DEPÓSITO DE LA FE
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SUMARIO: I. Enseguida llegaron las preguntas. II. El evangelio bajo la figura de un depósito. III. El contenido del depósito de la fe. IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito. V. Creciendo como un grano de mostaza.

Al principio, las cosas resultaban sencillas. Transfigurados por la experiencia pascual, los apóstoles se limitaban a contar a todos lo que les había sucedido a partir de su primer encuentro con Jesús (cf He 2,1-36; 9,1-22). Lo contaban con su vida y con sus palabras (cf DV 2, 8). Estaban llenos del Espíritu Santo y llegaron a entender por qué Jesús les había dicho que él era el camino, la verdad, la luz, la vida... Iluminados por el don de la fe (cf Ef 3,18; Heb 10,32), se sabían perdonados, amados y acogidos tal como eran. Ahora les resultaban elocuentes las palabras y las promesas de los antiguos profetas (cf He 2,17-28).

Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de que también otros hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las suyas. Su credo era sencillo: a Jesús de Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor y Cristo (cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser Iglesia, asamblea del Señor, era muy viva y muy concreta, pues los bautizados «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común» (He 2,42-44). Parecía sencillo.


I. Enseguida llegaron las preguntas

Cuando la comunidad empezó a crecer y a dispersarse, comenzaron también las preguntas: ¿Por qué algunos creyentes no dan signos de haber recibido el Espíritu? ¿Cómo se recibe el Espíritu Santo? (cf He 8,14-17). ¿Se debe predicar el evangelio a los paganos? (cf He 10). Cuando los paganos se convierten, ¿deben someterse a la ley? (cf He 15). ¿Qué va a pasar con los hermanos que han muerto, cuando vuelva el Señor? (cf lTes 4,1-17). ¿En qué consiste la resurrección de Jesucristo? (cf ICor 15)... Eran preguntas muy existenciales y vivas. Y con las preguntas llegaron también las extravagantes respuestas del gnosticismo judío y de los falsos maestros (cf lTim 1,4-7; 4,1-7; 6,4-5).

Por otra parte, el paso de los años sin que se llegara a vislumbrar la esperada vuelta del Señor y el crecimiento rápido de las comunidades provoc rpn la pérdida del amor primero (cf Áp 2,4). Podemos ver cómo, en alguna áamblea, la eucaristía se había disociado de la caridad (cf ICor 11,17-34); en otras, parece que existían divisiones y enfrentamientos (cf Flp 2,2); y en diversas partes habían surgido grupos que, con el pretexto de estar ya salvados, rechazaban la cruz de Cristo (cf Flp 3,18). Más tarde se llegará incluso a negar «la venida en la carne» (cf 1Jn 2,22-23; 4,2) y que el Señor nos haya redimido (cf 2Pe 2,1).

La vida de las primeras comunidades no fue fácil. Y san Pablo, hombre realista y perspicaz, era muy consciente de todos estos problemas. Por ello, cuando presiente que se acerca el final de su ministerio (cf He 20,24-25), reúne a los presbíteros de Efeso para decirles: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como guardianes para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre» (He 20,28).

Este es el contexto en que se escribieron las cartas pastorales. Si no son escritos de san Pablo, parece indudable que recogen su legado y defienden que la tradición paulina ha de mantenerse intacta frente a cualquier amenaza de falsificación. Pues la fe subjetiva, la fe entendida como confianza y entrega confiada a Dios, tiene su base en la fe objetiva: en el acontecimiento histórico-salvífico de Jesucristo. Si la intervención salvadora de Dios en y por Jesucristo no es real en sí, tampoco lo será para nosotros.


II. El evangelio bajo la figura de un depósito

El término depósito (paratheke), aplicado al legado paulino, aparece tres veces en las cartas a Timoteo: «guarda el depósito» (1Tim 6,20); «sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro de que él puede guardar hasta el último día [el depósito] que me ha encomendado» (2Tim 1,12); «guarda este preciado depósito, con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros» (2Tim 1,14).

El tema de fondo es la necesidad de mantener íntegras «las enseñanzas de la fe y de la buena doctrina» frente a los «cuentos de viejas» (cf 1Tim 4,6-7). Pues en asuntos de esperanza, de fe y de caridad, el discípulo debe tener por norma «la sana doctrina» (2Tim 1,13). Es necesario, dice el autor de la carta, que el obispo sea «guardador fiel de la doctrina que se le enseñó, para que sea capaz de animar a otros y de refutar a los que contradicen» (Tit 1,9). Debe custodiar íntegra, con toda fidelidad, la sana doctrina para transmitírsela a otros creyentes, de forma que sigan dando fruto de buenas obras. Y para que esta cadena de testigos no se interrumpa, le ordena: «Las cosas que me oíste a mí ante muchos testigos, confíalas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros» (2Tim 2,2).

En este contexto se presenta la tradición paulina como un depósito. Los códigos antiguos conocían la figura jurídica de recibir algo en depósito, y establecieron leyes estrictas sobre su custodia fiel y su devolución. También en la Biblia aparecen tales normas como parte integrante del código de la alianza (cf Éx 22,1-12; Lev 5,21-26).

Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar y pasar a otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir tres cosas: 1) que la fe no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que tiene que entregarla a otros, 3) para que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el Señor vuelva. Cuando las pastorales se refieren al patrimonio de Pablo, sabemos que se trata de un patrimonio que Pablo mismo ha recibido del Señor por mediación de la comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo el apóstol, consciente de que también él es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar con la Iglesia madre el evangelio que predica, no sea que todos sus afanes y trabajos resulten vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el depósito que hay que conservar fielmente es propiedad del Señor. Consiste básicamente en «la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes» (cf Jds 3). Por eso vamos a examinar cuál es su contenido: qué abarca o encierra ese depósito.


III. El contenido del depósito de la fe

Las cautelas frente al modernismo fueron impulsando a la teología neoescolástica a considerar la fe y el depósito de la fe de modo unilateral. La fe consistiría en el «asentimiento intelectual a las verdades reveladas», y el depósito de la fe vendría a ser un conjunto de verdades, contenidas en la Escritura y en la tradición, que había que salvaguardar frente a los ataques del mundo moderno.

Esta concepción unilateral no es, sin embargo, la que aparece en las cartas pastorales. Aunque el autor no explica en qué consiste el depósito, por las pautas que deben guiar la conducta de Timoteo y de Tito, deducimos que el depósito abarca: el misterio de Jesucristo, por quien Dios nos ha manifestado su bondad, que nos ha salvado y nos ha renovado por el Espíritu Santo (cf Tit 3,4-7); la certeza de que la Escritura, inspirada por Dios, lleva a la salvación (cf 2Tim 3,14-17); la estructura ministerial de la comunidad y las condiciones de los candidatos a los diversos ministerios (cf 1Tim 3,1-13; 5,17-22); la vida de oración de la comunidad (cf 1Tim 2,1-8); el perdón de Dios, para «obtener la vida eterna» (cf ITim 1,16)... El depósito no es un conjunto de verdades, sino un todo coherente, que abarca el kerigma, las pautas de conducta de los creyentes, la vida de fe de la comunidad, sus estructuras básicas, la vida de oración, el valor de la Escritura...

Tal es también el sentido que se ha recuperado en la concepción teológica subyacente al Vaticano II. Según la Dei Verbum, Jesucristo «mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7) y los apóstoles cumplieron este mandato con su predicación, sus instituciones. Pues «lo que los apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia, con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8).

Se trata, pues, de una comprensión muy rica y compleja de la fe, que debe orientar también la catequesis. Una catequesis que no descuide los contenidos, pero que los integre en la visión personalista e integradora de la educación cristiana.


IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito

La fe de la Iglesia —el evangelio— no está en los libros, sino en el pueblo de Dios. Como dice el Vaticano II, «la Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración..., y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (DV 10).

En las cartas pastorales, escritas en circunstancias muy concretas, se presta atención especial a la jerarquía y a su cometido en el cuidado y en la defensa del depósito. Pero ya san Ireneo resitúa la cuestión en una perspectiva diferente, cuando escribe a propósito del patrimonio que nos legaron los apóstoles: «como en un rico almacén, dejaron en la Iglesia copiosísimamente todo lo que pertenece a la fe, de modo que todo el que lo desee pueda inspirarse en esta fuente y beber el agua de la vida» (Adv. Haer. III, 4, 1). Es decir, hay que conservar el depósito, pero de forma dinámica y creativa, puesto que «guardamos y protegemos la fe recibida de la Iglesia; pero ella actúa continuamente, por el Espíritu de Dios, como un valioso depósito en una preciosa vasija, para rejuvenecerse a sí misma y a la vasija que contiene» (Adv. Haer. III, 24, 1). Y es tarea esta que corresponde a todo el pueblo de Dios.

Tal planteamiento no pretende restar importancia al magisterio jerárquico, pues es claro que «los obispos son los predicadores del evangelio..., los maestros auténticos, que están dotados de la autoridad de Cristo», y por ello les debemos una religiosa obediencia. Y es claro también que «esta obediencia religiosa de la voluntad y de la inteligencia hay que prestarla de modo particular al magisterio auténtico del romano Pontífice» (LG 25). Pero se debe insistir, con igual vigor, en el protagonismo de todo el pueblo de Dios, puesto que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a la verdad total..., la unifica en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos... Con la fuerza del evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión perfecta con su esposo» (LG 4). Y sin el protagonismo de todo el pueblo de Dios, en estrecho contacto con los desafíos de la historia humana, la Iglesia pierde creatividad y envejece.


V. Creciendo como un grano de mostaza

El depósito de la fe no es un elenco de verdades, de instituciones y de normas que podamos encontrar en el catecismo o en otros libros. Es la fe viva y vivida de la Iglesia en toda su riqueza, que no se agota en ninguna formulación. Una fe sostenida y guiada por el Espíritu, en continuo diálogo con la historia y con la cultura. Como ha dicho el Vaticano II, «esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» (DV 8).

Si, por una parte, el Espíritu Santo que habita en nosotros constituye la ayuda necesaria para guardar el depósito en su integridad (cf 1 Tim 1,14), por otra, el mismo Espíritu que conduce a la Iglesia a la verdad plena (cf Jn 16,13), renovándola y rejuveneciéndola sin cesar (cf LG 4), nos enseña a sacar de las arcas del Reino lo nuevo y lo añejo (cf Mt 13,52). Y así podemos ayudar al hombre de hoy a descubrir que el evangelio habla de nosotros y de nuestra vida.

Como dijo Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Vaticano II, se trata de transmitir la doctrina católica en su integridad, puesto que es verdadera e inmutable, pero exponiéndola «según las exigencias de nuestro tiempo», pues una cosa es el depósito de la fe «y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades» (Discurso del 11 de octubre de 1962). Es decir, la fidelidad que nos está pidiendo el mundo moderno y la manera eficaz de defender el depósito consiste en presentar el mensaje de tal forma que interpele al oyente de hoy.

Pero, ¿por dónde empezar? El Vaticano II nos ha recordado que existe una jerarquía de verdades (cf UR 11). Y en una situación también de crisis, san Ireneo señaló el núcleo más profundo y central del evangelio mediante la Regla de fe: confesar con los labios y con el corazón a Dios creador; al Hijo de Dios, que llevó a cabo la obra de salvación en nuestra carne y al Espíritu Santo, enviado a los creyentes como «prenda de incorrupción» (Adv. Haer. III, 24, 1).

Pienso que el hombre moderno necesita que le hablemos de Dios con la autoridad del testigo y que le enseñemos a hablar con Dios: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Es el núcleo central y vitalizador, que no puede ser descuidado por ningún creyente y que el Vaticano II, un concilio con pretensión clara de ser pastoral, ha situado al comienzo de la Lumen gentium (cf 2-4). Porque si el cristiano quiere decir algo original y provocador al hombre moderno, tiene que hablarle de Dios con un nuevo lenguaje, compatible con nuestra experiencia científica y secular del mundo en que vivimos, como nos recordó Pablo VI en el discurso de clausura del mismo Concilio (7 de diciembre de 1965).

Pero la novedad del lenguaje no se refiere sólo a la presentación de la doctrina, sino que requiere también nuevas formas de vivir y de expresar la caridad, la esperanza activa, la vida de oración. De forma que las riquezas inagotables del evangelio, inéditas muchas de ellas, vayan «pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8). Y de igual forma que todo el pueblo de Dios es depositario del evangelio –sujeto pasivo del depósito– también el pueblo de Dios en su totalidad debe sentirse responsable de que el grano de mostaza se convierta en árbol frondoso (cf Mt 13,31-32).

BIBL.: CONGAR Y., La tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1996; GEISELMANN J. R., Depositum fidei, en HOFER J.-RAHNER K., Lexicon für Theologie und Kirche III, 236-238, Friburgo/Br. 1956-1965; Pozo C., Depositum fidei, en AA. V V., Diccionario teológico enciclopédico, Verbo Divino, Estella 1995; WICKS J., Introduzione al metodo teológico, Piemme, Casale Monferrato 1994; Depósito de la fe, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 291-304.

Juan A. Paredes Muñoz