MAL, EL
NDC
 

SUMARIO: I. Hacia un planteamiento correcto: 1. La necesidad de un cambio; 2. ¿La imposible teodicea?; 3. La «trampa» del dilema de Epicuro; 4. Hacia un nuevo planteamiento. II. La «ponerología» como planteamiento radical: 1. La finitud como condición de posibilidad; 2. Un mundo-perfecto sería un «círculo-cuadrado». III. La «pisteodicea» , justificación de la «fe»: 1. Un problema común y distintas «pisteodiceas»; 2. El Dios de la «pisteodicea cristiana»; 3. Reconstruir la coherencia de la fe; 4. Dios «quiere y puede» evitar el mal.


El problema del mal traspasa dolorosamente, de punta a punta, la historia de la humanidad, y preocupa, como una sombra oscura e inquietante, a todas las religiones. Es, pues, un problema de siempre, pero que por eso mismo exige, paradójicamente, un tratamiento actual.


I. Hacia un planteamiento correcto

1. LA NECESIDAD DE UN CAMBIO. LOS grandes problemas tienden a mantener la inercia de sus soluciones y, sobre todo, la de sus planteamientos. Pero las soluciones y los planteamientos están siempre construidos en, desde y para un contexto cultural determinado. Al cambiar este, pueden no sólo perder su validez, sino, lo que es más grave, convertirse en impedimento para una verdadera renovación. De suerte que lo que ayer valía puede convertirse en barrera infranqueable para encontrar un tratamiento significativo y una respuesta verdaderamente válida hoy.

En el problema del mal esto se cumple de un modo paradigmático, que puede resultar trágico para la fe y aun para la cultura. No es casual que Georg Büchner (1813-1837), situado justamente en el tiempo de la gran rompiente cultural que, partiendo de la Ilustración, estaba cambiando todos los parámetros sociales, políticos y culturales de Europa, dijese aquello de «yo sufro, esta es la roca del ateísmo». Es decir, el problema del mal, que todavía para santo Tomás podía llevar a Dios (si malum est, Deus est, «si hay mal, existe Dios»), se ha convertido ahora en la causa del ateísmo.

¿Qué ha sucedido? Tanto la teología como la misma filosofía deben tomarse muy en serio esta pregunta. No sería excesivamente aventurado afirmar que para millones de personas, el destino de la fe depende de la respuesta que se le dé y del coraje en replantear a fondo toda la cuestión, dentro del nuevo contexto creado por el cambio cultural de la modernidad. Porque es claro que el problema es el mismo, pero el contexto diferente: la solución que valía para el ambiente medieval de cristiandad en que se movía santo Tomás no vale para el mundo moderno secularizado que nos toca vivir a nosotros. Más aún, puede suceder que sean precisamente los presupuestos heredados, es decir, los que nos llegan envueltos en las soluciones y los planteamientos antiguos, los que estén haciendo imposible una respuesta aceptable en el presente.

Como esto es lo que aquí se tratará de mostrar, conviene enunciar ya ahora –en forma de hipótesis– esos presupuestos, para que el discurso no resulte demasiado abstracto. Son estos: 1) se da por supuesto que es posible un mundo sin mal y que, por tanto, Dios pudo y puede hacer que no exista mal en el mundo, pero que, por motivos misteriosos, lo permite y no lo impide (e incluso, no pocas veces, hasta puede mandarlo), y 2) que esa es la manera más piadosa, es decir, más fiel a la Escritura y a la tradición, de enfrentar el problema. En realidad, los dos funcionan como uno solo, pues el segundo suele limitarse a reforzar el primero, impidiendo plantear su revisión: se da por supuesto que, dado que «así se ha enseñado siempre», no debe ser cuestionado.

Pero si el diagnóstico es verdadero, resulta evidente que sólo el coraje de revisar esos presupuestos puede abrir la esperanza de una salida, pues la auténtica fidelidad a la tradición no consiste en repetirla inalterada como un bloque muerto, sino en transformarla como un organismo vivo, que mantiene su identidad creciendo y cambiando conforme a las necesidades de los distintos medios. Lo cual, ciertamente, no es tan fácil como parece. Sobre todo, porque de ordinario los presupuestos son inconscientes y, como Ortega decía de las creencias en oposición a las ideas, se aceptan sin examinarlos y se parte de ellos como de premisas indiscutibles sobre las que se montan luego los razonamientos. A esta primera dificultad se unen, por un lado, la resistencia psicológica a romper con las convicciones adquiridas, pues hacerlo implica tener que reconstruir el entero edificio de las concepciones propias; y, por otro, la aparente evidencia lógica de las soluciones recibidas por herencia cultural, pues ellas están ya claras y formuladas, mientras que sus consecuencias dentro del nuevo contexto no siempre resultan tan fácilmente perceptibles.

2. ¿LA IMPOSIBLE TEODICEA? Desde que Kant lo dijo en un opúsculo famoso «acerca del fracaso de todos los intentos filosóficos en teodicea» y Voltaire lo propaló en su Cándido, un opúsculo tan célebre e ingenioso como superficial, resulta casi tópico afirmar que la teodicea es imposible. El título de este apartado pone esa afirmación entre interrogantes, para subrayar su profunda ambigüedad. Porque eso sólo es cierto si, como queda dicho hasta aquí, se sigue operando intelectualmente a base de los presupuestos tradicionales; pero no tiene por qué serlo si, examinados críticamente, se muestra el fallo de los mismos.

Lo cual –conviene advertirlo de manera expresa, pues aquí los tópicos tienden a florecer como hongos– no significa que un nuevo planteamiento vaya a esclarecer completamente el problema del mal, racionalizando hasta la raíz todo lo que en él hay de misterio, no digamos ya de asombro para nuestra inteligencia, y aun de duro escándalo para nuestras expectativas. Significa tan solo que es posible hacer una propuesta coherente, de suerte que podamos hacernos responsables de aquello –poco o mucho– que alcanzamos a afirmar, sin llamar apresuradamente misterio a lo que es mera incoherencia o crasa contradicción que nace de nuestras explicaciones y presupuestos.

Porque justamente eso es lo que sucede cuando se mantiene intacto el planteamiento tradicional. Si se sigue dando por supuesto que Dios podría, si quisiese, evitar el mal del mundo, pero que no lo hace, entonces se comprende que la teodicea resulte imposible. Es decir, que en esas condiciones no parece posible mantener de forma coherente la fe en Dios. Porque, cuando se toma en serio lo horrible del mal en el mundo, parece que nadie puede honestamente sostener la bondad de alguien que pudiendo eliminarlo no lo hace. ¿Quién querría ser amigo de una persona que, llevada a un hospital y estando en su mano curar las montañas de sufrimiento que allí hay, se negase, por los motivos que fuese, a hacerlo? ¿Qué persona honesta no evitaría, si pudiese, toda el hambre, toda la violencia, todo el dolor, todas las tragedias que existen en el mundo? Pero entonces la pregunta aparece inevitable: ¿seremos nosotros mejores que Dios? En definitiva, ¿podría honestamente mantenerse la fe en un dios que se comportase de esa manera?

Y adviértase que las razones que viniesen después llegarían irremediablemente demasiado tarde, sin que puedan borrar la impresión de ser malos apaños o inútiles remedios de urgencia. Cuando, por ejemplo, se dice que Dios, pudiendo, no evita el mal, pero que demuestra su amor consintiendo la muerte de su Hijo en la cruz, un mínimo rigor intelectual no puede negar la fragilidad extrema del argumento: ese amor llega ya tarde, porque se limita a poner remedio a un mal que podría haber evitado (tanto más cuanto que, cuando llega ese remedio, el mal ha sido ya terrible y largamente padecido, y después continúa implacable en la historia). Puede, incluso, llevar al cinismo, como en la copla famosa: «El señor don Juan de Robres, / de caridad sin igual, / hizo este santo hospital / y también hizo a los pobres».

Tomar en serio estos argumentos y reconocer su fuerza no es racionalismo, sino tomar en serio la coherencia de la fe. Y sobre todo respetar su especificidad, porque lo que de esa manera se pone en cuestión no es la fe, sino una interpretación de la misma. La postura opuesta, en cambio, tiende de manera inconsciente a identificarse con la fe sin más, sin darse cuenta de que ella, no por ser tradicional, deja de ser tan interpretación como cualquier otra, y que por lo tanto no puede atribuir al misterio de la fe lo que, si no muestra lo contrario, resulta de sus propias contradicciones.

3. LA «TRAMPA» DEL DILEMA DE EPICURO. En realidad, tanto la conciencia filosófica como la teológica llevan mucho tiempo luchando con este problema de fondo. Es lo que aparece en el famoso dilema de Epicuro: «O Dios puede y no quiere evitar el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es omnipotente». Que este dilema haya pervivido a lo largo de la historia (lo reproduce Lactancio y lo retorna Hume, entre otros) e incluso que haya sido ampliado (Bayle, por ejemplo, lo aplica a la libertad humana), indica su fuerza. La verdad es que, mientras se mantenga el presupuesto, el dilema resulta insoluble.

Lo prueba el mismo hecho de que aquellos que, por reconocer honestamente la fuerza del dilema, no aceptan la primera alternativa, se ven obligados a aceptar la segunda, postulando un «dios limitado»: «prefiero adorarlo como limitado antes que como malo», dijo ya Voltaire, y repitió hace poco Hans Jonas. Aparece incluso una tercera alternativa: Cioran llega a recurrir a la maldad divina, inventándose un demiurgo maligno. Pero ya se ve que, en definitiva, se trata de recursos desesperados, pues ni un dios malo ni un dios limitado son conceptos lógicamente sostenibles y, desde luego —a pesar de ciertas retóricas, a veces piadosas—, resultan religiosamente insoportables.

En ocasiones los recursos son más sutiles: Jean Pierre Jossua, por ejemplo, busca la salida refugiándose en la incomprehensibilidad divina. Pero de lo inestable de esta solución da prueba el hecho de que puede acabar aceptando como válida una postura tan ambigua como la del rabí Jossel Rashower. Este, dando siempre por supuesto que los horrores del gueto de Varsovia podrían haber sido evitados por Dios, pues obedecen a «ese tiempo incomprensible en que el Todopoderoso desvía su mirada de los que le suplican», concluye: «¡Tú lo has hecho todo para que yo no crea en ti! Pero yo muero exactamente como he vivido: con una fe inquebrantable en ti»1. Pero ya se ve que, bajo una apariencia piadosa —subjetivamente sincera, sin duda—, esta solución puede resultar objetivamente impía, puesto que pretendiendo mantener, a pesar de todo, la fe en Dios, acaba convirtiéndolo en moralmente inferior al hombre.

Realmente, bajo estos presupuestos, se comprende que la conclusión más lógica sea la de reconocer que la teodicea es imposible. En realidad, hablar del fracaso de la teodicea equivale a confesar que ese planteamiento implica contradicciones insolubles.

4. HACIA UN NUEVO PLANTEAMIENTO.

Lo malo es que esa confesión no basta. Puede ciertamente constituir un rasgo de honestidad intelectual, y seguramente cumple una importante función religiosa, pues permite salvar la confianza radical en Dios, situándola a un nivel más hondo que el juego conceptual de las teorías. Pero una vivencia coherente de la fe en el mundo actual precisa algo más. Tras el fracaso de la concepción tradicional, hoy sería suicida soslayar esas dificultades, porque son reales y acabarán inevitablemente saliendo a la superficie, amenazando gravemente la fe y poniéndola en peligro de muerte (lo hacen muchas veces, como queda indicado).

Porque ahí radica justamente la diferencia histórica de la modernidad. Mientras esas contradicciones estuvieron moviéndose en el seno cálido de la evidencia tradicional de lo divino, podían ser absorbidas en la vivencia religiosa, pues en ella la fuerza viva de lo simbólico, unida a la plausibilidad social, podía más que la evidencia intelectual de los conceptos. Pero desde que la quiebra cultural de la Ilustración ha convertido al ateísmo en posibilidad real para el pensamiento, la apuesta aparece en toda su mortal dureza: la contradicción lógica amenaza con romper las barreras de la vivencia religiosa, y el problema de la teodicea —siempre de algún modo presente— cobra toda su seriedad y dramatismo. (Este es el punto de verdad de afirmaciones como la de P. Ricoeur, cuando dice que la teodicea es un problema nuevo, exclusivo de la modernidad). En efecto, ahora la alternativa real no consiste en escoger entre distintas variantes de la concepción religiosa, sino que pone en juego el ser o no ser de la religión misma.

Baste pensar en que hoy cualquier persona, sea cual sea su nivel cultural, entra irremediablemente en contacto con los argumentos que hacen ver las contradicciones aludidas. Porque de los libros de la filosofía saltan continuamente a los medios de masas, y además han sido popularizadas por la literatura. Recuérdense, si no, los famosos pasajes de Dostoievski en Los hermanos Karamazov («porque toda la ciencia del mundo no vale lo que las lágrimas de esa pobre niña implorando a Dios»... «No es que no acepte a Dios, Alíosha; pero le devuelvo con el mayor respeto mi billete») y Camus en La peste («rechazaría hasta la muerte amar una creación en la que los niños son torturados»).

Ante contradicciones lógicamente tan fuertes y vivencialmente tan duras, la fe no puede refugiarse en apresurados recursos al misterio, ni la teología contentarse con simples retoques. Es todo un paradigma cultural el que ha cambiado, y es preciso, por lo mismo, renovar el entero planteamiento. Por fortuna, hoy resulta posible hacerlo, porque la nueva situación, al dejar al descubierto los presupuestos, permite también afrontarlos críticamente, y ofrece además los medios para emprender una concepción renovada.

Justamente la secularización, al radicalizar la pregunta por el mal y abrir la posibilidad del ateísmo, obliga a situar en su preciso nivel la respuesta religiosa. Esta ya no puede pretender el monopolio, pero, por lo mismo, adquiere también el derecho a hacer valer sus razones específicas y sus valores auténticos. Sobre todo, ha permitido ver con claridad algo decisivo: el problema del mal es, antes de nada y por encima de cualquier otra consideración, un problema humano, que afecta a todos, hombres y mujeres, con independencia de cualquier adscripción religiosa o atea. Religión y ateísmo son ya respuestas a este problema que, como humano, debe ser previamente planteado en y por sí mismo, distinguiendo cuidadosamente los niveles. (Lo cual no impide, claro está, que haya que contar con una cierta circularidad hermenéutica, pues es bien sabido que las posturas globales influyen en la percepción y aceptación de los argumentos. Pero ese es un problema general en toda cuestión profunda, y una de las tareas fundamentales de la hermenéutica consiste justamente en habilitar los instrumentos que permitan asumir críticamente los propios prejuicios, la propia precomprensión, evitando que impidan el diálogo real, tanto con los demás como con la cosa misma).

Por eso hoy se impone dividir el problema en dos pasos fundamentales para los que he propuesto los nombres de ponerología y pisteodicea. La primera (del griego ponerós, «malo») se ocupa del problema del mal en sí mismo: sus causas, sus condiciones de posibilidad y sus consecuencias para la propia concepción del mundo. La segunda (del griego pistis, «fe» y dikaioo, «justificar») trata de legitimar la propia fe, entendida en el sentido amplio de visión de la existencia en cuanto respuesta al problema del mal. En este sentido es tan fe una visión atea como una creyente, y cada una deberá, positivamente, dar las razones en que se apoya y, negativamente, mostrar su coherencia frente a las objeciones, si bien aquí nos centraremos en la pisteodicea cristiana.


II. La «ponerología» como planteamiento radical

La primera grande y común pregunta es la clásica unde malum?, «¿de dónde viene el mal?»; o mejor, ¿por qué hay mal en el mundo? De la respuesta a la misma depende decisivamente la postura que se adopte ante el problema. Por eso es preciso insistir en que debe ser planteada por sí misma, previamente —al menos con previedad estructural y de principio—a toda respuesta cosmovisional, es decir, a toda fe, religiosa o atea. En un ambiente secular esto debiera resultar obvio, y sólo la inercia de los planteamientos tradicionales —que la sitúan inmediatamente en el campo de la religión— puede seguir ocultándolo, con la consecuencia fatal de cortocircuitar el problema, deformándolo en polémica religiosa, sea para la defensa o el ataque. La polémica podrá tener sentido, ciertamente, pero sólo después, como contraste entre las diversas respuestas, es decir, en el nivel de la pisteodicea.

1. LA FINITUD COMO CONDICIÓN DE POSIBILIDAD. En un primer nivel, la pregunta por la procedencia del mal remite obviamente a las causas inmediatas: si duele, es porque hay una herida; si alguien fue asesinado, es porque existe un malhechor. Hoy esto resulta obvio, y siempre lo ha sido de algún modo. Pero en el mundo premoderno, es decir, previo al descubrimiento de la autonomía de la realidad mundana en sus diversos estratos —del físico al psicológico, del social al moral—, esta obviedad quedaba muy encubierta. Porque entonces la causalidad mundana estaba traspasada por agentes extramundanos, de tipo mágico, mítico o religioso: Dios y el demonio, los ángeles y los espíritus intervenían continuamente, causando enfermedades o curándolas, ejerciendo prodigios o produciendo catástrofes, tentando al mal o induciendo al bien. No se ignoraban las causas mundanas, pero en torno a ellas quedaba siempre el halo misterioso de una causalidad otra, que relativizaba la causalidad visible y le restaba consistencia.

Esto ha cambiado radicalmente. Para la cultura moderna las diversas realidades se entrelazan en una cadena del ser, cuyos nexos causales son estrictamente intramundanos. De hecho, hoy se acepta de manera prácticamente unánime que, a este nivel, la pregunta por el origen del mal remite al mismo mundo: dado cómo es y cómo funciona, resulta imposible que en él no se produzcan desgarrones y conflictos, al nivel tanto de la historia natural (recuérdese a Teilhard) como de la humana. El mal es inevitable en el mundo tal como se nos presenta y lo conocemos.

Queda, con todo, una segunda pregunta: que el mal resulte inevitable en este mundo, ¿significa que lo sea en cualquier mundo? ¿No sería posible un mundo distinto, constituido de tal modo que en él no se diesen conflictos, rupturas, crímenes y sufrimiento: un mundo sin mal? Aquí está, sin duda, el núcleo más firme del problema. Lo curioso es que esta pregunta apenas se plantea de manera expresa; con lo cual, muchas veces sin advertirlo siquiera, se da por supuesta la respuesta afirmativa. La prueba es que ante cualquier cuestionamiento, se reacciona de ordinario rechazándolo con la viveza y la seguridad de lo obvio.

Y de hecho, es así para la imaginación. Para ella es posible el paraíso. Se lo han contado siempre los mitos de las religiones, empezando por la misma Biblia, se lo prometen a cada paso los sueños de la utopía y se lo confirman continuamente los deseos de omnipotencia infantil, tan reacios, como enseña Freud, a ser curados por el austero principio de realidad.

Pero de lo que se trata es de ver si eso que es imaginable resulta también pensable. Porque entonces la cosa cambia. Es claro que si la aparición del mal dependiese de alguna cualidad particular de este mundo conocido, siempre cabría pensar en un mundo sin esa cualidad y, por lo tanto, sin mal. Pero la profundidad, variedad y universalidad del mal condena al fracaso toda explicación por una cualidad particular. La genialidad de Leibniz consistió precisamente en apuntar a una raíz universal, inherente al mundo como tal: «a la imperfección originaria de la creatura», es decir, dicho en lenguaje secularizado, a la limitación y finitud de las realidades mundanas.

En efecto, si la raíz del mal está en la finitud, dado que cualquier mundo que pueda existir será necesariamente finito, resulta imposible pensar un mundo sin mal. Sea cual sea un mundo distinto, los elementos de que se constituya y los modos de su articulación serán distintos; pero, siendo limitados, estarán expuestos igualmente al choque y al desajuste, al fallo y al sufrimiento. En la hipótesis de que exista vida en otros mundos, no sabemos cómo serán sus problemas, sus enfermedades o sus conflictos; pero podemos estar seguros de que los tendrán: serán seguramente diferentes en su forma y en su calidad a los que nosotros conocemos, pero llevarán igualmente la marca de lo que no debería ser. Habrá mal en ellos.

2. UN MUNDO-PERFECTO SERÍA UN «CÍRCULO-CUADRADO». Estas afirmaciones son abstractas y resultan difíciles, si se pretende la claridad total. Pero con una observación realista no es tan imposible lograr una cierta intuición de lo que ahí se enuncia. De hecho, la sabiduría popular ha comprendido siempre que unas cualidades excluyen necesariamente otras, y lo ha expresado de mil maneras: «no se hace una tortilla sin romper los huevos» o «nunca llueve a gusto de todos». Y cuando Spinoza afirma que omnis determinatio est negatio, «toda determinación es [también] negación», no hace más que elevar esa intuición a la dignidad de axioma metafísico.

Pero acaso resulte más fácil verlo, partiendo del ejemplo lineal y sencillo que ofrece la expresión círculo-cuadrado. ¿Por qué aparece absurda ya a primera vista? La respuesta es clara: porque una cosa contradice la otra; si es círculo, no puede ser cuadrado, y viceversa. Pero cabe dar un paso más: ¿dónde está el fundamento de la contradicción? Evidentemente, en el carácter limitado, finito, de toda figura como tal. Ser una figura determinada implica necesariamente no ser otra: tener la perfección del círculo significa intrínsecamente no poder tener la del cuadrado, y viceversa. Se pueden juntar, ciertamente, las palabras y hablar de círculo-cuadrado o de triángulo-cuadrangular.. pero no se dice nada.

Pues bien, dado que la raíz fundamental de la incompatibilidad intrínseca está en la finitud, eso mismo vale con idéntica fuerza –aunque a menudo no resulte tan claramente visible como en las figuras geométricas– para cualquier realidad finita. Ser una cosa implica no ser otra; y tener una cualidad supone carecer de la contraria. Ser hombre implica no ser mujer, y viceversa. El alto carece por fuerza de las cualidades del bajo; la belleza rubia tiene sus ventajas, pero no puede al mismo tiempo tener la gracia de la morena; el tiempo dedicado al estudio hay que robárselo al trabajo manual...

Pasando de una consideración estática a otra dinámica, aparecen con más fuerza las consecuencias. Donde está un ser finito no puede estar otro; y lo que él come no puede comerlo el vecino (recuérdese el problema de la violencia mimética, tan bien analizado por René Girard). Más grave todavía: si vive, tiene que emplear energías, lo cual supone la destrucción de otros seres..., que al final acaban siendo otros seres vivos. Hay algo de trágico en la necesidad interna de la vida: mors tua, vita mea, «tu muerte es mi vida». Ni el jainista más rígido –llegan a barrer ante sí el suelo al caminar para no pisar insectos– ni el vegetariano más consecuente pueden librarse de esta ley tremenda: tampoco ellos pueden vivir sin destruir vida vegetal... e incluso animal (a miríadas, si atendemos a los microorganismos).

Y adviértase que de esta ley no se excluye la libertad; más bien, acaso ella permita comprenderlo mejor: una libertad finita –limitada en su conocimiento de las circunstancias y en su fuerza ante el tirón de las distintas opciones– está inevitablemente expuesta al fallo y al fracaso. Ya los mismos Padres de la Iglesia habían comprendido que no era posible crear una libertad impecable, y la experiencia lo demuestra cada día.

Las consideraciones deberían seguramente alargarse mucho más, pero pueden bastar para allanar el camino a la intuición fundamental: que lo finito no puede ser perfecto. La finitud es siempre perfección a costa de otra perfección: perfección imperfecta, por definición. No sólo es carencial, sino que de manera inevitable tiene las puertas y ventanas abiertas a la irrupción del fracaso, de la disfunción y de la tragedia: del mal.

La consecuencia es obvia: un mundo-finito-perfecto puede enunciarse en las brumas de la imaginación, pero, en cuanto se examina con un mínimo de rigor, se desenmascara como una imposibilidad radical, como un sueño de la razón. Dada la riqueza y complejidad de sus datos, la contradicción no aparece con la evidencia que se da en la abstracción geométrica. Pero el rigor del concepto deja ver con claridad suficiente que, en definitiva, un mundo-sin-mal equivaldría a un círculo-cuadrado.

Dos observaciones para terminar.

a) La primera se refiere a una objeción: el mal es inevitable, pero ¿por qué tanto mal? ¿No hay demasiado? Emotivamente la pregunta impresiona y debe ser tomada en serio. Pero intelectualmente no tiene tanta fuerza: ¿demasiado respecto de qué? El mal siempre es excesivo e injustificable: por mínimo que fuese, la pregunta siempre sería la misma. Como observa John Hick, si se eliminase el cáncer, «algo distinto pasaría al rango de peor forma de mal natural», y, eliminada esta, otra la sustituiría, hasta que el mundo quedase totalmente libre de mal..., pero ya queda visto que eso es imposible. En realidad, esta pregunta resulta afín a la del mejor de los mundos posibles: carecen de sentido, porque la finitud impide establecer lógicamente los límites de lo peor y de lo mejor.

b) La segunda observación es positiva y más importante: que el mal sea inevitable en la realidad finita, no significa que esta sea mala: significa tan solo que es buena, pero no de modo total y acabado; es buena-afectada-por-el-mal, pues tiene que contar con su mordedura, irse realizando en lucha contra él, sin lograr nunca la victoria plena y sin poder, siquiera, excluir la posibilidad y, en muchos aspectos, la seguridad del fracaso. (Por eso he evitado la expresión mal metafísico, usada por Leibniz: la finitud no es un mal, sino sólo su condición de posibilidad; en la realidad existen únicamente el mal físico y el mal moral, según que nazcan o no de la libertad).


III. La «pisteodicea», justificación de la «fe»

1. UN PROBLEMA COMÚN Y DISTINTAS «PISTEODICEAS». Si son válidas, estas conclusiones obligan a replantear a fondo todo el problema. Porque ahora aparece con claridad meridiana el carácter de prejuicio, es decir, de presupuesto no examinado, con que de ordinario se razona. Si es imposible que el mundo exista sin que en él aparezca el mal, muchos planteamientos carecen literalmente de sentido. Cuando el no-creyente arguye que, puesto que hay mal, no puede existir Dios, está dando por supuesto que podría existir un mundo sin mal (que es el que tendría que haber si existiese Dios), lo cual, como queda visto, es contradictorio. Y cuando el creyente pregunta a Dios por qué consiente el mal o por qué no ha creado un mundo perfecto, incurre en idéntica contradicción.

La única pregunta correcta es previa a ese tipo de cuestiones y, como queda dicho, afecta a todo hombre y mujer con independencia de su creencia o no creencia: si el mundo es inevitablemente así, mordido hasta las entrañas por el mal, ¿qué sentido tiene la existencia y, por consiguiente, qué actitud tomar ante él, qué tipo de concepción puede ayudar a afrontarlo del modo más coherente y vivible? En definitiva y en esta perspectiva, creyente es aquella persona que ante tales cuestiones llega a la conclusión de que la mejor explicación para este mundo es Dios, pues, a pesar de todo, él hace posible afrontar la existencia con sentido y vivirla con esperanza. Y no-creyente, por el contrario, aquella que llega a la conclusión opuesta: no ve necesaria esa explicación y busca otros modos de conferir sentido a su vida, o simplemente se resigna a proclamarla absurda.

Lo decisivo es comprender que cada postura tiene que hacerse cargo de sus razones. En rigor debería hacerlo en dos pasos estructuralmente distintos: 1) elaborar la propia fundamentación, es decir, mostrar cómo la explicación en que se apoya es la que mejor permite comprender un mundo así constituido; y 2) defender su coherencia, es decir, responder en diálogo a las objeciones de la postura contraria. En general, ambos pasos andan muy mezclados, porque las cuestiones se heredan de la historia, y porque, además, lo normal es que esta en concreto se afronta ya desde una postura previamente tomada (se cree o no se cree en Dios por otras razones y luego se afronta el problema del mal).

Eso no tiene por qué constituir un obstáculo insuperable, pues siempre cabe —es lo que estas reflexiones están intentando— un esclarecimiento crítico que reconstruya metódicamente el proceso, para tomar una postura responsable ante él. Al menos debiera servir para superar el afecto polémico con que ha llegado hasta nosotros, pues ya es hora de comprender que contentarse con atacar o rebatir al adversario para nada soluciona el propio problema. Lo único que en definitiva importa, es que cada uno encuentre el mejor modo de responder a esta pregunta fundamental y decisiva, que a todos afecta de manera irremediable. Respecto de los demás, es obvio que lo que conviene no es la polémica sino el diálogo.

Dada la índole de este artículo, aquí interesa ante todo concentrarse en el segundo paso: mostrar la coherencia de la postura creyente y sacar las consecuencias para una mejor vivencia de la fe. No cabe, pues, demorarse en el intento de mostrar cómo también desde el mal es posible, a pesar de todo, concluir la existencia de Dios: si malum est, Deus est. (Esto sólo es extraño a primera vista. En realidad, todas las pruebas de la existencia de Dios tienen algo que ver con el mal, pues, en definitiva, recurren a la contingencia —a la finitud—; algunas, y no las menos débiles hoy, lo hacen de manera expresa, en cuanto que se remiten al problema de las víctimas poniendo en juego la memoria anamnética). Aun así, cabe afirmar que, tomado en serio, el nuevo planteamiento implica una remodelación radical en aspectos muy sensibles, y tal vez decisivos, para una fe que quiera vivirse en las circunstancias actuales.

2. EL DIOS DE LA «PISTEODICEA CRISTIANA». Empezando ya por el enfoque fundamental de la concepción de Dios en su relación con el mundo. Ante el sufrimiento o la desgracia, el presupuesto ordinario llevaba espontáneamente a preguntar a Dios por qué lo manda, lo consiente o no lo remedia; en definitiva, a preguntarle por qué ha hecho un mundo en el que existe el mal. Ahora, en cambio, aparece lo absurdo de tal pregunta: sería como preguntarle por qué no ha hecho círculos-cuadrados. La única pregunta con sentido sólo puede ser esta: ¿por qué, sabiendo que, si creaba el mundo, este estaría expuesto a los horrores del mal, Dios lo creó a pesar de todo?

Con lo cual no desaparecen, ciertamente, ni el mal ni las tremendas cuestiones que suscita. Pero se ha producido un cambio decisivo en ellas: quedan rotos los tópicos en que llegan envueltas, para examinarlas a otra luz y ahondarlas en una nueva dirección. Si Dios es amor, si lo definitivo que hemos ido descubriendo en la larga marcha de la Revelación es su total entrega salvadora, la única respuesta correcta sólo puede ser que ha creado el mundo porque a pesar de todo –a pesar del mal– valía la pena. Pero entonces el mal queda desplazado al otro lado de Dios: como lo que él no quiere, como lo que se opone a la plenitud de su creación, como aquello contra lo que lucha. En una palabra, Dios aparece así como el Anti-mal por definición.

Y lo significativo es que entonces, de manera sorprendente, las verdades de siempre se revelan de repente en toda su maravilla. Aparece ya en una lectura atenta del mito bíblico de la creación, el paraíso y la caída: así como una mala lectura ha hecho y sigue haciendo mucho daño, leído en su sentido hondo, dice ya lo fundamental. Dios crea para la felicidad y la plenitud: quiere el paraíso. El mal, como fruto inevitable de la finitud, es justamente lo que Dios no quiere: es lo que indica la tentación original, aludiendo a la finitud de la libertad en cuanto condicionada desde dentro (los apetitos) y desde fuera (la serpiente). Por eso, finalmente, ante el mal Dios se pone a nuestro lado, luchando con nosotros contra él: en la misma caída brilla ya la promesa de la redención.

Lectura simbólica, ciertamente, pero que pone al descubierto la dinámica más íntima y auténtica de la experiencia bíblica: Dios crea por amor; al hacerlo, crea necesariamente lo distinto de sí: un mundo finito; este no es posible sin que en él aparezca también el mal, con todo lo que comporta de sufrimiento, culpa y angustia. Pero Dios se vuelca con todo su ser y su bondad para ayudarnos en la lucha, como se revela de manera plena en Jesús; y, al final, nos asegura la salvación plena y definitiva, que coincide con la realización de su proyecto: el paraíso es verdad, pero al final (como dice la teología actual, la protología es la escatología: lo que se anuncia al principio es lo que sucederá al final).

De hecho, en el destino de Jesús se revela muy bien, por un lado, el carácter inevitable del mal: ni siquiera para él, como ser histórico y finito, fue evitable; por otro, como parábola de Dios, lo muestra como el Antimal, siempre a nuestro lado contra el sufrimiento físico y la angustia moral. Lo cual, por cierto, nos recuerda dos cosas fundamentales. Primera, que cualquier aclaración teórica del mal sólo tiene legitimidad en cuanto fundamenta una praxis activa contra él. Segunda, que no existe un mal absoluto, ni siquiera el de la muerte, y que por lo mismo, incluso en la denota empírica (esta es la gran lección de la cruz) se puede vivir en la confianza de que Dios está siempre ayudando a ordenar las cosas para bien (cf Rom 8,28) y en la esperanza de la victoria definitiva (esta es la gran luz de la resurrección).

Esta visión está pidiendo con urgencia constituirse en lo que cabría llamar la educación sentimental de todo cristianismo auténtico: jamás situar a Dios al otro lado de nuestra felicidad, como el que permite, consiente o manda el mal; sino siempre verlo con nosotros, el primero en compadecerse de nuestro sufrimiento, sintiéndolo como propio y volcado en nuestra ayuda. «¿Olvida la madre a su hijo pequeño? ¿Olvida ella mostrar su ternura al hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,14-15). Los cristianos no deberíamos cejar en el empeño de reconvertir la fe, hasta comprender y vivenciar espontáneamente que Dios es el primer interesado en luchar contra el mal y que está mucho más empeñado en nuestro bien que nosotros mismos.

Claro está que afirmación tan magnífica e increíble obliga a romper hábitos por desgracia muy inveterados; y, sobre todo, pide asegurar su coherencia, respondiendo a las posibles objeciones. Dos son las que se presentan con mayor frecuencia y espontaneidad.

a) La primera nace de la aparente contradicción con numerosos pasajes en que la Biblia y la tradición parecen decir lo contrario. Pero no es difícil percibir que la pretendida evidencia de tales textos se apoya en un fundamentalismo solapado que confunde la letra bíblica, deudora de la cultura de su tiempo, con el espíritu del verdadero mensaje que quiere transmitir. Ahora bien, fue justamente el cambio de paradigma cultural el que ha provocado la nueva lectura: en un mundo no secularizado, para expresar la soberanía divina, se podía decir que Dios truena o manda la lluvia desde el cielo; e Isaías podía poner en su boca: «yo doy la dicha y produzco la desgracia» (Is 45,7); hoy ese lenguaje no es ya legítimo. En este sentido, conviene también tener sumo cuidado con el libro de Job: su dramatismo resulta admirable como destructor de la visión, entonces tradicional, de que felicidad o desgracia eran premio o castigo divino; pero queda por detrás de Jesús, quien con su palabra y sus obras, con su muerte y resurrección ha dado el paso definitivo de enseñar que en la misma desgracia Dios está con nosotros. (Esto es elemental y merecería un tratamiento teológicamente mucho más ajustado del que de ordinario se le da: como Jung y Bloch no dejaron de observar, ciertas interpretaciones llegan a hacer al hombre Job moralmente superior a Dios2).

b) La segunda se refiere a que de ese modo parece negarse la omnipotencia divina. Pero un mínimo de atención muestra exactamente lo contrario: la nueva visión rompe el dilema de Epicuro. Sólo el prejuicio anterior, al no caer en la cuenta del carácter inevitable del mal, obligaba a elegir entre la bondad y la omnipotencia. Una vez superado, esa necesidad se revela como una trampa del lenguaje: no debe decirse Dios no puede hacer un mundo-sin-mal, sino que este es imposible. Es decir, no se afirma que haya algo que Dios no pueda hacer, sino que eso que parecía algo es nada: Dios no deja de ser omnipotente, porque no haga círculos-cuadrados. O lo que es lo mismo: no se está negando un poder en Dios, sino señalando una incapacidad en la creatura. Que una madre buena y docta no pueda enseñar trigonometría a su hijito de seis meses, ni niega, su amor ni merma su sabiduría; simplemente enuncia una incapacidad del niño. En definitiva, al afirmar que un mundo-sin-mal es imposible, para nada se habla de una impotencia de Dios, sino de que, como diría Zubiri, el ser-finito del mundo «no da más de sí».

Lo cual es más importante de lo que puede creerse a simple vista. La teología actual hace muy bien en reaccionar contra la idea de un dios-apático e impasible. Incluso hay que admitir una cierta responsabilidad de Dios en el mal, en cuanto a que este no aparecería, si él no hubiese creado el mundo. Pero puesto que lo ha creado, y no por egoísmo sino por amor, hemos de pensar —hablemos así humanamente— que lo ha hecho de manera responsable, sabiendo que podía remediarlo. Por eso hay que tener cuidado cuando se exagera y se habla de la impotencia de Dios. Como advierte X. Tilliette, ese tipo de afirmaciones «parte de una intención conmovedora, pero de una reflexión rápida», puesto que «es preciso saber a qué se expone un antropomorfismo que a la miseria del hombre añade la impotencia de Dios»3. Volveremos al final sobre esto.

3. RECONSTRUIR LA COHERENCIA DE LA FE. Pero la coherencia pide no sólo contestar a las objeciones, sino también sacar las debidas consecuencias, reinterpretando la comprensión de la fe desde las exigencias de la nueva visión. Aunque pudiera parecer extraño, no resulta fácil, pues son muchos los prejuicios que, llegados de otros contextos, se oponen a ello. Por fortuna, la experiencia enseña que, cuando se ha logrado la justa perspectiva, la dificultad tiende a desaparecer, pues resulta cada vez más claro que de ese modo viene a la luz el núcleo más hondo de la fe: un Dios que crea por amor y salva hasta la cruz. Vale la pena exponer brevemente algunos puntos.

a) Empezando por la visión del pecado original, que en sus versiones vulgares puede oscurecer casi hasta lo monstruoso la idea de Dios, presentándolo como alguien que por la culpa de unos padres primitivos castigaría por siglos de siglos a miles de millones de descendientes. Desde la presente perspectiva, en cambio, no se pierde la intuición fundamental: la inherencia inevitable del mal a la creatura finita y su impotencia para salvarse por sí misma. Pero ahora Dios no aparece como el que castiga, sino, al contrario, como aquel que desde el principio lucha a nuestro lado para ir superando sus consecuencias: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20).

b) Algo parecido habría que decir acerca del demonio, que puede convertirse en un sucedáneo —a veces ridículo, a veces patético— del dualismo teológico (dios-malo frente a dios-bueno), que no sólo afrenta la verdadera soberanía de Dios, sino que infantiliza en gran parte la concepción de la lucha humana contra el mal. Como símbolo, ayuda —o pudo ayudar– a comprender la fuerza del mal y el carácter a veces terrible e incomprensiblemente concreto de sus manifestaciones; como solución al problema, es totalmente ineficaz, pues siempre quedaría la pregunta: ¿quién tentó al tentador? (En este sentido, ni siquiera es de recibo la especulación gnostizante de K. Barth acerca del mal como la nadidad —das Nichtige—, un extraño y oscuro poder, que no es propiamente, pero que se opone a Dios).

c) Muy unido a estos está el grave problema planteado por la idea de castigo en general y por la del infierno en particular. Tal como demasiadas veces se explican, deforman el corazón mismo del Dios bíblico, a quien ya Oseas llegó a intuir como incapaz de castigar, justo «porque yo soy Dios, no un hombre» (Os 11,8-9), que Jesús describió como Abba que perdona sin límite ni condición (parábola del hijo pródigo), hasta el punto de que Pablo lo define como «el que absuelve» (cf Rom 8,33). Por eso el infierno, sea lo que sea lo que esa expresión quiere decir, sólo puede ser comprendido ante todo como una tragedia para Dios (H. U. von Balthasar), siempre dispuesto a salvar todo lo salvable4.

d) Delicado, por otros motivos, es también el tema del milagro. Seguir hablando de él como recurso contra el mal implica, en definitiva, que este existe porque Dios lo quiere o lo consiente. Lo cual induce de manera inevitable la imagen del dios-tacaño –si puede curar algunos enfermos, ¿por qué no los cura a todos?– y, casi peor, arbitrario: ¿por qué a unos sí y a otros no? En un mundo tan sensible a la justicia y tan alérgico a todo tipo de favoritismo, tales ideas pueden resultar mortales para la fe de muchos. A poco que se observe, sólo la inercia tradicional o la persistencia de una lectura fundamentalista de la Biblia, sobre todo de los milagros de Jesús –por lo demás ya largamente superada por la exégesis–, puede seguir manteniendo este tipo de discursos y alimentando sus fantasmas.

e) Íntimamente ligado a este problema está el de la oración de petición. Ante un Dios entregado sin reservas, empeñado contra el mal a favor de su creatura y siempre incitándola, potenciándola y atrayéndola hacia el bien, carece de sentido el pedir y suplicar; más todavía cuando se hace con un vocabulario y una insistencia que hieren cualquier sensibilidad medianamente alertada (a qué instancia oficial, no digamos ya a qué amigo y menos a qué padre, se dirige alguien hoy con un «escucha y ten piedad»). Con independencia de la intención subjetiva del orante, la petición presupone la desconfianza en un dios-reticente y en definitiva tacaño (pues nada le costaría concederlo todo).

Sólo la fuerza de prejuicios inveterados y el miedo a una remodelación consecuente parecen explicar la resistencia, y aun una especie de violencia, con que muchos acogen esta propuesta. Cuando es obvio que nada subraya más la grandeza increíble del amor de Dios, que siempre está ya haciendo todo lo posible por librarnos del mal. La inevitabilidad estructural hace que no siempre resulte posible el remedio; pero es claro que, de faltar algo que se pueda hacer, no será el interés de Dios, sino nuestra colaboración. El hambre en el mundo podrá ser irremediable en algunos casos; pero allí donde es posible el remedio resulta objetivamente blasfemo atribuirlo a que Dios «no escucha ni tiene piedad»5.

Cabría continuar con más aplicaciones. Pero las insinuadas bastan para ver qué profunda y, en definitiva, qué maravillosa puede ser la remodelación que a la fe se le ofrece en esta perspectiva. Algo que, paradójicamente, puede confirmarse con el examen de un último punto, que, por un lado, constituye la objeción más formidable contra el principio fundamental de todo este planteamiento y, por otro, puede abrir la respuesta más gloriosa a todo el problema.

4. DIOS «QUIERE Y PUEDE» EVITAR EL MAL. Llega, en efecto, el momento de afrontar una objeción que parece insoluble y que seguramente habrá saltado ya a la mente de más de un lector: la que nace de la fe en la salvación definitiva. En efecto, parece que la finitud no hace inevitable el mal, porque en ese caso o la salvación es imposible o los bienaventurados dejan de ser finitos. Es obvio que no cabe esperar una respuesta evidente, sino únicamente indicaciones que sean suficientes para liberar de la contradicción e insinuar de algún modo el camino de una cierta coherencia.

En primer lugar, hay que advertir que este es el único lugar legítimo de la objeción; no antes, en la ponerología. La bienaventuranza o salvación escatológica pertenece a la respuesta religiosa y, por tanto, presupone la fe. No es un dato obvio del que se parte para poner en cuestión una evidencia filosófica, sino, por el contrario, un misterio al que se llega y que es más bien él mismo el que tiene que tantear difícil y oscuramente en busca de su posible inteligibilidad. Pero, entiéndase bien, es un misterio en sí mismo, es decir, para cualquier interpretación, no sólo para la propuesta hasta aquí. Para mayor claridad, conviene distinguir dos aspectos: ¿por qué Dios no nos ha creado ya en la salvación final?; y ¿cómo es posible esa salvación, dada la finitud?

a) Curiosamente, la respuesta inicial a la primera pregunta se remonta ya a san Ireneo. Ante una cuestión afín —¿por qué tardó tanto la venida del Salvador?— responde con la necesaria mediación del tiempo en la constitución de la realidad finita. Lo que es posible al final no siempre lo es al principio: la madre, por mucho cariño que ponga, no puede dar carne al niño de pecho (Adv. Haer. IV, 38, 1). Esto tiene una consecuencia decisiva: cuando se piensa en toda su radicalidad que la persona es lo que ella se hace, lo que llega a ser en el lento y libre madurar de su propia historia, se intuye la imposibilidad de que pueda ser creada no ya en la plenitud de la gloria, sino simplemente como consciente y adulta. Un hombre y una mujer, creados adultos de repente, constituidos de golpe en la claridad de la conciencia, no serían ellos mismos, sino algo fantasmal: auténticos aparecidos sin consistencia incluso para sí mismos. Serían una contradicción.

La cultura moderna, con su énfasis en la libertad, ha hecho esto evidente. Más impresionante es ver que, ya mucho antes, no sólo Ireneo sino «la gran tradición, desde el comienzo de la patrística hasta Tomás y mucho más acá de él», negó la posibilidad de que Dios pudiera crear una libertad finita y ya perfecta. El tiempo de la historia, pues, no es una opción de Dios, que podría habernos creado felices pero no quiso, sea para someternos a una prueba sea por cualquier otra finalidad. Es simplemente la necesidad intrínseca de nuestra constitución como seres finitos: o somos así o no podemos ser en absoluto. En una palabra, si Dios actuando por amor, y por lo tanto exclusivamente para nuestra felicidad, no nos ha creado ya completamente felices, es sencillamente porque no era posible.

b) Pero entonces surge la segunda pregunta: en estas condiciones ¿resulta concebible una salvación perfecta? Es claro que aquí nos acercamos a las últimas estribaciones de la razón, allí donde esta, en el seno de la experiencia religiosa, acaba acogiendo intuiciones que la sobrepasan hacia el misterio. Son intuiciones que nacen en ella, pues de otro modo no tendrían nada de humano ni comunicarían significado alguno; pero que la obligan a ampliarse hacia lo, en definitiva, incomprensible. Lo que cabe esperar es tan solo señalar aquellos rasgos que impiden la contradicción y apoyan su peculiar inteligibilidad. En concreto, aquí cabe señalar dos.

El primero nace en cierto modo de la misma dificultad, pues se apoya en el carácter dinámico de la libertad. Ese carácter, que le impone la necesidad de que se construya a sí misma a través de una historia inevitablemente expuesta al fallo y la deficiencia, la descubre también como aspiración infinita, insaturable con nada limitado, abierta a la plenitud sin fisuras (algo que han visto muy bien el idealismo, Blondel y el tomismo trascendental). La persona aparece así en una tensión única y peculiarísima, que cualifica la dinámica de su finitud hasta introducirla de algún modo en el ámbito de la infinitud. Remitiéndose a santo Tomás, B. Welte habla a este respecto de infinitud finita (endliche Unendlichkeit).

De la reflexión anterior, ciertamente se desprende la seriedad de la finitud y la imposibilidad de que pueda plenificarse por sí misma en las condiciones limitadas de la historia. Pero esa dialéctica tan única y extremada insinúa una posibilidad distinta: la de acoger una plenificación que le fuese regalada y rompiese los límites de la realidad empírica. Y esto no es un recurso artificioso. De hecho las religiones así lo han intuido desde siempre. Muy en concreto, la bíblica mantiene simultáneamente que no se puede ver a Dios sin morir («el día que veas mi rostro morirás»: Ex 10,28), y que «lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2).

Cabe todavía un paso más, apoyado en la experiencia del amor como comunión personal, es decir, justamente en la más alta y más íntima de las experiencias humanas. En ella, por la maravilla única de la «reciprocidad de las conciencias» (Nédoncelle), se opera una especie de trasvase de identidades: todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío. Hegel, a quien el tema preocupó desde la juventud, abrió la profundidad abisal de esta experiencia: «Porque el amor es un diferenciar entre dos que, empero, no son simplemente diferentes entre sí. El amor es la conciencia y sentimiento de la identidad de estos dos, de existir fuera de mí y en el otro: yo no poseo mi autoconciencia en mí, sino en el otro; pero este otro..., en la medida en que él a su vez está fuera de sí, no tiene su autoconciencia sino en mí, y ambos no somos sino esta conciencia de estar fuera de nosotros y de identificarnos, somos esta intuición, sentimiento y saber de la unidad»6.

Hegel no ha hecho, que yo sepa, una aplicación expresa a nuestro problema concreto. Pero, de manera asombrosa, la había hecho ya san Juan de la Cruz, un místico especulativamente tan cauto, eso que habla todavía de la experiencia en esta vida. No sólo dice que al darse Dios al alma, «en cierta manera es ella Dios por participación» y que, por ello, «la voluntad de los dos es una», sino que va más allá hasta lo inaudito: puesto que «verdaderamente Dios es suyo», ella «está dando Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios»7.

Verdaderamente, la reflexión toca aquí las últimas estribaciones del ser, allí donde, como subrayaron un Plotino o un Schelling, ya sólo en el «éxtasis de la razón» es posible algún atisbo. Pero de alguna manera intuimos que el amor de Dios puede realizar lo en apariencia imposible: una cierta infinitización de la persona finita, pues en la gloria ella puede decir: «todo lo de Dios es mío». Algo que únicamente es pensable por el amor de Dios en la intimidad única de la relación Creador-creatura, donde la diferencia es al mismo tiempo la identidad del non-aliud (Cusa). Y además se comprende mejor cómo, al revés de lo que sucede en la hipótesis imposible de una creación en estado perfecto, no hay alienación de ningún tipo: lo que de ese modo se da es una potenciación inaudita de la propia identidad, y, por tanto, de la propia libertad, porque de ese modo la persona es plenificada desde aquello que libremente ella ha escogido ser.

Al final aparece, pues, que lo que un mal uso del lenguaje —por adelantar a las condiciones de la historia lo que sólo será posible en su superación—convertía en contradicción que hacía peligrar o la grandeza o la bondad de Dios, se revela como la gran verdad de la superación del mal: Dios puede y quiere vencer el mal. Solo que su amor tiene que soportar —por nosotros y con nosotros— la paciencia de la historia. Esta resulta muchas veces dura y terrible, pero desde la fe aparece ya iluminada por la gran victoria final, pues entonces ya «no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena» (Ap 21,4), «Dios [será] todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).

Para terminar, vale la pena reproducir entero el dilema de Epicuro, más rico y profundo de lo que sus formas simplificadas dejan intuir: «O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y, además, es impotente; si puede y quiere —y esto es lo más seguro—, entonces ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo elimina?»8. Como se ve, intuye la solución —puede y quiere—, pero sus dioses, desentendidos en el cielo de la suerte de los humanos, no le permitieron quebrar definitivamente el aguijón de la pregunta: ¿por qué no lo elimina? Esa última claridad parece que estaba reservada a la luz que refulge en la resurrección de Cristo.

NOTAS: 1. J. P. JOSSUA, ¿Repensar a Dios después de Auschwitz?, Razón y Fe 233 (1996) 65-73; lo mismo hace J. M. R. TILLARD, Sommesnous les derniers chrétiens?, Esprit et Vie 106 (1996) 660-666. — 2 G. LANGENHORST, Hiob, unser Zeitgenosse, Mainz 1994. — 3. Aporétique du mal et de la espérance, en M. OLIVETTI (dir.), Teodicea oggi?, Archivio di filosofía 56 (1988) 431. Metz hace la misma advertencia en El clamor de la tierra, Verbo Divino, Estella 1996, 20-21 (cf pp. 19-23); J. B. METZ-E. WIESEL, Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid 1996, 61-64. — 4 Cf A. TORRES QUEIRUGA, ¿Qué queremos decir cuando decimos «infierno»?, Sal Terrae, Santander 1995. — 5 Tema hoy crucial: cf ID, Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997, 247-295. -6 Lecciones sobre filosofía de la religión II, Alianza, Madrid 1987, 192. — 7. Llama de amor viva III, 78; Vida y Obras completas, BAC, Madrid 1964, 913. — 8. GIGON O. (ed.), Epicurus, Zurich 1949, 80.

BIBL.: CARDONA C., Metafísica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987; ESTRADA J. A., La imposible teodicea, Trotta, Madrid 1997; HAAG H., El problema del mal, Herder, Barcelona 1981; HÁFNER H. Y OTROS, Realitat und Wirksamkeit des Bósen, Echter-Verlay, Winzburg 1965; HICK J., Evil and the God of Love, Ha-per & Row, Nueva York-Londres 19782; JOSSUA J. P., Discours chrétiens et scandale du mal, Chalet, Malakoff-París 1979; JOURNET CH., El mal, Madrid 1965; NEMo P., Job y el exceso de mal, Caparrós, Madrid 1995; PÉREZ Ruiz F., Metafísica del mal, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1982; RICOEUR P., Finitud y culpabilidad, 2 vols., Taurus, Madrid 1970; Le mal: en défi á la philosophie et á la théologie, Lectures 3, París 1994, 211-233; ROMERALES E., El problema del mal, Universidad Autónoma, Madrid 1995; SERTILLANGES A. G., Le probléme du mal, 2 vols., París 1942-1952; TORRES QUEIRUGA A., Replanteamiento actual de la teodicea: Secularización del mal, «Ponerología», «Pisteodicea», en FRAIJÓ M.-MASiá J. (eds.), Cristianismo e Ilustración, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1995, 241-292.

Andrés Torres Queiruga