IGLESIA
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SUMARIO: I. Mensaje cristiano sobre la Iglesia: 1. ¿Qué es realmente la Iglesia?; 2. El origen de la Iglesia; 3. La misión de la Iglesia; 4. La pedagogía de Dios. II. Presentación catequética de la Iglesia: 1. En la etapa adulta (30-65 años); 2. En la etapa de la infancia (0-5 años) y la niñez (6-Il años); 3. En la etapa de la adolescencia (12-14 y 15-18 años); 4. En la etapa de la juventud (19-29 años); 5. En la etapa de los mayores (65 años en adelante). III. Conclusión.


I. Mensaje cristiano sobre la Iglesia

En el credo, tras confesar que creemos en Dios Padre, en Jesucristo nuestro Señor y en el Espíritu Santo, afirmamos que, desde esa entrega confiada a Dios, aceptamos a la Iglesia como objeto de fe. No creemos «en» la Iglesia, pues sólo se cree en Dios, pero creemos que existe la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Y, situándola en este lugar del credo, afirmamos que tiene su origen en el misterio de Dios uno y Trino: en su designio de salvar a los hombres, llamándonos a la comunión de vida con él, por su Hijo, en el Espíritu Santo. La Iglesia, obra eminente de Dios, brota de la Santa Trinidad. Como dice el Vaticano II, aparece «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua alianza»; «se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).

He aquí tres cuestiones que no debemos olvidar: 1) que la Iglesia entra ya en el plan de Dios al crear al hombre (cf Ef 1,10; 3,9), pues «el mundo fue creado en orden a la Iglesia» (Hermas, VI. 2, 4, 1); 2) que tiene tres etapas en tensión hacia el futuro (preparación en el Antiguo Testamento; constitución por Jesucristo y manifestación en pentecostés, y plenitud escatológica al final de los tiempos); 3) que tiene su raíz y su fundamento en la Santísima Trinidad, por lo que es también misterio y comunión.


I.
¿QUÉ ES REALMENTE LA IGLESIA?

Pablo VI propuso al Vaticano II: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe ahondar en la doctrina... sobre el propio origen, la propia naturaleza, la propia misión, el propio destino final» (ES 7). El Concilio asumió el reto y nos dio una doctrina jugosa.

a) Los nombres también hablan: Qahal-Ekklésia-Iglesia. Qahal es un vocablo de la tradición deuteronomista, que, entre otras cosas, significa «el grupo convocado por Dios para el culto, obligado a ciertas leyes y normas según la alianza establecida», una asamblea que está interesada por la alianza. Al traducir la Biblia del hebreo al griego, allá por el año 250 a.C., los LXX emplearon el término griego ekklésia para acoger el significado de qahal; y de él proviene Iglesia.

Casi dos siglos y medio después, san Pablo emplea con frecuencia este vocablo, que había adquirido ya un significado religioso. Lo toma en tres sentidos: 1) para indicar a los cristianos de una ciudad, congregados para el servicio litúrgico (cf 1Cor 11,18); 2) para indicar a la totalidad de los cristianos de ese lugar, a la comunidad local (cf 1Tes 1,1; Gál 1,2; 1Cor 1,2); 3) para referirse a la Iglesia universal, entendida como un todo repartido por el mundo (cf Gál 1,13; 1Cor 10,32; 12,28).

b) La comunión, raíz de la comunidad. «La Iglesia universal –dice el Concilio– se presenta como un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». La unión procede del Espíritu, que habita en la Iglesia, la construye sin cesar y la une en la comunión y el servicio (LG 4). Antes de ser una congregación de los fieles entre sí, la Iglesia es comunión de los hombres con Dios «por la caridad que no pasará jamás» (1Cor 13,8).

El evangelista Juan presenta esta comunión como la unión vital del sarmiento con la vid, e insiste en que la vitalidad de los sarmientos depende de su unión con la vid (cf Jn 15,1-8). El concepto clave es permanecer en, que figura también en otros pasajes (cf Jn 6,56). Permaneciendo en Cristo por la fe viva, «estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (lJn 1,3).

Los santos Padres, cuando hablan de la Iglesia, se refieren a la comunidad de los cristianos bautizados y ungidos, entendida como un todo; es «el pueblo unido en torno al sacerdote y la grey que se adhiere fielmente a su pastor» (san Cipriano, Ep. 66, 8). Esta comunidad creyente alcanza su plenitud, dirá san Agustín, por la caridad y la unidad, que proceden de su unión con Cristo por la fe y los sacramentos, y porque la anima el espíritu de Cristo (cf Tract. Jo. Ev. 26, 13; 27, 6). Esta idea de la Iglesia-comunión pierde fuerza en los siglos posteriores, pero volverá a encontrar eco en la escuela de Tubinga, durante el siglo XIX, y hallará una bella expresión en la Mystici corporis y en el Vaticano II.

De esta comunión fontal del hombre con Dios, nace la comunión de unos con otros. Y al hablar de la Iglesia comunión, no debemos olvidar que la comunión es, en su dimensión más honda, un don que se nos da en el bautismo. Jesucristo hizo de la Iglesia una comunión de vida, de amor y de unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (cf LG 9). Pero desde la vertiente humana, desde nuestra respuesta, la comunión es una realidad en camino, nunca lograda del todo. El Espíritu Santo «realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el principio de la unidad de la Iglesia» (UR 2). Pero nuestros pecados la retrasan y la destruyen. Y en nuestras relaciones mutuas se refleja, tanto la tensión de nuestra comunión con Dios hacia su plenitud como la debilidad con que acogemos dicho don. Asumir la grandeza del don y, a la par, la pobreza de nuestra respuesta, sin conformismo pero con profunda paz, significa dar un paso de gran alcance en nuestro ser-Iglesia.

Podemos decir que la Iglesia es la prolongación de la comunión trinitaria en nuestra historia humana. Dios Trinidad habita en nuestros corazones y se adueña de ellos, y en la medida en que acogemos su amor y participamos de su vida, reproducimos en nuestras comunidades la imagen de la comunión trinitaria.

Esta Iglesia comunión es la Iglesia cuerpo místico, que tiene a Jesucristo por cabeza (Col 1,18) y al Espíritu Santo como alma que la une y vivifica. Mediante esa imagen, san Pablo quiere acentuar la inmanencia de Jesucristo en el Espíritu, como origen y principio vital de la Iglesia. Tal es la Iglesia sacramento, la Iglesia misterio: invisible en sus raíces, a la vez que sujeto visible e histórico, compuesto por la totalidad de sus miembros.

c) La Iglesia, pueblo de Dios. La presentación de la Iglesia como pueblo de Dios es uno de los logros más fecundos del Vaticano II. Se trata de una imagen bíblica, recuperada gracias a la renovación de los estudios escriturísticos y patrísticos.

El término hebreo `am (pueblo) designa un conjunto de personas relacionadas por la consanguinidad. Componen un pueblo que vive en comunión porque entre sus miembros existen vínculos familiares. De ahí que la imagen bíblica pueblo de Dios venga a significar una familia, en la que todos se consideran hermanos, porque reconocen a un único Dios como padre del pueblo, como su protector y redentor, su gó'el. Es una concepción que se remonta a los orígenes (cf Ex 3,7; 8,16-19) y que adquiere su expresión más alta en el Deuteroisaías.

En el Nuevo Testamento, la Iglesia es presentada como el nuevo pueblo de Dios. En los escritos de Lucas aparece 80 veces, pero también es frecuente en los escritos de san Pablo y de san Pedro. La Iglesia es el verdadero Israel de Dios (Gál 6,16), el templo de Dios (1Cor 3,16). Con palabras de lPe, «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa; los que en un tiempo no erais pueblo de Dios, ahora habéis venido a ser pueblo suyo» (lPe 2,9-10). Así, con claras alusiones a diversos pasajes bíblicos, el autor identifica a los seguidores de Jesús con los herederos legítimos del pueblo de Dios, y les atribuye las características del pueblo de Dios del Antiguo Testamento.

Los santos Padres prestan notable atención al concepto pueblo (de Dios). Y sin ignorar el ministerio jerárquico, al hablar de la Iglesia como pueblo de Dios suelen referirse a toda la comunidad de bautizados y ungidos, que celebra la liturgia y ejerce la maternidad espiritual. Los Padres latinos tratan de resaltar, mediante este concepto, el carácter histórico y dinámico de la Iglesia. Pero cayó en desuso a partir del siglo V, aunque sigue presente en el lenguaje de la liturgia.

El Vaticano II vuelve a presentar a la Iglesia como pueblo de Dios, y esta categoría se convierte en un pilar básico de su eclesiología (cf LG 9-17). Mediante ella, pone de relieve la continuidad entre Israel y la Iglesia; resalta la dignidad común de los cristianos; ayuda a superar el individualismo y el subjetivismo; ilumina el carácter de sujeto histórico y dinámico de la comunidad cristiana y su condición de pueblo entre los pueblos; y hace posible una articulación más armoniosa entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. Pero tiene sus limitaciones, pues esta imagen no agota todo el ser de la Iglesia. Para dar su sentido pleno a la Iglesia comunión y para soslayar el riesgo de cierta unilateralidad, hay que vincularla a la noción de cuerpo de Cristo. Si la categoría pueblo de Dios pone de relieve el aspecto visible e histórico de la Iglesia, la categoría cuerpo místico acentúa su dimensión espiritual e invisible.

2. EL ORIGEN DE LA IGLESIA. Los santos Padres presentan a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo, grey del Señor. Mediante estas imágenes bíblicas tratan de comprender y explicar el misterio de la Iglesia y su origen.

En realidad, la cuestión de su origen y de su fundación por Jesucristo no surgió hasta la Reforma. Alcanzará su máximo interés en tiempos de la Ilustración y más tarde será una cuestión básica para la Apologética.

a) Jesucristo, fundamento de la Iglesia. Desde el siglo IV, la Iglesia se reconoce a sí misma, en los símbolos de la fe, como apostólica. Esto quiere decir que está fundada sobre la misión (apostolado) que Dios Padre ha encomendado a su Hijo Jesucristo. El ha sido enviado al mundo (cf Jn 17,18; 20,21) para establecer la asamblea definitiva del nuevo pueblo de Dios. Y lo hace, transfiriendo su misión a los discípulos elegidos de antemano. Llamamos a la Iglesia apostólica porque descansa sobre el fundamento de los apóstoles; pero hay que tener en cuenta que la apostolicidad de estos descansa sobre la apostolicidad de Jesús de Nazaret, el Señor resucitado.

En cierto sentido, la Iglesia es el Hijo de Dios, es Cristo que sigue existiendo en el tiempo y en el mundo; es el Cristo entre nosotros (Newman). Pero conviene completar esta afirmación subrayando enseguida las diferencias entre Cristo y la Iglesia. Y aquí nos presta una preciosa ayuda la doctrina del Cuerpo místico, pues nos presenta a Cristo como la cabeza, y a los cristianos como los miembros. Así pone en claro el señorío de Cristo sobre la Iglesia y la necesidad que esta tiene de escuchar, seguir y obedecer a Cristo.

b) Jesucristo, fundador de la Iglesia. Prefigurada desde la creación, empieza a prepararse a partir de la llamada de Abrahán, a quien Dios promete que será padre de un gran pueblo (cf Gén 12,2), y continúa en la alianza del Sinaí, donde Israel es constituido pueblo de Dios (Ex 19,5-6). Los profetas denuncian la infidelidad de Israel, que ha roto la alianza (cf Os 1; Jer 2), y anuncian una nueva (cf Is 55,3; Jer 31,31-34), que toma cuerpo en la Iglesia.

Esta no viene después de Jesucristo como un movimiento que brota de la libre agrupación de sus seguidores y va tomando forma desde el pueblo. La Iglesia existió, por voluntad positiva de Jesús, después de la resurrección, y ella misma se entendió como fundación divina. El punto de partida fue la elección de los Doce, con Pedro a la cabeza (cf Mc 3,14-15), pues con ellos «formó una especie de colegio o grupo estable». Después de la dispersión producida por su muerte violenta, Cristo resucitado los congrega y los envía con la fuerza del Espíritu a continuar su misión (cf Jn 20,21-23). Y en pentecostés recibieron la definitiva y plena confirmación de esta misión (cf He 2,1-26).

Numerosas actuaciones de Jesús ponen de manifiesto su voluntad positiva de fundar la Iglesia sobre el núcleo de los Doce, símbolo del nuevo Israel: la elección, su dedicación especial a ellos, su actuación en la última cena, el haberles encomendado continuar su misión... Como dice el Vaticano II, es Jesucristo quien hace de este pueblo mesiánico «una comunión de vida, de amor y de unidad, lo asume también como instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9); pues «antes de ascender al cielo, fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los apóstolés al mundo entero, como también él había sido enviado por el Padre» (AG 5).

Esta doctrina no pretende que podamos reconstruir históricamente todos los pasos por los que se llegó desde la función de los apóstoles a la de los obispos, ni que Jesucristo hubiera diseñado la estructura de la Iglesia y el desarrollo del ministerio en todos sus detalles. Como dice el padre Congar, «el Espíritu Santo no viene tan solo a animar una institución totalmente determinada en sus estructuras, sino que es verdaderamente cofundador».

c) La Iglesia, comunidad ministerial, es apostólica. Este pueblo de Dios no es un conjunto indiferenciado de personas. Según lCor 12,4-12, en él hay diversos ministerios y carismas, pues «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (12,7). Y es necesario recalcar este carácter ministerial de toda la comunidad, en la que no debe haber miembros pasivos.

Además, la Iglesia entera es apostólica, porque está edificada sobre «el fundamento de los apóstoles» (Ef 2,20), testigos escogidos y enviados por Jesucristo; porque, con la ayuda del Espíritu Santo, guarda y transmite el buen depósito (2Tim 1,13-14); y porque sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles mediante sus sucesores, los obispos. Como dice el Concilio, «con estos apóstoles (cf Lc 6,13), formó una especie de Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro, lo puso al frente de él (cf Jn 21,15-17). Los envió, en primer lugar, a los hijos de Israel, luego a todos los pueblos (Rom 1,16), para que, participando de su potestad, hicieran a todos los pueblos sus discípulos, los santificaran y los gobernaran... y así extendieran la Iglesia y estuvieran al servicio de ella como pastores, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta el fin del mundo» (LG 19). Son los obispos quienes «por divina institución suceden en su puesto a los apóstoles, como pastores de la Iglesia» (LG 21), y ahora ejercen su misión con la ayuda de los presbíteros, «juntamente con el sucesor de Pedro y sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5).

d) La Iglesia, construida por el Espíritu Santo. Esta afirmación no debilita la de que Jesús es el fundador y el fundamento vivo y permanente de la Iglesia, sino que nos recuerda lo que dice el Vaticano II siguiendo a los santos Padres: que el Espíritu santifica continuamente a la Iglesia, la rejuvenece y la renueva sin cesar, mediante diversos dones jerárquicos y carismáticos (cf LG 4). Por eso se añadió al símbolo de Nicea, en el concilio del año 381, que el Espíritu es «Señor y dador de vida».

Esta presencia activa del Espíritu en el pueblo de Dios hace que la Iglesia visible e histórica, hecha con nuestro débil material humano, sea una, santa, católica y apostólica. Durante el siglo pasado, la apologética creía poder demostrar estas notas y se basaba en ellas para probar cuál es la verdadera Iglesia. Hoy preferimos decir que dichas notas son objeto de fe. Creemos que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica, porque hunde sus raíces en el misterio de la Trinidad. Pero Dios actúa en lo terreno, histórico y débil; y su gracia se pone de manifiesto en la realidad visible de la Iglesia, como puede observar quien analice sin prejuicios su realidad histórica. A través de muchas realizaciones, la Iglesia aparece como signo muy elocuente de la presencia y de la acción de Dios en nuestro mundo. De forma que nuestra razón contempla por sí lo que habíamos aceptado por fe.

3. LA MISIÓN DE LA IGLESIA. Para expresar mejor qué es la Iglesia, hay que hablar de su misión. Siguiendo el Vaticano II, citaremos aquellos datos que consideramos prioritarios.

a) Continuar la misión de Jesucristo. La misión de la Iglesia arranca de las misiones trinitarias, de la misión de Jesucristo, el Hijo, «enviado por el Padre, que nos eligió en el antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos porque quiso que todo tuviera a Cristo por cabeza» (LG 3).

Después de su muerte y resurrección, «apareció constituido Señor, Cristo y sacerdote para siempre y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre» (LG 5).

Así enriquecida, la Iglesia recibió «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el reino de Cristo y de Dios» (LG 5). La Iglesia «pretende una sola cosa: que venga el reino de Dios y se instaure la salvación de todo el género humano» (GS 54), pues «la misión de la Iglesia tiende a la salvación de los hombres, que se consigue por la fe en Cristo y por la gracia» (AA 6).

b) Todo el pueblo de Dios es sujeto de la misión. Dice el Concilio que este pueblo mesiánico «es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación», y que Cristo ha hecho de él «una comunión de vida, de amor y de unidad y lo asume también como instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9). Esta presentación articula la visión de la Iglesia, en cuanto misterio, con su realidad de sujeto histórico verdadero y propio. El conjunto de los bautizados pasa de ser considerado destinatario del ministerio jerárquico a ser contemplado como sujeto activo de la misión de la Iglesia.

Pueblo de Dios y sacerdocio común. A esta visión de todo el pueblo de Dios como sujeto unitario de la misión, contribuye la realidad enjundiosa del sacerdocio común de los fieles, que brota de la teología del pueblo de Dios (cf LG 10-12). Los bautizados «quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo, para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (LG 10). Es decir, «en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde» (LG 31).

La innovación de Cristo consiste en que se pasa de un esquema de separación entre el sacerdocio y el pueblo en general, a una realidad de comunión y participación solidaria del único sacerdocio de la nueva alianza. Sin olvidar, por supuesto, que cada uno ejerce esta misión según el ministerio recibido, y que existe una diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común.

Pueblo de Dios y profecía. Pero dicha diferencia no puede hacernos olvidar que este pueblo mesiánico «participa también del carácter profético de Cristo». Además, el Espíritu Santo «reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición, y distribuye sus dones a cada uno según quiere para el bien común (lCor 12,11). Con estos dones, hace que estén preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios, que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (LG 12).

Pueblo de Dios y realeza. Por el bautismo, Jesucristo, vencedor de la muerte y Señor de la historia, nos hace partícipes de su soberanía: nos da una libertad soberana, capaz de enfrentarse con el reino del pecado (cf LG 36). Libera nuestra libertad y nos convierte en un pueblo de reyes.

Esta realeza nos invita a ser señores de nosotros mismos, sin otro compromiso que el de dejarnos guiar por el Espíritu y seguir siempre la voz de Dios, que en eso consiste la santidad. Pero también nos invita a colaborar, cada uno según su ministerio, en la liberación integral de todos los hombres. Y una manera de hacerlo consiste en «dedicarse con empeño a que los bienes creados por el trabajo humano, por la técnica y por la civilización, se desarrollen, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, al servicio de todos los hombres», y en «sanear las estructuras y condiciones del mundo, de tal forma que, si alguna de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes» (LG 36).

c) «La Iglesia existe para evangelizar» (EN 14). Estos tres aspectos (sacerdotal, profético y real) se resumen en una hermosa palabra: evangelizar. Como dijo Pablo VI, «evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (EN 14).

Juan Pablo II ha presentado como opción preferente para toda la Iglesia la nueva evangelización. Pero nos ha hecho una advertencia sabia: el hombre es el camino hacia Dios. Si queremos que se nos tome en serio cuando presentamos a Jesucristo, debemos partir del hombre concreto: de sus desengaños, de sus preguntas o falta de preguntas, de sus conquistas, sueños y realizaciones históricas. Y desde ahí, asumiendo el mundo como creación divina y lugar donde habita el Espíritu, la tarea hoy prioritaria es la evangelización.

4. LA PEDAGOGÍA DE DIOS. La catequesis toma sus orientaciones fundamentales de la pedagogía de Dios, y las desarrolla bajo la guía del Espíritu Santo (cf Directorio general para la catequesis, DGC 143). La catequesis sobre la Iglesia ha de actualizar principalmente los siguientes principios de la pedagogía divina:

a) La salvación en comunidad. Dios inició la historia de la salvación llamando y salvando a Abrahán como padre de los creyentes, para llevar la salvación por la fe a toda la humanidad (cf Rom 4,lss). Jesús, Mesías salvador, funda la Iglesia, comunidad de salvados, para extender el Reino de la salvación a todos los hombres (Mt 28,18-29). La Iglesia anuncia y realiza la salvación, orientando hacia el Reino «que está entre nosotros» (Lc 17,21), y hacia ella misma, comunidad-sacramento del Reino (cf DGC 139-141). La salvación y liberación de Dios es comunitaria.

b) La llamada a la vida teologal. Jesús, promotor de la humanidad nueva mediante la predicación del reino de su Padre, invita a un modo de vivir, sostenido por la fe-confianza en Dios, la esperanza en el Reino y la caridad fraterna (cf DGC 140). Esta llamada a la vida teologal alimenta el cuerpo eclesial y realiza la salvación de cada hombre.

c) La Iglesia de la Trinidad. El Concilio (LG 2-5) recuerda la realidad trinitaria subyacente en el misterio de la Iglesia: «Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). Por eso la Trinidad se hace visible en la vida y quehacer de la Iglesia: sus personas, su proyecto salvador, sus relaciones interpersonales, su unidad y pluralidad, su igualdad y comunión, su amor (Jn 4,8). Como la Trinidad, la Iglesia es comunión para la misión, comunión misionera (cf Mt 28,18-20), diálogo incansable y generoso con las personas (cf DGC 142-144).

El Vaticano II presenta a la Iglesia tal y como se percibe en los apartados anteriores.


II. Presentación catequética de la Iglesia

Ofrecemos aquí algunas pistas metodológicas generales y otras específicas según las edades.

Al abordar esta catequesis, hay que tener en cuenta, quizá más que en otras realidades reveladas: 1) el contexto social, marcado por la comunicación y el mundo audiovisual, que exige una verdadera conversión, especialmente en los adultos. La visión del mundo como aldea global favorece los aspectos de aproximación, integración, unificación, comunicación y liberación de la Iglesia, pero también entraña peligros de individualismo, descomposición de la comunión, introversión, aislamiento y sincretismo; 2) el testimonio de comunidades eclesiales vivas y dinámicas –que resulta, hoy más que nunca, determinante—, que transparenten a la Iglesia en tiempos y espacios determinados.

Las pistas metodológicas específicas según las edades las comenzamos por la etapa adulta, ya que su catequesis es punto de referencia para las catequesis de las otras etapas vitales (cf DGC 171).

1. EN LA ETAPA ADULTA (30-65 AÑOS).

En la edad adulta distinguimos dos períodos: de 30 a 49 años y de 50 a 65 años.

a) Adultos de 30 a 49 años. En este primer período, algunos datos a tener en cuenta podrían ser los siguientes:

Maduración humana y religiosa. Esta es una etapa de unificación de la persona, que pretende afirmar su autonomía y profundizar en su responsabilidad profesional. Asume riesgos, y lucha ante las dificultades. Siente el reto de la fecundidad: busca abrirse camino y construir su vida, su familia, la sociedad. Tiene capacidad para la relación, potenciada por los medios de comunicación e informáticos. Padece de inseguridad en el trabajo y de dificultad de adaptación a trabajos ajenos a su propia vocación. Todo esto le hace sobrevalorar el bienestar, la felicidad inmediata, el confort egocéntrico, con el riesgo de orillar importantes valores humanos y religiosos.

A esta etapa no le va lo institucional. Confunde la Iglesia con la jerarquía y los religiosos. La considera aburrida, no le dice nada. Sin embargo, desde sus raíces religiosas, esta etapa se identifica con ciertos ritos y se sirve de ellos, pero sin reconocer su significado cristiano. Su práctica religiosa alcanza un nivel muy bajo.

Pistas para la catequesis sobre la Iglesia. De cara a una precatequesis, se puede invitar a participar en pequeños grupos –heterogéneos en cuanto a edad y sexo–, de encuentro e intercambio de experiencias y opiniones, compuestos por cristianos adultos, en los que pueda experimentarse el reconocimiento de cada persona, la libertad, la cercanía cálida, la presencia viva de Jesús, la acción impulsora del Espíritu; es decir, grupos que sean experiencia y expresión de la  Iglesia-comunidad, que viven la comunión en el amor fraterno, y los distintos carismas, dinamizadores de actividades, que transforman, de algún modo, la propia comunidad eclesial y el entorno social.

Para realizar una catequesis, se puede proponer a la Iglesia como la obra de Cristo —su fundamento y fundador– y del Espíritu; madre que engendra e impulsa la Vida; cuerpo vertebrado, dinamizado por los carismas del Espíritu; comunidad viva, no ritualista o costumbrista; pueblo de Dios integrado por personas de todas las edades. En él, estos adultos son sujetos activos para evangelizar, para buscar y encontrar nuevos areópagos donde presentar el evangelio al mundo de hoy, en diálogo abierto y franco con él, en corresponsabilidad con la jerarquía, cuya función de servir, alentar, coordinar e integrar en la unidad católica aceptan, así como para transformar a la sociedad, según los criterios evangélicos.

Se tendrá en cuenta el sentimiento y la experiencia humana y cristiana como elementos unificadores del creyente. En esta edad se celebran con frecuencia el bautismo, las primeras penitencia y eucaristía, e incluso la confirmación, de los hijos; son momentos aptos para vivir una catequesis sobre la Iglesia, como pueblo y familia de Dios, como cuerpo de Cristo y fraternidad en el Espíritu. Pero se ha de prever cómo continuar la formación de los adultos que lo deseen, en grupos cristianos.

b) Adultos de 50 a 65 años. En este segundo período, habrá que tener en cuenta los siguientes datos:

Maduración humana y religiosa. Enraizada en la adultez, la persona intenta retener su vitalidad física y demostrar que sigue siendo útil, en un mundo que sobrevalora a los jóvenes. Si sufre la lacra del paro, su sensación de exclusión de inutilidad puede degenerar en depresión, con destrucciones irreparables en sí mismo, en la familia y aun en la sociedad. En estas edades, se desmembra la familia –estudios, matrimonio, independencia de los hijos...– y aparecen, en el horizonte, las primeras experiencias de soledad y una mayor consciencia de las propias limitaciones. Buscan evadirse de los problemas; pero se abren también perspectivas más positivas y hondas.

Las personas de estas edades van recuperando valores humanos del pasado; crece su capacidad de relativizar lo que antes consideraban absoluto. Parece resurgir lo religioso: recuperan la Iglesia y las prácticas religiosas, pero, en general, no como consecuencia de un encuentro vivo con Dios, con Jesús, sino atraídas por lo religioso como misterio, sin captar la hondura de sentirse miembro de la familia de Dios, ni responsable de los otros. Algunos vuelven a colaborar con la comunidad eclesial, en especial la mujer. Es un período espiritual y pastoralmente interesante.

Pistas para la catequesis de la Iglesia. Para una precatequesis, se puede proponer la Iglesia como lugar acogedor de encuentro, donde se celebra la vida, donde ño cabe el cumplimiento sino la sincera cordialidad, donde todos somos importantes y útiles y se valora la sabiduría de quien aprende con los golpes de la vida. Algunos pasajes bíblicos de los Hechos de los apóstoles y las Cartas apostólicas pueden ayudar a leer el propio grupo como grupo de Iglesia; también ayuda el testimonio de cristianos que cuenten su experiencia eclesial renovada; todo ello sembrado de momentos oportunos de oración en común.

En una catequesis, será bueno destacar a la Iglesia como familia de Jesús, convocada por su palabra, que crea vínculos más fuertes que los de la sangre y se reúne en torno al Padre; como maestra de vida, que ofrece el contenido vital de la fe, enseña a superar dificultades y cansancios y valora la utilidad de todas las edades al servicio del reino de Dios; como comunidad viva, pueblo universal, que tiene en cuenta los carismas personales y la sabiduría acogedora, adquirida en la lucha diaria a lo largo de los años.

Hay que partir de la vida y tener en cuenta que esta edad peca de querer quedar bien con todo el mundo, incluso con Dios.

2. EN LA ETAPA DE LA INFANCIA (0-5 AÑOS) Y LA NIÑEZ (6-11 AÑOS). a) Maduración humana y religiosa de los pequeños (0-5 años). El niño vive estos años seguro y feliz con los suyos. Es efecto de un estado general de confianza en quienes le atienden, especialmente en la madre, en sí mismo y en cuanto se percibe digno de tal confianza básica (E. H. Erikson). Este sentimiento le proporciona una conciencia rudimentaria de su identidad, que consolidará a lo largo de la vida, como base de una personalidad equilibrada. La familia es el ámbito primero donde despierta a ella y a las primeras relaciones grupales; es su primera educadora, como transmisora de valores para su personalización y socialización. Con frecuencia la socialización se amplía en las escuelas maternas o parvularios.

La confianza básica y demás valores interiorizados en el niño son condición indispensable para despertar –siempre con la ayuda divina– al sentimiento religioso, para abrirse a Dios. Este despertar conlleva: una actitud de confianza en Dios: «fiarse de él» y la intuición –más tarde convicción– de que la vida tiene sentido: «merece vivirse». El niño con esta confianza básica en la familia está abierto a fiarse de Dios, en quien creen los suyos; si experimenta felicidad, amistad, perdón, cariño incondicional de estos y demás valores, está predispuesto a valorar la vida. El despertar religioso nace en el clima afectuoso creado por los padres, y madura progresivamente con la educación del hogar. A esto llamamos personalización religiosa, que se complementa con la socialización religiosa, que muchos niños amplían en parvularios cristianos.

Pistas para la catequesis (en realidad precatequesis) sobre la Iglesia. Esta edad del despertar de los niños bautizados a la relación afectiva con Dios y con Jesús es la etapa del paso de la fe habitual, sembrada en el bautismo, al acto de fe, mediante realidades significativas de la naturaleza y de la familia. Susurrarle: «Dios lo ha hecho para ti», cuando el niño contempla la flor, el pájaro... Decirle: «¡Qué bueno es Dios que nos quiere a todos como una mamá o un papá!», cuando se siente querido, protegido de sus miedos... La precatequesis puede ser comunitaria, si las parvulistas creyentes educan en el despertar religioso. Más aún, unos padres y familiares no creyentes o unas buenas parvulistas, si viven estos valores, aunque no expliciten a Dios, están sembrando en el niño semillas del Verbo, valores del Reino; una verdadera preparación evangélica, propia de la acción misionera.

Esta precatequesis sobre la Iglesia impulsará más el despertar religioso, si en la familia: 1) oran los padres con el niño, con silencios, recogimiento y coloquio afectivo y directo con Dios, aludiendo a cada uno de la familia; 2) se celebran las, fiestas, el domingo..., y en ellas se comenta la asistencia de los adultos a misa, vienen los abuelos, la comida es festiva... para honrar a Dios, a Jesús y darle gracias; 3) se cuentan narraciones bíblicas –Moisés y el pueblo de Dios, David y el pueblo de Dios, Jesús y los apóstoles– en un tú a tú entre la madre-padre y el niño... Las parvulistas cristianas pueden favorecer el descubrimiento de la Iglesia con celebraciones muy sencillas, empleando expresiones de amor fraterno, etc.

b) Maduración humana y cristiana de los niños (6-11 años). El desenvolvimiento vigoroso de esta etapa lleva al niño a sentirse más integrado, más él mismo, afectivamente más estable, relajado, brillante en sus juicios, activo. Es la etapa de la propia iniciativa, con su planificación para acometer tareas, y de cierto sentimiento de culpa si no consigue las metas planeadas. Desarrolla gradualmente un sentido de responsabilidad moral y goza con el manejo de herramientas y útiles de trabajo (E. H. Erikson); el trabajo y el esfuerzo conformarán su personalidad. A la iniciativa se une el sentido de la industria: se somete a reglas para realizar sus trabajos, con atención y diligencia. La escolarización favorece este inicio de vida social. En ese encuentro con los demás descubre dos valores trascendentales: la justicia y la igualdad (M. Richard).

En su maduración religiosa, la familia continúa siendo el factor principal; sus relaciones con Dios son las aprendidas en la familia: amor y misericordia o lejanía y terror, aunque se abre a otros círculos de socialización religiosa: profesores y compañeros cristianos, amigos, grupo de catequesis parroquial. Hoy muchas familias son religiosamente indiferentes y no alimentan el sentido religioso de sus hijos. Por esta increencia práctica o creencia no practicada, muchos niños no interiorizan ni la existencia ni el ser auténtico de la Iglesia. Sin embargo, al prepararse a los primeros sacramentos (penitencia y eucaristía), ellos y sus familias (sus madres) encuentran a la Iglesia en la comunidad parroquial. ¿Qué imagen de Iglesia se les ha de ofrecer a unos y a otras?

Pistas para la catequesis sobre la Iglesia con niños entre 6 y 9 años. En estos niños, por edad y, en muchos casos, por familia, no se puede suponer el despertar religioso, ni la vivencia de sentirse en una comunidad cristiana. La catequesis de iniciación cristiana abre a los niños a las realidades centrales de la fe, entre las cuales está la lglpsia como familia. Esos mensajes centrales se hacen precatequesis de la Iglesia, si hacen referencia a los grupos experimentados por los niños: familia, amigos, compañeros de clase y profesor, grupo de catequesis con su catequista... Así captarán que la comunicación real con esos muchos, vivida por ellos mismos, tiene bastante que ver con el propio grupo de los amigos de Jesús. Hay que aludir a la comunidad de adultos y jóvenes de la parroquia y aun presentar a los niños a la comunidad parroquial. Más aún, conviene hacer con los padres una precatequesis de la Iglesia, invitándoles a una reunión con grupos parroquiales, que les ayuden con sus testimonios a descubrir el nuevo rostro de la Iglesia posconciliar. ¡La gran desconocida para ellos!

Pistas para la catequesis sobre la Iglesia con niños de 9 a 11 años. Tampoco en estos niños podemos suponer, hoy, arraigados ni el despertar a la amistad con Dios Padre y con Jesús ni la vivencia comunitaria de la fe. La catequesis es necesaria, después de la primera eucaristía, hasta el final de los 11 años. Por su actividad industriosa hacia fuera, la vida afectiva de estos niños es menos intensa, y su relación con Dios y con lo religioso suele enfriarse. Pero su interés por los conocimientos históricos puede favorecer un acercamiento admirativo a la Iglesia-comunidad de los seguidores de Jesús, con testimonios de creyentes, de ayer y de hoy, de aquí o de tierras de misión. Todos ellos, en grupos de Iglesia, desarrollan actividades humanizadoras, convencidos de que Dios está con ellos y ellos son colaboradores de Dios. Convendrá: 1) narrar la historia bíblica de Jesús en Palestina, dentro de la cultura judía: cómo llama a los discípulos, cómo estos lo siguen, cómo viven, cómo lo abandonan y cómo Jesús ya resucitado vuelve a reunirlos; cómo se extienden la Iglesia y sus comunidades a partir de pentecostés, y cómo el Espíritu sigue actuando hoy en la Iglesia y en el mundo; 2) narrar los hechos de la historia de la Iglesia en que se vea a personas que han seguido a Jesús y han fundado grupos eclesiales, dedicados a los necesitados: san Juan de Dios, san Francisco de Asís, Santiago Alberione, Teresa de Calcuta...; 3) acabar las sesiones con momentos de oración comunitaria de admiración, de alabanza, de acción de gracias..., porque estas acciones las siguen realizando hoy los seguidores de Jesús.

Estas catequesis serán verdaderas, si el punto de partida no es la indiferencia, sino la fe. En este caso, la fe en la Iglesia crecerá hasta amar a la comunidad de Jesús, donde viven los que lo siguen y le dejan actuar a través de ellos. No olvidar la fuerza del grupo en catequesis, como rodaje de la experiencia de Iglesia y de sus miembros activos y corresponsables, hacia dentro y hacia fuera, para la comunión y para la misión. Si nos encontramos con grupos todavía no abiertos a la fe, habrá que hacer estos planteamientos más en línea de precatequesis que de catequesis.

3. EN LA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA (12-14 Y 15-18 AÑOS). a) Maduración humana y cristiana de los preadolescentes (12-14 años). La preadolescencia es época de reorganización, dolorosa y gozosa, de la personalidad del niño. Como reconoce el Directorio general de pastoral catequética de 1971, en ella empieza la trabajosa búsqueda de una nueva identidad personal (cf DCG 83). Es tiempo de introversión y de confusión en su vida. Para salir de esta desidentificación, tiende a identificarse con los héroes o líderes de la pandilla en que se arropa, como modelos de la identidad buscada.

El desarrollo intelectual al final de la niñez (9-11 años) y el brote confuso e incipiente de una nueva personalidad, desestabilizan su vida religiosa, hasta provocarle una crisis: tensión entre razón y fe, entre fe y ética, con períodos en que siente el apoyo de Dios y otros en que experimenta su total abandono o un temor sacro hacia él. También en el orden religioso, el grupo es el baluarte del preadolescente; sus confidencias religiosas las compartirá con pocos, pero el apoyo moral lo encuentra en grupos de clima religioso.

— Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. Por lo expuesto, el preadolescente, sobre todo si no ha participado en la catequesis de la niñez adulta (9-11 años), no es apto para una catequesis estricta de iniciación cristiana: orgánica, sistemática, integral y básica (cf DGC 65-68 IC 39ss). La educación de la fe para la mayor parte de los preadolescentes ha de desarrollarse entre la precatequesis y la catequesis, dado que la fe aparece inestable, necesitada de aliento y consolidación, aunque también necesita unos conocimientos sustanciales del mensaje de Jesús.

La precatequesis sobre la Iglesia puede apoyarse, sobre todo, en el grupo preadolescente. Este: 1) realiza acciones periódicas, por ejemplo, en favor de personas necesitadas —juegos con niños enfermos, recogida de papel para el tercer mundo, limpieza del barrio, campañas, funciones de teatro, rastrillos...— con la colaboración de todos; 2) reflexiona sobre lo hecho a la luz de pasajes evangélicos, en que grupos de discípulos se entregan a los demás, o a la luz de modelos cristianos de identificación: por ejemplo, Francisco y Clara de Asís, su tiempo, su obra de reconstrucción de la Iglesia en ruinas; religiosos y seglares en la obra latinoamericana de Fe y Alegría, en favor de niños y jóvenes sin porvenir, etc.; 3) termina orando todos juntos. La figura del animador es capital como modelo de identificación personal y como persona de Iglesia y de Espíritu. Hay que ofrecerles también una síntesis del mensaje cristiano sobre la Iglesia en lenguaje significativo (cf DCG 188).

b) Maduración humana y cristiana de los adolescentes (15-18 años). El adolescente adulto persiste en la búsqueda de su nueva identidad. Ensimismado, toma lentamente conciencia de su propio yo, quiere afirmarse a sí mismo, autorrealizarse. Esto se da en común con los de la misma edad, de ahí su gusto por la vida en grupo. Con frecuencia se afirma a sí mismo oponiéndose a actitudes autoritarias, paternalistas, defendiendo su autonomía personal. Sufre por su inconstancia. Suele ser radical por una autosuficiencia que lo lleva al protagonismo. Le ilusiona su impulso vital. Por su sensibilidad, percibe hondamente la ternura y la belleza y siente anhelos de amistad sincera. A veces, decepcionado, busca salidas fáciles y placenteras.

Los adolescentes ahondan, con frecuencia, su crisis religiosa de la preadolescencia. Revisan críticamente su religiosidad y construyen su vida religiosa a su gusto: religiosidad a la carta. Aceptan el hecho cristiano, pero con contenidos difusos. Muchos identifican a la Iglesia como una institución del pasado, sin utilidad para sus vidas. Rechazan las prácticas impuestas en su infancia. La mayoría de los adolescentes viven en esta nueva evangelización: necesitan ser llamados a la conversión a Jesús, el Señor, y a su causa, el reino de Dios, cuyo signo más cualificado es la Iglesia.

– Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. La precatequesis y catequesis de adolescentes están insertas dentro de una pastoral más amplia. Es frecuente celebrar en esta etapa el sacramento de la confirmación y la catequesis queda teñida por la referencia a él. En todo caso, se puede decir que la precatequesis y la catequesis de adolescentes sobre la Iglesia están muy cerca una de otra.

Hay que partir, en general, con una precatequesis para recuperar la conversión inicial al Salvador. En cuanto a la precatequesis sobre la Iglesia, puede ayudar el valorar entre todos al propio grupo con sus características. Después se presentará la Iglesia como fraternidad: acogedora, cálida, viva, donde se sientan reconocidos, responsables de una tarea, y donde los adultos, firmes y seguros, son capaces de encontrarse, de dialogar con ellos, sin imposiciones; se rememorarán las comunidades de los Hechos de los apóstoles y de las Cartas apostólicas, y el estilo de vida de los primeros cristianos, y se evocará la raíz de esta fraternidad y la de aquellas comunidades primeras: el espíritu del Padre y de Jesús.

En el último tercio del proceso preconfirmatorio, ya se podría realizar una catequesis de iniciación cristiana, que proponga a la Iglesia como familia, que enriquece la vida recibida en el bautismo con el espíritu de testigos por la confirmación; como comunidad orante, en la que se vive una espiritualidad confiada, perceptible por los sentidos, que afirma la identidad de cada uno de sus miembros (contemplación); y como Iglesia al servicio del mundo, que les impulsa a corresponsabilizarse en la transformación del entorno, incluso de las estructuras de la sociedad (lucha).

Tanto en la precatequesis como en la catequesis, se cuidará la participación activa y el lenguaje simbólico, elemento básico del mundo audiovisual en que se mueven.

4. EN LA ETAPA DE LA JUVENTUD (19-29 AÑOS). a) Maduración humana y cristiana de los jóvenes. Los jóvenes, reticentes a la ley, a la autoridad y a la institución, se dejan estimular por personas de prestigio (consejeros), para caminar hacia un ideal de vida y abrirse a las relaciones sociales. Para ello es importante la independencia de sus padres, cosa no fácil por la escasez de empleo; la dependencia económica de la familia condiciona su libertad y autonomía; pero se esfuerzan por lograrla. El ideal de vida amplía horizontes hacia nuevas metas: casarse, tener hijos, asumir nuevas responsabilidades en el trabajo, en ONGs, en política.

En general, afirman creer en Dios y en Cristo, pero no en la Iglesia. Muchos la consideran como estructura de poder, limitadora de libertad, manipuladora de la personalidad, incoherente con el evangelio. Sus contactos con ella son esporádicos. Muchos se identifican con líderes carismáticos, cristianos o no, y con ciertas expresiones de religiosidad —cofradías, romerías, representaciones de la Pasión— en las que se sienten protagonistas, pero no comprometidos con la auténtica fe y sus consecuencias. Lo llamativo es que, cuanto más necesitan del evangelio para tomar decisiones vitales e iluminar el campo del amor y del trabajo, precisamente más alejados están de la Iglesia.

b) Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. Una precatequesis sobre la Iglesia se ha de presentar como una entrada en ese mundo de los valores que ellos mismos anhelan, distinto al que ofrece la sociedad de consumo. Pero, previamente, habrá que reconocer algunos errores de la Iglesia a lo largo de los últimos siglos: autoritarismo, educación por el miedo a la condenación eterna, vinculación a los poderosos, riqueza de la Iglesia, etc. Después, se puede presentar el rostro de la Iglesia madre, acogedora, samaritana, volcada sobre las miserias de sus hijos, los hombres... mediante obras de Cáritas, voluntarios, misioneros...

En la catequesis, se puede proponer la Iglesia como comunidad de discípulos que siguen a Jesús, firme, testimonial, auténtica; como lugar de encuentro de Dios con los hombres, en Jesucristo, cálida, acogedora, fraterna, solidaria con los débiles, liberadora y potenciadora de valores con los que nos invita a servir a los demás, a transformar el mundo: su misión es realizar el reinado de Dios, que es la fraternidad entre sus hijos. Así, la catequesis ayudará a los jóvenes a pasar de una actitud introspectiva y egocéntrica a una actitud social, según la misión propia de todo miembro de la Iglesia.

Los catequistas serán testigos de los valores humanos y evangélicos y miembros de una comunidad cristiana, que integra todas las edades y testimonia, en la vida, la fe en el Dios de Jesucristo y su obra, una Iglesia para el mundo. A esta edad, de manera privilegiada, es primordial sentir el impacto de los testigos (cf EN 76 y 78). «Sentir es lo primero» (P. Babín).

5. EN LA ETAPA DE LOS MAYORES (65 AÑOS EN ADELANTE). a) Maduración humana y cristiana. Los mayores tienden a recordar el pasado con añoranza. Tienen necesidad de sentirse queridos, agudizada quizá por largos momentos de soledad, casi siempre no deseados. Necesitan sentirse útiles. Se resisten a los cambios. Cuando estos se producen, suelen acelerar su decrepitud, sobre todo si los sienten como perjudiciales.

Los mayores, en sus conversaciones sobre los acontecimientos, hacen referencia a Dios y a lo religioso en general, de manera espontánea, pero más por costumbre que desde una fe madura. Son pasivos; no se sienten miembros activos de la Iglesia. Para muchos, esta es una institución en la que siempre se aprende algo bueno, que ayuda; una seguridad para el futuro, para la otra vida. Otros, sin embargo, la consideran como una institución rica y poderosa, y la rechazan como algo negativo. Sobre todo a los hombres, les lleva a guardar, respecto de ella, un, escepticismo práctico.

b) Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. Para una aproximación de precatequesis, se les puede ofrecer la Iglesia como una familia cálida, acogedora, de la que frecuentemente están faltos, en la que se les reconoce, se les valora, se les ofrece amor y la calidad de vida que desean, como miembros que tienen mucho que aportar. Ella, como la sociedad, necesita su madurez y su riqueza experiencial. Cuando esto ocurre, los mayores se sienten revitalizados y son capaces de rendir lo increíble. La apertura al evangelio podría hacerse con pasajes como las parábolas del Reino y los Hechos de los apóstoles; pero sería más eficaz aportar hechos de la historia de la Iglesia en que se palpe su condición de comunidad abierta, como Jesús, a las necesidades del mundo de los pobres, como experta en humanidad.

En un proceso ya de catequesis, se les puede ayudar a descubrir a la Iglesia como expresión de la comunidad trinitaria, la familia de los tres en la que nos integramos como hijos de Dios. Se les ha de recordar la mirada comprensiva de Dios a lo largo de su vida, así como la bondad de tantos cristianos y cristianas que los han acompañado en su larga historia. También se les puede ayudar a descubrir a la Iglesia como expresión temporal de la fraternidad plena y definitiva a la que la familia eclesial es invitada por el Padre. La Iglesia es la madre que acompaña en el último tramo de la vida con las celebraciones sacramentales, especialmente de la eucaristía, la penitencia y la unción de enfermos.

El catequista favorecerá un clima de confianza, que ayude a compartir y valorar los acontecimientos, y estará atento a la presencia del Señor en la vida de ellos. Potenciará una catequesis que rehabilite el sentimiento, la experiencia y el silencio contemplativo en los encuentros de los mayores con Dios y con Jesús, que les permitan sentirse a gusto cuando rezan y oran, y hasta familiarizarse con Dios, Padre siempre cercano cuando lo necesitamos, y que se manifiesta en quienes los rodean, los ayudan y los quieren.


III. Conclusión

Para terminar la catequesis sobre la Iglesia, conviene advertir que hemos considerado a la Iglesia como objeto específico de catequesis, una realidad revelada que de ninguna manera puede estar ausente en la catequesis cristiana. Es una pieza clave del mensaje de Cristo. Pero la Iglesia no se conforma con ser catequizada de esta manera. La Iglesia es una realidad que impregna todo el mensaje cristiano; es expansiva y abarcante, colorea las otras realidades reveladas.

Por eso, la catequesis de la Iglesia ha de completarse con la catequesis que descubre a los creyentes la dimensión eclesiológica: de María, de los sacramentos, de la moral evangélica, de los ministerios profético y litúrgico, del servicio de la caridad, de la salvación-liberación cristiana, de la oración, de la vida teologal, de la realidad del pecado, del testimonio cristiano, etc. Esta eclesialidad del mensaje evangélico, incluso con otros armónicos o matices (cf DGC 105), pertenece también a la catequesis sobre la Iglesia.

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Juan Antonio Paredes Muñoz,
Francisco Pérez Pinel y
Francisco Molina de Gabriel