1100
CAPITULO X "Creo en el perdón de los pecados"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

El hecho mismo de ver enumerada entre los artículos de la fe la verdad del perdón de los pecados, no nos permite dudar que en ella se encierra un misterio no sólo divino, sino necesario para conseguir la salvación. La vida cristiana - lo hemos repetido ya más veces - se alimenta esencialmente de la fe en los dogmas contenidos en el Símbolo.

Y para confirmar esta verdad - ya de suyo evidente- tenemos un testimonio explícito de nuestro Salvador. Ppco antes de su ascensión, presentándose un día en medio de los apóstoles, les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras y les dijo que así estaba escrito: que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos y que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por ]erusalén (Lc 24,45 Lc 47) (206).

Si los sacerdotes consideran detenidamente estas palabras, fácilmente advertirán que - siendo deber pastoral de su sacerdocio el enseñar a los fieles todas las verdades religiosas - aquí se trata de una obligación especial impuesta por el mismo Señor.

II. "CREO EN EL PERDÓN"

A) La Iglesia tiene verdadera potestad de perdonar pecados

Conviene precisar, ante todo, que en la Iglesia no sólo se llevó a cabo una vez por obra de Cristo aquella remisión de los pecados que había profetizado Isaías: El pueblo obtendrá el perdón de sus iniquidades (Is 33,25), sino que en ella se encuentra de una manera permanente la potestad de perdonar pecados. Y hemos de creer que por esta potestad se remiten y perdonan realmente los pecados, siempre que los sacerdotes hacen uso legítimo de los poderes recibidos de Cristo.

B) Por el bautismo

La remisión de los pecados tiene lugar primeramente en el bautismo, cuando el alma profesa por vez primera la fe. Con el agua bautismal se nos concede un perdón tan amplio, que queda borrada toda culpa - ya sea original, ya personal por comisión u omisión voluntaria - y remitido todo reato de pena.

C) En virtud de las "llaves del reino"

Sin embargo, con la gracia bautismal no queda libre nuestra naturaleza de sds debilidades (207). Más aún: son muy pocos los bautizados que en esta lucha contra la concupiscencia, estimuladora continua del pecado, puedan resistir con tanta energía o defenderse con tanta vigilancia, que consigan siempre evitar todas las heridas (208).

Se imponía, pues, una potestad de remitir los pecados por otro medio distinto del bautismo. Por eso Cristo entregó a la Iglesia las llaves del reino de los cielos, en virtud de las cuales pudiese perdonar a cualquier pecador arrepentido los pecados cometidos después del bautismo hasta el fin de su vida.

En el Evangelio tenemos clarísimos testimonios que confirman esta verdad. Cristo dijo a Pedro: Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mt 16,19). En otra ocasión: En verdad os digo: cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo (Mt 18,18). Y en San Juan cuando el Señor sopló sobre los apóstoles: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,22 Jn 23).

III. "DE LOS PECADOS"

Todo pecado

Esta potestad de la Iglesia no está limitada a determinadas especies de pecados; no existe ni puede imaginarse delito tan enorme que no pueda ser perdonado por la Iglesia, como tampoco existe hombre tan infame y malvado que, si verdaderamente se arrepiente de sus pecados, no tenga esperanza cierta de perdón (209).

Ni está limitada tampoco esta potestad a un tiempo determinado. En cualquier momento que un pecador quiera volver arrepentido al buen camino, debe ser bien acogido; lo dijo explícitamente Cristo cuando Pedro le preguntó sobre las veces que había de perdonar: No digo i/o hasta ¡siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,21-22).

IV. MINISTROS DEL PERDÓN

Cristo puso limitaciones, en cambio, respecto a los ministros de esta divina potestad. No quiso concederla a todos, sino solamente a los obispos y sacerdotes. Y dígase lo mismo en cuanto al modo de ejercerla: sólo puede ejercerse por medio de los sacramentos y usando la fórmula prescrita. Ni la misma Iglesia tiene derecho de remitir de otro modo.

De donde se sigue que, tanto los sacerdotes como los sacramentos, son meros instrumentos para la remisión de los pecados; por medio de ellos, Cristo nuestro Señor, autor y dador de la salvación, obra en nosotros el perdón de las culpas y la justificación.

V. LA IGLESIA PERDONA EN EL NOMBRE DE DIOS

Convendrá también hacer resaltar la amplitud y dignidad de este perdón concedido por Dios a las almas por medio de su Iglesia. Amplitud propia del poder divino, el único que puede perdonar pecados y transformar a los hombres de pecadores en justos. Esta consideración nos obligará a admirarle respetuosamente y nos enseñará a recibirlo con ardientes sentimientos de piedad.

La remisión de los pecados sólo puede realizarse en virtud del infinito poder de Dios. El mismo poder que creemos ser necesario para la creación del mundo y para la resurrección de los muertos (210).

San Agustín observa que es mucho mayor prodigio hacer justo a un hombre pecador que sacar de la nada el cielo v la tierra (211).

Y con San Agustín todos los Santos Padres afirman unánimemente que sólo Dios puede perdonar los pecados de los hombres, y que obra tan maravillosa a nadie puede atribuirse sino a su divina bondad c infinito poder. El mismo Señor dice por boca del Profeta: Soy yo, soy yo quien por amor de mí borro tus pecados y no me acuerdo más de tus rebeldías (Is 43,25).

Hablando de remisión de pecados, puede establecerse un paralelismo perfecto con las deudas: así como nadie puede remitir la deuda más que el acreedor, del mismo modo, estando nosotros obligados a Dios por los pecados - todos los días oramos: Perdónanos nuestras deudas (Mt 6,12)-, es evidente que nadie fuera de Él puede perdonárnoslos.

Este admirable poder no fue concedido jamás a ninguna criatura antes de Cristo. Por primera vez lo recibió Él, en cuanto hombre, de su Padre: Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados, dijo al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa (Mt 9,6 Mc 2,9). Y, habiéndose hecho hombre para otorgar a los hombres el perdón de sus pecados, el Redentor, antes de ascender a los cielos para sentarse eternamente a la diestra del Padre, transmitió este poder a los obispos y sacerdotes en la Iglesia (2l2). Mas notemos de nuevo que Cristo perdona los pecados por propia virtud, mien tras que los sacerdotes lo hacen sólo como ministros suyos

Es claro que, si todcs los prodigios obrados por la divi na omnipotencia son grandes y admirables, éste es, entre todos, el más precioso concedido a la Iglesia por la misericordia de Jesucristo.

VI. RECONOCIMIENTO ESPERANZADO DE LA INFINITA MISERICORDIA DE DlOS

Del mismo modo con que la bondad paternal de Dios ha establecido sean remitidos los pecados de los hombres, suscitará en nuestras almas sentimientos de la más viva admiración ante la grandeza del prodigio.

Quiso Dios que nuestros pecados fuesen expiados desde la cruz por la sangre de su Hijo unigénito (213), de manera que Él pagase voluntariamente la pena merecida por nuestras culpas: el Justo, condenado por nosotros pecadores; el Inocente, padeciendo muerte cruel por los culpables (214).

Cada vez que pensemos que hemos sido rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha (
1P 1,18), comprenderemos que no pudo Dios concedernos nada más precioso ni nada más saludable que esta potestad remisiva del pecado; don que descubre toda la misteriosa providencia de un Dios lleno de amor hacia nosotros.

Es necesario, pues, que todos sepamos sacar de este don infinito todos los frutos posibles. Porque, si voluntariamente pecamos, después de recibir el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados (
He 10,26). Cualquiera que ofende a Dios con pecado mortal, pierde instantáneamente los méritos que consiguió de la pasión y muerte del Salvador y la posibilidad de entrar en aquel reino que la sangre de Cristo nos mereció y abrió (215).

El recuerdo de la inmensa miseria de nuestra naturaleza no podrá menos de estremecernos seriamente. Pero, si pensamos en este admirable poder concedido por Dios a su Iglesia y, confortados por la fe de este dogma, creemos que a todos y cada uno se ofrece la posibilidad de retornar - con la ayuda de la gracia - a su antiguo estado de dignidad espiritual, nos sentiremos impulsados a saltar de gozo y a entonar en lo íntimo del alma un canto de profunda gratitud al Señor.

Si cuando estamos gravemente enfermos nos parecen preciosas y agradables las medicinas que la ciencia prescribe y prepara, ¿cuánto más estimables no deberán parecer - nos los remedios espirituales que la divina sabiduría ha instituido para curar nuestras almas y restaurar nuestra vida cristiana? Tanto más cuanto que éstos encierran, no una dudosa esperanza de curación, como las medicinas del cuerpo, sino una indudable certeza de salud para quienes quieren ser curados.

VII. EL USO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Conocidas las sublimes ventajas de este beneficio, procuremos aprovecharnos de él con toda devoción. El no hacer jamás uso de un don, no sólo útil, sino necesario, supondría un evidente desprecio del mismo; desprecio tanto más inexplicable cuanto que Cristo concedió esta potestad a la Iglesia para que todos nos aprovecháramos de tan saludable remedio.

Porque así como nadie puede reconquistar la inocencia sin el bautismo, igualmente quien quiera recuperar, después del bautismo, la gracia perdida por el pecado mortal, necesariamente ha de recurrir al sacramento de la penitencia.

Mas el hecho de que el beneficio del perdón se nos haya concedido con tal amplitud y generosidad no debe inducirnos a pecar más fácilmente o a demorar el arrepentimiento. En el primer caso, evidentemente culpables de irreverencia y desprecio hacia esta potestad, nos haríamos indignos de la divina misericordia (216). En el segundo, temamos seriamente no nos sorprenda la muerte de improviso como meros creyentes de una remisión de pecados que nosotros mismos convertimos culpablemente en imposible e inútil (217).
______________________

NOTAS

(206) Setenta semanas están prefijadas sobre tu pueblo y sobre tu ciudad santa para acabar las ttansgresiones y dar fin al pecado, para expiar la iniquidad y traer la justicia eterna, para sellar la visión y la profecía y ungir una santidad santísima ().

Darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre ]esús, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21).

Al día siguiente vio venir a Jesús y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1,29).

Sabed, pues, hermanos, que por Éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la ley de Moisés no podíais ser justificados (Ac 13,38).

(207) "Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el bautismo..., no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa, sea anatema...

Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten si virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo" (C. Trid., ses.V cn.5: D 792).

(208) Siento otra ley en mis miembros, que repugna la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros (Rm 7,23).

(209) Absolutamente hablando, no hay pecado que no pueda ser perdonado por Dios o por la Iglesia, que absuelve en nombre y con la potestad de Dios. La misericordia divina es infinita, y quiere que todos los hombres se salven.

Jesucristo nos habla, sin embargo, del pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero (Mt 12,31-32). ¿Quiere esto decir que son imperdona bles tales pecados?

Es evidente que no. Ya en el siglo m, los novacianos pretendieron limitar a la Iglesia el poder de perdonar, y fueron condenados por el papa Cornelio. De ellos escribía San Agustín: "Fueron excluidos de la Iglesia y se hicieron herejes. Nuestra piadosa madre la Iglesia siempre es misericordiosa, por graves que sean los pecados cometidos". También Tertuliano enseñó, antes que éstos, que la Iglesia no tiene poder para perdonar ciertos pecados, tales como la idolatría, el asesinato y el adulterio; y tuvo que salirle al paso el Papa Calixto (D 43). Posteriormente quedó de una manera clara el pensamiento de la Ialesia en numerosos Concilios y Decretos (cf. D 424 430 464 671 699 840 894 896 911...).

¿Cómo entender, pues, el citado texto evangélico y otros pasajes parecidos de San Pablo? (He 6,4-6). El pecado contra el Espíritu Santo va directa y conscientemente contra la verdad; y como de ella ha de venir la salud (reconocimiento y confesión humilde de la culpa), el que la impugna se cierra a sí mismo la puerta de la salvación, y así viene a ser su pecado irremisible. Semejantes pecadores rehusan descaradamente el arrepentimiento, a pesar de las gracias que Dios les está constantemente dispensando. No pueden alcanzar el perdón, porque ni lo piden, ni cumplen los requisitos necesarios para obtenerle: cerrados en su soberbia, se nieqan a postrarse delante de Dios y a reconocerse pecadores. Tal fue el caso de los fariseos, que rechazaban a sabiendas los milagros obrados por Tesús para probar su divinidad, y los atribuyeron maliciosamente a Belce - bú, príncipe de los demonios.

(210) ¿Cómo habla así éste? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? (Mc 2,7).

Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra poder para perdonar los pecados, dijo al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vete a casa (Mt 9,6).

(211) SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de San Juan, 72; ML 35,1822-1824.

(212) A quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,23).

(213) Y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús (Rm 3,24).

Y de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra, el que nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre (Ap 1,5).

En quien tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según la riqueza de su gracia (Ep 1,7).

(214) Porque también Cristo murió una vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarlos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu (1P 3,18).

(215) ¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios (1Co 6,9-10).

He aquí que vengo preso, y conmigo mi recompensa, para iar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin. Bienaventurados ios que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que aman y practican la mentira (Ap 22,12-15).

(216) y no digas: Grande es su misericordia: Él perdonará sus muchos pecados: porque, aunque es misericordioso, también castiga, y su furor caerá sobre los pecadores. No difieras convertirte al Señor y no lo dejes de un día para otro (Si 5, 6-8).

(217) Dichosos los siervos aquellos a quienes el amo hallare en vela; en verdad os digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa y se prestará a servirles. Ya llegue a la segunda vigilia, ya a la tercera, si los encontrare así, dichosos ellos. Vosotros sabéis bien que, si el amo de casa conociera a qué hora habría de venir el ladrón, velaría y no dejaría horadar su casa. Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre (Lc 12,37-40).