ECONOMÍA, POLÍTICA Y PAZ EN AMÉRICA LATINA
NDC
 

SUMARIO: I. Economía: subdesarrollo y desarrollo, pobreza y riqueza. II. Política: democracia, ciudadanía y gobernabilidad. III. Paz: derechos humanos y responsabilidad social.


I. Economía: subdesarrollo y desarrollo, pobreza y riqueza

Los hombres, varones y mujeres como los creó el Señor, necesitan consumir bienes y servicios para mantener su vida y para superarse, para vivir en plenitud o realizarse plenamente. Necesitan también, y tal vez como algo previo a lo antes señalado, tener derechos o posibilidades de acceso a los bienes existentes o producidos; y esos derechos nacen, sobre todo, del hecho de haber participado en su producción. En otras palabras, en el trabajo solicitado y entregado. Por tanto, es una necesidad humana el trabajar, sea en un empleo dependiente (asalariado) o en uno independiente (por cuenta propia).

Consecuentemente, la suficiencia de una economía debe juzgarse desde el punto de vista de la producción,y, en esta perspectiva, la insuficiencia implica pobreza y, en general, carencias diversas. Debe juzgarse también desde el punto de vista de la participación en esa producción, el empleo; esta vez, la insuficiencia significa desempleo, empleo precario o exclusión que arrastra a la pobreza y marginalidad.

Por otra parte, el hombre está llamado a utilizar al máximo los talentos que ha recibido. Por esto, una sociedad debería explotar y transformar los recursos de la naturaleza, aquello que ha recibido para dominar, al mismo tiempo intensa y prudente o cautamente, pensando en el propio interés o el de la generación presente, y también en el de las futuras generaciones. Debe hacerlo utilizando los más adecuados medios y métodos, y buscando el mejor (no necesariamente el mayor) resultado; y, en definitiva, es eso lo que debe entenderse por eficiencia.

Por último, los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres que los necesitan, sin otro requisito que el de su aporte creador y constructor en diversas formas.

Ahora bien, los problemas derivados de la insuficiencia, la ineficiencia y la inequidad, particularmente agudos, son característicos y muy generalizados en las economías subdesarrolladas. Esto es, en economías cuya estructura, cuyo grado de evolución técnica y cuyo desempeño no corresponden a los recursos disponibles o accesibles ni a las necesidades y aspiraciones legítimas de las poblaciones que involucran; y, ese es el caso general en América latina. Evidentemente, la situación no es uniforme, pues existen países y regiones bastante avanzados en el proceso de desarrollo, como también hay otros que apenas lo están iniciando.

Tomando como referencia algunos indicadores habitualmente utilizados, podemos percibir las deficiencias en la producción, el empleo y la distribución de los ingresos, así como en ciertas consecuencias del subdesarrollo, como son la corta esperanza de vida y el analfabetismo; el volumen de la población, la rapidez de su crecimiento y su relación con los recursos efectivamente disponibles.

Los indicadores o estadísticas de síntesis son promedios que, a veces, disimulan situaciones complejas y duras porque obvian las situaciones extremas que, sabemos, son tan importantes desde una perspectiva ética y evangélica. La existencia y la suerte de los pobres, de los excluidos y, en general, de los pequeños, es crucial y no preocupan mucho las situaciones medias. Sin embargo, los indicadores del desarrollo y del subdesarrollo, en medio de sus limitaciones, ilustran, de forma válida, la variedad de situaciones entre países y ayudan a percibir la magnitud de problemas y diferencias.

Así, el producto nacional bruto es el indicador por excelencia de la producción realizada por un país, o de la riqueza que ha podido crear. Con relación a 1994 y a la población que ese año alcanzaba los 470 millones de habitantes, ese producto se podía evaluar en 2.700 dólares por habitante para el conjunto de América latina. Si se compara esa cifra con la que corresponde a los países desarrollados, encontramos que es de 16.500 dólares (23.000 para los países de América del Norte y 12.000 para los de Europa); la diferencia de riqueza global o de disponibilidad de bienes es notable, y a ello habría que añadir deficiencias en cuanto a calidad, grado de transformación y diversificación de la producción.

Es cierto que la situación de América latina no es la más grave en el mundo, ya que el mismo indicador del producto nacional bruto por habitante, en los países de Asia no alcanza los 2.000 dólares y en los de África los 1.000 dólares; es decir, que la situación es aún más grave. Pero no significa que la actual situación en América latina sea aceptable o tranquilizante. Eso, aparte de que existe una enorme brecha en cuanto a disponibilidad de bienes, por las grandes diferencias que existen entre países y dentro de cada uno de ellos.

Algunos países del sur y del centro del continente, como Argentina, México, Brasil y, en menor medida, Chile, Venezuela y Uruguay, se sitúan por encima del promedio, e incluso algunos se acercan a los países desarrollados; pero existen también otros, como Bolivia y la mayoría de países centroamericanos, que están muy por debajo. Existe, por tanto, pobreza e insuficiencia en la producción y esto constituye un problema mayor, aunque diferenciado, en todos los países de América latina.

Por otra parte, la situación del empleo es delicada desde varios puntos de vista, pues existe desempleo, bajo la forma de falta de puestos de trabajo (desempleo abierto), aunque en una proporción que bordea el 10% de la población que lo necesita; pero existe, sobre todo, empleo precario o informal para algo más del 40% de esa población, potencialmente activa, que es del orden de los 290 millones de candidatos a trabajar.

La relativamente moderada tasa de desempleo abierto corresponde al hecho de que en América latina no existe seguro de desempleo, de manera que quien pierde un puesto de trabajo o quien lo busca por primera vez afronta una escasa demanda de empleo o escasez de puestos de trabajo asalariado, así como la falta de recursos para montar una actividad independiente. Las personas afectadas están urgidas para iniciar alguna actividad que no exija mayor esfuerzo de inversión inicial (falta de recursos), que no requiera o que pueda pasar por alto exigencias de competencia específica (falta de capacidad o experiencia) y, finalmente, que pueda permitir un flujo de ingresos inmediato. De ahí la multiplicación de actividades de baja productividad, comerciales o de escasa transformación las más de las veces, y generadoras de bajos ingresos que resultan, a la larga, estructuras de perpetuación de la pobreza y de una relativa marginación. En no pocos casos esto implica autoexplotación.

En definitiva, para una masa de cerca de 200 millones de personas, trabajar, y en condiciones muy duras, no es fuente de satisfacción personal, no es fuente de ingresos estables ysuficientes, ni es ocasión, muchas veces, de contribuir eficazmente a la creación de mayor y mejor riqueza para la sociedad.

La suficiencia de la producción y del empleo tienen que ver con la población total y con la población en edad de trabajar, respectivamente; y a propósito, hemos mencionado las cifras de 470 millones de habitantes en América latina, de los cuales, 290 millones son trabajadores potenciales o personas que necesitan un empleo; y hemos visto que los actuales niveles de producción y de absorción de la fuerza de trabajo, son insuficientes. Ahora bien, esta insuficiencia hay que considerarla en una perspectiva dinámica, es decir, referida al proceso que sigue la población, y no sólo la producción. En efecto, la población cambia, incrementando su volumen y modificando su composición por grupos de edades, lo cual transforma problemas y también posibilidades. Al respecto, debemos notar que, si bien puede considerarse que el volumen actual no es enorme, comparándolo con el de otras regiones del mundo (Asia tiene una población de 3.400 millones de habitantes), sí existe problema teniendo en cuenta la velocidad con que se está incrementando.

El crecimiento rápido de la población se da hoy en América latina porque la mortalidad global ha descendido rápida y drásticamente en algo más de 40 años, como consecuencia de los progresos en la medicina (control de enfermedades endémicas por la vacunación masiva o por la aparición de medicamentos eficaces en relación a enfermedades antes incurables), y por ciertas mejoras en las condiciones de vida, salubridad por ejemplo, que tienen en común con las primeras el hecho de haber sido descubiertas y experimentadas en los países desarrollados y luego fácilmente difundidas en todo el mundo.

El otro componente del crecimiento demográfico, el descenso de la natalidad, se ha iniciado, en cambio, con bastante retraso y es más lento, en la medida en que está necesariamente ligado a decisiones personales y de pareja, a referencias culturales y a principios éticos y religiosos, que a veces juegan no sólo como elementos orientadores, lo que es deseable, sino también como elementos de represión de libertad y de tergiversación de responsabilidades, lo que es pernicioso. El resultado es el de una aún alta tasa de crecimiento de la población, del 2,0% para el conjunto de América latina, lo que significa unos 10 millones de nuevos habitantes por año, lo que haría duplicarse la población o alcanzar la cifra de 1.400 millones en sólo 35 años, con la consiguiente multiplicación de las necesidades. Señalemos, para calibrar la magnitud de este desafío, que la población de Europa, cuya tasa de crecimiento es de 0,1% por año, podría duplicarse en 1.025 años.

Atender a las necesidades actuales de la población constituye ya un problema, y mucho más grave lo será, fatalmente, en un futuro próximo, por la agudización de las necesidades de una población mayor. Naturalmente, sería necesario considerar, como alternativa o como necesidad, un crecimiento superior de la economía, y en períodos suficientemente prolongados.

También en este aspecto las situaciones son diferentes, pues hay países cuya población está cerca de la estabilidad (Argentina, Uruguay, Chile), mientras que en otros la dinámica es aún muy intensa. Por último, la relación de la población con los recursos realmente existentes o accesibles es muy variada, y va desde la abundancia hasta la real escasez o pobreza.

Se ha hablado y se insiste en mencionar círculos viciosos o entrampamientos en el proceso de desarrollo; entre ellos, ciertamente, el de asignar recursos relativamente escasos en medio de una exigencia creciente, es uno de los más importantes y aun paralizantes. Por eso se explica en no pocas ocasiones, la dificultad de recuperar retrasos o brechas, en lo tecnológico y en lo económico, de crear situaciones de relación positiva con otros países, por ejemplo, y de asegurar mejoras estables en las condiciones de vida y en los niveles de eficiencia.

Países que necesitan producir más y mejor, con el concurso de toda su población apta, no pueden hacerlo por falta de medios y, a veces, de capacidades. Una consecuencia es que situaciones de desigualdad en la distribución de recursos, de oportunidades y de ingresos, se mantienen y hasta se deterioran a través del tiempo y como consecuencia de la disparidad que siguen los procesos de creación de posibilidades y de incremento de necesidades.

La concentración de la propiedad, la acumulación de riqueza en grupos minoritarios es frecuente, como consecuencia de una larga historia de despojos y de prevalencia de privilegios de origen diverso; todo ello refuerza una situación muy poco equitativa. Se sabe, por ejemplo, que el 20% (un quinto) de la población que registralos menores ingresos percibe entre el 2,0 y el 4,5% del producto nacional bruto en América latina, mientras que el 20% de mayores ingresos se distribuye entre el 30 y el 50% de ese producto. La diferencia es, pues, flagrante. Y se debe añadir que la parte del producto que va al tramo intermedio contribuye a la idea de que hay relación directa entre el nivel del producto y el grado de desigualdad; en otras palabras, que a mayor riqueza global puede disminuir el abismo de las diferencias. Con las pertinentes precauciones, creemos que es una cuestión a tener en cuenta.

Por todo lo anterior, que no son sólo comprobaciones banales, se pensó en algún momento que la apuesta adecuada para los países subdesarrollados era la del crecimiento económico, dejando para después, o esperando como consecuencia, las mejoras en la distribución y en la equidad. Hoy, a la luz de experiencias diversas y teniendo en cuenta las situaciones en que la población participa, así como las motivaciones con que lo hace, se percibe que, en una producción acrecentada y más compleja (crecimiento), una mejora en la equidad es previa, es condición para una mejor contribución al crecimiento. Dicho de otra forma, que una población sana, bien nutrida y capacitada, porque tiene recursos para lograrlo, es más eficaz para contribuir a la creación de riqueza, entendida como mejora de las condiciones de vida para toda la población.

Esto último, las condiciones de vida o el nivel de vida, es algo crucial, tanto desde el punto de vista estrictamente del desarrollo, como desde uno más exigente, moral y teológico. La humanidad no está destinada a la frustración o a la mediocridad, mucho menos si son impuestas, sino a la plenitud. Y en este sentido, situaciones como la de una relativamente corta esperanza de vida al nacer (68 años en América latina y 75 en Europa), indican que la vida larga y fecunda de que habla la Biblia no es posible para muchos y menos aún lo es la vida feliz, ya que está condicionada por carencias y restricciones diversas, como son el hambre, las malas condiciones de hábitat, la enfermedad, la exclusión de apoyos para una vida digna o razonablemente confortable y, por fin, por la muerte prematura.

Todo esto se refiere a los niveles de vida que, con razón, preocupan a diferentes organismos nacionales e internacionales y a la exigencia de dignidad de la vida humana que preocupa a la Iglesia, es decir, a los cristianos de todo el mundo, que quieren y saben que deben ser prójimo (Lc 10,25-37). Esto es más complejo y nos remite a buscar apoyo en otros indicadores que reflejen las condiciones de participación y en la distribución de los frutos.

En América latina existe aún un elevado porcentaje de analfabetos, gente que está parcialmente excluida de comunicación y de acceso a ciertas formas de capacitación, muy comunes en nuestros días. Naturalmente, el analfabetismo o la educación incompleta afecta a un porcentaje variable dentro de los países latinoamericanos (del 4,0 al 7,0% en Argentina, Uruguay y Chile, hasta el 23,0% en Bolivia, o el 41,0% en Guatemala), y las tasas de escolaridad, así como el logro de educación completa, son aún ampliamente insuficientes.

Si añadimos a esto que otras facilidades para asegurar una vida digna y segura, como las de mantenimiento y recuperación de la salud (alimentación, vivienda, servicios sanitarios), son limitadas y están condicionadas al nivel y regularidad de los ingresos, podemos concluir que las condiciones de vida digna son todavía un privilegio, una posibilidad para las minorías; y esto es un fracaso económico y, sobre todo, humano.

No se puede olvidar que este desafío debe afrontarse después de una larga, dura y desigual crisis, que ha planteado la necesidad de aplicar remedios ambivalentes en cuanto a efectos inmediatos y a opciones futuras. El ajuste estructural y los planes de estabilización, que han sido necesarios, han implicado en no pocos casos una desigual e injusta distribución de cargas y una postergación, si no alguna tergiversación, de ciertos objetivos.

No se puede ni se debe olvidar tampoco la contribución a la crisis que procede de un rápido y elevado endeudamiento en la década de los 70. El incremento de la deuda externa en esos años constituye un fenómeno anormal, que responde a intereses de los prestamistas, deseosos de colocar fondos, y a viejas insuficiencias del ahorro interno en los países subdesarrollados. Hubo ligereza en la concesión de préstamos y mal uso de fondos por parte de los receptores. Hay, pues, responsabilidades compartidas. Y la consecuencia, después de una década, es una crisis de solvencia, que obliga hoy a los países deudores, los países latinoamericanos entre ellos, a plantearse la necesidad de sacrificar o reducir urgentes proyectos de desarrollo para cumplir con los pagos que se les exigen; o bien, incurrir en incumplimientos o moras, no exentos de consecuencias a más largo plazo.

Es evidente que los problemas concretos y la evolución y condicionamientos recientes no son uniformes en los diferentes países de América latina; pero las aspiraciones y exigencias de esfuerzo interno y de solidaridad o comprensión internacional son comunes, en busca de un aumento de posibilidades de bienestar. En definitiva, todo esto es lo que interroga a la Iglesia y a los cristianos sobre su misión y su compromiso de ser fermento de superación humana. Y, en ese sentido, condición de salvación.


II. Política: democracia, ciudadanía y gobernabilidad

Los hombres, varones y mujeres, que han recibido el encargo o el mandato de dominar la tierra y utilizarla al servicio de la vida, no están aislados ni abandonados a un devenir sin fin. Tienen la posibilidad y el desafío de la convivencia, de la cooperación y emulación solidaria con sus semejantes, en busca de objetivos comunes que no excluyen los personales. En otras palabras, el hombre es un ser social inserto en una historia, y por eso tiene la responsabilidad, individual y colectiva, de crear condiciones para la participación de todos, de forma libre y original, en la construcción del mundo; es decir, la búsqueda de una democracia efectiva, en que las personas puedan tener una participación real, eficaz y significativa, al igual que todas las otras personas en la sociedad.

En la actualidad, en América latina se vive una ola o una tendencia democratizante, por lo menos en lo que toca a las formas, es decir, a los mecanismos de elección de poderes y a la desaparición de formas abiertamente autoritarias. En realidad, lo que hay son, sobre todo, democracias incipientes o en proceso, así como algunas puestas más bien bajo tutela de grupos o instituciones con poder; hay también compromisos pseudodemocráticos, en aras de la eficiencia, la estabilidad o la paz social, cuando no de resolver angustias económicas y hacer viables soluciones que escapan al exclusivo ámbito interno de los países.

En estas condiciones, es la ciudadanía la que resulta postergada, tanto por obra de quienes detentan el poder y pretenden exclusividad de iniciativa y aciertos como por propias deficiencias de organización y esclerosis ideológica de los mecanismos de mediación y organización ciudadana; es decir, los partidos políticos, que no apoyan ni orientan efectivamente la participación ni la reivindicación de la condición de ciudadanía de forma eficiente y continua.

Resulta entonces que el ejercicio de la ciudadanía es fácilmente vulnerable y que esta es combatida o denunciada como paralizante. La urgencia de eficacia y la resistencia al diálogo y a la crítica hacen ver al ciudadano o al grupo autónomo que propone alternativas o plantea preguntas incómodas como obstruccionista o como causa de recreación de problemas.

No se puede descartar el papel negativo de una oposición ciega; pero, en democracia, el juego positivo de discrepancias en lo social y económico, el papel respectivo de gobierno y oposición, no es aún asumido adecuadamente por unos y otros, y muchas veces se convierte en diálogo de sordos o en teatro de exclusiones y mutuas condenas. La cuestión, aquí, es una llamada a la tolerancia para procesar discrepancias, y al respeto a las personas y proyectos que, en términos humanos y democráticos, no pueden ser ignorados o descalificados precipitada y prepotentemente.

En definitiva, los pueblos de América latina, continente formado por países en busca de afirmación democrática, que no ha de lograr necesariamente en forma imitativa, se enfrentan al desafío de reconciliar el ejercicio de la ciudadanía y los mecanismos de ajuste, con sus peculiaridades culturales y el legado de su propia historia; con la edificación de una red de instituciones creíbles y adecuadas; con una distribución de poder y mecanismos de control, igualmente adecuados, y con posibilidades reales de eficacia. Esto supone la reconversión de mentalidades y la aceptación militante de igualdades fundamentales, ya que muchas desviaciones surgen, precisamente, de pretendidas superioridades históricas, sociales o económicas.


III. Paz: derechos humanos y responsabilidad social

Los hombres, con iniciativa y energía para desarrollar sus proyectos o para buscar sus objetivos, están llamados a la fraternidad, a respetar a otros y a servir a todos. La paz no es inmovilismo que encubre injusticia, explotación u opresión; no es tampoco inanición o resignación, fruto de impotencia. Es más bien un proceso, una dinámica cotidiana de la vida, en relación constructiva, leal y positiva, con otros.

En nuestros tiempos, en primer lugar, y en términos generales, la negación de la paz se expresa por la violencia, como ejercicio de imposición, de destrucción de la integridad de las personas y de explotación, por medios eficientes (poderosos), aunque fundamentalmente perversos. Es violento matar, como es violento despojar u obligar a acciones no deseadas o mediante el empleo de alguna fuerza, poder o arma que no se puede neutralizar.

Una relación violenta es aquella en que desaparecen los sujetos (personas) interactuantes y se convierten en uno activo y otro pasivo o víctima. Ahora bien, el ejercicio de la violencia puede obedecer a decisiones personales, y en este caso la responsabilidad se puede individualizar. Pero en el mundo de hoy, de manera similar a otras etapas en la historia, instituciones y comportamientos sociales consagrados sugieren, estimulan y llegan a conformar actitudes y situaciones violentas, como algo normal y corriente. Es el «pecado del mundo» a que se refiere Juan (1,29), y que los obispos de América latina denuncian en su asamblea de Medellín como «estructuras sociales injustas, que caracterizan la situación» y que inducen al pecado (Medellín, Justicia I, 2).

La violencia en América latina, como en otras partes del mundo, aunque con ciertas peculiaridades inherentes a su historia y diversidad cultural, desafía el orden institucional, la seguridad y la convivencia.

Algunos de los más delicados, y relativamente nuevos, problemas son los del terrorismo, que reemplaza a la guerra revolucionaria en la lucha contra la injusticia, y las diversas opresiones como consecuencia de los fracasos en la búsqueda de salida.

Una característica mayor de este fenómeno es el uso de métodos de intimidación o chantaje, el recurso a la tortura y el asesinato, cruel y selectivo o indiscriminado, individual o masivo. Diversos países (Argentina, Uruguay, Colombia, Perú, Guatemala y El Salvador) han sufrido y soportan aún este flagelo, que es fruto de la intolerancia y el mesianismo y que es, en esencia, una forma de totalitarismo.

El terrorismo ha tenido y tenía que ser combatido por la sociedad organizada y por sus instituciones, en principio legítimas; pero estas, identificadas más bien con una concepción estática de la paz (sometimiento a una situación dada), entrenadas en el combate represivo más que en la creación de condiciones de paz, se han involucrado en verdaderas guerras contrainsurgentes, que han incluido la represión indiscriminada. El resultado ha sido, además de abusos y excesos, que las poblaciones afectadas por el terrorismo (campesinos y pobladores, pobres en su mayoría), han resultado nuevamente víctimas, ante la sospecha de colaboración o «por exigencias de la guerra». Así, detenciones abusivas, torturas, desapariciones forzosas y ejecuciones sin proceso han mostrado, desde otro ángulo, el fracaso de una pacificaciónmal entendida; o, en su defecto, han prolongado los períodos de tensión. En el curso de este complejo proceso, son, pues, los derechos humanos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad de pensamiento y acción, al respeto a la dignidad personal (no ser maltratado), los que han sido vulnerados cotidianamente por unos y otros, ante la mirada impávida de muchos cómplices, dejando al fin toda una secuela de resentimientos y desconfianzas.

Al violar los derechos humanos por la agresión terrorista y los errores de la lucha contra ese mal, se ha quebrado la paz o se ha debilitado una situación ya precaria en el continente latinoamericano, reduciendo aún más la posibilidad de vivir efectivamente los valores y las realidades de la paz auténtica. Y sabemos que el camino de la reconciliación es lento y difícil.

En efecto, aunque se han neutralizado bastante ciertas formas de violencia terrorista –también de aquellas que provienen de las fuerzas del orden– y se han hecho válidos esfuerzos de diálogo, persisten todavía causas como la injusticia y el despojo, que son y serán origen de desconfianza, de reivindicación y conflicto. Hemos dicho antes, en la línea más estrictamente evangélica, que la paz surge de la justicia, y ahora debemos reiterar que sin la búsqueda de esta, cualquier intento de construir la paz es débil e incierto.

De forma no ajena a lo anterior, existen en América latina otras amenazas a la paz. Son la existencia y las proporciones que han tomado el tráfico de estupefacientes y la delincuencia común organizada. Lo primero es un flagelo en todo el mundo,que afecta a algunos países latinoamericanos como productores, y a todos, como al resto del mundo, como potenciales consumidores. En los países productores de drogas o de materiales básicos, productos naturales como la hoja de coca (Bolivia, Perú, Colombia), marihuana o amapola (en algunos otros), el problema está en que se trata de una actividad de subsistencia para poblaciones excluidas de otras; y es ocasión, para quienes las lideran y estimulan, de amasar grandes fortunas y de consolidar poder a costa del Estado, de sus instituciones legítimas y de las normas de convivencia social aceptadas.

Las actividades de producción y comercialización de drogas, ilegítimas en el mundo entero, recurren a la corrupción de funcionarios y usan prácticas violentas en forma habitual, justamente por falta de legitimidad. El crimen por encargo, el soborno a autoridades, el odioso método del secuestro y la toma de rehenes, como en general el desprecio y la consiguiente transgresión de leyes y normas, es lo que constituye una amenaza y la destrucción de la paz. En lo que toca al consumo que, como hemos dicho, no es un problema exclusivo del continente, sino que afecta sobre todo a los países ricos, por las distorsiones que introduce y las prácticas delictivas que se emplean a propósito de un comercio irregular es, por lo menos aparentemente, perseguido en todas partes.

Nuevamente, la corrupción de funcionarios, la alteración de órdenes de prioridad y la explotación (con altísimos riesgos para la vida y la salud) de los intermediarios, así como el daño de las poblaciones tentadas al consumo, jóvenes sobre todo, son el efecto terrible, indeseable y lleno de consecuencias negativas.

Por último, en una situación de pobreza, de desempleo y sin salida satisfactoria a la vista, es corriente, como en otros momentos y en otras latitudes, la proliferación de ciertas formas de delincuencia común, como el robo. Sin embargo, lo que se puede observar una y otra vez, sin pretender que sea un fenómeno exclusivo en América latina, es que al abrigo, y tal vez en relación con otras acciones violentas como son el terrorismo, la represión y el narcotráfico, han proliferado acciones más o menos organizadas de bandas de delincuentes que utilizan medios variados y poderosos, y cuyos objetivos ya no tienen nada que ver con una subsistencia desesperada. El fenómeno es relativamente nuevo y pone a prueba la legitimidad y la eficiencia de las instituciones, así como la capacidad social para superar las raíces de injusticia y frustración que les proporcionan algún asidero.

En América latina pueden estar desapareciendo o se están controlando ciertas formas de acción violenta, organizada o dispersa, anunciada o impredecible; pero se camina con lentitud en lo que sería propiamente la construcción de la paz. Pablo VI, en su mensaje a las Naciones Unidas (1965), decía que «el nuevo nombre de la paz es el desarrollo»; y ello evoca, ciertamente, el hecho de que la paz no es un arreglo que se puede imponer, sino el fruto de una relación de hombres respetables que son respetados y que saben respetar. De hombres cuyos derechos no son violados y cuya apertura a los otros es real.

Consecuentemente, no se trata de buscar apoyos exteriores para sostener una paz artificial, ni de prepararse para la guerra como garantía de paz. Se trata, más bien y muy concretamente, de construir la paz si realmente se aspira a la paz. Esto supone instaurar la justicia, transformar las mentalidades y educar en el respeto y la responsabilidad social. Supone también cultivar, guardar y consultar la memoria histórica de los pueblos, para no repetir errores ni caer en olvidos ligeros, en impunidad irreflexiva o en alguna otra forma de convalidación del mal y la violencia. Supone, finalmente, grandeza para perdonar, justicia para sancionar y lucidez para prevenir.

Máximo Vega-Centeno Bocangel