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40. YA ESTÁ BROTANDO
 

  1. Un gran profeta, que vive entre los desterrados de Babilonia, anuncia el final del destierro. Será un nuevo éxodo, llegará como la primavera: No recordéis lo de antaño, ni penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? (Is 43,18-19). Esta buena noticia aparece en la segunda parte de Isaías (40-55), en el libro de la consolación, atribuido al Segundo Isaías. Entender su mensaje implica identificar una situación (el destierro), unos destinatarios (Jerusalén, los desterrados), una voz que clama (el profeta que está al servicio de la palabra de Dios).

  2. El libro de la consolación se sitúa en pleno siglo VI a. C. entre el año 553, en que el rey persa Ciro (Is 45,1-8;41,1-5;48,12-15) empieza sus campañas, y el 539, en que se rinde Babilonia. Estos años se caracterizan por la  decadencia del imperio babilónico y la aparición de un nuevo imperio, el persa. Ambos hechos, relacionados entre sí, atraen la atención del profeta desterrado. Ciro es abierto y tolerante: ¿estará cerca el final del destierro?  ¿Habrá un nuevo éxodo?

  3. Las dificultades son enormes. La palabra de Dios se enfrenta a Babilonia, la soberbia, poderosa y criminal, la que dice: “Yo y nadie más” (Is 47,7-8). La palabra de Dios se enfrenta también a los dioses imperiales, que son una tentación para Israel: Pagan a un orfebre para que les haga un dios, al que adoran y ante el cual se postran (46,6). Por todas partes hay templos, estatuas, liturgias grandiosas, presenciadas por enormes gentíos. La mayor dificultad es la crisis del pueblo creyente: Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa (40,27), me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado (49,14). Sólo unos pocos tienen la puerta abierta a la esperanza.

  4. En este contexto, se alza una voz: Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de la mano del Señor castigo doble por sus pecados (40,1-2). El tiempo del destierro no es un tiempo perdido. La fe se despierta en medio de la dificultad.  Se escriben los libros históricos, desde Josué hasta los Reyes. Se escribe el texto sacerdotal, que relata la obra de Dios desde la creación hasta la muerte de Moisés. Tanto los libros antiguos como los nuevos están en el centro de las reuniones comunitarias. Pues bien, se acerca la caída de Babilonia, el final del destierro. Como antaño se abrió un camino en el mar, ahora se abre un camino en el desierto, que separa a los desterrados en Babilonia de la propia tierra, de Jerusalén: En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro sea rebajado; que se vuelva lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria del Señor, y toda criatura a una lo verá, pues la boca del Señor ha hablado (40,3-5).

  5. Pero ¿quién es el que habla en nombre de Dios? Un profeta desterrado, que encarna la figura de siervo,  servidor o colaborador del Señor. En su canto primero (Is 42) Dios mismo le presenta y le sostiene: He aquí mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido a quien prefiero. El siervo tiene el don del espíritu y una misión que cumplir: He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará. Lealmente hará justicia; no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho y su instrucción atenderán las islas. La misión del siervo no tiene fronteras. Ha de implantar el derecho y la ley de Dios, dar a conocer su voluntad, hacer justicia. No se impondrá por la fuerza ni avasallará, pero tampoco se callará ni desmayará. El siervo, colaborador de Dios y obra de sus manos,  cumple un destino recibido de Dios: Yo, el Señor, te he llamado en justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas.

  6. En el segundo canto (Is 49) la misión del siervo, que aparentemente es un fracaso, llega a los confines de la tierra: ¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! El Señor desde el seno materno me llamó, desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre. Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano me escondió; me hizo como saeta aguda, en su carcaj me guardó. Me dijo: Tú eres mi siervo (Israel) de quien estoy orgulloso. Pues yo decía: Por poco me he fatigado, en vano e inútilmente mi vigor he gastado... La llamada del Señor alcanza las raíces de la propia existencia. La boca del siervo, que proclama la Palabra, es espada afilada y saeta aguda, un arma para cerca y para lejos, un arma utilizada por el Señor en el momento oportuno. Por un tiempo, la espada está escondida en la sombra de su mano y la saeta guardada en su aljaba. Pero no es tiempo perdido ni el trabajo es inútil. El fracaso del siervo es sólo aparente. No se trata sólo de reunir a las tribus de Jacob. Su misión alcanza a los confines de la tierra: Te voy a poner por luz de las gentes para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra. Dios prepara en el escenario de la historia un acontecimiento universal, visible para todas las naciones.

  7. En el tercer canto (Is 50) el siervo aparece con la misión de escuchar y anunciar una palabra alentadora, a pesar de los golpes que pueda recibir: El Señor me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos. El siervo tiene lengua de discípulo. Con su palabra, que recibe del Señor, sostiene al cansado. Cada mañana está pendiente del Señor, que le despierta el oído. Desterrado y lleno de vejaciones, azotado, escupido y abofeteado, sabe obedecer al Señor, sabe aguantar: Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos. El siervo  mantiene su confianza en el Señor, sabe que acabará triunfando de sus perseguidores. Por eso pone su cara como el pedernal.

  8. En el cuarto canto (Is 53) del siervo se habla en tercera persona. Ha sido arrebatado, asesinado, como cordero llevado al matadero: Creció como un retoño delante de él, como raíz en tierra árida. No tenía apariencia ni presencia... Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro.  El siervo toma sobre sí el pecado humano, que se hace patente en su propio sufrimiento: Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz... Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca. Tras arresto y juicio fue arrebatado y de sus contemporáneos ¿quién se preocupa? Sin embargo, el mismo Dios, que hizo fecundo el seno de Sara, dará descendencia a su siervo: Verá descendencia, alargará sus días y lo que plazca al Señor se cumplirá por su mano... justificará a muchos. Abandonado en manos de Dios, el siervo consigue lo que no consiguieron los holocaustos y sacrificios.

  9. Pero ¿de quién se trata? Eso es lo que pregunta el eunuco, cuando se encuentra con Felipe. Felipe pertenece al sector griego de la comunidad de Jerusalén. Como el Evangelio, el sector griego ha hecho un barrido de leyes y sobre ese sector recae especialmente la persecución: Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra (Hch 8,4). Pues bien, en este contexto, un mensajero, un ángel del Señor, habló a Felipe diciendo: Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza (8,26). Se levantó y partió. El eunuco, etíope, alto cargo, ministro del tesoro, hombre piadoso, volvía de adorar en Jerusalén, sentado en su carro, leyendo la Biblia. El Espíritu (sin mediación alguna) le dice a Felipe: Acércate y ponte junto a ese carro (8,29). Felipe corrió hasta él y le oyó leer al profeta Isaías. Le dijo: ¿Entiendes lo que vas leyendo? El contestó: ¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía? Y rogó a Felipe que subiese y se sentase con él. El pasaje de la Escritura que iba leyendo era éste: Fue llevado como oveja al matadero... (Is 53,7). El eunuco preguntó a Felipe: ¿De quién dice esto el profeta? ¿De sí mismo o de otro? (Hch 8,34). Felipe entonces, partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la buena nueva de Jesús. Todo lo que ha sucedido ese día tiene un sentido, nada ha sucedido por casualidad. La clave de todo es Jesús, el Señor, crucificado precisamente en ese lugar de donde vuelve el eunuco de peregrinación.

  10. Jerusalén está dormida, aletargada, ha bebido la copa de la ira y el cáliz del vértigo, está cautiva: ¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén! Tú, que has bebido de mano del Señor la copa de la ira, el cáliz del vértigo lo has bebido hasta vaciarlo (Is 51,17), ¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! Porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros. Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión. Porque así dice el Señor: De balde fuisteis vendidos y sin plata seréis rescatados (Is 52,1-3).

  11. El mensajero anuncia la buena noticia, la acción de Dios, la salvación, la liberación: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia  salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios! El Señor abre un camino en medio del destierro. Por tanto, es preciso salir de Babilonia: ¡Fuera, fuera, salid de allí! ¡No os contaminéis! ¡Salid de en medio de ella, manteneos limpios, portadores del ajuar del Señor! No saldréis apresurados ni iréis a la desbandada, pues va al frente de vosotros el Señor (52,11-12).

  12. La ciudad santa está arruinada y sin habitantes, pero el Señor anuncia su reconstrucción: Pobrecilla, azotada por los vientos, no consolada, mira que yo asiento en carbunclos tus piedras y voy a cimentarte con zafiros. Haré de rubí tus baluartes, tus puertas de piedras de cuarzo y todo tu término de piedras preciosas (54,11-12). El Señor responde a sus quejas y lamentaciones: ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegaren a olvidar, yo no te olvido. Mira, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente (49,15-16).

  13. Jerusalén es la ciudad, pero también la esposa. Ayer desolada, abandonada y estéril, escucha ahora una promesa maravillosa. Va a tener que hacer sitio para los hijos que le vienen de todo el mundo. Su esposo está ahora con ella para siempre: ¡Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido los dolores; que más son los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada, dice el Señor. Ensancha el espacio de tu tienda (Is 54,1-2).   

  14. La misión de Jesús se abre bajo el signo del Segundo Isaías. La palabra misma  evangelio, buena noticia (Mc 1,1) procede en gran parte del profeta que anuncia el final del destierro. Juan el Bautista, el precursor, se presenta con estas palabras: Una voz grita: En el desierto preparad el camino del Señor (Mt 3,3). El anciano Simeón, que espera la consolación de Israel (Lc 2,25), ya puede morir en paz. La figura del siervo se cumple plenamente en el bautismo (Mc 1,11), transfiguración (9,7),  muerte y resurrección de Jesús. El nacimiento de la Iglesia es contemplada así: Levantaré la tienda caída de David (Hch 15,16).

  15. Hace cuarenta años, cuando maduró en Juan XXIII la convocatoria del concilio, no fue como fruto de una prolongada reflexión, sino como la flor de una inesperada primavera. Poco a poco después, por aproximaciones sucesivas, hemos ido recuperando la experiencia comunitaria de los Hechos de los Apóstoles y así han ido apareciendo los rasgos más simples y más puros de la Iglesia naciente. A pesar de las dificultades y resistencias, que han sido muchas, la renovación no es una palabra vana, sino algo que ya está brotando, ya está en marcha, ya estamos viviendo. Sin esta renovación – pendiente aún a gran escala – la Iglesia aparece como nada a los ojos de muchos (Ag 2,3), sin la fecundidad del grano de mostaza (Mt 13,32), envejecida, sin vida, sin esperanza. Como aquel olmo viejo que cantara A. Machado, de tronco carcomido y polvoriento: “No será cual los álamos cantores / que guardan el camino y la ribera, / habitado de pardos ruiseñores”.

  16. La palabra de Dios, que en su momento determina la vocación de Jeremías, sigue siendo actual. El profeta contempla como símbolo y señal una rama de almendro, el primer árbol que florece y así anuncia la primavera: Así soy yo, dice el Señor, atento a mi palabra para cumplirla (Jr 1,11-12).  La palabra de Dios trae la primavera. Por eso, también yo “quiero anotar en mi cartera / la gracia de la rama florecida. / Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera”.  

    * Para la reflexión personal y de grupo:

-  estamos en Babilonia, en situación de destierro

-  hemos salido ya

-  estamos en Jerusalén, levantamos la tienda

-  participamos en la función del siervo

-  ensanchamos el espacio de la tienda

-  damos gracias por la rama florecida