FE Y CULTURA
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SUMARIO: I. Una relación viva en el fondo de lo humano. II. Cultura y culturas: dificultad de una definición. III. El Vaticano II y la cultura. IV. La evangelización de las culturas. V. La inculturación de la fe. VI. La fecundidad del encuentro fe-cultura/as. VII. La defensa de lo humano piedra de toque de las culturas. VIII. La catequesis sobre el tema.


I. Una relación viva en el fondo de lo humano

La relación que se da entre los dos términos del título se encuadra en la más amplia de religión y cultura. La religión representa una dimensión originaria de la persona y la cultura un factor que configura a la humanidad y a cada uno de los sujetos. La relación es permanente y, aunque no en todos los momentos se haya dado con la misma intensidad, la historia atestigua una tensión innegable entre ellas, igual que da cuenta de su profunda interrelación.

Además, la complejidad del problema que ese binomio enuncia se hace más perceptible en nuestro tiempo, pues resulta patente la presencia de una pluralidad de religiones en una multiplicidad de culturas. Más aún, esa misma pluralidad de religiones no deja de estar en relación con lo múltiple de las formas culturales, que van moldeando la manera como los humanos viven y expresan la presencia de lo divino.

Fe y cultura se interpenetran, puesto que a la vivencia religiosa, la fe en su sentido más abarcante, le es connatural el expresarse culturalmente. Y la dimensión religiosa, por ser dimensión que arraiga en el fondo humano, resulta insuprimible en las culturas, que ofrecen una interpretación de la existencia. Así, las expresiones y las formas de vivir la fe se ven influidas por la cultura en que los creyentes se hallan insertos. Y, como veremos, la cultura recibe a su vez la impronta de la fe.

El reconocimiento del misterio y la actitud teologal pasan necesariamente por la condición humana, que es como decir por la racionalidad y la capacidad de comprender, expresar, comunicar y actuar que se plasman en forma de cultura. Y la fe que, lejos de inhibir, estimula la razón y otros resortes, despliega posibilidades creativas: la fe —la verdadera fe, no sus deformaciones— crea cultura, se afirma a la vista de realizaciones históricas y de hechos constatables hoy mismo.

Quienes creen son, inseparablemente, seres culturales. Así los símbolos, narraciones y doctrinas en los que se expresa lo religioso, al igual que formas de organización y conducta que son patrimonio de las religiones, son a la vez expresiones de las culturas, como puede ejemplificarse con los textos, instituciones y obras de arte que constituyen la herencia cultural.

En este sentido afirmaba P. Tillich que «en las formas culturales la religión se actualiza», y que «la religión es la forma de la cultura». En la misma dirección apunta la afirmación que ha repetido Juan Pablo II de que «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada y fielmente vivida» (Discurso fundacional del Consejo pontificio para la cultura, 1982).

De acuerdo con lo anterior, se advierte también que un logos interno de las religiones ha generado pensamiento, arte y cultura en general. Los símbolos (y los símbolos religiosos) han sido precursores y generadores de razón: en esos conjuntos de símbolos —señala J. Martín Velasco—, y con ayuda de ellos, la humanidad hagenerado una visión de la realidad y la han abierto más allá de lo inmediato, y en ellos ha expresado los aspectos más profundos de su existencia: los símbolos han dado que pensar1.

La fe influye en la visión de la realidad y en su expresión, de manera que la historia de las religiones no es aislable de las culturas en las que esas religiones se dan, y las culturas no están exentas de referencias religiosas. De una matriz culturizadora de la religión ha hablado Mircea Eliade en la línea de L. Richter y C. H. R. Dawson, que han considerado la fuerza unificadora y preservadora que lo religioso ha tenido en las culturas, en sus modos de organizar la vida y de comprender la existencia.


II. Cultura y culturas: dificultad de una definición

Aunque la relación fe-cultura se ha dado en todos los tiempos, la problemática que ese binomio enuncia no había sido tematizada con la atención con que lo ha sido en estos decenios. Basta recorrer algunos de los documentos eclesiales y la producción teológica para advertir que las alusiones a la cultura/las culturas se multiplican en fechas relativamente recientes.

Se puede pensar que la mayor presencia del término deja entrever la conciencia de cierto extrañamiento de la fe respecto de la cultura moderna, como advertiremos en algunos textos. Pero el interés obedece también a que cultura es hoy una categoría clave en las ciencias humanas, que han conocido un llamativo desarrollo desde el siglo pasado. Una categoría imprescindible en el análisis y comprensión de las sociedades y grupos.

La noción, como veremos, llega a ser prácticamente extensiva a humanización y mundo humanizado. Por ello, una verdadera preocupación por lo humano reconoce pronto la necesidad de dialogar con los diversos mundos culturales y con los diversos sectores de una cultura.

Ahora bien, sucede que el contenido del término cultura ha experimentado un corrimiento muy notable, que explica su ensanchamiento. Seguir ese recorrido resulta necesario para delimitar su campo de significación, ya que el término resulta hoy, en cierta medida, polivalente. Ese cambio y ensanchamiento de la noción explica también que aparezca con frecuencia creciente la mención de culturas en plural.

Del ser humano se dice que es animal cultural, y la cultura —que se difracta en una variedad de culturas— es considerada como el dinamismo fundamental que condiciona todas las formas de vida social y la manera misma de interpretar la realidad.

La historia de la palabra y la compleja realidad a que hace referencia, han merecido importantes estudios que es necesario tener en cuenta, para comprender tanto aquel corrimiento a que nos referíamos como la atención creciente que ha merecido en la reflexión eclesial (véase bibliografía).

En siglos pasados —hasta entrado el siglo XIX— el término cultura, de origen latino, aludía al cultivo de diversas realidades y al afinamiento del espíritu mediante el cultivo de las facultades personales. Su contenido se encuadraba, por tanto, en el mundo intelectual o estético, y las personaspodían ser, según este sentido, cultas o incultas. Una acepción que puede encontrarse en los humanistas hasta siglos avanzados, y que dura hasta hoy.

Pero ya en 1871, E. B. Tylor dio entrada en su obra al sentido antropológico que prevalece ulteriormente: «La cultura o la civilización —escribe— es el conjunto complejo que comprende el saber, las creencias, el arte, la ética, las leyes, las costumbres y cualquier otra aptitud o hábito adquirido por el hombre como miembro de la sociedad»2.

Este sentido se ha impuesto y ha dejado atrás el etnocentrismo de que adolecía aquella otra concepción, más clásica, de cultura-culta, que se identificaba prácticamente con la de occidente. En el contexto de las ciencias sociales y de la antropología, las definiciones de cultura se acumulan, sin que resulte fácil reducirlas a mínimos comunes. Dos estudiosos del tema, A. L. Kroeber y C. Klukhohn, después de pasar revista a unas doscientas definiciones, ofrecen esta definición/descripción a modo de síntesis: «La cultura consiste en los modelos de comportamiento; modelos que son explícitos o implícitos, adquiridos o transmitidos por medio de símbolos, y que constituyen las realizaciones distintivas de los grupos humanos, su encarnación en artefactos. En el corazón mismo de la cultura están las tradiciones... y especialmente los valores que se vinculan a ellas»3.

A esta comprensión de la cultura como identificadora de grupos humanos responde el que hoy hablemos en plural de culturas, tomando distancia respecto de cierto «imperialismo cultural», que pretendía una extensión y una aceptación no discutida de la cultura occidental como hegemónica.

La idea de cultura que prevalece, sin ser única, en los estudios recientes es la que se ha ido abriendo paso en la antropología y, más allá de las variaciones que experimenta según disciplinas, escuelas y autores, responde al reconocimiento de que, justamente por la cultura, el ser humano se define frente a su entorno y toma posición ante las cuestiones fundamentales.

Un exponente de que el término recubre el espacio de lo humano en su riqueza es la glosa que del término hace H. Carrier en el Diccionario de la cultura: «Para sociólogos y antropólogos la cultura es todo el ambiente humanizado por un grupo; es su manera de comprender el mundo, de percibir al hombre y su destino, de trabajar, de divertirse, de expresarse por medio de las artes, de transformar la naturaleza por medio de las técnicas y los inventos. La cultura es el producto del genio del hombre, entendido en su sentido más amplio: es la matriz psicosocial que se crea, consciente o inconscientemente, una colectividad; es su marco de interpretación de la vida y del universo; es su representación propia del pasado y su proyecto de futuro, sus instituciones y sus creaciones típicas, sus costumbres y sus creencias, sus actitudes y sus comportamientos característicos, su manera origiñal de comunicarse, de producir y de intercambiar sus bienes, de celebrar, de crear obras que revelen su alma y sus valores últimos». Y añade todavía: «La cultura es la mentalidad típica que adquiere todo individuo que se identifica conuna colectividad; es el patrimonio humano transmitido de generación en generación»4.

Se comprende, por tanto, que cada grupo que mantiene cierta consistencia y duración tiene su propia cultura. Como la tienen las naciones, las tribus y aun las categorías sociales. Y se entiende que, en ese mismo sentido, se pueda hablar de cultura moderna o posmoderna.

No entraremos en las diversas tesis que discuten la evolución, el influjo e interrelación que se da entre unas y otras culturas, ni en las aproximaciones que se vienen haciendo entre cultura y lenguaje, cultura y sociedad, cultura y vida cotidiana. Nos detendremos únicamente en el planteamiento reciente de las relaciones entre fe y cultura/as'.


III. El Vaticano II y la cultura

Antes de entrar en detalles, conviene advertir que la preocupación creciente que los documentos eclesiales de los últimos decenios reflejan coincide con aquel corrimiento a que hamos aludido y con momentos en que el término adquiere prestigio en la antropología. Al mismo tiempo, ese término, abarcante, como hemos podido ver en las descripciones de su contenido antes citadas, venía siendo utilizado para analizar conjuntos sociales, grupos étnicos, y la propia situación del mundo occidental.

Es sabido que todavía en las intervenciones de Pío XII la palabra cultura (como civilización) conservaba aquel sentido clásico a que nos hemos referido; pero, terminada la I Guerra mundial, la reflexión cristiana se mostró sensible a la noción ampliada que venía abriéndose paso entre los estudiosos, y recurrió a ella a la hora de plantear la relación entre la Iglesia y el mundo. Así J. Maritain publicó, en el decenio de los años treinta, trabajos como Religión y cultura y Humanismo integral. Y en años cercanos al Vaticano II, en los que se registra una notable preocupación por el mundo y una clara voluntad de diálogo con él, se recurre con frecuencia al término como categoría de análisis.

En ese ambiente se sitúan las abundantes alusiones a la cultura/as —más o menos directas— que se encuentran en el conjunto de las constituciones y decretos conciliares.

En relación con el sentido clásico, cuyo uso se mantiene a la vez, están los lugares en los que el Concilio exhorta a los cristianos a que se comprometan en la tarea de promoción y creación cultural, de manera que más grupos sociales y pueblos participen y tengan acceso a los «bienes de la cultura» (entendida según la consideración tradicional).

Pero hay otros que indican ya un entendimiento de la cultura en el sentido más reciente. Se trata de pasajes en los que se plantea la urgencia de conocer e insertarse en el mundo, de promover un diálogo de la fe con las realidades culturales varias y con las diversas culturas. Algunos párrafos importantes de la constitución Lumen gentium (cf LG 13 y 17), del decreto Ad gentes sobre la actividad misionera (cf AG 3 y 21) así como del que trata del diálogo interreligioso, son exponentes de un modo de comprender la cultura/las culturas como inseparables de la existencia de grupos y pueblos diversos.

La constitución Gaudium et spes incorpora al uso clásico la consideración antropológica y la define así: «Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes riquezas espirituales y aspiraciones, para que sirvan de provecho a muchos, e incluso al género humano. De ahí que la cultura humana presente necesariamente un aspecto histórico y social, y que la palabra cultura asuma con frecuencia un sentido sociológico y etnológico» (GS 53).

El Concilio entiende que la Iglesia, que ha de anunciar el evangelio en todas las culturas, se dirige a ellas con respeto y consideración para con su peculiaridad, y de ellas recibe bienes que redundan en alabanza del Creador.

En conjunto, el Vaticano II, que quiso atender al mundo actual y puso en el centro de sus consideraciones al ser humano, abrió un espacio considerable a la cultura y a las culturas como interlocutoras de la fe. Baste anotar que en sus documentos el término cultura o culturas aparece casi un centenar de veces.

H. Carrier recuerda que en el Concilio se ofrece «una visión dinámica, histórica y concreta de la humanidad que se va construyendo, y la pauta de lectura de la historia contemporánea, así como del progreso. A distancia, incluso, de anteriores modos de hablar, que entendían... la cultura en su sentido humanista»6.

También A. Tornos ha hecho notar que en esos textos se hacen afirmaciones importantes, que muestran cómo la Iglesia se ha abierto a un modo nuevo de considerar la cultura y las culturas. De hecho, se atiende allí a su carácter necesariamente histórico y social, y se apunta a la necesidad de interpretar correctamente los hechos culturales. Hay una clara constatación del pluralismo cultural y de la conexión entre las diversas culturas. Se reconocen los valores presentes en ellas, a la vez que se subraya como criterio decisivo la dignidad de los sujetos agentes-receptores, de manera que se ha podido decir que, en el pensamiento del Concilio, una verdadera cultura es inseparable de un verdadero humanismo (J. L. Ruiz de la Peña)7.


IV. La evangelización de las culturas

En años sucesivos, la consideración de las culturas en relación con la fe ha ido avanzando. Pablo VI abordó ampliamente el tema en Evangelii nuntiandi (1975), a partir de las deliberaciones del sínodo sobre la evangelización.

La lectura de esta exhortación apostólica muestra que la tarea de «evangelizar la cultura y las culturas», que se señala como tarea eclesial, implica un replanteamiento de lo que significa evangelizar y una toma de conciencia más profunda de lo que representa la diversidad cultural.

Los números 18, 19 y, sobre todo, 20 de este documento –que refieren a su vez a lo anotado en GS 53— ofrecen un enfoque de la cuestión que ha tenido importantes desarrollos en años sucesivos.

Evangelii nuntiandi comienza reconociendo que «lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas... tomando siempre como punto de partida la persona, y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios».

A continuación realiza una importante distinción no separadora: «El evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el Reino que anuncia el evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del Reino no puede menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna» (EN 20).

Más adelante, en el mismo número, se afirma que las culturas son regeneradas en el encuentro fecundo con la Biblia, lo que supone que es aceptada la capacidad de la fe para purificar y fecundar las culturas con las que entra en contacto.

Ese necesario encuentro con las culturas está ya presente en los párrafos anteriores, en los que se habla de evangelizar y humanizar en estos términos que han sido una y otra vez citados: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro y renovar a la misma humanidad... La Iglesia evangeliza cuando... trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos (EN 18).

Y allí mismo la evangelización se presenta como un encuentro de la fe con la cultura/las culturas que tiene múltiples implicaciones: «No se trata solamente de predicar el evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación» (EN 19).

El planteamiento de EN supone que es connatural a la fe la capacidad de arraigar en distintos contextos culturales y de transformarlos positivamente sin desnaturalizarlos. Se aleja de una manera de entender la evangelización no sólo como una mera superposición, sino también como un influjo exterior, y postula una presencia activa de los cristianos que viven insertos en el seno de las mismas culturas.

Se reafirma así la convicción de que las dos dimensiones, la de creer y la de crear cultura, convergen en el centro personal e interaccionan vitalmente. Al reclamar la presencia efectiva de los creyentes en los entramados culturales, como primer modo de establecer la relación fe-cultura, EN supera una manera sólo teórica de plantear y tratar el problema.


V.
La inculturación de la fe

Aunque presente en debates previos, el término inculturación recibió el espaldarazo inicial en el sínodo de 1977 y ha continuado expresando una exigencia de la evangelización.

Pero si el término como tal es de acuñación reciente, la historia de los propios textos bíblicos y la del cristianismo dan cuenta de que el mensaje —y la fe que suscita— cobran cuerpo en determinadas culturas, según la ley de la encarnación: «La fe —escribe C. Geffré– se compara a una semilla, lo propio de la palabra de Dios en los sinópticos. La expresión encarnación de la fe nos remite evidentemente al mensaje central del cristianismo como encarnación del Verbo de Dios. Esto significa que la encarnación radical del mensaje cristiano en una cultura no compromete su integridad, de la misma manera que la humanidad de Dios deja a salvo su trascendencia»8.

Que el mensaje ha de ser inculturado en aquellas culturas que intenta evangelizar es una aceptación básica en los múltiples trabajos sobre el tema. Y de inculturación habla Catechesi tradendae (1980) al afirmar que «aculturación (usado primero a partir de su sentido en los estudios de antropología cultural) o inculturación expresan muy bien uno de los componentes del gran misterio de la encarnación».

Catechesi tradendae (CT) se detiene a señalar que «la catequesis, como la evangelización en general, está llamada a llevar la fuerza del evangelio al corazón de la cultura. Para ello —prosigue Juan Pablo II— la catequesis procurará conocer esas culturas y sus componentes esenciales, aprenderá sus valores y riquezas propias. Sólo así se podrá proponer a tales culturas el conocimiento del misterio oculto y ayudarlas a hacer surgir de su propia tradición viva expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano» (CT 53).

A continuación se advierte que hablar de inculturación es tener en cuenta que el mensaje no es aislable del todo de la cultura bíblica (el mundo del Antiguo Testamento y el mundo en que vivió Jesús) y que no emerge espontáneamente de ningún humus cultural. Pero que ese mismo mensaje «se transmite siempre a través de un diálogo apostólico que está inevitablemente inserto en un cierto diálogo de culturas» (ib).

Este pasaje resume lo que venían apuntando las discusiones, y es objeto de la reflexión eclesial que ha seguido. Ahora mismo, el diálogo y la inculturación se plantean no sólo a propósito de culturas diversas, como ocurre en la evangelización de países africanos o asiáticos, sino ante la necesidad de vivir y transmitir la fe en nuevas situaciones y estadios culturales como la tardía modernidad o la posmodernidad. Y en la multiculturalidad que es ya un hecho en países o regiones de occidente.

En los trabajos dedicados al tema, se recuerda que la encarnación de la fe en las culturas no es una realidad nueva en la historia, sino más bien una constante, que se ha dado con mayores o menores logros. Pero esa necesidad se ha hecho más acuciante en nuestro tiempo, en el que se ha agudizado la conciencia de un alejamiento entre el cristianismo y las realidades culturales. Un esfuerzo por inculturar la fe resulta especialmente urgente en decenios que han registrado cambios muy notables en mentalidad y actitudes.

De hecho, Pablo VI y Juan Pablo II han repetido que «la síntesis entre la cultura y la fe no es solamente una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente vivida, no enteramente pensada y fielmente vivida»9. Hasta tal punto hay una traducción cultural del creer y tan profunda es la relación entre la fe y la cultura.

Más recientemente Juan Pablo II ha recordado, en la encíclica Fides et ratio: «La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye a su vez a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por él en la historia y en la cultura de un pueblo... El anuncio del evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no le impide conservar una identidad cultural propia» (FR 71).


VI. La fecundidad del encuentro fe-cultura/as

La fe promueve y crea cultura. Ejerce una función crítica respecto de las zonas oscuras de las culturas: «El anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este sentido, las culturas no sólo no se ven privadas en nada, sino que, por el contrario, son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica, recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos» (FR 71).

A su vez, la fe lleva necesariamente una impronta cultural, pues se expresa y se vive culturalmente. Y las culturas, enraizadas en lo profundo de la humanidad, se presentan como abordajes diversos a la realidad, como mediaciones capaces de humanizar la existencia y de apuntar a lo que trasciende. Así, en ese último documento en que se refiere al encuentro fe-culturas, Juan Pablo II señala: «Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia... ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre, al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia... Como las culturas evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos real— la referencia a... Dios en la naturaleza» (FR 70).

Y de las culturas recibe la fe valores que pueden considerarse una praeparatio evangélica o una auténtica ayuda para comprender y desarrollar el potencial y exigencias del creer. Entre ambas, fe y cultura, hay interacción e intercambio, aunque la una sea irreductible a la otra: «una cultura no puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de Dios», se advierte; pero se señala también que «el evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma» (FR 71).

De lo fecundo de esta interacción se ha hablado repetidamente. D. Amalorpavadass señalaba a este propósito que el horizonte de una inserción cultural de la fe es, sin riesgo de pérdida para sus respectivas identidades, «un evangelio vivo que vive la Iglesia en una cultura viva»10.

La fe ayuda a pensar y ensancha el campo de una razón tentada de unilateralidad o fragmentación. Ese estímulo puede resultar precioso para un estadio cultural y amenazado por el desánimo. En 1980, el físico C. F. von Weizsácker lo reconocía explícitamente. El cristianismo guarda en su entraña posibilidades humanizadoras aún no agotadas y refuerza en el anhelo inextinguible de dignidad que hay en los humanos, un factor decisivo de cultura y de elevación moral.

Si se tiene en cuenta la comprensión moderna de la noción de cultura (y si se recuerda que la fe tiene el carácter de adhesión personal a un Dios que se comunica), resulta fácil aceptar que el diálogo no es sólo una cuestión de fórmulas o de acuerdos teóricos. Aunque pueda entablarse en diversos ámbitos, el lugar propio, aquel donde la fe y la cultura se encuentran y se anudan, es nada menos que la existencia misma de los seres

humanos. El diálogo ha de darse en cada persona y en cada grupo de creyentes, que son, sin separación, agentes y partícipes de una cultura.

Y ello porque las dos realidades que venimos analizando representan dimensiones humanas esenciales y se encuentran en un centro personal. Se sigue, por tanto, que la tarea de evangelizar las culturas se lleva a cabo a través de hombres y mujeres que aceptan el mensaje de salvación y consienten que ese mensaje irradie en su ambiente vital. El encuentro, que se da en la hondura personal del creyente, afecta a todo lo que es humano: lo personal, comunitario, social y político. A todos los ámbitos, realizaciones e instituciones. Así, la fe informa la cultura al impregnar el mundo vivido, la experiencia cotidiana, las formas de pensar y actuar, las relaciones, la sociedad de la que toda persona forma parte.

Según un dinamismo propio, la fe llega a incidir en una sociedad y su cultura. A. Tornos y J. Martín Velasco lo han recordado recientemente al considerar la posibilidad de que el evangelio se haga presente en el seno de una cultura moderna, plural y secular: «El camino —escribe el segundo— es que el sujeto de la fe, es decir, las comunidades creyentes, al vivir la fe en las circunstancias de todo tipo que constituyen su propia cultura, la expresen y encarnen en las mediaciones propias de la misma. Se trata... de encarnar la fe en unas formas culturales determinadas. En este proceso de encarnación, las mediaciones repercuten ciertamente sobre la figura concreta que reviste la fe... y la fe, a su vez, asume y transforma los elementos expresivos de la cultura al conferirles el sentido nuevo que proporciona el reconocimiento del origen del hombre en Dios, la orientación a él como a su fin, y su presencia en el interior del hombre y la historia, que les presta una nueva dimensión de una profundidad inabarcable».


VII. La defensa de lo humano, piedra de toque de las culturas

La relación fe-cultura/as es múltiple. Pero a la hora de sintetizar hemos de recordar que hay una preocupación fundamental que la Iglesia mantiene en el conjunto de la cultura/las culturas actuales. En los textos eclesiales se señala en primer término, como tarea de la fe en diálogo, la defensa de los seres humanos, que son los sujetos y el centro de las culturas. La Iglesia apela a la causa de lo verdaderamente humano, consciente de que el respeto a la dignidad de cada persona es la piedra de toque de la calidad y valía de una cultura.

Esa defensa sigue a la convicción creyente de que Dios está implicado en la causa del hombre, que ante los ojos del Creador y Salvador mismo merece la mayor consideración. Y comporta el esfuerzo por crear un éthos que salvaguarde la dignidad y los derechos de todos, con atención especial a los más débiles.

Semejante propósito no es viable sin una comprensión de la cultura en que se vive y una implicación real en el mundo que se quiere evangelizar. Sin una auténtica simpatía y una verdadera inserción, no es pensable la evangelización o la inculturación de la fe.

Pero el diálogo exige un distanciamiento crítico respecto de la cultura ambiente y hasta cierta actitud contracultural que resiste a imposiciones o dictados. En ese sentido, cabe esperar que la palabra de fe sirva de contrapunto deseable en ciertas situaciones, que aporte algo distinto, inesperado, frente a lo culturalmente dominante.

A este propósito, contra la tentación de la fe de hacerse fácil y aceptable, o de acomodarse culturalmente, J. B. Metz ha recordado que el cristianismo avanzó transformando las sociedades y culturas que encontró en su historia. Y que ahora mismo y para el futuro le espera el mismo reclamo. Pero advierte que sólo mantendrá esa virtualidad si, como en momentos importantes, no se pliega dejándose absorber por la cultura ambiente. A su entender, una disimultaneidad, cierta capacidad de contraste, hace fecunda la encarnación de la fe: «sin ser extraterritorial en el tiempo y en el espacio, el cristianismo no debe definirse desde referencias externas, sino ofreciendo sus propias referencias: el evangelio, Jesucristo crucificado; y, por tanto, la cultura no es el punto de referencia –o no el único– para definir el contenido de la fe, sino el contexto y el compañero de diálogo»11.


VIII. La catequesis sobre el tema

Cuanto hemos dicho acerca de la consideración que la cultura merece no es ajeno a la catequesis. Las culturas son inseparables de los seres humanos que viven en ellas y, a su vez, contribuyen a crear y desarrollar.

La educación en la fe y la catequesis deberían ayudar a tomar conciencia de la situación del mundo actual, en el que múltiples culturas conviven y se intercomunican. Y ayudar a caer en la cuenta de que la misma fe es vivida hoy en una llamativa multiplicidad de culturas, lo que no deja de tener consecuencias en la manera de entender la catolicidad.

El anuncio del evangelio reclama de los creyentes que lo vivan de forma encarnada, lo que equivale a decir que la fe ha de informar su mundo vital y el entramado cultural en que se insertan. La fe se hace cultura al inspirar creaciones diversas, pero también en el sentido abarcante que el término tiene en nuestro tiempo, es decir, cuando informa y alienta una verdadera humanización.

La catequesis ha de hacerse eco de la urgencia de que los cristianos contribuyan así a favorecer la creación y promoción de culturas que resguarden la dignidad y la misteriosa profundidad de lo humano.

Quienes anuncian o preparan el anuncio saben que la fe puede hacer importantes servicios a la cultura. Al ir al encuentro de la nueva situación cultural, puede ofrecer una inapreciable aportación que llega desde su entraña y que se puede desglosar en estos términos: 1) valorar los esfuerzos, las tradiciones diversas y sus múltiples creaciones culturales; 2) sostener el sentido crítico ante lo que se justifica sólo por ser mayoritariamente aceptado o dominante y, sobre todo, deshumanizante; 3) avivar el sentido ético y la conciencia de la responsabilidad por el otro como valores insustituibles en cualquier contexto cultural; 4) alentar las búsquedas de sentido, testimoniando la esperanza que no muere y confiando en la fuerza de la verdad y la bondad; 5) testimoniar la fe y dar razón de la esperanza en el lenguaje propio de cada contexto.

En la situación actual, la catequesis no puede despreocuparse de aquellos tramos o aspectos de la cultura que más de cerca preparan la apertura a la fe, que son en cierto modo su preámbulo.

Y ha de transmitir la convicción, que llega desde la propia fe y alienta la esperanza, de que en tiempos de crisis y de llamativo pluralismo cultural, la fe puede desarrollar el potencial humanizador que guarda en su entraña. La fe puede ayudar a que las culturas progresen y, sobre todo, a que sean culturas dignas de los seres humanos, seres, al fin, amados por sí mismos por el Dios en quien creemos.

NOTAS: 1. Cf J. MARTIN VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1998', 152. – 2. E. B. TYLOR, Cultura primitiva I, Ayuso, Madrid 1976, 19. Sobre la historia del problema pueden verse los trabajos citados en la bibliografía. Hay una buena síntesis en A. TORNOS, Fe y culturas, SM, Madrid 1995, y en L. DucH, Religión y mundo moderno, PPC, Madrid 1995, 101-133, con referencias bibliográficas. – 3. Cf A. L. KROEBER-C KLUCKHOHN, Culture: Critical Review of Concepts and Definitions, Museum of American Archeology and Ethnology, Cambridge 1952. – 4. Cf H. CARRIER, Diccionario de la cultura, Verbo Divino, Estella 1994, 150-161. – 5. Cf A. TORNOS, O.C., 10-15; – 6. H. CARRIER, o.c., 475. – 7. J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Una fe que crea cultura, Caparrós, Madrid 1997, 20-54. – 8. C. GEFFRÉ, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Cristiandad, Madrid 1984, 215. – 9. JUAN PABLO II, Carta para la institución del Pontificio Consejo para la cultura (20-5-82). – 10. D. AMALORPAVADASS, Evangelización y cultura, Concilium 134 (1978) 82-88. -11 Cf J. B. METZ, en X. KAuFMANN-J. B. METZ, Zukunftsfúhigkeit. Suchbewegungen im Christentum, Friburgo 1987, 130-138.

BIBL.: Además de la citada en notas; AA.VV., Cristianismo y cultura en la Europa de los años 90, PPC, Madrid 1993; CARRIER H., Evangelio y culturas. De León XIII a Juan Pablo II, Edice, Madrid 1988; CHIAVACCI E., Cultura, en Diccionario teológico interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982, 230-240; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999); GÓMEZ CAFFARENA J., La entraña humanista del cristianismo, Verbo Divino, Estella 1987; Raíces culturales de la increencia, Sal Terrae, Santander 1988; GONZÁLEZ-CARVAJAL L. Ideas y creencias del hombre actual, Sal Terrae, Santander 1991; MARTIN VELASCO J., Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid 1996; POUPARD E., Cultura y cristianismo, en Diccionario de las religiones, Herder, Barcelona 1987, 383-393; ROVIRA BELLOSO J. M. Fe y cultura en nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1988; TORNOS A., Actitudes de los creyentes ante la evangelización de la cultura, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1992; TORRES QUEIRUGA A., Inculturación de la fe, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 611-619.

Felisa Elizondo Aragón