Seguir a Cristo mas de cerca

Para la oración personal o comunitaria de los catequistas

Una misma copa, una misma suerte[1]

 

– ¡Santiago, rema más aprisa! ¡Vamos, recoged esa red! ¡Tirad más fuerte muchachos!

Desde pequeño me acostumbré a escuchar los gritos y las órdenes de mi padre, Zebedeo, y, junto con mi hermano Juan, aprendí de él el oficio de pescador. Nunca fuimos a la escuela y, como nos criamos en un ambiente de gente ruda, mi carácter se fue volviendo hosco y, a veces, hasta violento.

Nunca podría explicar por qué nos decidimos a seguir a Jesús cuando él nos llamó, ni de dónde sacamos fuerza para abandonar todo lo que hasta ese momento había sido nuestra vida, para emprender junto a él una aventura incierta.

Como era muy aficionado a bromear con nuestros nombres, un día, después de presenciar una bronca entre nosotros, comenzó a llamarnos “hijos del trueno” y a los otros del grupo les hizo gracia nuestro nuevo nombre.

Nuestra familia no comprendía en absoluto la vida que llevábamos, y nos preguntaban en qué iba a parar todo aquello, si íbamos a conseguir algún beneficio económico, o si en aquél Reino del que Jesús hablaba con frecuencia, íbamos a ejercer algún puesto de importancia. La verdad es que, por aquel entonces, tampoco nosotros comprendíamos demasiado lo que estábamos viviendo, y por eso, cuando nuestra madre se plantó un día delante de Jesús y le pidió con descaro que nos diera a Juan y a mí lugares relevantes junto a él en el gobierno de su reino, no nos importó demasiado porque, en el fondo, nosotros mismos lo estábamos deseando.

También Jesús debía darse cuenta porque, en vez de contestarla a ella, se dirigió a nosotros y nos dijo algo que no pude olvidar nunca:

– ¡No sabéis lo que pedís! ¿Podéis beber la copa que voy a beber yo?

– ¡Podemos!, contestamos a la par Juan y yo.

El rostro de Jesús se volvió entonces sombrío y, mirándome fijamente, dijo:

– Sí, vais a beber de mi copa, pero el sitio a mi derecha y a mi izquierda es al Padre a quien corresponde concederlo… (cf. Mt 20, 20-23).

En muchas ocasiones, cuando estábamos a la mesa, yo me acordaba de aquellas palabras sobre «beber de la misma copa» que era un dicho frecuente en nuestro pueblo y significaba la comunicación de un don único, la participación en una misma suerte, la vinculación en un idéntico destino. Pero, según pasaba el tiempo, pensar en ello me producía un escalofrío: me iba dando cuenta de que el cerco se estrechaba en torno a Jesús, y de que su vida, y quizá la nuestra, corrían ya peligro.

 

La hora de compartir su suerte

La última vez que cenamos juntos, pronunció la bendición sobre el pan y sobre el vino con una especial gravedad y, al irnos pasando la copa unos a otros y bebiendo de ella, todos lo hicimos sabiendo que estábamos comprometiéndonos, solemnemente, a compartir la suerte del Maestro.

Lo que ocurrió después, lo recuerdo como momentos de vértigo: la guardia irrumpió en el huerto, lo prendieron y se lo llevaron, mientras nosotros huíamos despavoridos, como ovejas que se dispersan cuando el pastor cae herido.

No fuimos capaces de mantener nuestro juramento, y la copa del sufrimiento y de la muerte tuvo que beberla él solo. Y ¡cómo lloramos por ello después, encerrados en el cenáculo durante aquel sábado interminable!

Cuando se dejo ver y tocar por nosotros, paralizados por el asombro y la incredulidad en la mañana del primer día de la semana, empezamos a comprenderlo todo: había sido constituido Señor, y nos ofrecía de nuevo y de manera definitiva, participar en su suerte de Resucitado, en su vida misma, en la nueva creación que estaba inaugurando. Seguía brindándonos su copa e invitándonos a entrar en comunión con él, a vivir también una existencia entregada por todos.

Hoy estoy en Roma y corren ya rumores de persecución contra nosotros, pero he perdido el miedo: sé de quien me he fiado y estoy convencido de que me dará fuerza cuando llegue la hora de beber, por fin, la misma copa que él bebió. Porque entonces tendré la alegría de entregar la vida derramándola como él, y mi suerte, como la suya, estará segura entre las manos del Padre.

 

Tiempo para la Palabra

Rut dijo a su suegra Noemí:

– No insistas en que te deje y me vuelva. A dónde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; donde tú mueras, moriré yo y allí me enterrarán. Sólo la muerte podrá separarnos. (Rut 1,16-17)

 

Salió el rey David a pie con todo el pueblo y se detuvieron en la última casa; estaban con él todos sus veteranos. Seiscientos hombres que le habían seguido desde Gat, marchaban delante del rey. Y dijo el rey a Ittay el guitita:

– ¿Por qué has de venir tú también conmigo? Vuélvete y quédate con el rey porque eres un extranjero, desterrado también de tu país. Llegaste ayer y, ¿voy a obligarte hoy a andar errando con nosotros, cuando voy a la ventura? Vuélvete, y haz que tus hermanos se vuelvan contigo y que el Señor tenga contigo amor y fidelidad.

Ittay respondió al rey:

– ¡Por vida del Señor y por tu vida, rey mi señor, que donde el rey mi señor esté, para muerte o para vida, allí estará su siervo!

Entonces David dijo a Ittay:

– Anda, pasa (2Sam 15, 7,22)

 

Tiempo para otras Palabras

En torno al término redentor

La palabra hebrea Goel, redentor, liberador, reenvía a una costumbre familiar de Israel, codificada en el Pentateuco para evitar abusos: en caso de asesinato, era el pariente más próximo de la víctima quien estaba encargado de la venganza. Más ampliamente, era el responsable de la protección de los suyos, encargado de salvarlos, defenderlos de la injusticia, liberarlos de la esclavitud, pagando por ellos el rescate, y asegurar la posteridad a quien moría sin hijos (Dt 19, 6-13). En el exilio, el Segundo Isaías presenta a Dios como el goel de Israel: si Dios libera a su pueblo es porque, a causa de la Alianza, ha adquirido vínculos de parentesco, de sangre con él: Yo te auxilio, dice el Señor tu redentor… (Is 41,14).

Decir que Dios es goel es afirmar:

·        Que el pueblo de Dios estaba reducido a una impotencia total y no podía salvarse a sí mismo.

·        Que el Señor se considera a sí mismo como pariente más próximo de su pueblo y reconoce tener hacia él deberes sagrados (es el realismo de la Alianza).

·        Que va a hacer lo necesario para restablecer la situación, para salvar a su pueblo oprimido y sin futuro, e incluso arrancarle de la muerte.

Lo importante es el vínculo familiar que la palabra evoca.

Cuando Jesús dice que ha venido para dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45), afirma que él es el goel, el redentor no sólo del pueblo, sino de la multitud, y por eso no duda en entregar su propia vida. No es bíblica la idea de que la redención consiste en que Cristo ha pagado el rescate al Padre derramando su sangre para aplacar su cólera, o satisfacer su justicia. Un Dios que aceptara herir a un inocente para salvar a los culpables, no tiene nada que ver con el Dios Vivo.

Hablar de redención es hablar de la intervención amorosa y poderosa de Dios que, en Cristo, salva al hombre de lo que lo convierte en escvlavo.

 

Tiempo para Orar

Lo que Jesús pide que hagamos en memoria suya es precisamente lo esencial de la Eucaristía: ofrecer la propia vida al Padre, entregarnos a los demás, “desvivirnos” por ellos (la manera más cotidiana de dar la vida…), romper algo de nosotros para que nazca vida…

Puedes repasar junto a Jesús cómo va tu “actitud eucarística básica”, y preguntarte si la Eucaristía en la que participas la alimenta y fortalece, o si sientes el peligro de asistir a un rito que no te va transformando.

Abre el evangelio y busca alguna palabra, gesto o actitud de Jesús detrás de la cual podría haber dicho: Haced esto en memoria mía… Y habla con él sobre cómo puedes seguir viviendo hoy ese gesto en tu vida concreta, “en memoria suya.

 

Tiempo para Compartir y Celebrar la Fe

Con niños

Para hincar en el signo, se puede poner una copa de cristal llena de vino y explicarlo así:

Aquella noche, Jesús dijo:

– Mi vida es como este vino.

Vuestra vida es también como este vino.

Yo he sido la primera uva

que han pisoteado en el lagar.

Todos nosotros lo somos también

y ahora formamos una familia

como este vino que tenemos delante

y Dios es nuestro Padre,

que nos ama y nos une.

Este vino soy yo.

Somos también nosotros.

 

Yo pongo mis sufrimientos en este vino

para que del dolor nazca la alegría

de ser todos hermanos.

Hoy os invita a comer mi pan y mi vino.

Lo pondremos todo en común

y hablaremos juntos con Dios

que es nuestro Padre bueno.

Poner todo en común y lograr así la unión.

En eso consiste la comunión.

Unir vuestra vida con mi vida

y ponerlo todo en común, compartir,

ser hermanos.

Trabajar para que todo el mundo

sea un mundo de hermanos,

el Reino de Dios, nuestro Padre bueno

J. L. Saborido, Para crecer con Jesús

 Con jóvenes o adultos

·        Se pone sobre la mesa una copa de cerámica con vino, una luz o flores junto a ella y, después de leer la narración, cada uno escribe en una hoja la frase: «Para mí, correr la misma suerte de Jesús es…», y la completa. Se pone en común y se termina con una oración en la que se van leyendo algunos pasajes breves del evangelio, por ejemplo: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve»; «El verdadero pastor da la vida por sus ovejas»; «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos»; «El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza»; «El que quiera servirme, que me siga y, donde yo esté, estará también mi servidor»; «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas»…

Después de cada frase, se deja un momento de silencio y se vuelve a repetir: «Ayúdanos a compartir tu suerte», o «Llévanos contigo adonde vayas», o cantar el estribillo de algún canto (“Señor, contigo iré…”; “Juntos andemos, Señor…”).

Terminar pasando la copa y bebiendo el vino.

·        Se ambienta la sala poniendo un cántaro o un recipiente de barro volcado, se leen las palabras de la consagración del vino, y cada uno expresa lo que significan para él esas palabras, y también el gesto de volcar, derramar, vaciar, entregar, y su relación con la palabra “desvivirse”, que es una manera cotidiana de expresar el dar la vida.


 


[1] ALEIXANDRE, Dolores, Relatos desde la mesa compartida, CCS, Madrid, 1999, pp. 91-98.