MINISTERIO DE LA PALABRA
NDC
 

SUMARIO: Introducción. I. La Palabra y la existencia. II. Los profetas, al servicio de la Palabra: 1. Enviados por Dios para proclamar su mensaje; 2. Fieles a la Palabra; 3. Palabra de Dios en palabra humana. III. El ministro de la Palabra y la Trinidad: 1. Dios se revela en Jesucristo; 2. La acción del Espíritu en el anuncio de la Palabra. IV. Un ministerio eclesial y apostólico. V. La comunidad eclesial, primera anunciadora. VI. Qué define a un ministro de la Palabra: 1. Sus actitudes; 2. Los medios que emplea. VII. Formas que reviste el ministerio de la Palabra.


Introducción

Dios ha manifestado siempre el deseo de dialogar con toda la humanidad, de encontrarse con los hombres que él ha creado. En el principio pronunció su Palabra creadora para que los hombres, a través de lo visible de la creación, accedieran a lo invisible de Dios (cf Rom 1,19-20); a lo largo de los tiempos nos ha seguido hablando, de múltiples maneras, para manifestar su amistad y cercanía a la obra de sus manos; y en los últimos tiempos nos habla por medio del Hijo de sus entrañas, su Palabra, para desentrañarnos en él todo su amor (cf Heb 1,1-3). Este diálogo construido desde el compromiso mutuo, aunque caracterizado por la iniciativa generosa de Dios, se abre una y otra vez en la historia personal y colectiva de la comunidad creyente. Israel, desde la promesa, y la Iglesia, desde el cumplimiento, son los depositarios de la palabra de Dios, manifestada de una vez para siempre en la persona de Cristo.

La Escritura y la tradición son testimonios permanentes de la palabra que Dios dirige a todo hombre. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación» (DV 9). En referencia permanente a este doble depósito, el pueblo cristiano, unido a los pastores, tiene acceso a la Palabra de amor que Dios quiere dirigir a todos los hombres, sin distinción de espacio y tiempo. Y en ellos encuentra el ministro de la Palabra las fuentes para ejercer el servicio de anunciar y enseñar la salvación de Dios a aquellos que la Iglesia le encomienda.


I. La Palabra y la existencia

Dios se manifiesta en su Palabra y esta Palabra tiene que penetrar los cuatro grandes ámbitos de la existencia cristiana en el mundo. Dios nos habla en la vida de cada día, en la celebración de la fe, en el servicio a los necesitados y en la comunión fraterna entre unos y otros.

a) Al lado de la Escritura y la tradición se encuentra, pues, la realidad presente, el tiempo actual, que es tiempo de acción y de testimonio. La Palabra se sitúa en el contexto de la realidad que vivimos, con sus zonas de luz y sus segmentos de sombra, con los proyectos que promocionan y humanizan, y con todo lo que esclaviza y destruye. Quien está atento puede percibir el paso de Dios por este mundo y puede advertir las transformaciones que esto conlleva. En este sentido, entender la Palabra quiere decir leer los signos de los tiempos en que vivimos e interpretarlos: ¿qué nos quiere decir el Señor mediante las realidades que nos rodean?, ¿cómo nos interpelan? Reconocer cómo actúa Dios y cómo se hace presente es condición indispensable para aproximarse a la Palabra y convertirse en ministro y servidor de ella.

b) El ámbito de la celebración de la fe, es decir, la liturgia y la oración, es el espacio propio de la proclamación de la Palabra. Dios se revela en el corazón de quien lo alaba en medio de la asamblea congregada en su nombre. La voz interior del Espíritu y su fuerza transformadora convierten la Palabra y el sacramento en un lugar de renovación y de comunión con la Trinidad. La Palabra señala los caminos de fidelidad a la voz de Dios y el sacramento es realización plena de los misterios salvadores.

c) La celebración de la fe no queda encerrada en ella misma sino que se proyecta hacia el exterior de la asamblea, allí donde palpitan la vida de la Iglesia, comunidad de bautizados, y la vida del mundo. El servicio es la forma práctica de la Palabra. Sin servicio generoso y atento, la Palabra queda estéril, sin fruto. De la misma manera que la encarnación de Jesucristo lleva a la forma existencial concreta del Cristo-servidor, así también su palabra de vida, proclamada en la celebración, conduce al servicio solícito a los pobres y necesitados.

d) Finalmente, la comunidad es lugar y espacio en el que Dios revela su misericordia y su perdón, sobre todo a través de los sacramentos, pero también en la unión de corazones, en la relación fraterna. La Palabra estimula la comunión y, en cierta manera, la fundamenta, ya que la unión entre los que pertenecen a la Iglesia es un reflejo de aquella unión plena y fecunda entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se manifiestan en el interior de la Iglesia. Cuando escuchamos la Palabra, nos damos cuenta de que se tiene que plasmar en una vida comunitaria sincera y valiente. Ahí, en los hermanos, que son el icono de Cristo, reconocemos a las criaturas salidas de la mano amorosa de Dios.

La Palabra nos ayuda y empuja a entender cómo Dios se manifiesta en la vida concreta de la comunidad, en cada rostro, en cada una de las acciones llevadas a cabo bajo el impulso del Espíritu.


II. Los profetas, al servicio de la Palabra

En el Antiguo Testamento, el ministerio de la Palabra es ejercido sobre todo por los profetas. El profeta es el servidor del mensaje que Dios quiere hacer llegar a los hombres. Cuando el profeta habla al pueblo, no lo hace en su propio nombre ni refiere sus propias ideas. Vive al servicio del designio de Dios, de su voluntad.

1. ENVIADOS POR DIos PARA PROCLAMAR SU MENSAJE. La función del profeta consiste en llenar de contenido la alianza antigua entre Dios y el pueblo. Por eso Dios le escoge de entre el pueblo y lo envía a proclamar su mensaje. Poco importa si es demasiado joven e inexperto, como Jeremías, o si es un simple pastor como Amós. La invitación de Dios no deja opción para la duda o la réplica: «No digas: "Soy joven", porque a donde yo te envíe, irás: y todo lo que yo te ordene, dirás» (Jer 1,7).

Desde el momento de su vocación, el profeta es un servidor de la Palabra, porque lo que pronuncie serán las palabras que Dios pondrá en sus labios. La imagen del serafín que con una brasa toca los labios del profeta (Is 6,6-7) o la visión de la mano que ofrece un libro que el profeta tiene que comerse (Ez 3,1-3) encierran la misma idea. El profeta queda lleno de la Palabra, y su ministerio no es ocasional o episódico, sino perenne: el profeta queda configurado existencialmente como servidor de la Palabra. De ahora en adelante, su vida quedará orientada de manera nueva. Vivirá de la Palabra, sufrirá por causa de la Palabra y la anunciará sin cansancio, cumpliendo así el encargo que ha recibido. La Palabra lo ha transformado decisivamente. Ya no hablará por sí mismo, sino que comunicará aquello que el Espíritu le indique. Quizá intentará resistirse, pero tendrá que permitir que la Palabra configure su vida. Solamente quien vive la presencia de la Palabra puede ser testigo de ella y puede osar predicarla a su pueblo y a todos los pueblos: «en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y destruir, para derribar y deshacer, para edificar y plantar» (Jer 1,10).

El profeta, puesto al servicio de la Palabra, recibe la fuerza que posee esta Palabra que proviene del mismo Dios; por eso, lo que anuncia tiene fuerza y vigor, capacidad de transformación y de cambio. La Palabra, por medio del profeta, sacude y convierte, destruye y levanta, fortalece y arranca. El ministro de la Palabra es testigo, a la vez, de su propia debilidad y de la fuerza del Señor. «La palabra de nuestro Dios permanece por siempre» leemos en Isaías (40,8; cf lPe 1,24-25). Y es que, en claro contraste con el ser humano, que es quebradizo y frágil, la Palabra es consistente y serena, ya que Dios cumple aquello que dice, su promesa. Lo encontramos también en Isaías: «Así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión» (Is 55,11).

2. FIELES A LA PALABRA. Un aspecto importante del ministerio profético es la fidelidad a la Palabra. La llamada y el envío del profeta son el principio de un camino de fidelidad. De hecho, también el falso profeta se muestra convencido de lo que dice y hace. Pero se trata solamente de una apariencia, ya que en el fondo de su ser sabe que es un servidor de los intereses de quien lo alimenta y no de la palabra de Dios. Escucha la voluntad de Dios, pero subordinado a la circunstancia socio-política y a la voluntad de quien tiene el poder. Su fidelidad real pasa por las exigencias de su rol (anunciar el triunfo del poderoso) y no por lo que el Todopoderoso le dice que comunique (un triunfo o una derrota, un éxito o un fracaso). No vive de la Palabra, y sus frutos no son buenos. Por eso, sus palabras no llevan la marca del Señor del universo. Opuesto al falso profeta, que juega con su papel de servidor de la Palabra, encontramos al profeta auténtico, que pone sus palabras al servicio de la Palabra.

3. PALABRA DE Dios EN PALABRA HUMANA. El mensaje profético es palabra de Dios en palabra humana. Y no puede ser de otra manera, porque Dios no habla en el vacío. El profeta es miembro del pueblo de la alianza, aquel a quien Dios habló en la cima del Sinaí. Israel se nutre del compromiso expresado en el pacto que su Dios ha hecho con él: el Señor será su Dios y ellos serán su pueblo. Pero el profeta anuncia una nueva y definitiva alianza, en la cual la ley estará escrita en el corazón (Jer 31,31-34). Las palabras del profeta no toleran la injusticia y la opresión, moneda común entre su pueblo. Por eso fustiga con dureza a los que piensan que actúan con la religiosidad más estricta, cuando de hecho justifican con la práctica religiosa un comportamiento injusto. La palabra de Dios pasa por las palabras del profeta y aquí toma la forma humana que llega a los oídos de los que escuchan.

La palabra profética es de tal manera concreta y desconcertante que parece que no sea palabra de Dios. Cuando, por ejemplo, Jeremías anuncia la caída de Jerusalén (Jer 22,20-23), parece que haga el juego al enemigo babilonio y se oponga a la promesa divina sobre el carácter indestructible de la ciudad. Pero este es precisamente el mensaje del Señor. El profeta aparece con toda la grandeza del auténtico servidor de la Palabra: con un lenguaje humanamente repudiable, expresa exactamente el designio, inapelable y justo, del Señor. Poner la propia palabra al servicio del Señor y borrar el propio juicio para hacer transparentar solamente el juicio de Dios: este es el reto difícil del ministro de la Palabra. La figura de los grandes profetas de Israel recuerda a los que pretenden servir la palabra de Dios que lo tienen que hacer con fidelidad, aceptando las consecuencias de la llamada, insistente y sorprendente, del Señor.


III. El ministro de la Palabra y la Trinidad

El modelo propio del ministro cristiano de la Palabra se encuentra en los textos del Nuevo Testamento. Aquí está la teología de la Iglesia de los apóstoles y los ministerios que el Espíritu suscita en su interior para así garantizar el anuncio y difusión de la Palabra.

1. DIos SE REVELA EN JESUCRISTO. El punto de partida es la revelación definitiva de Dios en la persona de Jesucristo, su Hijo. Así lo expresa admirablemente el prólogo de la Carta a los hebreos: «Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (1,1-2).

Los profetas eran instrumentos al servicio del mensaje que Dios quería comunicar a los hombres. Jesucristo es la palabra de Dios en persona, y quien lo escucha a él escucha directamente al Padre, sin intermediarios de ninguna clase. El nos da acceso al Padre, ya que ha abierto con su muerte el camino que lleva al lugar santísimo y desde ahora el tabernáculo celestial es patrimonio de todos los que creen en él. El, Jesucristo, ha hablado del Padre y ha hecho oír su voz. Pero su palabra de vida es palabra idéntica a la del Padre, ya que el Padre y el Hijo son una sola cosa.

La palabra del Padre y del Hijo ha sido recogida por el Espíritu, el cual habla a los creyentes, personal y comunitariamente, con un lenguaje interior siempre nuevo. Sin él, la palabra de Dios y la obra salvadora de Cristo quedarían sin respuesta. Es él quien nos hace hijos y nos permite clamar: Abba, es decir, Padre (Rom 8,15).

Por nuestra parte, la respuesta se transforma en anuncio, ya que el mensaje que nos llega se convierte en proclamación hecha por los que lo recibimos y lo aceptamos. Ahora bien, solamente lo podemos recibir si alguien nos lo anuncia, y este alguien es Dios mismo, que nos habla por y en Jesucristo. Lo dice Pablo en la primera Carta a los corintios: «[Dios] os ha llamado a vivir en unión con su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor» (lCor 1,9). Esta llamada de Dios a la amistad y a la unión con Cristo se dirige a todos los que forman la comunidad cristiana y, de manera especial, a los que ejercen el ministerio de la Palabra. En efecto, el servidor del mensaje lo es en virtud de la llamada que Dios mismo le hace. El servicio de la Palabra se configura entonces como la mediación necesaria para que esta llamada pueda resonar en el corazón de las personas.

A la fe se llega gracias al anuncio del kerigma evangélico fundamental: Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación. Si alguien se apartara de este anuncio central, se pasaría a otro evangelio y haría estéril la llamada recibida de Dios por la gracia de Cristo (Gál 1,6). Por lo tanto, es condición indispensable que el ministro de la Palabra se mantenga, de palabra y de obra, en la buena nueva que es el eje de la predicación apostólica (He 2,23-24; 3,15; 4,10; 5,30-31; 10,39-40; 13,27-30).

Hablar en nombre de Dios y de Cristo es tarea y privilegio del que ha sido llamado al servicio de la Palabra, a ser embajador de Cristo y portavoz del mismo Dios. El embajador lleva un mensaje de parte del que lo envía, y por eso anunciar la Palabra quiere decir comunicar un mensaje, pero también y sobre todo hacer presente la persona del emisario. Cuando el enviado habla, sus palabras de exhortación y aliento surgen de la palabra misma de Dios. El ministerio de la Palabra no es una pura repetición mecánica, sino la recreación actual de la palabra divina. Dios se fía de sus enviados y les confía su misma Palabra para que la hagan fructificar: el mensaje de la salvación y de la reconciliación se expresa así ahora con un lenguaje fiel y adaptado (2Cor 5,20). Los portadores de este mensaje son realmente mensajeros de buenas noticias, a quienes todo el mundo espera.

Pablo, en la Carta a los romanos, explica la relación entre la fe y la predicación, encadenando cinco acciones: envío (por parte de Dios), anuncio, escucha, fe e invocación. Y concluye que la fe viene de oír la predicación, la cual equivale a anunciar la palabra de Cristo. Es, pues, Jesucristo mismo quien anuncia su mensaje (Rom 10,14-17). La llamada del Padre y la palabra del Hijo, gracias a la acción del Espíritu, se esparcen y difunden por toda la tierra.

2. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU EN EL ANUNCIO DE LA PALABRA. La acción del Espíritu se sitúa en el centro mismo del anuncio de la Palabra. No habría ministerio de la Palabra sin la guía y el impulso del Espíritu. El Señor Jesús promete a los servidores de la Palabra que, en los casos más difíciles, tendrán el auxilio directo e inmediato del Espíritu. Ante los que atacan el mensaje cristiano o se muestran refractarios, la actitud a adoptar tiene que ser de gran serenidad, ya que la certeza de la ayuda del Espíritu se impone a cualquier otra consideración. Los predicadores no tienen que preocuparse por lo que dirán ni cómo lo dirán. Si los servidores de la Palabra siempre tienen la asistencia del Espíritu, mucho más la tendrán en tiempos de persecución.

La promesa de Jesús se refiere al hecho de que el mismo Espíritu será ministro de la palabra del Padre y hablará por boca de ellos (Mt 10,19-20).

De todas formas, aunque en caso de necesidad el Espíritu intensifica su acción haciéndola más sólida y consistente, su acción se plantea como algo regular y ordinario. El ministro de la Palabra sabe que el Espíritu no está lejos, que su intervención no es episódica. Al contrario, la llamada del Padre y la presencia del Hijo pasan a través de la donación del Espíritu, promesa y fuerza que vienen de arriba. Antes de la ascensión, es decir, antes de que la palabra del Resucitado deje de resonar directamente en los oídos de los discípulos, el Señor les asegura que les mandará «lo que os ha prometido mi Padre» (Lc 24,49). Por lo tanto, el momento presente se caracteriza por ser el tiempo en que el Espíritu construye la Iglesia. Y como la Iglesia se construye sobre la palabra de Dios, el Espíritu es el gran intérprete, el gran comentador de la Palabra.

Sin la percepción que de él nos viene, las palabras de Jesús serían una carga insoportable o ininteligible. El evangelio podría quedar reducido a una verdad parcial. Solamente él, el Espíritu, garantiza que los creyentes lleguen a la plenitud de Dios. Lo que encontramos en el evangelio según Mateo (el Espíritu habla por boca de los ministros de la Palabra) lo podemos fundamentar en el evangelio según Juan: el Espíritu no habla por su cuenta sino que comunica todo lo que el Padre y el Hijo le comunican (Jn 16,13).

En consecuencia, el que anuncia la Palabra y se hace portavoz del mensaje cristiano, cuando escucha la voz del Espíritu, escucha la voz del Padre y del Hijo. La Palabra es viva, se vuelve voz y mensaje gracias al Espíritu, que está en sintonía con la verdad y que conduce hacia la verdad plena. El servidor de la Palabra habla proféticamente cuando habla dejando hablar al Espíritu. El Espíritu tiene el conocimiento de Dios y de la historia; por eso se dice de él que anuncia el futuro. De manera parecida, el ministro de la Palabra, fiándose del Espíritu de verdad, hace resonar la Palabra mirando atrás, hacia la salvación que Dios ha obrado entre nosotros, y mirando hacia delante, hacia la historia que nos falta por recorrer y los bienes celestiales que esperamos recibir.


IV. Un ministerio eclesial y apostólico

Así, pues, el Espíritu guía al mensajero de la Palabra. Y su responsabilidad y función son tan admirables, que en la primera Carta de Pedro se dice que hasta los ángeles están deseosos de oír y disfrutar de este mensaje (1Pe 1,12). El evangelio es anuncio de salvación y todo el universo se alegra de lo que se ofrece a la humanidad entera. El ofrecimiento es universal, sin exclusiones, tal como se deja entrever en los anuncios del libro de los Hechos de los apóstoles (He 2,39) y en la solemne declaración del Señor resucitado que envía a sus discípulos a ser ministros de la Palabra, servidores del mensaje evangélico (Mt 28,18-20).

La tarea que se plantea a los seguidores de Cristo es la de suscitar nuevos discípulos, personas que se adhieran a la buena noticia del Reino sin reparos ni condiciones. La misión tiene que pasar por dos canales: el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y la instrucción-catequesis destinada a orientar la vida del nuevo discípulo. Así pues, el ministerio de la Palabra se ejerce en tres pasos. En primer lugar, en el anuncio del mensaje evangélico que lleva a la fe, una vez superadas las dudas y los miedos. En segundo lugar, en la acción bautismal, sacramental, que es la culminación de aquel anuncio en la medida en que lo integra y lo eleva a una vida de comunión con las tres personas divinas. Finalmente, el ministerio de la Palabra pasa por la exhortación constante a dar los frutos propios del Reino, que son el resultado concreto de guardar las palabras del Señor.

El encargo misionero del Señor resucitado encuentra una respuesta concreta en el ministerio apostólico. Pablo es el prototipo de apóstol y, por lo tanto, de ministro de la Palabra. En Rom 15,15-19, Pablo explica qué quiere decir para él ser servidor de Jesucristo y de Dios entre los paganos, aquellos que no conocen las promesas ni son herederos de la alianza del Sinaí. Pablo considera que su ministerio es un don, no mérito personal: el apóstol es un enviado a anunciar una palabra que le han confiado. Su envío no es resultado del azar, sino que es una misión pública y oficial. A Pablo le han mandado que anuncie el evangelio de Dios para que los paganos sean una ofrenda agradable a él, apta para ser ofrecida, escogida y selecta, con la garantía que proviene de la santidad, la cual es obra del Espíritu Santo.

Ahora bien, Pablo interpreta el anuncio del evangelio que él lleva a cabo como el resultado de la acción que Cristo ha querido realizar a través de él. No quiere gloriarse de sus éxitos ni de sus habilidades como apóstol; solamente desea subrayar que él es el instrumento de Jesucristo para que los paganos lleguen a la fe. Jesucristo se ha valido, dice Pablo, de sus palabras y de sus obras, avalados por signos y prodigios y, en definitiva, por la fuerza del Espíritu de Dios. De esta manera, Pablo se presenta como mensajero del evangelio, servidor de la Palabra y no servidor de sí mismo.

El ministro de la Palabra se considera un servidor de Dios y de Cristo y pone su gloria en ser un instrumento de difusión del mensaje. Sabe qué le han encargado y qué tiene en sus manos para llevar a cabo su misión. No se fía de sus fuerzas y pone todo lo que tiene al servicio del evangelio. No se vanagloria de nada, pero se siente satisfecho de haber podido colaborar en la obra de Dios, como servidor de su Palabra. Habla y actúa, pero solamente se atreve a hablar de lo que Cristo ha realizado a través de él, convencido de que los tesoros del evangelio tienen que llegar a los que no conocen a Jesucristo, su Señor.

En el gozo por la Palabra, ha descubierto que su palabra de hombre ha sido acogida no como palabra humana sino como «palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes» (1Tes 2,13). Es la gran paradoja del anuncio: la palabra del mensajero se borra y llega a identificarse con la Palabra del mensaje, forma una sola cosa con ella. Entonces aparece su fuerza y emerge su impacto renovador en los que creen. La Palabra despliega su fuerza transformadora y el que la ha proclamado es testigo del cambio operado en la vida de los que la acogen. El mensajero reconoce en el mensaje el poder salvador del mismo Dios y le da gracias.


V.
La comunidad eclesial, primera anunciadora

El ministro de la Palabra ejerce un ministerio eclesial. Por eso sería insuficiente hablar de la llamada que recibe de Dios para ser servidor del mensaje si no considerásemos el marco comunitario en el que se inscribe su ministerio. Dicho de otro modo, por encima del ministerio de la Palabra está la comunidad eclesial, que es el primer agente de la predicación.

El día de Pentecostés, después de que el Espíritu Santo llenase a las ciento veinte personas congregadas en el cenáculo, Pedro se puso de pie con los Once y empezó a hablar en nombre de todos ellos. Se trata, por lo tanto, de un discurso oficial del colegio apostólico, pronunciado por su portavoz, que interpreta las profecías (Joel 3 y los Salmos 16 y 110) y que comunica a los oyentes el mensaje cristiano fundamental, el kerigma sobre Jesús resucitado. Y añade: «de lo que todos nosotros somos testigos» (He 2,32). Al cabo de poco tiempo, Pedro y Juan son encarcelados por haber anunciado que «la resurrección de los muertos se había realizado ya en la persona de Jesús» (He 4,2). El anuncio del mensaje les llevará tribulaciones sin cuento, pero ellos –afirman– no pueden dejar de anunciar lo que han visto y oído (v. 20). Su decisión es firme, y tiene el total apoyo del Espíritu Santo (v. 8).

Hace falta valentía y convicción ante las amenazas y la oposición de los adversarios. Llega, pues, un segundo Pentecostés. El Espíritu baja por segunda vez sobre la comunidad, reunida en oración para pedir la valentía de anunciar la palabra del Señor (v. 29). Inmediatamente, se repite la llegada visible del Espíritu y Dios les concede lo que piden. Desde entonces proclaman la Palabra sin miedo y con gran coraje (v. 31). Toda la comunidad será protagonista de esta proclamación, que está sostenida por signos y prodigios realizados en nombre de Jesús. Toda la comunidad tiene como propio el servicio de la Palabra.

Antes de considerar las funciones específicas en relación a este ministerio, es menester subrayar que la responsabilidad del anuncio de la Palabra pertenece a la Iglesia entera y a cada uno de sus miembros. En efecto, la comunidad primitiva no actúa de simple marco de la predicación de los apóstoles, que son los primeros implicados en la predicación del mensaje. Más bien la predicación apostólica se configura sobre el telón de fondo de una comunidad que ve como primera la tarea del anuncio del mensaje cristiano. La evangelización no se plantea como una tarea reservada a unos especialistas (los ministros de la Palabra), sino como la actividad propia de toda la comunidad. La Palabra tiene que ser difundida, y en el libro de los Hechos de los apóstoles difusión de la Palabra y construcción de la comunidad avanzan paralelamente.

Por otra parte, toda la comunidad es llamada a la instrucción y a la edificación internas. La comunidad en su conjunto se presenta como la responsable de contribuir al crecimiento interior de la Palabra. Ciertamente, el ministerio de la Palabra es atribuido a los apóstoles en primer lugar, ya que ellos pueden explicitar mejor que nadie los contenidos y el sentido de la Palabra. Así Pedro se dirige a los hermanos reunidos y les informa de la acogida que los paganos, en la persona de Cornelio, han dispensado a la palabra de Dios (He 11,1-18).

Ahora bien, en el terreno de la edificación comunitaria, Pablo insiste muchas veces en los carismas distribuidos generosamente entre sus comunidades y las empuja a ejercerlos ampliamente. De manera especial, los profetas tienen la misión de aconsejar, de consolar y de hacer comprender la voluntad del Padre y el empuje del Espíritu (lCor 12,28; cf también Ef 4,11). Con todo, la función que apóstoles y profetas realizan en orden al anuncio de la Palabra en el interior de la comunidad creyente, se inscribe en el don que toda la comunidad ha recibido en virtud del bautismo. Rom 15,14 habla de instruirse los unos a los otros y 1Tes 5,11 se refiere al aliento y a la edificación mutuos. El don del bautismo incluye a la vez el don de la fe y el don de la Palabra.

Quien se adhiere a Jesucristo como Señor y lo confiesa como resucitado, acoge su mensaje y se convierte en su servidor. Es templo del Espíritu Santo (lPe 2,5) y el Espíritu no cesa de clamar dentro de él. Por eso, en la medida en que ha entrado en comunión con la Trinidad, ha acogido la salvación y conoce el mensaje desde la percepción que le viene del mismo Espíritu. Cuando habla e instruye a sus hermanos, lo hace en virtud de los dones recibidos. Sus capacidades puramente humanas se fortalecen y consolidan hasta el punto que es capaz de exhortar a partir de la Palabra. Las debilidades de una sabiduría puramente humana pasan a un claro segundo término cuando el que ha acogido el mensaje lo proclama y lo predica desde el fondo de su corazón.

La comunidad se ve constantemente sorprendida cuando comprueba cómo la Palabra trabaja en el interior del bautizado y lo impulsa a una acción firme. La comunidad se construye gracias a la Palabra compartida y vivida, recordada y repetida tanto por boca de los que son ministros específicos como por boca de cualquiera de sus miembros. En consecuencia, el servidor fiel de la Palabra no se enorgullece de su ministerio ante los que tienen menos palabras que él. Más bien se esfuerza en captar en la instrucción de un hermano, por pequeño que sea, aquello que Dios ha querido poner en sus labios.

Por lo tanto, el ministerio de la Palabra pertenece a la comunidad cristiana en su conjunto, tanto en lo que se refiere al anuncio dirigido a los que no la conocen (evangelización) como en lo que se refiere a la instrucción surgida dentro de ella (edificación comunitaria). La razón última es el don del Espíritu comunicado a todo bautizado y, en consecuencia, la acción efectiva de Dios en el corazón de todos los que creen en su Hijo Jesucristo. Pablo lo formula diciendo «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

Ciertamente, el servicio de la Palabra, tanto el genérico de toda la Iglesia como el específico, descansa sobre el hecho salvador fundamental: Dios nos ha salvado por Jesucristo, es decir, ha llenado nuestros corazones de su amor y de su paz mediante el sacrificio generoso de su Hijo en la cruz, resucitado para hacernos justos.


VI. Qué define a un ministro de la Palabra

1. Sus ACTITUDES. Ya hemos ido indicando algunos elementos que definen el ministro de la Palabra. Ahora los vamos a abordar directamente.

a) Conciencia de la misión. Quien se pone al servicio de la Palabra ha de tener conciencia de su misión. La analogía más apropiada es la del apóstol Pablo. Pablo señala que, para él, anunciar el evangelio equivale a servir a Dios (Rom 1,9). La obra de evangelización es una ofrenda, un obsequio de su persona y de su vida, puestas al servicio del evangelio. Pablo no duda en entender su apostolado como una respuesta a la gracia que ha recibido. Dios ha querido revelarle a su propio Hijo (Gál 1,16) y él ha aceptado ser su heraldo entre los paganos. Su misión parte, pues, de la relación privilegiada que mantiene con el Señor Jesucristo. El lazo de Pablo con su misión de anunciar el evangelio es tan fuerte que él mismo la plantea en términos de obligatoriedad: «¡ay de mí si no evangelizare!» exclama cuando habla de su apostolado (1Cor 9,16). El encargo que le han confiado no admite réplica alguna, al estilo de la vocación de los profetas de Israel a quien Dios empujaba a cumplir su ministerio.

b) Vinculación con la tradición de la Iglesia. El ministro de la Palabra no parte de cero. La tradición de la Iglesia, que no se cansa de proclamar el evangelio, convierte al servidor del mensaje en un eslabón más de una larga cadena. Cuando Pablo quiere explicar a los corintios el tema de la resurrección (c. 15) empieza mencionando aquella enseñanza que había recibido cuando le introdujeron en los misterios de la fe: Cristo muerto y sepultado, resucitado y manifestado a los discípulos (vv. 3-5). Y acaba recordando que esta es la enseñanza que todos los apóstoles predican (v. 11).

Quien predica la palabra hace resonar el anuncio fundamental y común. Lo hará con más o menos acierto, con una preparación más estricta o con unas palabras menos justas, pero tan solo anuncia lo que le han enseñado. Antes de ser servidor de la Palabra se es un creyente en la Palabra. Solamente quien recibe con afecto y docilidad el mensaje de la fe, será después capaz de anunciarlo con cariño y sin protagonismos.

Más aún, el «ministro del evangelio» (Ef 3,7) se acerca al texto desde una tradición, anterior a él, que le hace llegar el mensaje de la Palabra en su globalidad: la fe es el mensaje enseñado, recibido y acogido (Col 2,7; 1Tim 6,13-14). Sin la tradición, al predicador de la Palabra le faltarían raíces y fundamento. Desconocería la naturaleza exacta de esta Palabra, la cual surge en el recuerdo y el memorial de las gestas del Señor. Por lo tanto, la tradición es el vehículo del mensaje, y la palabra de Dios, tal como aparece en la Sagrada Escritura, se sitúa en el proceso de transmisión de las maravillas de Dios y, en concreto, de la más grande de todas ellas: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

c) Fidelidad. Esta referencia a la tradición nos lleva a subrayar la fidelidad exigida al ministro de la Palabra. La fidelidad empieza con la convicción de que los predicadores del evangelio no se predican a ellos mismos, sino que anuncian la persona y la obra de Jesucristo (2Cor 4,5). Quien se predica a sí mismo usa el mensaje como pretexto, como excusa para divulgar sus propias ideas. Esto es un abuso: las convicciones propias han de ser distinguidas de lo que dice la Palabra. Ciertamente, no es posible la objetividad pura, ya que leer el texto equivale a establecer un diálogo entre mi idea sobre el texto y lo que el texto me va mostrando. Si no vemos cuáles son nuestras precomprensiones a la hora de acercarnos al texto, estas precomprensiones se transformarán en prejuicios, y entonces la interpretación quedará irremediablemente condicionada.

La fidelidad pasa, pues, por el servicio al mensaje que parece descubrirse en el texto. La referencia permanente a la tradición y la ayuda y orientación del magisterio favorecen la acogida y transmisión de la verdad del evangelio y liberan de una interpretación subjetiva. Ciertamente el magisterio eclesial, ejercido por los obispos, presididos por el sucesor de Pedro, «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio»; esa es la razón por la que sustenta, en nombre de Jesucristo y con la asistencia del Espíritu Santo, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita» (cf DV 10). El servidor del evangelio, que quiere ser predicador de Jesucristo, encuentra en el diálogo obediente con el magisterio el sello que garantiza su trabajo evangelizador. Este diálogo, a veces complejo, ayudará al ministro de la Palabra a ser un auténtico servidor de la unidad de la fe con un amplio sentido de la verdad, sin detrimento del sentido pastoral. En consecuencia, la fidelidad del ministro de la Palabra pasa por la aceptación sincera del mensaje que le han transmitido y del que él mismo se convierte en transmisor bajo la guía de sus pastores.

d) Actualización en el momento presente. La fidelidad, vinculada al mensaje que se predica y a la tradición que lo vehicula, pasa también por la necesaria actualización, de acuerdo con las urgencias del momento presente. Se trata, pues, de combinar la fidelidad pasiva (repetición de lo que se nos ha comunicado) y la fidelidad activa (la que procura que el acontecimiento salvador se repita en el presente de los que lo escuchan). Las dos fidelidades están profundamente entrelazadas, ya que se abre paso al don divino a partir de la fidelidad pasiva, aunque es necesaria la fidelidad activa como medio que facilite la llegada de la salvación.

El ministro de la Palabra sabe, pues, que actualizar el mensaje no quiere decir tan solo expresar las cosas de siempre con palabras actuales, sino procurar que se reproduzca ahora y aquí el encuentro entre Dios y el hombre. Su función de intérprete de la Palabra, sensible al lenguaje y a los problemas actuales, solamente culmina cuando el mensaje interpela a quienes lo escuchan y les mueve a una respuesta decidida y valerosa. Exactamente aquella respuesta que se produjo en el pasado, cuando el mensaje llegó a sus primeros oyentes-testigos y fue capaz de crear en ellos una adhesión incondicional y de originar una tradición indestructible.

2. Los MEDIOS QUE EMPLEA. ¿Con qué medios ha de anunciar el mensaje el servidor de este mensaje? ¿De qué manera tiene que situarlo en relación con su proyecto de vida? Dice el apóstol: «Cuando llegué a vuestra ciudad, llegué anunciándoos el misterio de Dios no con alardes de elocuencia o de sabiduría» (1Cor 2,1). Pablo no quiere usar en su predicación habilidades y refinamientos retóricos, que convertirían el mensaje en un producto para vender. Prefiere una cierta debilidad en su discurso para que brille con todo su resplandor la fuerza del Espíritu, su poder convincente. La utilización de recursos de la sabiduría humana, usados como arma coercitiva, haría un flaco servicio al evangelio. En todo momento, el predicador ha de utilizar unos medios que dejen bien claro que él es un instrumento en manos de Dios y de su Palabra. De hecho, esta Palabra o mensaje se concreta en Jesucristo crucificado, debilidad a los ojos del mundo y sabiduría a los ojos de Dios.

a) La debilidad, el diálogo y la comunicación. El servidor de la Palabra lo es desde la debilidad, desde el diálogo y la comunicación con el otro. Hacer llegar el mensaje pide el tú a tú, la relación entre personas, la amistad compartida, la propuesta y la invitación. Difícilmente puede existir un medio más propio para la difusión del mensaje evangélico que el que surge del estilo que encontramos en la predicación de Jesús. El método usado por Jesús en el anuncio del Reino se fundamenta en la llamada y el diálogo.

b) El testimonio. El servidor de la Palabra no querrá inundar con sus palabras; al contrario, se esforzará en despertar aquellos resortes más profundos de la persona, allí donde libremente se deciden las opciones de vida. Por otra parte, el ministro de la Palabra mostrará que vive lo que predica, que su vida responde al mensaje que anuncia.

Así pues, para llevar a término un anuncio fecundo del evangelio es necesario el testimonio ante los que escuchan. En la misión de los Doce (Mc 6,7-13 y par.), Jesús manda a los que tienen que anunciar el Reino que lo hagan de forma sencilla y austera, que lleven bastón, sandalias y un vestido, pero que coman lo que les den las personas que les reciban en casa. Predican la acogida y la conversión y tienen que presentarse con el saludo de la paz. El testimonio, entendido como coherencia entre la palabra y los hechos, es el primer anuncio. El predicador, antes de proclamar el mensaje, lo vive, y así el mensaje empieza a ser comprendido por los que escuchan.

c) Vinculación entre Palabra y sacramento. El alimento espiritual que se consigue con la Palabra queda profundamente vinculado al sacramento. Los sacramentos son el ámbito donde el ministro de la Palabra ve realizado, en su sentido pleno, el misterio salvador de Dios. Los sacramentos confirman la Palabra, ya que en ellos el mensaje toma cuerpo concreto y visible en la acción de Dios en la historia humana. La Palabra llama a la conversión y suscita la respuesta de la fe. En el sacramento, la fe es don que transforma el corazón del creyente y lo convierte en un nuevo ser; por el sacramento, se convierte en hijo de Dios. Lo que la Palabra manifiesta, el sacramento lo culmina.

La Palabra es acontecimiento salvador, pero en el sacramento la Palabra se integra en la realidad última de la fe: la unión personal con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Por el sacramento, el amor de Dios se experimenta desde la humildad y la grandeza del signo. Por todo eso, el ministro de la Palabra busca y encuentra en los sacramentos de la Iglesia la densidad de salvación que propone en su mensaje. La Palabra no se puede anunciar al margen del gesto sacramental. Aquí es donde se lleva a -cabo aquella entrada al Reino, presente y futuro, que la Palabra anuncia.


VII. Formas que reviste el ministerio de la Palabra

El ministerio de la Palabra reviste formas diferentes. 1) En el anuncio misionero, el servidor del evangelio es heraldo de la buena noticia, el pregonero que da a conocer el kerigma salvador: la muerte y la resurrección de Cristo. El anuncio pide convicción e ilusión, esperanza y paciencia. La Palabra tiene que resonar con pureza y simplicidad, concentrada en su núcleo fundamental y mostrando su fuerza salvadora. 2) En la catequesis, el servidor de la Palabra, es decir, el catequista, instruye y acompaña en la fe, procura conformar la vida del catequizando al estilo del evangelio. Aquí el anuncio de la Palabra se hace lenta y progresivamente, de acuerdo con los itinerarios adecuados a cada momento, etapa u ocasión de la vida del catecúmeno o del bautizado. En la catequesis, la Palabra es objeto de reflexión y estudio, de asimilación y de consolidación en el camino cristiano. 3) En la homilía, la Palabra es expuesta por sí misma y en relación con el momento presente de los que participan en la celebración. La homilía se sitúa en un ámbito de gran intensidad, en el que confluyen la realidad del sacramento, la fuerza del anuncio y la recepción de los que buscan la luz y la verdad. El anuncio de la Palabra pide una sensibilidad especial para canalizar las diversas dimensiones y mover el corazón de los que escuchan. Por eso la homilía integra elementos de anuncio misionero y elementos de instrucción o catequesis, exhortaciones válidas para la vida cristiana y referencias de esperanza en las realidades futuras. 4) En la enseñanza teológica, el servidor de la Palabra es quien reflexiona sobre el designio salvador de Dios, que se ha revelado en la cruz de Jesucristo y que nos da su Espíritu. La Palabra es el fundamento de la reflexión del teólogo, que la sitúa en la gran tradición de la Iglesia y la confronta con el tiempo en que vive. El teólogo busca la síntesis entre el pasado y el futuro de la Palabra, ausculta el dogma y busca nuevos caminos. 5) En la educación católica, el servidor de la Palabra se esfuerza en construir un proyecto educativo solvente, de acuerdo con los principios y los valores del evangelio. La pedagogía de Dios, tanto la de la antigua como la de la nueva alianza, es un punto de referencia esencial. La Palabra no ofrece nunca soluciones inmediatas, y por eso el educador cristiano debe ser creativo y debe considerar los retos formidables que plantean las condiciones personales y socio-culturales de las personas que han de ser educadas. 6) En la enseñanza religiosa escolar, el servidor de la Palabra presenta los diversos aspectos de la religión católica en el contexto del fenómeno religioso en general, y se dirige a niños y adolescentes que viven inmersos en procesos de fe muy heterogéneos. El mensaje cristiano, explicado de manera cordial, ayuda a establecer puentes con el pasado cristiano de nuestras culturas. Esta explicación puede complementar con eficacia otros ámbitos en los que se anuncia la Palabra. 7) En la revisión de vida, el servicio de la Palabra es llevado a cabo por todos los que participan en ella. Aquí la Palabra se convierte en aquel elemento de objetividad que ha de equilibrar las aportaciones subjetivas. La Palabra es siempre juicio, es decir, criterio de verdad y de verificación que descubre las insuficiencias y señala el camino que se ha de seguir.

BIBL.: ANDRIEUx F. Y OTROS, Serviteurs de l'Evangile, Les ministéres dans l'Eglise (Lex Orandi 50), Du Cerf, París 1971; KLOSTERMANN F., El predicador .del mensaje cristiano, en RAHNER K.-HÁRING B. (eds.), Palabra en el mundo (Nueva alianza 32), Sígueme, Salamanca 1972; SEMMELROTH O., La Palabra eficaz. Para una teología de la proclamación, Dinor, San Sebastián 1967.

Armand Puig Tàrrech