JUSTICIA Y DERECHOS HUMANOS
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SUMARIO: I. La justicia en la filosofía y el derecho. II. La justicia en la Sagrada Escritura y en la tradición: 1. Palabra de Dios y teología; 2. La comunidad cristiana; 3. El magisterio pontificio; 4. El magisterio episcopal; 5. El sínodo de los obispos sobre la justicia en el mundo. III. Los derechos humanos. IV. La lucha por la justicia y los derechos humanos, en la Iglesia. V. Tareas de la catequesis: 1. Orientaciones y contenidos; 2. Líneas metodológicas.

La justicia es una de las realidades más deseadas por la persona humana y, por eso mismo, el centro de la experiencia cristiana. La opción por la justicia y los derechos humanos es algo constitutivo del cristianismo. Pero esta lucha por la justicia no pocas veces está bañada por la sangre de muchos cristianos.

Se habla de la justicia en varios sentidos: jurídico, teológico, moral, legal, social, individual, etc. Está también relacionada con otras virtudes morales, en especial con la caridad. Por ser una de las más fuertes experiencias humanas y estar fundamentada en la palabra de Dios, el sentido de la justicia interesa mucho a la misión de la comunidad cristiana y, consecuentemente, a la educación en la fe.


I. La justicia en la filosofía y el derecho

Aristóteles clasificó la justicia como un hábito moral. Pero fueron los romanos los que le dieron una configuración jurídica. Ulpiano la definió como «dar a cada uno lo suyo». Santo Tomás de Aquino recoge esta definición, que hace de la justicia fuente de derechos y obligaciones (Sum. Theol. II-II, 58, 1), y dice que la religión forma parte de la justicia, por cuanto nos hace dar a Dios la honra que se le debe (Ib, II-I, 57, a. 122).

En la relación justicia-derecho se distingue: 1) la justicia distributiva que regula la participación de los diferentes individuos en los bienes de que dispone el conjunto de la sociedad; 2) la justicia conmutativa, que regula las relaciones entre los mismos individuos o las instituciones particulares, y 3) la justicia legal, que regula las relaciones de los individuos con la sociedad, de manera que el individuo queda subordinado al bien común.

En la evolución del concepto, la voluntad de dar a cada uno lo suyo ya no es una voluntad individual, sino social (comunidad, estado); no se habla más de hábito individual, sino de estructura social. Por otro lado, cambia también el propio concepto, que ya no se limita sólo a aquello por lo que la persona tiene derecho, sino que también abarca aquello a lo que cada uno debería tender o que debería ser como persona, para constituir así un orden social justo.

Kant afirmó que en la cuestión de la justicia, todo ser humano debe ser considerado como un fin y no como un medio. En un último análisis, la justicia está en relación con los valores; por lo cual, dar a cada uno lo suyo significa trabajar para que tanto el individuo como la comunidad tengan una consciencia cada vez más clara de los valores de la convivencia civil. Así, la justicia es definida como «la realización concreta, en una determinada situación, de la exigencia fundamental de afirmar la dignidad de la persona y contribuir, al mismo tiempo, a la satisfacción de las necesidades de la humanidad». Ella regula las relaciones intersubjetivas e intersociales, de modo que permita y garantice a cada uno ser aquello que deba ser en el grupo social. La contribución más reciente a la reflexión sobre la justicia es hoy, justamente, este paso de un concepto individual a una dimensión social y, por tanto, estructural.


II. La justicia en la Sagrada Escritura y en la tradición

1. PALABRA DE DIos Y TEOLOGÍA. Frecuentemente, el concepto de justicia en la Biblia es entendido en el ámbito de las relaciones del hombre y Dios. Justicia es la gracia de Dios, en estrecha unión con la justificación, por la cual Dios hace justo al hombre pecador que, viviendo en gracia, le rinde culto. Al hombre le compete convertirse y creer.

Radicalizando esta perspectiva, la teología protestante afirma que solamente existe la justicia de Dios y no la del hombre. La teología católica entiende que la gracia de Dios sí vuelve justo al hombre, pero él puede y debe, acogiéndose a la gracia, estar también dispuesto a practicar obras de justicia. Se pasa de la esfera de la consciencia al ámbito propio de la historia. Esta práctica de la justicia es revelada en el Nuevo Testamento, cuando se pone en estrecha relación el amor de Dios y el amor fraterno, que se traduce en obras (cf lJn 3,17-18; 4,12). El texto escatológico de Mateo es aún más enfático: el amor de Dios se hace historia en la práctica de la justicia en favor del hermano necesitado (cf Mt 25).

Todo el Nuevo Testamento está impregnado por este binomio: salvación personal y práctica del amor fraterno. Porque el cristiano es salvado por Dios, se empeña en practicar la justicia. La salvación en la Biblia posee no sólo una dimensión escatológica (no se limita al horizonte de la historia como el proyecto marxista y otros), sino también una dimensión histórica: se está realizando aquí y ahora, en el hoy de la vida de cada cristiano. El cristiano tiene consciencia de pertenecer a este mundo que debe ser transformado por él y, al mismo tiempo, está dirigido al «cielo nuevo y la tierra nueva, donde la justicia tendrá una morada estable» (2Pe 3,13). En la visión bíblica el amor es visto como fundamento y sustancia de la propia justicia.

2. LA COMUNIDAD CRISTIANA. Lo que predomina en la comunidad cristiana primitiva es la dimensión escatológica de la justicia. La experiencia de la novedad cristiana hace que la propia esclavitud, evidente forma de injusticia, sea relativizada (cf Gál 3,27-28). La práctica de la justicia era vivida, sobre todo en el plano ético, relacionándola con la caridad, casi sin ninguna repercusión sobre la vida social. La comunidad idealizada en los Hechos de los apóstoles vivía una justicia vertical hacia Dios (culto, oración, escucha de la Palabra) y horizontal hacia los hermanos, poniendo en práctica la forma más elevada de la justicia distributiva: la comunión de bienes (He 4,32). Respecto a las relaciones sociales, la justicia se reducía a la sumisión a las autoridades constituidas (Rom 13,1-7). La distribución de los bienes se veía, desde una perspectiva ética, a través de la beneficencia. No existía intervención de la comunidad en el ámbito socio-político.

Las razones por las que actuaban así eran: 1) la espera del inminente retorno del Señor, que relegaba a un segundo plano el empeño por la transformación del mundo; 2) la distancia de la sociedad circundante, principalmente de la sociedad judía, todavía encerrada en una concepción del reino mesiánico como un reino terrenal; 3) el carácter minoritario de los cristianos, que hacía que su peso político y social fuera reducido: una comunidad perseguida y marginada no podía hacer más que dar testimonio. Hay quien piensa que la Iglesia pre-constantiniana es la verdadera Iglesia, por no estar empeñada en las luchas mundanas, manteniéndose lejos de las alianzas con el Estado y acentuando su propia característica, reducida a lo espiritual y a la resistencia pasiva.

Pero estas razones tienen poco fundamento histórico. Verdaderamente el relativo quehacer de los cristianos en el ámbito social debe ser atribuido a causas contingentes, y no al fondo teológico. Superadas estas causas, los cristianos buscan y encuentran formas de actuación histórica, de transformación social.

La Iglesia se transforma en maestra de humanidad, defensora y promotora de la justicia (Edad media) y formadora de'elites intelectuales y de liderazgos políticos, impregnados por los valores cristianos (en el inicio de la Edad moderna). Con la llegada de la revolución industrial y los modernos regímenes democráticos, el problema de la justicia es propuesto en nuevos términos: los cristianos se empeñan en la transformación de las estructuras sociales, no sólo a través de la denuncia de las injusticias, sino también influyendo en la creación de estructuras alternativas.

Pero hay que hacer una constatación: si en la antigüedad la realización de la justicia se veía reducida a la formación de la conciencia, la tentación del hombre moderno es la de confiar solamente en las estructuras. La Iglesia, metida de lleno en el cambio histórico, descubre cada vez más la interacción profunda que hay entre conciencia y estructuras sociales; y así, la visión cristiana de la justicia adquiere un sentido profundamente nuevo, como podemos ver en la evolución de la enseñanza de la Iglesia sobre la justicia.

3. EL MAGISTERIO PONTIFICIO. León XIII inaugura con la Rerum novarum (1891) este magisterio, que será uno de los avances en la Iglesia del siglo XX. La justicia debe regular las relaciones de producción y, sobre todo, las relaciones de trabajo. Pío XI en la Quadragesimo anno afirma la subordinación de la norma positiva a la ética, a través del derecho natural. Juan XXIII en Mater et magistra y en Pacem in terris toca los problemas estructurales de la sociedad.

Todas estas enseñanzas las recoge el Vaticano II en la constitución Gaudium et spes. En ella se habla de la dimensión pública de la justicia, en íntima relación con la dimensión privada y, después de afirmar la funda-mental igualdad de todos los hombres y la necesidad de llegar a una condición de vida más humana y más justa, expresa: «Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado» (GS 29). Es un texto básico para renovar la práctica de la justicia dentro de toda la Iglesia, particularmente en los llamados países en vías de desarrollo.

Con Pablo VI, la enseñanza del magisterio da un paso más, acentuando las relaciones internacionales en la práctica de la justicia; así, Populorum progressio y Octogesima adveniens consideran que los problemas del subdesarrollo no se resuelven sólo por la conversión personal a los valores de la justicia, sino que hacen falta nuevas y adecuadas estructuras jurídicas y económicas internacionales.

La primacía del trabajo sobre el capital es el tema de la primera en-cíclica social de Juan Pablo II, Laborem exercens. Y en la Sollicitudo rei socialis denuncia los mecanismos perversos, verdaderas estructuras de pecado, que generan las condiciones de terrible miseria de los países pobres (cf SRS 39). En la Centesimus annus, Juan Pablo II, ante el fenómeno de la globalización, apunta al bien común como la gran meta a alcanzar. Ante los sistemas hegemónicos (liberalismo, capitalismo y socialismo marxista) la alternativa es una economía social a escala mundial, que atienda a las exigencias radicales de la justicia, precisamente a través del uso responsable de la libertad; es la alternativa de la solidaridad internacional, en una nueva civilización: la civilización del amor (cf CA 10).

En su célebre discurso en la ONU en 1979, Juan Pablo II se refirió a la dignidad humana como fundamento de la justicia y de la paz. En su discurso inaugural en Puebla, afirmó que «sobre toda prioridad pesa una hipoteca social». Y en su mensaje para el día mundial de la paz, el 1 de enero de 1998, habló de la estrecha relación entre la justicia de cada uno y la paz de todos. La ingeniería de la paz internacional pasa por los caminos de la justicia.

Junto al magisterio de los papas se dan otras iniciativas de ámbito universal, que indican una voluntad de acción concreta en favor de la justicia, como la creación de algunas entidades y organismos eclesiales, entre las que destaca el Pontificio consejo de Justicia y paz, creado en 1967 por Pablo VI, cuya finalidad es promover en el mundo la justicia y la paz, actuando principalmente en orden al trabajo, por el progreso de los pueblos y por la defensa de los derechos humanos. Muchas conferencias episcopales, y también las diócesis, poseen su propia comisión de Justicia y paz.

En 1971 se constituyó el consejo pontificio Cor unum, como dicasterio, a nivel de Iglesia universal, para la promoción humana y cristiana. A él están confiadas la Fundación populorum progressio y la Fundación Juan Pablo II. En esta línea de las iniciativas en favor de la justicia, consignamos también la propuesta de Juan Pablo II por la «efectiva reducción, y si es posible el perdón total de la deuda internacional que pesa sobre el destino de muchas naciones» (TMA 51)

4. EL MAGISTERIO EPISCOPAL. Las conferencias episcopales, después del Vaticano II, dan pasos más significativos en su empeño por la justicia, porque están directamente unidas a una parcela menor y más concreta del pueblo de Dios.

a) Conferencia del episcopado latinoamericano en Medellín. En este sentido, consideradas también las circunstancias históricas en que fue vivido, el más importante acontecimiento en América latina, a nivel continental, es ciertamente la II Conferencia general del episcopado latinoamericano en Medellín (1968). El documento que de ahí nació posee una densa carga profética y tiene una importancia fundamental para la vida de la Iglesia en este continente. Y esto, precisamente porque la práctica de la justicia, a través del desarrollo y de la libertad cristiana, fue el motor que inspiró el pensamiento y las resoluciones de esta Conferencia.

Medellín denuncia la miseria generalizada en el continente, calificándola de injusticia que clama al cielo, desorden establecido y frustración de las más legítimas aspiraciones humanas. Tal situación tiene su raíz en el pecado, Cuya cristalización parece evidente en las estructuras injustas. Repudia el esquema simplista de la reducción al sistema liberal capitalista o a la tentación del sistema marxista. La liberación debe provenir de una profunda conversión a la justicia, al amor y a la paz.

La salvación cristiana está unida al empeño por la justicia: «La originalidad del mensaje cristiano no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de cambios estructurales y, sobre todo, no habrá continente nuevo sin hombres nuevos que, a la luz del evangelio, sepan ser verdaderamente libres y responsables. En la historia de la salvación, la obra divina es una acción de liberalización integral y de promoción del hombre, en todas sus dimensiones, que tiene como único móvil el amor, "la ley fundamental de la perfección humana y, por eso mismo, de la transformación del mundo" (GS 38). El amor no es sólo el mandamiento supremo del Señor, sino también el dinamismo que debe mover a los cristianos a realizar la justicia en el mundo, teniendo como fundamento la verdad y como señal la libertad» (Medellín, 1, 3-4).

Se consolida y crece una original reflexión, cuya mayor sensibilidad es la sed de justicia y la incidencia del mensaje evangélico en la transformación de la realidad social, la teología de la liberación, que busca hacer una lectura de la realidad a la luz de la palabra de Dios, y sacar del anuncio de la salvación en Jesucristo las conclusiones prácticas para las relaciones sociales. De Medellín surge una práctica pastoral llamada liberadora, que se orienta hacia el subsuelo de la conciencia colectiva y que lleva al pueblo a asumir sus responsabilidades y exigir su propia participación en la política.

b) Conferencia de Puebla. Este tema de la liberación integral para la participación y la comunión es el objeto de la Conferencia de Puebla, en 1979. El concepto de evangelización, inspirándose en EN, empieza a ser considerado en profunda sintonía con la promoción humana y la liberación. No sólo está consolidada la opción preferencial por los pobres, sino que también se confirma la voluntad de la Iglesia de hacer todo con los pobres, a partir de ellos y junto a ellos.

El sentido de justicia y el empeño por la libertad se hace mucho más intenso con esta metodología revolucionaria, que hace del pobre y marginado, a la luz de la palabra de Dios, el protagonista de su propia libertad.

c) Conferencia latinoamericana en Santo Domingo. El documento emanado de dicha Conferencia no dudó en definir, por lo menos para Américalatina, la promoción humana como «dimensión privilegiada de la nueva evangelización» (cf 159-163), como de alguna manera ya lo había hecho Juan Pablo II en la Redemptoris mi,ssio, con relación a los países pobres del sur (cf RMi 58).

5. EL SÍNODO DE LOS OBISPOS SOBRE IA JUSTICIA EN EL MUNDO. La doctrina sobre la justicia, en su dimensión mundial, fue enriquecida por el II Sínodo de los obispos (1971). El texto final, muy influenciado por la Populorum progressio, asume la voz de los sin voz, se refiere a la crisis de la solidaridad universal y hace hincapié en el diálogo sincero y leal. Presenta las grandes líneas del mensaje evangélico y de la misión de la Iglesia en relación a la justicia. Establece una profunda relación entre el amor cristiano y la justicia: «el amor cristiano al prójimo y la justicia no se pueden separar. El amor implica, de hecho, una absoluta exigencia de justicia que consiste en el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo. La justicia, a su vez, alcanza su plenitud solamente en el amor. Por ser cada hombre la imagen visible de Dios invisible y hermano de Cristo, el cristiano encuentra al mismo Dios y su absoluta exigencia de justicia y de amor en cada uno de los hombres» (Justicia en el mundo, 34). Apunta las líneas de acción para la realización de la justicia: el testimonio de la propia Iglesia; la colaboración de las Iglesias locales; la colaboración ecuménica y la acción internacional (cf 39-74).


III. Los derechos humanos

En el futuro, nuestra época será conocida no tanto por los avances tecnológicos o conquistas espaciales, cuanto por la conquista de los derechos humanos.

Desde el código de Hammurabi (Babilonia), pasando por la filosofía de Mencio (en China) y por la República de Platón o el Derecho romano, la humanidad viene buscando la confirmación de estos derechos. Estos esfuerzos se plasmaron en la Carta magna de Inglaterra (1689), en la Declaración de la Independencia de los EE.UU. (1776), en la Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano (1789), en el Tratado de Berlín (1878) y la Declaración de las Naciones Unidas (1942), culminando en la Declaración universal de los derechos humanos de la ONU (1948). El Consejo de Europa creó la comisión europea de los derechos humanos para su protección.

A pesar de estos esfuerzos, el problema de los derechos humanos todavía no es satisfactoriamente atendido, en especial en regiones subdesarrolladas.

En cierto modo, estos derechos se encuentran en el evangelio y son básicos, obligatorios y fundamentales. Por eso, la Iglesia siempre tuvo presente estos derechos en su doctrina social. Para ella, la dignidad del hombre proviene del hecho de ser creado a imagen y semejanza de Dios, hijo suyo y redimido por Cristo salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Pío XII, en plena guerra mundial, subrayó que estos derechos humanos se fundan en el derecho divino y formuló los principios fundamentales, en una primera síntesis de la Declaración de los derechos humanos, presentada seis años antes de la Declaración de la ONU. Esta síntesis fue completada por Juan XXIII en la Pacem in terris, considerada la declaración cristiana de los derechos humanos (8-27), dándoles un nuevo fundamento: la propia dignidad del hombre como hijo de Dios. Pablo VI, en su discurso en la ONU, explicita con más vigor su sacralidad, porque «la vida del hombre, que es sagrada, nadie puede osar ofenderla» (4.10. 1965, n. 10).

Los padres conciliares, en la constitución Gaudium et spes, vuelven a posicionarse solemnemente en la defensa de estos derechos, siendo el documento que, de una forma más completa, pone las bases antropológicas y los parámetros éticos de las declaraciones de los derechos humanos (cf GS 26, 29, 41, 42, 73). El documento Dignitatis humanae, del mismo Concilio, defiende particularmente el derecho a la libertad religiosa (cf 6-8).

Finalmente, Juan Pablo II, en la carta a los Jefes de Estado sobre el documento de Helsinki (1.9.1980), deja claro que los derechos humanos universales (derecho a la vida, a una existencia digna, a la educación...) se sintetizan en el binomio justicia y libertad: atender a las exigencias de la justicia en el respeto a la libertad, incluso religiosa, y garantizar el uso responsable de la libertad como el medio más eficaz para promover la justicia.


IV. La lucha por la justicia
y los derechos humanos, en la Iglesia

Jesús vivió entre los pobres para anunciarles el reino de Dios y su justicia (cf Mt 6,33), a partir de una particularísima experiencia de Dios como Padre. Por otro lado, el Cristo anunciado por la fe es el Cristo que «se hizo pobre» (2Cor 8,9), tomó «la naturaleza de siervo... y se humilló» (Flp 2,7), sacrificado por nuestros pecados para que, «nosotros seamos en él justicia de Dios» (2Cor 5,21). El test definitivo de la conversión a Dios es la opción por los excluidos (cf Mt 25,31-46).

Por eso uno de los aspectos significativos de la vida de la Iglesia hoy es su actuación concreta por la causa de la justicia, que recibe varios nombres: promoción humana, opción por los pobres, compromiso social, compromiso por la justicia, dimensión social de la fe, fe y política, acción (praxis) liberadora, pastoral transformadora, opción por el servicio (diaconía), etc. Esta tendencia a la ortopraxis no se opone a la tradicional manera de posicionarse en términos de ortodoxia, sino que es un intento de integración entre ambos aspectos, como enseña Juan Pablo II (cf CT 22). En el pasado era frecuente atribuir una fuerza liberadora a los enunciados doctrinales por sí mismos: los cristianos ya realizaban su misión en el mundo proclamando las sentencias de la justicia. Hoy, el destino de la justicia se decide principalmente a nivel de la praxis cristiana. Los cristianos son llamados a proclamar el origen divino de la justicia y la imposibilidad histórica de una justicia que se base solamente en el hombre. El cristianismo posee algo más que el neoliberalismo y el marxismo, que completa y al mismo tiempo juzga todo proyecto humano: el amor según Cristo. Ya santo Tomás enseñaba: «los preceptos de la justicia no son suficientes para mantener la paz y la concordia entre los hombres si no se sustentan radicalmente en el amor» (Summa contra gentiles III, 130). Después de la EN y tantos otros pronunciamientos de la Iglesia, no se concibe una auténtica evangelización y una catequesis que no pasen, de alguna manera, por la justicia y se manifiesten y concreten en ella.

Esa es la misión de la Iglesia si realmente quiere ser sacramento, signo de la salvación de Dios en el mundo, como proclamó el Vaticano II: ser servidora de justicia y de fraternidad, principalmente en estos tiempos, en que vivimos las mayores posibilidades históricas para realizar la justicia. Así se expresó la Conferencia de Puebla: «El avance económico significativo que experimentó el continente demuestra que sería posible desarraigar la extrema pobreza y mejorar la calidad dee vida de nuestro pueblo. Y si es posible, entonces es una obligación» (Puebla, 21). Esto impone a la acción pastoral de hoy perspectivas mucho más exigentes que en el pasado, con vistas a la estructuración de la convivencia humana en términos de fraternidad, de reconciliación eficaz, de supresión de las diferencias, respeto a los derechos humanos y rechazo de «modelos de desarrollo que producen, a nivel internacional, ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (Ib, 30).

La Iglesia, en la defensa de la justicia, ya no puede limitarse a pequeños espacios privados; su presencia en el mundo debe traducirse en una acción eficaz que mire realmente a la transformación de las estructuras sociales.

Si para la revelación cristiana el amor es la mediación suprema de Dios, amar en un mundo injusto sólo es posible construyendo la justicia. En un mundo marcado por el pecado de la explotación del hombre, anunciar la salvación implica optar por la justicia y solidarizarse con los sufridores de las injusticias. En un mundo sin misericordia, la misericordia se hace presente a través de la justicia. Si Jesús se manifestó como justicia de Dios, la práctica de la justicia en la Iglesia se convierte en teofanía para el mundo.

Aunque trabajar por la justicia no es tarea sólo de los cristianos, se puede afirmar que la lucha por la justicia es una actividad de profunda calidad humana y, por tanto, profundamente cristiana. La práctica cristiana de la justicia se asienta sobre cuatro pilares:

a) Lugar teológico. Practicar la justicia no es una simple obligación moral, sino que debe ser considerada y vivida por el cristiano como lugar teológico de la experiencia de Dios, es decir, como una experiencia de la gracia. El cristiano encuentra fuerzas para luchar por la justicia, en la fe en Dios, revelado por Jesucristo, que nos da el don de su Espíritu. Como recuerda Pablo, «aguardamos la justicia esperada por la fe mediante la fe del Espíritu» (Gál 5,5), pero una fe —añade él— que «se exprese en obras de amor» (Gál 5,6). Por tanto, esta incapacidad humana ante los grandes desafíos de la justicia es principio de una experiencia de la gracia y del amor de Dios que se nos ha dado (cf Rom 5,5).

b) El reino de Dios en la historia. En la lucha por la justicia, la Iglesia no puede caer en la tentación de querer el paraíso en la tierra. La plenitud del reino de Dios no se alcanza en esta tierra. Pero el Espíritu hace posible la vivencia de este reino ya en la historia, aunque el reino definitivo es del tiempo escatológico. El cristiano, por tanto, debe cultivar la paciencia y la perseverancia histórica y creer siempre en la acción de Dios, como el sembrador que esparce la semilla y espera la respuesta de la tierra (cf Mc 4,26-29).

c) La fuente de la opción por la justicia es el amor. Si la opción cristiana por la justicia tiene como fuente el amor, no puede reducirse a una abstracción, necesita ser expresada en actos concretos de promoción humana para que llegue realmente a las personas. Si de un lado la acción de la Iglesia debe llegar a las estructuras sociales en el sentido de la macro-caridad y transformación estructural, por otro, no puede dejar de hacer efectiva también la micro-caridad, a través de los pequeños gestos liberadores. La acción por la justicia no se puede reducir tampoco a un asistencialismo que ignora las causas profundas de la injusticia, de la pobreza, de la marginación; pero la Iglesia, en su lucha por la justicia, no se puede contentar solamente con trazar las grandes líneas o principios, a través de discursos y documentos inoperantes; es necesaria –y hay múltiples ejemplos de ello– una praxis eclesial que atienda a las dos dimensiones y que coloque el servicio (la diaconía) como exigencia fundamental de la evangelización.

d) La paz y el perdón en la práctica de la justicia. La sed evangélica de justicia no puede dejarse envolver por las tentaciones humanas de la violencia y la venganza. Aquí está la grandeza y lo específicamente cristiano: así como Dios justifica al pecador no destruyéndolo, sino transformándolo por la gracia, del mismo modo la acción cristiana contra las injusticias deberá ser más propensa al perdón que a la venganza, al amor que al odio, más a la paciencia que transforma que a la ira que destruye. Más que en ninguna otra acción eclesial, aquí ha de encontrar eco el precepto evangélico de amar a los enemigos. Las tentaciones del odio y de la venganza sólo se vencen con el cambio de los corazones, es decir, con la verdadera metanoia. Si es necesaria la lucha por cambiar las estructuras sociales injustas, es imprescindible trabajar por cambiar a las personas; y es esta una tarea insustituible de la catequesis.

V. Tareas de la catequesis

La catequesis tiene como tarea, en la comunidad cristiana, iniciar a los cristianos en todas las dimensiones de la fe. Y es esencial para el seguimiento de Jesús, para la vivencia auténtica de la fe, empeñarse en la opción por la justicia.

Siempre fue característica de la catequesis educar a los cristianos en el sentido de la justicia, aunque durante muchos años se centró en la dimensión individual y en el ámbito del quinto, séptimo y décimo mandamientos. Pocos catecismos tratan la justicia como virtud cardinal. Con toda la evolución habida en la práctica y en la conceptualización de la justicia, también la catequesis ha integrado en su ;misión la educación para la justicia social y la dimensión política o, como ,comúnmente se dice ya en muchos lugares, la catequesis ha adquirido una dimensión liberadora.

4. ORIENTACIONES Y CONTENIDOS. A partir de la enseñanza social de la Iglesia y de la contribución de las modernas teologías de la praxis, ha habido también un cambio en los contenidos de la catequesis:

a) Los documentos de Medellín. El primer texto que ha contemplado la dimensión de la justicia social en la educación de la fe ha sido el Nuevo catecismo para adultos (catecismo Holandés 1966) al abordar el mundo del trabajo.

Pero es en los documentos de Medellín (1968) donde se encuentran las orientaciones más claras a este respecto. Usando el concepto de concientización, divulgado por el pedagogo brasileño Paulo Freire (t 1997), Medellín afirma: «Es indispensable la formación de la conciencia social y la percepción realista de los problemas de la comunidad y de las estructuras sociales... La tarea de la concientización y educación social deberá integrarse en los planes de pastoral de conjunto en sus diversos niveles» (Medellín 1, 17). Merece la pena destacar también la educación política, porque «la falta de una consciencia política en nuestros países hace imprescindible la acción educadora de la Iglesia» (Ib 1, 16). La participación en la vida política es considerada un deber de conciencia y ejercicio de caridad. Es deber de los pastores denunciar todas las formas de injusticia y de falta de respeto a los derechos humanos, y hacer que la catequesis y la liturgia tengan en cuenta la dimensión social y comunitaria del cristianismo y formen hombres y mujeres comprometidos en la construcción de un mundo justo (cf Ib 2, 20-24). En otros pasajes de Medellín se encuentran las mismas orientaciones a favor de la lucha por la justicia, particularmente en el documento sobre la pobreza en la Iglesia, en el que esta aparece como «humilde servidora de todos los hombres de nuestros países» (Ib 14, 8).

Pero es en el documento 8 (catequesis) donde toda la educación de la fe es vista en clave de promoción humana y lucha por la justicia. El empeño por la justicia no es considerado un tema más entre tantos, sino que se considera un contenido transversal de toda la educación de la fe. Entre otras cosas, se afirma que la catequesis no puede desconocer el proceso de transformación social exigido por la actual situación de injusticia en que se encuentran grandes sectores de la sociedad. Por tanto, es tarea de la catequesis ayudar a la promoción integral del hombre, dándole un auténtico sentido cristiano (cf 7). Pero la afirmación más clara sobre la relación catequesis-empeño por la justicia, ya clásica en la catequética moderna, es la siguiente: «De acuerdo con la teología de la revelación, la catequesis actual debe asumir las angustias y esperanzas del hombre de hoy, a fin de ofrecerle las posibilidades de una liberación plena, las riquezas de una salvación integral en Cristo, el Señor. Por eso, se debe ser fiel a la transmisión del mensaje bíblico, no sólo en su contenido intelectual, sino también en su realidad vital, encarnada en los hechos de la vida del hombre de hoy. Las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas constituyen parte indispensable del contenido de la catequesis, y deben ser interpretadas seriamente, dentro de su contexto actual, a la luz de las experiencias del pueblo de Israel, de Cristo y de la comunidad eclesial, en la cual el espíritu de Cristo resucitado vive y opera» (n. 6). Es un cambio en lo que tradicionalmente se considera como contenido de la catequesis.

b) Otros documentos eclesiales. Los documentos posteriores confirman, a veces con moderación, esta visión de la catequesis en clave de promoción humana y lucha por la justicia. Tanto el DCG de 1971 (21) como EN (30-38), los documentos de Puebla (1000, 1145) y CT (29) ponen un énfasis particular en el tema del compromiso cristiano, sobre todo en su dimensión social. Las orientaciones de muchos episcopados van también en esta línea.

c) Los catecismos actuales. Muchos catecismos posteriores al Vaticano II dan relevancia a la educación para la justicia: Con vosotros está, catecismo de preadolescentes de la Conferencia episcopal española (1976), posee un estilo fuertemente antropológico; su temario quiere hacerse eco de los problemas del mundo contemporáneo y, junto a la fidelidad a Dios, se considera la fidelidad al hombre (cf Manual del educador I, 35). Además de tenerla los cuatro volúmenes como contenido transversal, la justicia ocupa dos capítulos específicos: Aprendemos a respetar los derechos de todos (32) y Nuestro tiempo es tiempo de lucha y esperanza (69).

Catequesis renovada (Brasil 1983) expresa que: «la finalidad de la catequesis es la maduración en la fe, en un compromiso personal y comunitario por la liberación integral, que comienza aquí y culminará en la vida eterna» (CR 318). El compromiso con la justicia y los derechos humanos, que está implícito en toda la obra, aparece también en temas específicos: construcción de la historia, familia, trabajo, política, pobreza, promoción de la justicia y de la dignidad humana, desarrollo integral y la paz (CR 246-278). Los sacramentos, «señales sensibles y eficaces de la gracia, miran a nuestra santificación, a la construcción de la Iglesia, al culto a Dios, pero van más lejos, debiendo repercutir de forma dinámica y liberadora en las relaciones interpersonales, en la estructuración más justa de la sociedad y en la acción del hombre sobre la historia y el mundo» (CR 222).

En el Catecismo de la Iglesia católica (CCE), la doctrina sobre la justicia está expuesta en la tercera parte, La vida en Cristo. Al describir la vocación de la persona humana para la vida en el espíritu, la justicia es considerada como virtud humana, virtud moral o, como tradicionalmente es conocida, virtud cardinal (1805-1807), y recibe la clásica definición: «voluntad constante de dar a Dios y al prójimo lo que les pertenece». En el capítulo sobre la comunidad humana, hay un artículo dedicado a la justicia social, unida al bien común y al ejercicio de la autoridad, al respeto de la persona humana, a la igualdad entre los hombres y a la solidaridad; pero es en el ámbito de los diez mandamientos (sección II, art. 7) donde se tratan los temas mayores: destino universal y propiedad privada de los bienes, respeto a las personas y a sus bienes, doctrina social de la Iglesia (incluyendo los derechos humanos), actividad económica y justicia social, solidaridad entre las naciones y amor a los pobres. En la oración del padrenuestro, al comentar «Danos hoy nuestro pan de cada día», dice: «Como la levadura en la masa, la novedad del Reino debe fermentar la tierra con el Espíritu de Cristo. Debe manifestarse por la instauración de la justicia en las relaciones personales y sociales, económicas e internacionales, sin olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos» (CCE 2832).

El Directorio general para la catequesis (DGC 1997) hace referencia en muchísimos lugares a la dimensión social de la catequesis y su opcion por la justicia. En la exposición introductoria nos presenta el campo del mundo, donde es esparcida la semilla, la palabra de Dios, y se refiere a una multitud de personas que sufren el peso intolerable de la miseria y de la injusticia. Ante esta realidad, la Iglesia «por medio de una catequesis en la que la enseñanza social de la Iglesia ocupe su puesto, desea suscitar en el corazón de los cristianos el compromiso por la justicia y la opción o amor preferencial por los pobres, de forma que su presencia sea realmente luz que ilumine y sal que transforme» (DGC 17). Después se dedican dos largos números a los derechos humanos, afirmando que «en este vasto campo la Iglesia tiene una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana» (DGC 19) y debe preparar a los laicos para esta tarea.

Pero lo más sorprendente es que el Directorio, al enumerar las normas y criterios para la presentación del mensaje evangélico en la catequesis (II parte, c. 1), unido al supremo criterio cristocéntrico y al mensaje de salvación de Jesucristo, y aun antes del criterio eclesiológico, coloca como uno de los grandes criterios de la catequesis el mensaje de la liberación en su doble sentido, terrenal y escatológico, íntimamente unidos (cf 103). Partiendo de las bienaventuranzas, particularmente de la referida a los pobres, subraya la afirmación de EN: «la Iglesia tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total» (EN 30; DGC 103). Es misión de la catequesis preparar a los cristianos para esta tarea; para ello «presentará la moral social cristiana como una exigencia y una consecuencia de la "liberación radical obrada por Cristo" (LC 71)» (DGC 104); y continúa: «suscitará en los catecúmenos y en los catequizandos la opción preferencial por los pobres que, lejos de ser un signo de particularismo o sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva, sino que lleva consigo el compromiso por la justicia según la función, vocación y circunstancias de cada uno» (DGC 104).

2. LÍNEAS METODOLÓGICAS. Ya el DCG de 1971 indicaba que la educación para la justicia exige también revisión del método. Recogemos a continuación algunas líneas metodológicas.

a) Prioridad del método inductivo. En la tarea catequética de educación para la justicia, se da prioridad al método inductivo. Las pequeñas comunidades eclesiales de base han conseguido una metodología mucho más eficaz en la pedagogía de la fe, partiendo del principio metodológico de la interacción (o de la interpelación) pues «en la catequesis se realiza una interacción entre la experiencia de vida y la formulación de la fe, entre la vivencia actual y la vivencia dada por la tradición» (CR 112-114).

Con el principio de la interacción, la pedagogía de la catequesis se inspira en la pedagogía de Dios, expresada en el proceso de la revelación. Así como él se manifestó en la vida de su pueblo, también la respuesta de la fe se da en la vivencia concreta del día a día. Experiencia humana y formulación de la fe son, por tanto, dos elementos que se relacionan entre sí y expresan la forma de manifestarse Dios en el pasado y en el presente. Este principio de interacción quiere significar dos cosas: 1) Dios se manifiesta, como en la revelación bíblica, desde dentro de la realidad de nuestra vida, y 2) la fe como respuesta a la palabra de Dios, debe iluminar la vida e incidir en sus problemas; debe ser una fe transformadora. Los dos aspectos son necesarios, y ninguno de ellos basta por sí solo para que la catequesis realice su objetivo. Por un lado no bastaría con comunicar fórmulas y elementos de tradición cristiana sin que sean vividos, asimilados y expresados por las personas, pues esta es la dinámica de la experiencia religiosa del hombre, dentro de la cual se sitúa el anuncio y la profundización de la palabra de Dios. Por otro lado, sería un error grave quedarse solamente en el nivel de la experiencia de la persona o de la comunidad, sin interpretarla adecuadamente a la luz del mensaje cristiano. Es necesario alejar de la catequesis la tentación de un falso antropocentrismo.

El principio de interacción exige de la práctica catequética: 1) profundizar todo aquello que corresponde al campo de la fe: Biblia, tradición, magisterio, enseñanza social de la Iglesia, liturgia, piedad popular, historia de la Iglesia, vida de los santos, etc.; 2) profundizar en todo aquello que es vida. Y es aquí justamente donde aparecen los elementos de injusticia que deben ser transformados a la luz de la palabra de Dios.

El elemento vivencial no aparece en los libros, lo forman las aspiraciones auténticas de todo lo que es humano, las luchas por la justicia, las situaciones concretas de la vida, los derechos humanos, los acontecimientos y los hechos alegres y tristes, etc. Es imposible definirla a priori, ella forma parte del día a día. El arte del catequista consiste en descubrirla para confrontarla con el evangelio.

b) Método: ver, juzgar y actuar. Una de las traducciones de este principio metodológico de la interacción fe-vida es el método «ver, juzgar y actuar» legado de la Acción Católica a la catequesis y muy utilizado en la educación para la justicia.

1) Ver consiste en el análisis de la realidad, con la ayuda de las ciencias humanas, para poder ver también las causas que engendran las injusticias. 2) Juzgar es buscar los elementos iluminadores que nos vienen tanto de la palabra de Dios como de la doctrina social de la Iglesia. 3) Actuar es llevar al cristiano, y más aún a la comunidad, a tomar iniciativas concretas en orden a una acción transformadora. 4) Según la tradición latinoamericana, el método se completa con un cuarto paso: celebrar, donde el esfuerzo de búsqueda y de lucha por la justicia, en nombre del evangelio, se transforma en oración. Entonces se comprueba la veracidad de la afirmación: lex credendi, lex orandi. La liturgia de los cristianos que se empeñan realmente en la lucha por la justicia es enriquecida con nuevos contenidos y expresiones y con el sabor de la vida que explota en sus ricas celebraciones. 5) Un quinto y último paso de esta metodología es evaluar-revisar, aunque esto ya pertenecería propiamente a la vuelta del proceso.

c) Actividades evangélico-transformadoras. Educar para la justicia es un esfuerzo que exige mucho más que los tradicionales cauces de aulas, coloquios y encuentros: apunta un nuevo modelo de actividad pedagógica. No se trata de realizar actividades meramente didácticas, sino de organizar acciones cuyo objetivo es, sobre todo, la transformación personal, comunitaria y social, a partir de la confrontación de la fe con la vida. Son las actividades evangélico-transformadoras que conducen al cambio de mentalidad y de actitud con relación a la repercusión de la fe profesada en los problemas de la vida, tanto personales como sociales. Estas actividades son de gran alcance, y deben partir de la realidad local, vista y juzgada con criterios cristianos, que lleva a un cuestionamiento crítico y a una mayor voluntad de actuar en orden a la transformación.

Estas actividades son solamente posibles en un ambiente fuertemente comunitario, como son las comunidades eclesiales de base o los círculos bíblicos. Suponen la opción preferencial por los pobres y educan para ella; por eso crean una fuerte exigencia de convivencia con los pobres, como lugar educativo de la fe y de la justicia.

Las acciones evangélico-transformadoras no pueden ser preestablecidas, pues deben ser planteadas a partir de aquello que está viviendo la comunidad. Exigen trabajo de conjunto, investigación, creatividad, oración y evaluación continua. Se programan a largo plazo y educan a la paciencia propia de la pedagogía de Dios, manifestada en la revelación que sabe esperar y respetar el ritmo de las personas; por eso, en la realización de estas actividades no se puede hablar de misión cumplida, como al final de un ejercicio o actividad pedagógica tradicional.

Este nuevo tratamiento pedagógico de la catequesis, en la educación para la justicia, exige también un nuevo lenguaje: deberá cultivarse el lenguaje no verbal y simbólico apropiado para expresar y profundizar una fe vivida en el día a día.

Estas acciones evangélico-transformadoras son adecuadas para los adultos y los jóvenes. Sin embargo, tanto los adolescentes como los niños, a su nivel, pueden realizar algunas acciones de este tipo, que educan para la justicia, con proyectos sencillos y tareas claras y bien distribuidas, y contando con la presencia de los adultos que orientan y animan a los grupos. Existen también otras actividades de menor alcance, que les van formando en el sentido de la justicia.

d) Lectura popular de la Biblia. Está teniendo un gran éxito en la educación para la justicia la lectura popular de la Biblia, por la cual se intenta llevar la Biblia a la vida del pueblo y también llevar la vida a la Biblia. El sujeto de la interpretación no es sólo el exegeta o el catequista, sino todo el grupo o comunidad; se evita así el peligro del libre examen de tipo individualista, intimista o fundamentalista. Los problemas sociales aparecen, entonces, con toda su fuerza, como también la voluntad de superarlos a la luz de la Palabra. El lugar social a partir del cual se hace esta lectura orante, son los pobres. De hecho, sin una conciencia crítica y una clara opción preferencial por los pobres, se pueden usar inconscientemente los textos bíblicos para justificar sistemas deshumanizantes de opresión y falta de respeto a los derechos humanos.

A través del lenguaje no verbal (principalmente la dramatización), la Biblia y la vida tienden a relacionarse con notable eficacia: es un lenguaje cuya finalidad no es conseguir saber, sino lograr descubrir y experimentar la fe.

e) Los pasos del itinerario catequético. Por fin, la práctica de las pequeñas comunidades indica un itinerario catequético en el empeño por la justicia con cuatro pasos: 1) reunión de las personas alrededor de la palabra de Dios; 2) formación de una incipiente comunidad; 3) compromiso por la transformación social (organización de movimientos populares y mayor participación política), y 4) lucha por la libertad en proyectos concretos. Cuanto más se alimenta la comunidad de la palabra de Dios, más comprometida está con la práctica de la justicia; y cuanto más se empeña en los problemas sociales, más necesidad siente de la palabra de Dios.

Pero es un proceso no exento de tentaciones, principalmente la de dejar la comunidad de fe y poner la confianza solamente en el partido, el sindicato, en los grupos o ideologías políticas. En este sentido, es necesario que los Pastores apoyen y ayuden a los laicos a clarificar lo que es específico para el cristiano en la línea de la libertad integral. Es en el momento de la maduración de la fe cuando Cristo es visto y aceptado, no sólo como modelo humano a imitar y como profeta, sino como Hijo de Dios, Señor que quita el pecado del mundo.

Tomar conciencia del pecado es, sobre todo, reconocerlo como raíz de los males de la sociedad, algo que está profundamente enraizado en el corazón del hombre, contra el cual el hombre poco puede hacer si Cristo no lo transforma, creando en él un corazón nuevo (CR 288-309).

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Luiz Alves de Lima