Tema 2

«CREO EN DIOS,
PADRE TODOPODEROSO»

«Creo en Dios»

«Creo en Dios»: Esta primera afirmación de la profesión de fe es también la más fundamental. Todo el símbolo habla de Dios, y si habla también del hombre y del mundo, lo hace por relación a Dios. Todos los artículos del Credo dependen del primero, así como los mandamientos son explicitaciones del primero. Los demás artículos nos hacen conocer mejor a Dios tal como se reveló progresivamente a los hombres. «Los fieles hacen primero profesión de creer en Dios» (Catech. R. 1, 2, 2). (Cat. Nº 199).

Nosotros creemos en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Moisés y de los profetas, el Dios de la Alianza. Pero por sobre todo, es el Dios revelado en Jesucristo.

Creemos que Él es el Dios único y que sólo Él es necesario. Tenemos que amarle con todo el corazón y todas las fuerzas. Sólo en Él podemos poner nuestra confianza sin condiciones.

Por ello, es un Dios que reclama nuestra fidelidad inquebrantable, el amor total y desinteresado, sin «imponerle» normas de nuestras medidas, pensamientos o criterios humanos.

Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo y aquí en la tierra; no hay otro (Dt 4, 39).

Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado (Dt 6, 4–7).

Creer en Dios Padre todopoderoso:

— es creer que Él nos da y sustenta cada instante de nuestra vida, de una manera providente;
— es estar del lado de la Vida, estar dispuestos a darla, comunicarla y defenderla con palabras y obras;
— es no conformarse con el mal, sino intervenir para que se cumpla el Plan de Dios;
— es vivir confiando en aquel Dios que «demuestra su poder en nosotros y que puede realizar mucho más de lo que pedimos o imaginamos» (Ef 3, 20) y que, por lo tanto, puede y quiere utilizarnos como sus instrumentos;
— es aceptar el desafío de asumir la misión que nos da el Señor, aun cuando seamos conscientes de nuestra debilidad, pues sabemos que su gracia «nos basta» (2 Co 12, 9).

Consecuencias para toda nuestra vida de creer en Dios

El Padre revelado por el Hijo

Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (Cf Is 66, 13; Sal 131, 2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende también la paternidad y la maternidad humanas (Cf Sal 27, 10), aunque sea su origen y medida (Cf Ef 3, 14; Is 49, 15): Nadie es padre como lo es Dios (Cat Nº 239).

El pueblo de Israel durante su travesía por el desierto, experimentó quién era Dios, que, como padre, les había guiado, había hecho brotar el agua de la roca; les había servido el maná en medio del desierto; les había proporcionado carne; y, además, había sido su aliado para combatir a los enemigos.

Este pueblo de Israel había llegado a descubrir que Dios era un padre para ellos como pueblo; pero todavía no había descubierto a Dios como padre a nivel personal. Esta fue la gran revelación de Jesús: Dios es nuestro padre, el padre de cada uno de nosotros. Ese Padre bueno que está metido dentro de nuestra historia personal.

La parábola del hijo pródigo viene a echar por los suelos la imagen de un dios pagano, que, a través de los siglos, hemos mantenido en nuestro corazón, los que nos llamamos cristianos. Ese padre de la parábola deja abierta la puerta de su casa las 24 horas del día para que cuando vuelva el muchacho la encuentre abierta. Ese Padre respeta la libertad de sus hijos que optan por alejarse; no se queda en la casa tramando la venganza, sino con el ansia del retorno de su hijo. Al volver su hijo, no piensa en desquitarse con una bien estudiada reprimenda, sino que lo abraza, se preocupa de que le pongan sandalias y manto, y , para que el joven no se sienta mal, le prepara una fiesta.

Por ello la importancia de creer únicamente en el Dios que nos reveló Jesús, pues sólo Él lo conocía y nos podía decir cómo era. Los demás dioses, presentados por los seres humanos, no son sino caricaturas ridículas del único Dios de Jesucristo.

En las manos de nuestro Padre

Jesús nos enseñó que no debíamos andar agobiados por las preocupaciones propias de nuestro diario vivir; que el Padre del cielo velaba por las aves y por los lirios del campo, con mayor razón tendría sus ojos puestos sobre nosotros que somos sus hijos. Este es uno de los mensajes más consoladores del Evangelio.

Jesús no quiere que nos sintamos aplastados por las circunstancias adversas; quiere que sepamos levantar nuestros ojos hacia el cielo y recordar que hay un Padre que ya conoce nuestras dificultades y que con su «tiempo misterioso» está pendiente de nosotros. Pero Jesús también advirtió que ese Padre no quiere hijos haraganes. Nos dio «talentos» para ponerlos a fructificar. A los hombres Dios les dijo: «Crezcan y multiplíquense; dominen la tierra» (Gn 1, 28). Los hombres fueron nombrados administradores del mundo.

Dios no quiere que con el pretexto de que Él es nuestro Padre, nos crucemos de brazos y queramos que Él nos resuelva todos nuestros problemas. A eso Jesús lo llamó «enterrar el talento».

Significado para nosotros de la paternidad de Dios:

El mensaje de la paternidad de Dios abre ante el cristiano las posibilidades de:

«CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»

«En el principio, Dios creó el cielo y la tierra»: tres cosas se afirman en estas primeras palabras de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a todo lo que existe fuera de El. Sólo Él es creador (el verbo «crear» -en hebreo «bara»- tiene siempre por sujeto a Dios). La totalidad de lo que existe (expresada por la fórmula «el cielo y la tierra») depende de Aquel que le da el ser (Cat. Nº 290).

El relato de los primeros capítulos del Génesis es claro en rechazar el politeísmo –multitud de dioses, según las creencias de pueblos antiguos–. Existe un solo Dios poderoso que crea el universo. También niega claramente el panteísmo –creer que todo lo creado es parte de Dios–. El Génesis nos presenta a Dios «distinto» de sus creaturas que un día comenzaron a existir. Es, pues, un rechazo contra la adoración que se rinde alas criaturas –personas, animales, cosas, astros–, puesto que sólo existe un Dios que es el Señor del mundo y de la historia.

Hoy, a pesar del paso de los siglos, sigue existiendo el politeísmo y el panteísmo a través de formas diversas a las de los hombres de tiempos pasados. En la actualidad los nuevos «dioses» son el dinero, el poder, la apariencia, las obsesiones sexuales, los falsos criterios del mundo, astros, horóscopos, amuletos... Son millones de personas que se postran ante esos dioses que le quitan a Dios el primer lugar en sus vidas.

Por qué Dios creó el mundo

Dios creó el mundo para manifestar y comunicar su gloria. La gloria para la que Dios creó a sus criaturas consiste en que tengan parte en su verdad, su bondad y su belleza (Cat. Nº 310; ver también Nº 295).

Dios no es un dios egoísta, que crea al hombre y al  mundo para su deleite personal, sino un Dios bondadoso que les fabrica un bello escenario a sus hijos para que sean felices; por eso les dice: «Dominen la tierra».

Dios mantiene y conduce la Creación

Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza (Cat. Nº 301).

Dios no sólo realizó su actividad creadora en los dos primeros capítulos del Génesis y luego ésta se detuvo. Dios, como Creador que es, siempre está creando, incesantemente, siempre está haciendo «cosas nuevas». Va renovando su creación, la cual se rige por las leyes que Él le dio en su infinita sabiduría. Y la naturaleza sí que sabe respetar esas leyes. Nosotros, que somos la obra máxima de la creación de Dios, ¿respetamos esas leyes?

El hombre: creación de Dios

El hombre es la cumbre de la obra de la creación. El relato inspirado lo expresa distinguiendo netamente la creación del hombre y la de las otras criaturas (Cf. Gn 1, 26). (Cat. Nº 343)

La Biblia no pretende informarnos detalladamente, desde un punto de vista científico, acerca del origen del ser humano. El autor del libro del Génesis, simplemente, con rica abundancia de imágenes, nos está transmitiendo un «mensaje religioso»: Dios es el creador del hombre.

Algo más. En el relato de la Biblia acerca de la creación del hombre, el autor tiene varios enfoques que no debemos perder de vista. El hombre tuvo un comienzo en el tiempo, es una creatura. Dios, «en el principio», lo creó. Sólo Dios no tuvo principio.

El hombre fue formado «de la tierra». El origen del hombre viene de Dios, quien pudo servirse de la materia para formarlo. Nada entonces de intentar «divinizar» al hombre. Sólo Dios es divino. Es el «Alfarero» quien va dando figura al barro. No es el hombre el que «crea» a Dios.

El Génesis también nos narra que Dios «sopló su aliento de vida en las narices del hombre» (2, 7). En determinado momento, Dios infunde vida al hombre –a la materia–. Dios, por tanto, es el autor de la vida.

A su «imagen y semejanza»

El hombre es descrito como imagen de Dios. Dios es Espíritu; no se trata aquí de una «imagen física» de Dios. Se refiere el autor a la «personalidad» que Dios le concede al hombre, distinto de los animales, el cosmos y las plantas.

En la antigüedad, cuando el rey no podía llegar a algún lugar, se llevaba su «imagen» y se la colocaba en un lugar destacado para indicar la presencia espiritual del rey. El hombre, en el pensamiento de la Biblia, es la «imagen de Dios»: hace las veces de Dios aquí en la tierra. El Nuevo Testamento los presenta al hombre como «administrador» de los talentos que se le confiaron para que los multiplique. No somos dueños del universo, sino simplemente «administradores» a quienes un día se nos pedirá cuentas de los talentos que se le confiaron. «Endiosarse» es olvidarse que se es «administrador», para pretender quedarse con la propiedad «ajena».

El hombre, como imagen de Dios, no es una simple metáfora, sino una realidad de largo alcance. Quiere decir que todo hombre lleva «algo de Dios» dentro de sí. También el borracho, el drogadicto y el asesino. También nuestro enemigo más acérrimo. Lo bueno que hagamos a los demás, se lo estamos haciendo a Dios:

En verdad les digo que cuanto hicieron a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron (Mt 25, 40).

Dios no creó al hombre para que fuese su «esclavo», sino su hijo. Le entregó un bello escenario para que pudiera realizarse en plenitud aquí en la tierra y llegara a la eternidad dichosa. Como muestra de que somos hijos de Dios, se nos ha dado la experiencia del Espíritu Santo que, dentro de nosotros, clama a Dios:

Pues no recibieron un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15–16).

Vivamos, entonces, como verdaderos hijos de Dios, y no como esclavos. Es así que cumpliremos el designio de Dios de reproducir la imagen de su Hijo, Jesucristo:

Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos... (Rm 8, 29).

El hombre: cuerpo y alma

La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que «Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2, 7). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios (Cat. Nº 362).

A veces se acostumbra a distinguir entre alma y espíritu. Así S. Pablo ruega para que nuestro «ser entero, el espíritu, el alma y el cuerpo» sea conservado sin mancha hasta la venida del Señor (1 Ts 5, 23). La Iglesia enseña que esta distinción no introduce una dualidad en el alma. «Espíritu» significa que el hombre está ordenado desde su creación a su fin sobrenatural, y que su alma es capaz de ser elevada gratuitamente a la comunión con Dios  (Cat. Nº 367).

Cuestionario

  1. ¿Qué significa para mi vida decir: «Creo en Dios Padre»?

  2. Comparte por escrito un breve testimonio en el que hayas experimentado el sentir a Dios como todopoderoso

  3. ¿De qué forma Dios se ha manifestado en tu vida como Creador?

  4. ¿Qué acciones del hombre lo convierten más en «esclavo» que en «hijo de Dios»?

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