Tema 6

 

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

 

En la Biblia, «santo» es el que ha sido bautizado y está en gracia de Dios.

La expresión «comunión de los santos» tiene, pues, dos significados estrechamente relacionados: «comunión en las cosas santas [«sancta»]» y «comunión entre las personas santas [«sancti»]». (Cat. Nº 948)

Si los santos estamos unidos, es porque, por encima de cualquier otra diferencia, tenemos en común el participar en las cosas santas, en los bienes de la salvación. «Comunión de los santos» es otra manera de llamar al pueblo de Dios.

La comunión de los bienes espirituales (Cat. Nº 949–953)

En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42):

•           La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.

•           La comunión de los sacramentos. «...Los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo..., son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo» (Catech. R. 1, 10, 24).

•           La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7).

•           «Todo lo tenían en común» (Hch 4, 32): Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo. El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (Cf Lc 16, 1.3).

•           La comunión de la caridad: El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión (Rm 14, 7; 1 Co 12, 26-27).

La comunión entre la Iglesia del cielo y la de la tierra

Nuestra Iglesia no tiene fronteras: cielo, purgatorio y tierra estamos injertados en el «Cuerpo Místico» de Jesús, nos sentimos un solo ser y compartimos nuestros bienes espirituales. Todos nos sentimos aunados por los méritos de Jesús y por eso nos «intercomunicamos». Pedimos a los santos del cielo que se unan a nuestra oración como le pedimos a nuestro amigo que rece por nosotros en un momento especial de nuestra vida. También oramos por nuestros difuntos. Si alguno de ellos murió en gracia de Dios, pero todavía le falta alguna purificación, le ofrecemos nuestras oraciones para que cuanto antes pueda estar junto al Señor.

Los tres estados de la Iglesia son: la Iglesia militante (los que peregrinan aquí en la tierra), la Iglesia purgante (los difuntos en proceso de purificación), y la Iglesia triunfante (los ya glorificados en el cielo).

Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones (Cat. Nº 962).

 

«CREO EN EL PERDON DE LOS PECADOS»


El hombre, por sí mismo, nunca hubiera podido liberarse del pecado, el sufrimiento y la muerte. Felizmente, Dios se ha acercado a nosotros en su Hijo hecho hombre. Gracias a Jesucristo, el destino de los hombres no está ya determinado por el pecado, por más que éste siga  presente y activo en la humanidad, sino por la salvación que Dios nos ofrece gratuitamente en Cristo.

El perdón de los pecados es la aurora de la salvación futura, la luz que el futuro de la salvación de Dios arroja sobre la vida presente. En medio de esta noche oscura, de esta historia de pecado, que es la historia de la humanidad, Dios nunca abandona a sus hijos. Es allí cuando resuena la voz de Dios:

Aunque una madre se olvide de su hijo pequeño, Dios no puede olvidar a su pueblo (Is 49, 15).

El poder de las llaves

Creer en la remisión de los pecados es creer que el mal, el pecado, no tendrá la última palabra. Creer en el perdón de los pecados significa que, a pesar de la infidelidad de su pueblo, la misericordia y la compasión de Dios son para siempre, y Dios no desprecia el corazón arrepentido y perdona la culpa del que lo busca con sinceridad de corazón.

No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. «No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero» (Catech. R. 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado (Cf Mt 18, 21-22). (Cat. Nº 982)

Jesús quiso ceder a la Iglesia este ministerio del perdón. Fue el día más grande de la historia, el día de la Resurrección, cuando Jesús se apareció a sus apóstoles y, después de entregarles el don del Espíritu Santo, les dijo:

A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados, y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar (Jn 20, 23).

La Iglesia comprendió de manera clara que el Señor le entregaba el ministerio del perdón. Nosotros lo llamamos sacramento de la Reconciliación (o Penitencia). Cuando un pecado mortal rompe nuestra amistad con Dios, acudimos a este sacramento; allí es Jesús mismo quien se hace presente, a través del sacerdote, para decirnos: «Yo te absuelvo de tus pecados». Por medio de la confesión, Dios Padre nos restituye la vestidura de gracia que nos fue regalada en el bautismo.

El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus pobres servidores cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra (S. Ambrosio).

Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles... Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo (S. Juan Crisóstomo). (Cat. Nº 983)

 

«CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE»


Creer en la resurrección de la carne significa que nuestra vida no termina dentro de un sepulcro. Nosotros nacemos para vivir, no para morir. Como Jesús de Nazaret, seremos resucitados por el poder de Dios.

Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11).

La expresión «resurrección de la carne» hace una explícita mención al aspecto «material» de la resurrección. No se trata de la inmortalidad del alma, sino de la resurrección de todo nuestro ser: del cuerpo y del alma, pero glorificados. «Carne» significa entonces aquí «el hombre todo y todos los hombres», es decir, la naturaleza humana, con sus limitaciones, debilidades y virtudes.

El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8, 11) volverán a tener vida (Cat. Nº 990).

Carne es todo el corazón, toda el alma, toda la mente: es el hombre entero.

Cómo resucitan los muertos

¿Qué es resucitar?

Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día (Cat. Nº 1016).

Todos los que han muerto resucitarán:

Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5, 29).

Cada uno resucitará con su propio cuerpo, pero glorificado. Un cuerpo totalmente animado y poseído por el Espíritu, dador de Vida y, por tanto, incorruptible, glorioso y fuerte:

Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El «todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora» (Cc. de Letrán IV), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44). (Cat. Nº 999).

La resurrección será en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48). La resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía –segunda venida– de Cristo:

El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

Afirmar la fe en la resurrección de la carne no es sólo creer en «la otra vida», significa también creer que esta vida nuestra, gracias a Dios, se impondrá sobre la muerte.

«CREO EN LA VIDA ETERNA»


El juicio particular

Muchos se hacen mentalmente la imagen de un «tribunal» ante el cual vamos a comparecer el día de nuestro encuentro final con el Señor. Se imaginan a un juez inflexible –Dios–, con su martillo en la mano, y a un fiscal presto para lanzarnos una larga lista de acusaciones. Y esa idea los pone más que nerviosos... Lo cierto es que en el último momento de nuestra existencia, Dios nos dará un conocimiento profundo de nosotros mismos. En ese mismo instante, sabremos si nuestra vida fue un «sí» a Dios, o si hemos cerrado nuestro corazón a las múltiples gracias que Dios Padre nos fue regalando a lo largo de nuestra vida.

Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre (Cat. Nº 1022).

Para quienes vivimos en el camino del Señor, el juicio no debe ser motivo de terror, sino de confianza. Recordemos para esto la promesa que nos hizo Jesús:

Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios (Jn 3, 17–18).

La vida eterna (el cielo) y la muerte eterna (el infierno) ya comienzan aquí. Creer en la vida eterna es creer que el reino de Dios ya está en medio de nosotros, y que es nuestra la tarea de construirlo.

El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama (Mt 12, 30).
 

La purificación final o purgatorio

Es un error grande el imaginarse al purgatorio como un «infierno chiquito». Otro error es pensar que todos necesariamente deben pasar por el purgatorio. No es así. La persona que ha llegado a una debida maduración espiritual ingresará inmediatamente al cielo.

Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios (Cat. Nº 1054).

El purgatorio, más que como una amenaza, lo debemos mirar como una muestra más de la misericordia de Dios que comprende nuestra debilidad. Dios no quiere la condenación de nadie.

Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final (Cat. Nº 1037).

El juicio final

Hoy en día, hemos tergiversado las cosas: a lo bueno se le llama malo; muchos malvados son exhibidos como ejemplares y exitosos; el débil y honesto sale perdiendo frecuentemente, sobre todo cuando acude a los tribunales humanos. Pero el día del Juicio Final, todo quedará en el lugar preciso, pues sólo habrá un juez: Dios mismo.

Es por ello que los primeros cristianos, lejos de temer la segunda venida de Jesús, oraban incesantemente para que ésta se produzca, clamando: «¡Ven, Señor!». Y para los que creemos en Cristo, será un día de celebración.

La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31. 32. 46). (Cat. Nº 1038)

El Catecismo de la Iglesia nos da una bella definición de lo que es la «vida eterna»: es reinar con Cristo.

Al fin de los tiempos, el Reino de Dios llegará a su plenitud. Entonces, los justos reinarán con Cristo para siempre, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo  material será transformado. Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 28), en la vida eterna (Cat. Nº 1060).

El cómo será esa vida bienaventurada, no lo sabemos. Muchos se esfuerzan por imaginarse algo tan sublime, pero lo cierto es que recién lo entenderemos cuando lo vivamos. Ésa es nuestra más grande esperanza.

Sólo cabe apuntar que quizás el pasaje más hermoso de la Sagrada Escritura es el que nos describe el Apocalipsis, de aquel momento sin fin al cual todos hemos sido invitados a disfrutar. Nos referimos a las Bodas del Cordero, esa gran celebración como no hubo ni habrá otra igual:

Y salió una voz del trono, que decía: «Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le teméis, pequeños y grandes.»

Y oí el ruido de muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: «¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura; el lino son las buenas acciones de los santos» (Ap 19, 5–8).

«Amén»

Así pues, el «Amén» final del Credo recoge y confirma su primera palabra: «Creo». Creer es decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad (Cat. Nº 1064).

El «amén» del Credo no es un punto final. Es un momento en la vida –sobre todo en la celebración– en el que los creyentes renovamos la fidelidad al Dios fiel. Renovar ese amén es algo así como animarnos a testimoniar más y más una vida vivida como quienes han sido salvados.

Cuestionario

  1. ¿Cómo responderías a alguien que te dice: «Yo me confieso directamente con Dios»?

  2. ¿Cómo deberíamos vivir para estar confiados en el momento de nuestra muerte de que iremos directamente al cielo?

  3. ¿Qué le dirías al Señor en el último minuto de tu vida?

  4. ¿Cómo la voluntad de Dios se puede hacer «amén» en tu vida?

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