GRACIA
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SUMARIO: I. Dios nos salva en Cristo por el don de su Espíritu: 1. El Dios de la revelación (Antiguo Testamento); 2. La salvación de Jesucristo: la buena nueva del Reino (Nuevo Testamento); 3. Transformados por el Espíritu. II. La llamada del hombre a la comunión con Dios: 1. Predestinado en Cristo; 2. Creado a imagen de Dios; 3. Destino sobrenatural. III. El nuevo ser en Cristo y la transformación por su Espíritu: 1. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia; 2. Necesidad de la redención de Cristo (la justificación); 3. La cooperación humana en la obra de la salvación; 4. La nueva criatura en Cristo Jesús. IV. Acceso al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo: 1. Hijos en el Hijo; 2. El don del Espíritu Santo; 3. Plenificación del ser personal; 4. Dimensión comunitaria. V. Claves catequéticas: 1. Características de una catequesis sobre la gracia; 2. Catequesis según las edades.


La gracia es Dios mismo en cuanto se autocomunica a nosotros por Jesucristo en el Espíritu Santo y nos renueva interiormente. No se puede hablar, por tanto, de la gracia como una realidad a se stante, sino en relación con el misterio de Dios, que se revela y comunica al hombre. Este es uno de los datos fundamentales de la revelación, que polariza la reflexión teológica actual sobre la gracia.

Bíblica y teológicamente, la gracia dice relación a los misterios esenciales de la fe cristiana, que son: el misterio de Dios, el misterio del hombre, el misterio de Cristo, el don del Espíritu, el misterio de la Iglesia. La gracia es esencialmente teocéntrica, cristológica, pneumatológica y eclesial. Se expresa en la vida nueva en el Espíritu, que es principio de la nueva creación, y tiende a la consumación escatológica. Este es el marco de la reflexión teológica sobre la gracia. Aparece, por tanto, como derivación y como síntesis, al mismo tiempo, de los temas soteriológicos, trinitarios, cristológicos, pneumatológicos, eclesiológicos, antropológicos y escatológicos. Más aún, la gracia es el núcleo central de todos ellos, su dimensión más profunda, la que les confiere una perspectiva específicamente cristiana.

Presentar la gracia en relación con estos temas, como la expresión de los misterios divinos en la vida cristiana, es centrar la catequesis en las fuentes mismas de la revelación y en el misterio de la fe cristiana. Es también uno de los criterios básicos de su articulación.

Este planteamiento permite estudiar no sólo lo que es la gracia en sí misma, sino también lo que esta representa en el conjunto de la fe cristiana y de la historia de salvación, como la realidad central de la revelación. Esta se va desvelando progresivamente en el Antiguo y Nuevo Testamento, como acción salvadora de Dios, que interpela la realidad humana llamándola a la comunión divina (I-II). Y todo ello, por la participación en el nuevo ser de Cristo (justificación) y por la comunión en su misterio, que nos hace partícipes de su filiación, por el don del Espíritu, Señor y dador de vida (11-I11).

Si bien la gracia es la relación única y personal del individuo con Dios, hay que evitar desde el principio el peligro de concebirla y vivirla en sentido individualista. La acción salvífica de Dios en Jesucristo se dirige a la comunidad, que a su vez, es para el mundo sacramento de salvación. De ahí su dimensión esencialmente comunitaria y eclesial.


I. Dios nos salva en Cristo por el don de su Espíritu

1. EL Dios DE LA REVELACIÓN (ANTIGUO TESTAMENTO). La doctrina de la gracia en el Antiguo Testamento se halla en relación inmediata con la revelación de Dios y, más concretamente, con su actividad salvadora, que en el Nuevo Testamento se manifiesta en Cristo Jesús y se actúa en el creyente por el Espíritu Santo. En este contexto, la gracia de Dios es ante todo el acontecimiento salvífico; más especialmente, el acontecimiento Cristo; y, a la luz del Espíritu Santo, el acontecimiento pneumatológico. Así aparece, de hecho, en la Sagrada Escritura. Este es también el marco teológico y catequético de su verdadera interpretación.

La gracia no es primordialmente una realidad del hombre, sino una realidad de Dios: su realidad personal, su modo de ser y de actuar (Dios gracioso), su actitud de benevolencia para con el hombre, su fidelidad inquebrantable a las promesas de salvación.

Los términos con que se expresa esta actitud personal de Dios para con el hombre, en el marco de la alianza, son: hanan (apiadarse), hen (favor, benevolencia; favorable, gracioso: «hallar gracia a los ojos de Dios»), hesed (bondad, amistad, amor de Dios en virtud de la alianza), emet (fidelidad divina a las promesas de salvación).

Los textos bíblicos son innumerables. He aquí uno que describe la actitud fundamental de Yavé con los términos indicados: «Dios de ternura (rahanim) y de gracia (hen), lento a la ira, rico en bondad (hesed) y en virtud (emet), que mantiene su bondad (hesed) por mil generaciones» (Éx 34,6-7).

El término más próximo a la palabra gracia es hen. Se halla en los libros históricos y designa el favor y la benevolencia divina para con el hombre. Etimológicamente significa inclinarse, en sentido físico, sobre alguien; en sentido moral, encierra la idea de inclinarse con favor, afecto, benevolencia, protección, como cuando la madre se inclina sobre la cuna de su pequeño. Es el amor y la protección que el pequeño, pobre y desvalido, encuentra en su protector; o el favor que el inferior halla o espera hallar a los ojos de su superior, Yavé. En este sentido se dice que Abrahán halló gracia ante Dios (Gén 18,3); e igualmente Moisés (Ex 33,12). Es decir, Dios les concedió su favor; se mostró bueno y benevolente con ellos. Esta actitud personal de favor y benevolencia divina es constante en la historia de Israel. Puede decirse que los libros del Antiguo Testamento son la historia de la hen de Dios: de la gracia, el favor, la benevolencia de Yavé hacia su pueblo. Tiene un matiz particular de gratuidad. Es un amor soberano y libre, que radica en el modo de ser de Dios, no en la bondad o méritos humanos (Dt 7,7).

Sin embargo, el término principal, que mejor expresa el contenido de la gracia en el Antiguo Testamento es hesed. Se halla principalmente en los libros proféticos y en los salmos. Designa la bondad, el amor, la misericordia de Yavé para con su pueblo elegido en virtud del pacto de la alianza. Tiene un carácter particular de firmeza y fidelidad inquebrantables. Yavé es «el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones con quienes le aman y observan sus mandamientos» (Dt 7,9; Sal 89,29; Is 55,3). «Yavé es Yavé, Dios clemente y misericordioso, paciente y muy bondadoso y leal, que observa la piedad hasta la milésima generación» (Ex 34,6). Aparte su carácter irrevocable, el hesed divino expresa una idea más profunda de unión entre el pueblo elegido y Yavé. Es el comportamiento de comunión de Dios con los suyos. En el hesed despliega Dios su poder en favor de los suyos y les ofrece ayuda y salvación. Finalmente, el hesed, el amor fiel e inmutable de Dios, es la causa de que perdone al pecador, a pesar de su infidelidad, dándole un corazón nuevo y haciéndolo justo, introduciéndolo otra vez dentro del amor divino.

Según esto, la realidad de la gracia en el Antiguo Testamento aparece primariamente como una acción dinámicamente salvadora. La primera oferta salvífica de Dios al hombre como gracia es la acción creadora. Pero el verdadero leitmotiv de la actividad histórico-salvífica se encuentra en la vocación de Abrahán, con la que comienza una historia especial de revelación y comunicación, que se traduce en el pacto de la alianza. Este culmina en las promesas de renovación interior para los tiempos mesiánicos o la promesa de una nueva alianza. Todo este proceso de salvación constituye el trasfondo de la realidad de la gracia en el Antiguo Testamento; incluso se le puede denominar como gracia de Dios, según la concepción veterotestamentaria del hen y del hesed divinos.

En los LXX el término hen ha sido traducido por charis, y el término hesed lo ha sido por éleos. Este último es el más cercano al concepto neotestamentario de la gracia.

2. LA SALVACIÓN DE JESUCRISTO: LA BUENA NUEVA DEL REINO (NUEVO TESTAMENTO). Jesús de Nazaret es el punto focal de la revelación del Dios de la gracia; es la benevolencia divina personificada, la gracia de Dios por excelencia. En él «se ha manifestado la gracia salvadora de Dios para todos los hombres» (Tit 2,11). El Dios de la gracia es el Dios con nosotros y para nosotros, que se ha revelado tal en Cristo Jesús, en quien «Dios ha cumplido las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia» (CCE 422).

Jesús viene para «salvar del pecado a su pueblo» (Mt 1,21). No solamente anuncia, sino que realiza este acontecimiento de gracia. Cura las enfermedades y dolencias; va en busca de los pecadores, les acoge y come con ellos (Mc 2,13-17); proclama el amor misericordioso de Dios para con los publicanos y pecadores, a través de las parábolas de la dracma perdida, de la oveja descarriada, del hijo pródigo, de los trabajadores de la viña, del buen samaritano, etc. (Lc 7,36-50; 15,1ss). Es la buena nueva del Reino: una nueva de gracia, de perdón de los pecados, de salvación.

Pero el núcleo central de la buena nueva del Reino es la revelación de Dios como Padre, el reconocimiento del hombre como hijo y la proclamación de los hombres como hermanos, en cuanto hijos de un mismo Padre. El Reino predicado e implantado por Jesús es, en definitiva, la revelación de la paternidad de Dios, de nuestra filiación divina y de la fraternidad humana, que implica, además, una profunda renovación de los corazones (Mt 23,9; Mc 11,25; Lc 12,32).

En este contexto aparece la gracia como llamada a la filiación, por la participación de la naturaleza divina: «La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1,12-18), hijos adoptivos (cf Rom 8,14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2Pe 1,3-4), de la vida eterna (cf Jn 17,3)» (CCE 1996).

Las parábolas del reino destacan dos características fundamentales. Por una parte, la absoluta gratuidad del Reino: el labrador paciente (Mc 4,26-29), el grano de mostaza y la levadura (Mt 13,31-53); por otra, la urgencia de una decisión ineludible: la higuera estéril (Lc 13,6-9), las diez vírgenes (Mt 25,1-12), el mayordomo sagaz (Lc 16,1-8).

La gracia de Cristo nos llega a través de su humanidad, haciéndonos partícipes de su vida, de su muerte y de su resurrección, de su propia glorificación y del don de su Espíritu, por el que clamamos «Abba, Padre». La gracia de Cristo se convierte así en vida en el Espíritu, que es la vida propia de los hijos de Dios, llamada a desarrollarse en este mundo como principio de la nueva creación.

Aquí radica la dignidad del cristiano (san León Magno) y el fundamento de la moral cristiana o de la vida nueva en Cristo. Se caracteriza como vida filial y de gracia, bajo la moción del Espíritu Santo, según las bienaventuranzas evangélicas, y se manifiesta como vida de fe, de esperanza y de caridad (cf CCE 1697). Esta es la catequesis de la vida nueva en Cristo, como la denomina el Catecismo.

3. TRANSFORMADOS POR EL ESPÍRITU. a) Justificados por su gracia (san Pablo). Siguiendo la revelación neotestamentaria, la palabra charis en san Pablo designa fundamentalmente la actitud personal de Dios para con el hombre, una actitud de amor y de benevolencia, que se manifiesta en una nueva economía de salvación realizada en Cristo (Rom 4,16; Ef 1,7; 2Tim 1,9), de la que el hombre participa por el don de la justicia interior (Rom 5,15-17.21; 3,24) y que experimenta en su vida como fuerza de Dios (lCor 15,10; 2Cor 12,9).

A la luz de estos textos, y en relación progresiva con los datos de la revelación expuestos hasta aquí, en el Nuevo Testamento la gracia es, en primer lugar, una realidad personal: el amor inmenso de Dios que busca la comunión con el hombre (Rom 4,16; 5,2; Gál 5,4); en segundo lugar, un acontecimiento salvífico: la salvación del hombre en el misterio redentor de Cristo Jesús (Rom 3,21-26; 5,17-21); en tercer lugar, una realidad objetiva: el don sobrenatural, interior, por el que el hombre se hace justo y se transforma en una nueva criatura, capaz de realizar las obras del amor y alcanzar la vida eterna (2Cor 5,17; Gál 6,15). Es, en fin, absolutamente gratuita: se debe a la libre iniciativa divina, no es merecimiento de las obras del hombre, sino que la da Dios graciosamente (Rom 3,21-24; Ef 2,1-10; Tit 3,4-7).

El conjunto de estas realidades es lo que caracteriza el nuevo régimen o la nueva economía instaurada por Jesucristo, y que san Pablo define precisamente como régimen de gracia, en contraposición al antiguo régimen de ley: «No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14). Esta gracia es la participación de la filiación de Jesús por el don de su Espíritu. Los que tienen el Espíritu de Jesús, «no están en la carne, sino en el espíritu», pues el Espíritu de Dios habita en ellos (Rom 8,9). Y «los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8,14).

El Apóstol experimenta la gracia como el encuentro con Cristo, que transforma su vida y hace de él un hombre nuevo (2Cor 5,17). Gracias al amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, descubre el verdadero sentido de su vida: nada ni nadie podrá separarle de ese amor (Rom 8,35-39). Esta experiencia la describe admirablemente con estas palabras: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Este descubrimiento invierte su jerarquía de valores: «Todo eso que para mí era ganancia, lo considero pérdida comparado con Cristo» (Flp 3,7ss). La salvación por gracia consiste en ser vivificado y resucitado con Cristo (Ef 2,4-6).

Cristo, que transformó a Pablo y a los apóstoles, continúa hoy transformando y renovando a los que creen en él y se hacen partícipes de su misterio pascual, por el poder del Espíritu: «Por el poder del Espíritu Santo participamos en la pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su resurrección, naciendo a una vida nueva» (CCE 1988). Esta transformación tiene lugar en el bautismo (Rom 6,3-4): «Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él... Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,8-11).

b) El nuevo nacimiento en el Espíritu (san Juan). La revelación de la gracia, en san Juan, está en íntima relación con el tema de la vida (Jn 1,1-14; 3,16; 6,30-33.57; lJn 4,9-10) (cf V. M. Capdevila). Esta vida (la vida eterna) procede de la iniciativa amorosa del Padre, se comunica por la misión del Hijo en la encarnación redentora y se accede a ella por la fe: es la vida creyente en el Espíritu.

Mientras san Pablo, para elaborar su teología de la gracia, partía de la muerte-resurrección de Jesucristo, san Juan se remonta al hecho mismo de la encarnación. El Logos encarnado está lleno de «gracia y de verdad» (Jn 1,14) para que los hombres recibamos de su plenitud (Jn 1,16), de modo que por él tengamos también nosotros «la gracia y la verdad» (Jn 1,17), esto es, la vida eterna (Jn 3,3-7.15.16.36; 5,24; 6,40-47).

La vida es fruto de un nuevo nacimiento, obra del Espíritu (Jn 3,1-8). A partir de este nuevo nacimiento, el renacido es capaz de realizar las obras del amor. Pues, si «Dios es amor» (Un 4,8), la recepción de la vida y del ser de Dios ha de manifestarse en la praxis de la caridad: «Si alguno dice: "amo a Dios" y aborrece a su hermano, es un mentiroso...; quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4,20s). La caridad fraterna es, esencialmente, la autodonación del cristiano, que prolonga la entrega de Jesús: «El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (lJn 3,16).

Tanto san Pablo como san Juan contemplan la gracia como categoría clave de la historia de salvación (2Cor 3,3-6; Jn 1,17). Esta se caracteriza por el paso de una economía basada en la ley de Moisés, a una economía basada en la gracia de Cristo. Es el paso de la ley antigua a la ley nueva, centro de la economía cristiana (cf CCE 1965ss).

Esta ley nueva o ley evangélica, que lleva a plenitud los mandamientos de la ley antigua (cf CCE 1968), «es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; y ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos» (CCE 1972).


II. La llamada del hombre a la comunión con Dios

La perspectiva teocéntrica, cristológica y pneumatológica de la gracia, hasta aquí expuesta, tiene que completarse con la perspectiva antropológica, con el fin de determinar la relación que guarda el hombre con el plan salvífico revelado por Dios. El ser humano no es ajeno a él; al contrario, está abierto a la realidad personal divina, y en ella encuentra el esclarecimiento de su misterio: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22).

El Catecismo de la Iglesia católica inicia su exposición afirmando que «el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (CCE 27).

En parecidos términos se expresa el catecismo Con vosotros está, de la Conferencia episcopal española: «Sólo Dios puede esclarecer plenamente el misterio del hombre: su situación presente, sus aspiraciones profundas, su libertad, su pecado, su dolor, su muerte, su esperanza de vida futura» (CVE II, 20).

Tratamos de exponer el fundamento de estas afirmaciones clave de la catequesis cristiana, a partir de la llamada del hombre a la gracia.

1. PREDESTINADO EN CRISTO. La primera y fundamental llamada del hombre a la comunión con Dios es la elección divina, que nos predestinó a ser «conformes a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). Antes de ponernos en camino hacia él, e incluso antes de que existiéramos, Dios ya nos había elegido por puro amor y nos había predestinado en Cristo a la unión con él: «Él nos eligió en Cristo –antes de crear el mundo– para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. El nos ha destinado por medio de Jesucristo, según su voluntad y designio, a ser sus hijos» (Ef 1,4-6).

Este es el fin de la revelación y del plan salvífico divino: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (a los hombres)..., para invitarlos y recibirlos en su compañía» (DV 2). «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas» (CCE 52).

Esta revelación culmina en Cristo, modelo y prototipo del ser humano, cuyo misterio «sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). Todo lo que el hombre es –no sólo desde el punto de vista religioso, sino también simplemente natural–deriva de su ser imagen de Dios en Cristo, en quien adquiere una forma nueva y original de ser hombre.

En Cristo no sólo se da la vocación individual a la gracia, sino también la vocación universal a la salvación. No se nos ha dado otro mediador «entre Dios y los hombres» (1Tim 2,5). El Vaticano II dice que «el mismo Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre», y que la asociación al misterio pascual «vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible» (GS 22).

2. CREADO A IMAGEN DE DIOS. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27) es la primera manifestación de la gracia. Efectivamente, el hombre es creado como amigo de Dios, llamado a la comunicación con él. Es semejante a Dios y, por eso, Dios puede hablar con él y él con Dios. De ahí que toda la vida del hombre, lo sepa o no, es una pregunta y búsqueda de Dios: desde el principio, «Dios invitó (a los hombres) a una comunión íntima con él, revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes» (CCE 54). El hombre, de hecho, fue creado en gracia y justicia originales. Frustrada esta condición por el pecado, es restablecida primorosamente por Cristo.

Imagen de Dios por excelencia, Cristo es el que restablece y consuma al mismo tiempo la imagen oscurecida por el pecado (Col 1,15ss.; 2Cor 4,4; Heb 1,3). El cristiano, por la gracia divina, participa de la perfección de la única imagen verdadera, insertándose en Cristo (Rom 8,29; 2Cor 3,18). De esta forma recobra el hombre su dignidad originaria, perdida u oscurecida por el pecado (Rom 1,23; 3,23), y se convierte verdaderamente en imagen de Dios. Esto ocurre en una segunda creación, en la que se consuma y supera la primera (2Cor 4,4-6; Col 3,9s; Ef 4,23s). La semejanza que de aquí resulta es superior a la de Gén 1,26, en la misma medida en que Cristo es superior a Adán (cf CCE 1701).

«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede darle en su lugar» (CCE 357).

3. DESTINO SOBRENATURAL. La elección en Cristo y la creación a imagen de Dios son el fundamento del destino del hombre al orden sobrenatural, como a su único fin, que le trasciende y le realiza plenamente. «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina» (GS 22). Por eso, sienta o no nostalgia, tenga o no apetencia más o menos oscura de ello, lo cierto es que sólo en el destino o vocación sobrenatural alcanzará la plenitud de su existencia.

Esta vocación, sin embargo, le trasciende absolutamente. Es don divino, que supera su naturaleza (cf CCE 1998). Pero precisamente por su carácter de don conduce al hombre a una perfección tal, que supera todas sus expectativas. Según el principio teológico, la gracia presupone la naturaleza y la perfecciona. Esto quiere decir que la naturaleza humana, tal como ha sido creada por Dios, tiende dinámicamente más allá de sí misma y que sólo en Dios encuentra su plenitud: «Dios puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo él puede colmar» (CCE 2002).

La fe cristiana explica este misterio como «participación de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). La teología patrística habla de la divinización como el rasgo definitorió del cristianismo frente a las otras religiones: «Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios». En este sentido, el Catecismo hace esta descripción de la gracia: «La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria» (CCE 1997).

Este misterio central de la fe cristiana está muy lejos de ser una alienación; representa, por el contrario, su máxima realización. La máxima divinización es también la máxima humanización. Y es que el hombre sólo se siente hombre plenamente cuando se trasciende a sí mismo en lo absolutamente otro, esto es, en Dios. «Cuanto más nos diviniza la gracia, tanto más nos humaniza» (san Francisco de Sales).

Por eso, en el corazón del hombre late permanentemente la esperanza y la nostalgia de lo infinito. Es un ser inquieto que siempre está en camino, que nunca puede detenerse, que en nada del mundo puede encontrar definitiva satisfacción, que permanece siempre abierto a nuevos horizontes, hasta que descanse en Dios: «Pues nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti» (san Agustín).


III. El nuevo ser en Cristo y la transformación por
su Espíritu

1. DONDE ABUNDÓ EL PECADO SOBREABUNDÓ LA GRACIA. El destino sobrenatural no se realiza sino en medio de grandes tensiones y dificultades, a causa de la realidad del pecado, cuya primera y fundamental consecuencia es la frustración del proyecto de Dios. San Pablo resume tal estado en esta frase lapidaria: «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte» (Rom 5,12). Adán, al desobedecer el mandato de Dios, «perdió inmediatamente la santidad y la justicia en la que había sido establecido» (DS 1511).

Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom 5,20): «Por el delito de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte; mucho más, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la justificación...» (Rom 5,17). La afirmación del pecado no tiene, por tanto, un significado autónomo. Pone al descubierto la universalidad y la superabundancia de la salvación que trajo Jesucristo.

2. NECESIDAD DE LA REDENCIÓN DE CRISTO (LA JUSTIFICACIÓN). El tema es expuesto por el Catecismo de la Iglesia católica (1987ss.) y más ampliamente por el Catecismo católico para adultos, de la Conferencia episcopal alemana (Madrid 1990, 258ss.), que destaca por su claridad expositiva y su alcance ecuménico. Estas son las principales afirmaciones de la fe católica: imposibilidad absoluta de que el hombre se redima a sí mismo, y necesidad absoluta de la redención por Jesucristo. Sólo Jesucristo es la salvación del hombre (DS 1520). Según el evangelio de Juan, Jesús dice: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Porque «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 5,5). San Agustín observa que no se dice: «sin mí podéis hacer poco», sino: «no podéis hacer nada».

En conformidad con esto, el concilio de Trento enseña que «nadie puede ser justificado ante Dios por sus obras, ya sean realizadas con las fuerzas de la naturaleza humana o con las enseñanzas de la ley, sin la gracia divina que viene por Jesucristo» (DS 1151). Para cualquier acción salvadora del hombre, es absolutamente necesaria la gracia sobrenatural de Dios. Esta precede siempre el querer y el obrar del hombre y los acompaña, pues «Dios es quien activa en vosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor» (Flp 2,13). Por eso la existencia cristiana es existencia totalmente regalada, existencia en acción de gracias.

3. LA COOPERACIÓN HUMANA EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN. «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Te creó, pues, sin tú saberlo; pero sólo te salva con el consentimiento de tu voluntad» (san Agustín). El concilio de Trento, en el Decreto de la justificación (1547), habla varias veces de la colaboración del hombre a su propia justificación, como expresión de su libertad (DS 1554; CCE 1993 y 2002). Pero no se trata de una libertad autónoma frente a Dios, sino de una libertad otorgada, que se realiza en su dependencia de Dios. De este modo, Dios deja a salvo la dignidad de la criatura, dignidad que tampoco pierde el pecador, haciendo verdad las palabras de san Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente». Por eso, dice el catecismo alemán, «dar gloria a Dios y tomar en serio la dignidad del hombre son dos aspectos que no pueden separarse» (260).

El Catecismo de la Iglesia católica precisa cómo la libre colaboración humana no puede darse sin la gracia: «Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad» (CCE 2001).

4. LA NUEVA CRIATURA EN CRISTO JESÚS. Esta expresión paulina encierra en sí la esencia de la justificación, descrita en el Nuevo Testamento como regeneración (Jn 1,13; 3,3-7; Un 3,9) o nueva creación (Gál 6,15; 2Cor 5,17) o renovación y santificación (Rom 6,1-23); también aparece descrita como muerte al hombre viejo y revestimiento del hombre nuevo (Col 2,11-12; 3,1-15), como paso de la muerte a la vida (Un 3,14), de las tinieblas a la luz (Col 1,13; Ef 5,8).

El concilio de Trento define esta renovación bajo el término justificación, como «el paso de aquel estado en el que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, nuestro salvador» (DS 1524). Se trata de una transformación real del hombre. No sólo le declara justo, sino que hace que sea realmente justo; lo transforma y crea de nuevo. Esto incluye dos cosas: el perdón de los pecados y también la «santificación y renovación del hombre interior» (DS 1528).

Esta es la definición esencial de la gracia: «La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el bautismo» (CCE 1999).

Esta nueva condición del cristiano se produce, por la participación en el misterio pascual de Jesucristo, mediante el bautismo (Rom 6,1-11). Pero esta nueva situación, fruto de una realidad sacramental, ha de hacerse una realidad existencial por la progresiva configuración con Cristo. El cristiano, a lo largo de su vida, trata de configurarse con Cristo por su amor y pureza de vida. Configurarse con Cristo es revestirse del hombre nuevo, lo cual implica despojarse del hombre viejo, según la exhortación del Apóstol (Col 3,5-10).


IV. Acceso al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo

La gracia, en su expresión más genuinamente bíblica, es la relación personal con Dios Padre por la incorporación a Jesucristo y el don del Espíritu Santo. Teológicamente, se explica por la filiación adoptiva, la inhabitación trinitaria y la divinización. Representa el núcleo de la doctrina de la gracia y de la vida cristiana. A partir de este núcleo, se explica también la plena realización del ser humano y su dimensión comunitaria.

1. Hijos EN EL HIJO. La gracia alcanza su última y más pura esencialidad en la categoría de la filiación, que se da por la participación en la filiación de Jesús. En los sinópticos aparece íntimamente ligada a la revelación de Dios Padre y al mensaje del Reino (Mt 5-7; Lc 15,11-32). San Pablo la fundamenta teológicamente en el concepto de adopción, poniendo de relieve el hecho de la elección divina, esto es, el carácter gratuito de la filiación y la dimensión trinitaria de la misma, al destacar la función que cada una de las personas divinas desempeña en ella (Rom 8,14-17.23; Gál 4,4-7; Ef 1,4-5). San Juan acentúa más fuertemente su realismo: la filiación es obra de un nuevo nacimiento (Jn 1,12-13; 3,3-8), no del nacimiento según la carne (Jn 1,13), sino de la regeneración mediante el Espíritu (Jn 3,6).

Tanto la adopción (paulina) como el nacimiento (joánico) desembocan en un mismo efecto: hacemos semejantes al Hijo. Dios nos ha predestinado a ser «conformes a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). Por eso, toda la existencia cristiana se entiende como un proceso de conformación con Cristo («estar en/con Cristo», «ser de Cristo», «revestirse de Cristo»: Gál 2,19s.; 4,19; Rom 6,8.17; lCor 15,22, etc.) o como la permanencia en Cristo, en su amor, en su palabra (Jn 15,4-7.9s.; lJn 2,24.27s; 3,6; 4,12.16).

La filiación cristiana es participación de la condición filial de aquel que es el Hijo por excelencia, cuya vida es obediencia al Padre y entrega por la salvación de los hombres.

En esta vida entregada de Cristo, manifestación de su pro-existencia, esto es, de una vida en favor de los demás, está el fundamento de la forma nueva y original de ser hombre, frente a otras concepciones.

2. EL DON DEL ESPÍRITU SANTO. Hijos en el Hijo lo somos en virtud del Espíritu Santo, que, derramado en nuestros corazones, nos incorpora a Cristo y obra en nosotros la filiación. Existe una estrecha relación entre el Espíritu que se hace presente en la vida de Jesús para llevar a cabo su misión y el que actúa en nosotros la filiación. Por eso san Pablo llama al Espíritu Santo: Espíritu de Cristo, Espíritu del Señor, Espíritu del Hijo (Rom 8,9-15). El mismo Espíritu Santo, que actúa en la humanidad de Jesús en su camino hacia el Padre, hace que vivamos la filiación respecto a Dios y la fraternidad respecto a los hombres. El aspecto fundamental de la presencia dinámica del Espíritu Santo en el interior del creyente es la infusión del amor de Dios: «El amor de Dios (con el que Dios Padre nos ama) ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).

El don del Espíritu Santo cambia radicalmente el corazón del hombre en su actitud para con Dios y para con los hermanos (Rom 8,14-17; Gál 4,4-7). Crea en él una actitud filial de amor y de confianza hacia el Padre y es fuente de libertad cristiana: la libertad propia de los hijos de Dios. Obra en nosotros la conversión (cf CCE 1989). En este sentido, el Catecismo nos ofrece esta definición de la gracia: «La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica» (CCE 2003).

Pero el don del Espíritu Santo comprende también la presencia personal de las divinas personas, descrita como presencia de inhabitación. San Pablo la expone como fundamento del comportamiento moral: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque santo es el templo de Dios, que sois vosotros» (lCor 3,16-17). El don del Espíritu no es sólo el don de una persona divina, sino el don del misterio de la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada» (Jn 14,23).

3. PLENIFICACIÓN DEL SER PERSONAL.

La filiación divina es la plenitud del ser personal en la medida en que es participación en la subsistencia personal de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, el Verbo, cuya realidad está constituida por su apertura esencial al Padre y por la obediencia a él, en la entrega a los hombres. Es lo que se llama la proexistencia de Jesús. El cristiano está llamado también a participar de esta proexistencia en relación al Padre y en relación a los hombres, en cuanto participa de su filiación y trata de vivirla en su donación plena a Dios y a los demás, liberándose de sí mismo, alcanzando así la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,15).

La expresión fundamental de esta libertad es el amor: amor filial al Padre, amor que es también cercanía al hombre, especialmente al hombre que sufre. Se trata, pues, de una libertad que no puede existir más que bajo la forma de amor. Esta libertad, que es la expresión de la madurez humana, es la plenitud de nuestra filiación y de nuestro ser de personas, en la medida en que representa la opción libre por Dios y por los hombres, manifestada en la vida filial respecto de Dios y en la fraternidad respecto de los hombres.

4. DIMENSIÓN COMUNITARIA. Nuestra filiación en Cristo se traduce no sólo en una relación filial respecto del Padre, sino también en una relación de fraternidad respecto de los hombres, que pone de relieve la dimensión social y comunitaria de nuestra incorporación a Cristo. No podemos invocar a Dios como Padre si no queremos conducirnos como hermanos con todos los hombres. «El que no ama no ha nacido de Dios» (Un 4,8).

La gracia es un misterio de comunión fraterna: en un mismo Espíritu tienen acceso al Padre tanto los que antes estaban cerca como los que estaban lejos (Ef 2,17-18). Estas palabras del Apóstol, referidas a judíos y gentiles, se aplican a las situaciones más variadas y diferenciadas de los hombres. Por otra parte, el Espíritu no es sólo un don a cada creyente, sino también y primordialmente un don a la Iglesia, que se hace visible el día de pentecostés (He 2,1-22). El Espíritu Santo es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Igualmente, el Espíritu Santo es el vínculo de unión con Cristo y entre nosotros mismos (2Cor 13,13).

La unidad del género humano se funda definitivamente en Jesucristo, el nuevo Adán, por quien todos tenemos acceso al Padre común, y en quien podemos reconocer como hermanos a todos los hombres. Sólo quien entiende la vida y la propia salvación como don –y esto es lo que en la medida máxima acontece en quien se sabe agraciado por Dios– puede a su vez entregarse enteramente al otro en el amor.


V. Claves catequéticas

La catequesis tiene una tarea con respecto a toda la realidad que, como hemos visto, se encierra en el término gracia. Se sabe, en efecto, envuelta en un clima de gracia como mediadora o instrumento de un don que la supera; su contenido es la manifestación de la gracia de Dios; su finalidad es invitar al encuentro gratuito, salvador, con Dios, en Jesucristo, plena realización de nuestra vocación personal; sus procesos catequéticos son como hitos del plan divino de la salvación en su encarnación en cada persona.

1. CARACTERÍSTICAS DE UNA CATEQUESIS SOBRE LA GRACIA. a) La catequesis, ámbito de gracia. En la precatequesis, la catequesis prepara el terreno ayudando a valorar lo gratuito en un contexto en que apreciamos las cosas por lo que cuestan, y expresa esta gratuidad con una aceptación incondicional de las personas, apreciándolas por lo que son, más que por lo que hacen o tienen; la «actitud de aceptación incondicional del catequista respecto de cada catecúmeno constituirá un signo importante de esta gratuidad del amor de Dios» (CC 111). Además, la catequesis enseña a ejercitar la facultad del asombro, la capacidad de escucha, el aspecto celebrativo, la fantasía, el agradecimiento...

Antes de la catequesis ya está actuando la gracia. La catequesis tiene como punto de partida el don del amor divino, que sale a nuestro encuentro y se adelanta a nuestra respuesta de hombres. El Espíritu Santo es el principio inspirador de toda la obra catequética y de los que la realizan; es el que impulsa al catequista a anunciar el evangelio y el que hace aceptar y comprender la Palabra de salvación a los catequizandos. El mismo bautismo sostiene con su gracia el trabajo de estos en la catequesis (cf EN 75; CT 72; DGC 80, 90, 177).

La catequesis es, además, mediación de ese encuentro con Dios; iniciación sapiencial en la autocomunicación personal de Dios al hombre, para hacerle partícipe de sus designios de amor y de paz. La catequesis se sabe mediadora de ese encuentro, hecho «bajo el influjo de la gracia» (DGC 92). «Toda la acción catequética está al servicio de la acción de Dios en cada catecúmeno y en el grupo catecumenal como tal»; es «mediadora entre Dios y el catequizando» (CC 207; cf CF 60). Dicho con otras palabras, podemos ver la catequesis como actualización de la revelación. Al igual que la palabra de Dios, antes que cuerpo de doctrina es acción gratuita de Dios que se autocomunica a sí mismo a los hombres, así también la catequesis es cauce, acontecimiento de gracia (DGC 150), a través del cual Dios mismo actúa en el corazón del catecúmeno, ofreciendo llamada, promesa, perdón, corrección, sentido de la existencia, apoyo, presencia, justificación, donación. «Desempeña la función de disponer a los hombres a acoger la acción del Espíritu Santo» (DGC 22; cf CAd 108).

La catequesis educa en la acogida y en el agradecimiento del don personal recibido, y colabora a que la gracia santificadora/divinizadora recibida en el bautismo vaya haciéndose realidad existencial por la progresiva configuración con Cristo y vaya expresándose en una dimensión social y comunitaria. Ayuda al catequizando a admirar la gracia de Dios en el corazón de todo hombre de buena voluntad y a otear la voluntad salvífica universal de Dios que envuelve y penetra toda existencia humana, ordenando al hombre a la comunión con Dios.

b) La gracia como contenido de la catequesis. «Aquel que, movido por la gracia, decide seguir a Jesucristo, es introducido en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios» (DGC 51; cf AG 63). La catequesis, en concreto, inicia en dimensiones complementarias: en el conocimiento sapiencial del misterio de la gracia de Dios que ilumina el hoy de la historia de la salvación; en la oración que contempla, invoca, agradece...; en la celebración de ese misterio, presencia salvífica en los sacramentos, hoy histórico-salvífico; inicia en las actitudes evangélicas que marcan, como don y llamada, el camino del hombre viejo al hombre nuevo y en la acción apostólica y misionera que, motivada por la experiencia gozosa de la gracia, es la tarea.

No se trata únicamente de referencias a la gracia en la educación de esas dimensiones de la fe. El planteamiento es más profundo: tiene un enfoque global de don (al igual que tiene el de compromiso). «El conocimiento de la fe, la vida litúrgica, el seguimiento de Cristo, son, cada uno de ellos, un don del Espíritu que se acoge en la oración y, al mismo tiempo, un compromiso de estudio, espiritual, moral, testimonial. Ambas facetas deben ser cultivadas» (DGC 87).

Todo ello conlleva, al mismo tiempo, hablar también explícitamente de la gracia en la catequesis; hablar no sólo en un lugar determinado sino en campos muy variados: historia de la salvación, Cristo, salvación, Iglesia, antropología teológica... Señalamos algunos criterios más'concretos sobre la gracia como contenido de la catequesis:

La catequesis anuncia el amor personal de Dios al hombre, su favor y benevolencia, su misericordia y su perdón, el don que hace de sí mismo (gracia increada) y el efecto de ese don en el hombre (gracia creada). La catequesis, al extraer su contenido de la fuente viva de la palabra de Dios, es toda ella expresión de la gracia. Es testigo del encuentro entre Dios y el hombre, de que Dios se ha abajado, ha condescendido con el hombre, y de que este se ha trascendido hacia Dios, habiéndose roto la frontera entre lo divino y lo humano. Testimonia, al mismo tiempo, que todo esto se realiza gratuitamente; ni Dios tiene obligación, ni el hombre derecho. Es alegre narración de un plan salvífico divino que nos envuelve también hoy. En efecto, la catequesis «no sólo recuerda las maravillas de Dios hechas en el pasado, sino que, a la luz de la misma revelación, interpreta los signos de los tiempos y la vida de los hombres y mujeres, ya que en ellos se realiza el designio de Dios para la salvación del mundo» (DGC 39).

— La catequesis subraya el aspecto histórico-salvífico de la gracia. Por eso nunca cesa de narrar los sucesivos encuentros salvadores de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En definitiva, la catequesis ayuda a realizar una lectura significativa de la Biblia, desde las claves ofrecidas en la primera parte de este artículo. «Presentar la historia de la salvación por medio de una catequesis bíblica que dé a conocer las obras y palabras con las que Dios se ha revelado a la humanidad... es también parte fundamental del contenido de la catequesis» (DGC 108).

— Al mismo tiempo, acentúa su dimensión trinitaria. El núcleo central de la catequesis, en sintonía con el núcleo de la buena noticia, es la revelación de la paternidad de Dios, de nuestra filiación divina y de la fraternidad humana; una vida filial y de gracia, bajo la moción del Espíritu Santo, una vida en Cristo.

— La catequesis concentra el concepto de gracia en Cristo (él es la gracia, el punto culminante de la historia, la salvación del hombre) y en su Espíritu que nos justifica y santifica. Así la catequesis, llevando a vivir en comunión con Cristo, posibilita la experiencia de la vida nueva de la gracia (cf DGC 116; 102).

— La gracia es, a su vez, un motivo para educar la dimensión ecuménica en la catequesis. La vida de gracia es un bien común entre la Iglesia católica y otras confesiones y, por ello, un motivo profundo para suscitar y alimentar el verdadero deseo de unidad (cf DGC 86; UR 3b).

— En cuanto al lenguaje sobre la gracia, la catequesis busca entre las distintas expresiones que en la Biblia y en la tradición designan la gracia, cuáles pueden encontrar una acogida mejor en cada etapa del proceso catequético, prestando atención a los diversos destinatarios y buscando un criterio de presentación intensivo desde el comienzo, y suficientemente extensivo al final del proceso. Es rica, como hemos visto, la fuente expresiva alusiva a la gracia; en general, puede decirse que las expresiones más antiguas, tal como se encuentran, por ejemplo en la Biblia, llenas de imágenes y símbolos, encuentran en la primera iniciación cristiana de un catequizando más fácil acogida que otras expresiones de la gracia, fruto de la especulación teológica, que hallarán en la catequesis su puesto enriquecedor en un segundo momento. Esta misma búsqueda de lenguaje, es según el Directorio general para la catequesis, un don de Dios: «Por la gracia de Dios» tenemos la certeza de que es posible encontrar un lenguaje capaz de comunicar la palabra de Dios y de que el «mismo Espíritu otorga el gozo de llevarlo a cabo» (DGC 146).

— Por lógica de todo lo anterior, es una catequesis que evita falsos enfoques en relación con la gracia, como por ejemplo los siguientes: los planteamientos catequéticos que reducen la palabra de Dios a cuerpo de doctrina y olvidan que es acción gratuita amorosa; los que reducen la gracia a cosa, más que a acontecimiento; los que marcan la catequesis con un voluntarismo moral, como si el amor de Dios tuviese que ser el resultado de nuestro esfuerzo; los que parten del moralismo, que lleva a cumplir la norma por la norma; los que se fundan en una pura ascesis que podría fomentar la conciencia de rechazo constante por parte de Dios, traduciéndose en una sorda hostilidad contra sí mismo y contra los demás; e igualmente los modelos catequéticos en que todos los catequizandos se ajusten, de un modo forzado, al molde del catequista (cf CC 107-111; CF 59; CAd 186).

c) La gracia configura la pedagogía de la catequesis. La realidad de la gracia marca una pedagogía en catequesis. «Es una pedagogía que se inserta y sirve al diálogo de la salvación entre Dios y la persona...; en lo que concierne a Dios, subraya la iniciativa divina, la motivación amorosa, la gratuidad, el respeto de la libertad; en lo que se refiere al hombre, pone en evidencia la dignidad del don recibido y la exigencia de crecer constantemente en él» (DGC 143; cf 156).

La pedagogía catequética, desde este enfoque, encuentra su paradigma obligado en la pedagogía del don, que aparece a lo largo de toda la historia sagrada. Ello le exige cultivar una actitud de gratuidad y comprensión de cara a los catequizandos, desarrollar su oído en la escucha de la llamada amorosa de Dios, favorecer un clima receptivo de silencio interior, impulsar el reconocimiento de los dones recibidos, fomentar la acción de gracias y tratar de ser don y gratuidad para los demás (cf CAd 256-257).

Una pedagogía que tiene una referencia constante a la acción del Espíritu, Maestro interior que actúa «en la intimidad de la conciencia y del corazón» (CT 72; cf EN 75; DGC 50, 288-289). Una pedagogía que es consciente de la actuación personal, no uniforme, de la gracia en cada catequizando, y que ayuda a su descubrimiento. Una pedagogía, pues, de servicio y no de dominio, porque posibilita el crecimiento de una semilla —el don de la fe– depositada por el Espíritu en el corazón del hombre, estando el catequista al servicio de ese crecimiento (cf EN 79; CC 109; CF 59).

En la misma línea, será una pedagogía que potencia en los catequizandos la capacidad de «comportarse de modo activo y responsable ante el don de Dios» (DGC 152; cf 157). Y una pedagogía del respeto hacia el catequizando: respeto a la situación religiosa y espiritual de la persona que se evangeliza; respeto a su ritmo, que no se puede forzar demasiado; respeto a su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar; respeto también a la comunidad catequética, cuyo ritmo de crecimiento y maduración se mueve por un factor que desborda el empeño del propio catequista.

Sintonizando la pedagogía del don con la de la encarnación, la catequesis ayuda al catequizando a leer lo que está viviendo, porque el ámbito donde Dios se acerca al hombre con su gracia y lo salva es la misma experiencia asumida por la fe (cf DGC 152).

En la presentación de esta vida íntima de Dios, la catequesis sigue la misma pedagogía de Jesús: mostrar esa vida a partir de sus obras salvíficas en favor de la humanidad (cf DGC 100).

Una pedagogía, en definitiva, en que la gracia divina y la acción catequizadora de la Iglesia ni se confunden ni se contraponen o separan, sino que forman una unidad en el proceso de maduración de la fe (cf DGC 88, 138, 144, 244).

De todo este reto pedagógico se deducen distintos criterios para la formación de catequistas; señalamos tres: 1) El estudio, a la medida de la colaboración de cada agente, de cuanto sobre la gracia nos enseña la Sagrada Escritura y la tradición, el magisterio de la Iglesia, los catecismos y la teología (cf EN 75). 2) Junto con el estudio, la contemplación de la actuación de la gracia, de la acción del Espíritu Santo, sea en el corazón de los catequizandos, sea en los mismos catequistas (cf CF 57, 61). 3) Por último, de forma complementaria, la invocación a la fuente de la gracia; invocar con fe y fervor al Espíritu Santo y dejarse guiar por él como inspirador decisivo de los programas e iniciativas de la actividad evangelizadora, fruto de la conciencia de que se actúa como su instrumento vivo y dócil (cf EN 75; CT 72; DGC 290).

d) Un hombre nuevo nace de la catequesis por la gracia. Una catequesis como la que vamos describiendo, está llamada a dar como fruto creyentes comprometidos con la causa y el estilo de Jesús y, como consecuencia, adoradores del Padre, colaboradores del Espíritu, hombres de Iglesia, en actitud de servicio al mundo. Está llamada, en consecuencia, a dar como fruto una novedad de vida, unos catequizandos conscientes de la acción de la gracia en sus corazones, capaces de dejarse guiar por esa voz, portadores de espiritualidad evangélica, deseosos de vivir la santidad, atentos a los signos de los tiempos y a sus interpelaciones, con fuerza para ser testigos, solidarios con los hombres, sobre todo con los que más sufren, comprometidos en la transformación de la sociedad (cf CAd 165-171).

La catequesis es testigo de la necesidad del don y también de la vida nueva que aporta. Por ello, presenta el tema de la gracia como algo profundamente vital y enriquecedor para el hombre; inserta el tema de la gracia en el más amplio de la salvación integral del hombre, que ofrece plenitud de vida, renovación interior que diviniza, humaniza, plenifica y hace dar fruto (cf CCE 1697).

Una salvación que conlleva, como uno de sus elementos, la liberación, purificación de lo que «está bajo el signo del pecado (pasiones, estructuras del mal...) o de la fragilidad humana, suscitando en los catequizandos actitudes de conversión radical a Dios, de diálogo con los demás y de paciente maduración interior» (DGC 204; cf 37, 102). En consecuencia, la catequesis muestra que la gracia es más fuerte que el pecado, Dios más grande que nuestra conciencia y la vivencia del perdón gratuito e incondicional de Dios superior al sentimiento de culpa (CC 211).

2. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES. Cuanto llevamos dicho sobre la relación de la catequesis con la gracia, encuentra acentuaciones tanto en la catequesis por edades como en las que tienen lugar en otras situaciones especiales o en diversos contextos socio-religiosos. Aquí simplemente nos limitamos a realizar algunos apuntes.

a) Infancia y niñez. En esta etapa tiene lugar, de ordinario, la iniciación cristiana comenzada en el bautismo, con tareas directamente relacionadas con la temática de la gracia, como son la primera formación orgánica de la fe del niño, la incorporación a la vida de la Iglesia y la recepción de los sacramentos. Acentos de este momento pueden ser:

— Atender al desarrollo de las capacidades y aptitudes humanas que serán la base antropológica de la vida de la gracia, como el sentido de la confianza, la gratuidad, el don de sí, la invocación...

— Presentar la paternidad de Dios con las grandes líneas de su maravilloso plan de salvación, en el que Jesucristo es el centro y en el que el mismo catequizando encuentra su puesto. Un Dios buena noticia para el niño. El rico lenguaje alusivo a la gracia que nos ofrece la Biblia, es amplio manantial para esta etapa del proceso catequético. Podemos encontrar textos positivamente significativos en los catecismos españoles Padre nuestro y Jesús es el Señor.

Educar en la oración como encuentro alegre con el Dios que nos quiere; dar sentido a las celebraciones de los cristianos, recibiendo a la vez de los sacramentos vividos esa dimensión vital y festiva que impide a la catequesis quedarse en meramente doctrinal; iniciar la educación de una vida como tarea en respuesta al Dios que sale a nuestro encuentro (cf DGC 178; CT 37).

b) Preadolescencia, adolescencia, juventud. Una primera constatación es la influencia de la crisis espiritual en las generaciones jóvenes, así como la necesidad de tomar en consideración la realidad de estas etapas, sus dificultades, necesidades, capacidades humanas y espirituales; todo ello invita a la Iglesia a la creatividad y a la búsqueda de atenciones pastorales específicas. Acentos de este momento en la relación catequesis-gracia pueden ser:

— Dar importancia también, dentro de los procesos globales, a la acción precatecumenal, que prepara el terreno para la dimensión más favorable al don; la misma realidad pide que la acción apostólica con los jóvenes sea de índole humanizadora y misionera, como primer paso para que maduren unas disposiciones favorables a la acción estrictamente catequética.

— Descubrir la presencia de Dios en la experiencia,' en la realidad, y descubrir al grupo como una magnífica experiencia de la presencia de Jesucristo en su Iglesia.

— Proponer explícitamente a Cristo y a la vida cristiana como su seguimiento, siguiendo así el estilo del evangelio, en el que los jóvenes aparecen como interlocutores directos de Jesucristo: a ellos les brinda su amistad, les revela su singular riqueza y les compromete en un proyecto de crecimiento personal y comunitario de valor decisivo para la sociedad y la Iglesia.

— Realizar un esfuerzo de adaptación a los jóvenes, por ejemplo en el tema del lenguaje (mentalidad, sensibilidad, gustos, estilo, vocabulario...), sabiendo traducirles el mensaje de Jesucristo. El catecismo español Con vosotros está supuso una buena obra de adaptación; en él se expone la fe contando con las experiencias de los adolescentes. También se puede citar, como intento, la «Narración de la historia de la salvación», con la que comienza el catecismo Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia.

— Considerar a los jóvenes como sujetos activos en catequesis, protagonistas y artífices de la renovación social; han de trabajar los talentos recibidos, dar pasos hacia el hombre nuevo, ir creciendo a la medida de Cristo (cf CC 248; DGC 181, 183, 185, 186).

c) Adultos. «Puede decirse que, a través de la catequesis de la Iglesia, el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, está desarrollando en los adultos bautizados la vida nueva de los hijos de Dios, hasta hacerla adulta» (CAd 110). Acentos de este momento pueden ser:

— Inician redescubrir o profundizar en la fe, encontrando en el catecumenado bautismal una referencia importante, con un estimulante apoyo de la comunidad y un desarrollo armónico de las dimensiones de la fe: cognoscitiva, afectiva y comportamental.

Iluminar los aspectos de don y tarea en campos, tan fundamentales en este momento, como el amor y la familia, el trabajo y el compromiso en el mundo. Igualmente, atender a puntos como el sentido de la vida, la lectura cristiana de la vida, y la atención a las transiciones, crisis, necesidades, momentos favorables... propios de cada etapa dentro de la edad adulta (cf CT 23; CAd 59b, 79-80, 177, 183-184, 190, 192).

d) Tercera edad. Las personas de esta edad, lejos de ser consideradas como sujetos pasivos, son un don de Dios para la Iglesia y la sociedad. Acentos de este momento pueden ser:

— Anunciar la fe en un clima de acogida y de amor, que confirman, mejor que ninguna otra cosa, el valor de la Palabra; la catequesis asocia al contenido de la fe la presencia cordial del catequista, de la comunidad creyente y la activa participación de los catequizandos.

— Aportar una gran riqueza significativa para cada situación de fe. Puede suponer: ayuda para seguir recorriendo el camino en actitud de acción de gracias y de espera confiada; luz para una experiencia religiosa más rica; invocación, perdón, paz interior...; y siempre un mensaje de esperanza que proviene de la certeza del encuentro definitivo con Dios.

Valorar la colaboración catequética de la persona de tercera edad. El anciano, tantas veces testigo de la tradición de la fe, maestro de vida y ejemplo de caridad, encuentra una catequesis que valora esta gracia, ayudándole a descubrir las ricas posibilidades que tiene dentro de sí; ayudándole, por ejemplo, a asumir funciones catequéticas en relación con el mundo de los pequeños, para quienes a menudo son abuelos queridos y estimados, y en relación con los jóvenes y los adultos (cf CC 251; DGC 186-188).

BIBL.: V. M. CAPDEVILA, Liberación y divinización del hombre. La teología de la gracia (2vols.), Secretariado Trinitario, Salamanca 1984; GARCIA C., La teología posconciliar sobre la gracia, Burgense 34 (1993) 167-187; 37 (1996) 93-124; 38 (1997) 543-580; GROPPO G., Gracia, en GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1985, 399-402; LADARIA L. E, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993; MONTE-RO J., Psicología y educación en la fe, Ave María, Granada 1976; Ruiz DE LA PEÑA J. L., El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991; Creación, gracia, salvación, Sal Terrae, Santander 1993.

Ciro García Fernández
y Fernando Jarne Jarne