico resuena en las referencias a la interioridad, a lo más íntimo de la persona, al centro en el que se toman las decisiones personales y responsables, al corazón (Dt 4,29; 6,5; Sal 50,8.12.19; Ez 36,26; Mt 15,19-20). Es la fuente y la razón de la vida moral, que se verifica y descubre en la dirección que va apareciendo en los actos y decisiones que forman la trama de la existencia8. La opción fundamental cristiana supone una clara y profunda decisión de seguir al Señor, unirse a él, poner en Dios el corazón y buscar siempre su voluntad. Es un ponerse en camino, iniciar la travesía hacia la tierra prometida, sin abandonar la ruta ni renunciar a la dirección tomada, a pesar de los fallos, decaimientos, extravíos y pecados. Desde el «te seguiré a donde quiera que vayas» y el «tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero» de Pedro, hay tentaciones, dudas y negaciones, pero nunca ruptura definitiva con el Señor. Conducir a esta opción fundamental cristiana es objetivo principal de la catequesis, con mayor motivo cuando el creyente encuentra en su camino el pecado, y puede tener la tentación de abandonar toda esperanza, renunciar y rendirse.

2. ORIENTACIONES PEDAGÓGICAS. a) Del conocimiento del mal al reconocimiento del pecado. Para que la catequesis pueda transmitir el verdadero sentido del pecado necesita seguir la misma pedagogía de Dios, que no hace discursos teóricos sobre el pecado, sino que lo descubre y revela presente en la realidad histórica del pueblo y en la vida de las personas (CT 58; CC 217-219). La pedagogía de la fe exige: descubrir el mal y el pecado en la existencia humana concreta, para llegar a un lúcido conocimiento del mal y a un sincero reconocimiento del pecado; conocer las narraciones bíblicas correspondientes, que iluminan la realidad humana, así como (sobre todo a partir de la adolescencia) acercarse al proceso de fe de los grandes conversos (Pablo, Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Carlos de Foucauld, Edith Stein...), y también al testimonio del reconocimiento de la Iglesia como pecadora y necesitada de conversión (TMA 33-36).

b) Un clima de acogida personal. Para que la catequesis sobre el pecado sea una experiencia de fe, que acreciente la esperanza y ofrezca la más alta revelación del amor, la santidad y la sabiduría de Dios, es decisiva la actitud y el testimonio del catequista. Su propia acogida personal y una actitud no condenatoria ni pesimista, sino esperanzada y comprensiva; la creación de un clima de oración, alegría y agradecimiento ante el perdón de Dios; la experiencia comunitaria y personal del perdón, la celebración sacramental de la penitencia..., acercarán experiencialmente al grupo la realidad del perdón de Dios (cf CC 207-212).

3. EN RELACIÓN CON LAS TAREAS DE LA CATEQUESIS. a) En el conocimiento de la fe. El mensaje bíblico sobre el pecado aparece en la manifestación del Dios del amor y la misericordia, que sale al encuentro del hombre herido y alejado, y que se nos revela en la vida, la persona, la práctica y las palabras de Jesús. Dios saca adelante su plan de salvación no mediante castigos, sino por la bondad y el amor que, en forma de perdón, se activa en presencia del pecado reconocido. La catequesis necesita tener en cuenta, por tanto, que el pecado no es un capítulo aparte en la historia de la salvación, sino que forma parte de un drama en el que aparecen: 1) el hombre en su verdad, tentado, pecador y comprometido en su proceso de conversión; 2) Dios, de parte del hombre y comprometido con él en la lucha contra el pecado, que es el enemigo común de uno y otro; 3) Cristo, que quita los pecados del mundo y revela el rostro de Dios, y 4) la Iglesia, en la que Jesús sigue salvando a los hombres con su perdón9.

b) En la educación litúrgica y en la oración. El mensaje cristiano sobre el pecado se propone conducir al creyente al encuentro vivo con el amor de Dios, manifestado como perdón. El perdón se proclama para ser repartido. La propia dinámica de la catequesis conduce a la oración en el grupo y a la oración personal de reconocimiento del pecado, deseo del perdón y alegría por recibirlo, pero también a la celebración comunitaria del perdón, sacramental y no sacramental.

Especial importancia tiene la vigilia pascual, con el triduo, suprema y riquísima expresión celebrativa de la victoria de Cristo sobre el pecado, así como los tiempos litúrgicos penitenciales, que ofrecen a las comunidades cristianas oportunidades propicias para una catequesis sobre el perdón y para invitar a la conversión personal, la reconciliación y la celebración de la penitencia, sobre todo los tiempos de cuaresma y de adviento.

Los sacramentos tienen una clara dimensión de lucha victoriosa sobre el pecado: el bautismo, como liberación radical del pecado e incorporación al pueblo de los redimidos, en los que se hace patente la victoria del crucificado; la confirmación, que impulsa, por la acción del Espíritu, a dar testimonio ante el mundo de la lucha contra el mal y de la nueva vida de quienes creen y se alimentan del amor de Dios; la eucaristía, en la que el Señor, siendo pecadores, nos sienta a su mesa, nos invita a reconciliarnos y nos fortalece con el alimento que nos renueva y purifica: su cuerpo que se entrega y su sangre que se derrama para el perdón de los pecados; la unción de enfermos, que nos sostiene en la enfermedad y la debilidad de nuestra carne pecadora, transformando los efectos del pecado en colaboración eficaz con la pasión redentora de Cristo.

En relación con el sacramento de la penitencia, la catequesis tiene una importante tarea en este tiempo, en el que para muchos ha perdido crédito y ha caído en desuso. No es tarea fácil, y supondrá un esfuerzo prolongado, paciente y conjunto por parte de toda la comunidad y en diversos frentes: el conocimiento o redescubrimiento de la realidad del pecado, la comprensión del sacramento como encuentro liberador con el amor del Padre, a través de Jesús y vivido en la comunidad; ofrecer celebraciones comunitarias vivas, adaptadas, con gran participación laical, tanto en la preparación como en la misma celebración; facilitar la celebración individual del sacramento, en el contexto de un posible acompañamiento personal o, al menos, celebrado como verdadero encuentro personalizado, profundo, comprometido y pausado; cuidar con sumo esmero las primeras celebraciones de la penitencia, que pueden condicionar decisivamente su celebración en el futuro; educar e iniciar en otros medios no sacramentales de penitencia (recordamos la enseñanza de san Juan Crisóstomo sobre cinco caminos: la acusación de los pecados, el perdón de las ofensas, la oración ferviente y continuada, la limosna, la humildad [Liturgia de las Horas, martes XXII).

c) En la transformación moral de la persona. Quien se sabe realmente perdonado ha vivido la experiencia de un amor que es más fuerte que sus pecados. «Tranquilizaremos nuestra conciencia delante de él... si alguna vez nuestra conciencia nos acusa, Dios está por encima de nuestra conciencia» (lJn 3,19-20). Sabe que ya no está hipotecado por su pasado y que puede vivir alimentándose del amor que le ha aceptado y le salva (cf Pedro en la confesión de amor: Jn 21); vive la esperanza en el futuro, un futuro que se apoya en quien «es siempre fiel» y que «no es sí y no, sino sólo sí» (cf lCor 1,9; Heb 10,23; 2Cor 1,19). Esta experiencia es poderosa para ir transformando, como una levadura pascual, las actitudes y el corazón. Así irá manifestándose progresivamente en el creyente pecador-perdonado la serenidad y la confianza en el futuro, la esperanza y la alegría profundas; y se comprometerá, como su Señor, en la lucha hasta la sangre (Heb 12,1-4) contra el pecado: el suyo personal, el de la comunidad y el del mundo. La catequesis ayudará a descubrir la energía transformadora del perdón, vivido en momentos privilegiados, que marcan la vida del creyente, y vivido también en la experiencia de debilidad que nos acompaña día a día. La lucha contra el pecado se mantiene en el contexto de los combates de la fe, que se inicia en el bautismo y se extiende hasta el final de nuestra peregrinación en el tiempo. En este sentido, ayudará al catequista la descripción de la existencia cristiana que se nos ofrece en 1Pe 1,3—2,10 y Un 1,5—2,2.

d) En la iniciación a la vida comunitaria y a la misión. Recibido el don del perdón, acogidos y sanados por el amor que nos libera, nos sentimos urgidos a manifestarlo en la vida: ejercitando la mirada limpia, comprensiva y positiva ante los demás; dispuestos a pedir y recibir el perdón, y a ofrecerlo a quien de nosotros lo necesite; promoviendo el encuentro y la reconciliación en la comunidad cristiana, en la familia, en las relaciones sociales; manteniendo un talante de esperanza, de diálogo y de búsqueda de la unidad; siendo testigos del perdón y mediadores de la reconciliación en la comunidad y en la sociedad (2Cor 5,19-20); manifestando con obras y palabras, y con la actitud ante la vida, la seguridad de la victoria contra el mal y el pecado (cf DGC 86). La catequesis facilitará esta iniciación orientando, concretando y, en su caso, revisando el compromiso desde el grupo, conociendo bien la realidad social e integrando a cada uno, de forma activa y concreta, en la vida de la comunidad.


VI. Orientaciones para las distintas edades

1. INFANCIA. a) En la primera infancia la percepción de haber actuado bien o mal se fundamenta en el juicio de los que le rodean. Es obvio que tienen gran trascendencia tanto el tipo de relación personal que el niño vivencia como los juicios de los adultos sobre sus actos: la actitud del adulto puede cargar de culpabilidad, provocar el miedo o desalentar, o puede alentar y animar al niño, ayudarle a distinguir lo que es error o equivocación, lo que se hace sin querer y lo que es un acto voluntario que hace daño o hace sufrir a los demás. Es importante relacionar los actos y su valor moral, con lo que suponen para nuestro trato con los demás y con Jesús; y que sienta el perdón y que él mismo se ejercite en pedirlo y ofrecerlo. Textos bíblicos adecuados son los referidos a la actitud de Jesús con las personas, sobre todo con los pecadores y los que padecen algún mal, y los de los sinópticos.

b) En la segunda parte de la infancia, en la que el niño comienza a ser muy sensible al valor de las normas, cuidar que estas no sean entendidas como algo aislado o puramente objetivo, sino relacionadas con las personas y como ayuda para vivir bien con los demás y con Dios («cumplir su voluntad, hacer lo que él quiere para que seamos felices y estemos bien»). Es muy distinto que los mandamientos se entiendan y expliquen como órdenes que hay que obedecer, a que se comprendan como los consejos que el Señor nos regala para nuestro bien y alegría (cf Sal 118). Así, su actitud ante las leyes, normas o consejos la entenderá referida a las personas, y desde ahí irá comprendiendo el sustrato personal del pecado. No es apropiada en esta edad la distinción entre pecados mortales y veniales ni, por supuesto, que se cargue de culpa a los niños. Insistir, más bien, en lo que significa decir sí o no a las personas y mostrar, sobre todo, la actitud de Dios ante quien no le hace caso (por ejemplo, cómo el padre acoge al hijo pródigo y cómo razona con el mayor). Cuidar la acogida personal en las celebraciones del sacramento de la reconciliación, especialmente las primeras.

2. PREADOLESCENCIA Y PRIMERA ADOLESCENCIA. El preadolescente va llegando poco a poco a la interioridad, en la que vive su propio cambio, la consiguiente pregunta por su propia identidad y el conflicto en sus propias carnes. En ese terreno interior es consciente de que no sólo es capaz de hacer algo malo, que contradice sus convicciones y las de su entorno, sino que puede llegar a convencerse de que él mismo es malo, no se gusta a sí mismo, no se valora... Esta es la mediación en la que podrá escuchar una palabra de aliento y comprensión, y experimentar la seguridad de una aceptación y una presencia incondicional, que le ayudará a ir aceptándose a sí mismo y a vivir la esperanza, tan necesaria para su crecimiento personal. En este sentido, hay que destacar la importancia del acompañamiento espiritual, en el ámbito sacramental o fuera de él, que le ayudará a conocer y aceptar su propia verdad, en compañía.

A esta edad se percibe también lo defectuoso y malo de un mundo que no le gusta, y no le será difícil descubrir que esa situación es consecuencia de las obras de los hombres. Esta percepción puede facilitar la presentación del pecado original y, sobre todo, le ayudará a comprender la lucha de Jesús contra el mal y su causa principal, el pecado; lucha a la que está llamado a participar activamente para mejorar el mundo.

La progresiva autonomía que se produce por la interiorización crítica de las reglas y pautas comunes de comportamiento, se orientará en la catequesis desde los valores que brotan de una relación de amistad con Jesús, vivenciada en la mediación del grupo y del catequista, como marcos de referencia y de seguridad. En esta perspectiva personalista y relacional se puede comprender la realidad del pecado.

Textos bíblicos fundamentales para descubrir la actitud de Jesús son los de su acogida a las personas: Zaqueo, la mujer pecadora, la samaritana, Mateo y sus amigos publicanos, la confesión final de Pedro (Jn 21). En otro sentido, los pecados de rebeldía del pueblo en el desierto, el camino mismo por el desierto, con todas sus dificultades y tentaciones, y muchos textos proféticos de denuncia del pecado y anuncio del perdón.

3. ADOLESCENCIA Y PRIMERA JUVENTUD. El adolescente va llegando a una cierta autonomía moral y a un conjunto de valores personales, aún no sistematizados, pero que se van conformando a base de opciones concretas. Este proceso se consolida en la primera juventud, en la cual lo que para el joven es importante va ocupando un lugar central en su vida, iniciándose así un proceso de apropiación, centralización y estructuración de valores.

El bien o el mal moral, en este proceso vital, no son percibidos desde fuera, sino desde dentro, por la coherencia que el joven percibe entre su comportamiento y sus valores y convicciones. Es consciente de que puede tomar decisiones con plena responsabilidad, y de las consecuencias que estas tienen para los demás; es consciente de lo constructivo o demoledor que puede ser su comportamiento para las relaciones personales y de la trascendencia de su fidelidad o infidelidad; percibe, por tanto, la gravedad mayor o menor de sus actos, dependiendo de su grado de responsabilidad. El pecado puede, pues, ser percibido en toda su verdad, como ruptura personal con la voluntad de Dios, como frustración en el seguimiento de Jesús, como falta de coherencia personal y como ruptura con los demás.

Naturalmente, la voluntariedad que puede poner el joven cristiano en el deseo de serlo coherentemente se verá contradicha con frecuencia por su comportamiento concreto, que puede atormentarlo o tentarlo de abandono. Es decisivo ayudarle a entender en su propia experiencia los combates de la fe (ICor 9,24-25; Heb 12,14) y la necesidad de conversión continua, así como la presencia en nosotros del Señor y de su Espíritu, que nos fortalece y nos sostiene en el combate, y nos renueva con su amor y su perdón. Y, por su parte, mantener y reafirmar su propia opción fundamental cristiana, a pesar de los altibajos, incoherencias o abandonos temporales.

El joven cristiano necesita la gozosa experiencia del perdón, que le regenera, reconstruye y acompaña en el proceso de consolidación de su personalidad creyente y, al mismo tiempo, necesita crecer en el compromiso de trabajar por el Reino y de luchar contra el pecado, que impide y retrasa su llegada.

Como contenido bíblico más apropiado, proponemos las narraciones iniciales de Gén 3, 4 y 11, las denuncias y anuncios de los profetas y los textos joánicos (Jn y 1Jn). También todo lo que ayude a pasar de las leyes a la Ley (Sal 118); el mandamiento nuevo, el mandamiento principal (Lc 10) y la interiorización del decálogo (Mt 5-7).

4. EDADES ADULTAS. A partir de la segunda parte de la juventud, cuando el joven haya entrado en una cierta estabilidad afectiva, estén centralizados y estructurados sus valores fundamentales, tenga una perspectiva vocacional y profesional y se hayan perfilado con cierta nitidez sus opciones fundamentales de vida, entraría en la zona de influencia de la adultez, que no abarca una, sino varias edades.

El adulto es capaz de pecado en su más cruda realidad, como es capaz de acoger a Dios como don personal. Si ha seguido un proceso normal en su fe, puede descubrir la presencia del pecado en el mundo, en su entorno y en su propia vida: el pecado concreto y las actitudes y el estado de pecado, el pecado personal y el pecado estructural, las decisiones concretas y la opción fundamental. Y, a la vez, es capaz de aceptar y vivir simultáneamente y con sentido, con tensión y serenidad, tanto la debilidad que nos configura como el proceso de conversión permanente; la opción por Jesús y su reino y las tentaciones que nos amenazan y detienen; afirmar en su corazón el deseo de seguir al Señor y cumplir su voluntad, y la realidad de nuestras obras, que tan cotidianamente lo contradicen (Rom 7,15-25; cf CAd 165-171).

La catequesis invitará al adulto cristiano a vivir en la verdad, reconociendo esa presencia del pecado en su vida, en su entorno y en el mundo, responsabilizándose también de los pecados sociales y estructurales; le ayudará a renovar su compromiso de colaborar en la construcción del mundo según el plan de Dios y de luchar contra lo que es construir al margen o en contra de Dios. Esta es la etapa de la vida en la que adquiere su pleno sentido la opción fundamental, y se puede comprender y vivir más plenamente lo que es el pecado como vida al margen de Dios, autonomía total frente a Dios (Gén 3), ruptura grave con los demás (Gén 4), estado de pecado en el mundo. Y también la del reconocimiento más sincero y entregado al Señor (Sal 50; 2Sam 11 y 12), la aceptación y el ofrecimiento del perdón y el ejercicio de la reconciliación.

El adulto acepta y convive con su condición pecadora, pero lucha sin tregua contra el pecado, y puede llegar a proclamar con san Pablo: «Te basta mi gracia»; «Todo lo puedo en aquel que me conforta»; «Sé de quién me he fiado»; «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia» (2Cor 12,9ss.; Flp 4,13; 2Tim 1,12; Rom 5,20).

Como contenidos bíblicos, además de los indicados para otras etapas, señalamos como más propios para esta los textos paulinos sobre el pecado y la vida en el espíritu, sobre todo Rom 1–3; 6–8, así como los de Jn; 1Jn; lPe 1; los salmos penitenciales y los textos proféticos.

NOTAS: 1. Para mayor ampliación, cf J. R. FLECHA, Teología moral fundamental, BAC, Madrid 19972, 297-338. – 2. Cf Ecclesia 6 (1946) 8. – 3 Cf TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica 1-2, 71.6.ad5m. – 4 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La verdad os hará libres, 31. — 5 ID, Dejaos reconciliar con Dios, 29. – 6. B. HARING, Libertad y responsabilidad en Cristo 1, Herder, Barcelona 1981, 383-384. – 7. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Esta es nuestra fe, Edice, Madrid 1987, 9-19; B. HARING, o.c., 382. – 8 O. BERNASCONI, Pecador/pecado, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 1540s.; K. DEMMER, Opción fundamental, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S. PRIVITERA (dirs.), Nuevo diccionario de teología moral, San Pablo, Madrid 1992, 1269-1278; G. GATTI, Opción fundamental, en J. GEVAERT (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 609s. – 9 M. VAN CASTER, Dios nos habla II, Sígueme, Salamanca 1968, 125-129.

BIBL.: Además de la citada en las notas: I. BOROBIO D., Reconciliación penitencial, Desclée de Brouwer, Bilbao 1990; GOFFI T., Pecado y penitencia en la actual inculturación, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 1546-1554; HARING B., Pecado y secularización, PS, Madrid 1974; LACRO1X J., Filosofía de la culpabilidad, Herder, Barcelona 1980; LAFRANCONI D., Pecado, en COMPAGNONI F. PLANA G.-PRIVITERA S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología moral, San Pablo, Madrid 1992, 1347-1369; MARLIEANGEAS B., Culpabilidad, pecado, perdón, Sal Terrae, Santander 1983; MILLÁS J. M., Pecado y existencia cristiana, Herder, Barcelona 1989; O'CONNELL R., El sentido del pecado en el mundo moderno, en TAYLOR M. A., El misterio del pecado y del perdón, Sal Terrae, Santander 1972, 13-32; PALAllINI R.-PIOLANTI A., Realidad del pecado, Rialp, Madrid 1963; PETEIRO A., Pecado y hombre actual, Verbo Divino, Estella 1972; PLAllWI P.-SAGE A., El pecado en las fuentes cristianas primitivas, Rialp, Madrid 1963; RICOEUR P., Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1982; SABUGAL S., Pecado y reconciliación en el mensaje de Jesús, Palermo 1985; SCHOONENBERG P., Pecado y redención, Herder, Barcelona 1972; THÉVENOT X., El pecado hoy, Verbo Divino, Estella 1989; VIUAL M., Moral de actitudes 1, PS, Madrid 1981, 485-637; VIRGULIN S., Pecado, en ROSSANO R.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1428-1449; ZABALEGUIO L., Aproximación al concepto de sentimiento de culpa, Moralia 12 (1990) 87-105. II. BECKER R. Y OTROS, Exposición de la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 1988', cc. 7, 8, 22 y 30; COLOMB J., Manual de catequética II, Herder, Barcelona 1971, 301-460; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para adultos, Herder, Barcelona 1989, 139-150; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo y Guía doctrinal, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976, temas 22-24; FLECHA J. R., Ven y sígueme, CCS, Madrid 1997, 151-176; FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 983-1001; GATTI G., Ética cristiana y educación moral, CCS, Madrid 1988; GATTI G., La catequesis de niños, CCS, Madrid 1976; HÁRING B., Libertad y fidelidad en Cristo 1, Herder, Barcelona 1981, 380-394, 420-429; LAURET B.-REFOULÉ F., Iniciación a la práctica de la teología IV, Cristiandad, Madrid 1985, 239-278; SCHEFFCZYK L., Conceptos fundamentales de la teología II, Cristiandad, Madrid 1979, 317-323.

José-Román Flecha Andrés
y Fernando García Herrero