DIOS PADRE
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SUMARIO: I. Del Dios Padre de las religiones a Yavé, Dios de Israel. II. Jesucristo, revelador del Padre. III. Dios Padre. Notas fundamentales: 1. Padre de gracia que nos hace nacer a la confianza; 2. Padre que nos hace conocer y cumplir la «ley» del Reino; 3. Padre del futuro, nuevo nacimiento. IV. Aproximación catequética: 1. Objetivos y planteamiento del tema; 2. Tareas de la catequesis; 3. La pedagogía de Dios como Padre; 4. Catequesis según las edades; 5. Indicaciones metodológicas.


I. Del Dios Padre de las religiones a Yavé, Dios de Israel

La mayor parte de las religiones antiguas emplean los símbolos familiares para hablar de Dios, y así lo presentan como madre (en línea matriarcal) y/o como padre (en línea patriarcal). El símbolo materno ha destacado los aspectos de la cercanía vital y del cariño: lo humano y lo divino tienden a formar un todo, de manera que la experiencia religiosa más profunda adquiere rasgos panteístas: la Gran Madre divina, identificada muchas veces con la tierra, es una especie de principio y plenitud de ser del que nacemos y al que retornamos, para disolvemos de nuevo en su misterio. El símbolo paterno ha destacado en lo divino los rasgos de la autoridad violenta, del orden conseguido por la fuerza; lógicamente, el Dios Padre, simbolizado por el cielo y el trueno, viene a presentarse como guerrero y rey, violador y engendrador, protector y dueño de todo lo que existe.

Entre las visiones del símbolo materno y paterno de Dios han existido, a lo largo de los siglos y a través de los diversos pueblos de la tierra, múltiples variantes, que se expresan en los varios tipos de patriarcalismos familiares y/í dinásticos (cf Demeter-Madre y Zei s-Padre en Grecia, con sus diferente relaciones de generación y filiaciones), en el mismo contexto de SiFiia, Fenicia y Palestina (con El-Padre y Ashera-Madre, Baalmasculinef y Anat-femenina), donde ha surgido el pueblo israelita.

Tanto la visión materna como la paterna de Dios entraron en crisis al comienzo de eso que se suele llamar el tiempo-eje, es decir, entre los siglos VII y V a.C., en las grandes culturas de China y la India, de Persia, Israel y Grecia. Ha seguido predominando el patriarcalismo, de manera que Dios, o lo divino, ha recibido (y en parte sigue recibiendo todavía) rasgos masculinos. Pero estrictamente hablando, Dios ha dejado de ser Padre (engendrador y guerrero, señor político violento), para convertirse en Ser universal (helenismo), Interioridad abarcadora (brahmanismo hindú), Silencio nirvánico (budismo) o Tao universal (China).

Desde el fondo de esa crisis destaca el judaísmo, con su visión personal y trascendente de Dios, que no aparece ya como padre, sino como Yavé (el que es, el Señor). Sabemos por los restos arqueológicos (figurillas sagradas de toros divinos y diosas de la fecundidad) que los israelitas anteriores al exilio seguían venerando al padre divino y a la madre. La misma Biblia hebrea incluye evocaciones y figuras de ese tipo. Sin embargo, en su línea oficial, los judíos lograron superar esa visión sexual y familiar de lo divino, presentando a Dios como Yavé, aquel que está presente y actúa, conforme al pasaje central de Éx 3,14. Moisés ha preguntado a Dios su nombre ante la zarza ardiente y Dios responde: `Ehyeh `aser `Ehyeh: Soy el que Soy, el que Estoy con vosotros: Yavé (YHWH). Yavé se ha convertido, a partir de este pasaje, en el nombre y signo de la identidad más honda del Dios israelita. El judaísmo ha sabido desde siempre y sigue sabiendo que Yavé no es femenino ni masculino, no es diosa ni dios: es el Adonai, Kyrios o Señor, que ha establecido la alianza con su pueblo, para acompañarle en el camino de la libertad que lleva a la esperanza de la vida. Los judíos han dicho y siguen diciendo que Yavé ya no es un símbolo de Dios (como son padre y madre), sino su Nombre verdadero, de manera que nosotros, los humanos, no podemos ni siquiera pronunciarlo; sólo el sumo sacerdote lo proclamaba, una vez al año, en la fiesta de la gran expiación. Este nombre es, por un lado, misterioso: los filólogos no logran precisar del todo su sentido original; los judíos no lo pronuncian por respeto... Pero, al mismo tiempo, es el más sencillo, más cordial, más inmediato. Dios se llama Yavé porque en el momento clave de la vocación y envío de Moisés (de todo el pueblo israelita) dice `Ehyeh: estaré contigo. Ese nombre es garantía de presencia personal (í Yo estoy! [cf Ex 3,12]) y compromiso de acción liberadora de Dios con los humanos.

Como lugar de revelación y fuente de experiencia, la llamada de Moisés define el principio de la historia israelita. Aquí expresa Dios su ser como persona, aquí se inicia un recuerdo y tarea que se mantendrá de generación en generación en el pueblo de la Biblia. Sólo donde se recuerda (actualiza) este momento radical de llamada y vocación adquiere sentido el nombre de Yavé y Dios viene a presentarse de nuevo como aquel que dice `Ehyeh: ¡estaré presente, seré vuestro Yavé! Esta experiencia ha sido actualizada de diversas formas por judíos y cristianos.

Los judíos, por lo menos desde el siglo I a.C, han sacralizado ese nombre (Yavé), de tal forma que no lo escriben entero ni lo pronuncian, poniendo en su lugar equivalentes como Adonai, Kyrios o Señor. Las mismas traducciones cristianas de la Biblia han seguido esta costumbre, y en su mayoría escriben Señor donde la Biblia hebrea decía Yavé. Es buena esta reserva, si es que ayuda a descubrir y explicitar el contenido misterioso del Dios personal de la historia israelita.

Por eso, cuando los cristianos superan la reserva judía y llaman a Dios Padre, no pueden olvidar que en el fondo de ese nombre sigue estando la experiencia de Moisés y los judíos que, sabiendo que Dios es Yavé (el que está presente), no quieren nombrarlo. Para los cristianos, ese nombre sigue siendo el signo más excelso de Dios antes de su revelación definitiva como Padre de Jesucristo. Al manifestarse como Padre, Dios no niega su nombre previo de Yavé sino que lo explicita, llevándolo a su culminación: sigue siendo el Yavé de Israel al revelarse como Padre (no patriarcalista ni matriarcalista, sino personal) de todos los humanos.


II. Jesucristo, revelador del Padre

Moisés descubrió a Dios como Yavé en la zarza ardiente de su vocación. Los cristianos lo encontramos como Padre en el mensaje, vida y muerte de Jesús. Por eso, es normal que los antiguos escritores de la Iglesia hayan identificado a Jesús como nueva zarza ardiente, viéndolo así como aquel que nos revela al Padre, según afirma, de manera lapidaria Jn 1,18: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer».

Los judíos no lo conocían (no podían ni decir su nombre), y así siguen afirmando, basados en la misma experiencia de Moisés, que Dios es Yavé, ante quien debemos esconder el rostro, pues mirarle sería destruirnos y morir; Dios es para ellos la presencia del gran desconocido, más allá de los signos matriarcales o patriarcales, más allá de todas las palabras o razones. Los cristianos, en cambio, afirmamos sorprendidos y gozosos que podemos conocer a Dios, que lo hemos visto en Jesús y que podemos llamarlo desde ahora Padre, de manera no patriarcalista sino salvadora.

Jesús viene a presentarse de esa forma ante nosotros como el Revelador del Padre. No es un místico oriental que explora y busca lo divino en la hondura de su alma. No es tampoco un filósofo que estudia el ser de lo divino por teorías, para hablarnos así de su conocimiento conceptual. Ni es un sacerdote pagano que quiere revelarnos el misterio eterno de la Madre Tierra, ni un profeta que habla en nombre del Gran Desconocido. Jesús es, ante todo, una persona que ha descubierto a Dios: se ha sabido sustentada por él y lo ha encontrado en el fondo de su vida, como amigo, Padre que le implanta, impulsa y enriquece.

Jesús es un creyente que vive y ama, se entrega y actúa desde un Dios cercano, quien invoca con el nombre de Padre, sabiendo que es, al mismo tiempo Padre y/o Madre, pues supera todos los viejos simbolismos de la historia y la familia humana. Como israelita fiel a la memoria y las promesas de su pueblo, Jesús dialoga con el Dios desconocido (Yavé), a quien conoce por su propia experiencia amorosa y filial, misericordiosa y salvadora, de tal forma que se atreve a presentarlo como Padre (suyo en especial, siendo a la vez Padre de todos los humanos).

El Dios de Jesús es ante todo Gracia fundante: como una Madre que regala vida sin pedir a cambio cosa alguna. En sus manos se siente y se sabe Jesús Hijo querido (cf Mc 1,9-11 par). Creer en Dios significa acoger su don de vida, por encima de toda imposición, ley o pecado. En nombre de ese Dios, que es Padre de amor y no Yavé lejano de ley o ritos religiosos, Jesús se ha atrevido a perdonar a todos (cf Mc 2,1-12).

El Dios de Jesús es Fuerza creadora y así impulsa a los humanos a volverse dueños de su propia vida: es Poder que nos hace poderosos, Amante personal que nos capacita para amar a los humanos, partiendo de los pobres y excluidos. Cierto judaísmo antiguo (y mucho cristianismo moderno) parece domesticar a Dios, introduciéndolo en esquemas de ley, para sancionar con su figura la figura actual del mundo. En contra de eso, el Dios de Jesús es creador mesiánico que invita a los humanos a buscar y recibir, a cultivar y compartir ya el Reino.

El Padre de Jesús es, finalmente, Promesa de salvación escatológica. En tiempo antiguo parecía velado: su figura se escondía en los poderes y violencias de la historia. Ahora se desvela revelando en Jesús su propio rostro salvador: se ha adelantado el Reino, de manera que podemos decir que habitamos dentro de su mismo ser divino.

Por eso, escatología y teología, plenitud del tiempo y manifestación salvadora de Dios, constituyen las dos caras del mismo evangelio de Jesús: creer en el Padre de Jesús significa esperar en su futuro de gracia salvadora.

El Dios de Jesús es Padre total, fuente de existencia y paz, reconciliación y justicia salvadora para los humanos, siendo así Padre-Madre: nos ha dado la vida (engendramiento, implantación), nos ha impulsado hacia su reino (exigencia de realización), y finalmente quiere acogernos en el seno gozoso de su misericordia, regalándonos su gracia (cf Mt 7,9-11; Lc 12,32).

La radicalidad de este Dios de Jesús emerge de manera ejemplar en las parábolas. Lo han acusado de comer con los manchados de su pueblo, de perdonar a los pecadores, de acoger a los que vagan y malviven fuera del círculo sagrado de los justos... El se ha defendido apelando al comportamiento de Dios, que perdona a los pecadores (Lc 15,11-32; 18,2ss.), se alegra recibiendo en casa a los perdidos (Lc 15,4ss.) y ofrece plenitud a los pequeños (Lc 18,16s.; Mc 9,35-37). Así aparece Dios como Padre/ Madre que acoge y vivifica a los humanos. Este es el Dios de la conciencia de Jesús, el que le permite realizarse como Hijo.


III. Dios Padre. Notas fundamentales

Desde ese Padre/Madre que le llama en amor, dándole fuerza para amar a los demás, presenta Jesús sus rasgos. Dios es gracia, acción creadora y principio de amor mutuo (de resurrección).

1. PADRE DE GRACIA QUE NOS HACE NACER A LA CONFIANZA. El reino de Jesús no proviene de la evolución del cosmos, ni es resultado de una conquista violenta, sino don del Padre que ofrece su vida a los humanos. Desde ese fondo descubrimos a su Dios como persona que nos ama y en amor nos llama a la existencia. Frente a todos los que quieren entenderle como Absoluto cósmico, Sentido inmanente de la historia o Nueva Era de la humanidad que forja por sí misma su grandeza, afirmamos con Jesús que es Padre-Madre: Gracia creadora y trascendente, principio y gozo de la vida.

A principios del siglo XX, algunos protestantes liberales y modernistas católicos corrieron el riesgo de entender a Dios como pura interioridad (sentimiento) de la vida humana o de la historia; en contra de eso, el evangelio sostiene que es persona –existe en sí mismo–, más que simple hondura humana. Ahora podemos diluir también sus rasgos, identificándolo con un tipo de vida social o de progreso; pues bien, en contra de eso, Jesús lo ha presentado como voluntad personal, creadora de amor, alguien que dialoga con nosotros, Padre/Madre a quien podemos conocer (escuchar y responder) por encontrarnos fundados en su vida.

Siendo lejano (trascendente), Dios se muestra a la vez muy cercano: es principio creador, Padre-Madre, fuente de cariño, gracia donde se arraiga toda vida. De su fuente nacemos, en su amor crecemos, en su plenitud culminamos. Los judíos lo solían ver alejado, en el pasado o futuro de la historia, como Yavé, a quien no podemos conocer, cuyo nombre no podemos pronunciar. Jesús lo ha visto y proclamado como Aquel que nos ofrece el Reino, buena nueva de amor para los humanos.

Tal es la noticia que Jesús ha proclamado: el milagro de la vida que brota del amor, la fuerza original del evangelio. Dios es más que el orden legal del judaísmo, más que la fuerza escatológica o guerrera de algunos militares o profetas de su pueblo, más que el Ser de Gracia o el Absoluto silencioso de la India. El es ante todo gracia: en su Amor nos funda, en su Vida sostiene nuestra vida; creer en él implica cultivar el gozo, la alegría, la salud y la esperanza de lo humano.

A este Dios Padre/Madre le pedimos, ante todo, vida y gracia (perdón), como muestran de forma convergente Mc 11,25 («cuando os pongáis a orar, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo...») y Mt 6,7-8 («al rezar no os convirtáis en charlatanes..., porque vuestro Padre conoce las necesidades que tenéis...»). La confianza en Dios nos hace ser personas (cf Mt 6,32-34; Lc 12,29-31): crecemos en la gracia (el seno materno) del Dios que nos ama, haciéndonos nacer aún, pues nuestra vida no se encuentra terminada; no estamos hechos, fijados, acabados; seguimos naciendo del seno de Dios, el amor que nos hace ser y perdonamos.

Vivir desde el seno de Dios, sabiendo que ni un solo cabello de nuestra C\abeza se pierde sin que él lo sepa y considere (cf Mt 10,30): esta es la raíz teológica del evangelio. Así podemos, como niños, confiar, seguir naciendo y viviendo y muriendo, en amor y esperanza radicales, porque Dios nos ofrece su reino (cf Mc 9,33-37; 10,13-16par). El mundo no es lugar donde domina el diablo, ni la historia es camino donde sólo brota y crece (nos ahoga) la angustia de la muerte, el cálculo de horas y momentos. Mundo e historia son casa de Dios Padre, hogar donde es posible nacer, crecer y morir en la confianza amorosa, compartiendo mesa y palabra, porque en todo y sobre todo se está manifestando el Padre.

Confiar en Dios, nacer desde su seno de amor: esta es la verdad del evangelio, su novedad primera y duradera; todo lo demás es consecuencia. Por eso definimos a Jesús como creyente y revelador del Padre: ha confiado en Dios, en fe abierta a todos los humanos, descubriendo así el sentido de la naturaleza, superando el pecado y venciendo incluso a la muerte (porque Dios, su Padre, lo ha resucitado). Este es el axioma cristiano, la verdad por excelencia.

2. PADRE QUE NOS HACE CONOCER Y CUMPLIR LA «LEY» DEL REINO. Dios se define ahora como aquel que nos capacita para amar en gratuidad y realizarnos así como personas. El humano sólo puede amar porque es amado: por descubrirse agraciado puede hacerse gratuidad; porque Dios le perdona puede perdonar. Dios Padre-Madre nos hace hijos suyos, madurándonos en amor.

De esa forma, el mismo amor del Padre se vuelve fuente de creatividad. Para los judíos, Dios era Yavé, aquel que está presente, liberando a su pueblo. Para los cristianos, Dios es Padre/Madre: aquel que actúa amando, impulsando a Jesús en su camino de entrega, acogiéndolo y resucitándolo en la muerte. Por eso, la fe es principio de creatividad humana: creer en Dios Padre significa responder a su llamada, entregando la vida en amor por los otros, en esperanza de resurrección.

Nuestra existencia específicamente humana no proviene de la evolución de la materia, sino de la llamada personal de Dios que nos ha elegido, invitándonos a colaborar en su obra, al servicio de los más necesitados. Siendo misericordia y gracia, Dios se define como fuente de vida que mana en nuestra propia vida, por medio de la acción mesiánica de Jesús (cf Jn 5,17; 9,4). El es Padre haciéndonos hijos y hermanos, capaces de entregarnos en amor unos a los otros.

Dios no garantiza y justifica simplemente lo que existe, sino al contrario: ofrece vida a los que parecían condenados por las fuerzas negadoras de la vida. Actuando en nombre de ese Dios, Jesús no conquista el Reino por las armas, ni controla el templo por la fuerza militar, ni destruye en batalla a los perversos, sino que ofrece ayuda y curación a los necesitados (enfermos, expulsados...) de su pueblo. En nombre de ese Dios, Jesús afirma que «se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), entregando la vida en sus manos de Padre-Madre que lo resucita.

Jesús viene a presentarse así como encarnación del Padre. No ofrece teorías sobre Dios, sino que actúa en su nombre, expandiendo su amor, entregándose en sus manos. Precisamente por eso podemos y debemos confesarlo Cristo: mesías de la acción liberadora del Padre, que entrega su vida y muere eh medio de una tierra que parece condenada a la violencia destructora de la historia.

Desde ese fondo podemos y debemos definir a Dios Padre como voluntad de amor (cf Mt 6,10; Mc 12,28par; Jn 10,18; 13,43, etc.): no es ley que nos oprime desde fuera, ni imperativo abstracto de la razón, ni idea o ser supremo, sino Padre que acoge en amor la vida de Jesús y lo resucita, haciéndolo su Hijo en plenitud y salvador de todos los humanos (cf Rom 1,3-4).

Precisamente ahí, en la muerte y resurrección de Jesús, Dios viene a revelarse en su verdad más honda como Padre/Madre en quien debemos confiar, buscando su amor-reino y sabiendo que las restantes cosas se nos darán por añadidura (cf Mt 6,10.33; Le 12,31). Son muchos los que buscan sólo a Dios por la comida y el vestido, el poder y el egoísmo de la tierra. Pues bien, en contra de eso, desbordando el nivel del deseo impositivo y la violencia, Dios se ha revelado como Padre-Madre que acompaña a Jesús hasta la muerte, y en ella, en la entrega de amor, lo recibe en amor sin medida, resucitándolo de entre los muertos y haciéndolo Señor de salvación para todos los humanos.

Este Dios Padre-Madre, que ha enviado a Jesús y lo ha resucitado, es fuente de perdón incondicional, como bien sabe san Pablo. Dios no impone el perdón como exigencia, como ley que nos obliga a responderle en sumisión, sino que lo regala en gracia, como amor que nos hace amar, regalo que nos hace ser regalo, haciéndonos capaces de expandirlo en nuestra vida. Ese perdón del Padre Dios, que resucita a su Hijo, no se traduce en forma de derrota o victimismo, sino todo lo contrario: en gratuidad universal y creadora, en gozo desbordante y amor compartido que vence los odios del mundo.

De esa forma, la misma voluntad del Padre/Madre se vuelve misericordia (cf Lc 6,36). Podemos imitar a Dios en la medida en que acogemos su gracia, reproduciendo su figura, como el mismo Jesús hizo, en camino de entrega hasta la muerte. Dios aparece así como voluntad de amor (misericordia, perdón) dentro de nuestra propia vida: creer en él significa descubrirnos capaces de amar con él, superando la violencia y la ley impositiva de la tierra. Dios no es sólo aquel que habita en medio de nosotros, haciéndonos nacer/vivir, sino el que actúa por nosotros, haciéndonos portadores de perdón creador y gozoso, abierto a todos los humanos.

3. PADRE DEL FUTURO, NUEVO NACIMIENTO. De la Gracia de Dios (Padre/Madre), a través de su Acción (presencia creadora), pasamos al Futuro de su vida, que se expresa como resurrección y Reino para todos los humanos. Algunos teólogos han destacado de tal forma la gracia trascendente de Dios que han podido olvidar su cercanía (K. Barth) o la expresan de un modo individualista (R. Bultmann), renunciando casi a su esperanza de futuro (transformación del Reino). En contra de eso, debemos afirmar que Dios sólo se expresa plenamente como Padre-Madre allí donde, resucitando a Jesús, nos abre hacia su reino: no nos ha engendrado todavía plenamente, no hemos nacido del todo; naceremos de verdad y lo veremos en plenitud en la resurrección de entre los muertos.

En este mundo, padre y madre suelen estar en el principio (nos dan vida y educan, acabando su función cuando llegamos a hacernos mayores). Por el contrario, Dios será del todo Padre-Madre en el futuro: por eso esperamos en él, confiamos en su obra, aguardando la filiación completa (Rom 8 y Gál 4): naceremos plenamente como hijos de Dios, alcanzaremos en Jesús la herencia plena, Dios será para nosotros ya del todo el Padre-Madre de la gloria.

Ese Padre-Madre de la plena filiación viene a presentarse como verdadero amigo y compañero, Dios de la esperanza de futuro, anticipada en la liturgia de la Iglesia. El acoge nuestras peticiones, recibiéndonos en la muerte, para resucitarnos. Ante él nos sentimos confiados, sabiendo que el futuro se halla abierto a nuestros deseos más profundos: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis...» (Mt 7,7.9-11; Lc 11,9-13). La experiencia de Dios no es negación o indiferencia, sino todo lo contrario: apertura infinita del deseo, promesa de existencia colmada, gozo perfecto.

Siglos de ascetismo han manchado esta experiencia, interpretando a Dios como negación del futuro, prohibición de los placeres. Pues bien, en contra de eso, la fe en el Dios del evangelio (Padre/Madre, principio de acción) ensancha al infinito nuestros deseos: «No tengas miedo, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). Este deseo de la plenitud de Dios Padre-Madre ha de entenderse en su sentido integral, abarcando alma y/o cuerpo, vida individual y/o social, todo lo humano, como sabe el mensaje de las bienaventuranzas (Lc 6,20-21par). Este es el placer del deseo que se sabe bueno, abierto por Dios desde la misma complejidad de este mundo; este es el deseo de nacer del todo, de hacernos hijos perfectos del Dios Padre-Madre.

Este Dios no está fuera, sino dentro de nosotros, como Madre engendradora, fuente intensa de ser que nos hace creadores, responsables de la vida de los otros, Padre universal que nos invita a dar la vida por los más necesitados. Rompe así las fronteras que en su nombre se han trazado entre limpios y manchados, buenos y malos, judíos y gentiles, viniendo a presentarse desde ahora como fuente de esperanza.

De esta forma, el Dios Padre/Madre aparece como Amigo, fuente de comunión y de confianza: da sentido positivo a nuestra vida, nos compromete en favor de la justicia y con su misma realidad de amor nos introduce en el gozo del Reino.

Este es el Dios de la esperanza que nos lleva hacia el placer final, la bienaventuranza realizada del amor, el gozo y la paz (cf Gál 5,22). Lo hemos buscado con Jesús, con Jesús hemos amado a los demás, en Jesús lo encontraremos al final de nuestros días: como un Padre-Madre que nos acoge en la cuna de la muerte, ofreciéndonos la esperanza suprema de la resurrección.


IV. Aproximación catequética

Todo acercamiento catequético a Dios hoy, si busca ser auténtico, tendrá que llevar en sus venas la actitud de descalzarse interiormente y desprenderse de muchos esquemas preconcebidos. Queremos hacerlo con la fe humilde de Abrahán, postrándose en tierra; con la esperanza inquieta de Moisés, quitándose las sandalias; con el amor ardiente de los profetas, dejándose conducir por el Espíritu; pero sobre todo, lo hacemos cogidos de la mano de Jesús de Nazaret, en quien Dios se reveló como Padre y en quien Jesús experimentó ser Hijo (cf Mt 11,25-27). Los cristianos no tenemos necesidad de buscar otra puerta que no sea Jesús para entrar en el interior de la experiencia de Dios (cf Jn 10,7-9).

«Creo en Dios Padre»: con estas palabras se anuncia el primer artículo de la fe y se abre el acceso a la más genuina oración cristiana. Enunciarlas equivale a asomarse al vértigo del misterio; sólo que se trata de un misterio presentido como cálido, abierto y acogedor: impone respeto, pero no miedo; aparece inmenso, pero no humillante. Todo en la revelación evangélica invita a acercarse a él y a ir temperando a su luz el misterio, pequeño pero entrañable, de nuestra propia vida. Pues Dios como Padre nos revela a nosotros como hijos. Y si esta revelación nos alcanza de verdad, nuestro ser entero quedará iluminado y transfigurado (cf Mc 9,2-7).

1. OBJETIVOS Y PLANTEAMIENTO DEL TEMA. En el proceso evangelizador de la Iglesia, la catequesis, utilizando los medios que le son propios, busca precisamente eso: que el mensaje cristiano alcance al hombre en todo su ser, hasta quedar traspasado por la fe en Jesús, el Señor. Por Cristo, con él y en él, el creyente podrá adentrarse en el seno del Padre y experimentar en sus entrañas lo que significa ser hijo. Y así como para la vitalidad de un organismo humano es necesario que funcionen todos sus órganos, para la maduración de la vida cristiana, la catequesis debe cultivar todas sus dimensiones: iluminación de la fe, animación de la vida, participación en la oración y la liturgia, vida apostólica y pertenencia comunitaria (cf CC 34; DGC 87). Atendiendo pues a estas tareas, y en orden a iniciar en la totalidad de la vida cristiana, nos adentraremos en aquellos aspectos que nos acerquen al misterio de Dios Padre, según los objetivos específicamente catequéticos. Después, atenderemos a una catequesis que, según las diversas edades, deberá tener en cuenta las experiencias significativas de cada etapa, de modo que la situación vital concreta entre en diálogo con las experiencias cristianas fundantes sobre Dios Padre, para educar la experiencia humana y expresarla como auténtica experiencia cristiana. Finalmente, ofreceremos algunos apuntes de carácter metodológico.

2. TAREAS DE LA CATEQUESIS. Hablar de Dios Padre no es tanto entender o explicar cuanto abrirse mental y cordialmente, y dejarse caldear por su calor. Más que un tema de reflexión, que lo debe ser, es un tema de oración; o acaso de esa sabiduría que pertenece al patrimonio de los pequeños, de los de corazón. Si al final todo quedase un poco más claro y expedito, con el fin de que la gran revelación de Jesús —Dios como Abbá, como Padre de misericordia, respeto y amor entrañables— resonase de un modo significativo para la sensibilidad de nuestro tiempo, estaría conseguido lo fundamental. Dada la limitación del lenguaje, y teniendo presente h indicado más arriba, donde digamó Padre puede leerse simultáneame e Madre, o un Padre con corazón materno. Siguiendo las nuevas orientaciones del Directorio general para la catequesis (DGC 84, 86), pasamos a señalar las tareas de la catequesis, referidas a Dios Padre.

a) Conocer el misterio de la fe: «La catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (MPD 8; cf CCE 185-197). Decir que Dios es Padre es una invocación conocida en muchas religiones y culturas. La divinidad es considerada con frecuencia como padre de los dioses y de los hombres. Siempre actúa primero y de manera gratuita. Toda la historia del Antiguo Testamento está presidida por Yavé, que se reveló como padre de Israel en cuanto creador y señor del mundo (cf Dt 32,6; Mal 2,10); más aún, es padre en razón de la alianza y del don de la ley a Israel, su primogénito (cf Ex 4,22), y es, muy especialmente, padre de los pobres, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf CCE 238). Oseas expresa gráficamente su inmensa ternura (Os 11,1-4); Isaías compara el amor de Yavé al amor de una madre (Is 49,15-16); a través de ángeles, mensajeros o enviados, Dios manifiesta su presencia y su cuidado (Heb 1,14). Pero la prueba suprema de amor nos la ha dado Dios en la persona de Jesucristo. Dios ha amado tanto a los hombres y a este mundo que nos ha entregado lo que más quiere, a su Hijo, aun sabiendo que sería rechazado (Rom 5,6-8). La revelación de Dios como Padre recorre todo el Nuevo Testamento, está en el centro del mensaje de Jesucristo, es la clave para entender el Reino, que en palabras sencillas expresamos así: «todos vosotros sois hermanos porque tenéis un solo Padre; amaos unos a otros como yo os he amado, es decir, más, mejor y de otra manera». La paternidad de Dios es la clave para comprender la fraternidad entre los hombres y en el mundo, cuya única ley es el mandamiento nuevo. Así pues, Jesús ha revelado que Dios es Padre en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto creador y señor de todas las cosas, es eternamente Padre en relación a su Hijo único que, recíprocamente, sólo es Hijo en relación a su Padre (Mt 11,27). Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como «la Palabra [que] estaba con Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como la «imagen de Dios invisible» (Col 1,15), como el «resplandor de su gloria y la impronta de su ser» (Heb 1,3). Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, así lo confiesa la Iglesia a lo largo de los siglos, y así lo enseña desde su magisterio (cf concilios de Nicea, Constantinopla...).

A la catequesis, pues, le corresponde iniciar a los diversos destinatarios, según su edad y condición, al conocimiento del Dios revelado en Jesucristo y ayudarles a «dar razón de la fe». Más allá de las imágenes distorsionadas de un Dios como tapagujeros, como omnipotente robot, o cualquiera de los idolillos de nuestro tiempo, la catequesis ha de educar en la experiencia religiosa que se sitúa a otro nivel: en la acogida de un Dios gratuito, pero no superfluo, que consolida y da sentido a todas las dimensiones de la existencia humana. Un Dios gratuito que, sin resolvernos los problemas prácticos de cada día, nos hace más humanos, más libres, más capaces de amar, vivir y crear. En una palabra, más hermanos, porque él es nuestro Padre.

b) Aprender a orar y celebrar la fe. «Jesús estaba orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos". El les dijo: Cuando oréis decid: "Padre..."» (Lc 11,1-2). Y les entregó el padrenuestro. Ante dicha petición, notamos que cada grupo tenía un modo típico de orar, que se correspondía a un modo específico de relacionarse con Dios. Pues bien, Jesús les entrega el padrenuestro, es decir, el santo y seña de su más honda y original intimidad. De este modo, Dios queda definitivamente revelado como paternidad entrañable, como esa fuente de confianza y ternura que alimenta el misterio de Jesús y que se abre en adelante para todo hombre. Intimidad y ternura que distan mucho de caer en lo banal o de perderse en sentimentalismos. Por eso Jesús prohibía expresamente invocar a nadie con ese nombre (Mt 23,9). Jesús no rebaja la intimidad, pero sí quiere protegerla en su pureza y preservarla en su trascendencia para el Unico que puede realizarla en plenitud.

La instrucción de Jesús a sus discípulos acerca de la oración constituye una verdadera catequesis, en la que propone una nueva forma de orar, en contraste con la oración de los fariseos y de los paganos (cf Mt 6,5-8). Así pues, la catequesis, teniendo en cuenta las distintas experiencias de los catequizandos, les ayudará a entrar en relación con Dios como Padre y los iniciará a la plegaria, sabiendo que el modelo de oración cristiana es el padrenuestro; más aún, constituye una auténtica escuela de oración; es, también, una escuela de vida, pues nadie puede orar así si no viven e - herencia con lo que pide. La primera - parte del padrenuestro (Mt 6,9-10) invita a poner la mirada solamente en Dios, un Dios al que los discípulos pueden llamar Padre con la misma confianza que Jesús. Situados así ante Dios, los discípulos expresan el deseo de que venga el Reino, es decir, de que se cumpla plenamente el anuncio de Jesús (cf Mt 4,17). Entonces será reconocida la santidad de Dios y se cumplirá plenamente su voluntad. La segunda parte (Mt 6,11-13) mira hacia el grupo de los discípulos y enseña a pedir aquellas cosas que son necesarias para vivir anhelando el reino de Dios: el sustento, el perdón y la protección divina ante la tentación de abandonar el camino del seguimiento. La catequesis ayudará a comprender que la oración es imprescindible en la vida del discípulo y que debe orar siempre, en espera de recibir de Dios su gran don, el Espíritu (Lc 11,13). La oración del cristiano es, por tanto, la de una persona insatisfecha, que desea construir un mundo diferente, en el que el reino de Dios sea realizado y reconocido.

Por lo demás, toda la liturgia nos invita a invocar y confesar a Dios como Padre. Cualquier celebración la comenzamos en el nombre de la Trinidad y la concluimos con su bendición; en los sacramentos de la iniciación cristiana, el credo y el padrenuestro ocupan un lugar central (cf DGC 82). Así lo ha recogido la catequesis desde los comienzos. Acabado el itinerario catecumenal, en la etapa que, dentro del proceso, se llama de iluminación y purificación, la Iglesia acompaña a los catecúmenos con la oración, para que se abran a la acción de Dios, y les entrega los símbolos de la identidad cristiana: el credo y el padrenuestro. «Es en el bautismo donde los cristianos nos convertimos en hijos de Dios, porque somos engendrados por él a una vida nueva y recibimos el espíritu de adopción. La Iglesia primitiva lo entendió así cuando prohibía a los catecúmenos recitar el padrenuestro antes del bautismo. «Un catecúmeno no puede llamar Padre a Dios» (san Juan Crisóstomo), pues: «¿Cómo puede ser hijo uno que no ha nacido?» (san Agustín). Los recién bautizados recitaban por primera vez el padrenuestro en la vigilia pascual, para subrayar la nueva etapa de ser y sentirse hijos de Dios. Orar el padrenuestro desde las manos de Jesús es celebrar la fe en Dios Padre. Aquello que creemos es lo que celebramos. Por eso, tanto la catequesis como la liturgia en cualquiera de sus formas y expresiones, especialmente en la preparación y celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana, ayudarán a los correspondientes destinatarios a comprender y relacio nar el primer artículo del credo con la oración dominical. La oración del padrenuestro es como el corazón del evangelio, cuyo núcleo reside en la súplica «venga a nosotros tu Reino». Y el camino para que el reino de Dios venga a nosotros y al mundo no es otro que el de las bienaventuranzas. Rezar el padrenuestro como conviene es, por nuestra parte, un atrevimiento; de ahí que sólo lo podamos hacer bien desde las manos de Jesús. La liturgia ha recogido acertadamente la expresión: «Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre...».

c) Ejercitar las actitudes evangélicas. En Jesús, la vivencia de Dios como Abbá constituye el núcleo más íntimo y original de su personalidad. De dicha experiencia, como de un centro vital, mana para él, desde la obediencia más radical, una confianza sin límites que, aún hoy, hace inconfundible su figura. Jesús se dirige inequívocamente a Dios como Abbá, con las resonancias propias de un niño que se siente hijo querido, acurrucado en sus manos y plenamente confiado a su misericordia, porque tiene la seguridad de que Dios, en la hondura de sus entrañas, es su Padre. Jesús era consciente de esta novedad y sus consecuencias, por eso mira la vida, a pesar de las dificultades, con ojos de alegría y acción de gracias (Mt 11,25-27).

Así pues, en la predicación y la catequesis sobre Dios Padre, la confianza es la actitud nuclear desde la que irradian, fundamentalmente, la obediencia, la misericordia y la gratitud. Actitudes que constituyen otras tantas características en quienes se relacionan con Dios como hijos, y a las que la catequesis debe prestar una especial atención.

La confianza: la revelación de Dios como Padre está en el centro del mensaje de Jesucristo. El secreto de la vida humana consiste en llegar a confiar en Dios (Mt 7,7-12). Son los pequeños, los que, humildes, creen y confían, los que descubren su acción y su presencia (cf Mt 11,25), los que acogen la llegada del reino de Dios, los que piden el' cumplimiento de la voluntad del Padre (Mt 6,9-10). Jesús nos enseña que el hombre puede acudir siempre al Padre, tal como es en lo profundo de su vida, con sus miserias y necesidades ordinarias (Mt 6,11-13). Quienes así se presentan delante de Dios, saben también qué es lo fundamental (Mt 6,33). Sucede, sin embargo, que a veces al hombre le falta valor para vivir confiadamente. Necesita de la fuerza del Espíritu para poder vivir con corazón de hijo ante Dios Padre (cf CCE 154). La acción del Espíritu viene a ser la prueba de filiación (Rom 8,14-17). La catequesis educará el corazón de los catequizandos en orden a percibir cómo Jesús nos invita a confiar en el Padre, a no vivir agobiados por ninguna preocupación angustiosa y a no ser esclavos de nada ni de nadie. En sus manos nada hemos de temer (cf Lc 12,22-32).

La obediencia: la obediencia corresponde a la confianza. Jesús no vio en la obediencia nada que repugnara a su dignidad de Hijo (cf CCE 154). El confiaba incondicionalmente en el Padre (cf Heb 5,8). En nuestros días son muchas las autoridades que reclaman nuestra obediencia. Por eso Jesús nos alerta: «A nadie en la tierra llaméis padre, porque uno solo es vuestro Padre, el celestial» (Mt 23,9). Sólo a Dios debemos una obediencia incondicional. Así lo testifican ya los primeros cristianos: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (He 5,29). Al llamar Padre a Dios, la catequesis educará el corazón de los catequizandos en orden a adoptar ante él una actitud de obediencia y fidelidad, de entrega confiada a su voluntad, de sumisión al que interpela constantemente nuestra existencia. En Jesucristo descubrimos que ser hijo no significa vivir ante el fantasma paterno de Dios, asustados por su poder arbitrario, obsesionados por ganarnos su benevolencia. Vivir como hijos de Dios significa sabernos enraizados en el amor originario de un Dios que es Padre, y remitidos a nuestra propia responsabilidad de hijos y de hermanos entre los hombres.

La misericordia: el corazón de Dios Padre lo manifiesta Jesús de forma incomparable en la parábola del hijo pródigo (cf Lc 15,11-32). En el contexto evangélico, Dios no aparece como el padre que atranca la puerta para que los hijos no salgan de noche, sino como luz que alumbra, como brújula que orienta al hombre en sus opciones; como el que no abandona en el ejercicio arriesgado de la libertad, y el que crea nuevas perspectivas de liberación, rehaciendo los epílogos que parecían desastrosos. Al llamar Padre a Dios, la catequesis educará el corazón de los catequizandos en orden a no limitarse solamente a obedecer unas leyes que contienen, de alguna manera, su voluntad, sino a acoger su amor gratuito, dejar crecer en nosotros su presencia amorosa y disponernos a amar a los hombres como hijos suyos. Toda la moral cristiana no es sino el despliegue y la concreción de ese amor que nace de Dios. Pero el amor de Dios no es siempre fuente de exigencia, sino promesa de gracia. Por muy grave que sea nuestro pecado, nunca es obstáculo para acercarnos humildemente al Padre. Al contrario, pocas veces estamos los hombres tan cerca de Dios, dejándole a Dios ser Dios, como cuando nos reconocemos débiles y acogemos agradecidos su perdón gratuito y su gracia renovadora; en otras palabras, su misericordia.

La gratitud: brota del asombro de sabernos hijos de Dios (cf 1Jn 3,1-3). Jesús es profundamente agradecido ante el Padre: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 10,25); y se sorprende cuando los hombres liberados de la lepra no lo son (Lc 17,11-19); en ambos casos, Jesús nos muestra cómo la gratitud brota de la fe. También Pablo, un hombre que daba gracias «sin cesar» (cf Col 1,3; 1Tes 1,2; 2,13; 2Tes 1,3), reprocha a los paganos el que no hayan Sabido manifestar a Dios la gratitud O e él merece (Rom 1,21). Al llamar dre a Dios, la catequesis educará el corazón de los catequizandos en orden a percibir que la invocación misma de Jesús significa que Dios es gracia, origen de nuestra existencia, amor creador que hace posible nuestra libertad, presencia salvadora que posibilita nuestra vida. Muchas veces los hombres corremos el riesgo de perdernos a nosotros mismos y olvidar nuestra propia identidad; invocar a Dios como Padre, siguiendo a Jesús, es aceptarnos como hijos, que recibimos enteramente nuestra existencia y nuestra dignidad de Dios Padre, a quien debemos estar agradecidos.

d) Formar la acción apostólica y misionera: «Al fundir su confesión con la de la Iglesia, el cristiano se incorpora a la misión de esta: ser sacramento universal de salvación para la vida del mundo. El que proclama la profesión de fe asume compromisos que, no pocas veces, atraerán persecución. En la historia cristiana, son los mártires los anunciadores y los testigos por excelencia» (DGC 83; cf RMi 45).

Quien llama Padre a Dios está descubriendo en ese mismo momento que tiene hermanos con sus gozos, dolores y esperanzas, y que nunca podrá presentarse solo ante el Padre. Precisamente porque los cristianos llamamos Padre a Dios es por lo que el fraternizar debe considerarse como una praxis específicamente cristiana. La paternidad de Dios, vivida como Jesús, ayuda al hombre a ser más responsable, más libre, más consciente. La catequesis educará el corazón de los catequizandos en orden a descubrir que aceptar a Dios como Padre no anula nuestra responsabilidad, sino que la estimula y la potencia sin límites. La obediencia a un Padre que sólo es amor liberador no hunde al creyente en la esclavitud y la alienación, sino que lo empuja a la total responsabilidad ante el hermano, ante el mundo y ante la vida entera. Sólo se puede ser hijo de Dios viviendo como hermano de los hombres. Sólo se puede ser justo ante Dios promoviendo su justicia de Padre ante los hermanos. Precisamente, cuando olvidamos a este Padre que nos remite a los hermanos, caemos en la esclavitud de ídolos como el dinero, el poder, el sexo, el propio bienestar o la violencia, que nos encierran en nosotros mismos y nos llevan al olvido de los hombres que sufren. Creer en el Dios de Jesucristo es aprender a rezar el padrenuestro, confiando nuestra existencia a Dios y trabajando para que su reino de Padre sea cada vez más real en un mundo tan dividido. Los creyentes no podemos olvidar que confesar a Dios como Padre no es sólo aceptar teóricamente que Dios desborda nuestra inteligencia y nuestro pensamiento. Es también escuchar la invitación que nos hace desde los pobres y desheredados de la tierra, sentirnos urgidos a salir de nosotros mismos, trascender nuestros propios egoísmos e intereses y ponernos al servicio de los necesitados (Mt 25,31-46).

e) Cuidar la dimensión comunitaria: la profesión de fe sólo es plena si es referida a la Iglesia. Todo bautizado proclama en singular el credo, pues ninguna acción es más personal que esta. Pero lo recita en la Iglesia y a través de ella, puesto que lo hace como miembro suyo. El creo y el creemos se implican mutuamente (cf CCE 166-177 y 196; DGC 83). Como hemos dicho, quien llama Padre a Dios está descubriendo en ese mismo momento que tiene hermanos y que nunca podrá presentarse solo ante el Padre. Y es que los hermanos no son algo que el hombre puede buscar o elegir, como un amigo por ejemplo, sino alguien que el hombre necesita recibir de sus padres. Y así como en la familia carnal los hermanos no se eligen sino que se reciben de los padres, tampoco en la familia cristiana los elegimos, pues los hermanos son el fruto de un don de Dios: «Y después que el Señor me dio hermanos...» (san Francisco de Asís). De hecho, el fundamento de la fraternidad en la Biblia se apoya en que Dios es Padre de todos (cf Mal 2,10). Podríamos decir que el adjetivo nuestro se vive en sucesivos círculos concéntricos: la pequeña comunidad cristiana a la que pertenecemos, el conjunto de la Iglesia y la humanidad entera. Como es lógico, la vivencia de la fraternidad alcanza su máxima fuerza en la pequeña comunidad y va perdiendo intensidad a medida que gana en extensión (cf Gál 6,10; 1Pe 2,17). El Vaticano II nos recuerda que debemos ensanchar el ámbito del nosotros hasta que alcance dimensiones auténticamente planetarias; pues «no podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios» (NA 5; GS 42).

Al rezar la oración de la Iglesia decimos al comienzo: Padre nuestro, y repetimos en las últimas invocaciones: nosotros. El adjetivo nuestro no expresa posesión, sino una relación nueva con Dios, que se corresponde a una pertenencia mutua dada gratuitamente: por amor y fidelidad (Os 2,21; 6,1-6) tenemos que responder a la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (cf Jn 1,17). Al decir Padre nuestro entendemos una realidad común a varios, es decir, el único Dios es reconocido como Padre por aquellos que, por la fe en su Hijo Jesucristo, han renacido de él por el agua y el Espíritu (cf CCE 2786). La Iglesia es esa nueva comunión de Dios y de los hombres, donde la oración de cada bautizado adquiere pleno sentido (cf He 4,32). Así, tanto el adjetivo nuestro del principio como el nosotros del final, al no ser exclusivos de nadie, nos ayudan a superar toda división e individualismo. Y así, a pesar de las divisiones entre los cristianos, la oración del padrenuestro continúa siendo un bien común, una llamada para todos los bautizados (cf CCE 2789).

La oración del padrenuestro es un don y una tarea. Y es que si el amor de Dios no tiene fronteras, nuestra oración tampoco debe tenerlas (cf NA 5). Orar a nuestro Padre nos abre a las dimensiones de su amor, manifestado en Jesucristo: orar con todos los hombres y por todos, especialmente por los más necesitados. Esta solicitud debe ensanchar nuestra oración en un amor sin límites cuando nos atrevamos a decir «Padre nuestro» (CCE 2793). Y es que amar a Dios «con todo el corazón» (Dt 6,5; Mt 22,37) deja todavía sitio en el corazón para amar a los hombres. ¿Deja sitio o más bien hace sitio? Son los místicos- quienes observan que el amor de Dios es «más ensanchador que ocupador» (Francisco de Osuna). Es lógico, pues, que al llamar a Dios Padre nuestro descubramos que tenemos muchos hermanos de verdad.

3. LA PEDAGOGÍA DE DIOS COMO PADRE. A lo largo de nuestra exposición, hemos podido observar cómo Dios, al revelarse a los hombres, ha utilizado una pedagogía que conlleva un estilo y un talante específicos, de manera especial al manifestarse gratuitamente como Padre en Jesús de Nazaret (cf Heb 1,1). A la catequesis corresponde una tarea de mediación, acogiendo la revelación como don de Dios y presentándola como tal a los diferentes destinatarios, para ser acogida en la fe. Esta pedagogía del don nos abre a una pedagogía de la admiración, de la contemplación, del asombro y de la experiencia como caminos hacia Dios. En dicha tarea, adquieren especial relevancia los catequistas, pues se convierten en dispensadores del amor de Dios Padre a los hombres. Ellos necesitan tener la experiencia personal del Dios vivo y presentar su verdadera imagen a un mundo que, respecto a él, parece vivir en la orfandad y desconocer la presencia maternal del Padre del cielo; un Dios-Padre para un mundo que adora a los diosecillos que él mismo engendra. Presentar la imagen de un Dios inmanipulable e irreductible y, a la vez, Dios de la amabilidad y de la ternura, un Dios-Padre que ha creado el mundo y lo quiere bello en sus niños, en sus ciudades, en su naturaleza, sin contaminaciones no sólo materiales sino de egoísmos y podredumbres. Los mismos catequistas son agentes y pacientes de vivir aquellas cualidades de quien se siente hijo: confianza, obediencia, misericordia, gratitud... Vivencia que sentirán tanto al rezar el padrenuestro como cuando, pedagogos en el Pedagogo, inicien a la oración a los niños, jóvenes o adultos.

Si, recorriendo la historia de la salvación, percibimos que la acción de Dios Padre siempre es sorprendente, la pedagogía catequética: 1) cuidará el sensibilizar en esa novedad, tantas veces desconcertante: «Mirad qué gran amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad... y aún no se ha manifestado lo que seremos» (1Jn 3,1-2); 2) ayudará a los hombres y mujeres, sea cual fuere su edad y condición, a descubrir los caminos de Dios que les sale al encuentro y se manifiesta como Padre; 3) ayudará a leer los signos de los tiempos y a desentrañar en las pequeñas o grandes cosas de cada día la acción salvadora de Dios; para ello es necesario estar a la escucha del Espíritu que «actúa en la intimidad de la conciencia y del corazón» (CT 72). Por eso, esta pedagogía del don, que despierta el sentido de la iniciativa divina, necesita crear y fomentar un clima propicio de oración, de interioridad, de silencio, de escucha y de disponibilidad a la acción de Dios en los catequizandos, en los hombres y en la historia.

Pero en la pedagogía de Dios siempre hay una constante: el respeto a la libertad del hombre. Cada uno tenemos nuestra historia personal, familiar, social, religiosa... vestida de luces y sombras. El también se ha encarnado y desvelado como Padre en su Hijo, en una historia concreta (Lc 1-2). De ahí que la catequesis, al ofrecer el primer artículo del credo, tendrá en cuenta la condescendencia que Dios ha mostrado al revelarse a los hombres. A partir de la encarnación, en Jesús se nos desvela Dios. En el Hijo se nos revela el Padre. Y así, como cuando volvemos a nuestros lugares de origen después de un tiempo fuera, encontramos a los niños en la calle y por su rostro descubrimos de quiénes son hijos, así también quien quiera conocer al Padre tendrá que encontrarse con el Hijo, sin olvidar que los rasgos del Padre son un don en el Hijo (cf Heb 1,3).

Los catequistas, en la línea de la pedagogía divina, deberán cuidar, también, la condición histórica de los destinatarios, personal y grupalmente. Con respeto y humildad, ofrecerán un proceso de fe progresivo en orden a la adhesión a Jesucristo, en quien podrán descubrirse «hijos en el Hijo». Fue tan desbordante la complacencia de Dios al revelarse como Padre, cuanto gratificante la obediencia de Jesús al manifestarse como Hijo.

Dado que «jamás ha visto nadie a Dios» (Un 4,12), y no lo podemos objetivar, es necesario acceder a él por mediaciones simbólicas. Con palabras sencillas, experiencias significativas y signos reveladores, los catequistas, siguiendo la pedagogía de Jesús en el evangelio, ayudarán a percibir cómo Dios habla desde lo ordinario e interviene en lo cotidiano, tanto a nivel personal como comunitariamente, tanto eclesial como socialmente. En este sentido, la catequesis debe ser creativa y, mediante el método inductivo, ofrecer distintas imágenes de padres (autoritarios, permisivos, responsables, cariñosos, etc.) y diferentes modos de ser y sentirse hijos; así como las actitudes, cualidades, obras y palabras que cada modelo encierra, en orden a buscar y confesar a Dios como el mejor Padre; asimismo descubrir que ser todopoderoso significa que es todocariñoso.

4. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES:

Teniendo presentes los rasgos de la pedagogía divina, partimos de que, al presentar catequéticamente a Dios como Padre a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, todo es un don de su bondad; de que en su providencia desciende a las situaciones concretas de la vida para manifestar su salvación; y de que tales situaciones encierran experiencias que, a su vez, constituyen los signos de su presencia y cercanía. Por ello, hemos de tener presente el momento evolutivo en el que se encuentran los destinatarios, sean niños, jóvenes o adultos. Cada etapa de su vida refleja el fruto de sus vivencias, de las riquezas adquiridas, de las diversas influencias a las que están sometidos, de las mil incidencias que de una u otra manera les afectan.

a) Infancia y preadolescencia: Es la etapa del despertar religioso, de la educación en las actitudes básicas cristianas y de relación con los demás creyentes. Confianza, identificación, crecimiento, cambio y encuentro constituyen las claves sobre las que se apoya la catequesis de estas edades. Puede afirmarse que los niños y preadolescentes maduran más a travé de la presencia y la relación con sus padres, educadores, adultos y compañeros que en función de las ideas o\ conocimientos que se les transmiten y adquieren. En efecto, sólo a través de la presencia del otro pueden los niños y preadolescentes satisfacer sus exigencias más profundas: la necesidad de amar y ser amados, que conlleva exigencia de afecto, encuentro y diálogo, de respeto y de ser valorados por los demás y por sí mismos; la necesidad de crear y sentirse útiles, que conlleva la petición del pan de la creatividad, la valoración de sus iniciativas, el reparto de las posibilidades y tareas en el trabajo; la necesidad de encontrarse consigo mismos, de descubrir la propia identidad, de marcar su propio rumbo; la necesidad de expresarse a través de distintos lenguajes que les permitan decir su palabra interior, sentimientos, deseos, temores, admiración...

En los niños y preadolescentes se dan las actitudes necesarias para acoger a Dios como Padre: la admiración de todo lo que les rodea, la confianza puesta en sus padres, la capacidad de relación a través de su mirada, sus balbuceos y sus gestos; la apertura a los demás y a las cosas en un mundo que cada vez se les ofrece mayor y más hermoso. De ahí que en el proceso de su maduración afectiva y de relaciones intersubjetivas vayan articulando un concepto de Dios como una persona, primero como los que les rodean y, progresivamente, como alguien distinto.

Familia, parroquia y escuela son espacios complementarios donde los niños y preadolescentes pueden sentir y comprender lo que significa creer en Dios Padre. Crecer en un clima familiar afectivo, dialogante y con relaciones equilibradas, puede ayudar sobremanera a encontrarse plenamente confiados en las manos del Padre del cielo, bueno y providente, que cuida de la naturaleza, como obra suya, a la que ha vestido de gran belleza; y de los hombres, hechos a su imagen y semejanza, a los que quiere mucho y ha dado todo, incluso a su Hijo, para que sean felices. En él, el Padre ha puesto toda su complacencia y nos invita a escucharle (cf Mt 17,5). Así como los hijos tenemos rasgos de nuestros padres, Jesús es la viva imagen del Padre: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). En él hemos de mirar cómo habla y cómo actúa, porque en sus palabras y obras el Padre nos revela cuánto nos quiere; y si nosotros queremos al Padre tenemos que ser como Jesús. Pero, además, no seríamos felices si estuviéramos solos en casa y no tuviéramos amigos; por eso, cuando hablamos con Dios le decimos Padre nuestro, es decir, de todos los hombres, porque somos hermanos y formamos su familia, que es la Iglesia. En ella hemos de cuidar las buenas relaciones de unos con otros y con todos los hombres, porque ella está llamada a ser lo que quiere Dios que sea el mundo: una familia grande de hijos y hermanos.

b) Adolescencia y juventud: En estas etapas se solidifican las ideas, los sentimientos y las relaciones con cierto tono objetivo y dinámico, con apertura a lo social y a lo existencial, y con apoyos firmes desde su experiencia. A partir de ahora serán capaces de abstraer conceptos y operar con ellos. El gran misterio de Dios, su existencia, su ser mismo pueden ser abordados personalmente, gracias a su capacidad. Dios ya no tiene por qué ser el personaje bondadoso o terrible representado durante la niñez con caracteres infantiles o mágicos. Ahora su dimensión espiritual, su grandeza, poder, bondad..., pueden adquirir progresivamente toda su trascendencia, sin tener que abandonar su cercanía ni su relación interpersonal. Dios está en todas partes, está en nuestro corazón, es invisible... Esta capacidad intelectual es causa necesaria, pero no suficiente, para llegar a comprender a Dios como Padre. Para que exista una relación intersubjetiva es necesario que exista un desarrollo psico-afectivo y que vaya madurando poco a poco. La religiosidad ha llegado a la autonomía casi total, pues ya asumen sus decisiones con independencia de los adultos y son conscientes de ello. Su situación ante la fe dependerá, en gran parte, de los procesos anteriores de formación, más o menos asimilados, y de la sintonía cultural, social y familiar en la que cuenta lo afectivo y lo tradicional, más que una determinación explícita.

Los adolescentes conciben a Dios como Alguien con el que se suelen relacionar personalmente, que participa de sus experiencias y que da sentido a su vida. Es vivenciado como un confidente, como un modelo de referencia. No siempre supone una exigencia ética, puesto que en bastantes casos se trata más de una relación de búsqueda de refugio y comprensión que de exigencia y crecimiento personal. Dentro de sus legítimas aspiraciones con deseos de absoluto, se les puede presentar el misterio del hombre y el sentido profundo de su existencia a la luz de la revelación de Dios. Preocupados por el porvenir, la profesión, el amor, la vida social, las relaciones humanas, se les puede ofrecer aquel distintivo que ya desde el principio Dios Padre sembró en cada persona, hombre o mujer, para hacerlos «a su imagen y semejanza». La marca divina en cada uno de nosotros se manifiesta en: 1) la palabra, en cuanto capacidad para hablar; 2) la sexualidad, en cuanto capacidad para amar, y 3) el trabajo, en cuanto capacidad para transformar. Hombre y mujer, iguales, distintos y complementarios, creados a imagen y semejanza de Dios Padre, son invitados a seguir a Jesucristo, el Hombre nuevo.

c) Edad adulta: Los adultos perciben la vida y la historia con una mirada realista. En la madurez de su vida buscan conjuntar aspectos cognoscitivos, afectivos y práxicos. Lo que piensan, lo que quieren y lo que hacen viene muchas veces determinado desde la propia experiencia de vida. Son muchos los adultos que, al tener la vivencia singular de ser padres, perciben la existencia como don y tarea. Dar vida a un hijo es un regalo inabarcable que, a su vez, se convierte en responsabilidad diaria. Así pues, experiencias privilegiadas como ser padre o madre, el buscar sentido a la vida, la insatisfacción fundamental con cualquier situación dada, el misterio de un Tú como límite de la intervención humana, la tensión entre el bien y el mal, el sentido del sufrimiento y de la muerte, el amor oblativo como máxima realización humana... pueden ayudar al adulto a ponerse en las manos de Dios como Padre, revelado en Jesucristo; pueden confrontar dichas experiencias con las de los hombres bíblicos, los santos o personas cualificadas, que se han puesto en sus manos para hacer su voluntad, o lo que es lo mismo confiarle su vida. Al recitar el credo, el cristiano adulto se dirige a Dios, que se manifiesta como creador, salvador y vivificador. En el clima religioso en que vive, el adulto cristiano descubre que Jesucristo no sólo nos vincula a Dios, sino que nos revela a Dios como Padre de todos los hombres, y que siente predilección por aquellos hijos que sufren por cualquier causa (Lc 6,20). En el contacto pastoral con los adultos, se palpa muchas veces la necesidad de purificar la imagen y la vivencia de Dios (cf CAd 148). La catequesis de esta edad debe ayudarles a descubrir los auténticos rasgos de Dios como salvador, como el Padre misericordioso que tiene como predilectos a los pobres.

5. INDICACIONES METODOLÓGICAS. El servicio a la fe es la tarea fundamental de la catequesis. El servicio de la fe comporta, en primer lugar, la comunicación y la alimentación de la experiencia de Dios entre los creyentes. «De ahí que la catequesis se haya de dirigir al hombre en "su dignidad fundamental de buscador de Dios" (CT 57), ayudándole a ver lo invisible y a adherirse de tal manera al absoluto de Dios que pueda dar testimonio de él en medio del mundo» (CC 117; cf IC 9-12). En este sentido, el método inductivo, que «es conforme a la economía de la revelación», ofrece grandes ventajas (cf Directorio general de pastoral catequética [DCG], 72). La dinámica de dicho método nos lleva del hecho al misterio, de lo visible a lo invisible, del signo a lo transcendente. Es decir, se corresponde con la característica propia del conocimiento de la fe, que es conocimiento por medio de signos. Ofrecemos a continuación algunas orientaciones metodológicas en orden a una catequesis sobre Dios Padre, referida a las distintas edades.

a) Niños y preadolescentes: El ser reconocidos por el nombre es una experiencia importante para toda persona, pues nos habla de cercanía, relación, amistad. Es una realidad especialmente significativa en la vida de los niños y preadolescentes. Los padres y educadores saben hasta qué punto es una necesidad para ellos ser tenidos en cuenta, acogidos, reconocidos entre los demás. Seguramente una de las alegrías mayores será para ellos oír su nombre en casa, en clase, en el grupo de amigos. Pues bien, mientras los padres y educadores les ayudan a crecer en la seguridad de ser queridos y de que cada vez les conocen más personas, pueden descubrirles poco a poco el rostro de Dios Padre. Partiendo de las respectivas experiencias humanas, de confianza e identificación en los niños y de crecimiento y relación en los preadolescentes, así como de ser acogidos y reconocidos en ambos casos, empiezan a comprender y sentir que Dios los conoce, los quiere y les habla como Padre, y que ellos también pueden conocer, querer y hablar con Dios como hijos.

b) Adolescentes: En la vida de estos chicos y chicas brotan muchos interrogantes en torno a la propia identidad y de cara al futuro de su vida. El centro de interés pasa del hogar familiar al grupo de amigos, donde las experiencias de relación se multiplican. En medio de su crecimiento biológico y espiritual, los adolescentes necesitan comprender y ser comprendidos, amar y ser amados. Es muy importante tener un grupo de referencia donde ellos se sientan acogidos afectiva y efectivamente. El grupo es el espacio privilegiado donde pueden sentirse acogidos como personas –chico y chica–, donde pueden descubrir la afectividad y la sexualidad como signo y complemento de su ser y de su obrar, donde pueden percibir su vocación y responsabilidad humana y cristiana. La parroquia puede hacer aquí una buena oferta y presentar la persona de Jesús, el Hijo de Dios, como el mejor amigo, como el referente donde se encuentran los hombres que se respetan y se aman. En este sentido, se pueden ofrecer ejemplos de ayer (santos) y de hoy (testigos), todos pertenecientes al grupo grande, la Iglesia, para ayudarles a descubrir cómo Jesús nos desvela el amor de Dios como Padre que ama primero, ama de balde y ama sin fronteras.

c) Jóvenes: En estos destinatarios, cuya vida va madurando por dentro y por fuera, la apertura al mundo, a los otros y al Otro les lleva a superar muchas de las experiencias religiosas tenidas en etapas anteriores, centradas en imágenes de Dios de tipo antropomórfico o como el creador que lo dirige todo. Pues bien, ahora la imagen de Dios pasa a ser abordada personalmente como Alguien invisible y cercano a la vez, como misterio. Es el momento en que la catequesis cuidará de iniciar a los jóvenes en la auténtica experiencia del misterio de Dios, tal como nos lo revela la Escritura. Misterio para nosotros, hijos de la cultura greco-latina, es aquella realidad difícil de entender para la mente humana. En la Biblia no. Para la mentalidad semita, misterio es aquella realidad histórica en la que Dios se hace presente en la historia de los hombres. Cada vez que Dios les manifiesta sus grandes cualidades, la misericordia y la fidelidad, cada vez que Dios se manifiesta como Dios en medio de la historia de los hombres, especialmente de los pobres, eso es un misterio. Misterio que se ha revelado plenamente en la persona de Jesús de Nazaret, en sus obras y palabras, especialmente en su muerte y resurrección. Así pues, atendiendo a las ansias de felicidad que les brotan a los jóvenes por todos los poros, la catequesis, buscando integrar fe y vida, puede ofrecerles el proyecto de Dios revelado en Jesucristo para realizarse como personas (hombre y mujer) al servicio de los demás (vocación). El análisis de la realidad, personal y social, siguiendo el método de la revisión de vida, puede ser un buen instrumento para esta edad.

d) Adultos: Desde la propia experiencia de la vida, marcada por tantas situaciones personales y surcada por tantas vivencias humanas y religiosas, los adultos perciben la presencia o ausencia de Dios de modos diferentes. Partiendo de aquellas experiencias privilegiadas que enumerábamos más arriba, teniendo en cuenta, además, el clima de indiferencia religiosa que muchos respiran en el ambiente, la catequesis ha de desarrollar con cuidado el oído de los hombres y mujeres de nuestro tiempo para hacerlos sensibles a la acción de Dios en ellos. Y así, cultivando la experiencia religiosa, se ha de procurar el paso de adultos cristianos a cristianos adultos . Presentar aquellos rasgos de Dios que es amor, Padre nuestro, que encontrarnos revelado en Jesucristo (CAd 14-150), y confrontarlos con las experlencias de amor y de paternidad-filiación, pueden ser caminos abiertos para sentir y anunciar a Dios Padre. Este descubrimiento, fruto de su gracia, hará que los adultos se sientan ante Dios de una manera nueva, más gozosa, más confiadamente filial. Para ello se hace necesario cultivar más y mejor la experiencia religiosa, mantener viva la búsqueda de Dios, ayudar a descubrir la gratuidad de su amor, educar la religiosidad popular y ofrecer procesos formativos, ocasionales o sistemáticos, en orden a procurar una lectura creyente de la realidad, a saber leer los signos de los tiempos bajo la mirada amorosa del Padre.

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Xavier Pikaza Ibarrondo
 y José Luis Martín Barrios