Tema 3

«CREO EN JESUCRISTO,
HIJO ÚNICO DE DIOS»

 

El centro de nuestra fe: Cristo

El cuerpo central de nuestra fe y, por tanto de nuestro credo, es la aceptación del enviado por el Padre, Jesucristo nuestro Señor.

Tantos son los que dicen que saben algo o mucho sobre Jesús. Pero de lo que aquí se trata no es de saber todo o poco sobre Jesús, sino de profundizar en lo que significa decir: «creo en Jesucristo».

Hoy en día hay tantas corrientes religiosas y para-religiosas que hablan de un Jesús lleno de cualidades, pero que finalmente es un hombre más. Uno de los tantos que destacaron en la historia de la humanidad. Pero vamos a ver en este tema quién es Jesús en realidad. Porque sin tener a Jesús como único centro, no tiene razón de ser nuestro cristianismo:

En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca... Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16) (Cat. Nº 427; CT 6).

El nombre de Jesús, el Cristo

Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación (Cf. Jn 3, 18; Hch 4, 12) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).

Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido». No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado (Hch 2, 36). 

Fruto de esta declaración de Pedro en aquella mañana de Pentecostés, muchos recibieron el bautismo en el nombre de Jesucristo, sus pecados fueron perdonados y recibieron el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 38).

Nosotros somos cristianos justamente porque, por la gracia de Dios, hemos recibido el Espíritu Santo, nos hemos convertido y confesamos con nuestra boca y nuestra vida que Jesús es el Cristo, que ha cumplido fielmente su misión y eso nos ha salvado. Él, que es el Hijo, se hizo uno de nosotros, se unió a nosotros como en una boda, y quedamos emparentados con Dios: también nosotros somos ahora hijos.

Hijo único de Dios

La fe cristiana nos dice que Jesús no es un portador del reinado de Dios y, en ese sentido, por la función mesiánica que ejerce, un «hijo de Dios». Es el único Hijo, el único que ha sido investido del poder de Dios, el único realizador de su reinado. Es el único camino, toda y la única verdad que Dios nos comunica, el único cauce por el que Dios nos da la vida.

Pero alguno podrá preguntarse, al escuchar la frase «el único Hijo de Dios»: ¿qué somos entonces nosotros? ¿En qué quedamos? ¿Somos o no somos hijos de Dios en verdad?

Pues ciertamente Jesucristo es el único Hijo de Dios y por eso mismo el heredero único de todo lo que fue creado:

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios.  Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe (Jn 1, 1–3; ver también  Colosenses 1, 15ss).

Pero, a pesar de ser el Hijo único de Dios y, por tanto, heredero único también,

...sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 7–8).

Contrariamente a nuestro modo egoísta de obrar y de concebir la justicia,

Por el bautismo, vivimos de su vida (Gal 3, 37). Y somos una sola cosa con él (Gal 3, 27), que es el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). En él podemos llamar a Dios «Padre» (Rm 8, 14–15) y somos herederos de la gloria que el Padre le preparó:

Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados (Rm 8, 17).

Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es vuestro:.... el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es nuestro;  y nosotros, de Cristo y Cristo de Dios (1 Co 3, 21–23).

¿Qué significa, entonces, creer en Jesucristo, Hijo único de Dios? Significa:

– luchar contra la ambición de poseerlo todo, contra el ansia de poder y de dominio que vive en el corazón del hombre;
– reconocer en él al heredero único y que en él también nosotros somos herederos;
– proclamar que todos fuimos beneficiados con su herencia, que no son sólo unos pocos los privilegiados;
– anunciar que en él todos nos hacemos hijos de Dios y hermanos entre nosotros;
– aprender a repartir y compartir, pues todo lo recibimos por gracia.

«NUESTRO SEÑOR»

La palabra «Señor» con la que los cristianos confesamos nuestra fe en Jesús, es justamente la misma que se emplea para traducir al griego («Kyrios») el pronombre hebreo de Dios (YHWH). Por eso, decir que Jesús es Señor es decir que Jesús es Dios. En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Y decir que Jesús es «nuestro Señor» es decir que no reconocemos otro señorío sobre nosotros fuera del suyo, que es el que nos salva.

Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (Cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (Cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque El es de «condición divina» (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (Cf. Rm 10, 9; 1 Co 12, 3; Flp 2, 11). (Cat. Nº 449)

¿Cómo decir «Jesús es Señor», sin dejar que el Espíritu nos ponga a su servicio? ¿Cómo no recordarnos cada día y contar a los otros que servirle es reinar?

En la ceremonia del lavatorio de los pies, Jesús muestra cómo él es el Señor. Al celebrar la Pascua con sus discípulos, les lavó los pies. Lavó sus pies para que tomaran conciencia de que la grandeza del hombre está en servir y no en ser servido:

Ustedes me llaman “el Maestro” y “el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes (Jn 13, 13–15).

El que llama a Jesús «Señor» de su vida, no puede tener otros «señores», pues «nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 24). Jesús tiene que ser el único Señor de nuestra vida, de todas sus áreas. No podemos «reservarnos» nada para nosotros mismos. Estamos sometidos a él, a su señorío, pues él tiene toda la autoridad sobre nuestra vida:

Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (Cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor» (Cf. Mc 12, 17). «La Iglesia cree... que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10, 2; cf. 45, 2).  (Cat. Nº 450)

El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad. «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3).  (Cat. Nº 455)

¿Está la voluntad de Cristo en primer lugar de nuestra vida? ¿Estamos dispuestos a vivir el plan que él tiene para nosotros, aunque ello conlleve renunciar a nuestros proyectos personales?

La Palabra de Dios dice:

Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación (Rm 10, 9–10).

Hagamos un acto de fe en Cristo y proclamémoslo con nuestros labios y con nuestra vida que Él es nuestro único Señor. Renunciemos, también, a todo aquello que no permite a Jesús ser el Señor de nuestra vida: el pecado, el mal, el egoísmo, el materialismo y las sensualidades, las ansias de poder, de placer, de sobresalir sobre los demás, toda relación con prácticas de esoterismo y ocultismo (lectura de cartas, consulta de adivinos, horóscopos, espiritismo, etc.).

«JESUCRISTO FUE CONCEBIDO
POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO
Y NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN»

Por qué el Verbo se hizo carne (Cat. Nº 457–460)

El Verbo se encarnó:

– Para salvarnos reconciliándonos con Dios: 1 Jn 4, 10; 1 Jn 4, 14.
– Para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: 1 Jn 4, 9; Jn 3, 16.

– Para ser nuestro modelo de santidad: Mt 11, 29; Jn 14, 6.
– Para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4).

Verdadero Dios y verdadero hombre

El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. El se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que  la falseaban (Cat. Nº 464).

Dice la Palabra que Jesús «es el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). En él fuimos creados.

Jesús es un hombre que existió de verdad:

– Un hombre de carne y hueso.
– Su madre es María de Nazaret, que se casó con un hombre llamado José (Lc 1, 26).
– Y nació en Belén, en tiempo de Herodes, y vivió un largo período en Nazaret (33 años).

Por ser la manifestación de Dios, Jesús nace del Espíritu de Dios, o sea, del mismo amor. Por eso, su nombre completo no es sólo Jesús, que significa el «salvador del pueblo». Es también Emmanuel, porque de hecho es Dios-para-nosotros, Dios-con-nosotros (Mt 1, 21–23).

Jesús de Nazaret es verdadero hombre. Un hombre que vivió en todo la condición humana, menos el pecado:

Es también verdadero Dios: no un Dios disfrazado en forma humana fuera de nuestra realidad. Es el enviado de Dios: el que revela al Padre, la manifestación máxima de Dios entre los hombres.

Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo...

La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (Cf. Jn 16, 14-15). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es «el Señor que da la vida», haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya (Cat. Nº 485).

En la concepción milagrosa de Jesús, se da el encuentro fraterno del hombre con Dios, que es amor. Creer en Jesucristo, «concebido por obra y gracia del Espíritu Santo», es participar de la familia de Dios. Y esta familia de Dios supera los lazos de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre (Jn 1, 12–13).

...Nacido de la Virgen María

Tratemos de profundizar qué significa para nuestra vida el hecho de que Jesús nació de la Virgen María, entrando así definitivamente en la historia humana, actuando y conduciéndola por la fuerza del Espíritu Santo.

Y la Iglesia afirma que Jesús nació de María. No afirma que el Hijo de Dios sólo apareció en forma humana. Tampoco afirma que él fue hombre solamente en el corto espacio de su existencia terrena, o sea, cuando estuvo físicamente presente en medio de sus discípulos y dejó de ser hombre al volver al Padre después de su ascensión para sentarse a la derecha de Dios Padre. Cuando la Iglesia dice que Jesús nació de una mujer, afirma que Jesús en verdad nació de María de Nazaret y se hizo definitivamente uno de nosotros. Jesucristo fue verdaderamente hombre durante su vida terrena y continúa siendo hombre glorificado por el Padre que lo exaltó y le dio un nombre por encima de todo nombre.

María es verdaderamente «Madre de Dios» porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo (Cat. Nº 509).

María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre» [S. Agustín]: ella, con todo su ser, es «la esclava del Señor» [Lc 1, 38] (Cat. Nº 510).

El lugar de primer orden que ocupa en el evangelio la Virgen María es por su estrecha relación con la obra redentora de Jesús. Dios siempre se vale de las personas para llegar a los hombres. El evangelio señala que Dios no obliga a María a ocupar el papel que le ha sido asignado en la historia de la salvación. Le pide su consentimiento. Y María, previendo las dificultades que le traería la aceptación, dice simplemente: «He aquí la esclava del Señor; que se haga en mí según tu palabra». Desde ese momento, la Virgen María pasó a ser la «cooperadora principal» de Jesús en la obra de la redención. No porque ella lo hubiera «merecido», sino porque fue escogida por Dios para esa misión:

La Virgen María «colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres» (Cat. Nº 511; LG 56). 

Confesar que Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen, es creer en el poder que ha desplegado Dios para salvarnos. El nacimiento virginal de Jesús es un signo viviente de que Dios nos renueva a los hombres desde la raíz y hace nuevas todas las cosas.

Cuestionario

  1. ¿Qué significado tiene para nosotros el hecho de ser «coherederos» con Cristo?

  2. ¿Por qué Jesús tiene que ser el único Señor de nuestra vida?

  3. Explica con tus propias palabras que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

  4. Escribe una pequeña oración en que le agradeces a María por haber aceptado ser la madre de nuestro Salvador.

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