Comisión Teológica Internacional

 

Documentos 1969-1996

Veinticinco años de servicio a la Teología de la Iglesia

 

PRÓLOGO

Joseph Cardenal Ratzinger

La publicación de todos los documentos de la Comisión Teológica Internacional en un único volumen no es sólo un modo para facilitar su consulta, sino también un suceso teológico, porque permite tener el panorama completo de un camino singular de investigación, que va de los años 1969 a 1996. Se trata, en efecto, de la reflexión de un grupo de estudiosos particularmente cualificados, que, trabajando en diálogo y en colaboración con los Pastores de la Iglesia y, en primer lugar, con el supremo Pastor, el Obispo de Roma, están en contacto directo con las problemáticas más significativas que conoce la vida de la Iglesia. La simple lectura de los títulos de los documentos publicados lo revela claramente.

Este punto de vista sugiere, por tanto, examinar la fisonomía que presenta el sucederse de las temáticas. Parece configurarse, a este respecto, un itinerario que se desarrolla en espiral, en el sentido de que, por una parte, determinados temas son abordados en diversas ocasiones en el curso de los años, si bien bajo aspectos diversos y en contextos más amplios, y, por otro lado, mientras se vuelve constantemente sobre un eje central, la cristología (cf. los documentos de 1972, de 1979, de 1981, de 1985, de 1994), se observa también una tendencia de expansión que va desde temas más eclesiológicos a temas más universales, misioneros.

Queriendo ser más explícitos: la Comisión, después de haber estudiado ya en 1970 el tema del «sacerdocio católico», vuelve en 1973 a reflexionar más a fondo sobre «La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica» y nuevamente en 1984, en el texto sobre «Temas selectos de Eclesiología», el párrafo 7 se titula «El sacerdocio común en su relación al sacerdocio ministerial».

Asímismo, si ya desde 1976, ante el reto de los nuevos pueblos emergentes, se había afrontado el tema de la «Promoción humana y salvación cristiana», esta línea de reflexión se ha profundizado después en 1983 con el texto sobre «Dignidad y derechos de la persona humana», pero, sobre todo, en el de 1987 sobre «Fe e inculturación», para culminar con el último documento sobre «El Cristianismo y las religiones» (1996).

Aún en el retornar de algunas temáticas se observa también un movimiento centrífugo, que corresponde por lo demás a la dinámica de la Iglesia, enviada a anunciar el evangelio a todos los pueblos, teniendo, sin embargo, siempre fijo su centro, el corazón de la fe: Jesucristo Redentor del hombre.

Al mismo tiempo, se asiste a otro fenómeno: el alternarse de las temáticas particulares (sacerdocio, moral, matrimonio, penitencia, escatología, redención) con temáticas metodológicas más generales: La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), Magisterio y teología (1975), La interpretación de los dogmas (1988).

En conjunto, se puede ver que se está ante una dinámica de sístole y diástole, de análisis y de síntesis, típica de un organismo vivo, que recuerda también la dinámica de la Iglesia primitiva, tal como es delineada por los Hechos de los Apóstoles. También aquí, desde el núcleo primitivo de la Iglesia de Jerusalén, con sus problemas concretos (la sustitución de Judas, el problema del servicio de las mesas), esta dinámica vital se extiende progresivamente, bajo la acción del Espíritu Santo y siguiendo la indicación de Jesús, a Judea, a Samaría, a Siria, a Anatolia, para volver a examinar, en el Concilio de Jerusalén, los problemas suscitados por la evangelización de los paganos. Se reanuda después con impulso nuevo hacia Frigia y Galacia, Macedonia, Grecia, hasta que Pablo regresa a Jerusalén, para una confrontación con los otros apóstoles acerca de la andadura de su misión. Después la mano de Dios lo conduce de ahí a Roma, a los «confines de la tierra».

La analogía de recorrido entre el camino de la Comisión Teológica Internacional en estos años y el de la Palabra de Dios en los Hechos de los Apóstoles sugiere algunas consideraciones sobre la naturaleza de la teología, que me parece pueden ser útiles para introducir este volumen.

Ante todo, para poder pensar teológicamente, es necesario un centro: la muerte y resurrección de Jesús, Redentor del mundo; lo cual significa la verdad cristológica, pero también el lugar, al mismo tiempo teológico y espacial, que la custodie, un centro vital al cual referirse y un espacio orgánico del cual tomar la vitalidad para progresar: la Iglesia.

En segundo lugar, la Iglesia, y por ello la teología, es viva si es misionera, abierta al mundo entero, es decir, si cumple la misión que Cristo le ha confiado de evangelizar todos los pueblos.

En tercer lugar, la Iglesia no tiene un programa establecido por ella anticipadamente, o que pueda determinar desde el inicio en sus particularidades, sino que su Señor la precede en el camino de la historia y le indica progresivamente el camino, precisamente a partir de los problemas que en el transcurso van apareciendo. Sin embargo, parece oportuno que tales problemáticas no sean aisladas del contexto más amplio; por el contrario, precisamente para un discernimiento y una solución más auténtica, han de ser reubicadas en una perspectiva más amplia y general.

Por último, merece poner de relieve como, con el paso del tiempo, se destacan también con más claridad en este camino de la Comisión Teológica Internacional las grandes figuras de teólogos que han formado parte de ella desde sus inicios. Pienso sobre todo en personalidades como las de Henri de Lubac, Yves Congar, Hans Urs Von Balthasar y otros más, que con su genio inspirador, con su apasionada fidelidad a la Iglesia y con la humildad de su servicio han conseguido dar, desde el inicio, autoridad a la Comisión Teológica Internacional. Como las figuras de los grandes testigos de la fe que marcaron los comienzos de la Iglesia (Pedro, Pablo, Bernabé, Esteban, Felipe), ellos nos ofrecen un estilo de presencia, un método, una orientación de trabajo.

Quisiera, finalmente, expresar mi gratitud al Padre Cándido Pozo S.I., miembro activo él también por muchos años de la Comisión Teológica Internacional, por haber preparado esta publicación de los documentos en lengua española, que viene a completar la serie de los volúmenes que recogen los documentos de la Comisión, ya existentes (aunque limitados al período 1969-1985) en francés, italiano e inglés.

Al confiar estos textos, fruto de tanto trabajo y fatiga, a la atención del amplio público de lectores de lengua española, tengo la esperanza que sirvan de orientación y estímulo para la reflexión teológica y para la misión de una Iglesia a la que también hoy Cristo se dirige con las palabras: «seréis mis testigos hasta los confines de la tierra».


 

Nota previa

El año 1983 edité, en castellano, la primera colección de documentos de la Comisión teológica internacional. El volumen, que fue ofrecido al Santo Padre como auténtica primicia, comprendía los textos que la Comisión había elaborado entre 1970 y 1979, es decir, los que corresponden a los dos primeros quinquenios de existencia de la Comisión(1). Procuré después que, como complementos de aquel primer volumen y en forma de opúsculos, se fueran editando los documentos de la Comisión posteriores a los comprendidos en él, de modo que eventualmente pudieran encuadernarse por quinquenios y constituir una colección de pequeños volúmenes. Así mantuve la serie hasta el documento de 1990 con que se cerró el cuarto quinquenio(2).

En 1988 preparé, en colaboración con Mons. Pierre Jarry, entonces Secretario adjunto de la Comisión, la edición de los textos oficiales latinos de todos los documentos elaborados hasta 1985, es decir, los frutos del trabajo realizado por la Comisión en sus tres primeros quinquenios; de hecho se hizo un volumen bilingüe en latín e italiano que publicó la «Libreria Editrice Vaticana»(3). Por el mismo tiempo, Mons. Philippe Delhaye, tanto tiempo benemérito Secretario General de ella, hacía una edición semejante en francés(4). Un año más tarde, el Rev. Michael Sharkey publicaba una edición americana(5).

He acogido gustoso la invitación de S.E. Mons. Ricardo Blázquez, Presidente de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la fe de la Conferencia Episcopal Española, en orden a preparar un gran volumen que recogiera, en castellano, todo el trabajo de reflexión y estudio llevado a cabo hasta ahora en el seno de la Comisión teológica internacional. Siguiendo el criterio ya adoptado en la primera edición de 1983 y en la edición de Mons. Ph. Delhaye de 1988, pero, según creo, de modo más completo que en las ediciones hasta ahora existentes, he creído que además de editar los documentos mismos de la Comisión, valía la pena publicar, como apéndices, toda la documentación complementaria que permite conocer mejor su historia: documentos papales dirigidos a la Comisión; Estatutos tanto provisionales como definitivos de ella; el texto poco conocido de un Mensaje que hizo la Comisión en 1987 con motivo del Año Mariano; listas de los miembros de la Comisión en el tiempo en que se prepararon los documentos que se editan en este volumen. Con respecto a los textos mismos he procurado hacer una edición cuidadosa, especialmente en las referencias que se hacen en las notas de los documentos. No pocos de los documentos de la Comisión (sobre todo, de los que se elaboraron en los primeros quinquenios) van acompañados de algunos comentarios generalmente breves, hechos por algún teólogo que colaboró en la redacción del documento mismo, el cual puede así dar una interpretación autorizada del sentido del documento y de la problemática a la que su texto se refiere. Es curioso que los documentos primeros son mucho más breves que los posteriores. Sin duda, la Comisión tuvo que ir aprendiendo su camino y su método de trabajo. Es también quizás posible que la evolución eclesial haya permitido un mayor margen de consenso con el trascurso de los años. Precisamente por su mayor extensión, los documentos posteriores tienen menor necesidad de ese tipo de comentarios. El último documento que se publica con comentario (en este caso con un perspicaz comentario del actual Cardenal Jorge Medina Estévez), es el de 1982.

La lentitud a la que me he visto obligado en la preparación del presente volumen, impedido por otros trabajos urgentes, me parece providencial. Precisamente esa lentitud ha hecho que el volumen abarque el período de los primeros veinticinco años de existencia de la Comisión. Miembro de ella en los últimos tres quinquenios de ese espacio temporal, deseo que el presente volumen constituya un homenaje no sólo a cuantos fueron mis colegas en esos años, sino también a los que nos precedieron con sus trabajos en los dos primeros quinquenios y a los que nos siguen ya en el nuevo quinquenio que comienza; en una palabra, a la Comisión misma. Me honro de haber colaborado con todos aquellos teólogos que formaron parte de la Comisión al mismo tiempo que yo, y quiero manifestar mi deuda de gratitud por cuanto de ellos he aprendido en la línea de un buen quehacer teológico.

Granada, 25 de marzo de 1998

Solemnidad de la Anunciación a Nuestra Señora

Cándido Pozo S.I.


 

Introducción

Pablo VI y la Comisión Teológica Internacional

Ph. Delhaye

Durante la primera Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada en 1967, algunos prelados, entre los cuales el cardenal F. eper, entonces arzobispo de Zagreb, y el cardenal J.L. Suenens, expresaron públicamente el deseo de que se creara una comisión internacional permanente que agrupara a un cierto número de teólogos, elegidos del mundo entero.

En el espíritu de estos Padres sinodales, se trataba muy evidentemente de continuar y de dar una forma nueva a la colaboración que la «mayoría» conciliar había encontrado en un gran número de peritos y de teólogos privados. Pero era precisamente esto lo que alarmaba a ciertos medios de la Curia de entonces que no habían olvidado cómo esos teólogos habían hecho posible reemplazar por nuevos textos los que los curiales habían preparado en 1961. La vieja desconfianza de la «teología romana» frente a los «extranjeros» se despertaba de nuevo. ¿No eran «ellos» los que habían hecho «desviarse» al Concilio? ¿No se multiplicaban entonces contra ellos los textos restrictivos, por ejemplo, para la aplicación de la reforma litúrgica? Muchos «romanos» -según una palabra que se oía entonces- soñaban entonces con «recuperar con encíclicas» lo que se había hecho en el Concilio.

Pablo VI no era hombre de estas desconfianzas, pero tampoco de oposiciones brutales y directas. Cambiará, en primer lugar, la Curia, por lo demás en una medida que el gran público no sospecha, incluso hoy. Colocará a otros hombres, tomados de otros ambientes y formados en otras perspectivas. Los estatutos reformados de las congregaciones romanas cambiarán las competencias y los medios de acción... hasta llegar a la parálisis o casi a ella... hay que reconocerlo cuando ya tenemos una perspectiva temporal suficientemente amplia.

Pablo VI tardará dos años en hacer suyo plenamente el proyecto de una comisión teológica internacional. Pero, una vez que tomó su decisión, no se concederá pausa hasta verla realizada bajo la égida del cardenal eper al que nombró su presidente por unión personal con el cargo de prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe. El Papa quiere que esta comisión sea pluralista (según la palabra que utiliza tan frecuentemente, sin restricción, en esta época) e internacional. El pluralismo en este campo se llevó hasta excluir, en los nombramientos para el primer quinquenio de la comisión, a todo profesor romano, aunque fuera de origen extranjero.

En el consistorio de 28 de abril de 1969, Pablo VI anuncia la creación de la Comisión teológica internacional(6). Le asigna una función de investigación para las cuestiones nuevas y para encontrar los modos más apropiados de exponer al mundo moderno la doctrina de Cristo y de la Iglesia. Los miembros de la Comisión teológica internacional deberán ser fieles a la verdadera enseñanza de la Iglesia docente. Su función es, ante todo, manifestar los resultados de su investigación a la Sede Apostólica; y no se confunde con la de la Congregación para la Doctrina de la fe que trata cuestiones ordinarias. De este modo, «la Santa Sede podrá tener la colaboración especial de teólogos expertos, escogidos en las diversas partes del mundo y aprovecharse así de un más amplio intercambio y de experiencias más variadas para profundizar y tutelar la fe, es decir, para profundizar y tutelar la genuina verdad revelada y, por consiguiente, también para alimentar la auténtica vida espiritual de todos los órdenes de la Santa Iglesia».

Los estatutos de la Comisión teológica internacional, firmados el 12 de julio por su presidente el cardenal eper, van evidentemente en el mismo sentido, pero precisan algunos puntos(7). La Comisión teológica internacional está «constituida» junto a la Congregación para la Doctrina de la fe, pero no tiene otra relación con ella que la identidad del presidente que es el prefecto de la Congregación. Es al Sumo Pontífice a quien «somete» tanto sus conclusiones, como los votos de sus miembros; estos votos son solamente «transmitidos» a la Congregación.

Finalmente, en este primer año de la fundación, un tercer texto, el del discurso inaugural, proporciona indicaciones preciosas sobre las responsabilidades que el Papa confía a la Comisión teológica internacional(8). Algunos rasgos son significativos. Si la firmeza en la fe y la claridad de su presentación son imperativos imprescindibles, el papel del teólogo y muy especialmente del miembro de la Comisión teológica internacional no consiste en repetir y comentar las enseñanzas del Magisterio como lo implicaba el esquema clásico en tiempos de Pío XII(9). El teólogo debe colaborar con el Magisterio que espera de él los servicios que se enumeran allí: «la búsqueda de todas aquellas nociones con que la fe se comprenda más cuidadosamente, más ampliamente»; «el ofrecimiento de aquellas sugerencias que abran al arte de la enseñanza caminos más fáciles, a saber, que muestren, de modo más apto, qué hay que enseñar y cómo hay que enseñar»(10).

Ciertamente, la obediencia y la fidelidad no son valores ya caducados(11). Pero se expresan de una manera más positiva y no son los únicos temas evocados. El Papa habla de la libertad de la investigación teológica. Dirigiéndose a los teólogos declara: su «intención de reconocer las leyes y las exigencias propias de vuestros estudios». No existe rivalidad entre la autoridad y la teología, sino un servicio diverso, aunque convergente, a la primacía única de la verdad revelada. Se está así muy lejos de las exigencias de una sola corriente teológica. El Papa desea el pluralismo de los intentos, de la misma manera que los estatutos deseaban un reclutamiento extendido a «diversas escuelas»(12).

El año 1973, que es el final del primer quinquenio e introduce la renovación de la mitad de los nombramientos, parece marcar una etapa nueva en el confianza del Pastor supremo en la comisión que ha fundado(13). La sesión fue particularmente brillante y el profesor J. Ratzinger trató del pluralismo teológico en la unidad de la fe, que es tan caro a Pablo VI(14). En todo caso, el balance del quinquenio es positivo, a pesar de algunos ribetes menos logrados. Pablo VI estima que se trata de «una nueva forma de cooperación, más plena de lo que fue en tiempos pasados, [...] entre los que se dedican a la teología, que guardan los llamados métodos científicos y técnicos, y el mismo Magisterio Pontificio». La Comisión teológica internacional ha permitido también «a las escuelas teológicas repartidas en los cinco continentes [...] proponer su doctrina de modo legítimo o, como dicen, oficial».

Pablo VI reconoce la ayuda proporcionada al Magisterio en diversas ocasiones(15). Por primera vez, el Santo Padre toma explícitamente en consideración una forma nueva de acción de la Comisión teológica internacional: consiste en publicaciones destinadas a un público más vasto. Declara en efecto:

«De todo lo que hemos indicado en breves palabras, se concibe la firme esperanza de que la realización del cometido de dicha Comisión se perfeccione todavía más y más y su ministerio eclesial se haga cada día más evidente.

En primer lugar, Nos parece que se puede solicitar y aplicar de modo más amplio y más apto la diligencia de esa Comisión, principalmente con que algunas de las realizaciones que ya consiguió (como ya en parte se ha hecho) sean publicadas juntamente con las conclusiones de las sesiones; pues los trabajos de la misma deben ser honrados y propagados si se juzga que concuerdan con la doctrina de la Iglesia y con las necesidades de estos tiempos. Así, pues, conviene que los mismos trabajos como que salgan del grupo, circunscrito a límites más estrechos, que los realizó, para que estimulen a los cultivadores de las sagradas disciplinas y abran a todos los discípulos del Señor el camino de la alegría y de la paz en la fe (cf. Rom 15, 13).

Estos estudios pueden, además, si es el caso, prestar a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe la ayuda valiosa de peritos, ya que esta Congregación, por la situación actual, está obligada, y ciertamente de forma cada vez más urgente, a cumplir su oficio por el que debe "defender la doctrina de la fe y de las costumbres en todo el mundo católico" (Pablo VI, Const. Apostólica Regimini Ecclesiae universae, 29: AAS 59[1967]897)»

Vale la pena notar todavía dos precisiones. Por una parte, el Papa dirige «paternal y humanamente» una advertencia a ciertos teólogos que pierden de vista el conjunto y la importancia de los puntos de doctrina que tratan. Éste no es el caso de los miembros de la Comisión teológica internacional que han cumplido bien su mandato con la ayuda técnica que han aportado al Magisterio. A este propósito se recuerda que «éste está revestido de un carisma cierto de verdad que no se puede comunicar a otros». Los teólogos, «casi por ley de su oficio, participan, si bien con distintos grados de autoridad, en el oficio que es propio de los pastores de la Iglesia sobre este punto; es decir, en el oficio mediante el cual hagan que fructifique la fe y rechacen mediante la vigilancia los errores que se ciernen sobre su grey».

Al mismo tiempo, si Pablo VI sigue alabando el pluralismo, matiza su enseñanza como se ve también en sus otras intervenciones sobre este tema a partir de 1972. El Papa distingue dos pluralismos. El primero es legítimo porque la divergencia de opiniones (por ejemplo, las que se expresaron en la Comisión teológica internacional) no daña a la unidad de la fe: este pluralismo es «una fuerza impulsora, para una comprensión más amplia y profunda de la misma fe, que siempre se refiere al Evangelio, anunciado por los Apóstoles (cf. Gál 1, 8), y conservado íntegro y constantemente vivo por aquéllos, a quienes dejaron como sucesores, y a los que entregaron el puesto de su magisterio». Pero hay otro pluralismo que sería inaceptable en la medida en «que disminuya aquella razón objetiva, unívoca, concorde, que ha de tener el entendimiento de la fe, lo cual es ciertamente propio de la fe católica».

* * *

No es fácil sintetizar la actitud del Papa ya difunto con respecto a los teólogos, a partir de un solo aspecto del campo de experiencia y sin volver hacia atrás en la historia para alcanzar perspectiva. Por lo demás, los puntos de vista más diversos se han expuesto desde el 6 de agosto de 1978. Unos han reprochado a Pablo VI un «liberalismo avanzado», incluso una cierta complicidad con las enseñanzas extravagantes. Han deplorado que el Pastor Supremo permaneciera fiel a su decisión inicial de no condenar a nadie para no correr el riesgo de cometer injusticias como las que él ha contribuido a reparar. Otros, al contrario, han hablado de bloqueo, de severidad, de rechazo de la modernidad. Es verdad que leyendo a los periodistas, la modernidad es, para ellos, sinónimo de antinatalidad, de aceptación del aborto, del divorcio, etc.

Algunos han dicho que el Papa había evolucionado mucho; otros han hablado de influjos ejercidos en sentido contrario. Es sorprendente que muy pocos hayan subrayado que la voluntad de acogida, de pluralismo, de diálogo de 1963, aunque permanecía fiel a sí misma, se encontraba frente a actitudes y a corrientes teológicas muy diferentes, después de 1968 y, sobre todo, después de 1970.

A pesar de estas dificultades, ¿no se pueden discernir algunas constantes en el pensamiento, la acción, la enseñanza del Papa difunto, en lo que se refiere a la teología?

La primera me parece que es una voluntad de distinguir de ahora en adelante mucho más netamente las funciones del Magisterio y de la teología. El Magisterio no se delega a los teólogos, de lo que postula su ayuda. Pero tampoco toma el lugar de la teología técnica. Hay un abismo entre las catequesis de los miércoles de Pablo VI, que recuerdan los puntos esenciales de la fe que hay que creer y vivir, y los discursos brillantes de Pío XII que parecen salir de un manual clásico.

Se erraría creyendo que esta distinción actúa en detrimento de los teólogos. Porque -segunda conclusión- Pablo VI distingue más netamente una doble dirección del trabajo teológico. En primer lugar está la enseñanza: en ella hay que pensar en la fidelidad y transmitir una doctrina segura. Pero hay también la investigación que es mucho más personal, incluso si se desarrolla con el concurso de algunos asistentes o estudiantes ya formados. Esta investigación, según el Papa, tiene objetivos precisos: profundizar el mensaje de Cristo y de la Iglesia, estudiar las cuestiones nuevas planteadas por las ciencias humanas, repensar la presentación del mensaje cristiano a un mundo que evoluciona profundamente.

De ahí fluye -me parece- una tercera idea-fuerza de la enseñanza de Pablo VI: dar una mayor libertad a la investigación teológica. El pluralismo de las tendencias reemplaza al conformismo rígido de una sola escuela. Debe instaurarse un clima de confianza, porque no se conduce bien una investigación en un atmósfera de sospecha. Se vuelve a encontrar aquí esta idea de la dificultad de la investigación, que Pablo VI hizo insertar personalmente en la Declaración sobre la libertad religiosa(16).

A partir de aquí -cuarta idea- hay que apelar mucho más al sentido personal de las responsabilidades, a la confrontación de las discusiones, que a las condenaciones autoritarias y, de alguna manera, exteriores. Éste es también el nivel al que el Papa ha querido llevar, en las luchas actuales, a muchos teólogos, y no solamente a los miembros de la Comisión teológica internacional. ¿Ha sido bueno el resultado? ¿No ha surgido el nuevo método, de una utopía? ¿Convenía sólo a un tiempo en el que hacía falta atenuar el «caldeamiento excesivo»? No me toca a mí decirlo. En todo caso, no puede negarse la generosidad de las intenciones de Pablo VI ni la probidad de su conciencia personal y eclesial(17).