Tema 5

 

CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

 

El Espíritu Santo, más que una creencia, debe ser una vivencia. Exclamar «creo en el Espíritu Santo», más que el enunciado de un credo, ha de ser el testimonio irrefutable del que ha experimentado en su vida la acción del Espíritu de Dios vivo.

Pero si no nos familiarizamos con el Espíritu Santo, si no reconocemos su acción, la última parte de nuestro Credo se nos convierte en un índice de fórmulas: la Iglesia se reducirá a ser una organización folclórica, la comunión de los santos será una teoría inútil, el perdón de los pecados un objetivo inalcanzable, la resurrección de la carne un irracional deseo y la vida eterna no será más que una utopía delirante.

En la última Cena, Jesús hizo a sus apóstoles una maravillosa promesa. Les dijo que no los dejaría «huérfanos», sino que iba a enviarles el Espíritu Santo, quien sería su «Consolador», que estaría siempre «en ellos», que les recordaría todo lo que él les había enseñado, y que los llevaría a toda la verdad.

El Espíritu Santo sería, según esa promesa de Jesús, su «Sustituto». «Él estará en ustedes», les dijo Jesús (Jn 14, 17). Antes, Jesús estaba «con» ellos. Ahora, ya no sería algo externo sino interno, estaría «dentro de ellos».

El día de Pentecostés, los discípulos precisamente tuvieron por primera vez la experiencia de sentir la presencia de Dios «en ellos». Nunca más los creyentes se sintieron desamparados ni en medio de las luchas más difíciles. Estaban plenamente seguros de que el Espíritu Santo los «consolaba» y los «iba guiando a toda la verdad».

El Espíritu Santo es quien hace fecunda la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Es quien nos hace comprender su Palabra y que la podamos vivir. Es también quien nos une con el Padre y con el Hijo en oración, nos mueve a alabar a Dios y a proclamarlo Señor de nuestras vidas:

«Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia (Cat. Nº 683).

Creer en el Espíritu Santo es estar convencidos de que él va a renovar permanentemente nuestra vida, haciendo que de nuestro interior broten «ríos de agua viva» (Jn 7, 38–39). Es creer que en nosotros también es posible vivir un continuo Pentecostés, pues el Espíritu de Dios es ese «viento huracanado» que no nos deja conformarnos, instalarnos, estancarnos en lo poco o mucho que hayamos alcanzado. Es un vendaval que anima y sostiene no sólo nuestras vidas desde un punto de vista individual, sino también nuestras comunidades y la Iglesia entera. Por ello es que nos dirigimos al Padre diciéndole: «Envía tu Espíritu Señor, y renueva la faz de la tierra».

Señor y Dador de vida

Decía san Agustín, refiriéndose al Espíritu Santo: «Él habita en lo más profundo de nosotros, al punto de estar más cerca de nosotros, más íntimo a nosotros que nosotros mismos».

Es este Espíritu quien desde lo más profundo de nuestro ser va intercediendo por nosotros «con gemidos inefables» (Rm 8, 26). Y esa acción en nuestro interior hace que se manifieste el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Ga 5, 22–23).

Es, pues, Señor y Dador de vida. Es «Señor» porque es Dios:

Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, «que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (Símbolo de Nicea-Constantinopla). (Cat. Nº 685)

Los símbolos del Espíritu Santo

Nuestro lenguaje humano muchas veces no alcanza a expresar con éxito ciertas acciones de tipo espiritual. Es por ello que acudimos frecuentemente a imágenes para poder dar una leve idea de ellas. La Biblia emplea este recurso para describir la acción del Espíritu Santo en la vida de las personas. En ella encontramos abundantes imágenes que nos revelan cuál es la acción del Espíritu Santo en el alma de la persona que se deja controlar por él. El Catecismo de la Iglesia Católica (Nº 694–701) recoge estas imágenes bíblicas del Espíritu Santo:

           

«CREO EN LA SANTA IGLESIA CATOLICA»

 

¿Existe alguna contradicción al decir que creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y no creemos en la Iglesia católica?

Creer que la Iglesia es «Santa» y «Católica», y que es «Una» y «Apostólica» (como añade el Símbolo Niceno-constantinopolitano) es inseparable de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa («Credo... Ecclesiam»), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia (Cat. Nº 750).

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo (Rm 12, 5; 1 Co 12, 12–13.27; Ef 5, 29–30; ver también Lumen Gentium, Nº 7). Es incoherente decir que amamos a Cristo (la cabeza) y no amamos a la Iglesia (su cuerpo).

Todos nosotros fuimos creados para la comunión, para vivir en unión con otras personas. No corresponde a nuestra vocación el vivir solitarios, cerrados a las necesidades de los demás. Estamos llamados a abrirnos y a comprometernos con los hermanos, a vivir no para nosotros mismos, sino para los otros. Y a vivir nuestra fe no sólo en una dimensión individual, sino sobre todo eclesial. Cristiano sin Iglesia no existe.

«Creer» no sólo es aceptar un «paquete» de doctrinas y verdades sobre Dios. Creer es comprometerse, indentificarse, adherirse totalmente a alguien. Creer es entregar el corazón, es «ponerse la camiseta».

Creo en la Iglesia porque creo en el Espíritu Santo que la guía, que la lleva a la conversión, que la renueva incesantemente, que la lleva a despojarse de toda mentira e hipocresía. Creo en la Iglesia porque Jesucristo prometió estar con sus discípulos hasta el fin de los tiempos.

¿Qué entendemos por «Iglesia»?

Muchos utilizan la palabra «iglesia» para referirse al templo o al lugar en donde se realizan actos de culto. También, se asocia esta palabra sólo a la Jerarquía (el Papa, los obispos y sacerdotes), a la Iglesia como institución que promulga decretos y defiende sus dogmas. Pero...

La palabra «Iglesia» significa «convocación». Designa la asamblea de aquellos a quienes convoca la palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo (Cat. Nº 777).

La constitución dogmática Lumen Gentium (sobre la Iglesia) del Concilio Vaticano II, dedica su segundo capítulo a señalar que la Iglesia es el Pueblo de Dios, el pueblo mesiánico:

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1Pe 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5-6), son hechos por fin “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición ... que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios” (1 Pe 2, 9-10). (LG, Nº 9)

Es entonces la Iglesia el pueblo de Dios –pueblo santo y pecador– que se congrega obedeciendo al llamado de Dios, para celebrar la pascua de su liberación y llevar a todos la Buena Noticia. Donde el pueblo de Dios estuviere reunido, ahí está la Iglesia.

Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20).

Poco importa si el lugar donde se congregan los creyentes es una catedral, una sencilla capilla o una casa. Si hay fe entre quienes se reúnen, están siendo una Iglesia viva, un templo vivo de Dios, pues por la fe en Cristo y por el bautismo somos Iglesia. Lo más importante no es tanto ir a la Iglesia, sino ser Iglesia, pues ella es Comunidad.

Es también la Iglesia, como la llamó Juan XXIII, «Madre y Maestra». La madre perfecta no existe, pero esta Madre, que es la Iglesia, no es perfecta porque está cargada con nuestros pecados. Somos nosotros quienes «afeamos» su rostro con nuestro comportamiento, con nuestra conducta mediocre y ambivalente. La Iglesia somos todos nosotros, y si alguno de nosotros falta, está dejando un vacío imposible de llenar. Pero a la madre, con sus defectos y virtudes, hay que amarla con todo el corazón, y dejarse educar por ella.

Iglesia soy yo, tú, todos nosotros. Iglesia es la parroquia, la comunidad por la cual sufres y luchas. Iglesia es el grupo de oración, el club de madres, los franciscanos, los dominicos, el apostolado de la oración, el coro de la misa, los sacerdotes, las religiosas, los agentes pastorales... Iglesia es tu familia, los hermanos que se reúnen para orar y compartir la Palabra de Dios. Iglesia es toda esa maravillosa variedad de personas y agrupaciones que, en la unidad del Espíritu Santo, profesan una misma fe y confiesan a un mismo Señor: Jesucristo.

Los símbolos de la Iglesia

El Catecismo de la Iglesia Católica (Nº 754–757) nos describe las imágenes bíblicas de la Iglesia:

Un pueblo sacerdotal, profético y real

Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido «Sacerdote, Profeta y Rey». Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (Cat. Nº 783).

Los sacramentos de la iniciación cristiana –el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía– nos unen vitalmente a Cristo, como a sarmientos a la vid o como a miembros a su Cuerpo Místico. Mediante esta incorporación vital a Cristo, participamos de su vida divina por la gracia; pero también participamos todos los cristianos de su triple función de Profeta, Sacerdote y Rey o Pastor. En el Bautismo y en la Confirmación, sacramentos en los que hay una unción con el santo crisma, que es mezcla de óleo con bálsamo, cada miembro de la Iglesia de Jesucristo tiene que compartir con él la triple misión de ser, a su modo, profeta, sacerdote y rey del Nuevo Testamento.

Todo bautizado como profeta está llamado a anunciar de obra y de palabra la buena nueva de Dios; ésa es nuestra misión profética. Como sacerdote debe orar no individualmente y sólo por sí mismo, sino comunitariamente y por todos los demás; esta es nuestra misión sacerdotal. Como rey, todo cristiano debe ser en la sociedad, protagonista de un servicio desinteresado, notable sobre todo, en el servicio a aquellos que no nos pueden pagar; es nuestra misión regia.

Los carismas

Hemos compartido que en la Iglesia existe, por obra del Espíritu Santo, una gran diversidad. Y esta diversidad es producto de la variedad de carismas que el Espíritu ha suscitado en toda la Iglesia.

Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo (Cat. Nº 799).

Estos carismas han de ser acogidos con gratitud y humildad, y deben ejercerse siempre en comunión con nuestros pastores:

Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (Cf 1 Co 13). (Cat. Nº 800).

Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que “distribuye sus dones a cada uno según quiere” (1Co 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas palabras: “A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad” (1Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1Tes 5,19-21). (LG, 12)

Cuestionario

  1. Redacta una oración en la que le pides al Espíritu Santo que renueve tu vida y te lleve a toda la verdad.

  2. Redacta una oración en la que le pides al Espíritu Santo que renueve y santifique su Iglesia.

  3. ¿Cómo responderías a alguien que te dice: «Yo no creo en la Iglesia porque allí no me han amado»?

  4. ¿Por qué es necesario para el cristiano vivir su fe eclesialmente?

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