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La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972)

3.1. Presentación del texto, por Mons. Ph. Delhaye

Desde su fundación, la Comisión teológica internacional había considerado urgente el estudio de la unidad de la fe y del pluralismo teológico. Las dos tendencias que, desde el principio, se manifestaron en el grupo, se hallaban de acuerdo en este punto, aunque Mons. G. Philips insistía sobre la unidad de la fe(25) y el P. K. Rahner prefería focalizar su atención en las diversidades culturales y antropológicas.

El tema del pluralismo se agitaba entonces un poco por doquier en la Iglesia católica. Sin duda, el Concilio Vaticano II no había hablado del pluralismo en la Iglesia. Se había contentado de utilizar la expresión hablando de las sociedades civiles y de los Estados, cuyos ciudadanos participan de diversas ideologías y religiones(26). Pero había dado un gran espacio a la idea de variedad y de diversidad. El Papa Pablo VI, de modo resuelto, en los primeros años que siguieron al Concilio, aplicó la idea de pluralismo a la Iglesia misma, ciertamente con precisiones y restricciones que no cesó de repetir sobre todo después de 1970, cuando a un pluralismo de cohesión sucedieron reivindicaciones de un pluralismo de heretogeneidad y de dislocación(27).

Los trabajos de la Comisión teológica internacional sobre el pluralismo en la Iglesia, retrasados por urgencias diversas, se situaron en el eje de la evolución de las ideas en 1972. Su dirección se había confiado entonces al teólogo alemán J. Ratzinger, que acaba de dejar Tubinga para ser decano de la Facultad de Teología de Ratisbona, cuyo canciller, Mons. R. Graber, mostraba una atención particular a la crisis teológica que se extendía y se agudizaba entonces.

El profesor Ratzinger redactó, de este modo, las ocho primeras tesis de la síntesis definitiva. Añadió después otra tesis sobre el aspecto misionero, compuesta por el P. P. Nemeshegyi, tres tesis sobre las fórmulas dogmáticas redactadas especialmente por el P. L. Bouyer a petición de Secretaría de Estado, y finalmente otras tres que se referían al aspecto moral del pluralismo de las que fue autor Mons. Delhaye.

Las revistas que publicaron las tesis sobre la unidad de la fe y el pluralismo teológico, les añadieron breves comentarios debidos a miembros de la Comisión teológica internacional. En este volumen reproducimos los del P. M.-J. Le Guillou y de Mons. J. Medina; el lector de hoy encontrará en ellos huellas de las dificultades y polémicas de la época. Mucho más importantes son para el teólogo y el historiador de las ideas las diversas ediciones de estas tesis acompañadas por comentarios oficiales y estudios de especialistas. H.U. von Balthasar se asoció a Ratzinger para publicar muy rápidamente un volumen que añadía a las tesis mismas y a los comentarios oficiales una buena parte de los estudios preparatorios(28). A este volumen habrá que recurrir para tener una visión completa de las posiciones que los miembros de la Comisión teológica internacional defendieron sobre esta materia en 1972.

Para hacer una hermenéutica correcta de estos diversas exposiciones, hay que prestar una atención especial a las observaciones que el Prof. Ratzinger hacía sobre el grado de compromiso de la Comisión teológica internacional. La cuestión se ponía de una manera particularmente aguda para los trabajos de 1972, pero, de hecho, se replantea cada año a propósito de las precisiones que la Secretaría procura aportar en las introducciones a los textos. He aquí las observaciones de Ratzinger:

«La tesis [...] fueron aprobadas por mayoría (en parte por unanimidad) por la Comisión en pleno en su sesión del 5 al 11 de octubre de 1972, y representan, por lo mismo, un texto de la Comisión como tal. El comentario fue reelaborado por una subcomisión formada por L. Bouyer, W.J. Burhardt, A.H. Malta, P. Nemeshegyi, J. Ratzinger y T.J. agi-Buni_. En su asesoramiento intervinieron también H.U. von Balthasar, J. Medina y el secretario de la Comisión Ph. Delhaye. De los miembros de la Comisión presentaron, asímismo, por escrito enmiendas G. Philips (+), Y. Congar y B. Lonergan»(29).

 

3.2. Texto de las proposiciones aprobadas «in forma specifica» por la Comisión teológica internacional(30)

Las dimensiones del problema

1. La unidad y la pluralidad en la expresión de la fe tienen su fundamento último en el misterio mismo de Cristo, el cual, aunque es misterio de recapitulación y reconciliación universales (cf. Ef 2, 11-22), excede las posibilidades de expresión de cualquier época de la historia y se sustrae por eso a toda sistematización exhaustiva (cf. Ef 3, 8-10).

2. La unidad-dualidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, como expresión histórica fundamental de la fe cristiana, ofrece un punto concreto de partida a la unidad-pluralidad de esta misma fe.

3. El dinamismo de la fe cristiana, y particularmente su carácter misionero, implican la obligación de dar cuenta de ella en el plano racional; la fe no es una filosofía, pero imprime una dirección al pensamiento.

4. La verdad de la fe está ligada a su caminar histórico a partir de Abraham hasta Cristo y desde Cristo hasta la Parusía. Por consiguiente, la ortodoxia no es asentimiento a un sistema, sino participación en el caminar de la fe y, de esta manera, participación en el yo de la Iglesia, que subsiste a través del tiempo y que es el verdadero sujeto del Credo.

5. El hecho de que la verdad de la fe se vive en un caminar implica su relación a la praxis y a la historia de la fe. Estando la fe cristiana fundada en el Verbo Encarnado, su carácter histórico y práctico se distingue esencialmente de una forma de historicidad en la cual el hombre solo sería el creador de su propio sentido.

6. La Iglesia es el sujeto englobante en el que se da la unidad de las teologías neotestamentarias, como también la unidad de los dogmas a través de la historia. La Iglesia se funda sobre la confesión de Jesucristo, muerto y resucitado, que ella anuncia y celebra en la fuerza del Espíritu.

7. El criterio que permite distinguir entre el verdadero y el falso pluralismo es la fe de la Iglesia, expresada en el conjunto orgánico de sus enunciados normativos: el criterio fundamental es la Escritura en relación con la confesión de la Iglesia que cree y ora. Entre las fórmulas dogmáticas tienen prioridad las de los antiguos Concilios. Las fórmulas que expresan una reflexión del pensamiento cristiano se subordinan a aquéllas que expresan los hechos mismos de la fe.

8. Aun cuando la situación actual de la Iglesia acrecienta el pluralismo, la pluralidad encuentra su límite en el hecho de que la fe crea la comunión de los hombres en la verdad hecha accesible por Cristo. Esto hace inadmisible toda concepción de la fe que la redujera a una cooperación meramente pragmática sin comunidad en la verdad. Esta verdad no está amarrada a una determinada sistematización teológica, sino que se expresa en los enunciados normativos de la fe.

Ante presentaciones de la doctrina gravemente ambiguas e incluso incompatibles con la fe de la Iglesia, ésta tiene la posibilidad de discernir el error y el deber de excluirlo, llegando incluso al rechazo formal de la herejía, como remedio extremo para salvaguardar la fe del pueblo de Dios.

9. A causa del carácter universal y misionero de la fe cristiana, los acontecimientos y las palabras reveladas por Dios deben ser cada vez más repensados, reformulados y vueltos a vivir en el seno de cada cultura humana, si se quiere que aporten una respuesta verdadera a los interrogantes que tienen su raíz en el corazón de todo ser humano y que inspiren la oración, el culto y la vida cotidiana del Pueblo de Dios. El Evangelio de Cristo conduce de este modo a cada cultura hacia su plenitud y la somete al mismo tiempo a una crítica creadora. Las Iglesias locales que, bajo la dirección de sus pastores, se aplican a esta ardua tarea de la encarnación de la fe cristiana, deben mantener siempre la continuidad y la comunicación con la Iglesia universal del pasado y del presente. Gracias a sus esfuerzos, dichas Iglesias contribuyen tanto a la profundización de la vida cristiana como al progreso de la reflexión teológica de la Iglesia universal, y conducen al género humano en toda su diversidad hacia la unidad querida por Dios.

Permanencia de las fórmulas de fe

10. Las fórmulas dogmáticas deben ser consideradas como respuestas a problemas precisos y, en esta perspectiva, permanecen siempre verdaderas.

Su interés permanente está en dependencia de la actualidad duradera de los problemas de que se trata; incluso es preciso no olvidar que los interrogantes sucesivos que se plantean los cristianos sobre el sentido de la Palabra divina, con sus soluciones ya adquiridas, se engendran unos a otros, de manera que las respuestas de hoy presuponen siempre, de algún modo, las de ayer, aunque no puedan reducirse a ellas.

11. Las definiciones dogmáticas usan ordinariamente el vocabulario común, e incluso cuando dichas definiciones emplean términos aparentemente filosóficos, no comprometen a la Iglesia con una filosofía particular, sino que tienen por objetivo las realidades subyacentes a la experiencia humana común, que los términos referidos han permitido distinguir.

12. Estas definiciones no deben ser jamás consideradas aparte de la expresión particularmente auténtica de la Palabra divina en las Sagradas Escrituras, ni separadas del conjunto del anuncio evangélico en cada época. Por lo demás, las definiciones proporcionan a dicho anuncio las normas para una interpretación siempre más adaptada de la revelación. Sin embargo, la revelación permanece siempre la misma, no sólo en su sustancia, sino también en sus enunciados fundamentales.

Pluralidad y unidad en moral

13. El pluralismo en materia de moral aparece ante todo en la aplicación de los principios generales a circunstancias concretas. Y se amplifica al producirse contactos entre culturas que se ignoraban o en el curso de mutaciones rápidas en el seno de la sociedad.

Sin embargo, una unidad básica se manifiesta a través de la común estimación de la dignidad humana, lo que implica imperativos para la conducción de la vida.

La conciencia de todo hombre expresa un cierto número de exigencias fundamentales (cf. Rom 2, 14), que han sido reconocidas en nuestra época en afirmaciones públicas sobre los derechos esenciales del hombre.

14. La unidad de la moral cristiana se funda sobre principios constantes, contenidos en las Escrituras, iluminados por la Tradición y presentados a cada generación por el Magisterio. Recordemos como principales líneas de fuerza: las enseñanzas y los ejemplos del Hijo de Dios que revela el corazón de su Padre, la conformación con su muerte y con su resurrección, la vida según el Espíritu en el seno de su Iglesia, en la fe, la esperanza y la caridad a fin de renovarnos según la imagen de Dios.

15. La necesaria unidad de la fe y de la comunión no impiden una diversidad de vocaciones y de preferencias personales en la manera de abordar el misterio de Cristo y de vivirlo.

La libertad del cristiano (cf. Gál 5, 1. 13), lejos de implicar un pluralismo sin límites, exige un esfuerzo hacia la verdad objetiva total, no menos que la paciencia con las conciencias débiles (cf. Rom 14; 15; 1 Cor 8).

El respeto de la autonomía de los valores humanos y de las reponsabilidades legítimas en este campo implica la posibilidad de una diversidad de análisis y opciones temporales en los cristianos. Esta diversidad puede ser asumida en una misma obediencia a la fe y en la caridad(31).

 

3.3. Comentario, por Mons. J. Medina Estévez

1. Delimitación de la materia y terminología empleada

Es necesario, ante todo, recordar el tema preciso tratado por la Comisión: «La unidad de la fe y el pluralismo teológico». La Iglesia ha conocido y conoce una gama bastante amplia de diversidad: en la organización de sus estructuras, en la liturgia, en la pastoral etc. Es evidente que todas estas diversidades tienen una cierta relación con lo que se denomina «pluralismo teológico». Pero la Comisión juzgó que no podía abordar todos esos aspectos y se limitó conscientemente al tema ya indicado, sin desconocer por ello las dimensiones que se acaban de recordar.

Alguien se preguntará tal ver sobre el porqué del empleo de las palabras «pluralismo» y «pluralidad». En rigor podría tomárselas como sinónimas o equivalentes, y tal es el caso con mucha frecuencia. Sin embargo, hay matices que deben ser considerados. La palabra «pluralismo» subraya más bien, por lo menos en ciertas lenguas, un aspecto de principio: la legitimidad de las diversidades, mientras que la palabra «pluralidad» marca el acento sobre la situación de hecho: la existencia de las diversidades. La cuestión de la legitimidad abarca ambos sentidos.

Otra observación parece importante: la palabra «pluralismo» expresa a veces, en lenguaje moderno, la coexistencia en el seno de una sociedad de posiciones intelectuales hasta tal punto diferentes que llegan incluso a contradicciones irreductibles que excluyen toda posibilidad de unidad profunda. Es claro que en este sentido el «pluralismo» no es admisible en el interior de la fe, ni tampoco para teologías que pretenden ser homogéneas con la unidad de la fe (cf. la Proposición, 8).

Aún una precisión necesaria. Hay que distinguir la unidad de la fe, de la posibilidad de diferentes expresiones de la fe. Es necesario distinguir, por una parte, la unidad de la fe, y a veces de sus expresiones, y, por otra, la diversidad de las teologías. Parece posible, pues, establecer tres planos: unidad de la fe; unidad-pluralidad de las expresiones de la misma fe; pluralidad de las teologías. Sin embargo, estos planos no pueden ser objeto de una separación rigurosa y cuasi-material: no puede concebirse la fe sin ninguna expresión, y estas expresiones pueden tener una relación más o menos estrecha con una teología determinada.

Última indicación: el problema del pluralismo no se plantea solamente cuando se consideran épocas sucesivas de la historia, sino también entre tendencias y formas contemporáneas. Los textos de la Comisión miran ambos aspectos (cf., por ejemplo, las Proposiciones 6, 10 y 12).

Cuanto queda dicho permite colegir suficientemente el alcance ecuménico del tema.

2. Las raíces del problema

Se pueden buscar los orígenes de esta cuestión en sus fuentes teológicas o en las socio-culturales. Una separación rígida sería tan artificial como falsa, porque daría la impresión de desconocer los vínculos necesarios entre la creación y la Revelación. A pesar de esto, una distinción es posible y útil. La Comisión escogió, como punto de partida, las fuentes teológicas: el misterio inagotable de Cristo es lo que fundamenta, desde este punto de vista, la posibilidad y la legitimidad del pluralismo o, más bien, de la pluralidad. Ninguna expresión humana podrá jamás agotar lo inagotable ni expresarlo de manera exhaustiva (cf. Proposición, 1). Esto sugiere el lugar privilegiado de la contemplación cristiana. Pero la diversidad de las culturas proporciona también un punto de partida para considerar el pluralismo y, aunque esta comprobación puede llamarse «sociológica», es preciso reconocerle un interés teológico. Esto es tanto más claro cuanto que la dimensión misionera es esencial a la Iglesia y a la fe cristiana (cf. Proposición, 9).

No se trata, pues, de excluir una u otra de estas raíces; sin embargo, pareció necesario reconocer a la primera una prioridad, dado que ella proporciona los criterios definitivos para el discernimiento (cf. Proposición, 7).

3. Pluralidad e historicidad

La Revelación cristiana no sólo tiene una historia, sino que se ha realizado históricamente: consta de hecho y palabras que mutuamente se iluminan. Sería demasiado simple poner en relación hechos y palabras contemporáneos: los acontecimientos de una época determinada se esclarecen por medio de palabras bien posteriores, y viceversa. De aquí el gran problema de la relación entre los dos Testamentos (cf. Proposición, 2). Quien conozca la carta de Clemente de Roma a los corintios, no puede negarse a ver hasta qué punto esta cuestión estuvo presente a la conciencia cristiana ya desde las primeras generaciones. Ahora bien, Cristo es el punto de referencia de toda esta historia (cf. Proposición, 4). En Él se resume la discontinuidad-continuidad de las dos Alianzas: Él es, al mismo tiempo, cumplimiento, proyección y ruptura.

Todo esto explica por qué la fe cristiana no es simplemente un conjunto de enseñanzas o de formulaciones, sino adhesión a una Persona, la del Verbo Encarnado, muerto y resucitado. Se puede hablar de la fe cristiana como de una «síntesis», es decir, como de una totalidad, pero no como de un «sistema», lo que equivaldría más o menos a reducir la Revelación a una construcción intelectual con pretensiones de perfección o poco menos y que, por eso mismo, sería cerrada sobre sí misma e impersonal (cf. Proposición, 4). Dicho esto, es claro que los enunciados conceptuales conservan su lugar indispensable, como se dirá más adelante (cf. Proposiciones 7, 10, 11 y 12).

El elemento histórico aporta aún otro dato importante: la relación de la praxis con la fe (cf. Proposición, 5). Es innegable que la fe regula la praxis, pero es preciso tener también en cuenta la relación inversa: la praxis constituye, por su parte, una cierta explicitación de la fe. Esto debe precisarse. Si se comprendiera esta afirmación como si el criterio definitivo pudiera sacarse de los datos estadísticos, se habría establecido un falso principio, capaz de trastornar las consecuencias morales de la fe. Por otra parte, hay que reconocer que el Espíritu Santo, que conduce al conjunto de la Iglesia, le enseña, sobre todo a través de los hombres espirituales y de los carismas proféticos (cf. Proposición, 15), comportamientos nuevos que son, en alguna forma, explicitaciones de la fe.

4. La Iglesia, sujeto de unidad

Frente a las diferentes fuentes de diversidad o de pluralidad, es inevitable plantearse la pregunta: ¿dónde y cómo se da la unidad? ¿Es cierto que la pluralidad existe o ha existido antes que toda unidad? Si se responde afirmativamente a esta segunda pregunta, en tal caso la unidad no sería sino un resultado más o menos pragmático. Las proposiciones de la Comisión teológica no se prestan, de ninguna manera, a semejante interpretación. Ya la primera proposición señala a Cristo como misterio de unidad. Y la Iglesia es también misterio o sacramento de unidad, como lo ha recordado el Concilio Vaticano II(32). En los textos de la Comisión, la Iglesia es presentada como sujeto de la unidad en la fe. La Iglesia es también el sujeto que pronuncia el Credo. Se la debe considerar como una cuasi-persona que subsiste a través del tiempo y en la que participan, por la fe, los fieles de todas las épocas y de todos los lugares (cf. Proposición, 4).

Esto es verdad, en primer lugar, con respecto a las teologías del Nuevo Testamento. Se puede hablar de una teología lucana, como puede reconocerse también una teología particular en la carta a los Hebreos. Lejos de oponerlas o de querer discernir un «canon dentro del canon» de las Sagradas Escrituras, es en el sujeto-Iglesia donde se da su unidad (cf. Proposición, 6). Se dice «donde se da», porque no se trata, en modo alguno, de un resultado artificioso, sino del sujeto englobante y ya existente, al cual han sido dadas las Escrituras. Esto vale, con mayor razón, de la unidad de los dogmas a través de la historia (cf. Proposición, 6), como ve en el ejemplo típico de los Concilios de Éfeso y Calcedonia con respecto a las definiciones que se refieren al misterio de la Encarnación.

La confesión de fe de la Iglesia tiene dos manifestaciones esenciales: el anuncio misionero, en el sentido más amplio de la palabra, y la celebración de la liturgia, hechos posibles ambos por el Espíritu Santo (cf. Proposición, 6).

5. Discernimiento y límites del pluralismo

La misma existencia de las fuentes señaladas como raíces de la pluralidad en el seno de la Iglesia una (cf. Proposiciones, 1 y 9), no permite considerar dicha pluralidad como algo negativo, como una especie de mal menor. Por otra parte, es posible que la pluralidad sobrepase los límites y que afecte a la unidad de la fe. Se hace entonces inevitable la cuestión del discernimiento y, como consecuencia, la de los criterios.

Se afirma un primer límite, negativo: no puede aceptarse una pluralidad cuya justificación quisiera encontrarse en el hecho de una incomunicabilidad radical de la verdad. Esto equivaldría prácticamente a negar la comunión en la fe. La Revelación nos ha sido dada precisamente con el fin de crear esta comunión. De aquí el rechazo de una concepción del cristianismo que no sería más que pura cooperación pragmática (cf. Proposición, 8).

El criterio positivo básico es la fe de la Iglesia, expresada en el conjunto orgánico de sus enunciados normativos. Si se habla de «conjunto» es porque se quiere llamar la atención sobre los peligros de unilateralismo. La palabra «orgánico» recuerda la unidad de los datos de la Revelación y su cohesión interna. En forma aún más concreta se subraya el carácter fundamental de la Escritura en relación con la confesión de la Iglesia creyente y orante, expresiones que incluyen la Tradición y el Magisterio con connotaciones tomadas de la vida misma de la Iglesia (cf. Proposición, 7). Hay que recordar a este respecto las enseñanzas de la Constitución «Dei Verbum» sobre la importancia y las mutuas relaciones entre la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio(33).

Así se llega a una afirmación que se refiere a los conflictos extremos: la Iglesia tiene la posibilidad real de juzgar de las ambigüedades de las presentaciones de la fe y de discernir el error, y tiene el deber de rechazarlo. Su competencia llega incluso a declarar la herejía, es decir, hasta reconocer que se ha producido una quiebra en la comunión de la fe (cf. Proposición, 8). Pero aun sin llegar al empleo de este recurso extremo, existe la posibilidad de usar otras medidas que pueden a veces ser suficientes y eficaces. En todo este asunto no se trata de intenciones personales, sino del contenido objetivo de las formulaciones, y no sólo bajo el aspecto de negaciones abiertas, sino también en el de los silencios sistemáticos.

6. las fórmulas dogmáticas

Si se afirma la prioridad de las fórmulas dogmáticas que provienen de los Concilios de la antigüedad (cf. Proposición, 7), eso se hace porque se ve, en ellos, enunciados fundamentales sobre la cristología y la Trinidad. Y también porque dichos Concilios corresponden a una época anterior a los grandes desgarramientos de las cristiandad y continúan siendo reconocidos, aunque de manera diversa, por la gran mayoría de las Iglesias. No se trata, pues, de minimizar la autoridad de los otros Concilios ni de desconocer el valor normativo de sus enseñanzas.

La cuestión referente a la permanencia o al valor permanente de las fórmulas de la fe no podía ser eludida, pues era preciso responder a la tendencia, que aparece en diversos lugares, de considerarlas como superadas y sin importancia para la Iglesia de hoy o de mañana. Se dice que dichas fórmulas son, en primer lugar, respuestas a interrogantes precisos, planteados en un momento determinado y en un sentido también determinado (Proposición, 10). Es éste un principio básico para su correcta interpretación. Pero los antiguos interrogantes no pueden ser relegados al olvido, porque muchos problemas nuevos presuponen las respuestas de otrora, si es que se quiere llegar a darles respuestas valederas y orgánicas (cf. Proposición, 10).

A propósito de dichas fórmulas se plantean, a veces, las dificultades de vocabulario, debido al hecho de que en ellas se hace uso de algunos términos filosóficos. El empleo de estos términos no significa, por parte de la Iglesia, la adopción de un determinado sistema filosófico. Pero tampoco se puede llegar a decir que cualquier sistema filosófico sea igualmente apropiado para justificar la fe en el plano racional (cf. Proposición, 3). Aún más, es preciso conservar cuidadosamente la relación entre dichas formulaciones dogmáticas con la Sagrada Escritura y el anuncia evangélico de cada época, anuncio que para ser verdaderamente evangélico y eclesial debe estar en continuidad con la Tradición (cf. Proposición, 12, y también la Proposición, 9).

Es importante advertir que la permanencia de la Revelación no se refiere sólo a su sustancia, sino también a sus enunciados fundamentales, ya que no se ve cómo podría conservarse una sustancia desprovista de todo enunciado. No se pueden cuestionar todas las formulaciones de la fe (cf. Proposición, 12, y también la Proposición, 7).

7. Pluralidad y unidad en moral

El problema no es nuevo. Incluso en épocas en que una unidad de tipo uniforme parecía en tranquila posesión en el seno de la Iglesia occidental en materia dogmática, la pluralidad moral o, si se prefiere, la pluralidad de soluciones morales, era por demás evidente. Los textos de la Comisión comprueban el hecho, descubren algunas de sus raíces y muestran cómo existe, a pesar de todo, en este campo, una unidad profunda basada en la dignidad humana y en la conciencia (cf. Proposición, 13). Esto no significa que esta unidad no tenga su origen en Dios: recordemos aquí lo que se dijo al principio de este breve comentario (n. 2) sobre las relaciones entre lo que el hombre descubre en sí mismo y lo que le es dado por la Revelación.

Una proposición especial trata de las principales líneas de fuerza que permiten asegurar el discernimiento de la unidad de la moral cristiana (cf. Proposición, 14). Se encuentra allí, una vez más, la tríada Escritura-Tradición-Magisterio, en la perspectiva de nuestra renovación según la imagen de Dios. Es evidente que los calificativos aplicados a los tres miembros de la tríada no pretenden resolver el problema de las mutuas relaciones: su finalidad no es otra que la de hacer ver algunos aspectos de dichas relaciones, útiles para la finalidad de la proposición.

Sería una gran lástima, sin embargo, comprender lo anterior de modo que ya no se diera lugar a la vocación personal de cada uno, como si esta vocación no tuviera su fuente en los dones de Dios (cf. Proposición, 15).

Por otra parte, al reconocer la libertad del cristiano, no hay que derivar hacia una concepción de la libertad que equivaldría a afirmar el valor puramente subjetivo del juicio moral, o sea una especie de agnosticismo intelectual. Esta necesaria firmeza nada tiene que ver con posiciones de dureza frente a las personas, originadas por no considerar la maduración de cada cual ni su descubrimiento y maduración progresivos, y a veces regresivos, de las exigencias del Reino (cf. Proposición, 15).

Un campo característico de la pluralidad moral se verifica en las actividades temporales. Aquí se afirma la posibilidad y la legitimidad de análisis diferentes y el respeto debido a las diferentes opciones, con tal que sean asumidas en la obediencia a la fe y a la caridad (cf. Proposición, 15). El Evangelio no tiene traducción temporal exhaustiva ni exclusiva.

Conclusión

Estas breves y rápidas observaciones, que pretenden ser fieles a las intenciones de la Comisión teológica internacional, no pueden aspirar a decirlo todo y a no olvidar nada. Quisieran mostrar el sentido general del texto de las proposiciones. Por lo demás, no son sino un mero subsidio a una primera lectura y no puede proporcionar todos los elementos de juicio que aporta el comentario completo de la subcomisión. La lectura de las proposiciones de la Comisión debe hacerse considerándolas como un conjunto, evitando aislar ideas o expresiones que son complementarias unas de otras.

 

3.4. Comentario, por M.-J. Le Guillou

En su sesión plenaria de octubre de 1972, la Comisión teológica internacional aprobó, por unanimidad de los miembros presentes, un conjunto coherente de 15 proposiciones relativas al tema «La unidad de la fe y el pluralismo teológico». Querríamos ahora presentarlas al público.

1. El tema: ¿Pluralismo o pluralidad?

El título, por sí solo, delimita con precisión el tema. No fue la intención de los redactores tratar de todos los pluralismos: litúrgicos, pastorales, organizativos, sino únicamente del pluralismo teológico, sin desconocer, naturalmente, los otros pluralismos.

Sin embargo, se planteó una cuestión: ¿hay que hablar de pluralismo o de pluralidad? (hay que advertir que el texto habla unas veces de pluralismo y otras de pluralidad). Resulta difícil decidir, porque ambos términos son con frecuencia sinónimos, aunque si uno insiste preferentemente sobre el hecho de las diferencias o diversidades, el otro insiste en la legitimidad de esas diferencias. Pero es evidente que el texto excluye un pluralismo que admitiese la coexistencia de contradicciones: equivaldría a negar lo que es esencial, la unidad de la fe.

Es importante, en fin, distinguir, pero no separar, porque los lazos son profundos: la unidad de la fe, la unidad-pluralidad de las expresiones de la fe, la pluralidad de las teologías. En realidad se trata de niveles diferentes, aunque coordinados. Y lo que es, ante todo, primario es la unidad de la verdad.

2. El misterio de Cristo y la unidad de la fe

La legitimidad de la pluralidad en la expresión de la fe tiene por fundamento el misterio de Cristo que, en razón de su carácter insondable, trasciende toda sistematización exhaustiva.

La fe es, en primer lugar y ante todo, la adhesión a la Persona del Verbo Encarnado, muerto y resucitado, y la confesión de esta Persona en el poder del Espíritu; es irreductible a una construcción intelectual, a un «sistema». Sin embargo, implica, por su misma naturaleza, la aceptación de fórmulas dogmáticas, cuyo valor está subrayado por las Proposiciones, 7, 10, 11 y 12.

La trascendencia del misterio de Cristo no entraña en absoluto una minimización de la historicidad de la Revelación. Es el mismo Cristo el que unifica en sí toda la historia cristiana y el que fundamenta la unidad-dualidad -si se prefiere, la continuidad y la discontinuidad- del Antiguo y del Nuevo Testamento, como expresión histórica fundamental de la fe cristiana.

Este fundamento del Verbo Encarnado permite, a la vez, subrayar la historicidad de la fe cristiana, ligada a una marcha histórica y a una praxis, y distinguir formalmente esta historicidad de una historicidad en la que el hombre sería el creador de su propio destino.

3. La Iglesia, fundada en la confesión de Jesús muerto y resucitado

Finalmente, si se quiere precisar cuál es el lugar de la unidad de la fe, siempre primaria en relación con cualquier diversidad, se debe responder que es la Iglesia, la Iglesia como persona que subsiste una a través del tiempo, y que es el sujeto del Credo. Es la Iglesia la que como tal confiesa la fe, y es el Yo de la Iglesia del que por la fe participan los fieles de todas las épocas y lugares como afirma la Proposición, 4.

En verdad, en el sujeto-Iglesia se da la unidad del Nuevo Testamento y de sus diferentes teologías (joanea, paulina, lucana...). No se trata de una unidad reconstruida posteriormente y artificialmente, sino de una unidad originaria que está en el principio de la conciencia eclesial. La Iglesia está, en efecto, fundada sobre la confesión de Cristo muerto y resucitado, confesión que se realiza gracias al Espíritu Santo, en el anuncio misionero y en la celebración de la Eucaristía.

Más aún, y con mayor razón, es en la Iglesia en la que se ha dado la unidad de los dogmas a través de la historia.

Resumiendo digamos que la ortodoxia de la fe está en creer con toda la Iglesia en marcha, en acoger su «ayer», lo anteriormente adquirido y permanecer abiertos a su «mañana», en la obediencia al Espíritu que enseña lo que todavía no se podía entender (cf. Jn 16, 12-13).

El criterio de discernimiento del pluralismo -de su verdad o de su falsedad- aparece con toda claridad: es la fe de la Iglesia, expresada en el conjunto orgánico de sus enunciados normativos. El criterio es, pues, la Escritura en su relación con la Iglesia creyente y orante, es decir, en su relación con la tradición viviente de la Iglesia, que incluye el Magisterio. Escritura, Tradición y Magisterio están orgánicamente ensamblados en un solo conjunto. Queda, por lo tanto, excluida toda pluralidad, que se fundase en la incomunicabilidad radical de la verdad o se fundase en una cooperación puramente pragmática. Esto equivaldría a negar la misma estructura de la fe. Es esto algo que es singularmente urgente recordar en nuestros días.

La Iglesia, en fin, tiene el derecho y el deber, frente a proposiciones equívocas o falsas, de discernir el error y de apartarlo aun calificándolo de herejía. Esta afirmación, que podrá parecer insólita a muchos cristianos de hoy, no hace, sin embargo, más que recordar un dato permanente de la fe.

4. El dinamismo misional de la fe

El dinamismo misional de la fe está subrayado en las Proposiciones, 3 y 9.

La fe debe dar razón de sí misma a nivel racional: sin ser una filosofía, imprime indudablemente una dirección al pensamiento. La fe subraya claramente que Jesús y el Creador no son más que una sola cosa, que a Jesús le pertenece el ser y no solamente la historia. La fe debe inscribirse en las diferentes culturas, en un pluralismo necesario, pero este esfuerzo debe hacerse en comunión con la Iglesia universal del pasado y del presente.

5. Permanencia de las fórmulas de la fe

Las Proposiciones, 10, 11 y 12 insisten vigorosamente en el valor y la permanencia de las fórmulas dogmáticas: rechazan una tendencia, muy frecuente hoy día, de considerarlas como ya pasadas y desprovistas de significación para la vida actual o futura de la Iglesia.

Debe advertirse la necesidad de poner siempre las fórmulas dogmaticas en relación con la Escritura y el mensaje evangélico que hay que proclamar al mundo.

El acento puesto en los primeros Concilios no es, de ningún modo, una relativización de los Concilios posteriores: se intenta solamente subrayar la importancia de su objeto y temas (la Trinidad, la cristología...).

6. Pluralidad y unidad en moral

Después de haber constatado la pluralidad, las proposiciones ponen en evidencia la unidad fundamental de la moral, basada en la dignidad humana y en la conciencia. La Proposición, 14 recuerda que la unidad de la moral cristiana se funda en principios constantes, contenidos en las Escrituras, aclarados en la Tradición, presentados a cada generación por el Magisterio. Nos encontramos, de nuevo, con la tríada ya señalada: Escritura-Tradición-Magisterio.

Advirtamos todavía -pero hay que leer todo el texto- que la libertad del cristiano no se funda en la subjetividad, sino que supone un esfuerzo constante hacia la objetividad total.

Conclusión

Estas notas no son más que una glosa rápida y no un comentario detallado de estas proposiciones como el publicado bajo la responsabilidad directa de la subcomisión que preparó el texto y que estuvo presidida por el profesor J. Ratzinger(34).