ESPÍRITU SANTO
NDC
 

SUMARIO: I. El Espíritu Santo en el misterio de Dios: 1. El Espíritu Santo en la Trinidad; 2. Persona distinta del Padre y del Hijo; 3. Fuente de amor y de gracia; 4. Los símbolos del Espíritu. II. El Espíritu Santo en la Biblia: 1. El Espíritu en el tiempo de las promesas; 2. El Espíritu en los pobres de Yavé; 3. El Espíritu de Jesús; 4. El Espíritu prometido y enviado; 5. Los nombres del Espíritu. III. El Espíritu Santo en la Iglesia: 1. El Espíritu vivifica la Palabra; 2. Ministerios y carismas en la Iglesia; 3. El Espíritu en los sacramentos; 4. El Espíritu unifica la comunidad; 5. Con María, dóciles al Espíritu; 6. El Espíritu y la misión de la Iglesia. IV. El Espíritu Santo en la vida cristiana: 1. El maestro que configura la existencia cristiana; 2. Fuente de dones y de gracias; 3. El Espíritu ora en nosotros. V. El Espíritu Santo en el mundo. VI. El Espíritu Santo en la catequesis: 1. El Espíritu, alma y pedagogo de la catequesis; 2. La catequesis sobre el Espíritu en las distintas edades; 3. Sugerencias pedagógicas; 4. Acción del Espíritu en el acompañante; 5. Evangelizar en el Espíritu.


La Iglesia tiene conciencia de que nada ocurre en ella sin que el Espíritu Santo intervenga, y de que todo en la experiencia cristiana sucede por su inspiración y su presencia. Por eso lo invoca frecuentemente en la oración y en las celebraciones litúrgicas: 1) cada vez que se hace la señal de la cruz y se da o se recibe la bendición; 2) cuando se recita la fórmula Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, con la que se concluyen los sal
mos o los misterios del rosario y otras oraciones; 3) cuando finaliza la oración colecta en la misa, así como en laudes y vísperas; 4) en la celebración de los sacramentos, que se realizan en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (en la eucaristía de cada domingo y fiesta solemne se proclama, en el credo, la fe en el Espíritu Santo).

Esta constante presencia del Espíritu Santo en la vida cristiana no se corresponde, sin embargo, con un conocimiento profundo de su persona ni con una relación frecuente con él. Ha de ser, por tanto, tarea de la catequesis cultivar la vida en el Espíritu e iniciar en el conocimiento y en el trato con la tercera persona de la Santísima Trinidad.

Conscientes de que el Espíritu Santo está en el origen de la vocación y la misión de los catequistas, estos han de lanzarse a tientas, pero con la emoción de saber que están buceando en el mundo íntimo de Dios, a la maravillosa aventura de conocerlo y entregarlo a los que acompañan en el crecimiento de su fe, sabiendo que esto sólo es posible si él concede a unos y a otros la luz con la que atisbar la Verdad cegadora del misterio del Dios Amor.


I. El Espíritu Santo en el misterio de
Dios

1. EL ESPIRITU SANTO EN LA TRINIDAD. Lo primero que hay que hacer para conocerlo es acercarse a su vida íntima, a su relación con el Padre y con el Hijo; porque hablar del Espíritu Santo es entrar en el misterio del Padre y del Hijo. «Cuando digo Dios, entiendo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo»1.

El Espíritu es la fuerza inmensa que impulsa al Padre hacia el Verbo y el movimiento de amor que impulsa al Verbo hacia el Padre. Este movimiento interno existe desde toda la eternidad, porque Dios, fuente inagotable y manantial de amor, se entrega totalmente al Hijo en la fuerza del Espíritu Santo.

El Espíritu está en el corazón de esta relación eterna, pues como confiesa la sabiduría de Oriente es «el éxtasis de Dios», Aquel en quien el Padre y el Hijo salen de sí mismos para darse en el amor. Según esto, el Espíritu es el vínculo de amor eterno, el que une al Padre y al Hijo: «Son tres: el Amante, el Amado y el Amor»2. «El Padre es la fuente, el Verbo es el río, el Espíritu Santo es la corriente del río»3.

2. PERSONA DISTINTA DEL PADRE Y DEL HIJO. Pero el Espíritu ha de ser confesado como una persona distinta del Padre y del Hijo. Jesús se refiere con frecuencia al Espíritu con el pronombre personal él: «El defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14,26); «Cuando él venga demostrará al mundo en qué está el pecado, la justicia y la condena» (Jn 16,8); «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13); «El me honrará a mí» (Jn 16,14); «El dará testimonio de mí» (Jn 15,26).

El Espíritu es, por tanto, un ser personal, con un actuar propio, unido indisolublemente al del Padre y al del Hijo.

Creer en el Espíritu Santo es profesar que es una de las personas de la Santísima Trinidad, consustancial al Padre y al Hijo, como lo hacemos en el símbolo de Nicea y Constantinopla: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria».

Llegar a esta confesión no fue nada fácil; de hecho hay una cierta diferencia de matices entre los cristianos de Oriente y Occidente. Esta diferencia se ha concretado en nuestra confesión en el Credo con la fórmula: «y del Hijo» (Filioque), que no estaba contenida en la profesión de fe de Constantinopla, sino que fue incluida más tarde por la Iglesia romana. Con ella, la Iglesia de Roma y las otras Iglesias occidentales quieren acentuar más claramente que el Hijo es de la misma naturaleza del Padre y está situado a su mismo nivel. También en esto coinciden los ortodoxos, pero ellos utilizan: «del Padre por el Hijo», queriendo expresar que en Dios sólo el Padre es origen y fuente.

En cualquier caso, ambas corrientes coinciden en confesar que así como el Padre es el origen y la fuente del Hijo, y todo lo que él es lo da al Hijo, así también el Padre y el Hijo, o el Padre por el Hijo, dan la plenitud de la vida y el ser divino que le es propio, y producen así juntos al Espíritu Santo.

3. FUENTE DE AMOR Y DE GRACIA. Por esa plenitud de vida que el Espíritu recibe del Padre y del Hijo, se convierte en don para el hombre, en fuente de la que brota la vida, en dispensador de vida. Es la fuerza que inspira y crea la nueva vida y la transformación final del hombre y del mundo.

«El Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe al apóstol Pablo: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado"» (DeV 10).

4. Los SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU. El Catecismo de la Iglesia católica ofrece un recorrido por la acción del Espíritu a partir de los símbolos por los que es conocido: es agua, símbolo de la vida, que brota hasta la vida eterna en el bautismo; es unción que consagra y enriquece con sus dones; es fuego que purifica; es nube luminosa que cubre con su sombra protectora; es sello que deja la impronta de Dios; es mano con la que se transmite la fuerza divina; es dedo con el que Dios escribe sus preceptos en los corazones; es paloma que reposa sobre el hombre, para que descubra la protección del Altísimo (cf CCE 694-701).


II. El Espíritu Santo en la Biblia

1. EL ESPÍRITU EN EL TIEMPO DE LAS PROMESAS. Cada vez que Dios sale de sí mismo para darse al hombre lo hace en el Espíritu: «El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2); porque es el que todo lo crea, cuida y conserva.

En el Antiguo Testamento, además de ser el poder que actúa en la promesa (Gén 18,1-15), es la nube que acompaña el camino del pueblo, el pedagogo que conduce al pueblo hacia Cristo y el que lo purifica de su infidelidad.

Pero es, sobre todo, el que habló por los profetas. En ellos, el Espíritu se pone al servicio del misterio de Jesús y prepara lentamente su venida, desde el primer anuncio del Mesías hasta los umbrales del Nuevo Testamento.

Por los profetas nos va introduciendo en el misterio de Cristo: los rasgos del Mesías esperado comienzan a aparecer en el libro del Emanuel (cf Is 6-12).

Se revelan, sobre todo, en los cantos del siervo de Yavé (cf Is 42,1-9; Mt 12,18-21; In 1,32-34; después Is 49,1-6; Mt 3,17; Lc 2,32, y en fin Is 50,4-10 y 52,13—53,12).

El mismo Jesús inaugura el anuncio de la buena noticia haciendo suyo un pasaje de Isaías (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). También el envío del Espíritu Santo es anunciado en el Antiguo Testamento en Joel 3,1-4; el profeta Ezequiel tiene una visión que concluye con la promesa del Espíritu (Ez 37,1-4), a la que se refiere con la imagen de las aguas puras (Ez 36,25-27); Zacarías ve correr de oriente a occidente un río, cuyas aguas nunca se estancan en aquel día sin noche de una eterna primavera. Es el día en el que Yavé reinará sobre la tierra (Zac 14).

En los Salmos se expresa la calidad espiritual del corazón del pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu.

2. EL ESPÍRITU EN LOS POBRES DE YAVÉ. En los umbrales del Nuevo Testamento, el Espíritu está presente en los pobres de Yavé, los anawin, testigos de la esperanza de Israel. En estos, totalmente entregados a los designios de Dios, el Espíritu prepara, para el Mesías que ha de venir, un pueblo bien dispuesto.

Entre ellos estaba María, que concibió en la fe antes incluso de concebir en la carne, como predicaban san Ambrosio y san Agustín. En María habita el Espíritu Santo, convirtiéndose en su morada, arca santa y esposa. Jesús de Nazaret fue concebido y nació por el poder de Dios Espíritu Santo, sin destruir, sino consagrando la virginidad de María, su madre. La encarnación se cumple por obra del Espíritu Santo, por lo que la Iglesia confiesa: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».

3. EL ESPÍRITU DE JESÚS. Toda la existencia terrena de Jesús transcurre en la presencia del Espíritu Santo. Jesús mismo proclama ser Aquel que posee la plenitud del Espíritu: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

Por el Espíritu, Jesús fue «conducido al desierto» (Lc 4,1) y Juan Bautista lo elevará a los ojos de Israel como Mesías, esto es, el Ungido por el Espíritu Santo. El testimonio de Juan fue corroborado por otro superior: «Se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él» (Lc 3,21-22); y, al mismo tiempo, se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi hijo amado, mi predilecto» (Mt 3,17).

La actividad de Jesús se desarrolla toda ella en la presencia del Espíritu Santo, como narran los evangelios de Lucas y Juan. Toda la existencia de Jesús se realiza en la perspectiva del Espíritu. Es con la fuerza del Espíritu con la que Jesús proclama la palabra, obra milagros, sana a los enfermos, expulsa demonios y perdona los pecados.

El Espíritu Santo está presente en toda la trama de la obra de Jesús. Los evangelios, efectivamente, ponen en evidencia algunos momentos particularmente significativos de esta presencia: su concepción virginal (Mt 1,18; Lc 1,35), el bautismo y la tentación (Mt 3,16; 4,1), el discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18), la oración de alabanza al Padre (Lc 10,21). Con estas anotaciones, los sinópticos quieren presentarnos a Jesús no solamente como el portador del Espíritu, sino como aquel que vive en la obediencia al Padre y en la docilidad al Espíritu.

4. EL ESPÍRITU PROMETIDO Y ENVIADO. Este Espíritu, que acompaña la vida de Jesús, es también prometido y dado por él. Es prometido a Nicodemo como viento divino que viene desde lo alto (Jn 3,4-7). Es prometido a la Samaritana como agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,4-14).

Jesús mismo se presenta como el manantial del Espíritu: «"De sus entrañas brotarán ríos de agua viva". Eso lo dijo refiriéndose al Espíritu que habrían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7,38-39).

Cuando Jesús colgaba de la cruz, salieron de su costado, traspasado por una lanza, sangre y agua (Jn 19,34), símbolos de la vida ofrecida en sacrificio y de la vida transmitida a la humanidad en el Espíritu. San Hipólito nos ofrece una bonita imagen para poner esto de relieve: «Así como del perfume que se rompe surge un olor que se difunde, así de Cristo, roto en la cruz, mana el Espíritu»4. Y el día de la Pascua, como símbolo de su respiración anterior, Jesús, desde lo más íntimo de sí, sopló sobre sus discípulos y derramó su Espíritu (Jn 20,22-23), que ellos recibirán como viento poderoso y lenguas de fuego el día de Pentecostés. Pentecostés es, precisamente, el momento en el que se manifiesta la Iglesia, y desde entonces el Espíritu inunda toda su vida. «Donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia allí está el Espíritu de Dios y toda gracia»5.

Desde entonces, es tarea del Espíritu actualizar la obra de Cristo haciéndola presente y operante. San Pablo en sus cartas hace ver el nexo que existe entre Cristo y el Espíritu en la vida de la Iglesia: actúa en la predicación para que sea escuchada (1Tes 1,5-6; 1Cor 2,5) y para que nazcan comunidades cristianas; se hace presente en ellas para que sean templos del Espíritu (1Cor 3,16); actúa en el corazón creyente para hacerlo hijo de Dios y coheredero de la gloria futura en el Hijo (Gál 4,4-7; Rom 8,11.15-17); para gritar con nosotros y por nosotros nuestra dignidad de hijos de Dios-Abbá (Gál 4,6; Rom 8,15.26-27); es fuente de unidad, de vida y de santidad en la Iglesia (Rom 5,6; ICor 3,16; 12,13; Ef 4,3-6).

5. Los NOMBRES DEL ESPÍRITU. Ha sido precisamente por esta tarea permanente del Espíritu a favor del hombre por lo que este le ha dado un nombre y lo ha identificado en sus símbolos.

El término Espíritu traduce el hebreo ruah, el griego pneuma y el latino spiritus. En el lenguaje bíblico significó, en un principio, viento, aire, impulso; después, aliento, como señal de vida. El Espíritu de Dios es reconocido, por tanto, como el impulso y el aliento que da vida; es el que todo lo crea, cuida y conserva. Es Aquel del que Jesús declaró: «Sopla donde quiere; oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). También se le conoce como el Paráclito, que se traduce como Consolador. El mismo Jesús lo llama también Espíritu de verdad (Jn 16,13).

En la Escritura se le llama Espíritu prometido (Gál 3,14; Ef 1,13), Espíritu de hijos adoptivos (Rom 8,15; Gál 4,6), Espíritu de Cristo (Rom 8,11), Espíritu del Señor (2Cor 3,17), Espíritu de Dios (Rom 8,9.14; 15,19; 1Cor 6,11; 7,10) y Espíritu de la gloria (lPe 4,14).

III. El Espíritu Santo en la Iglesia

1. EL ESPÍRITU VIVIFICA LA PALABRA. Por ser la Iglesia templo y morada del Espíritu Santo, se puede afirmar que este es para ella como el alma en el cuerpo; es decir, su principio vital. Ella tiene que vivir en el Espíritu y renovarse constantemente en él. El la mantiene en la verdad y la guía por el camino de la actividad misionera (cf AG 4).

La Iglesia, en el silencio, en la escucha y acogida de la palabra de Dios, se deja enseñar, educar y desafiar por el Espíritu Santo, que habla a través de las Escrituras. Así, mientras acoge la Palabra y hace de ella su alimento, se deja conformar a Cristo, su Señor, y crece en la comunión y en la unidad del único Espíritu. La Iglesia es la discípula de Cristo, que el Espíritu conduce a la plenitud de la verdad.

Recuerda Juan Pablo II que «el Espíritu actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno» (TMA 44).

Quien anuncia la Palabra lo hace por la fuerza del Espíritu Santo, y el que la acoge lo hace movido por la gracia del mismo Espíritu; pues si la Palabra divina encuentra en nosotros un eco y una resonancia, parecida a la que se dio en los apóstoles, es gracias al Espíritu de la verdad.

2. MINISTERIOS Y CARISMAS EN LA IGLESIA. También le corresponde al Espíritu Santo ser el principio de la unidad de la Iglesia en la multiplicidad de sus carismas. La abundancia y la riqueza de sus carismas forma parte de la esencia de la Iglesia y esta vive de la abundancia del Espíritu que sopla donde quiere (cf Jn 3,8). Lo decisivo de la Iglesia está en sus manos.

Junto a los carismas, el Espíritu Santo suscita los distintos ministerios y servicios. Además de los ministerios ordenados, confiriéndoles autoridad y misión, llama a los laicos a que vivan su vocación de manera auténtica y a que asuman responsabilidades en la Iglesia y en el mundo. Principalmente acogen su llamada los santos, que son precisamente los que están más abiertos a la acción del Espíritu.

3. EL ESPÍRITU EN LOS SACRAMENTOS. El Espíritu abre en Cristo el acceso al Padre. Es el artífice de la vida filial (cf Rom 8,14ss): entronca en Cristo haciendo participar de su filiación divina, de modo que, en Cristo, el Padre nos ama ya como hijos en el Hijo. Esto es la vida de la gracia: ser hijos en el Hijo. Y por ello podemos clamar Abbá, en un mismo Espíritu.

Esto lo hace a través del sacramento de la Iglesia, porque la Iglesia entera es el sacramento de la efusión del Espíritu. Ella es el sacramento visible del sacramento divino que es Cristo. Ella manifiesta en toda su vida que Cristo es salvador de todos los hombres y del mundo.

La Iglesia realiza su capacidad sacramental a través de unas celebraciones de santificación que se llaman sacramentos en un sentido más restrictivo. Ellos son los canales por los que circula el Espíritu. En el recorrido de la vida del hombre, los sacramentos de la Iglesia son como albergues en los que el Espíritu permite al hombre recuperar fuerzas para seguir recorriendo otro trecho del camino. El Espíritu nos entrega al comienzo un tesoro, un capital de gracia, con el que nos ayuda en cada hora y en cada circunstancia de la vida.

a) Por el bautismo recibimos el Espíritu de adopción. Todo comienza en el bautismo; por él el bautizado se convierte en persona del Espíritu (cf Rom 8,9-11).

En el bautismo recibimos el Espíritu de adopción como hijos; renacidos del agua y del Espíritu Santo, nos convertimos en nuevas criaturas; por eso nos llamamos y somos hijos de Dios. El bautismo es el rito del comienzo, el agua del nacimiento, en el que Dios es Padre, creador y salvador en el Espíritu. Es el baño del nuevo nacimiento y de la renovación (cf Tit 3,5). «Todos nosotros fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13).

El bautismo congrega a un pueblo, funda la Iglesia. La gracia bautismal es también una fuerza de reunión y de comunión mutua: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu... un solo bautismo» (Ef 4,4ss).

b) Marcados con el sello del Espíritu. Por el sacramento de la confirmación, los bautizados son más plenamente vinculados a la Iglesia, enriquecidos con una fuerza especial del Espíritu Santo, y de este modo quedan obligados a difundir y a defender la fe con palabras y obras, como verdaderos testigos de Cristo.

La confirmación desencadena en el bautizado un doble movimiento: interiorización más profunda de su participación en el misterio de Cristo y exteriorización que lleva al testimonio y a la profecía. Es el sacramento de la riqueza interior y del testimonio exterior; de la madurez espiritual y de la fortaleza moral y apostólica.

De este modo, la confirmación es desarrollo, fortalecimiento y plenitud de la comunión del Espíritu Santo ya recibido en el bautismo, pues, precisamente, se recibe para fortalecer y perfeccionar la gracia bautismal, ya que esta tiene que crecer y madurar.

De un modo especial, la confirmación sella la pertenencia eclesial inaugurada en el bautismo. Efectivamente, el Espíritu Santo refuerza la pertenencia a la Iglesia para hacer compartir las responsabilidades de la comunidad. La gracia de la confirmación nos hace participar más intensamente de la misión de Jesucristo y de la Iglesia, nos hace testigos públicos de la fe y nos envía a colaborar responsablemente en el ámbito de la Iglesia y del mundo.

c) Un alimento espiritual. La relación de la eucaristía con el Espíritu Santo aparece bien clara en las palabras de Jesús, cuando anuncia la institución del sacramento de su cuerpo y de su sangre: «El Espíritu es el que da vida» (Jn 6,63).

La Palabra y los sacramentos tienen vida por la eficacia operativa del Espíritu Santo. Por eso la Iglesia, en la celebración de la eucaristía, pide en la epíclesis la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: «Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor».

El misterioso poder del Espíritu Santo convierte sacramentalmente el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor e irradia su gracia en los participantes y en toda la comunidad creyente.

El Espíritu que hace posible la celebración eucarística, es también fruto que recogen los fieles. En la comunión en Cristo, a quien el Espíritu hace presente, la Iglesia recibe el don del Espíritu.

San Pablo habla de un alimento espiritual, de una roca espiritual, de una bebida espiritual (1Cor 10,35). Celebrando la eucaristía, la Iglesia revive la experiencia de la que Juan da testimonio (Jn 9,35), cuando vio la fuente del costado de Cristo abierta para colmar la sed: «El que tenga sed que venga a mí...» (Jn 7,37-38). Del costado abierto de Cristo nos viene el Espíritu. En la eucaristía se hace presente el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el que Dios lo glorifica con la superabundancia del Espíritu.

4. EL ESPÍRITU UNIFICA LA COMUNIDAD. Toda experiencia de vida en el Espíritu, desde Pentecostés, tiene lugar en la comunidad eclesial. Podemos decir que todo lo decisivo de la Iglesia está en sus manos; es fuente de santidad y de unidad e impulso para la misión. El Espíritu es, en la Iglesia, como el alma en el cuerpo: la hace nacer, vive siempre en ella, la renueva y la rejuvenece constantemente.

La comunidad de los creyentes en Jesucristo, la Iglesia, que es, como dice una bella imagen, icono de la Trinidad, es decir, reflejo de la comunión entre las tres divinas Personas en su relación de amor, tiene como aglutinante al Espíritu.

«Del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podemos convertirnos en una sola cosa, sin el agua (el Espíritu) que baja del cielo» (san Ireneo).

El Espíritu sostiene la comunión interna en la vida de la Iglesia y la anima a ser testigo de unidad y de fraternidad en medio de un mundo dividido y fragmentado. El Espíritu ensaya en la Iglesia y en la convivencia de los cristianos un nuevo estilo de relaciones con el que el mundo se convierte en reino de Dios.

Esta tarea la hace de un modo especial en la catequesis, pues esta tiene su razón de ser y su ámbito en la vida comunitaria de la Iglesia, que es «su origen, su lugar y su meta».

5. CON MARÍA, DÓCILES AL ESPÍRITU. Los dones del Espíritu deben ser acogidos con docilidad humana, con un sí de disponibilidad para aceptar la voluntad de Dios que ama y salva. Un sí que es llamada a la generosidad, a la audacia, a la grandeza, al heroísmo. Un sí que tiene como modelo el de la Virgen María.

Es importante dejarse guiar por la fuerza del Espíritu, conscientes de que su intervención no disminuye la responsabilidad del hombre. El no obliga a hacer lo que no se quiere hacer. El sólo puede actuar en el corazón de aquellos que se abren a Jesús y a su buena noticia.

Esta docilidad al Espíritu, que habita en el hombre, produce unos frutos permanentes que son enumerados por Pablo: amor, alegria, paz, generosidad, paciencia, bondad, benevolencia, dulzura, dominio de sí, justicia, perseverancia, mansedumbre, verdad, pureza (cf Gál 5,22; Ef 5,9; Rom 14; 2Cor 6,6-7). Frutos que llegan a su expresión máxima en las bienaventuranzas, proclamadas por Jesús en el Sermón de la montaña (cf Mt 5,1 ss).

6. EL ESPÍRITU Y LA MISIÓN DE LA IGLESIA. El que se hace disponible al Espíritu descubre una capacidad que desconocía antes y se hace capaz de entusiasmar a otros. En la primera Carta a los corintios, Pablo escribe que nadie puede confesar que «Jesús es el Señor» sin el Espíritu Santo (1Cor 12,3).

El Espíritu es en la Iglesia fuente de misión y de apostolado. El Nuevo Testamento es unánime en testimoniar que sólo el Espíritu es capaz de transformar a un hombre en un misionero. Sin el Espíritu no hay misión. El Espíritu hace la Iglesia, está siempre presente en ella y la hace misionera.

Efectivamente, el día de Pentecostés se cumple la promesa de Jesús de que les enviará al Espíritu cuando él vuelva al Padre (Jn 5,17). En ese mismo día comenzaron los hechos de los apóstoles (AG 4). Y desde ese momento, la Iglesia permanece siempre en estado de misión, de tal manera que evangelizar constituye para ella su razón de ser y su identidad más profunda.

Desde entonces el Espíritu da fuerza para ser testigo de la buena noticia y abre los corazones para que sea escuchada, convirtiéndose de este modo en el gran protagonista de la misión.

Como decía san Juan Crisóstomo: «Los apóstoles no descendieron como Moisés trayendo en las manos tablas de piedra; salieron del cenáculo llevando el Espíritu en sus corazones y derramando por todas partes los tesoros de sabiduría y de gracia y los dones espirituales como un manantial. Fueron a predicar por todo el mundo como si ellos mismos fuesen la ley viva, libros animados por la gracia del Espíritu Santo»6.

El Espíritu es recibido en el envío misionero: «"¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros". Después sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos"» (Jn 20,21-23).

El Espíritu marca los caminos de la Iglesia, es el que con su venida abre las puertas del cenáculo y saca a los apóstoles a las plazas y calles de Israel. También es el que orienta el anuncio del evangelio a los gentiles. «Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les impidió anunciar la Palabra en Asia. Llegaron a Misia e intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió. Cruzaron, pues, Misia, y bajaron a Tróade» (He 16,6-8).

Lo recuerda el Vaticano II: «Por lo tanto [el Señor], por medio del Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno» (AG 23).

En definitiva, «es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» (RMi 25).

A la Iglesia de este tiempo la sigue llamando a la tarea de anunciar la buena noticia con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones en la nueva evangelización (cf TMA 45).


IV. El Espíritu Santo en la vida cristiana

1. EL MAESTRO QUE CONFIGURA LA EXISTENCIA CRISTIANA. Es en los sacramentos de la iniciación donde se configura la identidad cristiana. Esta tarea se va realizando en un doble camino: catequético y sacramental. Por la predicación y el bautismo, la Iglesia engendra vida nueva e inmortal en los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios (Mc 19). En todo el recorrido él, como maestro interior que configura nuestra existencia, está presente y activo. Podemos decir que, aunque actúen muchas mediaciones, toda la tarea es obra suya. Una tarea en la que, naturalmente, respeta siempre la libertad del hombre: «Aquel que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti» (san Agustín).

El Espíritu espera y respeta el sí del hombre: infinitamente rico, acepta ser pobre, para que el hombre pueda enriquecerse con su libertad.

El trabaja en el cristiano para hacerlo participar en su santidad, para que viva según el precepto del Señor: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

El Espíritu acompaña en el camino de la santidad; es el maestro interior que recuerda y actualiza cuanto nos ha enseñado Jesús; es huésped del alma y artífice de su divinización. La vida cristiana es una vida en el Espíritu; por eso lo esencial de la vida del cristiano es dejarse guiar por el Espíritu.

2. FUENTE DE DONES Y DE GRACIAS. Por la gracia santificante nos eleva a la condición sobrenatural de participantes de la naturaleza y de la vida divina, dotados de virtudes y de dones que nos llevan a actuar como verdaderos hijos de Dios.

Por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, nos permite ver, pedir y amar al modo de Cristo.

Por los dones, que actúan sobre el cristiano a modo de instrucciones o movimientos del Espíritu, produce en él efectos admirables de santidad: la sabiduría infunde en nosotros el gusto por las cosas divinas; el entendimiento hace penetrar profundamente en los misterios y designios de Dios; la ciencia nos lleva a darle a Dios el primer lugar en nuestra vida y a considerarlo todo bajo la luz divina; el consejo nos ilumina y fortalece en las opciones de vida, para que actuemos siempre según la voluntad de Dios; la piedad profundiza la relación del cristiano con Dios y lo lleva a relacionarse con él con ternura filial; y hace nacer en el interior del cristiano la delicadeza hacia los demás, por el amor fraterno; la fortaleza capacita al cristiano para la práctica de toda especie de virtudes heroicas, y también se recibe la energía interior para perseverar en la gracia, a pesar de las dificultades; y el temor de Dios defiende de todo cuanto pueda llevar al cristiano a ofender al Dios santo y misericordioso.

3. EL ESPÍRITU ORA EN NOSOTROS. La docilidad al Espíritu se mantiene en nosotros por la oración, que también es obra suya. El provoca y sostiene la oración de los hijos. El Espíritu Santo infunde en nosotros esta actitud filial: «El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,16) y «como sois hijos, Dios infundió en vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre» (Gál 4,6).

En efecto, la oración, «el soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración... En cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración...»; y «de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que alienta la oración en el corazón del hombre» (DeV 65).


V. El Espíritu Santo en el mundo

La acción del Espíritu se cumple incluso más allá de los confines visibles de la Iglesia. La comunidad cristiana y cada cristiano están llamados a buscar con amor y reconocer la obra del Espíritu Santo dondequiera que se manifieste.

El Espíritu Santo habla a la Iglesia desde fuera, mediante los pueblos, las culturas, los movimientos, los desafíos, los recursos de las diversas épocas.

El Espíritu actúa en la intimidad de cada persona y la lleva a descubrir y a reconocer la dignidad de la naturaleza humana, la grandeza de la inteligencia, el valor de la conciencia, la excelencia de la libertad; en una palabra, a abrirse a Dios, su creador, y a su marca en la propia naturaleza. El corazón del hombre es «el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo; con el Dios oculto, y precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en fuente de agua que brota para la vida eterna» (DeV 67).

El Espíritu, «que da vida y renueva la faz de la tierra» (cf Sal 103,29-30), entra así constantemente «en la historia del mundo, a través del corazón humano: suscita aspiraciones y realizaciones que encarnan valores humanos y, por eso, cristianos; valores que son señales de los designios de Dios, que llama a la humanidad a renovarse en Cristo y a transformarse en familia de Dios» (GS 11, 40).

Toda expresión y todo fragmento de unidad, de libertad, de justicia, de plenitud de vida; toda aspiración a lo bueno, a la paz y todo lo que se ordena «a hacer más humana la familia de los hombres y su historia» (GS 40), son señales del Espíritu del Señor que llena el universo, señales que hay que discernir, interpretar y acoger.

El Espíritu, don y amor de Dios en persona, nos revela la verdadera realidad de la creación. En la misma creación actúa la gracia en un sentido amplio. Por eso, nada es una simple trivialidad para el creyente; todo es don y gracia de Dios. En las cosas, sucesos y acontecimientos más significativos y cotidianos puede descubrir la huella del amor de Dios y de su Espíritu, y llenarse de gozo. Como el Espíritu dirige toda la realidad a su plenitud definitiva, su ser y su acción se manifiestan, sobre todo, dondequiera que se produce una vida nueva o se impulsa la perfección en todos los órdenes, particularmente en la búsqueda y el esfuerzo histórico de los hombres y los pueblos en favor de la vida, la justicia, la libertad y la paz. De una manera especial, se hace presente allí donde los hombres se despegan de su egoísmo, se reúnen en la caridad, se perdonan y se disculpan, se hacen el bien y se ayudan sin esperar contrapartida, ni mucho menos exigirla. Donde hay caridad, se anticipa ya algo de la plenitud y transfiguración definitiva del mundo. Donde hay verdad, allí se encuentra el Espíritu, misteriosamente presente.

El espíritu de Dios capacita a los cristianos para que disciernan, en el sucederse de los acontecimientos, lo que es conforme a los designios de Dios, para trabajar con vistas a que este designio, que obra ya en nuestro tiempo, pueda crecer y dar sentido y significado al «misterio permanente de la historia humana, que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios» (GS 40).

Pero también los capacita para que disciernan en la historia lo que se opone al designio de Dios, para que reconozcan el mal en su dimensión histórica, o para que localicen las estructuras de pecado, que llevan al odio, a la opresión, a la violencia, a la marginación y a la muerte, a la negación de la verdad sobre el hombre.


VI. El Espíritu Santo en la catequesis

1. EL ESPÍRITU, ALMA Y PEDAGOGO DE LA CATEQUESIS. Los últimos grandes documentos sobre la evangelización y la catequesis hacen tomar conciencia de que la misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra del Espíritu, protagonista de la misión y principio inspirador que suscita y alimenta la catequesis (RMi 21-30; EN 75; CT 72). Pero será de la mano del Directorio general para la catequesis (DGC), de 1997, como nos acerquemos, por último, a la tarea del Espíritu en la misión evangelizadora de la Iglesia, y en concreto en la catequesis.

El es, efectivamente, el agente principal del ministerio de la Palabra, por el que la Iglesia hace llegar «la voz viva del evangelio» a todas partes y en la diversidad de servicios. Porque «no hay catequesis posible, como no hay evangelización, sin la acción de Dios por medio de su Espíritu» (DGC 288).

También la escucha del evangelio, desde un incipiente interés, que abre a la búsqueda de la fe hasta una opción firme y una decisión madurada por un a Jesucristo, se hace bajo el impulso del Espíritu (cf DGC 56). El llama a la conversión, al compromiso, a la esperanza y a descubrir el proyecto de Dios para la vida (DGC 152).

La catequesis, forma privilegiada del servicio de la Palabra «encuentra tanto su fuerza de verdad como su compromiso permanente de dar testimonio en el inagotable amor divino, que es el Espíritu Santo» (DGC 143). Como reconoce el Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971, él es el alma de la catequesis, el pedagogo que penetra cualquiera de los matices de la acción catequética, y toda ella ha de moverse confiadamente en la acción del Espíritu (cf DCG, Introducción).

El Espíritu está en la fuente misma de la catequesis, que no es otra que el designio benevolente de Dios de comunicar a los hombres consigo mismo y recibirlos en su compañía a lo largo de la historia (cf DGC 37). Comunicación que, por obra del Espíritu Santo, está recogida en la Sagrada Escritura (cf DGC 96).

Está presente y acompaña a la misma Palabra definitiva de Dios, Jesucristo, que la envía de parte del Padre después de la Resurrección, para que anime a los discípulos a continuar su propia misión en el mundo entero (cf DGC 34).

También está en el ámbito fundamental de la catequesis, la comunión de la Iglesia (DGC 42), a la que fecunda constantemente, la hace crecer en la inteligencia del evangelio y la impulsa y sostiene en la tarea de anunciarlo (DGC 43), y para que pueda realizar fielmente su misión, el Espíritu la sostiene en su magisterio, dándole el carisma de la verdad, con el que interpretar auténticamente la palabra de Dios (cf DGC 44).

La actividad catequética está siempre sostenida por él, y su eficacia es y será siempre un don de Dios, mediante la obra del Padre y del Hijo (cf DGC 156).

Las tareas específicas de la catequesis de promover la formación y maduración de la vida cristiana por el conocimiento de la fe, la iniciación en la vida litúrgica y el seguimiento de Cristo, son don suyo (cf DGC 175).

Su contenido, que no consiste sino en transmitir de generación en generación la memoria de los acontecimientos salvíficos del pasado, para que sean luz que ayuda a interpretar los hechos actuales, es también tarea del Espíritu, que todo lo renueva (cf DGC 107).

Su estructura, no sólo contará siempre con su presencia («Por Cristo, al Padre, en el Espíritu»), sino que también ha de ser seleccionada y expresada bajo la guía del Espíritu, maestro que indica lo que hay que decir en una determinada circunstancia (cf DGC 137).

Su lenguaje, con el que comunica el credo de la Iglesia, que es desarrollo y continuación de la palabra de Dios, lo encuentra con gozo por la acción del Espíritu (cf DGC 146).

La pedagogía en la que se inspira; es decir, la misma pedagogía de Dios, tal como se realiza en Cristo se desarrolla bajo la guía del Espíritu (cf DGC 143).

Los métodos y las técnicas adquieren toda su eficacia en su acción silenciosa y discreta (cf DCG 288).

La actividad de los catequistas está siempre sostenida e inspirada por él, pues es el principal catequista y el maestro interior y «principio inspirador de toda obra catequética y de los que la realizan» (DGC 288).

Los destinatarios de la catequesis son los que se dejan conducir por el Espíritu (cf DCG 105).

2. LA CATEQUESIS SOBRE EL ESPÍRITU EN LAS DISTINTAS EDADES. Hablar del Espíritu. Esta síntesis de la vida y de la acción del Espíritu muestra cómo este trabaja en el corazón del cristiano a lo largo de todo el itinerario catequético. A la catequesis le corresponde encontrar las claves pedagógicas y las estrategias didácticas adecuadas que ayuden y hagan más fácil el diálogo entre la acción generosa del Espíritu y las posibilidades de comprensión de quien crece en sus capacidades como persona, dado que él se adapta a la situación concreta de cada uno a lo largo de su proceso evolutivo. Es, por tanto, imprescindible que el catequista –hombre o mujer– tenga presente las características del psiquismo humano, diversas en cada etapa evolutiva, y sepa presentar gradualmente la vida de la tercera persona de Dios.

La presencia del Espíritu en el recorrido catequético está íntimamente unida a la evolución de la religiosidad y a la concepción de Dios del destinatario. Tanto la representación como la concepción de Dios están condicionadas por el modo de pensar y de sentir a lo largo de las etapas de la evolución psicológica y, por tanto, de la capacidad para conocer la realidad.

La presentación del mensaje ha de ir unida a la posibilidad de comprensión que se tenga en cada momento, especialmente en los primeros años del proceso evolutivo.

En concreto, la concepción de Dios va pasando progresivamente de un Dios a imagen o semejanza de sí mismo y visto en sus cualidades de un modo antropomórfico, mágico, artificialista y animista, a un Dios que, poco a poco, se va configurando en su alteridad y en sus cualidades espirituales. El Dios-Espíritu se descubre sólo al final de la niñez y representa una concepción más madura de la religiosidad.

La catequesis cuidará que poco a poco se vaya creciendo en la comprensión de una terminología que habla de los atributos divinos, para lo que será necesario encontrar el lenguaje adecuado que permita ver, más allá de las imágenes, la diversidad de Dios.

a) En los primeros pasos del despertar de la fe, tarea fundamental de los padres en la familia, Iglesia doméstica, será el ambiente religioso y de vida en el Espíritu el que ayudará a percibir su presencia y su acción en el ambiente familiar. El niño conocerá al Espíritu, si este es acogido y secundado por todos, pues padres e hijos lo han recibido en el bautismo y son su morada. De un modo especial se ha de manifestar en los frutos que su presencia produce en la vida de los padres: amor, paz, generosidad, alegría, etc. Poco a poco se les ayudará a descubrir que el Espíritu, presente en ellos, es el que les hace crecer como hijos de Dios.

b) Más tarde, entre los 6 y los 10 años, a medida que avanza su camino de fe, el Espíritu aparecerá ligado a la vida de Jesús y también, aunque al principio muy tenuamente, conocerá los signos del soplo del Espíritu en la Iglesia y en la vida de cada cristiano. 1) El niño, entre los seis y ocho años, habrá de ser ayudado a adquirir familiaridad con el espíritu de Jesús, que habita en nuestros corazones y nos hace fuertes y felices. 2) Entre los ocho y los diez años se pone de relieve el envío del Espíritu en Pentecostés para que el niño descubra su presencia activa en la comunidad cristiana y en su propia vida. Desde aquel día, la Iglesia emprende su tarea de decirle a todos que Jesús ha resucitado y que el mal y la muerte han sido vencidos. La fuerza que la mueve en este anuncio y abre los corazones de los que escuchan su mensaje es el Espíritu. Descubren también que no es posible seguir a Jesús sin su luz y su fuerza.

c) Entre los diez y los doce años es el momento de presentarle al niño una síntesis completa de la acción del Espíritu en la historia de la salvación, en la vida de la Iglesia y en cada cristiano. Pero las palabras de la catequesis estarán acompañadas por la fuerza del testimonio. Es necesario ayudar a los niños a descubrir la presencia del Espíritu en las diversas experiencias comunitarias de la Iglesia, en las cuales aparecen con particular transparencia los frutos del Espíritu. Coincide esta etapa con una mayor capacidad de comprensión de la espiritualidad de Dios.

d) A partir de los doce años, en la adolescencia, descubrirán que es el Espíritu quien mueve silenciosamente sus energías vitales, quien orienta su búsqueda y quien da un horizonte a los problemas. El Espíritu, plenitud de vida, es el que hace descubrir el sentido comunitario de la fe, guiando por el camino del Reino, y el que anima el compromiso misionero, por el que el adolescente descubre su misión en la Iglesia y en el mundo.

e) Coincidiendo con la preparación al sacramento de la confirmación, los adolescentes irán descubriendo que en este sacramento son marcados con el sello del Espíritu Santo, y que esto supone para ellos una participación en el acontecimiento de Pentecostés. Poco a poco irán tomando conciencia de que son los depositarios de los dones del Espíritu, y que esa riqueza les hace preguntarse qué servicio han de prestar en la Iglesia, en la que hay un puesto y tarea para todos, al servicio del reino de Dios. Descubrirán que, con la fuerza del Espíritu, han de hacer su propio proyecto de vida, que les ha de llevar a una fe creída, celebrada y testimoniada.

f) Los jóvenes descubren al Espíritu como el compañero que, desde una secreta familiaridad, les ayuda a construir poco a poco su identidad cristiana, a injertar su vida en la de Cristo.

El Espíritu es quien les ofrece las luces con las que descubrir su vocación y el que les da fuerza para asumir tareas y servicios en la Iglesia y en el mundo. Para los jóvenes es también la llamada a la profecía, porque les hace intuir hacia qué senderos Dios está dirigiendo la historia y en qué pueden ellos colaborar.

g) La catequesis de adultos, además de ser una buena ocasión para reencontrarse con una síntesis de la teología del Espíritu y para renovar y actualizar la acción del Espíritu en sus vidas, es también momento propicio para profundizar sobre la acción del Espíritu en la Iglesia. De un modo especial, los adultos han de reconocer al Espíritu de santidad, cómo él hace posible el testimonio evangélico del cristiano, según su vocación, en la comunidad eclesial, en la familia, en la profesión, en la sociedad civil... Lo reconocerán, sobre todo, como el responsable del servicio de la caridad, porque como dice san Agustín: «Pregunta a tu corazón, y si lo encuentras lleno de caridad, entonces puedes decir que tienes al Espíritu Santo».

En el vivir diario de cada adulto, el Espíritu es quien le infunde el ánimo para superar los fallos y las carencias, porque la vida de un cristiano ha de ser cada día memorial de Pentecostés.

3. SUGERENCIAS PEDAGÓGICAS. Estas observaciones no son más que una llamada de atención a los catequistas para que a lo largo del proceso catequético, especialmente en el de iniciación cristiana, ofrezcan las noticias de la fe gradualmente, conscientes de que el desarrollo mental y afectivo va por etapas sucesivas y en secuencias variables e inevitables: no se puede alcanzar un estadio si antes no se han atravesado los precedentes.

El educador habrá de ir dando, poco a poco, pasos adecuados a las piernas del catecúmeno, pero siem.pre hacia delante. Cuidará de que no haya una discrepancia abismal entre lo que es y lo que debe ser, modificando poco a poco su visión de la realidad y acomodando a ella de un modo significativo los contenidos que le son propuestos en la catequesis.

Dicho esto, es evidente que no es fácil hablar del Indecible; sin embargo, es necesario hacerlo, porque su persona es un dato fundamental e imprescindible de la fe y de la vida cristiana: sin el conocimiento del Espíritu y sin una adhesión a él no se puede ser un verdadero cristiano.

El problema está en encontrar el modo y el lenguaje para hablar del Espíritu. Es un problema que tienen todos los que asumen como tarea la comunicación de la fe; porque, aunque existen extraordinarios tratados de teología, grandes documentos sobre el Espíritu y síntesis buenísimas, sin embargo los catequistas pueden tener la sensación de que les faltan palabras en su discurso sobre el Espíritu Santo.

A pesar de esa dificultad y a pesar de la espontaneidad espiritual con que hay que hablar del Espíritu, veamos, a la luz de los datos de la psicología, qué decir de él a lo largo del recorrido del proceso catequético de iniciación cristiana.

Lo hacemos teniendo en cuenta lo que dice el Directorio general para la catequesis: se parte «de una sencilla proposición de la estructura íntegra del mensaje cristiano, y la expone de manera adaptada a la capacidad de los destinatarios. Sin limitarse a esta exposición inicial, la catequesis, gradualmente, propondrá el mensaje de manera cada vez más amplia y explícita, según la capacidad del catequizando y el carácter propio de la catequesis» (DGC 112).

4. ACCIÓN DEL ESPÍRITU EN EL ACOMPAÑANTE. El Espíritu es el agente principal de la catequesis, un agente que no suplanta, sino que acompaña y anima. El «actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por él, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podrá hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la buena nueva y del Reino anunciado» (EN 75).

El que acompaña los pasos de quien se inicia y crece en la vida cristiana ha de ser consciente de que esa presencia trabaja tanto en él como en la persona acompañada.

El acompañante es aquel que cuida y cultiva la vida que el Espíritu pone cuidadosamente en el corazón de cada hombre y mujer que se abre a la fe. Es aquel o aquella que es consciente de que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).

El acompañante ha de ser también consciente de que el Espíritu es nuestro espíritu vital, el que los místicos llamaban alma del alma humana; de que el Espíritu es fuente de nuestra identidad. El Espíritu es, en definitiva, el artesano y el maestro interior que configura nuestra existencia.

«Como el viento a una vela, como el agua del torrente, el Espíritu es una energía que se apodera de los seres. Como el agua de la fuente o el aire de los pulmones, el Espíritu es un manantial de vida. Como el fuego de la forja, el Espíritu es fuente de purificación y transformación» (Comisión nacional de catequesis de Francia).

a) El discernimiento espiritual. En una vida iluminada por la luz del Espíritu se dan las condiciones para que la inteligencia y la voluntad del hombre puedan hacer sus opciones fundamentales y puedan descubrir los caminos de Dios.

El Espíritu es al discernimiento una luz para ver, una brújula para orientar, una flecha para indicar. El es quien aclara el camino por el que caminar, y ayuda a resolver las dudas y a tomar las decisiones importantes; es decir, a discernir la vocación. Se sirve para ello de los medios con que la Iglesia aclara y orienta la vida de los creyentes: la Palabra, escuchada y acogida en la tradición viva de la Iglesia; las comunidades cristianas, en las que se descubre, con la ayuda de los pastores y de otros miembros, los caminos de Dios para la vida; el acompañamiento de los catecúmenos y de los catequistas, que siguen cuidadosamente el proceso de crecimiento en la vida cristiana de las personas que tienen encomendadas; la oración, lugar privilegiado para orientar la vida en el Espíritu.

b) El discernimiento vocacional. De un modo especial, el Espíritu acompaña y orienta el discernimiento vocacional. El Espíritu, fuente de nuestra dignidad y nuestra libertad, enseña que sólo se es verdaderamente libre en la medida en que se realiza el proyecto que Dios tiene para cada persona, un proyecto que es siempre una llamada al amor; del amor a la responsabilidad; de la responsabilidad a la entrega, y de la entrega al servicio.

El Espíritu es el consejero que descubre la voluntad de Dios para la vida de cada hombre, y está en el origen de toda llamada, de toda vocación: es el que da la luz para conocer lo que Dios quiere, muestra los motivos para comprometerse y acompaña la decisión.

El Espíritu es quien llama a todos a la santidad, quien descubre los caminos por los que se pueden orientar los que se preguntan qué les pide Dios, y escuchan su llamada a consagrarse por entero, en una de las múltiples formas que se pueden dar en la Iglesia: el matrimonio cristiano, la vida consagrada, el sacerdocio, laicos consagrados, etc. El Espíritu es también el que nos descubre dónde están las necesidades de los hombres y nos invita a ir por los diversos caminos de la entrega.

«La vocación es siempre un don de Dios a cada fiel personalmente. Cada uno es llamado por su nombre en su propia situación de vida, pues el Espíritu, siendo único, le distribuye a cada uno la gracia que quiere»7.

Toda llamada del Espíritu, aunque en última instancia sucede en la intimidad de los corazones, tiene lugar privilegiado para su nacimiento y desarrollo en la catequesis, porque a medida que se crece y madura en la fe, se va tomando también conciencia de lo que Dios le pide a cada creyente.

5. EVANGELIZAR EN EL ESPÍRITU. Para comunicar toda esa riqueza hay que encontrar conceptos y palabras, pues la catequesis, «al exponer el contenido del mensaje cristiano, debe poner siempre de relieve esta presencia del Espíritu Santo, por la que los hombres son continuamente movidos a la comunión con Dios y con los hombres, y al cumplimiento de sus deberes» (DCG 41). La catequesis sólo puede hacer esta iniciación en la vida, en el Espíritu, si toma conciencia de que todo en ella ocurre en la presencia inspiradora de la tercera persona de la Santísima Trinidad.

«El Espíritu de Dios llena con su presencia la catequesis; su luz, la luz de la fe, da autoridad al catequista. El Espíritu está presente en el catequista y en su palabra, pues esta, en lengua muy humana, dice la palabra de Dios y está, por la fe, en comunión con su luz. El Espíritu está también presente en la fe de los niños que, en la palabra del catequista, oyen al Espíritu mismo... El Espíritu de Dios está presente por doquier, y hay auténtica catequesis cuando se siente que él es quien ilumina, que es el Espíritu a quien se escucha, cuando el alma de los niños está henchida del sentimiento de admiración y respeto filial que acompaña por doquier la presencia del Espíritu de Dios»8.

NOTAS: 1. SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio, 45. – 2 SAN AGUSTIN, De Trinitate 8, 10, 14. —3. SAN GREGORIO NACIANCENO, O.C. — 4 SAN HIPÓLITO, Comentario al Cantar de los cantares, 13.1. – 5. SAN IRENEO, Contra las herejías, III, 24, 1. – 6. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario al Evangelio de Mateo, Roma 1966, 27. — 7. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis prebautismal. – 8. J. COLOMB, Manual de catequética. Al servicio del evangelio, Herder, Barcelona 1971.

BIBL.: BERN JOCHEN HILBERATH, Pneumatología, Herder, Barcelona 1994; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia, BAC, Madrid 1988; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, Edice, Madrid 1987; CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Catecismo para adultos. La alianza de Dios con los hombres, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993; CONGAR Y., El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1991; GUERRA A., Espíritu Santo, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 644-659; DURWELL F. J., El Espíritu Santo en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1990; FERLAY PH., Dios Espíritu Santo, Comercial, Valencia 1990; FlzzoT E., Verso una psicologia della religione, 2, 1995; Dire «Dio» oggi, Ldc, Leumann-Turín 1995; La religiositá del bambino, Ldc, Leumann-Turín 1993; JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem. El Espíritu Santo, San Pablo, Madrid 1998'; MONTERO VIVES J., Psicología evolutiva y educación en la fe, Ave María, Granada 1986; PABLO VI, Credo del pueblo de Dios, Madrid 1975.

Amadeo Rodríguez Magro