CONSUMACIÓN DEL HOMBRE Y DEL COSMOS
NDC
 

SUMARIO: I. La esperanza amenazada: 1. Fundamentos de la esperanza cristiana; 2. Horizonte escatológico; 3. Claves teológicas de interpretación; 4. Claves antropológicas. II. Centro y éschaton de nuestra esperanza cristiana: 1. El centro: el misterio pascual de Jesús; 2. El éschaton: la parusía de Jesús. III. Lectura esperanzada de los novísimos. IV. Claves catequéticas: 1. Tareas de la catequesis; 2. Aproximación catequética a las afirmaciones escatológicas; 3. Catequesis según las edades: situación y metodología.


I. La esperanza amenazada

Hasta los umbrales de la Edad moderna apenas se oponía a la esperanza cristiana ninguna otra alternativa en el orden religioso o filosófico. El mismo Kant, cristiano de la Ilustración, de la que se constituyó el gran pensador, proponía en su universo del saber tres preguntas razonables y trascendentales para el hombre: 1) ¿Qué puedo saber? En ella iba involucrada toda la capacidad de la ciencia de su tiempo que él diseñó dentro de la crítica de la razón pura. 2) ¿ Qué debo hacer? Con ella se proponía trazar el campo de la moral humana. 3) ¿Qué puedo esperar? Pretendía señalar las posibilidades y los límites de la religión o de la fe cristiana. Después añadió una cuarta pregunta que resumía las otras tres: ¿Qué es el hombre?

Los pensadores de la modernidad, después de Kant, han seguido la vía de la sospecha poniendo en jaque a la fe cristiana y a la esperanza en Dios desde los principios estrictos del secularismo (Feuerbach) y del ateísmo militante: materialismo dialéctico (Marx, Engels), espiritualismo decadente por la falta de porvenir o por el malestar de una ilusión perdida como es la religión cristiana (Freud), ateísmo de la muerte de Dios, humanismo del superhombre, eterno retorno y nihilismo (Nietzsche).

1. FUNDAMENTOS DE LA ESPERANZA CRISTIANA. Esta sospecha acumulada ha constituido una amenaza y un acoso permanente a la fe-esperanza de los hombres, pero también ha servido a una gran purificación. Aunque ha dejado herido el costado del hombre moderno, el creyente ha afrontado su amenaza y sus retos dando razón de su esperanza en Dios con razonabilidad y confianza. Y en ello ha encontrado de nuevo los fundamentos de su esperanza cristiana.

En primer lugar ha estrechado cada vez más indisolublemente la fe en el Dios vivo, padre y creador, y la esperanza en la vida eterna. Si hay Dios, y por la fe, oración, amor de los hermanos y testimonio de vida en favor del evangelio, tenemos, gracias a Jesús, experiencia de ese Dios viviente, tiene que haber promesa de vida eterna. Es algo evidente que dimana para el hombre que cree en el Dios vivo.

De ahí la incoherencia de algunos cristianos de hoy, que, como aparece en algunas encuestas contemporáneas, dicen creer en Dios y después –sin ninguna lógica de fe– dudan o niegan la vida eterna que nos viene del Dios vivo que resucitó a Jesús. «Esta vida es lo único que tenemos, y si morimos, morimos para siempre» parece escuchárseles. No se preguntan con hondura de quién hemos recibido la vida y para qué destino. Otra forma escéptica de decir este desencanto es acudir al refrán «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», o a la metáfora floral «el muerto va al cementerio a criar malvas». La muerte pare-ce un hecho natural, y la autodestrucción por la muerte el vertedero final del hombre y de la historia.

Tal desesperanza conduce a la des-valorización y banalización de esta vida, como observaba ya Pablo en sus contemporáneos los corintios. Y concluía con ellos, repitiendo un dicho de Isaías: «¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!» (1Cor 15,32; cf Is 22,13). Pero a su vez, como cristiano, sacaba otra conclusión no más desoladora: «Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado». Entonces los cristianos «somos los hombres más desgraciados». Pero al llegar a este absurdo de la desesperación total, sal-ta como por un resorte ante el mismo acontecimiento patente, del que, por gracia, tiene plena convicción de ser testigo: «Pero no, Cristo ha resucita-do de entre los muertos como primicias de los que mueren» (cf 1Cor 15,13.16.19-20).

La misma estructura del símbolo niceno-constantinopolitano —y de igual modo el símbolo apostólico—nos da razón de la lógica de la fe en cuanto a nuestra esperanza. Al comienzo nos encontramos con que el primer acto de fe, nuestra fe, descansa en Dios Padre todopoderoso, creador de la vida y de todo. Es un acto de amor por parte de Dios. No cabe otra motivación en él, puesto que está rebosante de vida y la vida presupone espíritu de comunicación, participación y amor en plena libertad. Al final del credo terminamos encontrándonos también con la afirmación: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Y tal concreción de esta vida esperanzada que nos aguarda para siempre se le asigna al Espíritu Santo, al que se le llama «Señor y dador de vida», porque es la comunión del Padre y del Hijo en el amor. Es el Espíritu, por el que el Padre resucitó a Jesús de entre los muertos, y es también el Espíritu que se nos ha dado, quien nos resucitará (cf Rom 8,11). Todo ello indica que él participa de la misma soberanía y gloria del Dios viviente y del Cristo resucitado.

Pero en medio de los dos pilares de este arco de fe-esperanza se alza la piedra clave de la fe en Jesús, el Señor muerto y resucitado. El era uno de nosotros, pero tenía un espíritu de comunicación con Dios y una participación con nosotros que rompía toda medida. Por eso llegaba a tal profundidad en su comunicación con Dios y de Dios con él, que sólo se puede vislumbrar en su invocación única, personal, de una profundidad filial insospechable: Abbá. En ella revelaba, a la vez, su posición única y personal de Hijo. En cuanto a su solidaridad con nosotros, podríamos definirlo como redentor, salvador; pero podemos entendernos de igual manera señalando que es «un hombre-para-todo-hombre» (Bonhöffer). De ahí que su función siempre es mediática, pero de una calidad única, para su tiempo y para siempre. Por eso su persona y su historia son decisivas en cuanto a marcar nuestra fe en Dios y nuestra comunión entre los hombres. El niceno-constantinopolitano, como el símbolo apostólico, le dedica la centralidad a su persona y misterio: «por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Pero también es él a quien aguardamos al final de la historia como «Juez de vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Tal juicio será triunfante y liberador en el éschaton, desvelando la ambigüedad de la historia; pero mantiene en su carácter salvífico el interpelante permanente contra el pecado y la in-justicia, la violencia y la opresión en vida y, definitivamente, en muerte de cada uno y de todos.

2. HORIZONTE ESCATOLÓGICO. «La verdad —recuerda Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio— se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido» (FR 26). «Por lo de-más, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marca-das por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel...» (FR 1).

La escatología cristiana, en cuanto tratado o reflexión creyente de los últimos acontecimientos que afectan a toda la realidad y que apuntan a la consumación final, tiene que responder de buen ánimo a una escatología personal, colectiva y cósmica al mismo tiempo. Su fuente de revelación e inspiración no es más que la misma experiencia del Dios de Israel y de Jesús, sobre todo, que se han revelado en la historia. En este sentido se puede decir que nada del hombre, de la historia y del cosmos es ajeno a la esperanza cristiana.

Si consideramos que la escatología es la teología de la esperanza cristiana, podemos quedarnos con la bella definición moltmaniana: «la inteligencia de la esperanza consiste en que anticipemos el mundo nuevo». La esperanza radicada en la fe y en el amor de Dios en Jesucristo es enormemente creativa y anticipadora del reino de Dios para los hombres. Ambas, tanto la escatología cristiana como la teología de la esperanza, necesitan mostrar vigor en sus claves.

3. CLAVES TEOLÓGICAS DE INTERPRETACIÓN. Sólo el Dios que creó de la nada todas las cosas, y por amor les comunicó ser, vida, amor, inteligencia y espíritu, puede llevarlas a su consumación y plenitud, porque el Dios creador es el mismo Dios consumador. El es el principio y fin de nuestra esperanza. Esto es lo que se advierte en la historia del Antiguo Testamento. Israel es la historia de un pueblo, cuya trama la constituyen la historia de la promesa, del éxodo y de la alianza que después el mesianismo profético, la apocalíptica, los libros sapienciales y martiriales han configurado lentamente en su horizonte escatológico. La gracia de Yavé —del creyente, del pueblo fiel a la alianza— y el amor al prójimo —amor a los pobres en la realización de la justicia y de la misericordia, e incluso, lo más extraordinario, la salvación de las naciones— se revelan como el triunfo definitivo del final de la historia en el único reino de Dios. No es el caos, la ambigüedad ética entre el bien y el mal, la muerte o la nada lo que nos espera, sino el amor triunfante y escatológico de Dios en la resurrección de los muertos y en la vida eterna.

Job (19,25), los salmos místicos (16, 49 y 73), el Cantar de los cantares (8,6-7), o los profetas Oseas (6,1-3) y, sobre todo, Ezequiel (37,1-14) e Isaías (25,6-9 y 26,19), van perfilando esta esperanza ascendente. El apocalíptico Daniel 7 pronostica al final del mundo un reino del Hijo del hombre con carácter de humanidad divina frente a los reinos de las bestias imperantes en la historia. Y en el capítulo 12 augura la resurrección final de todos, aunque con distinta valoración para los justos perseguidos y los injustos perseguidores. Eso mismo aparece en la esperanza diáfana en el Dios de la resurrección de los muertos de los textos martiriales de 2 Macabeos 7 y 12, y sapienciales del justo perseguido, torturado y muerto, pero cuya persona y valor inmortal e incorruptible son garantizados por

Dios como don divino (Sab 1-5). En el vértice de este horizonte escatológico viene a alzarse históricamente Jesús. Y lo que era en Israel una iluminación escatológica, poco a poco alumbrada hasta vislumbrar la promesa de vida más allá de la muerte que se esconde en Dios, se ha convertido de repente —«de una vez para siempre»—, por Jesús de Nazaret, en cumplimiento anticipado con consecuencias imprevisibles.

Este Dios que resucita a los muertos por su Hijo Jesús —el resucitado según el vigor del Espíritu— y el hombre recreado a esta imagen no se pueden avenir con la doctrina de la reencarnación. Este viejo mito redescubierto en Occidente –ahora que ha perdido su esperanza cristiana— por la influencia fascinante del Oriente, no deja de ser un múltiple esfuerzo de salvación del hombre con sus avatares y purificaciones, pero nunca expresará el don escatológico de Dios.

Esta teología de la esperanza, cuyas «promesas de Dios se cumplieron en él [Cristo]» (2Cor 1,20), no supone algo impuesto desde fuera o desde arriba, sino que conecta con las aspiraciones más radicales del hombre —persona, vocación y destino—, e incluso sobrepasa sus mismas capacidades y, sobre todo, sus realizaciones, y le sorprende como don gratuito de Dios. Así le hace decir a Pablo: «Lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó, eso preparó Dios para los que le aman» (1Cor 2,9). Aquí es donde se encuentra la superación y la respuesta razonable frente a las objeciones de la filosofía del secularismo (Feuerbach), del ateísmo y las filosofías de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche) y del agnosticismo y posmodernismo increyente en su base intelectual.

4. CLAVES ANTROPOLÓGICAS. El hombre es un ser abierto y capacitado para vivir en el mundo, para conocer, trabajar, transformar el mundo y humanizarlo –vocación en el mundo–, para vivir en comunidad con los otros –comunión, convivencia, comunidad–. Ha nacido y ha sido educado en una familia; ha sido llamado al amor y a formar otra familia; es miembro de un pueblo, en cuyo quehacer y destino está llamado a participar, procurando su perfección y progreso de índole humana y moral, en convivencia pacífica con los otros pueblos, puesta la mira en la justicia y en el derecho del bien común de todos los hombres. Pero tiene además una relación muy profunda e indeclinable, de carácter totalmente trascendente, con Dios —religión—, que engloba todo y afecta a todas las otras dimensiones mencionadas, sin que les prive de su autonomía propiciada por él. Está llamado a la perfección de esta primordial vocación.

Este hombre, vocacionado por Dios, que tiene como futuro escatológico la vida y la felicidad eternas, que desea, busca, espera y ama con pasión aquí y ahora, y que ya disfruta, en parte como don y en parte como tarea, es a su vez un ser menesteroso, contingente, dependiente, sometido al fracaso, a la enfermedad, al dolor y, finalmente, a la muerte. Está igualmente propenso a la desesperación, a la injusticia, a la corrupción, al desamor, al odio y a la guerra. Siempre le acosa, vallando su existencia, el misterio de la iniquidad y del mal. A estas situaciones, realidades y negatividades humanas, que los humanismos laicistas del siglo pasado y del presente descuidan por amenazantes de sus ideologías salvadoras, responde la esperanza cristiana como salvación de Dios en Cristo.

Esto supone el desarrollo de la paciencia escatológica que Dios tiene con los hombres, que es una especie de amor y de humor salvíficos, que el hombre debe estimar y valorar en su comportamiento con los demás, e incluso consigo mismo, para no caer en la desesperación personal y colectiva. Es la paciencia victoriosa de la cruz amorosa de Jesús, enormemente pasiva y activa al mismo tiempo. Sin lo primero no moriría por nosotros y sin lo segundo no resucitaría para nuestra liberación (cf Rom 4,25).

Con esta paciencia amorosa —componente imprescindible de la esperanza— se debe afrontar al mismo tiempo el carácter dramático del hombre y su historia en el cosmos: sufrimiento, violencia, injusticia, hambre, enfermedades, víctimas inocentes —holocaustos—, guerras, catástrofes de la naturaleza, desastres ecológicos, muerte. El mismo cosmos gime y sufre dolores de parto y aguarda ser liberado de la servidumbre y corrupción del pecado (cf Rom 8,19-21).

Pero el envés de la realidad dramática refleja paradójicamente la responsabilidad del hombre, de los gobernantes y de los pueblos, ante los males y catástrofes del hombre y de la humanidad. La responsabilidad personal toca con el misterio del mal y del infierno. El hombre es libre y responsable de su libertad. Quien busque como proyecto de vida, para asegurarse a sí mismo frente a los demás, la destrucción de la vida de los otros, se pone a sí mismo en peligro real de perder la vida eterna —condenación, infierno—. Tal posibilidad real de perderse o condenarse, está en el hombre por su capacidad de obstinación en el pecado imperdonable. De ahí la advertencia escatológica de Dios a través de los profetas y, sobre todo, de Jesús, el Hijo que revela la gracia absoluta del amor de su Padre y de su propio amor.


II. Centro y
éschaton de nuestra esperanza cristiana

La pascua de resurrección de Jesús ha dado un vuelco: «Antes Jesús predicaba el reino de Dios entre los hombres, y ahora —a partir de la pascua—él mismo es el Predicado» (Bultmann). Ya con antelación había señalado este cambio Orígenes, cuando dijo que Jesucristo era «el mismo reino de Dios» (autobasileia). Y es que Jesús se reveló —y así lo ha dado a conocer Dios, su Padre, a través del Espíritu— no sólo como el mensajero escatológico, el último profeta, sino mucho más: él es parte personal e integral del mismo reino de Dios; es el Dios Hijo, junto con el Padre y el Espíritu. Pero esto no invalida para nada el mensaje y acción escatológicos de Jesús sobre el reino de Dios culminado en su misterio pascual. De hecho, Dios y el mismo Jesús lo avalan para siempre, precisamente por su resurrección, como el único camino de implantación auténtica del Reino hasta que él venga glorioso en su parusía.

A partir de la pascua, pues, el único camino de la esperanza cristiana es vivir el reino de Dios como mensaje y acción evangélicas entre los hombres, tal como Jesús de Nazaret vivió entre nosotros y consta en el evangelio; eso sí: partiendo de su presencia resucitada entre nosotros, y desde la esperanza activa de su venida gloriosa (la parusía).

1. EL CENTRO: EL MISTERIO PASCUAL DE JESÚS. Tanto el anuncio apostólico como las confesiones de fe más primitivas, el bautismo cristiano, los himnos y la liturgia eucarística de la Iglesia, coinciden en manifestar que la pascua de Jesús, su muerte con su resurrección gloriosa, es el acontecimiento decisivo de la revelación de Dios y de la salvación del hombre soteriológica y escatológicamente. A partir de la resurrección, Dios se ha revelado como Abbá, el Padre «que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 4,24; 10,9; etc.), y lo ha constituido «Señor», «Salvador» y «Juez de vivos y muertos».

Por eso, una antigua confesión cristiana recogida por Pablo dice: «Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rom 10,9). Que en Juan se formula: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3,36). El mismo dice de sí: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Juan, en su evangelio, habla menos que los sinópticos de reino de Dios y más de vida eterna; pero ambos conceptos simbólicos, omnicomprensivos de vida y de amor, son idénticos. Pablo sacará inmediatamente la conclusión para sí y para todo cristiano: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). A partir de aquí tiene sentido todo el dinamismo de la vida bautismal y eclesial.

2. EL ÉSCHATON: LA PARUSÍA DE JEsÚs. En la pascua de Jesús se encierra ya la consumación del hombre, de la historia y del cosmos: el que ha muerto por nosotros y ha resucitado de entre los muertos para nuestra justificación y liberación es el que vendrá al final, glorioso. La parusía será la victoria escatológica del juicio de Dios como gracia de Jesucristo que trae la resurrección, la vida eterna, la bienaventuranza a la historia, despojándola de su ambigüedad y desligándola de todo vínculo de injusticia, de mal y de muerte. Esto es el reino de Dios en gloria definitiva, que afectará a la historia de todos los hombres y del cosmos.

De ahí no sólo el papel tan gozoso que la pascua imprimió a la vida y misión evangelizadora de la Iglesia, sino también la expectación jubilosa de la parusía. Así se explica la alegría con la que partían el pan (eucaristía) por las casas los primeros cristianos; el grito jubiloso con el que invocaban a Jesús dentro de la eucaristía: Maranathá —«Ven Señor Jesús» lCor 16,16; Ap 22,21; Didajé 10, 6—y la valentía —parresía— con la que predicaban el evangelio los apóstoles, dispuestos a sufrir cárceles y la misma muerte a causa del Señor Jesús resucitado.

Esta parusía, así de jubilosa y liberadora, que siempre pareció tan cercana a los creyentes de las primeras generaciones y tan lejana a las siguientes generaciones de la historia, es igualmente cercana y lejana para todos. Es la refracción de la cercanía y lejanía de lo eterno de Dios en la resurrección de Jesús, su Hijo, que se revela así en nuestra historia.

Nosotros, y toda la historia de los hombres y del cosmos, recorremos un camino que está entre la pascua y la parusía. Podemos decir que el reino de Dios, en Jesús, ya está entre nosotros, pero todavía no se ha consumado. En medio está el camino del evangelio de Jesús, que media en la historia con todas sus tareas y sus dones, como fermento en la masa, desde la pascua del Espíritu hasta la consumación final. Entre el gozo y el dolor, entre la gracia y el pecado, entre la vida y la muerte, la Iglesia sabe que la tarea de evangelizar la hace más grave y dramática la libertad pecadora de sus propios miembros, y después de todos los hombres y los pueblos en un cosmos todavía no redimido. Pero también sabe que «Cristo ha vencido al mundo» y que está con ella hasta el fin de los tiempos. A esta historia liberadora del evangelio en el mundo hay que sumar la labor positiva de las otras religiones y de tantos hombres de buena voluntad. A todos estos esfuerzos Dios les dará el plus inmerecido, remecido, magnánimo de su consumación y plenitud en su vida divina, por medio de su Hijo.

La esperanza se decanta claramente no por un interés burgués, como la supervivencia o inmortalidad egoísta, por la vida (Feuerbach); ni por un cielo de falsas ilusiones infantiles imposible de alcanzar (Freud); o por un resentimiento y un deseo de venganza contra los triunfadores de este mundo (Nietzsche); sino porque aguardamos a Alguien, no algo. «Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21).


III. Lectura esperanzada de los novísimos

Para leer hoy teológica y catequéticamente los novísimos, tenemos que insertarlos en el centro de la gran esperanza cristiana que, en Cristo, abarca al hombre, a la historia y al cosmos, y que está magníficamente desarrollada por las cuatro constituciones del Vaticano II. Con esas dimensiones universales, comunitaria y cósmica, podemos dar por buena la propuesta de H. Urs von Balthasar que, allá por los años cincuenta, recogiendo el aire renovador de la escatología cristiana y bíblica del tiempo, con carácter más personalista y menos cosista, definía los novísimos centrándolos en Dios y en Cristo: «Dios mismo después de esta vida es nuestro lugar (Agustín). Dios es el fin último de la creación. El es el cielo para quien lo gane; el infierno para quien lo pierda; el juicio para quien él examine; el purgatorio para quien purifique. Es Aquel por quien muere todo mortal y por quien resucita en él y para él. Pero lo es precisamente en el modo como él se vuelve al mundo, en su Hijo Jesucristo, el rostro revelado de Dios y, por lo tanto, la personificación de los últimos fines».

Sabiendo, además, como lo indica uno de los más bellos y directos documentos de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe: «De esa comunión goza plenamente ya quien muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último día" (Jn 6,40)» (Esperamos la resurrección y la vida eterna II, 12 [26.11.1995]). Esta anticipación plena para la persona después de la muerte, es una marca de la fe cristiana y eclesial, que revela la calidad escatológica de nuestra inserción pascual en la muerte y resurrección de Jesús, no sólo en esta vida sino, sobre todo, en la muerte. Como dice Pablo: «Si con él morimos, también viviremos con él».

Toda persona muerta en Cristo entra ya definitivamente en el ámbito de la resurrección gloriosa de Cristo, y participa ya de él. Por eso puede y debe considerarse la muerte del cristiano como una celebración en donde la incorporación escatológica de su persona a la pascua del Señor entra en su fase final, hasta que él venga. Esto no quita que estén pendientes hasta la parusía del Señor el carácter completo, total y pleno de la pascua eterna de Jesús en la historia, todavía abierta, de los hombres. Y que la Iglesia use el lenguaje dogmático de la inmortalidad del alma como representativo de la persona, para hablar de los muertos que resucitarán el último día en la resurrección de la carne. Antes de este acontecimiento consumador ya están beatíficamente con Dios y con Cristo.

En la doctrina del purgatorio no debemos olvidar que el cristiano, por su condición bautismal, está justificado en gracia, pero mantiene todavía una propensión al pecado, y peca en realidad, y a veces hasta de modo diabólico —simul iustus et peccator—. De ahí que deba mantener permanentemente la purificación de todo pecado por medio de la conversión al amor. A medida que crece su maduración e integración en el amor a Dios y al prójimo, más cerca está del amor puro. Para aquellos que no han logrado en vida la plena purificación en este amor de gracia, el purgatorio, lejos de ser un infierno atenuado y pasajero, resulta ser esa maduración e integración en el amor, un paso —no medido por el espacio y el tiempo—para llegar a la plena comunión beatífica con Dios. Una aproximación para comprender lo que significa el purgatorio, sería el papel que juegan en vida el dolor, los sufrimientos, para la formación-maduración de la persona y hasta, en el fondo, el diálogo con la doctrina hinduista de la reencarnación.

Al final uno se puede preguntar: ¿cómo están unidas y cohesionadas estas dos dimensiones de la única escatología cristiana: la personal y la universal? No sabemos ni el cómo ni el cuándo. Pero es, sin duda, en la eternidad del misterio del Dios uno y trino, que supera el ser y el tiempo, y en la resurrección de Jesucristo, verdadera «medida de todas las cosas» —hombre, historia universal, cosmos, vida, muerte, resurrección—, que tiene la clave de la consumación final. Por eso confiamos plenamente en él.


IV. Claves catequéticas

Una aproximación catequética a la escatología puede orientarse en tres direcciones: 1) En primer lugar, si la catequesis debe iniciar armónicamente en la totalidad de la vida cristiana, sus cuatro dimensiones o tareas básicas —iluminación de la fe, animación de la vida, participación en la liturgia, vida apostólica (cf GE 4)— deben estar presentes en la catequesis sobre la consumación final. 2) Además, conviene descender a la escatología concreta para desarrollar objetivos catequéticos específicos. 3) Por último, una catequesis según las edades debe tener en cuenta las experiencias significativas de cada etapa, de modo que la situación vital concreta entre en creativo diálogo con las experiencias cristianas fundantes —aquí las escatológicas— para educar la experiencia del hombre y expresarla como auténtica experiencia cristiana.

1. TAREAS DE LA CATEQUESIS. a) Conocer el misterio de la salvación. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Así cierra la Iglesia su confesión de fe. El credo cristiano tiene su origen en el Dios creador de la vida, su centro en la pascua de Cristo, su plenitud en su retorno glorioso y su final en la resurrección de la carne y en la vida eterna. La fidelidad de Dios a sus promesas ha tenido su cumplimiento en la resurrección de su Hijo, quien por la emisión del Espíritu nos coloca ya en las realidades últimas: como peregrinos hacia la plenitud, en esperanza vivimos la realidad de ser hijos de Dios hasta que se manifieste completamente lo que seremos. La capitalidad escatológica de Cristo supone que el resucitado retornará y desencadenará los acontecimientos últimos. Por tanto, hay teológica y catequéticamente una jerarquía de verdades escatológicas. La venida de Cristo se desarrolla en tres etapas: 1) como siervo en la encarnación; 2) resucitado y presente entre nosotros por la acción del Espíritu; 3) retornado en gloria, vivificando en plenitud —resurrección de los muertos—, dando sentido a la historia —juicio universal—, renovando todas las cosas —nueva creación—.

La parusía es célula generadora de la escatología: manifestación gloriosa y consumación de su obra. Los acontecimientos individuales siguen un proceso que se inicia en la muerte —morir en Cristo libera del miedo—, el juicio individual —en Cristo el hombre encuentra la verdad última de su propia vida—, la posibilidad de purificación —purgatorio como fuego purificador y unitivo—, la hipótesis de la condenación eterna —infierno como cerrazón libre y definitiva al amor de Dios— y la vida eterna —sobria afirmación de contemplación inmediata de Dios por parte del justo—. Para la catequesis es prioritaria esta unificación de todo el mensaje escatológico en torno a Jesucristo.

b) Aprender a orar y celebrar la fe. «Ven, Señor Jesús» —grito de la asamblea en el centro de la plegaria eucarística— es la oración cristológica más antigua. La expectación escatológica ocupaba un lugar privilegiado en la espiritualidad y en el culto de los primeros cristianos. Hoy debemos recuperar la dimensión escatológica de la liturgia, bastante oscurecida incluso después de la reforma conciliar. Si celebramos la actualización de los hechos salvíficos del pasado es para anunciar y anticipar el futuro definitivo: la liturgia como anticipo de la liturgia celestial (cf CCE 1090, 1130). La catequesis litúrgica debe educar —con la misma fuerza que la dimensión pascual— la dimensión escatológica, sobre todo, en la eucaristía como anticipo eminente del Reino (cf GS 38; CCE 1326, 1402-1405). Momentos —poscomunión, aclamación posconsecratoria, etc.— y tiempos privilegiados para acentuar la dimensión escatológica son el adviento, la vigilia pascual, la Ascensión, la solemnidad de Todos los Santos, la conmemoración de los Difuntos, los últimos domingos del año litúrgico, la Asunción y las exequias. La preparación al último tránsito se expresa sacramentalmente en la unción de los enfermos y, particularmente, en el viático (cf CCE 1523-1524).

«Venga tu Reino» es el corazón de la oración dominical. La dimensión escatológica es parte integrante de la oración cristiana, si bien suele figurar de modo tan implícito que merece la pena ser subrayado. En el centro de la espiritualidad cristiana está la tensión escatológica del ya sí, pero todavía no, pues por el bautismo vivimos los valores de allá arriba, en las tareas intrahistóricas esperamos y anunciamos la plenitud de la salvación, y en los dolores y fracasos de la vida mantenemos ardiente la plegaria esperanzada (cf CCE 2816-2821). La catequesis debe educar en las diversas formas de oración: agradecimiento por la vocación a una vida en plenitud; súplica confiada para mantener viva la esperanza; oración solidaria y activa por los dolores del mundo; lectura contemplativa de la vida para descubrir los signos del Reino. De modo particular, la mirada hacia el futuro tiene que aparecer en la relación del creyente con Jesucristo —finalidad propia de la catequesis—, suscitando el deseo de su retorno glorioso. El deseo de ver a Cristo —anhelo vivido intensamente en la tradición cristiana— debe ser educado para que «tengan siempre presente la expectación de Cristo» (cf RICA 19).

c) Ejercitar las actitudes evangélicas. En la predicación y en la catequesis sobre las realidades últimas, la esperanza teologal es la actitud básica y medular. La dimensión personalista de la esperanza subraya la tensión escatológica del ya sí, pero todavía no, como una de las claves fundantes de la moral cristiana y de su educación y desarrollo en la vida del creyente. Sin embargo, alimentar la esperanza no es favorecer un vano optimismo de que todo se arreglará, sino más bien robustecer la certeza de que el mal actual no va a tener la última palabra en el futuro; es avivar la preocupación por el progreso temporal hasta la plenitud en la venida del Señor, así como la relativización crítica de todo progreso. La esperanza escatológica debe enmarcarse en la fe, de donde brota, y en el amor, donde se hace activa. La esperanza brota de la fe en el Dios fiel a sus promesas, de tal modo que la falta de esperanza en la vida eterna denota un debilitamiento de la fe en el Dios de la vida. Por otra parte, la caridad encuentra en la esperanza su sentido y su futuro, pues sólo desde la confianza en el Dios-Amor toda obra de amor germinará en el futuro; así, frente a la caducidad de todo lo humano, la esperanza teologal lleva al cristiano a vivir un amor radical, gratuito y perdurable. La dimensión teologal de la vida cristiana crea una línea de continuidad entre el presente y la plenitud.

En el desarrollo de la vida moral del creyente, la esperanza genera diversas actitudes cristianas: con la vigilancia como actitud básica, descubre que en su vida de fe vive ya de modo anticipado aquello mismo que en el último día logrará ser en plenitud; la esperanza adquiere sentido de paciencia, como expresión típica de la tensión escatológica; la catequesis educa en la lectura creyente de los signos de los tiempos, para capacitar al cristiano a ver los gestos salvadores de Dios en la historia, como anuncio de la salvación definitiva; la invitación a la conversión nace de las palabras de Jesús acerca del fin del mundo y de la posibilidad de cerrarse definitivamente a Dios; el juicio definitivo de Dios debe crear en el creyente la capacidad de juzgar con verdad su propia vida y la de los demás hombres, sabiendo que, en definitiva, sólo Dios puede desvelar la verdad del corazón —insondable y ambiguo— del hombre; el conocimiento del tema del juicio educa en la responsabilidad con los otros, identificando la causa de Jesús con la causa de los pobres.

d) Formar la acción apostólica y misionera. Frente al escapismo espiritualista —salvación sólo del alma— y a la escatología inmanente —el paraíso en la tierra— se alza la esperanza escatológica. La catequesis, pues, debe educar en estas actitudes: la transfiguración de este mundo será, sobre todo, don de Dios, pero también tarea nuestra; la esperanza final debe potenciar el compromiso con el hoy y el aquí; la catequesis descubre la necesidad de comprometerse, desde la fe, en la construcción de un mundo nuevo y mejor, más humano, más fraterno y más de Dios. Con su compromiso, el cristiano está preparando la venida del Señor y la consiguiente consumación de todas las cosas en el reino de Dios. Por otro lado, el todavía no escatológico libera —crítica y proféticamente— al creyente de identificar el reino con cualquier conquista intrahistórica del hombre. Así, el cristiano relaciona y distingue el crecimiento del Reino y el progreso social (cf CCE 2820).

Un capítulo interesante y novedoso es suscitar en clave escatológica el compromiso ecológico y la responsabilidad de verificar la esperanza teologal en la lucha por la justicia y la libertad. El hambre y sed de justicia total —utopía no realizada históricamente— alcanza su cumplimiento en el juicio universal, como iluminación del sentido último de la historia y realización de la plena justicia. Lo mismo debe afirmarse de la lucha por la libertad. El horizonte escatológico potencia y da sentido al presente: en aquel día habrá libertad para todos, libertad y liberación definitiva sobre toda alienación.

2. APROXIMACIÓN CATEQUÉTICA A LAS AFIRMACIONES ESCATOLÓGICAS. a) Parusía. Vertebrada cristológicamente en torno a la parusía de Cristo, la catequesis debe subrayar su carácter de buena noticia para los creyentes y de seria advertencia para los que viven de espaldas a Dios. Por eso, las palabras de Jesús acerca del fin del mundo deben ser escuchadas como invitación a la conversión. Se debe, pues, despertar una actitud de esperanza ante las señales que anuncian el fin: Cristo vence sobre todo lo que destruye el mundo. De igual modo, se ha de alimentar la gozosa esperanza de aguardar al Señor, que no vendrá desde lejos, sino que —presente en lo más hondo de la vida y de la historia— se hará patente y manifiesto a todos.

b) Resurrección de la carne. A partir del pensamiento paulino (cf 1Cor 15), se debe superar el lenguaje dualista, subrayando el carácter escatológico, somático, corporal y cristocéntrico de la resurrección. La catequesis ha de vincular causal y formalmente la resurrección de los muertos a la de Cristo, triunfador de la muerte y artífice de nuestra resurrección: hay resurrección de los muertos porque Cristo ha resucitado. Resucitamos a imagen de Cristo resucitado y como miembros de su cuerpo, lo que significa subrayar la dimensión corporativa, social, eclesial, sacramental y comunitaria de la resurrección. En consecuencia, la catequesis destacará la esperanza de resucitar en la totalidad de la persona y comunitariamente, superando una concepción de la vida eterna desencarnada —sólo del alma—, privatizada —sólo del individuo—, no cósmica —sólo de los humanos—. Se manifiesta así la riqueza del mensaje cristiano sobre la resurrección de la carne —el hombre en su dimensión corporal pero no meramente material o corpuscular, como expresión diáfana del auténtico ser del hombre: resurrección del cuerpo espiritual.

c) Juicio. Entre los objetivos catequéticos a alcanzar en la presentación del tema del juicio, ha de destacarse la vinculación del juicio a la parusía, para que la realidad tremenda del juicio no produzca miedo, sino respeto y consuelo, pues el juez manifestado en gloria es el mismo que se entregó por nosotros: Jesucristo es juez de misericordia y salvación. Desde esta perspectiva hay que situar el argumento central del juicio: el reconocimiento de Jesús en los más humildes. Así, el juicio de Dios debe ser anunciado como el día esperado por el creyente y temido por quien vive de espaldas a Dios y al hermano.

d) Vida nueva o cielo. Tanto en la predicación como en la catequesis, una presentación actualizada del cielo debe acentuar sus aspectos personalistas y comunitarios. En este campo es capital la importancia del lenguaje con expresiones como visión de Dios, vida eterna, divinización, ser con Cristo, estar con Cristo y con los hermanos. Frente a una catequesis que se preocupaba de describir fantasiosamente el cómo de la vida eterna, se ha de destacar la dimensión personal, social y cósmica de la vida nueva: comunión en el ser de Dios, fraternidad de todos con todos —communio sanctorum—, relación armónica con el cosmos; es decir, la persona es divinizada; la sociedad humana deviene comunión de los santos; el mundo, nueva creación.

Frente a viejas disociaciones, la catequesis actual debe explicitar cómo el Reino, ya comenzado, camina hacia su plenitud en Cristo, y cómo dicha plenitud coincide con la de la humanidad y la del mundo: el cosmos actual y la nueva creación se identifican básicamente. La línea de continuidad entre creación y consumación se hace más patente desde la energía del amor divino, que es común a ambas. Consecuencia catequética de esto deberá ser descubrir los signos del Reino ya presente en medio de este mundo, y vivirlos como anticipación y garantía del mundo futuro.

Sobre la situación de los redimidos antes de la resurrección universal, la catequesis debe afirmar con decisión y austeridad que los justos contemplan a Dios cara a cara; la antropología dualista alma-cuerpo tenía la ventaja de ser fácilmente catequizable por partir de una hipótesis simplista (el alma con Dios, el cuerpo en espera de la resurrección); superada esta visión espacio-temporal, hay que buscar nuevas mediaciones catequéticas para expresar sobriamente la situación de los difuntos: muerte y resurrección son acontecimientos distintos y sucesivos, pero no cualitativamente distantes.

e) Muerte eterna o infierno. Entre los objetivos catequéticos de una presentación actualizada del infierno hay que afirmar que la condenación eterna es una posibilidad real del futuro del hombre como ser libre. Esta ha de presentarse como obra de seres totalmente autosuficientes, cerrazón libre y empecinada frente a Dios, resaltando con énfasis que Dios tiene un único proyecto sobre el hombre: la salvación. El infierno —como el mal— no es creación de Dios, sino resultado de la libertad y del pecado del hombre; el infierno, pues, no es obra de Dios. Las palabras de la Escritura sobre el infierno deben explicarse como aviso amoroso de Dios, que quiere evitarnos ese estado definitivo de condena; son una invitación a la conversión; la posible condenación se concreta en el rechazo a Dios, a Jesús, a su Iglesia, a los pobres, a la persona humana.

f) Muerte. Entre las experiencias humanas la realidad insoslayable de la muerte sigue siendo un capítulo privilegiado a la hora de plantear interrogantes y, por tanto, puede generar actitudes de rebeldía o apertura frente a nuestra cultura cerrada en lo inmanente, que ignora la muerte o la presenta sólo como un dato biológico. La muerte puede ser evocada —sobre todo en la precatequesis como una de las preguntas privilegiadas, que están pidiendo sentido: la muerte necesaria por vía de hecho, pero absurda por vía de razón; frente a todos los empirismos, los interrogantes abiertos por la muerte inspiran una visión esperanzada de apertura a alguna forma de trascendencia, que está operando una reflexión, en cierta medida, religiosa. La pregunta sobre la muerte cuestiona la pregunta sobre el sentido de la vida y de la historia, sobre la validez de los imperativos éticos absolutos. Frente al tabú de nuestra cultura ante la muerte, hay que tomar conciencia de que la realidad de la muerte es el mayor enigma de la vida humana: la muerte no sólo como realidad natural sino —desde la fe— como salario del pecado. A su vez, la muerte —algo a lo que progresivamente nos acercamos— relativiza la existencia, revalorizando, a su vez, el tiempo presente y lo inaplazable de esta vida. Por tanto, el hecho de la muerte es algo irreversible —fin de la vida terrena— y fija definitivamente —frente a toda ensoñación reencarnacionista— al hombre en su opción ante Dios.

Un itinerario catequético sobre el tema de la muerte debe seguir estos pasos: el hombre, que forma parte de la humanidad pecadora, es esclavo de la muerte; Jesucristo experimentó la muerte humana no como acto de necesidad, sino de suprema libertad; así, cambiado el sentido de la muerte, el morir cristiano es con-morir con Cristo. El núcleo del mensaje debe centrarse en el anuncio del resucitado como única realidad por la que esperamos salvarnos: él significa y es para nosotros la victoria sobre la muerte –el último enemigo del hombre y del mundo–; sufriéndola voluntaria y obedientemente, Cristo transformó la maldición de la muerte y la situó en tránsito a la vida plena.

g) Purgatorio. La catequesis sobre el purgatorio debe presentar la eventual purificación del justo después de la muerte, relacionando esta situación con la imperfección e inmadurez presente del hombre: el purgatorio se presenta así como proceso de madurez después de la muerte. Debe evitarse absolutamente presentar este estado como un infierno temporal o en pequeño, y hacerlo, más bien, como proceso necesario para que el justo –manchado, inmaduro– pueda entrar en el gozo de la plena comunión de vida con Dios y acceder al misterio de su plenitud humana. La metáfora del fuego puede aprovecharse catequéticamente como fuerza purificadora y unitiva, dolorosa y costosa, semejante a la ruptura con la situación de pecado. En este contexto, se ha de destacar la dimensión pascual de la comunión definitiva con el Señor, subrayando que la pascua no sólo es resurrección, sino también muerte y sepultura.

Superada la imagen local-temporal del purgatorio, el encuentro definitivo con el Señor puede ser presentado como algo traumático y revolucionario, que supone la maduración instantánea de todo el ser del hombre. Con la dimensión personalista de encuentro con Cristo, se ha de destacar la solidaridad en la comunión de los santos, en cuanto que nadie se salva solo; de aquí la fundamentación catequética y litúrgica de los sufragios por los fieles difuntos, que siguen viviendo en comunión orgánica con los miembros —todavía peregrinos— del mismo cuerpo de Cristo.

3. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES: SITUACIÓN Y METODOLOGÍA. a) Infancia y preadolescencia. Hay en el niño experiencias en las que percibe y siente cómo existen cosas, acontecimientos, ilusiones y proyectos que tienen fin, experiencias duras, interpeladoras que piden un sentido. Ante un tema tan difícil, el educador –sin ocultar experiencias frustrantes– ha de iluminarlas progresivamente con delicadeza, sin mentirle, sin fáciles escapismos. El anuncio esperanzado de un más allá pleno y feliz puede conectar con el sentido lúdico del niño: el cielo como la mejor fiesta –sin fin ni separaciones–, gratuita –regalo de Dios–, comunitaria y social –Dios quiere reunir a todos–. Con los mayores no se puede soslayar una referencia al infierno, presentado no como castigo divino, sino como rechazo humano al amor de Dios.

Esta catequesis tiene un buen punto de partida en la expectativa del niño a una vida mejor, sin penas, sin sustos ni dolor; él es consciente de sus limitaciones, se siente atraído por el bien, necesitado de confianza y deseoso de colaborar. La clave afectiva –amistad y cariño hacia Jesús– desarrolla los grandes contenidos catequéticos: estar definitivamente con Jesús; dejarnos amar por su Padre; ser capaces de amar del todo a todos; los difuntos ya están con el Señor y con él velan por nosotros. La catequesis sobre la consumación busca que el niño se sienta invitado a vivir una vida mejor y para siempre, comenzada con su colaboración aquí y ahora. La respuesta cristiana se expresa en el agradecimiento por la llamada a una vida mejor y definitiva, en la súplica para que los hombres acepten esta invitación, en el compromiso por hacer un mundo más bonito.

b) Adolescentes y jóvenes. El adolescente y el joven tienen los ojos puestos en el futuro, siendo esta proyección una dimensión clave de su identidad personal. Junto a los riesgos del cambio, se desarrolla en ellos un ansia ilimitada de felicidad, de plenitud, de realización. Esta mirada confiada en el futuro, en la que el muchacho desea crecer, rechaza instintivamente todo lo que pueda suponer limitación. El joven, a su vez, se da cuenta de su incoherencia e incapacidad para resolver los problemas que le rodean. Esta ambivalencia adquiere su máximo exponente ante el enigma de la muerte: la muerte de la vida, del cosmos, del hombre es la más seria amenaza a las ansias de vivir que en este momento bullen en su corazón. El adolescente vive la contradicción del ansia de vida, de felicidad y de futuro, frente al desconcierto de lo desconocido, de lo extraño. Esta es su doble lectura de los valores ante el futuro. A este respecto, son altamente sugerentes las preguntas con que el Catecismo para preadolescentes. Con vosotros está, sintetiza los interrogantes juveniles: «Siento gran curiosidad por todo lo que se refiere al fin del mundo ¿Qué pasará? Algún día desaparecerá todo. ¿Por qué morir? ¿Será verdad eso de un mundo nuevo? Nada colma mis deseos. ¿Dónde está esa felicidad que tanto anhelo?».

En la catequesis juvenil, el anuncio cristiano de la esperanza definitiva tiene como objetivo educar en la espera confiada de una plena realización personal, comunitaria y cósmica, basada en la seguridad del amor y la acción de Dios en la vida y en la historia, superadora de los temores y desconfianzas que sugiere el futuro. Este objetivo global se diversifica en dos: vivir con esperanza cara al futuro y trabajar por el bien de los hombres aquí en la tierra. Ansia de plenitud y autenticidad moral definen las claves de esta etapa.

c) Adultos. El adulto percibe la vida y la historia con una mirada realista, experimentando cómo es dueño de su vida y, a su vez, cómo esta se le escapa. El valor del realismo y la adecuación a la realidad pueden llevar a la resignación o a la pérdida de horizontes utópicos. El adulto joven, al aparecer las primeras decepciones, puede evadirse de las grandes preguntas, cayendo en la preocupación por lo inmediato, el acomodarse o escabullirse, hasta el cinismo ético. El adulto mayor siente la vida no sólo como plenitud y autorrealización, sino también como desmoronamiento y límite, y es proclive a la desilusión y hasta a la desesperanza. Esta experiencia no queda reducida al ámbito de lo íntimo y de lo privado, sino que alcanza al sentido de la historia y a la posibilidad de un más allá distinto.

Sin embargo, es tiempo privilegiado para el nacimiento de la auténtica esperanza. Entonces el adulto es invitado a superar tanto los optimismos ingenuos como la resignación impotente. El anuncio de las realidades últimas desencadena la apertura a un mundo nuevo –cumplimiento de las promesas divinas, no conquista autónoma del hombre– y anima al trabajo activo y paciente por este mundo, como anticipación y anuncio del Reino. La clave pascual de la esperanza cristiana adquiere en la edad adulta el momento de su madurez; sobre todo cuando las decepciones desmoronan tantas ilusiones, es el momento de penetrar en el sentido pleno del acontecimiento pleno: «Si el grano de trigo no muere...» (In 12,24). Es el momento del alumbramiento definitivo de la esperanza.

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Eliseo Tourón del Pie,
Lucas Berrocal de la Cal y
José Manuel Sacristán Gómez