FE Y CONVERSIÓN
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SUMARIO: I. Clarificación de conceptos: 1. Fe; 2. Conversión; 3. Dos aspectos de una misma realidad. II. Modelos de fe en el Nuevo Testamento. III. Análisis psicológico-religioso del acto personal de fe: 1. La fe como llamada de Dios; 2. La fe como respuesta a Dios; 3. La fe como nuevo centro de la vida; 4. Gratuidad de la fe. IV. Fe inicial y primera conversión: 1. «Fides ex auditu»; 2. La fe inicial; 3. De la fe inicial a la conversión inicial. V. Fe adulta y conversión permanente: 1. La fe, don destinado a crecer; 2. La catequesis, ministerio de la Palabra; 3. Descripción de la fe adulta; 4. La fe como tarea continua; 5. La conversión permanente; 6. Fe y conversión en clave de amor.


I. Clarificación de conceptos

1. FE. a) En el lenguaje del Antiguo Testamento, no encontramos propiamente una definición de la fe. Los términos griegos pistis y pisteuin, que traducimos por fe, corresponden a una gran variedad de conceptos hebraicos. En el Antiguo Testamento descubrimos los contenidos que pretenden reflejar dichos conceptos y que, más tarde, en la traducción griega de los LXX, fueron denominados con el término fe.

Estos contenidos de las expresiones hebraicas nos permiten descubrir que la fe comporta: 1) asentar la vida sobre algo firme, seguro, cierto; 2) estar seguro de que no hay otra realidad que ofrezca estas características más que Dios; 3) decir AMEN (traducción del aman hebreo) a Dios, es decir creer en Dios, fundar la existencia en Dios: «Si no os afirmáis en mí, no podréis subsistir» (Is 7,9), y 4) realizar una entrega confiada al Dios siempre fiel, que reclama al hombre entero. En Génesis 15,6 se nos ofrece el ejemplo prototípico de la fe de Abrahán.

b) Los evangelios ponen de manifiesto que la respuesta de fe del hombre a Dios es fruto de la acción de Dios (cf Jn 6,44-45), es gracia o don de Dios. Los evangelios reclaman esta fe en Dios y en su enviado Jesucristo: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). En ellos se subraya: 1) que la fe es la actitud de acogida que los pobres ofrecen al anuncio de la salvación —así lo reconoce María en el Magníficat (Lc 1,46-55)—; 2) que la fe es la condición para que Jesús realice su acción salvadora: «tu fe te ha curado» (Lc 8,48), y 3) que la fe es la acogida de Jesús como Mesías, enviado por el Padre (Jn 20,31).

c) San Pablo, profundizando en su experiencia religiosa, nos describe la fe como: 1) un volverse al Dios vivo y verdadero (1Tes 1,8ss); 2) la actitud que hace posible recibir la salvación de Dios —Dios no salva por las obras de la ley sino por la fe (Rom 3,28)—, y 3) una nueva disposición interior, que se traduce en un estilo de vida regida por la ley del Espíritu, que nos hace hijos de Dios (Gál 4,6-7).

El Nuevo Testamento, pues, recogiendo el contenido del Antiguo, concreta esta actitud de fe en una afirmación de Jesucristo: creer en Jesucristo y en el Dios de Jesucristo. El es el testigo fiel (Ap 3,14), que ha dicho siempre Amén a Dios. Creer en Dios y creer en su enviado Jesucristo es el objeto fundamental de la fe. Para el cristiano, la verdad y las palabras de Jesús son la verdad y las palabras de Dios mismo (cf DV 4).

Vista como actitud, desde el ser humano, la fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre que, al asentar su vida en el Dios revelado en Jesucristo, se descubre a sí mismo, a los otros y al mundo como realidades que tienen, desde ese momento, un sentido más pleno.

2. CONVERSIÓN. a) Convertirse significa volverse. Conversión, en sentido religioso, es sinónimo de vuelta a Dios. En la forma de comprensión más habitual, se suele entender la conversión como conversión moral. Se trataría, en ese caso, de una actitud de arrepentimiento por los pecados cometidos, que han alejado de Dios al hombre o la mujer.

Jesús envía a sus discípulos a predicar la conversión (Mc 6,12). Incluso después de la resurrección, el Resucitado renueva este envío (Le 24,47). A quien se arrepiente y pone su vida en camino de vuelta hacia Dios, le ofrece su perdón (He 2,38; 3,19; 5,31). El signo que celebra este encuentro salvador es, en unos casos, el bautismo, con el don del Espíritu (He 2,38); en otros casos, es el signo de la reconciliación: «A quienes perdonéis los pecados...» (Jn 20,23). Esta es la conversión moral.

b) Pero hay otro modo de comprender el significado de la conversión, que hace referencia principalmente al caso de los paganos y, por extensión, al caso de aquellos bautizados que nunca han vivido una relación personal con Dios y que incluso desconocen prácticamente la dimensión teológica del pecado. Se trata de personas que fueron bautizadas de niños, que han vivido un largo trecho de su vida sin ninguna referencia a Dios y que, por consiguiente, no son capaces de comprender que sus comportamientos éticamente incorrectos tienen una repercusión en Dios; desconocen, por tanto, el sentido teológico del pecado.

Estas personas pueden experimentar en un momento dado, o al final de un proceso de búsqueda, una especial iluminación de Dios, que les llama ala conversión. En este supuesto hablaríamos, sí, de una conversión total, pero más propiamente entenderíamos esta conversión como una adhesión a Jesucristo y al Dios de Jesucristo (DGC 56b). Es la conversión de carácter religioso.

Esta es la conversión que va incluida en el acto de fe y a la cual nos referimos explícitamente en este artículo. No es un volverse a Dios de quien se alejó por el pecado, sino una respuesta a la llamada de Dios que el no creyente –o el creyente débil– expresa en un acto de fe que pone a la persona frente al Dios vivo (He 14,15) y que propicia un cambio de mentalidad, un nuevo estilo de vida ante Dios y ante los hombres.

3. Dos ASPECTOS DE UNA MISMA REALIDAD. Podemos hablar de fe y conversión como de un binomio correlativo; con estos términos expresamos una misma realidad, vista desde dos perspectivas diferentes. Al no tratarse más que de una realidad, habrá que considerar primeramente que la fe y la conversión son dos caras de una misma moneda; y, en segundo lugar, que no es legítimo separar una perspectiva de la otra, porque empobrecería nuestra visión de la realidad.

¿De qué realidad hablamos? Del encuentro personal de Dios con el hombre y del hombre con Dios. En este encuentro, el ser humano se afirma a sí mismo, entregándose libremente a Dios y, a partir de ese momento, sitúa a Dios como centro de su vida. El acto de entrega constituye lo que llamamos la fe; y el descentramiento de sí mismo y el centramiento en Dios constituye lo que llamamos la conversión. Ambas dimensiones del acto de fe son, en sí mismas, aspectos de una única realidad.

Descubriremos, primero, lo acontecido en unas personas cuyo testimonio ha llegado hasta nosotros: cómo se ha producido en ellas el encuentro con Dios. En un segundo momento analizaremos el acto de fe personal, en cuanto acto de entrega de una persona a Dios. Nos fijaremos, en tercer lugar, en el proceso que conduce a lo que llamaremos la fe inicial y la primera conversión. En último término, desarrollaremos qué entendemos por «fe adulta» y por actitud permanente de conversión.


II. Modelos de fe en el Nuevo Testamento

Presentamos algunos personajes del Nuevo Testamento como paradigmas y modelos de referencia, que ayuden a comprender mejor el contenido de la fe-conversión.

a) La samaritana (Jn 4,1-42). Esta mujer tuvo la fortuna de encontrarse con Jesús, que había ido a su encuentro. En el decurso del diálogo entre Jesús y la samaritana, Jesús se manifiesta como profeta y como Mesías. La mujer acoge esta autorrevelación de Jesucristo. En esta acogida se produce el acto de fe y la primera conversión de la mujer.

b) Pablo de Tarso (He 9,1-19). En este texto, junto a He 22,6-16 y 26,12-16, san Lucas nos transmite la conversión de Pablo. Pablo siente un profundo odio a los cristianos, hasta el punto de ir a Damasco en su persecución. Sin embargo, Dios le sale al encuentro, toma la iniciativa. Una luz repentina deja ciego a Pablo. Se oyela voz del propio Jesús vivo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues» (22,8). «¿Qué tengo que hacer, Señor?» (22,10). El encuentro con Jesús transforma a Pablo. Este acoge en la fe la manifestación de Dios e inicia su conversión.

c) Grupos de primeros cristianos (He 2,29-41). En el caso de los primeros cristianos, su acceso a la fe y su vuelta a Dios es respuesta al anuncio explícito de la buena noticia, realizada por los apóstoles. No se trata de un signo extraordinario, por su carácter inhabitual, como fue la luz cegadora que envolvió a Pablo. Se trata del camino ordinario que Dios utiliza para comunicarse al ser humano. Dios nos habla utilizando habitualmente mediaciones humanas (Heb 1,1-2). Afirma el Directorio general para la catequesis: «La evangelización, al anunciar al mundo la buena nueva de la Revelación, invita a hombres y mujeres a la conversión y a la fe. La llamada de Jesús, convertíos y creed el evangelio (Mc 1,15), sigue resonando, hoy, mediante la evangelización de la Iglesia» (DGC 53). En este caso los profetas —los que hablan en nombre de Dios—son los apóstoles, que atestiguan la resurrección de Jesús y llaman a sus oyentes a volverse al Dios de Jesucristo. Presentan a Jesús como el Señor y Mesías, el único salvador que trae el perdón de Dios. Cuando los oyentes acogen la Palabra, reciben el Espíritu Santo, que transforma y convierte el corazón de los nuevos creyentes.

El camino habitual que conduce a la fe y a la conversión pasa por un anuncio expreso de Jesús, el Señor. Los hombres y mujeres acogen esta comunicación de Dios, y en su interior experimentan un cambio o transformación. Fe y conversión aparecen como dos aspectos de una misma realidad.


III. Análisis psicológico-religioso del acto personal de fe

1. LA FE COMO LLAMADA DE DIOS. Cuando hablamos de la conversión estamos hablando del paso de la incredulidad a la fe. Este paso sólo puede producirse porque hay una llamada de Dios: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae» (Jn 6,44). Una llamada que, directamente o a través de mediaciones, se dirige a lo más hondo del espíritu del ser humano. Es una iluminación, una inspiración, una solicitación del Amor: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir» (Jer 20,7). Esta llamada adquiere matices diferentes en cada persona. No puede ser de otro modo, pues se trata de la llamada a un encuentro interpersonal y no hay dos personas iguales.

2. LA FE COMO RESPUESTA A DIOS. La respuesta del ser humano a esta llamada de Dios es lo que constituye la fe. Esta respuesta a Dios no tiene lugar, generalmente, de forma inmediata, sino que se van dando pasos progresivos: nace, al principio, una simpatía por la'figura de Jesús; surge una inquietud o interés por Cristo y su evangelio. El sí a Jesucristo es entrega a su persona y aceptación de la verdad que se nos revela en su persona (DGC 54). Al mismo tiempo se van dando pasos progresivos en la conversión. La precatequesis viene a clarificar y madurar esta simpatía primera por Cristo, hasta llegar a la fe y conversión iniciales (cf DGC 62).

En este acto de fe se produce el encuentro con Dios; Dios llama, el hombre o la mujer acoge esta llamada y responde a ella con todo su ser. En esta respuesta el ser humano experimenta un profundo cambio, al que llamamos conversión. En efecto, una persona que hasta entonces había vivido girando en torno a su propio yo, a partir de ese momento experimenta que su vida comienza a girar en torno a otro centro, que es Dios. La persona puede tener el sentimiento, mezcla de dolor y de gozo, de que se pierde y al mismo tiempo se salva (J. Mouroux). Esta experiencia de descentramiento llega a traducirla san Pablo en aquella famosa expresión «No vivo yo..., es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Es acogerse a los brazos de Dios, es descansar en su regazo, es sentirse sostenido por su amor, es, en definitiva, experimentar lo que expresa el Salmo 63: «Tu amor vale más que la vida».

J. Martín Velasco explica así esta experiencia: «Hacer de la fe la sustancia de lo que se vive comporta una radical conversión, que desaloja del hombre un corazón vuelto sobre sí mismo y que tiende a convertirse en centro y medida de todo, para poner en su lugar el espíritu de Dios que lleva a ese corazón a realizarse no en el dominio y la posesión, sino en la autodonación y en la entrega. Una conversión así transforma la vida toda del creyente en manifestación de ese corazón nuevo, de ese nuevo espíritu y hace de esa vida su permanente irradiación hacia el mundo»1.

3. LA FE COMO NUEVO CENTRO DE LA VIDA. En esta línea aparece con claridad que el acto de fe-conversión sólo puede ser comprendido adecuadamente desde la clave del amor. Cuando se produce el enamoramiento, tanto si es algo instantáneo, a lo que llamamos flechazo, como si es fruto de un proceso más o menos largo, la persona experimenta que alguien viene a sacarla de sí misma. Y se pregunta: «¿Qué he podido hacer yo para que este otro/otra se haya fijado en mí, me haya preferido a mí?». Y la respuesta es siempre la misma: «Nada; absolutamente nada». ¿Entonces? La conclusión es evidente: «No me lo merezco».

Aparece en toda su dimensión la gratuidad del amor. Por inmerecida, la entrega de otra persona deja desconcertada a la persona preferida. Le hace salir de sus casillas; la descentra de sí misma. Ya no vive más que para gozar. Y el gozo consiste precisamente en volcarse sin medida sobre la persona que la ha trastornado.

4. GRATUIDAD DE LA FE. La experiencia religiosa del encuentro con Dios conlleva unas características semejantes. Podríamos rastrearlas en las experiencias de muchos convertidos de ayer y de hoy, y en las páginas inigualables de los grandes místicos, desde el bíblico Cantar de los cantares hasta las poesías sublimes de santa Teresa o de san Juan de la Cruz.

Sin embargo, conviene dejar claro que hablar de experiencia religiosa no supone, normalmente, algo así como tocar con los dedos a Dios. Por regla general, el encuentro con Dios no se traduce en un contacto vívido, en una presencia luminosa, en unaemoción o impresión directas. Como tampoco la experiencia humana del enamoramiento tiene, siempre y en todos los casos, estas características. Dios puede tocar a la persona, autorrevelarse y llamarla también desde la penumbra. Tal vez fuera mejor decir: desde el misterio. Dios se asoma, se deja ver, se manifiesta, pero el ser humano nunca puede captar el misterio en toda su hondura y trascendencia.

La manifestación más clara de Dios se nos ha dado en Jesucristo. Pero, a pesar de la claridad de esta manifestación, «el Verbo vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11).

«Dios, después de haberse revelado a través de la palabra de distintos mensajeros, revela a la Palabra misma encarnada en Jesús... En Jesús el misterio no se hace presente en persona, en el sentido de que en el hombre Jesús se visualice, se objetivice o mundanice el misterio, haciéndose accesible a la mirada o al conocimiento natural, directo, del hombre. El misterio sólo puede revelarse como misterio, es decir, como lo absolutamente oculto... Pero sin perder su condición de misterio, Dios se revela definitivamente, plenamente, en Jesús»2.


IV. Fe inicial y primera conversión

1. «FIDES EX AUDITU». Es este un aforismo que ha adquirido carta de naturaleza desde los tiempos apostólicos (cf Rom 10,13-14.17). Los que han «comido y bebido con el Resucitado» (He 10,41) proclaman explícitamente a Jesús como el Señor, el Mesías, el Salvador. Los primeros testigos del Resucitado hablan en estos términos: «Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (He 4,20). «Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (lJn 1,3). Y san Pablo argumenta: «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Cómo van a creer en él si no han oído hablar de él?» (Rom 10,13-14).

Desde el principio se entendió adecuadamente la encomienda del Señor: «Id por todo el mundo y predicad la buena noticia a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16).

El camino habitual que permite al hombre o mujer encontrarse con Dios pasa por un previo anuncio, realizado por aquellos que son enviados. Como dice san Pablo: «Bienvenidos los que traen buenas noticias» (Rom 10,15). Este anuncio explícito de Jesús como el Cristo, esta proclamación de la buena noticia, es lo que se denomina anuncio misionero o evangelización misionera, que trata de «suscitar la fe con la ayuda de la gracia, abrir el corazón, convertir, preparar una adhesión global a Jesucristo» (CC 49).

Destinatarios de esta evangelización misionera son tanto los paganos, en sentido estricto, es decir, los que nunca tuvieron fe en Jesucristo, como aquellos bautizados que nunca dieron una adhesión personal a Jesucristo y a su mensaje (EN 56). Estos están necesitados de la fe inicial y de la conversión inicial. En el DGC se emplean estos términos progresivos: 1) primer anuncio para despertar la simpatía, el interés hacia Cristo; 2) catequesis kerigmática, precatequesis, catequesis de carácter misionero, para llevar esa simpatía hasta la fe y conversión iniciales; 3) catequesis de inspiración catecumenal para lograr la primera madurez en la fe y conversión, y 4) la celebración de los sacramentos de la iniciación, o renovación de los mismos para entrar en la comunidad cristiana o arraigarse en la misma con una formación permanente abierta al mundo (cf DGC 61-62; 63-68; 69-72; 88-90).

2. LA FE INICIAL. Según el decreto Ad gentes (13-15), la fe inicial reviste los siguientes rasgos3:

a) Aceptación del Dios vivo. La aceptación del Dios vivo, que quiere comunicarse a sí mismo a los hombres. Quien se abre a la fe inicial desea comenzar por vez primera, o recuperar, su relación con Dios. Intuye con una primera lucidez que el Dios anunciado por Jesucristo es alguien significativo y vital para su realización personal.

b) Primera adhesión libre a Cristo. Quien llega a la fe inicial comienza a descubrir, a través de la Palabra y el Espíritu, que la relación con el Dios vivo pasa a través de Jesucristo, de modo que «no hay salvación fuera de él» (He 4,12). Y da una primera adhesión libre a Jesucristo, como salvador, aunque no tenga un conocimiento completo de su persona.

c) El seguimiento de Cristo. A esta primera adhesión a Jesucristo acompaña el deseo de seguirle, de vivir como vivió él; es decir, la persona está en disposición de convertirse, de reorientar el estilo de su vida en torno a él.

d) Incorporación al grupo de los seguidores de Cristo. Quien se abre a la fe inicial está en disposición de incorporarse al grupo, a la comunidad de los seguidores de Jesús, de quienes normalmente habrá recibido ayuda para descubrir a Dios y a su enviado Jesucristo. Intuye, por tanto, que ese es el lugar donde puede hacer más explícita su fe, madurarla, celebrarla y vivirla.

3. DE LA FE INICIAL A LA CONVERSIÓN INICIAL. La persona situada en este umbral de la fe, se siente llamada misteriosamente por ese Alguien mayor que ella, que le urge a dar una respuesta. Cuando esta es afirmativa, se produce, como explicábamos anteriormente, un cierto desquiciamiento en el creyente. Dios, en efecto, saca al hombre o mujer de su quicio, para ocupar él mismo el centro de su vida. Dios no viene a poseer a la persona, sino a proyectarla hacia una comprensión de sí misma, que le confiere la máxima dignidad y el más pleno sentido. Escuchar a Dios: «Tú eres mi hijo», y decir a Dios: «Tú eres mi Padre», es la experiencia más llena de sentido y significatividad para la vida del ser humano.

Es en este diálogo donde el ser humano elige libremente que Dios ocupe el centro de su vida, que los deseos de Dios sean los deseos de su voluntad humana, que el amor de Dios sea el fundamento de su amor humano; se inicia el seguimiento de Jesús. La acción de la gracia —decimos los creyentes— hace posible esta vuelta a Dios, esta primera conversión. Como puede comprenderse, esta transformación interior tiene al comienzo unas características de iniciación. La posterior maduración enla experiencia configura los rasgos que aquí se han descrito.


V. Fe adulta y conversión permanente

1. LA FE, DON DESTINADO A CRECER. La fe es un don destinado a crecer en el corazón de los creyentes; la adhesión a Jesucristo, en efecto, da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida. Quien accede a la fe es como un niño recién nacido que, poco a poco, crecerá y se convertirá en un ser adulto, que tiende al «estado de hombre perfecto (Ef 4,13), a la madurez de la plenitud de Cristo» (DGC 56).

«Glorificad en vuestros corazones a Cristo, el Señor, dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (lPe 3,15). El apóstol se dirige a unas comunidades cristianas, formadas, según parece, por paganos convertidos al cristianismo, y las exhorta a perseverar en la fe y en la conducta cristiana. Es presumible que estos paganos convertidos hayan pasado un tiempo de maduración en su fe, de aprendizaje en su vida cristiana, para haber llegado a ser capaces de «dar razón de su esperanza».

Que unas personas adultas, en cuanto a su edad, lleguen a ser cristianos adultos, es decir, adultos en su fe, requiere un tiempo de profundización, que les capacite para vivir responsablemente su vida como creyentes y para dar testimonio de esa misma fe a quienes se lo pidan. «La catequesis es una etapa de la evangelización, que trata de conducir hasta la adultez en la fe a quienes han optado por el evangelio o se encuentran deficientemente iniciados en la vida cristiana» (CAd 45).

2. LA CATEQUESIS, MINISTERIO DE LA PALABRA. La catequesis es esa forma peculiar del ministerio de la Palabra que hace madurar la conversión inicial del cristiano hasta hacer de ella una viva, explícita y operante confesión de fe (CC 96).

a) La confesión de fe requiere un conocimiento del Dios de Jesucristo. Sin ese conocimiento no podríamos hablar de una fe adulta. Dicho conocimiento tiene por objeto las verdades contenidas en los símbolos de la fe, el credo (cf DGC 54). Pero no conviene olvidar que un auténtico conocimiento conlleva una entrega plena e incondicional al único Dios. Reconocer a Dios como Padre y a Jesucristo como el Señor, es obra del Espíritu que actúa en nosotros.

b) Implica necesariamente también el desenmascaramiento de los ídolos que quieren ocupar en nuestra vida el lugar de Dios, la renuncia a cuanto nos esclaviza e impide vivir la libertad auténtica de los hijos de Dios (cf Gál 5,1). El único camino que lleva al conocimiento de Dios y a su entrega a él es Jesús, el Cristo. Por ello, una fe adulta tiene como centro a Jesucristo: él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22). Jesucristo es la plenitud de la Revelación (DV 4); es el centro de la historia de la salvación; con él ha llegado la plenitud de los tiempos; él es el único salvador (He 4,12) (cf DGC 53).

c) Al confesar la fe, nos sentimos miembros del pueblo de Dios como tal, que es la Iglesia. Pablo VI llamó al símbolo de la fe «el Credo del pueblo de Dios». Vinculado a la fe de la Iglesia, el creyente confiesa su fe. Esta vinculación a la Iglesia es mucho más que una mera adscripción jurídica. En la Iglesia, el creyente descubre la comunidad de los hijos de Dios, dispersos por el pecado, congregados por Jesús, el salvador, y enviados al mundo a anunciar el evangelio (LG 4). «Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo» (Plegaria eucarística III).

Descubrir, por tanto, el misterio de la Iglesia, misterio de comunión con Dios por medio de Jesucristo y en el Espíritu (sínodo 1985, relación final II, C 1) es elemento imprescindible de una fe adulta. Como lo es, asimismo, llegar a la convicción de que la Iglesia existe para anunciar el evangelio (EN 14) y construir el reino de Dios. Esta realidad de la Iglesia como comunión, es fundamental en los documentos del Vaticano II, como lo subraya el sínodo de 1985 (II, C 1).

3. DESCRIPCIÓN DE LA FE ADULTA. Por lo dicho hasta ahora, podríamos describir la fe adulta como: 1) una fe que permite al creyente conocer con lucidez en quién cree y por qué cree; 2) que conduce al creyente a pasar de un asentimiento genérico y difuso a una entrega personal y responsable a Jesucristo; 3) una fe profundamente enraizada en la comunidad de los creyentes, que vincula al cristiano vitalmente con la Iglesia; 4) que acoge el mensaje cristiano en su integridad, pero que excluye la reducción de su horizonte a la mera repetición de unas fórmulas, de unos mandamientos o prohibiciones, y se abre permanentemente a la llamada de Dios; 5) que es capaz de superar la separación, tan frecuente, entre lo que uno cree y lo que uno vive —separación entre la fe y la vida–, lo cual conduce al cristiano a una vida descomprometida e infantilizada: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43); 6) una fe que enraíza al creyente en Cristo, como dice san Pablo: «hasta que todos lleguemos... a constituir el estado del hombre perfecto a la medida de la edad de la plenitud de Cristo...; practicando sinceramente el amor, crezcamos en todos los sentidos hacia aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,12-15).

4. LA FE COMO TAREA CONTINUA. Llegar a la medida de Cristo es obra del Espíritu y consecuencia de un ejercicio permanente. «La fe de un cristiano adulto debe ser una fe confesante»4. Los rasgos de esta fe son los siguientes: 1) Una fe que sea eje y centro de la vida: no un valor, junto a otros, sino el valor supremo, «lo único necesario», según la expresión del evangelio. 2) Una fe experienciada y vivida: no un simple asentimiento a las verdades que Dios revela y que la Iglesia enseña, ni un mero cumplimiento de prácticas cultuales y morales, sino una experiencia personal de encuentro con Jesucristo, en algún modo similar a la experiencia personal de los discípulos de Jesús. 3) Una fe expresada y anunciada: que se vive en el interior del corazón y se confiesa con•los labios (Rom 10,9), a la que se presta el gesto y la voz, que se encarna en el espacio y el tiempo, que supera el ámbito de lo privado y se proclama como buena noticia («Id por todo el mundo...» [Mc 16,15]); que compromete la vida en la defensa de la justicia, de los hombres, a quienes reconoce como hijos de Dios. 4) Una fe en diálogo permanente con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, capaz de comunicar a estos el testimonio inculturado del amor inmenso de Dios, manifestado en Jesucristo. 5) Una fe coherente, que se atreve a testimoniar lo que uno ha visto y experimentado, lo cual es una prueba de credibilidad que verifica la verdad de lo que atestigua: la propia vida del testigo. 6) Una fe que desarrolla su poder humanizador. «La gloria de Dios es que el hombre viva», afirmaba san Ireneo. Hoy es preciso mostrar que la fe en Jesucristo lleva a los creyentes a vivir más humanamente, a humanizar las relaciones sociales, a combatir las estructuras injustas y deshumanizantes, a promover formas de cultura más dignas del ser humano.

Vivir esta fe adulta conduce a la recreación del hombre nuevo, de la mujer nueva, a quien el espíritu de Dios va transformando interiormente en unos seguidores fieles de Jesucristo.

5. LA CONVERSIÓN PERMANENTE. Llegar a esta adultez de fe es tarea de toda la vida. Y si fe y conversión son dos caras de una misma moneda, esto nos permite afirmar que también la actitud de conversión habrá de cultivarse a lo largo de toda la vida. A esta maduración progresiva la llamamos conversión permanente. La conversión permanente incluye unas actitudes como: el interés por el evangelio, la conversión moral, la profesión de fe y el camino hacia la perfección (DGC 56-57).

Esta experiencia de transformación interior no se produce de una vez para siempre. La presencia del pecado en la vida humana ejerce una influencia sobre el convertido, para alejarlo de Dios. La fuerza del mal es como una fuerza centrífuga que solicita a la libertad humana para que el creyente se aleje de Dios. Esta realidad no desaparece cuando se produce en él la primera conversión. Así lo experimentaba san Pablo, una vez convertido: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero: eso es lo que hago» (Rom 7,18-24). La conversión, por el contrario, nace de una decisión libre por la que el creyente se entrega a Dios, y es como una fuerza centrípeta que ejerce el Espíritu sobre la voluntad humana. Una fuerza que lleva al creyente a centrar su vida en Dios.

Por eso, la actitud de conversión se hace necesaria durante toda la vida. Más aún, la maduración de la fe incluye, como un elemento imprescindible, la actitud de conversión permanente. Así aparece en la Sagrada Escritura:

a) Los profetas. A través de los profetas, Dios llama al pueblo a la conversión, a dejar los ídolos y a volverse al Dios de los padres, al único Dios.

b) Juan Bautista recoge el mensaje profético, llamando a la conversión: «Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2). Entrar a gozar de los bienes del Reino exige un cambio interior. Como signo de esta conversión, Juan Bautista ofrece un bautismo de agua, que prepara para el bautismo de fuego y de Espíritu Santo que ofrecerá el Salvador (Mt 3,11).

c) Jesús hace presente el Reino en medio de los hombres. Se lo ofrece a todo el que crea; es una oferta de vida y salvación. El no lo impone, no fuerza a nadie; sólo invita a sus oyentes a aceptar el don de Dios. Sólo les pide un signo de conversión: él ha venido a llamar «a los pecadores para que se conviertan» (Lc 5,32). Para Jesús lo que cuenta es la conversión del corazón y la actitud de búsqueda del reino de Dios y su justicia (Mt 6,33).

6. FE Y CONVERSIÓN EN CLAVE DE AMOR. Al final, la fe y la conversión sólo son comprensibles desde la clave del amor. Por parte de Dios nos quedamos con la confesión de san Juan: «Tanto amó Dios al mundo...» (In 3,16). Por parte del hombre, repetimos con san Pablo: «No vivo yo..., es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). No podemos dudar del amor siempre fiel de Dios a los hombres: «El permanece siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13). Del amor de la humanidad a Dios sí podemos dudar; y no sólo dudar, sino certificar las repetidas infidelidades que van engrosando la historia del mal en el mundo. Por esta razón afirmamos que la respuesta de los hombres y mujeres a Dios es siempre un continuo volver a la práctica de las actitudes de Cristo, de forma creciente, contando, por supuesto, con el pecado; la fe y la conversión son tarea de toda la vida de cada uno, y tarea de toda la historia humana que, a pesar de todos los pesares, Dios está empeñado en que sea una historia de salvación.

NOTAS: 1. J. MARTÍN VELASCO, Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 1988, 132. — 2. ID, El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid 1976, 56-57. — 3. Cf GARITANO F., Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 141 (1989) 63-95. — 4. J. MARTÍN VELASCO, Increencia... o.c., 131-142.

BIBL.: ALFARO J.-RAHNER K.-FRIES H.-DARLAP A., Fe, en RAHNER K. (ed.), Sacramentum Mundi III, Herder, Barcelona 19762, 96-147; BARREAD J. J., La fe de un pagano, Studium, Madrid 1969; El reconocimiento o ¿qué es la fe?, Studium, Madrid 1970; BRIEN A., ¿Qué es creer?, Narcea, Madrid 1974; FEINER J.-LOHRER M., Mysterium salutis, Cristiandad, Madrid 1992, 109-125 y 183-201; GARITANO F., Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 141 (1989) 63-71; GOFFI T., Conversión, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 356-362; MARTÍN VELASCO J., El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid 1976; Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 1988; MoUROUx J., Creo en ti. Estructura personal de la fe, Juan Flors, Barcelona 1964; Del bautismo al acto de fe, Studium, Madrid 1966; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA (País Vasco), Creer hoy en el Dios de Jesucristo, Carta pastoral de Cuaresma-Pascua 1986, Secretariado Trinitario, Salamanca 1986; RAHNER K., Conversión, en Sacramentum Mundi 1, Herder, Barcelona 1972, 976-985; SHULTER R., La conversión (metanoia), inicio y,forma de la vida cristiana; SEBASTIÁN AGUILAR F., Antropología y teología de la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 1973.

Equipo de catequetas de Euskal-Herria