IDENTIDAD CRISTIANA
NDC
 

SUMARIO: I. Razón de su planteamiento: 1. La identidad en la comprensión del cristiano; 2. La identidad en la antropología cristiana; 3. La identidad en la vida del cristiano. II. Naturaleza de la identidad cristiana: 1. El «ser en Cristo» en la identidad cristiana; 2. El «ser en la Iglesia» del cristiano; 3. El sacerdocio bautismal del cristiano; 4. La fraternidad en la identidad cristiana; 5. La secularidad del cristiano; 6. La estructuración de la persona cristiana.


I. Razón de su planteamiento

Resultaría fácil aducir una serie de razones que justificasen suficientemente el porqué del estudio del término identidad cristiana, pero vemos que esa indagación está de más cuando en la actualidad sentimos muy cerca, en la propia carne, la necesidad absoluta y perentoria de definir, de presentar y de urgir la identidad cristiana. No hay mayor razón que la propia necesidad1. ¿Dónde descubrimos esta necesidad? ¿Cuáles son sus manifestaciones?

1. LA IDENTIDAD EN LA COMPRENSIÓN DEL CRISTIANO. Aunque no sea el momento de entrar en los análisis que se nos ofrecen para explicarnos la incidencia que la mentalidad actual está teniendo sobre el cristiano2, es obligado que constatemos una situación muy generalizada entre nosotros, en la que la realidad cristiana tiende a diluirse. Detectamos esta tendencia en el oscurecimiento progresivo de la verdad ontológica de la persona cristiana, como nos lo advirtió el Vaticano II: «Son muchos los que, hoy en día, se desentienden de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan explícitamente» (GS 19). La vemos, también, en el relativismo ético dentro de las relaciones sociales: «Es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad»3, y está muy presente en el comportamiento de los cristianos, como recuerda el Directorio general para la catequesis: «No falta tampoco un cierto número de bautizados que, lamentablemente, ocultan su identidad cristiana, sea por una forma de diálogo interreligioso mal entendida, sea por una cierta reticencia a dar testimonio de su fe en Jesucristo en la sociedad contemporánea» (DGC 26). El hecho de la difuminación o de la pérdida de contornos de lo cristiano está a la vista.

Pero también está a la vista que la comprensión del cristiano no podrá obtenerse desde unos planteamientos parciales o reduccionistas a la baja, que desfiguran lo que es ser cristiano; la comprensión auténtica sólo puede hacerse desde los elementos esenciales de la identidad cristiana, presentados en su verdad y en su radicalidad, dentro del contexto cultural en el que nos movemos. Es necesario que, con urgencia, respondamos hoy al reto de la recomposición del creer, tanto en su dimensión óntico-religiosa con Dios como en la dimensión ético-política de la experiencia cristiana. No cabe otro planteamiento que garantice la comprensión del ser cristiano.

A título de ejemplo, nos referimos a dos situaciones concretas en las que se hace muy patente la necesidad de tener una visión completa de todo lo que entraña ser cristiano. En primer lugar, está la rica experiencia que le supone a la persona cristiana ser y vivir como cristiano, que es algo más que el mero cumplimiento de normas, e incluye vivir las relaciones nuevas con Dios, con el hombre y con el universo. Este nivel de experiencia es connatural al cristiano. Consecuentemente, todo cristiano, que está llamado a vivir la experiencia completa de su ser cristiano, deberá contar con la mejor comprensión posible de su identidad cristiana. Desde esta perspectiva, se comprende que los planteamientos parciales de lo que es ser cristiano recortan y hasta adulteran la experiencia cristiana. En segundo lugar, nos referimos a la nueva evangelización, a la que estamos todos llamados (ChL 33-35). Después de tomar conciencia de lo que es esta llamada, y de contar con los primeros resultados, está apareciendo con mucha fuerza que la nueva evangelización carecerá de toda garantía si no ofrece la comprensión del cristiano desde su misma identidad. La identidad cristiana aparece del todo necesaria a la nueva evangelización.

2. LA IDENTIDAD EN LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA. Todos conocemos la preocupación que actualmente existe por ver al cristiano y presentarlo más allá de un sujeto que tiene unas creencias y pretende responder a ellas con la mayor fidelidad posible. Sabemos que ser cristiano es mucho más que responder a la normativa del evangelio, que implica a toda la persona, desde lo más profundo de su ser. Precisamente en esta línea se sitúa la catequesis, que tiene este objetivo: «Debe anunciar los misterios esenciales del cristianismo, promoviendo la experiencia trinitaria de la vida en Cristo como centro de la vida de fe» (DGC 33); y que, consecuentemente, debe tener muy en cuenta la vida en Cristo con las relaciones con el Padre y el Espíritu, propias de quien participa de Cristo.

Contamos, pues, con una antropología cristiana, que es la forma de entender a la persona cristiana desde lo que ella es por su relación con Cristo4. Es impensable una antropología cristiana al margen de lo que la persona cristiana es. La referencia a la identidad es insustituible.

3. LA IDENTIDAD EN LA VIDA DEL CRISTIANO. Es frecuente encontrar en la vida del cristiano dos planteamientos extremos: por un lado, está la postura de quien entiende la vida cristiana desde uno mismo, acomodándola a los propios intereses, y por otro, está la línea de quien predominantemente ve la vida cristiana como fuente continua de exigencias y de renuncias dolorosas. Y en el mismo extremo se encuentra el que ve al cristiano básicamente como sujeto de obligaciones y de deberes, en quien deben encontrar eco todas y cada una de las exigencias, aun las más dispares, que se vayan presentando según las sensibilidades del momento. Pero es claro que en ambos extremos hay un olvido total de lo que es ser cristiano.

Conviene recordar que la identidad es anterior a los propios planes y debe informar el proyecto personal; y que la exigencia, que no tiene por qué rebajarse, debe nacer de la misma identidad. Cuando se valora y se acepta la identidad en lo mucho que es, aparece sin más una línea nueva de comportamiento. Si el cristiano, por su incorporación a Cristo, cuenta con la nueva relación de hijo con Dios y de hermano con el hombre (Gál 4,4-7; Ef 1,5; Rom 8,29), está abierto al futuro –«con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,6)– y, liberado de toda esclavitud, tiene una postura libre en el mundo (Col 2,20), no puede no aceptar que su vida esté marcada por la identidad. La conclusión a la que se llega es obvia: no podrá entenderse la vida del cristiano sin su identidad.

Todo el recorrido que acabamos de hacer ha puesto al descubierto la absoluta necesidad de la identidad cristiana. Tanto la comprensión del cristiano como la antropología cristiana y la vida del cristiano, no admiten ningún planteamiento que no parta de la identidad. Es el momento de reafirmar la identidad cristiana.


II. Naturaleza de la identidad cristiana

Está a la vista la insistencia por subrayar la necesidad que existe actualmente de la identidad cristiana; pero, precisamente por el acento que ponemos en ella, no podemos caer en la simplificación de la identidad, reduciéndola a su núcleo teológico. Es necesario llegar a la identidad completa del cristiano. Cuando hablamos de la identidad humana no nos referimos sólo al ser de la persona en sí, sino que lo situamos en el contexto socio-cultural concreto, y dentro de su momento bio-psíquico personal; entonces podemos decir que llegamos a su identidad completa. Lo mismo nos ocurre cuando planteamos la identidad del cristiano. La identidad completa del cristiano incluye la dimensión teológica, la dimensión o realización sociológica y la dimensión psicológica5.

Está más que justificado que el «ser en Cristo» del cristiano sea considerado como el punto clave, tanto para la comprensión del cristiano como para su vida; pero esta referencia a la dimensión teológica, aunque siga siendo esencial e irrenunciable, es insuficiente. No podemos olvidar que la posición del cristiano en el mundo es el punto difícil y grave en el momento actual; y así se explica que la realización sociológica del cristiano en su contexto le sea totalmente imprescindible para llegar a una identidad existencial concreta. Y también debe tenerse muy en cuenta el momento psicológico del cristiano, porque son muchos los aspectos que desde la exigencia bio-psíquica deben estar presentes para garantizar el proceso de la vida y de la persona del cristiano. Dejamos constancia de que la identidad completa del cristiano incluye el «ser en Cristo», en un contexto socio-histórico concreto, y dentro de su momento bio-psíquico personal; y lo tendremos muy presente en la reflexión que vamos a hacer. Nos centramos ahora en los puntos que consideramos básicos y esenciales de la identidad cristiana.

1. EL «SER EN CRISTO» EN LA IDENTIDAD CRISTIANA. Estamos ante el punto radical de la identidad cristiana, desde donde se explica el gran cambio de la condición humana6. La misma vida en Cristo, que es característica de la identidad cristiana, parte de su ser en Cristo.

Son muchos los textos que nos hablan de ser en Cristo. San Pablo utiliza con muchísima frecuencia la expresión «en Cristo», donde sitúa la realidad nueva del ser cristiano. Afirma que el cristiano es (existe) en Cristo (ICor 1,30; Rom 8,1); que quien está en Cristo es nueva criatura (2Cor 5,17), es uno en Cristo Jesús (Gál 3,28) y está santificado en Cristo (1Cor 1,2). Y san Juan presenta esta realidad nueva del ser cristiano con las expresiones «nacer de Dios» (1 In 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.18), «ser de Dios» (1Jn 4,4.6; 5,19) y «permanecer» (Un 2,5.6.24.27; 3,6.24; 4,12-16; Jn 6,56; 15,4-10)7. A estas expresiones debe sumarse el término koinonía, muy presente en san Pablo (1Cor 1,9; 10,16; 2Cor 13,13) y en san Juan (lJn 1,3.6; Jn 14,20). Todos estos textos indican un cambio radical en el cristiano con una connotación ontológica nueva.

Conviene subrayar que el punto de partida de nuestro ser en Cristo no es nuestra iniciativa personal, como si todo se redujera a nuestra intención de ser en él, de vivir en él y de imitarlo para configurarnos con él, sino la autodonación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El dato fundamental en el cambio de la relación entre el hombre y Dios es el don que Dios hace de sí mismo. Esta autodonación de Dios, que es llamada gracia increada, es el factor radical de la regeneración del hombre nuevo8.

Resulta llamativo contemplar la autodonación de la Trinidad al hombre desde la clave de la entrega, muy presente en el Nuevo Testamento. El Padre, al entregar al Hijo como lo más querido (Rom 8,32; Jn 3,16), se entrega a sí mismo en Cristo: «En Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo» (2Cor 5,19). El Hijo, por su parte, hace suyo el designio del Padre: «El Hijo del hombre... ha venido a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28) y, entregándose, secunda la entrega que hace de él el Padre (Heb 10,5-10; Gál 1,4; Flp 2,8). Y a la entrega de Jesús está asociado el envío –la entrega (Jn 19,30)– del Espíritu: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7)9. Esta autodonación de Dios, verificada en la entrega de las tres personas divinas, fundamenta y cualifica la nueva relación de Dios con el hombre.

El resultado es la nueva criatura en Cristo. La nueva condición del ser en Cristo es participar del ser mismo de Cristo como Hijo encarnado del Padre. El cristiano es en Cristo, y en Cristo vive su vida, que es trinitaria.

Al ser en Cristo, participamos de su relación de filiación: somos hijos en el Hijo, entrañados en el Padre (Rom 8,14-17; Gál 4,4-7; 1Jn 3,1); participamos de su relación de fraternidad: en Jesús somos hermanos de todos, entrañados en la solidaridad de todos los hombres (Rom 8,29; Col 1,18; 1Jn 3,11.24); y participamos de su relación de señorío sobre el mundo (Mt 12,8; Col 2,20).

Si aceptamos que, al ser en Cristo, participamos de su ser de Hijo, estamos aceptando la divinización del hombre. No debe extrañarnos el planteamiento, ya que está presente en los santos Padres, desde san Ireneo: «El Hijo de Dios se hizo hijo del hombre para que el hombre, unido íntimamente al Verbo de Dios, se hiciera hijo de Dios por adopción» (Sur chrétiens, 34, 336); está presente en la oración de la Iglesia: «Haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable» (misa de medianoche de navidad); y se encuentra en la reflexión teológica actual, para la cual la presencia de Dios es la gracia increada y la divinización o la participación de la vida de Dios es la gracia creada, y le resulta imprescindible la divinización del hombre cuando se plantea la gracia10.

Para entender la identidad cristiana no es suficiente conocer todo lo que significa ser en Cristo, sino que se necesita llegar a la experiencia de ser criatura nueva en Cristo. Si lo propio del cristiano es vivir con el Padre la relación de hijo en el Hijo (Jn 1,12-13; 11,52; Un 3,1.2.10; 5,2), no basta con reconocer doctrinalmente que Dios es nuestro Padre y aceptarlo, sino que se trata de vivirse hijo en el Hijo, en relación con el Padre. Lo mismo diríamos de la relación de hermano con todos los hombres en Cristo (Mt 28,10; Jn 20,17; Rom 8,29): no basta con saber que todos los hombres son hermanos y que nuestro comportamiento debe ser de hermanos, sino que se trata de la experiencia de ser y vivirse hermano de todos en el Hijo. Y añadiríamos nuestra relación con todo el universo: no basta con saber que, desde la pascua, Cristo es el Señor (iCor 8,6), y que el cristiano participa de su señorío, sino que se trata de vivirse con libertad y con gozo en el mundo.

En este contexto se enmarca lo que es seguir a Cristo, tema que resulta fundamental en la vida cristiana11. Apuntamos solamente esta nota: ha sido frecuente identificar el seguimiento con el proyecto personal de compartir la vida con Cristo, de imitarle, de seguir sus huellas para hacerse como él, dependiendo todo de uno mismo. Y la realidad es muy distinta: Cristo comparte su vida con nosotros y de su participación somos en Cristo. Y el seguimiento, que debe vivirse, es consecuencia del ser en Cristo. Quien es en Cristo, le sigue. Nuestro seguimiento es de hijos y de hermanos en él.

2. EL «SER EN LA IGLESIA» DEL CRISTIANO. Aunque de entrada suponga, quizás, alguna extrañeza incluir en la identidad cristiana la relación con la Iglesia, sin embargo pronto se verá la necesidad de reafirmar que se es cristiano en la Iglesia; que no es primero ser cristiano y una vez que se es cristiano se agrega a la Iglesia y se relaciona con ella, según las disposiciones personales, sino que es constitutivo del cristiano ser en la Iglesia. Es obvio que, ante las posturas tan diversas que se dan entre los cristianos, se busque fundamentar el ser en la Iglesia del cristiano.

En primer lugar, situamos al cristiano en la Iglesia tratando de comprender lo que le supone al ser cristiano su relación con la Iglesia, qué relación existe entre el ser cristiano y la pertenencia a la Iglesia. Para acercarnos a estas cuestiones contamos con la aportación de la Iglesia misterio: «La Iglesia es misterio, obra divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana»12; de la Iglesia comunión: «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) y de la Iglesia misión: «La Iglesia peregrinante es, por naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (AG 2). Tengamos muy presente que se trata de la Iglesia misterio que, brotando del misterio de la Trinidad, tanto en el interior de sí misma como en su actividad evangelizadora, es simultáneamente misterio de comunión y de misión: «No garantiza su misión más que estando unida al Padre por el Hijo en el Espíritu. No permanece en la comunión de las personas divinas más que si cumple la misión para la que Dios la llama»13. Desde la comprensión de la Iglesia misterio entenderemos la comunión y la misión de la Iglesia en todos sus miembros; y en el misterio de la Iglesia se entiende y se vive toda la realidad profunda del cristiano.

Planteamos, a continuación, la función de mediación que tiene la Iglesia para el cristiano. Es necesario este cambio de perspectiva, porque no es suficiente ver al cristiano como miembro de una comunidad de creyentes, en comunión con ellos, compartiendo la misión, sino que hay que verlo también acogiendo la mediación que la Iglesia le ofrece y de la que él está necesitado. No se puede olvidar que la Iglesia es también medio de salvación y misterio de gracia para todos y cada uno de sus miembros. Es verdad que la Iglesia es obra de Cristo, pero a su vez es instrumento de Cristo para obrar la salvación, como nos lo está indicando su sacramentalidad. Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo; ella es asumida por Cristo «como instrumento de redención universal» (LG 9), «sacramento universal de salvación» (LG 48), y «la mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia» (LG 8). La conclusión no se deja esperar: no es suficiente que el cristiano tenga en la Iglesia una postura activa de entrega y de servicio a favor de los demás, sino que necesita acoger el don de la Iglesia en su mediación.

Todo esto nos hace ver la importancia que tiene que el cristiano comprenda que su relación con la Iglesia es mucho más que una referencia que está a merced de una colaboración generosa con ella: es además constitutiva de su ser cristiano. En la identidad cristiana entra el ser en la Iglesia.

3. EL SACERDOCIO BAUTISMAL DEL CRISTIANO. Si nos situamos en un plano teórico doctrinal, no es problema reconocer que por el bautismo los cristianos participan del sacerdocio de Cristo; pero, ¿qué contenido tiene para nuestra gente? Es verdad que actualmente se recurre con facilidad al sacerdocio común de los fieles; pero la indiferencia se mantiene, y se disparan las preguntas: En nuestro entorno eclesial, ¿está asumido suficientemente el sacerdocio común? ¿Es reconocido como valor al que se responde experimentando una atracción por él? ¿Hasta qué grado se ve necesario el sacerdocio común para ser cristiano? Lo del sacerdocio común, ¿es en concreto algo más que un recurso para argumentar a favor de los derechos de los fieles cristianos en la Iglesia? La identidad cristiana tiene mucho camino que recorrer para incorporar de forma plausible el sacerdocio común.

El hecho del sacerdocio común en el cristiano es innegable. Lo presenta el Vaticano II (LG 10) de forma explícita, en continuidad con una doctrina de siempre, que ha tenido una trayectoria ininterrumpida de aceptación, sin sombras, desde los orígenes del cristianismo, como nos lo indican los textos de lPe 2,5.9 y Ap 1,6; 5,10; 20,614. En el momento actual, el Catecismo nos ofrece esta clara síntesis: «Los bautizados vienen a ser piedras vivas para la "edificación de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo" (1Pe 2,5). Por el bautismo participan del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son "linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa" (1Pe 2,9). El bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles» (CCE 1268).

Participar del sacerdocio nuevo de Cristo es un cambio total de la situación religiosa del hombre. Las barreras entre el pueblo y Dios están superadas, y el cristiano tiene en Cristo «libre acceso a Dios» (Ef 3,12), puede entrar en el santuario de Dios (Rom 5,1), más aún: «vosotros sois templos de Dios» (lCor 3,16; 6,19; Ef 2,22); y el sacrificio, tan propio en el ejercicio de todo sacerdocio, es la propia existencia del cristiano (Rom 12,1; Heb 10,7-9.36). Es la nueva realidad del cristiano, que participa del sacerdocio de Cristo.

No nos basta con ver al cristiano sacerdote, sino que debemos verlo ejerciendo su sacerdocio; el cristiano es sacerdote ejerciendo su sacerdocio. El Catecismo, inmediatamente después de afirmar: «Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal», añade: «Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, sacerdote, profeta y rey» (CCE 1546). Ante el contenido de este texto, conviene subrayar que el cristiano ejerce su sacerdocio bautismal participando de la misión de Cristo en su triple función. Esta visión se confirma en la Christifideles laici, que dedica el amplio número 14 a la participación de los fieles laicos del triple oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, y desarrolla el alcance de su contenido. También conviene tener presente lo que se dice al final de dicho número: «Se trata de una participación donada a cada uno de los fieles laicos individualmente; pero les es dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del Señor» (ChL 14).

En este contexto debe situarse la misión del cristiano, que se enraíza en el sacerdocio bautismal, y pertenece a la identidad cristiana. No suele ser extraño concebir la misión como dato supererogatorio al ser cristiano y apelar a la generosidad personal y a la obligación moral como miembro de una Iglesia, que es misionera, para motivar el servicio a favor de los demás. Pero, por lo que acabamos de ver, la misión en su triple función tiene su origen en la participación del sacerdocio de Cristo, y pertenece constitutivamente a la identidad del cristiano.

Cuando se habla del sacerdocio común, surge como tema obligado la relación con el ministerio ordenado o el sacerdocio ministerial. El Vaticano II planteó dicha relación (LG 10) y la exhortación apostólica Pastores dabo vobis insiste en ella (16 y 17). Pero la problemática es tan real que aparece clara la llamada al presbítero para que revise su posición, se sitúe dentro del sacerdocio común y pueda servirlo eficazmente. (Tengamos muy presente que la valoración del sacerdocio común marca la comprensión del sacerdocio ministerial). La llamada se hace también al sacerdocio común para que tome conciencia de la necesidad que tiene del sacerdocio ministerial: el sacerdocio común necesita absolutamente la mediación de Cristo, y el sacerdocio ministerial es sacramento de la mediación de Cristo para el sacerdocio común15. De forma clara se nos dice: «El ministerio del presbítero... está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios» (PdV 16). Llegamos a la conclusión de que al sacerdocio común le es totalmente necesario el sacerdocio ministerial.

4. LA FRATERNIDAD EN LA IDENTIDAD CRISTIANA. Es fácil descubrir que la fraternidad, con su consecuente servicio a los hermanos, está ya incluida en los puntos anteriormente desarrollados, y que forma parte de la identidad cristiana; pero, porque queremos subrayar su gran importancia, la tratamos por separado. Necesitamos que la fraternidad esté muy presente, por una doble razón: como criterio de garantía para evaluar la identidad cristiana y como factor que mantenga el dinamismo de la vida del cristiano.

Con la reflexión de los puntos anteriores, podemos dar ya por supuesto que la fraternidad entra dentro de la identidad cristiana. Pero recordamos, en primer lugar, que es la filiación del cristiano, que es en Cristo, lo que fundamenta la fraternidad. No hay fraternidad donde no hay filiación. Y el Unigénito (Jn 1,14), al hacernos partícipes de su relación con el Padre, se convierte en el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29). Es su don de pascua (Mt 28,10; Jn 20,17; Heb 2,11.17). Recordamos, además, que la comunión en la Iglesia ahonda las relaciones de los miembros, porque es mucho más que la mera participación de bienes materiales; implica participar de los bienes más radicales, como son la alianza, la regeneración en Cristo, la «participación (ser partícipes-koinónoi) de la naturaleza divina» (2Pe 1,4), la filiación. La Iglesia es comunión porque hunde sus raíces en el misterio fontal de la comunión: Dios Padre, el Hijo Jesucristo, el Espíritu Santo. Por fin, recordamos que la misión del cristiano a favor de los hombres, sus hermanos, es la misión de Cristo, en la que se participa por el sacerdocio bautismal.

Nuestra insistencia por explicitar que la fraternidad real y operativa pertenece a la identidad cristiana, responde a dos retos actuales muy concretos: 1) Es urgente que el cristiano se comprometa a favor de los hermanos necesitados. Ante las necesidades tan primarias que sufren los hermanos, no es posible que un cristiano se desentienda de ellos. Y no olvidemos que la negativa a los hermanos se vuelve contra uno mismo. Tengamos muy presente que, cuando se debilita el compromiso, se debilita la misma identidad cristiana, porque no es posible vivir la filiación sin la fraternidad: «Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano» (Un 4,20-21). La fraternidad viene a ser la verificación de la vivencia filial. 2) Es también urgente que la solidaridad del cristiano no sólo no pierda su razón de ser, sino que la potencie. Queremos decir que, si buscamos asegurar el compromiso de la solidaridad entre todos los hombres, no hay otra garantía mejor que la de la filiación, porque la verificación de la filiación está en una fraternidad solidaria. Sólo quien viva el don de la filiación puede entregarse enteramente y sin reservas al otro en el amor. La fraternidad real potencia la solidaridad.

5. LA SECULARIDAD DEL CRISTIANO. No supondrá ninguna extrañeza que se relacione la secularidad con la identidad cristiana; al contrario, se estará echando en falta su tratamiento. Al explicar qué entendíamos por identidad cristiana completa, señalábamos cómo incluye también la realización sociológica concreta. Consecuentemente, el tema está ya, de alguna forma, introducido. Somos conscientes de que en estos momentos existe una sensibilidad especial por este punto, de tal forma que el tema aflora sin más siempre que se trate la identidad cristiana, en cualquier forma de vida que se practique16, y urgiendo una respuesta. Pero como en realidad está resultando complejo, ¿qué aspectos debemos tener en cuenta?17.

a) Como primer dato, la secularidad del cristiano incluye la cercanía al mundo. Esta cercanía puede entenderse como sociológica, que lleva al cristiano a compartir la fraternidad real de todos los hombres, sus hermanos, y a aceptar los condicionamientos de su ambiente; y también como psicológica, que comporta entrar en los nuevos valores y tener una empatía con nuestro mundo. Esta cercanía se vivió con especial fuerza en la época anterior al Vaticano II, y contó con el espíritu de encarnación, muy presente en aquel momento18. Se comprende que la cercanía al mundo puede vivirse desde distintas mentalidades: o para convertir al mundo, que es malo, o para aceptarlo y asumirlo en lo que es. En todo caso, la cercanía del cristiano al mundo ha sido y es del todo necesaria.

b) Un segundo paso consiste en que el cristiano valore la secularidad. La aportación inicial para su valoración la encontramos en el Vaticano II, que la fundamenta en la encarnación de Cristo: «El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho él mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo» (GS 38; cf LG 31). Pablo VI en la Evangelii nuntiandi sigue la misma línea de valorar la secularidad aun en medio del turbulento proceso de secularización (EN 55). Juan Pablo II en la Christifideles laici plantea la secularidad de la Iglesia: «La Iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuyas raíces se hunden en el misterio del Verbo encarnado, y que se realizó de diversas formas por sus miembros»; y describe la secularidad propia del laico (ChL 15).

Es muy conveniente reconocer que la Iglesia es secular y que el cristiano también es secular. La secularidad es la marca de todo hombre y de todo cristiano. Y también conviene recordar que la secularidad no puede confundirse con una forma concreta de secularidad, ante la cual todo deba rendirse. La secularidad tiene distintas formas de vivirse, que no se pueden imponer.

c) Nos planteamos, por fin, la relación que en la identidad cristiana debe haber entre el ser criatura nueva del cristiano y la secularidad. No se trata de prescindir de la secularidad, pero tampoco del ser en Cristo; se necesitan las dos, como lo afirma Juan Pablo II: «La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índo le secular» (ChL 15). Pero, ¿qué relación debe existir? Está claro que no basta con ir al mundo desde la novedad de ser criatura nueva sin valorarlo; y tampoco es suficiente plantear la secularidad junto a la novedad cristiana; la relación debe ser de ida y de vuelta: el cristiano vivirá la secularidad desde lo que él es en Cristo, y, a su vez, la novedad original del cristiano se verá marcada por su posición en el mundo, por la secularidad.

6. LA ESTRUCTURACIÓN DE LA PERSONA CRISTIANA. Necesitamos este último punto para completar la visión de la identidad cristiana. Es fácilmente comprensible que la identidad cristiana no es real mientras no lleguemos a la persona cristiana, porque no existe tal identidad sin la persona cristiana. Por esta razón, la persona es el objeto prioritario de atención cuando hablamos del ser cristiano. En esta línea se mueve el Directorio general para la catequesis, cuando señala que la catequesis, entre los desafíos y opciones a asumir: «a ejemplo de la catequesis patrística, debe moldear la personalidad creyente y, en consecuencia, ser una verdadera y propia escuela de pedagogía cristiana» (DGC 33). Pero el punto clave, grave y urgente, de la persona cristiana es su estructuración desde lo que es ser cristiano. Recordamos:

a) La estructuración de la persona cristiana es la garantía de ser cristiano. No es suficiente con que el cristiano tenga una idea clara de lo que la identidad cristiana comporta: el ser en Cristo, llegar a ser nueva criatura en filiación; fraternidad y señorío sobre el mundo, el ser en Iglesia, el sacerdocio bautismal, la fraternidad con los hermanos y el estar inmerso en la secularidad. Se trata de estructurar existencialmente la persona desde esta realidad cristiana. La estructuración supone una visión objetiva de todo lo que es ser cristiano, una valoración consecuente que implique lo profundo de la persona, y una respuesta de vida que corresponda a la visión y a la valoración que tiene del cristiano. Esta es la gran tarea que debe realizar todo cristiano: integrar toda su persona en unidad desde su ser cristiano.

b) La estructuración de la persona es un buen criterio para evaluar cómo se lleva la vida cristiana, cuál es su calado. Cuando la estructuración de la persona cristiana se resquebraja y los objetivos van por un lado, el mundo de valoraciones va por otro y la respuesta de vida por otro, no tenemos delante a quien es y vive en cristiano. Podrán darse comportamientos aislados y alimentarse aspiraciones nobles, pero no tenemos la persona integrada por el ser cristiano. El dato que nos evidencia el proceso de la vida y de la persona del cristiano es su estructuración integral.

NOTAS: 1. Nos produce extrañeza comprobar que los diccionarios actuales de teología o de disciplinas teológicas, a los que hemos tenido acceso, no incluyan el estudio de cristiano o de un término afín. —2. Ante la abundante literatura que existe sobre el tema, cf L. DucH, Religión y mundo moderno. Introducción al estudio de los fenómenos religiosos, PPC, Madrid 1995; J. A. GARCIA, En el mundo desde Dios, Sal Terrae, Santander 1987; J. MARDONES, Posmodernidad y cristianismo, Sal Terrae, Santander 1988; J. MARTIN VELASCO, Increencia y evangelización, Sal Terrae, Santander 1988; El cristianismo en una cultura posmoderna, Sal Terrae, Santander 1996. — 3. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, San Pablo, Madrid 1993, n. 101. – 4. Cf J. I. GONzÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1987; L. F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993; J. L. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991. — 5 Cf S. GAMARRA, Teología espiritual, BAC, Madrid 1997, 39-46; 254-261. — 6 Cf R. GRANDEZ, Nuestra vida «en Cristo Jesús» según san Pablo (Ad usum privatum), Facultad de Teología, Vitoria 1997. — 7. Cf J. M. CAPDEVILA, Liberación y divinización del hombre. La teología de la gracia en el evangelio y en las cartas de san Juan, 2 vols., Secretariado Trinitario, Salamanca 1984. — 8 Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 337-369. — 9 Cf S. GAMARRA, Cristo, jubileo del Padre, BAC, Madrid 1998. — 10 Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 371-406; L. F. LADARIA, o.c., 270-276. — 11. Cf S. GALILEA, El seguimiento de Cristo, en Religiosidad popular y pastoral, Cristiandad, Madrid 1979, 241-327; D. MONGILLO, Seguimiento, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 1717-1728; E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1983', 198-208; R. SCHNACKENBURG, La llamada al seguimiento, en El mensaje moral del Nuevo Testamento I, Herder, Barcelona 1989, 65-76. — 12 JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis, San Pablo, Madrid 1992, n. 59. —13. R. COFFY, L'Eglise, Desclée, París 1984, 35. -14 Cf A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1984, 287-316. — 15 Cf ib, 251-324. — 16 Así nos lo confirma el simposio sobre Presbiterado y secularidad, celebrado en Madrid, en noviembre de 1997, bajo la dirección de la Comisión episcopal del clero (CEC) y la Comisión episcopal de seminarios y universidades (CESU), Edice, Madrid 1998. — 17. Cf S. LEFÉBVRE, Secularidad, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1320-1335; S. PIÉNINOT, Secularidad y cristianismo, en Presbiterado y secularidad, o.c. — 18 Cf S. GAMARRA, en Presbiterado y secularidad, o.c.

BIBL.: Además de la citada en las notas: ALFARO J., Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973; CAPRARO G. (ed.), Sociologia e Teologia di fronte al futuro, Trento 1995; FRANKL V. E., Presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión, Herder, Barcelona 1980; LEGIDO M., Misericordia entrañable. Historia de la salvación anunciada a los pobres, Sígueme, Salamanca 1987; Ruiz DE LA PEÑA J. L., Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio, Sal Terrae, Santander 1995; WEISMAYER J., Vida cristiana en plenitud, PPC, Madrid 1990.

Saturnino Gamarra Mayor