DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
NDC
 

SUMARIO: I. Catequesis y dignidad. II. Una noción central de la ética. III. Persona y dignidad. IV. Afirmación progresiva de la dignidad: 1. El mundo grecorromano; 2. La tradición bíblico-cristiana; 3. Los Padres y la teología posterior; 4. En el humanismo renacentista; 5. Desde el siglo XVI a nuestros días. V. El magisterio de la Iglesia. VI. El tratamiento catequético de la dignidad de la persona.


I. Catequesis y dignidad

En el Directorio general para la catequesis (1997) se recuerda: «La Iglesia, al analizar el campo del mundo, es muy sensible a todo lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de esa dignidad brotan los derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos... La Iglesia advierte con gozo que "una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya a todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre" (ChL 5d; cf SRS 26b; VS 31c)» (DGC 18). Y advierte, en consecuencia que «la obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana». «En cierto sentido es "la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana" (ChL 37a; cf CA 47c). La catequesis ha de prepararles para esa tarea» (DGC 19).

Más adelante, después de reproducir el conocido pasaje de GS 22a: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma que «la catequesis, al presentar el mensaje cristiano, no sólo muestra quién es Dios y cuál es su designio salvífico, sino que, como hizo el propio Jesús, muestra también plenamente quién es el hombre al propio hombre y cuál es su altísima vocación» (DGC 116; cf FR 60). Y al hablar de la pedagogía de la fe, añade que la catequesis se propone «ayudar a la persona a discernir la vocación a la que el Señor la llama» (DGC 144). Lo que equivale a ayudarle a caer en la cuenta de su auténtica dignidad.

La causa de la dignidad constituye, más allá del ámbito propio de la catequesis, un desafío a la evangelización porque «el hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (RH 14). Y el Catecismo de la Iglesia católica recuerda que «la defensa y la promoción de la persona nos han sido confiadas por el Creador, y de ellas son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura histórica» (CCE 1929).

La proclamación de la dignidad ha constituido un tema permanente, por estar implicado en la comprensión cristiana del ser humano y por ser este un lugar principal de la ética. La dignidad de la persona humana forma parte de los contenidos de la catequesis, por estar en relación estrecha con el mensaje evangélico y sus exigencias.

Pero además, el reconocimiento de la dignidad de cada persona, su salvaguarda y promoción, aparecen entre los reclamos más importantes de nuestro tiempo. En términos de dignidad/dignificación se expresa una de las aspiraciones más profundas de la humanidad, que se quiere cada vez más humana. Y hoy es aceptado que la consideración de la dignidad representa una auténtica piedra de toque de sociedades, culturas y religiones. En su defensa y promoción convergen, como en la causa más noble, creyentes y no creyentes, que consideran esta tarea un auténtico test de humanidad y un anhelo que atraviesa las más variadas sociedades y culturas.

Ahora bien, unida a la realidad de la persona y a la defensa y actuación de los derechos humanos, la dignidad es un concepto de contornos no fáciles de definir. De hecho, en el debate ético en curso en nuestra sociedad, sigue abierta una discusión sobre los fundamentos de la dignidad y los derechos humanos y se perciben nuevas urgencias en su defensa y promoción. Por ello, resulta necesario hacer un intento de síntesis del contenido e historia del problema, así como de su deuda con la tradición bíblico-cristiana, para subrayar que en la causa de la dignidad de la persona, que pertenece al núcleo del mensaje, se muestra la entraña humanista y humanizadora de la fe en el Dios de Jesucristo.

Una tarea así reclama que en el proceso catequético se abra espacio a la consideración de la persona y su inseparable dignidad. Al tiempo que, también inseparablemente, se educa en el reconocimiento, respeto y promoción de esa prerrogativa de todo ser humano.


II. Una noción central de la ética

La dignidad es «valor de valores» y constituye la «referencia primera y el principio de jerarquización en la evaluación de las culturas» (De Koninch). Y el cristianismo, como veremos, hizo que su significado desbordara el que había llegado a tener, incluso en el contexto del humanismo estoico contemporáneo, en el que el término era ya conocido.

La palabra dignidad deriva directamente del latín dignitas, que se refiere al valor intrínseco de un ser, y del ser humano en especial. Alude a la estima, al reconocimiento, al respeto y al honor que aquel merece. Se trata, por tanto, de una noción que implica una relación.

El mundo romano incluyó también el uso de dignitas y dignitates para referirse a quienes tenían relieve social e influencia, a los dignatarios públicos, a quienes convenía y era debido el reconocimiento de su honorabilidad y brillo: «la dignidad consiste en una influencia honorable que merece los homenajes, las manifestaciones de honor, el respeto» (Cicerón).

Se ha notado que si la etimología latina (que coincide con la de términos como decus, decnos y decet) habla de lo conveniente, de lo que es debido a alguien, el término griego correspondiente, axios (de donde deriva axioma), subraya el peso, la valía. De hecho, el latín tardío y la escolástica hablaron de dignitates y axioma para indicar proposiciones evidentes en las que se apoyaban los argumentos.

La dignidad se predica, por tanto, de lo que tiene rango eminente y merece ser reconocido en su valía. Valor intrínseco y excelencia externa se reúnen en esta noción, que ha llegado a ser inseparable de la persona y que representa un atributo de lo humano.

Con el avance de los siglos, y de forma cada vez más clara, la dignidad se vincula al ser mismo de la persona y se dirige al nivel más hondo del ser personal. Más allá de la posición social o de otras cualidades, la dignidad es prerrogativa del ser humano por el mero hecho de serlo. Una prerrogativa que nadie, ni por razón alguna, puede negar.

Ahora bien, es aceptado que esa dignidad fundamental, que es inamisible por estar unida al ser, puede acrecentarse gracias a un comportamiento digno: «Dignidad —resume Rahner- significa, dentro de la variedad y heterogeneidad del ser, la determinada categoría objetiva de un ser que reclama, ante sí y ante los otros, estima, custodia y realización. En último término se identifica objetivamente con el ser de un ser, entendido este como algo necesariamente dado en su estructura esencial, metafísica, y a la vez como algo que se tiene que realizar»1.

Hay, por tanto, dos modos de hablar de la dignidad: en cuanto radicada en el fondo personal y en cuanto proceso de dignificación relacionado con el actuar. Uno y otro responden a la particular realidad que la persona representa, y a su capacidad y responsabilidad de actuar libremente. En ambos sentidos la dignidad constituye un tema mayor en la ética y en la moral cristiana.


III. Persona y dignidad

En las múltiples alusiones a la dignidad descubrimos hoy mismo el aspecto ontológico de esa noción, que apela a lo único de cada persona. Ella no puede renunciar a ser reconocida como tal, se resiste a ser nivelada a toda otra realidad y excede la mera condición del individuo de una especie, a la vez que verdaderamente «cada hombre lleva en sí la forma entera de la humana condición» (Montaigne).

La Declaración universal de los derechos humanos, firmada el 10 de diciembre de 1948, proclama en primer término: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Aunque la Declaración no se detiene en fundamentar esa dignidad, sobre ella gravitan los derechos que a continuación se reconocen, derechos fundamentales y universales en su extensión.

Cuando se habla de la dignidad se alude a una cualidad o modo de ser que es propia del ser personal y que supera a la naturaleza: la persona es «la irreductibilidad del hombre a su naturaleza» (Lossky). De ahí que «para presentir el misterio de la persona –escribe Clément– hay que superar todo su contexto natural, toda su envoltura cósmica, colectiva, individual, todo aquello susceptible de ser captado. Captamos siempre la naturaleza, no captamos nunca a la persona..., la persona no es un objeto de conocimiento, como tampoco lo es Dios. Es, como él, lo incomparable, lo inagotable, lo sin fondo2.

Si ese es el lado ontológico o antropológico de la noción, en su vertiente ética aparece como un atributo innegable, pero también indisponible e inviolable. La singular calidad o valía del ser personal reclama una estimación y una consideración tales que no permiten que la valía de la persona pueda ser comparada con nada, pues la dignidad excede lo evaluable. Esa prerrogativa del ser humano lo coloca aparte, infinitamente por encima de todo precio. De tal manera que no se puede colocar en una balanza ni hacerlo entrar en comparación, con no importa qué precio, sin atentar, de algún modo, a su santidad, como advirtió Kant.

Esa condición sostiene el imperativo kantiano, imperativo fundamental del sujeto ético, que el filósofo enunció en formas varias: «obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio»3.

Dentro de la ética kantiana, persona, dignidad y respeto forman una secuencia. Esa alianza entre los términos responde a una larga historia, en la que convergen la aportación del humanismo clásico y la de la tradición judeo-cristiana.


IV. Afirmación progresiva de la dignidad

1. EL MUNDO GRECORROMANO. Hemos dicho que persona y dignidad recorren juntas una historia en la que entran en juego la antropología, la ética y la teología. Una y otras son a la vez el substrato de derechos reconocidos y reclamados.

Es sabido qu en el mundo grecorromano, en que ambos términos se acuñaron, no llega a alcanzar la densidad que lograron ulteriormente. Una carga de significación que, por otra parte, no puede darse por agotada.

Con todo, tanto la paideia griega como la humanitas latina representan el esfuerzo de aquellas culturas por «pensar y cuidar de que el hombre sea humano y no inhumano». O «porque el hombre sea libre para su humanidad y encuentre en ella su dignidad», como señaló Heidegger en su Carta sobre el humanismo. De hecho, son numerosos los testimonios de aquellos siglos que muestran el asombro por el ingenio y la industria de los humanos. Así canta el coro de Antígona, de Sófocles: «muchos son los misterios: nada más misterioso que el hombre... ¡Inexhausto en recursos! Sin recursos no le sorprende azar alguno. Sólo para la muerte no ha inventado evasión».

Y el viejo Píndaro, en la Oda Nemeica VI, proclama que, aunque medie una distancia insalvable entre la generosidad de los dioses y la de los hombres mortales, hay algo que les asemeja: la fuerza del pensamiento.

En el humanismo griego el hombre llega a ser considerado «medida de todas las cosas» (Protágoras). En aquella concepción, el ser humano es capaz de regir la polis y de extender su dominio a lo irracional. El ser humano es visto como microcosmos (Demócrito), compendio y punto de convergencia de las formas de vida (Aristóteles). Incluso entre los estoicos se registra la afirmación de que «el hombre es una cosa sagrada para el hombre», una formulación de claro alcance ético. No obstante, los estudiosos coinciden en que el mundo antiguo, igual que no acuñó una verdadera noción de persona, tampoco llegó a reconocer igual dignidad a los no libres y a los plenamente ciudadanos.

2. LA TRADICIÓN BÍBLICO-CRISTIANA. Si el mundo griego, preocupado por el cosmos y la naturaleza, no llegó a sospechar del todo el valor de cada persona singular, ni llegó a reconocer una singularidad ontológica irreductible o, lo que es equivalente, el valor absoluto de cada ser humano y su dignidad incomparable, lo cierto es que ha contribuido de forma decisiva a la visión del hombre como imagen de Dios que se deriva de los textos bíblicos.

Parece innegable, a juzgar por testimonios que han quedado en diversas culturas, que para autocomprenderse, el hombre «ha ido a llamar a la puerta de los dioses» (Gesché). Así lo muestra la frase del griego Arato, evocada por Pablo: «somos de su linaje» (He 17,28).

Si esa comparación puede encontrarse en otros lugares, el saberse frente a o en relación con es decisivo en la antropología bíblica. Según la Biblia, la relación fundamental con Dios es constitutiva de la persona. El ser humano es creado a imagen de Dios (cf Gén 1,27), el hombre es aquel de quien Dios se acuerda y aquel a quien todo sirve (cf Sal 8). Querido y creado por Dios como su interlocutor, es capaz de responder y de comunicar. El hombre ejerce un dominio-cuidado sobre lo creado como «imagen de Dios» que es. De ahí que, como advierte J. L. Ruiz de la Peña, «cuando los Padres afirman —y lo hacen muy frecuentemente—que al hombre le son inherentes un valor y una dignidad incomparables, están expresando equivalentemente lo que el término persona notifica. Valor y dignidad... adjudicables a todos y cada uno de los hombres, no al concepto abstracto de humanidad, de modo análogo a como Gén 1 adjudicaba a todos (y no sólo al Rey) la cualidad de imagen de Dios»4.

Distinto de Dios como criatura que es, y semejante a su Creador, por su asimilación a Cristo, el ser humano está llamado a devenir imagen aún más plenamente: la imagen por antonomasia. Importantes lugares del Nuevo Testamento (cf Col 3,10; 2Cor 4,3-4; Rom 8,29; 1Cor 15,49; Col 1,15-18) expresan esa altísima dignidad a la que, en Cristo, pueden aspirar los humanos.

Cuando el Nuevo Testamento habla de ser hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4) está señalando el nivel más alto de la dignidad, al mismo tiempo que apela a la hondura misteriosa de esa «contingencia no reductible» (Gisel) que es el ser personal, llamado al diálogo con Dios: «Más allá de las realidades históricas (el nacimiento de una interioridad y el momento reflexivo que supone Grecia), y lo que hayan podido representar y anticipar, es probablemente el cristianismo el que habrá aportado los datos decisivos de la revolución cultural y espiritual... Es sobre todo en su terreno donde un pensamiento de la persona y de la singularidad ha tomado forma realmente»5.

Siguiendo la reflexión se puede afirmar que para la antropología bíblica el hombre es tal por la singular relación que Dios ha querido establecer con él, como atestiguan los relatos de la creación y múltiples pasajes donde aparece esa especial solicitud. El hombre, creado como un de Dios, es llamado a responder libremente a una comunión ofrecida por él. Esa condición —que sustenta lo único de cada ser personal, a la vez que su sociabilidad— es también el fundamento último de su incomparable dignidad.

De ahí que se pueda decir del ser del hombre que «siempre es ya incomparablemente más de lo que puede hacer de sí mismo como ejemplar e individuo porque, por ser persona, tiene su verdadero ser en la palabra de Dios y por tanto, fuera de, extra se»6.

El Catecismo de la Iglesia católica (1992) formula una síntesis de la realidad personal y de su dignidad: «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es capaz de conocer y amar a su Creador (GS 12c); es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (GS 24c); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y esta es la razón fundamental de su dignidad» (CCE 356).

Después de desarrollar este tema, el Catecismo concluye con una cita de los Sermones de san Juan Crisóstomo sobre el Génesis, en la que se subraya la extraordinaria consideración que merece esta «grande y admirable figura viviente, más preciosa a los ojos de Dios que la creación entera...» (CCE 358).

3. Los PADRES Y LA TEOLOGÍA POSTERIOR. Un recorrido por su tratamiento del tema de la imagen de Dios ilustra al mismo empo el de su consideración de la dgnidad de la persona humana7. Para a patrística, la antropología y la ética son deudoras de aquel tema bíbli o. Los textos en que imagen, gloria & dignidad aparecen en conexión pueden encontrarse sin dificultad; el sombre es libre desde el comienzo, pues Dios es libertad, y a semejanza de Dios ha sido hecho. El hombre está llamado a ser gloria del Creador según la conocida frase de Ireneo de Lyon.

Para Gregorio de Nisa, más que hablar de microcosmos (como había hecho el mundo griego), a la hora de mostrar la dignidad hay que apelar a la capacidad de la persona libre de asemejarse al Arquetipo. Lo inagotable e inasible del Ejemplar tiene una correspondencia en la imposibilidad de captar el espíritu humano, inasible e inagotable también. El hombre, espejo libre y vivo, se transforma progresivamente en imagen, de manera que desde una connaturalidad crece en afinidad. La naturaleza humana, reflejo de una belleza divina, acrecienta su dignidad en la medida en que más fielmente refleja al Creador.

En términos de paradoja se expresa Gregorio Nacianceno, que no duda en hablar de lo humano como parcela divina, de una libertad que no puede ser forzada desde fuera y sólo cede ante el amor humilde de Dios. Para él se trata de una realidad «a la vez terrestre y celeste, perecedera e inmortal, visible e invisible, entre la grandeza y la nada, a la vez carne y espíritu..., animal en camino hacia su patria y, lo que es más misterioso, hecho semejante a Dios por un simple querer de la voluntad divina» (Discurso 45 para la Pascua).

Resumiendo el sentir de los autores más destacados de la patrística oriental, escribe Clément: «Para los Padres la verdadera grandeza del hombre no reside en resumir el universo, sino en estar hecho a imagen de Dios... Así, el hombre —como Dios— es una existencia personal. No es una naturaleza ciega, una roca o un árbol. Debe englobar, expresar y calificar su naturaleza en relación con la imagen de Dios»8.

La dignidad sirve de puente entre la antropología y la moral en san León Magno, como muestra su conocida exhortación «Despierta, hombre, y reconoce la dignidad de tu ser. Acuérdate que has sido creado a imagen de Dios» (Sermón 7 en la Natividad del Señor).

Hay un capítulo en la teología que vale la pena mencionar, al menos porque tiene una incidencia decisiva en la consideración del ser humano como persona y, por tanto, de su dignidad única. Se trata de la elaboración de la doctrina acerca de las Personas divinas y de la discusión acerca de la persona de Cristo. La filiación respecto del Padre, de quien somos hechos hijos en el Hijo, es comprendida como una gracia que eleva la condición humana «hasta lo insospechable y su dignidad hasta lo incomparable»9.

En siglos sucesivos, ya en la teología medieval, se encuentran de nuevo unidos persona y dignidad, por el intermedio de racionalidad y libertad, que son términos clave para la definición de lo humano. Los nombres de san Anselmo y san Bernardo, Hugo y Ricardo de San Víctor, y Guillermo de Saint Thierry se pueden citar a propósito del reconocimiento de una dignidad real en quien es imagen del Rey. Dignidad que ostenta la persona, espejo incomparable, capaz de conocer a Dios por estar dotada de racionalidad y haber sido hecha capaz de asemejarse a él por su libertad.

Los atributos de majestad, nobleza y sublimidad le son reconocidos al ser humano como dones nativos que ni siquiera el pecado puede anular. En todo caso, su grandeza y dignidad son restauradas por la humillación de Cristo.

Acerca de estos autores ha observado Javalet que están, por una parte, vinculados a las definiciones tradicionales de la imagen en términos de razón, autoridad o poder, pero que de la vida cristiana, de la tradición evangélica, extraen con nueva fuerza la convicción de que en ese ser libre radica una dignidad natural llamada a ser divinizada10.

Una mención especial merece el tratamiento de la dignidad en santo Tomás, que dedicó algunas de las quaestiones a elucidar la noción de persona, tanto en el misterio trinitario como en el nivel humano. Ya en su Comentario a las sentencias señala que «al nombre de persona corresponde la propiedad esencial de dignidad» (Sent. I, d. 23, 1, 1). Y en otros lugares afirma que la dignidad del hombre, llamado a la bienaventuranza de la visión de Dios, ha sido manifestada de la manera más adecuada al asumir el mismo Dios la naturaleza humana (cf C. Gent. IV, 54). Para él, «la persona es la realidad más digna de cuanto existe» (Sum. Theol. I, 29, 3). Y «la fe en la creación nos lleva al conocimiento de la dignidad humana» (Comentario al símbolo de los apóstoles).

4. EN EL HUMANISMO RENACENTISTA. En el humanismo del Renacimiento tiene un nuevo acento la consideración de la dignidad, al tiempo que el hombre es colocado por encima de todo lo animado y lo inanimado, con capacidad de modular su vida gracias a la libertad. Abierto a múltiples posibilidades, el ser humano es visto como centro y síntesis del universo, según aquella antigua imagen que cobra nueva vivencia por los hallazgos de una ciencia también nueva.

Hay que advertir que, pese a una tendencia a pensar lo humano de manera más autónoma, los pensadores renacentistas no excluyen la fundamental relación con Dios, aunque fijan la atención, en primer término, en la centralidad del ser humano en el cosmos y su condición de confín, o intermedio, entre mundos distintos. «Centro de la naturaleza y vínculo de todas sus partes», le llama Marsilio Ficino en su Theologia platonica.

Los humanistas de este período prestan atención, sobre todo, a las posibilidades y aspiraciones del hombre, situado en el corazón del universo, según Pico de la Mirandola, autor de una Oratio de hominis dignitate. Este discurso pone en boca de Dios la defensa de esa realidad que se intenta defender, en un texto que ha pasado a la historia del tema y que expresa como pocos las convicciones de los humanistas:

«Adán, no te he dado ni un puesto fijo, ni una figura propia, ni un cargo peculiar, para que, de acuerdo con tu propio consejo y determinación, puedas obtener y conservar el puesto que tú mismo desees. La naturaleza determinada de los demás seres está sometida a leyes que yo de antemano he establecido. T en cambio, libre de toda barrera, det inarás por ti mismo tu propia nat raleza, de acuerdo con tu libertad, a cuyo poder te he entregado. Te he co ocado en el centro del mundo para e desde aquí puedas ver mejor cuan está a tu alrededor. No te he hec ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que, como libre y soberano artífice de ti mismo, te plasmes y forjes según aquella forma que tú mismo elijas. Puedes degenerar hasta convertirte en animal, como puedes, según tu querer, regenerarte hasta alcanzar lo divino».

De una dignidad casi divina habla el humanista español Luis Vives, como había hecho anteriormente Gianozzo Manetti en su De dignitate et excellentia hominis. Ocurre que en la visión renacentista del hombre libre, configurador del mundo, responsable de su hacer y, por ello, de su propia humanidad, perdura la visión bíblica y cristiana como un trasfondo. Ahora bien, se deja percibir ya un giro antropológico del pensar que se acentuará posteriormente.

5. DESDE EL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS. Al comienzo de la era moderna —concretamente en el siglo XVI español—, por el descubrimiento de otras tierras y de otras culturas, se da un fecundo interrogante a propósito de la dignidad común a todos los hombres. Los nombres de Antonio Montesinos, Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, por citar los más conocidos, están unidos a la defensa de la dignidad fundamental de todos los hombres, y de un derecho natural, fuente de todos los demás derechos: «El principio fundamental —escribe Colomer al advertir esta importante aportación— es la dignidad de la persona humana y la dignidad de los hombres y de los pueblos, teniendo por base la realidad del hombre como imagen y semejanza de Dios... Esta consideración ha dirigido la renovación de la moral en España, así como todo el renacimiento teológico posterior... El concepto cristiano del hombre ha sido revalorizado y se ha convertido en una metafísica cristiana de la persona humana. La naturaleza humana es común a todos y cada uno de los hombres, sin distinción de nación, continente, cultura, edad, color. Los derechos humanos son inseparables de su naturaleza, nacen con el hombre y le son inherentes»11.

La presencia de esta convicción, que es la de una dignidad universalizada, se puede encontrar en esta fórmula de un interesante texto de la época, el catecismo de Bartolomé Carranza: «El hombre es uno cuando es bueno y cuando es malo, cuando es rico y cuando es pobre, cuando está sano y cuando está enfermo» (I, 136).

En sintonía con aquellos defensores de la dignidad, y con la más genuina tradición cristiana, Carranza señala expresamente la de los pobres, «que son imágenes vivas de Jesucristo». Y ofrece esta memorable síntesis del mensaje cristiano: «Dos cosas se notan, en la Sagrada Escritura, del hombre, y ambas quiere Dios que consideremos para la guarda de este mandamiento. La primera, que el hombre es imagen de Dios, y si no queremos profanar su imagen, habemos de mirar y acatar mucho al hombre. La segunda, que todo hombre es nuestra carne; y así como a cosa propia le habemos de abrazar si no queremos despojarnos de la condición natural de hombres» (II, 34).

En el siglo XVIII, la dignidad recorre, como henos dicho antes, la ética kantiana: «los seres racionales llámanse personas, porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y por tanto limita en este sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)» 12.

Sobre la grandeza (y miseria) de lo humano, ha escrito Pascal algunas de sus páginas más leídas. «El hombre supera infinitamente al hombre», es una de las frases célebres de quien consideró digna de admiración la «débil caña pensante» que es el ser humano.

En tiempo más cercano, en el cauce de un personalismo ético, se pueden reunir aportaciones que han ayudado a que llegara a efecto la Declaración de los derechos humanos, sobre el trasfondo de un reconocimiento cada vez más amplio de la dignidad de cada uno de los seres humanos. Así, con su propio modo de pensar, pero con una coincidencia en lo único e incomparable de la persona, se puede recordar a Maritain, Haecker y Mounier, entre otros.

La aportación más reciente de pensadores originales como son Lévinas y Ricoeur ha supuesto un traslado de la atención a la dignidad del otro en primer término. También con acentos propios, ambos autores han despertado la conciencia de una inviolable dignidad de las personas, ofrecida a nuestra responsabilidad, interpelando nuestra solicitud (Ricoeur). Basta recordar algunas líneas en las que se presenta la realidad del rostro humano, para advertir cómo el otro, que ya para Kant sólo se dejaba considerar en el reino de los fines, llega a ser ahora un imperativo primero.

En una obra que lleva un título significativo, Humanismo del otro hombre, escribe Lévinas unas líneas que son también un extremo en el reconocimiento de la dignidad: «La desnudez absoluta del otro, ese rostro absolutamente sin defensa, sin cobertura, sin vestido, sin máscara, es, no obstante, lo que se opone a mi poder sobre él, a mi violencia; es lo que se me opone de una manera absoluta, con una oposición que es oposición en sí misma.

El ser que se expresa, el ser que está frente a mí, me dice no, en virtud de su expresión misma. No, que no es simplemente formal, ni tampoco expresión de una fuerza hostil, de una amenaza; es imposibilidad de matar a quien presenta ese rostro13.

Sin entrar en otras cuestiones implicadas en este modo de pensar, que coloca en primer lugar la consideración ética del otro, se puede advertir en este lenguaje un eco de la manera bíblica de hablar de lo debido, en primer lugar, a aquellos que están en situación menesterosa. Y de lo inseparable del amor/respeto al hermano en el Nuevo Testamento.


V. El magisterio de la Iglesia

Como señalabamos al comienzo, tanto el Directorio como el Catecismo reenvían, en muchas ocasiones, al tratamiento de este tema en documentos relativamente recientes, donde la dignidad ha sido considerada en diversos contextos y desde varias perspectivas. La frecu8ocia en el uso del término en textos del Onagisterio resulta llamativa.

En el siglo pasado, León XIII, en la encíclica 14rum novarum, tras afirmar la igua dad fundamental de todos, ricos y pobres, soberanos y súbditos, arguy ndo que uno «es el mismo Señor,de todos» (Rom 10,12), advierte: <A nadie le está permitido violar impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia, ni ponerle trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los cielos» (RN 30).

Seguir la relación de la dignidad con la exigencia de una más justa distribución de los bienes materiales, o la realidad del trabajo y la justicia, equivale a rastrear gran parte de la llamada doctrina social, y a citar, una y otra vez, las encíclicas de Juan XXIII, como Mater et magistra o Pacem in terris. En la misma línea prosigue Populorum progressio, donde, como ocurre con las anteriores, la dignidad y los derechos humanos son temas centrales. La dignidad es invocada contra olvidos peligrosos de ese primer referente, tanto al organizar la distribución de los bienes, como al ordenar la sociedad. Lo es al advertir lo sagrado de la vida de cada ser humano. Y el respeto y promoción de la dignidad se entienden como deber y tarea que dimanan de la fe ,y de la misión de los cristianos, y de todos los demás en cuanto humanos.

A modo de ejemplo citaremos algunos textos. Así, cuando se habla de desarrollo económico y social, «hay que colocar en primer término cuanto se refiere a la dignidad del hombre en general, y a la vida del individuo, a la cual nada puede aventajar» (MM 193).

Y al tratar el diálogo entre creyentes y no creyentes –cuestión que cobró mayor relieve aun en el Vaticano II–, y entre quienes mantienen diversas posiciones en moral, se afirma en Pacem in terris: «El hombre que yerra no puede por ello ser despojado de su condición de hombre, ni automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta» (PT 158).

La cultura, la vida social, la política y la economía son examinadas a la luz de este criterio de la dignidad personal, considerado también en textos recientes como un valor en alza y un reclamo insistente de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De hecho, Juan XXIII se hizo eco de la causa de la dignidad que se iba abriendo paso entre las mujeres, «que exigen que se las trate como personas, tanto en el hogar como en la vida pública» (PT 32). Una anotación que tuvo continuidad en Gaudium et spes, el documento del Vaticano II más atento al problema (cf GS 29)14.

No es posible aquí dar cuenta detallada del tratamiento del tema en el último Concilio. Dignitatis humanae resultaría ininteligible sin esa preocupación por afirmar y salvaguardar esa prerrogativa fundamental de cada ser humano, que es también propia de su conciencia. Llamadas importantes al respeto de la dignidad de todos se pueden encontrar en el decreto Ad gentes, sobre la misión de la Iglesia. Pero es en la constitución Gaudium et spes donde se abre mayor espacio al problema. Según se expresa en ella, la dignidad encuentra su fundamento y razón más alta en la relación con Dios. Vinculada –de acuerdo con la tradición de que hemos hablado– al ser a imagen y a la vocación del hombre á la comunión con Dios, la dignidad no es algo que pueda oponerse al reconocimiento y obediencia de ese mismo Dios. Por el contrario, cuando falta aquel soporte y aquel esfuerzo, la dignidad queda herida (cf GS 17-21).

Gaudium et spes señala también que hay una dignidad de la conciencia que nadie está autorizado a violar, y que el ser humano tiene una exigencia incoercible de libertad. Creada por amor como interlocutora de Dios, la persona humana merece absoluto respeto, y cualquier lesión a esa dignidad es un atentado al honor debido al Creador... (cf GS 16, 19, 21 y 27).

Además, se puede encontrar en esta constitución un reconocimiento explícito de lo valioso de la causa de la igualdad, de la dignidad y los derechos, que se registran en crecida en nuestro tiempo, y una denuncia de las formas de discriminación todavía presentes en nuestra sociedad (cf GS 29). Finalmente, el Concilio urge a los cristianos a la lucha contra las desigualdades escandalosas que impiden a quienes las padecen asumir las responsabilidades personales y sociales que les corresponden (cf GS 29-31). Concluye señalando que la dignidad es uno de los temas fundamentales en el diálogo entre la Iglesia y el mundo y advierte, a este propósito, que ninguna ley humana puede asegurar la dignidad personal y la libertad como lo ha hecho el evangelio de Cristo (cf GS 40-41).

En años sucesivos, Juan Pablo II ha vuelto una y otra vez a la dignidad, como tema inseparable de la persona y presente en los problemas y tensiones más graves. Ya en su primera encíclica afirmó que el «profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama evangelio, es decir, buena nueva» (RH 10). Y en los documentos que recogen la preocupación social (Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis) ha colocado la apelación a la dignidad como un reclamo insustituible a la hora de actuar moralmente.

Christifideles laici advertía que el ansia de dignidad es como un buen viento que corre en la sociedad y la cultura moderna, pues la inviolabilidad de la criatura refleja la absoluta inviolabilidad del mismo Dios (cf 38).

Y también la encíclica Evangelium vitae recuerda la dignidad de cada vida humana, fundada en un origen y un destino. El Papa advierte que esa dignidad e inviolabilidad de la vida está en la base de la convivencia. Se trata de un profundo respeto por la vida, que llega desde el «no matarás» del Antiguo Testamento y tiene una traducción positiva en el hacerse cargo del prójimo como de sí mismo, según el mandato antiguo y, sobre todo, según el hacer y decir de Jesús (cf EV 40-41).

Finalmente, en la encíclica Fides et ratio Juan Pablo II reconoce que «la Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje evangélico», afirmando que «ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia» (FR 102).


VI. El tratamiento catequético de la dignidad de la persona

Hemos dado cuenta, siquiera en síntesis, del largo recorrido de la dignidad, un valor de valores que sigue adquiriendo nuevos visos y trae nuevas exigencias.

Creyentes y no creyentes están de acuerdo en reconocer en este punto el lugar de arranque de derechos funda-mentales y universales. La Declaración de 1948 fue posible gracias a un consenso que no implicó el acuerdo en los fundamentos, y el debate sigue abierto. Como hemos podido advertir antes, la fe encuentra una última fuente en el haber sido creado como el de Dios y llamado a la comunión y comunicación con él. De ese hondón deriva para el creyente la dignidad del ser humano15.

Ahora bien, afirmar esa última raíz que sostiene lo que reconocemos como inviolable y digno de atención no supone negar que una existencia puede ser de verdad humana y digna en la medida en que respete y promueva en sí y en la vida de los otros ese último valor, aceptado como tal.

Nos queda señalar que una catequesis sobre este gran tema reclama una presentación, lo más cuidada posible, sobre todo a los jóvenes y adultos, de cómo se implica un Dios creador que ha acogido lo humano y lo ha elevado hasta los umbrales de lo divino, y la dignidad de cada uno de los hombres y mujeres que vienen a este mundo. La catequesis sobre la dignidad de la persona humana forma parte, por ello, de los contenidos esenciales del mensaje a transmitir.

Efectivamente, ayudar a descubrir, ya desde la niñez, lo que significa este lugar real de la ética y de la moral cristiana, supone recorrer algunos de los lugares mayores de la Escritura y una riquísima tradición que conserva y actualiza su viveza.

Ahora bien, hay un aprendizaje de la dignidad que sólo se hace en el ejercicio de su reconocimiento en las personas concretas. Y la vía para reconocer que todo ser humano tiene esa valía, esa dignidad que no está permitido mermar ni discutir, es el aprendizaje de respeto que implica el contacto con aquellas personas en las que la dignidad es menos visible, menos claramente reconocida, y hasta negada.

Se trata, por tanto, de que, como práctica cristiana insustituible en el aprendizaje de la dignidad inherente a la persona, se empiece por reconocer, de hecho y en la conducta diaria, la dignidad de los pobres, los disminuidos, los que han errado...

Una catequesis debe recordar, no sólo de forma verbal, sino en las acciones que induce, que el reconocimiento de la grandeza de Dios pasa por el respeto extremado de la dignidad de los seres humanos. Y que aquella grandeza humilde que reconocemos en el crucificado se hace raramente presente en la dignidad de los sin dignidad y sin derecho.

NOTAS: 1. RAHNER K., Dignidad y libertad del hombre, en Escritos de teología II, Cristiandad, Madrid 1963, 245-246. – 2 CLÉMENT O., Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983, 42. – 3 KANT 1., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Buenos Aires 1963, 27. 171-172. – 4 Ruiz DE LA PEÑA J. L., Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988, 166-167. – 5 GISEL P., Perspectives théologiques sur l'homme, en AA.VV., Humain á l'image de Dieu, Ginebra 1989, 43. – 6. DALFERTH I. V.-JüNGEL E., Persona e imagen de Dios, en F. BOCKLE, Fe cristiana y sociedad moderna vol. 24, SM, Madrid 1988, 105. – 7. cf HAMMAN A. G., L'Homme image de Dieu, París 1987. – 8. CLÉMENT O., O.C., 49. — 9. cf GUARDINI R., Mundo y persona, Madrid 1967, 239-248. – 10 cf JAVALET R., La dignité de l'homme dans la pensée du XIIe siécle, en De Dignitate Hominis, 49-66. – 11. cf COLOMER E., El humanismo cristiano del Renacimiento, en ib, 106. – 12 KANT 1., o.c., 84. – 13 LÉVINAS E., Humanismo del otro Hombre, Caparrós, Madrid 1993, 108. – 14 Pueden consultarse diversos índices y diccionarios sobre el uso del término en la doctrina social de la Iglesia y en los documentos del Vaticano II. – 15 Para este problema puede verse RUIZ DE LA PEÑA J. L., Crisis y apología de la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 210-237 y GELABERT M., Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban, Salamanca 1997, 83.

BIBL.: ACERBI A., Persona, en L. Rossl-A. VALSECCHI (dirs.), Diccionario enciclopédico de teología moral, San Pablo, Madrid 1986`, 832-837; COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Dignidad y derechos de la persona humana, Cete, Madrid 1985; DE KONINK TH., De la dignité humaine, Puf, París 1995; FLECHA J. R., La opción por el hombre «imagen de Dios» en la ética, Estudios Trinitarios 3 (1991) 56-83; LOBATO A., Dignidad y aventura humana, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid 1997; MARCHESI J., La dignidad de la persona humana, Misión abierta (1990) 59-67; MOLTMANN J., La dignidad humana, Sígueme, Salamanca 1983; MORENO VILLA M., Dignidad de la persona y Persona, en Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 359ss y 895ss; El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; RUBIO M., Persona y quehacer ético, Moralia 4 (1990) 337-364; VIDAL M., Moral de actitudes II, PS, Madrid 19794, 115-120; La dignidad del hombre en cuanto lugar de apelación ética, Moralia 4 (1990) 365-386.

Felisa Elizondo Aragón