A NUESTROS
VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS,
PRIMADOS, ARZOBISPOS Y OBISPOS:
Venerables hermanos, salud y bendición apostólica.
1
EN el campo del Señor, cuyo cultivo está á nuestro cargo por disposición de la
Divina Providencia, ninguna cosa requiere cuidado tan exquisito y trabajo tan
continuado como la defensa de la buena semilla en él sembrada, esto es, de la
Doctrina católica, enseñada por Jesucristo y por los Apóstoles, y á Nos
confiada; no sea que, si se abandona por culpable negligencia ó por cobarde
desidia, mientras duermen (Mt
13,25) los obreros, siembre zizaña en medio del trigo el enemigo
del humano linaje; de donde resulte que, en la época de la recolección, en vez
de grano para guardarlo en las paneras, se halle maleza, que sólo sirve para
arrojarla al fuego. Y á defender la fe (Jud 3), enseñada primeramente á los
Santos, nos exhorta con energía San Pablo, quien escribe á Timoteo (Cf
2Tm 3,1) que guarde el rico
depósito, porque (2Tm
1,14) sobrevendrán tiempos peligrosos, en que se levantarán en la
Iglesia de Dios (2Tm
1,13) hombres perversos é impostores, por medio de los cuales el
astuto tentador se esforzará en corromper las almas incautas con errores
contrarios á la verdad del Evangelio.
2
Y si, como sucede con frecuencia, se vertiesen en la Iglesia de Dios ciertas
doctrinas depravadas, que, aunque opuestas entre sí abiertamente, están, sin
embargo, acordes para denigrar de cualquiera modo la pureza de la,fe católica,
es muy difícil en tal caso dirigir los tiros de nuestra argumentación contra uno
y otro enemigo con prudencia tal, que se vea claramente, no que volvemos la
espalda á ninguno de ellos, sino que rechazamos y reprobamos por iguala
entrambos enemigos de Jesucristo. Y, á veces, se presenta de tal suerte el
error, que fácilmente se encubre la falsedad diabólica con mentiras disfrazadas
bajo cierta apariencia de verdad, corrompiéndose el sentido de los testimonios
con alguna pequeña adición ó variación, y á las palabras que obraban la salud,
por alteraciones á veces ingeniosas, se las hace producir la muerte.
3
Por esta razón debe apartarse á los fieles, singularmente á los que son de
entendimiento rudo y sencillo, de tales caminos peligrosos y resbaladizos, por
los cuales apenas podrán estar en pie ó andar sin caer; ni deben ser guiadas las
ovejas á los pastos por sendas desconocidas, ni proponérseles tampoco ciertas
opiniones particulares, aunque sean de doctores católicos; sino que se les ha de
enseñar la nota certísima de la verdad católica, esto es, la catolicidad, la
antigüedad y la unidad de la doctrina. No pudiendo, además, el pueblo (Cf Ex
19,12) subir al monte adonde desciende la gloria del Señor, pues el que traspase
los límites para verle perecerá, deberán los doctores señalar al pueblo los
límites dentro de sus facultades, para que sus conversaciones no anden errando
fuera de lo que es necesario ó sumamente útil á la salvación, y los fieles sean
obedientes al dicho del Apóstol (Rom 12,3): Que no intentéis saber más de lo que
se debe saber, sino que habéis de saber con moderación.
4
Estando bien persuadidos de esto los Romanos Pontífices, nuestros predecesores,
pusieron todo su cuidado, no sólo en cortar con la espada del anatema las raíces
venenosas de renacientes errores, sino también en impedir el curso á ciertas
opiniones que subrepticiamente venían introduciéndose, las cuales, ó por su
exageración impedirían en el pueblo cristiano frutos riquísimos de la fe, ó por
su proximidad á error podrían perjudicar á las almas de los fieles. Por tanto,
después de haber condenado el Concilio de Treñto las herejías que en aquel siglo
habían intentado obscurecer la luz de la Iglesia, y de haber puesto mucho más
evidente la verdad católica, habiéndose como desvanecido las tinieblas del
error; considerando los mismos Predecesores nuestros que aquella sagrada
Asamblea de toda la Iglesia había procedido con tan prudente criterio y con tal
moderación, que se abstuvo de reprobar las opiniones apoyadas en autoridades de
doctores eclesiásticos, determinaron se escribiese otra obra, según la mente del
mismo Santo Concilio, que comprendiese toda la doctrina, según la cual habrían
de instruirse los fieles, y que estuviese completamente exenta de todo error,
cuyo libro publicaron con el nombre de Catecismo Romano, siendo por esto muy
dignos de alabanza por dos razones. Porque, por una parte, encerraron en él la
doctrina común en la Iglesia y libre de todo peligro de error; y por otra,
porque la expusieron con palabras muy claras, para que fuese enseñada
públicamente al pueblo, siguiendo de este modo el precepto de Cristo, nuestro
Señor, que mandó á sus Apóstoles (Cf. Mt 10,27) dijeran á la luz del día lo que
Él les había dicho de noche, y que lo que se les había dicho al oído, lo
predicasen desde los terrados; y conformándose con su Esposa, la Iglesia, de
quien son estas palabras (Ct 1,6): Dime dónde pasas la siesta al medio día;
porque, en donde no fuere medio día y no hubiese una luz tan clara que
manifiestamente se conozca la verdad, con facilidad se admite por ella la
mentira por su semejanza con aquélla, puesto que en la obscuridad difícilmente
se distingue de la verdad. Sabían perfectamente que antes hubo y que después
habría quienes atraerían á las ovejas, prometiéndoles pastos más abundantes de
sabiduría y de ciencia, adonde muchas acudirían, porque (Pr 9,17) las aguas
hurtadas (ó deleites prohibidos) son más dulces, y el pan tomado d escondidas es
más sabroso. Con el fin, pues, de que la Iglesia no estuviese incierta, andando
engañada tras de los rebaños de sus compañeros, los cuales también andaban
errantes, por no estar apoyados en principio alguno cierto de verdad, (2Tm 3,7)
estando siempre aprendiendo, sin arribar jamás al conocimiento de la verdad; por
esta razón dispusieron que se enseñase al pueblo cristiano solamente las cosas
necesarias y sumamente útiles para salvarse, las cuales se hallan expuestas
clara y sencillamente en el Catecismo Romano.
5
Pero este libro, compuesto con no pequeño trabajo y celo, aprobado por general
asentimiento y recibido con los mayores encomios, ha sido en los tiempos
presentes poco menos que arrebatado de las manos de los párrocos por el amor á
la novedad, enamorándose de diversos Catecismos, que de ningún modo pueden
compararse con el Romano; de donde se originaron dos males: el uno, haber casi
desaparecido la uniformidad en el modo de enseñar, produciéndose cierto
escándalo en las almas sencillas, que se figuraban no estar ya en (Jn 11,1) la
tierra de un solo lenguaje y de unos mismos pensamientos; y el otro, haber
nacido contiendas de los diversos y varios métodos de enseñar la verdad
católica; y de la emulación, al andar diciendo uno que (1Tm 3,15) seguía á
Apolo, otro á Cefas y otro á Pablo, nacían divisiones en el juicio y grandes
discordias; y no creemos pueda haber nada más pernicioso que estas acres
disensiones para disminuir la gloria de Dios, ni más perjudicial para destruir
los frutos que los fieles deben sacar de la Doctrina cristiana. Por consiguiente
, para poner término á estos dos males de la Iglesia, consideramos necesario
volver á la misma enseñanza, de donde' hacía tiempo habían apartado al pueblo
cristiano, unos con muy poco sano juicio, y otros llevados de soberbia,
juzgándose los más sabios de la Iglesia; y resolvimos recomendar de nuevo este
mismo Catecismo Romano á los pastores de las almas, para que, del mismo modo con
que antiguamente fue confirmada la fe católica, y fortalecidas las almas de los
fieles con la doctrina de la Iglesia, que (3) es columna de la verdad, por ese
mismo modo las aparten ahora también, todo lo posible, de las opiniones nuevas,
que no tienen á su favor ni el común asentimiento ni la antigüedad. Y para que
este libro se pudiera adquirir más fácilmente y resultase mejor corregido de los
errores que se habían introducido por defecto de los'editores, hemos procurado
se publique de nuevo en Roma, con el mayor cuidado, según el ejemplar que
publicó nuestro predecesor San Pío V, por decreto del Concilio Tridentino; el
cual, traducido en lengua vulgar, y publicado por orden del mismo San Pío V, en
breve saldrá otra vez á luz, impreso igualmente por nuestro mandato.
Y es cargo Nuestro, venerables Hermanos, procurar que sea recibida por los
fieles esta obra, que en tiempos tan trabajosos para la república cristiana os
ofrece nuestro cuidado y diligencia, como remedio muy oportuno para librarse de
los engaños de las malas opiniones, y para propagar y afirmar la verdadera y
sana doctrina. En virtud de lo cual, este libro, que los Romanos Pontífices
quisieron proponer á los Párrocos como norma de la fe católica y de la enseñanza
cristiana, para que se manifestase unánime el consentimiento hasta en el modo de
enseñar la doctrina, os le recomendamos ahora muy especialmente, venerables
Hermanos, y os exhortamos en el Señor con no menor encarecimiento que mandéis á
todos los que tienen la cura de almas se rijan por él para instruir á los
pueblos en la verdad católica, con lo cual se conseguirá restablecer así la
unidad de la enseñanza, como la caridad y concordia de los espíritus. Pues es
vuestro deber mirar por la pureza en todas las cosas que están verdaderamente á
cargo del Obispo; el cual, por esto mismo, debe procurar con mayor cuidado en
que nadie, procediendo con soberbia por causa de sus honores, promueva cismas,
rompiendo los lazos de la unidad.
7
Ningún fruto provechoso, sin embargo, ó muy pequeño, será el que den estos
libros, si los que han de exponerlos y explicarlos á los fieles son poco idóneos
para la enseñanza. Y así importa muchísimo que elijáis para este ca,rgo de
enseñar al pueblo la Doctrina cristiana personas, no solamente dotadas de
conocimientos en las ciencias eclesiásticas, sino mucho más que se distingan por
su humildad, por su práctica en la santificación de las almas y por su caridad.
Porque el mérito de la enseñanza cristiana no está en la afluencia de palabras ,
no en la habilidad para discutir, ni en el deseo de alabanza y gloria, sino en
la humildad verdadera y afectuosa. Pues hay quienes se distinguen por sus
grandes conocimientos, pero que desdeñan el trato con los demás, y, cuanto más
saben, tanto más les disgusta la virtud de la concordia, á los cuales advierte
la misma Sabiduría por medio del Evangelista (Mc 9,49): Tened en vosotros sal de
sabiduría y prudencia] y guardad la paz entre vosotros; porque de modo tal se
debe tener la sal de la sabiduría, que se conserve con ella el amor al prójimo y
desaparezcan nuestros defectos. Y si de la aplicación á la ciencia y del celo
por el bien del prójimo se entregan luego á las discordias, tienen sal sin paz,
lo cual no es efecto de virtud, sino señal de reprobación; y cuanto más saben,
tanto más delinquen; á los cuales condena la sentencia del apóstol Santiago por
estas palabras (Jc 3,14): Mas si tenéis un celo amargo, y reina en vuestros
corazones el espíritu de discordia, no hay para qué gloriaros y levantar
mentiras contra la verdad • porque no es ésta la sabiduría que desciende de
arriba, sino más bien una sabiduría terrena, animal y diabólica; porque donde
hay tal celo y espíritu de discordia, allí reina el desorden y todo género de
malas obras; por el contrario, la sabiduría que desciende de arriba, además de
ser honesta, es también pacífica, modesta, dócil, inclinada á todo lo bueno, muy
misericordiosa y abundante en excelentes frutos de buenas obras, que no se mete
á juzgar, ni es hipócrita.
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Y en tanto que á Dios rogamos con espíritu humilde y contrito derrame en
abundancia sobre los esfuerzos de nuestro celo é ingenio su bondad y
misericordia, para que la discordia no perturbe al pueblo cristiano, y para que,
en unión de paz y caridad de espíritu, tengamos todos una misma aspiración,
alabando y glorificando todos solamente á Dios y á Jesucristo, Señor nuestro, (Rm
16,16) os saludamos, venerables Hermanos, con el ósculo santo; y á todos
vosotros, é igualmente á los fieles todos de vuestras Iglesias, os damos muy
tiernamente la bendición apostólica.
Dado en nuestro Palacio Pontificio de Castel Gandolfo, día 14 de Junio de 1761,
año tercero de nuestro Pontificado.