3500 CAPITULO V Quinto 
mandamiento del Decálogo
No matarás. (
Ex 
20,13)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL 
MANDAMIENTO
Jesucristo asegura en su Evangelio 
que los pacíficos son bienaventurados, porque serán llamados hijos de Dios (
Mt 
5,21). Este mero recuerdo bastará 
para engendrar en el corazón de los cristianos un profundo respeto al quinto 
mandamiento, que, imponiendo la obligación de la fraternidad, concordia y paz 
entre todos los hombres, se convierte en el gran pacificador de nuestras almas.
Puede colegirse también la extraordinaria importancia de este precepto de otro 
hecho bíblico: la primera prohibición que impuso Dios a los hombres 
supervivientes, después del diluvio universal, fue esta: Yo demandaré vuestra 
sangre, que es vuestra vida, de mano de cualquier viviente, como la demandaré de 
mano del hombre, extraño o deudo (Gn 
9,5). Y ésta fue la primera ley del 
Antiguo Testamento, recordada por Cristo en el Evangelio: Habéis oído que se 
dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo as 
digo... (Mt 5,21).
Ley de capital trascendencia para el sumo de todos los intereses del hombre-el 
derecho a la vida-, que Dios tutela al prohibir en este mandamiento el 
homicidio.
Aceptémosla, pues, con corazón alegre y agradecido, puesto que todos y cada uno 
nos encontramos incluidos y protegidos en ella. Conminando terribles castigos 
contra sus transgresores, procuró la bondad infinita de Dios que nadie ofendiese 
ni dañase a ninguno de sus hermanos.
 
II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO
Dos aspectos distintos presenta 
también este mandamiento:
a) Negativamente, prohibe matar (1).
b) Positivamente, impone la caridad, la concordia y la paz con todos, aun con 
los enemigos (2).
III. ASPECTO NEGATIVO
A) Excepciones
En cuanto al primer aspecto, notemos que el precepto no prohibe de manera 
absoluta toda clase de muerte.
1) No prohibe, ante todo, matar a los animales, puesto que el mismo Dios 
permitió al hombre alimentarse de sus carnes (3).
San Agustín escribió a este propósito: La expresión "no matarás" no se refiere a 
los vegetales, a quienes falta toda facultad sensible; ni a los animales 
irracionales, que de ningún modo están ligados con el hombre (4).
2) En segundo lugar, entra dentro de los poderes de la justicia humana el 
condenar a muerte a los reos. Tal poder judicial, ejercido conforme a las leyes, 
sirve de freno a los delincuentes y de defensa a los inocentes.
Dictando sentencia de muerte, los jueces no sólo no son reos de homicidio, sino 
más bien ejecutores de la ley divina, que prohibe matar culpablemente. Éste es, 
en efecto, el fin del precepto: tutelar la vida y la tranquilidad de los 
hombres; y a esto exactamente deben tender los jueces con sus sentencias: a 
garantizar con la represión de la delincuencia esta tranquilidad de vida querida 
por Dios. El profeta David escribe: De mañana haré perecer a todos los impíos de 
la tierra y exterminaré de la ciudad de Dios a todos los obradores de la 
iniquidad (
Ps 100,8) 
(5).
3) Por la misma razón no pecan los soldados que en guerra justa combaten y matan 
a los enemigos. Siempre que su móvil no sea la codicia o la crueldad, sino el 
deseo y la tutela del bien público (6).
4) Ni, por supuesto, constituyen pecado las muertes ejecutadas por expreso 
mandato de Dios. Los hijos de Leví no pecaron de hecho cuando dieron muerte por 
orden del Señor a millares de personas; más aún, Moisés alabó su acción: Hoy os 
habéis consagrado a Yave, haciéndole cada uno oblación del hijo y del hermano (Ex 
32,29).
5) Tampoco falta contra este mandamiento quien involuntariamente, y no por 
deliberado propósito, ocasiona la muerte a otro. El Deuteronomio dice: He aquí 
el caso en que el homicida que allí se refugie tendrá salva la vida: si mató a 
su prójimo sin querer, sin que antes fuera enemigo suyo, ni ayer ni anteayer. 
Así, si uno va a cortar leña en el bosque con otro y, mientras maneja con fuerza 
el hacha para derribar el árbol, salta del mango el hierro y da a su prójimo y 
le mata (Dt 19,4-5).
A tales muertes, ejecutadas involuntaria e inconscientemente, no puede 
imputárseles culpa alguna. San Agustín dice: Nadie piense que se nos puede 
imputar como culpa lo que hacemos por el bien y por lo lícito, aunque se 
siguiere contra nuestra voluntad cualquier mal (7).
Puede haber culpa, sin embargo, en casos semejantes: 
a) Cuando el homicida involuntario intenta una acción ilícita ().
b) Cuando la muerte involuntaria es fruto de negligencia, imprudencia o de no 
haber considerado atentamente todas las circunstancias.
6) Por último, es evidente que no quebranta la ley el que, habiendo antes puesto 
todas las cautelas posibles, se ve obligado a matar a otro en legítima defensa 
(8).
B) Prohibiciones
Aparte de las excepciones señaladas, el mandamiento prohibe taxativamente toda 
otra muerte, cualquiera que sea la cualidad del homicida, del muerto y del mismo 
acto homicida.
1) Por lo que respecta a la persona del homicida, a ninguna exceptúa el 
mandamiento: ni a los ricos o poderosos ni a los superiores o padres. A todos 
indistintamente prohibe Dios matar, sin diferencia o distinción alguna personal.
2) Si atendemos a quienes pueden ser muertos, tiene
igualmente el mandamiento una extensión universal; no hay hombre, por abyecta o 
baja que sea su condición, que no quede tutelado por esta divina ley. Ni está 
permitido a nadie quitarse la propia vida, de la que en modo alguno podemos 
considerarnos dueños absolutos. Por esto no dice el Señor: No matarás a otro, 
sino simplemente: No matarás.
3) Finalmente, por lo que respecta al modo mismo de muerte, no existe tampoco 
excepción alguna. No sólo está prohibido matar con las propias manos, con 
espadas, piedras, palos, lazos y venenos, sino también con los consejos, ayudas, 
concurso o cualquier otro modo. Los judíos llegaron a interpretar el mandamiento 
divino como si sólo estuviera prohibido el matar con las propias manos. El error 
es evidente, si pensamos que todos los preceptos divinos tienen un valor de 
índole espiritual, obligándonos no sólo a conservar las manos materialmente 
limpias, sino también el corazón. El Evangelio dice que ni siquiera nos está 
permitido el dejarnos dominar por la ira: Hebéis oído que se dijo a los 
antiguos: no matarás..., pero yo os digo que todo el que se irrita contra su 
hermano será reo de juicio; •el que le dijere "raca" será reo ante el Sanedrín, 
y el que le dijere "loco" será reo de la gehenna del fuego (Mt 
5,21-22).
El Señor ve culpa, por consiguiente, en la simple ira contra un hermano, aunque 
ocultemos este resentimiento en lo más íntimo del corazón. Quien, además, cede 
al impulso de la pasión y manifiesta su ira externamente, comete un pecado más 
grave; y mucho más aún si la ira se transforma en injuria y violencia del 
prójimo. Siempre, naturalmente, que no exista causa justificada. Es justificado 
y permitido por Dios el enojo con que reconocemos y corregimos las faltas de 
nuestros subordinados (9).
Pero, en todo caso, la ira del cristiano no debe ser nunca explosión iracunda de 
su sensibilidad herida, sino exigencia del Espíritu Santo, cuyos templos somos, 
en los que habita Jesucristo (10).
Hay otros muchos pasajes en el Evangelio en los que el Señor se refiere a la 
perfecta observancia de este precepto: Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y 
diente por diente. Pero yo os digo: no resistáis al mal, y si alguno te
5. QUINTO MANDAMIENTO
abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar 
contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si alguno te 
requisara para una milla, vete con él dos (Mt 
5,38-41).
C) El homicidio
De todo lo dicho puede colegirse cuan frecuentes son las faltas contra este 
mandamiento y cuan inclinados somos los hombres, si no a matar con las manos, sí 
al menos a pecar con el corazón contra los propios hermanos.
Por esto la Sagrada Escritura insiste frecuentemente en los remedios que hemos 
de usar contra esta peligrosa tendencia. Y son numerosas las llamadas de Dios 
contra la monstruosa gravedad del homicidio (11).
A tal grado llega esta divina abominación, que manda el Señor matar a los mismos 
animales que de alguna manera hubieran dañado a los hombres (12), y quiere que 
nosotros sintamos un profundo horror a la sangre, para que siempre sepamos 
conservar limpias las manos y puro el corazón de este pecado.
Todo homicida debe ser considerado como un verdadero enemigo del género humano y 
un siniestro profanador de la creación; tratando de suprimir al hombre-rey de 
todas las criaturas y por quien, según afirma el mismo Dios (Gn 
1,26), fueron hechas todas las 
cosas-, pretende destruir la universal obra de Dios.
Más aún, el Génesis nos dice que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios (Gn 
9,6). Pretender, pues, matarle 
violentamente, equivale a querer levantar las manos contra el mismo Dios y 
destruir su imagen visible. La Sagrada Escritura se refiere amargamente a los 
homicidas: Corren sus pies al mal y se apresuran a derramar sangre (Ps 
13,3). Este derramar sangre nos dará 
una idea de la abominable maldad del delito; y ese correr sus pies es figura 
expresiva del espíritu diabólico que impulsa al homicida.
 
IV. ASPECTO POSITIVO
A) Caridad fraterna
Lo que el Señor nos manda substancialmente en este mandamiento es que tengamos 
paz con todos (13). Jesús nos dice en el Evangelio: Si vas a presentar una 
ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, 
deja allí tu ofrenda ante el altar; ve primero a reconciliarte con tu hermano y 
luego vuelve a presentar tu ofrenda (
Mt 
5,23-24).
Sin excepción alguna, hemos de amar con caridad a todos los hermanos en virtud 
de esta ley, expresión luminosa del amor. San Juan nos recuerda: Quien aborrece 
a su hermano, es homicida (1 Jn 3,15). No es el odio, sino la caridad y el amor, 
lo que Dios nos preceptúa.
CUALIDADES DE LA CARIDAD.-
La caridad, con todas sus 
expresiones y con todas sus cualidades:
1) Caridad paciente, que dice San Pablo (
1Co 
13,4). La paciencia es también un 
precepto divino inherente al quinto mandamiento; aquella paciencia por la que, 
se gún el Señor, salvaremos nuestras almas (Lc 
21,19).
2) Caridad benigna, dice también el Apóstol (1Co 
13,4). Es también deber nuestro la 
beneficencia en su sentido más amplio: socorrer a los pobres con lo necesario, 
dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo, hacer 
siempre el bien con tanta mayor generosidad cuanto más apremiante sea la 
indigencia.
Benignidad y caridad mucho más meritorias cuando no se sabe distinguir entre 
amigos y enemigos. Jesucristo nos dice: Amad a vuestros enemigos y orad por los 
que os persiguen (Mt 
5,44). Y San Pablo añade: Si tu 
enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciendo 
así amontonáis carbones encendidos sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal, 
antes vence al mal con el bien (Rm 
12,20-21).
B) Otras virtudes
Por último, radicando siempre en la ley general de la caridad, nos prescribe el 
mandamiento la práctica de la mansedumbre, amabilidad y otras virtudes 
similares.
C) Perdón de las ofensas
Pero la expresión más sublime de la caridad, y en la que de modo especial hemos 
de procurar ejercitarnos, es la concesión del perdón al enemigo, considerándole 
como hermano. La Sagrada Escritura insiste particularmente sobre este deber, 
llamando bienaventurados a los que lo cumplen (14), afirmando que serán por ello 
perdonados sus propios pecados (15) y declarando que no conseguirán la remisión 
de sus culpas quienes rehusen practicar este deber (16).
El apetito de venganza está tan enraizado en el corazón del hombre, que no 
siempre, ni aun siquiera los cristianos, llegamos a persuadirnos de que el 
perdón de las ofensas es un estricto deber religioso. El santo Evangelio, en 
cambio, y la doctrina de los Padres son bien tajantes y expresivos en esta 
materia. Será preciso recurrir, cuando fuere necesario, a la autoridad de estos 
testimonios para confundir la terquedad y dureza de quienes se dejan dominar por 
los ardientes deseos de venganza.
Tres cosas, sobre todo, deben subrayarse:
1) El que se sienta agraviado, debe pensar que, bien analizado el fenómeno en 
sus últimas raíces, la causa principal de la ofensa no recae precisamente en la 
persona del ofensor. Recordemos las palabras del santo Job, tan cruelmente 
injuriado y atacado por sus enemigos y por el demonio: Desnudo salí del vientre 
de mi madre y desnudo tornaré allá. Yavé me lo dio: Yavé me lo ha quitado (Jb 
1,21).
La lección es bien clara: todo cuanto sufrimos en esta vida, o viene 
directamente de Dios o es permitido por Él, Padre y Autor de toda justicia y 
misericordia. Designios amorosos de Dios, que no nos castiga como a enemigos, 
sino que nos corrige como a hijos (17).
Bien consideradas todas las cosas, los que llamamos ofensores o enemigos, en el 
fondo no son más que instrumentos en manos de Dios. Es cierto que un hombre 
puede odiar a otro y desearle toda clase de males; pero, en realidad, no puede 
dañarle, si Dios no lo permite. Por esta profunda persuasión soportó serenamente 
José las vejaciones de sus hermanos (18) y por idéntica razón toleró David las 
injurias que le infirió Saúl (19).
Es muy interesante la reflexión de San Juan Crisósto-mo a este propósito: Cada 
uno-dice-es causa de su propio mal; quienes se creen injuriados o maltratados 
por otros, deberán pensar que las injurias de fuera y las lesiones externas no 
son el verdadero mal; éste consiste más bien en las bajas pasiones internas del 
odio, envidia y sed de venganza, que ellos mismos alimentan dentro del alma 
(20).
2) El saber perdonar las injurias recibidas nos reporta dos insignes ventajas: 
a) La primera reside en la promesa de Cristo: Si vosotros perdonáis a otros sus 
faltas, también os perdonará a vosotros vuestra Padre celestial (Mt 
6,14); prueba evidente de lo mucho 
que agrada a Dios este acto de virtud.
b) En segundo lugar, quien sepa perdonar adquirirá una perfección y nobleza que 
le hará, en cierta manera, semejante al mismo Dios, que hace salir el sol sobre 
los malos y buenos y llueve sobre justos e injustos (Mt 
5,45). 3) Son gravísimos los males e 
inconvenientes en que incurren quienes niegan el perdón a sus enemigos.
El odio es siempre un pecado grave, y es gravísima culpa insistir en él con 
pertinacia. Los dominados por él se vuelven sedientos de venganza; y la 
esperanza de vengarse del adversario les tiene día y noche en tal alboroto de 
sangre e ira, que su mente no cesa de maquinar la muerte y toda clase de actos 
delictivos. De ahí lo sumamente difícil que resulta hacerles comprender lo 
razonable que es perdonar las injurias y olvidar los insultos recibidos; con 
razón se ha comparado su corazón a la herida que aun conserva clavada la flecha.
Son muchos, además, los pecados que siguen al odio, como eslabones obligados. 
San Juan escribía: El que aborrece a su hermano está en tinieblas, y en 
tinieblas anda sin saber adonde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos (1Jn 
2,11).
Viene así a convertirse su odio en verdadero foco de miserias morales: juicios 
temerarios, palabras injuriosas, acciones de ira, movimientos de cólera, 
envidia, maledicencia..., no sólo contra su personal enemigo, sino contra toda 
su familia, parientes y amigos.
Por esta germinación de males se ha llamado al odio el pecado diabólico (21): 
porque el demonio fue homicida desde el principio (Jn 
8,44). Y Cristo nuestro Señor llamó a 
los fariseos, que tramaban su muerte, hijos del diablo.
D) Remedios contra el pecado del odio
La Sagrada Escritura señala también los remedios oportunos contra el pecado del 
odio:
1) El primero y más eficaz es el ejemplo de Cristo. Condenado por sus 
enemigos-no obstante su absoluta inocencia (22), flagelado, coronado de espinas 
y clavado en una cruz, Jesús perdonó a sus enemigos con aquellas palabras llenas 
de misericordia: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 
23,34). Con razón escribió San Pablo 
que su sangre vertida habla mejor que la de Abel (He 
12,24).
2) El segundo remedio que señala la Escritura es la constante memoria de la 
muerte y de! juicio: En todas tus obras, acuérdate de las postrimerías y no 
pecarás jamás (Si 7,40).
Recordemos que hemos de morir--más pronto quizás de lo que pensamos-, y que en 
aquella hora suprema sentiremos necesidad de recurrir a la misericordia de Dios. 
Este recuerdo constante de la misericordia divina bastará para apagar en 
nosotros todo sentimiento de ira y venganza, pues no hay camino ni medio más 
eficaz para conseguir el perdón misericordioso de Dios, que el saber perdonar 
generosamente las propias injurias y pagar con amor a quien nos las infirió.
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NOTAS
 
(1) El que hiera mentalmente a otro, será castigado con la muerte (Ex 
21,12). Habéis oído que se dijo a los 
antiguos: No matarás; el que matare, seca reo de juicio. Pero yo os digo que 
todo el que se irrita contra su. hermano, será reo de juicio; el que le dijere "raca" 
será reo ante el sanedrín, y el que le dijere "loco" será reo de la gehenna de 
fuego (Mt 5,21-22).
(2) Pero ahora deponed también todas estas cosas: ira, indignación, maldad, 
maledicencia y torpe lenguaje. No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre 
viejo con todas sus obras y vestios del nuevo, que sin cesar se renueva, para 
lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay 
griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o 
libre, porque Cristo lo es todo en todos (Col 
3,8-11); cf. Ep 4,2ss). 
(3) Cuanto vive y se mueve (animales) os servirá de comida (Gn 
9,3). Santo Tomás dice (Contra 
Gentiles, el 12 n.7) que el hombre puede usar de todos los animales libremente, 
incluso matándoles, sin que por ello les haga injuria alguna, ya que Dios les 
crió para servicio del hombre: Le diste (al hombre) el señorío... sobre las 
ovejas, los bueyes, todo juntamente, y sobre todas las bestias del campo, las 
aves del cielo, los peces del mar... (Ps 
8,7-9). Claro está que no tenemos 
derecho a maltratarles porque sí; esto sería una crueldad repugnante. Pero, 
absolutamente hablando, puesto que los animales fueron puestos por Dios a 
nuestra disposición, éstos no tienen derecho a exigirnos nada. De ellos podemos 
valemos para cualquier oficio que redunde en nuestro provecho, e incluso 
matarles, con tal de que lo hagamos obrando como seres racionales, no por 
crueldad o ensañamiento, pues también de estas acciones deberemos dar cuenta a 
Dios. 
(4) SAN AGUSTÍN, De civ. Dei, 1.1 c.20: ML 41,35. 
(5) Ha sido doctrina constante en la Iglesia católica que el Estado puede 
imponer la pena de muerte a ciertos crímenes graves para tutelar el orden y la 
seguridad de los ciudadanos. Santo Tomás, refiriéndose a la pena de muerte 
impuesta por sentencia judicial, dice que "tal género de muerte no es 
homicidio". En el Antiguo Testamento es impuesta la pena de muerte a ciertos 
crímenes: El que derramare la sangre humana por mano de hombre, será derramada 
la suya (Gn 9,6). 
El que hiere mortalmente a otro, será castigado con la muerte (Ex 
21,12 
Ex 14,23). 
Con la misma pena se castiga la inmolación de los hijos a los dioses falsos (cf. 
Lv 20,2-3). La respuesta de Jesucristo a Pilato presupone que el Estado tiene 
derecho a condenar a muerte a los criminales (cf. Jn 19,10-11), porque, según 
dice San Pablo, la autoridad es el ministro de Dios, vengador para castigo del 
que obra el mal (Rm 
13,4). El argumento que se aduce para 
probar este derecho del Estado puede resumirse en estas palabras: así como el 
individuo tiene derecho a defender su vida, incluso matando al adversario que 
intenta quitársela, de idéntica forma el Estado tiene derecho a defenderse 
contra los enemigos externos (la guerra) y contra los enemigos internos (pena 
capital) que con sus crímenes amenazan tirar por tierra la seguridad social. Se 
funda esta doctrina en el postulado de la justa defensa, siempre que por otro 
medio no puede repelerse al injusto agresor (cf. nota 8). En este caso, como 
dice Santo Tomás, "la ejecución de un malhechor es lícita, pues tiene por fin el 
bienestar de toda la comunidad" (2-2, q.64, a.3). Sin embargo, hay algunos que 
niegan la licitud de la pena capital, fundados en un principio falso; creen que 
el crimen es una enfermedad hereditaria, o cuando menos, nacida del ambiente en 
que se vive, negando así que el acto criminal sea perfectamente voluntario. Para 
estos autores, la cadena perpetua es peor aún que la pena de muerte. Pensamos 
que esto no es exacto, pues mientras se vive, se conserva alguna esperanza y aun 
puede preverse algún posible indulto. Pero, aun concediendo mayor gravedad a la 
cadena perpetua, podemos responder que, si el Estado tiene derecho a imponer un 
castigo más duro que la pena de muerte, hay que concluir necesariamente que 
también tiene derecho para imponer esa pena. Es cierto que, en algunas naciones 
de Europa-Bélgica, Holanda, Italia, Portugal, Rumania, etc.-y en algunos estados 
de Norteamérica, está abolida la pena de muerte, con resultados muy discutibles. 
Desde luego, esta abolición nada prueba en contra de la licitud a imponerla. A 
lo sumo, puede seguirse que el Estado suspende temporalmente el ejercicio de un 
derecho. 
(6) La Iglesia católica, aunque cree que la guerra es una de las peores 
calamidades que puede caer sobre un pueblo, sin embargo, si es justa, no la 
condena, antes sostiene que es lícita y moral. Así condenó el pacifismo de los 
cuáqueros, que no entendían la compatibilidad de la guerra y el cristianismo. 
Mas, por otra parte, condena también el principio pagano de que una nación tiene 
derecho a agredir a otra siempre y cuando le convenga. Hay guerras justas, y en 
tal caso la declaración de la guerra es lícita. Para ello se requieren las 
siguientes condiciones: a) Que los derechos de un Estado sean violados por otro 
Estado o, cuando menos, estén en grave peligro de ser violados. b) Que la causa 
que motiva la guerra sea proporcionada a los males que se prevé han de seguirse. 
c) Que hayan sido agotados todos los medios para llegar a un acuerdo pacífico. 
d) Que haya esperanzas fundadas de que una declaración de guerra mejorará la 
situación. Si estas condiciones exigidas por los moralistas católicos para 
justificar la guerra se cumpliesen siempre-rarísima vez se han cumplido-, las 
guerras serían un fenómeno extraordinario. 
(7) SAN AGUSTÍN, Ep tst. 47 Publicolae: ML 33,187. 
(8) "La causa de legítima defensa contra agresor injusto excluye por completo el 
delito, si se ejercita con la debida moderación; en otro caso, solamente 
disminuye la imputabilidad, así como también la causa de provocación" (CIC 
2205). Ésta es la doctrina vigente en 
la Iglesia católica; las condiciones necesarias para que la muerte del injusto 
agresor sea lícita son: a) Que el mal inferido para repeler la agresión no 
exceda les límites de la estricta defensa. b) Que no sean rechazadas en la 
práctica con defensa occisiva las injurias verbales; lo contrario sería un 
abuso. c) Que el daño que infiere el agresor sea muy grave y moralmente 
presente. Como daño muy grave se considera la pérdida de la vida, la lesión del 
pudor, la mutilación o deformación grave de los miembros principales, la pérdida 
de los bienes de fortuna en gran valor. d) Que el daño sea injusto, aunque lo 
sea tan sólo materialmente; por esta razón es lícita la agresión occisiva contra 
un borracho o un loco que guardase las demás condiciones de injusto agresor. 
(9) Cf. Ep 4,26; Ps 4 y 5. 
(10) Cf. Ep 3,17. 
(11) Caín, después de haber matado a Abel, oye la voz de
Dios, que le dice: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está 
clamando a mí desde la tierra (Gn 
4,10). Cf. Ex 21,12 y Lv 24,17. 
(12) Y ciertamente yo demandaré vuestra sangre, que es vuestra vida, de mano de 
cualquier viviente (Gn 
9,5); Si un buey acornea a un hombre 
o a una mujer y se sigue la muerte, el buey será lapidado; no se comerá su 
carne... (Ex 21,28).
(13) A ser posible y cuanto de vosotros depende, tened paz con todos (Rm 
12,18). 
(14) Cf. Ps 7,5: Rdo 78,2- Mt 5.4.9.44; 6,14; Mc 11,25-26; Lc 6,37-38; Ac 7,59; 
Ep 4,32; Col 3,13. 
(15) Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no 
seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis 
absueltos. Dad y se os dará... (Lc 
6 
Lc 36-38).
(16) El que se venga, será víctima de la venganza del Señor, que le pedirá 
exacta cuenta de sus pecados (Si 
28,1). Pero, sí no perdonáis a los 
hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt 
6,15). 
(17) No desdeñes, hijo mío, las lecciones de tu Dios; no te enoje que te 
corrija, porque al que Yavé ama le corrige, y aflige al hijo que le es más caro 
(Pr 3,11-12).
(18) Pero no os aflijáis y no os pese haberme vendido para aquí, pues para 
vuestra vida me ha traído Dios aquí antes de vosotros. No sois, pues, vosotros 
los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo (Gn 
45,5-8). 
(19) David dijo a Abisaí y a todos sus seguidores: Ya veis que mi hijo salido de 
mis entrañas busca mi vida; con mucha más razón ese hijo de Benjamín. Dejadle 
maldecir, pues se lo ha mandado Yavé (2 Re. 16,11). 
(20) SAN JUAN CRISÓSTOHO, Quod nemo laedatur nisi a seipso: MG 52,459-480. 
(21) En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: el que no 
practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano (1 Jn 
3,11). 
(22) Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura y fue en la muerte igualado 
a los malhechores; a pesar de no haber en él maldad, ni haber mentira en su boca 
(Is 53,9).