Ester: una lectura al revés

Dionisio Byler

 

SEUT-Facultad Abierta de Teología, Madrid

A medida que pasan los años con mi hábito matinal de lectura bíblica, cada vez más me doy cuenta de que la Biblia es un libro sofisticado. Fue escrita por gente sumamente inteligente y llena de creatividad humana. Gente con sentido de humor y de ironía, capaz de indirectas políticas, insinuaciones y guiños de ojo. Interpretar la Biblia correctamente requiere, estoy convencido, una enorme capacidad para leerla entre líneas procurando situarse en el pellejo de sus autores y sus contemporáneos.

El libro de Ester es un buen ejemplo del caso. Abre con un capítulo que tiene todas las apariencias de sobrar, de estar de más. Con lo caros que eran los pergaminos, con lo trabajoso que resultaba escribir y hacer copias a mano, una a una, ¿por qué dedicar todo un capítulo a un personaje tan ajeno a la trama principal del libro como lo es Vasti, la reina consorte anterior a Ester? El libro de Ester podía haber empezado perfectamente con el concurso de belleza (o más bien la real desfloración en serie de las vírgenes más selectas del reino) que conduce a su elección como reina consorte.

Volvemos entonces al texto del capítulo uno por ver si leyendo entre líneas descubrimos un sentido escondido, un mensaje «al revés», que la superficie del texto pareciera ignorar. Y descubrimos allí el deleite del autor ante las ironías de la vida. Porque Vasti es despedida como reina consorte por osar pensar por cuenta propia en cuanto a pequeñas cuestiones domésticas; pero Ester, su sucesora, pensará por cuenta propia acerca de los asuntos del reino. Vasti no se presenta ante el rey Asuero cuando su presencia ha sido requerida, pero Ester se presentará ante él cuando su presencia no ha sido requerida, tramando a escondidas un cambio de gobierno (el relevo por su tío Mardoqueo del Primer Ministro Hanán), mostrando así un atrevimiento y desparpajo aún mayores. El rey se enamora de una chica judía pensando que será mansa y sumisa, sin saber que las chicas judías son capaces de robarte tu autoridad doméstica mientras te hacen la pelota descaradamente (cosa que el autor sabe perfectamente y sin duda ha vivido en carne propia).

Resuena entonces, a través de los milenios, la carcajada del autor bíblico ante lo graciosa que resulta la ironía y lo divertida que resulta la superioridad de las chicas judías; pero sólo la hemos podido oír si estábamos dispuestos a «leer al revés», en contra de las serias y sobrias apariencias del texto.

Algo semejante, pero mucho más sombrío, sucede con el capítulo nueve de Ester.

El capítulo abre describiendo el enorme revés, la vuelta patas arriba que es el tema del libro de Ester (y que tal vez sirva como señal de que el libro va de reveses y que haya que leerlo «al revés»). «En el mes doce (es decir el mes de Adar), el día trece cuando estaba para ejecutarse el mandato y edicto del rey, el mismo día que los enemigos de los judíos esperaban obtener dominio sobre ellos, sucedió lo contrario, porque fueron los judíos los que obtuvieron dominio sobre los que los odiaban» (9.1). «Y los judíos hirieron a todos sus enemigos a filo de espada, con matanza y destrucción; e hicieron lo que quisieron con los que los odiaban» (9.5).

¿Qué fue lo que quisieron hacer con «los que les odiaban» (curiosa frase esa, en vista de los hechos; ellos no odiaban, entonces, sino que eran inocentes víctimas del odio ajeno)? «En Susa, la capital, los judíos mataron y destruyeron a quinientos hombres» (9.6). Faltándoles tiempo para acabar la labor en un solo día, pidieron y obtuvieron prórroga del período de impunidad, con el resultado de otros trescientos masacrados en la capital. «Y los demás judíos que se hallaban en las provincias del rey se reunieron para defender sus vidas y librarse de sus enemigos; y mataron a setenta y cinco mil de los que los odiaban» (9.16).

A continuación el relato describe la festividad y el regocijo con que el día siguiente, habiéndose recuperado de tan meritoria labor con el sueño de los inocentes, se entregan a la celebración. «Porque en esos días los judíos se libraron de sus enemigos, y fue para ellos un mes que se convirtió de tristeza en alegría y de duelo en día festivo; para que los hicieran días de banquete y de regocijo y para que se enviaran porciones de comida unos a otros, e hicieran donativos a los pobres» (9.22).

Aquí el autor parece por fin mostrar sus cartas. ¿A santo de qué acordarse de repente de los pobres? Indica que no todo es tan alegre y festivo como la superficie del texto sugiere. Indica una conciencia intranquila, incapaz de olvidar del todo el horror y la crueldad de la masacre infligida. Algo parecido sucede cuando el autor añade ante cada mención del número de las víctimas, «pero no echaron mano a los bienes». El efecto es de una demasiado presurosa protesta de inocencia respecto a las motivaciones de la masacre. Porque si lo que motiva tanta muerte, tanto duelo y destrucción, no son fines de lucro la motivación, en realidad, sólo puede ser aún más siniestra: el odio, la venganza, la crueldad y el ensañamiento sin límites. O un fanatismo religioso donde se supone que a Dios le puedan agradar los sacrificios humanos de decenas de miles de víctimas.

Si en el capítulo uno oíamos la carcajada del autor, en el capítulo nueve se oye la amargura de su denuncia. Porque el pueblo judío, de quien Dios al elegir a Abraham había prometido que vendría bendición para todas las naciones, celebra con banquete y fiesta en medio del sufrimiento que ellos mismos han ocasionado.

Obsérvese la diferencia entre esta festividad y la celebración de la Pascua Judía, que todo lector de Ester debía conocer sobradamente. En la Pascua, en cierto momento de la cena se recitan las plagas que sufrieron los egipcios. A la mención de cada plaga, cada persona mete el índice en su copa de vino, y sacándolo, sacude sobre su plato una gota de vino. Con esto indican que es imposible beber entera la copa del regocijo. El recuerdo del sufrimiento de los egipcios empaña, aunque sea en tan pequeña medida, el gozo de la liberación.

Nada de eso hay aquí. Fiesta y jolgorio, convites y limosnas para los pobres, porque «los malos» han sido cruelmente masacrados, en fiel imitación de la maldad inaceptable que conspiraban contra los judíos.

El problema no es, obviamente, que los judíos hayan sido peores que sus enemigos. El autor mismo es judío y no puede haber nada más lejos de su intención que el antisemitismo. El problema, desde esa perspectiva interna judía, es que no hayan sido mejores que sus enemigos, a pesar de su elección y el privilegio de haber recibido la Ley del Señor.

Superficialmente, parece que se plantea en este libro de la Biblia un conflicto en blanco y negro, entre buenos y malos, donde por gracia divina (implícita, ya que Dios no es mencionado en todo el relato) aquellos que manifiestan una superioridad moral obtienen su justa recompensa. Sin embargo, al leer con atención, observamos que la historia de Ester nos cuenta acerca de los caprichos de la fortuna política, más que del éxito de los buenos.

La no mención de Dios puede que sea entonces intencionada, no un mero descuido de un autor que da por sobreentendida la ayuda y guía divinas en los asuntos narrados. Tal vez Dios es el gran ausente de este relato precisamente porque Dios no puede aprobar de un mundo donde los que presumen de ser su pueblo caen en exactamente los mismos pecados y los mismos horrores asesinos que los gentiles. El autor opina que Dios no pudo tener nada que ver en semejante historia sórdida de brutalidad, la historia del ejercicio cruel y homicida de un poder absolutista monárquico que carece de refreno moral ni legal.

Implícita en esa perspectiva hay una terrible amenaza. El poder absoluto de los emperadores extranjeros es caprichoso y no rinde cuentas a nadie, ni siquiera a Dios. Y si en esta ocasión ha habido suerte y ese poder ha favorecido a los judíos, también es cierto que en cualquier momento la balanza se puede inclinar en el sentido contrario, para horror y desastre en el pueblo de Dios. Porque, como está claro, Hanán no es en esta historia el malo, en un sentido moral o ético, sino meramente el perdedor en un mundo político que no se guía (no se deja guiar) por consideraciones morales. La suerte que hubo con Asuero gracias a Mardoqueo y Ester, no se repetiría, por ejemplo, con Isabel la Católica o con Hitler.

¿A qué viene tanta celebración, entonces? ¿De verdad se han creído que masacrando a «los que los odian» el pueblo judío se libraría del peligro que viene de vivir en un mundo gobernado tan caprichosa e inmoralmente? ¿Son incapaces, entonces, de prever que esas masacres sólo pueden tener un único resultado previsible: sembrar la simiente de una futura generación, mucho más numerosa, de «los que los odian»? ¿Tan cortos son, como para pensar que el odio irracional y asesino del antisemitismo se puede erradicar adoptando los mismos métodos de barbarie que el antisemitismo emplea contra ellos?

Este mensaje «al revés» de Ester incide claramente en el contexto social y político en que el Señor inspiró su redacción y en que fue adoptado como parte del canon de las Escrituras hebreas. Redactado probablemente en algún momento del período de los Seléucidas o de los Macabeos, cuestiona la facilidad con que algunos pensaban que era posible gozar de un período de paz y prosperidad con tal de que se diera muerte sin cuartel a los enemigos.

Pero el libro de Ester, leído así, sigue vigente hoy. No es difícil imaginar qué opinaría el autor de Ester (suponiendo que en efecto escribió con la intencionalidad que yo le atribuyo) si viviera en los primeros años del siglo XXI d.C. y observara la desastrosa carnicería con que Sharón y sus secuaces en el gobierno de Israel piensan poder acabar con el terrorismo palestino.

Y para los cristianos este libro, que al fin de cuentas está también en nuestra Biblia cristiana, viene a hacer redoblar las campanas de alarma, una vez debidamente leído «al revés», acerca de los caprichos de las vicisitudes políticas. La «solución final» con que Mardoqueo y Ester hacen frente a la amenaza de sus enemigos siempre puede ser una tentación cuando los caprichos de la política hacen que los cristianos gocen de influencia en los corredores del poder. La historia nos demuestra que desde los días del emperador Constantino el Grande, los obispos cristianos han sabido aprovechar el poder político, cuando se les ofrece, para aniquilar con crueldad ilimitada a sus enemigos externos e internos, quizá incluso celebrando alguna vez sus victorias al estilo del festival de Purim.

Como en los tiempos de la reina Ester, sin embargo, lo más probable es que Dios no tenga nada que ver; que Dios aparte su rostro de semejante blasfemia y que sólo por su misericordia y paciencia inefables refrenen su mano de destruir a los que en su nombre cometen horrendos crímenes contra la humanidad. Porque cuando «los buenos» se comportan exactamente igual que «los malos», entonces todos somos «malos» y nadie está de verdad contando con Dios ni dejándose enseñar por su Hijo Jesús