TERCERA PARTE
LA DIGNIDAD DE TODA RAZA Y LA UNIDAD DEL GENERO HUMANO. VISION CRISTIANA

17. La doctrina cristiana sobre el hombre se ha desarrollado a partir de la Revelación bíblica y a su luz, así como también en una incesante confrontación con las aspiraciones y experiencias de los pueblos. Es esta doctrina que ha inspirado las actitudes de la Iglesia, que hemos señalado ya, en el curso de la historia. Ha sido reiterada de manera clara y sintética, para nuestro tiempo, por el Concilio Vaticano II, en varios textos decisivos. El siguiente texto puede servir de ilustración: "La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al plan divino"[24].

Esta enseñanza es reiterada a menudo por los Papas y los obispos. Así, Pablo VI precisaba ante el cuerpo diplomático: "Para quien cree en Dios, todos los seres humanos, incluso los menos favorecidos, son hijos del Padre universal que los ha creado a su imagen y guía sus destinos con amor solícito. La paternidad de Dios significa fraternidad entre los hombres: éste es uno de los puntos clave del universalismo cristiano, un punto en común también on otras grandes religiones, y un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos, la que rinde culto a la dignidad del hombre"[25].

Y Juan Pablo II insiste: «La creación del hombre por Dios "a su imagen" confiere a toda persona humana una dignidad eminente; supone además la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Para la Iglesia, esta igualdad, enraizada en el mismo ser del hombre, adquiere la dimensión de una fraternidad especialísima mediante la encarnación del Hijo de Dios... En la redención realizada por Jesucristo, la Iglesia contempla una nueva base para los derechos y deberes de la persona humana. Por ello, cualquier forma de discriminación por causa de la raza... es absolutamente inaceptable"[26].

 

18. Este principio de la igual dignidad de todos los hombres, cualquiera sea la raza a que pertenecen, encuentra ya un serio apoyo en el plano científico, y un sólido fundamento en el plano de la filosofía, de la moral y de las religiones en general. La fe cristiana respeta esta intuición y la afirmación consiguiente y se regocija por ella. Revela una convergencia muy digna de nota entre las diversas disciplinas que refuerza las convicciones de la mayoría de los hombres de buena voluntad y permite la elaboración de declaraciones, convenciones y pactos internacionales para la salvaguardia de los derechos del hombre y la eliminación de toda forma de discriminación racial. En este sentido Pablo VI podía hablar de "un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos".

Sin embargo, todos estos abordajes no son del mismo orden y es importante respetar sus niveles respectivos.

Las ciencias, por su parte, contribuyen a disipar no pocas falsas certidumbres con las cuales se intenta cubrirse cuando se quiere justificar conductas racistas o retrasar las transformaciones necesarias. Según el texto de una declaración, redactada en la UNESCO el 8 de junio de 1951 por un cierto número de personalidades científicas: "Los sabios reconocen generalmente que todos los hombres actualmente vivientes pertenecen a una misma especie, el homo sapiens, y que proceden de un mismo tronco"[27]. Pero las ciencias no son suficientes para asegurar las convicciones anti-racistas: por sus métodos mismos, ellas se prohiben a sí mismas decir una palabra final sobre el hombre y su destino y definir reglas morales universales obligatorias para las conciencias.

La filosofía, la moral y las grandes religiones se interesan, ellas también, del origen, la naturaleza y el destino del hombre, y ello en un plano che supera la investigación científica abandonada a sus fuerzas. Procuran fundamentar el respeto incondicional de toda vida humana sobre una base más firme que la observación de las costumbres y el consenso, siempre frágil y ambiguo, de una época. Logran así, en el mejor de los casos, adoptar un universalismo que la doctrina cristiana apoya sólidamente en la Revelación divina.

 

19. Según esta Revelación bíblica, Dios ha creado el ser humano -hombre y mujer- a su imagen y semejanza[28]. Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. Ni el individuo, ni la sociedad, ni el Estado, ni ninguna otra institución humana, pueden reducir al hombre -o un grupo de hombres- al estado de objeto.

La fe es un Dios que está al origen del género humano, trasciende, unifica y da sentido a todas las observaciones parciales que la ciencia puede acumular sobre el proceso de la evolución y el desenvolvimiento de las sociedades. Es la afirmación más radical de la idéntica dignidad de todos los hombres en Dios. Conforme a esta concepción, la persona escapa a todas las manipulaciones de los poderes humanos y de la propaganda ideológica destinada a justificar la sujeción de los más débiles. La fe en un solo Dios, Creador y Redentor de todo el género humano, hecho a su imagen y semejanza, constituye la negación absoluta e insoslayable de toda ideología racista. Pero es preciso extraer de ella todas sus consecuencias: "No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios"[29].

 

20. La Revelación insiste, en efecto, igualmente, en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen. Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido "al principio". En el primer hombre, la unidad de todo el género humano, presente y futuro, es tipológicamente afirmada. Adán -de adama, la tierra- es un singular colectivo. Es la especie humana que es "imagen de Dios". Eva, la primera mujer, es llamada "la madre de todos los vivientes"[30]. De la primera pareja "proviene la raza de los hombres"[31]. Todos son de la "familia de Adán"[32]. San Pablo declarará a los atenienses: "Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra"; de manera que todos pueden decir con el poeta que son del "linaje" mismo de Dios[33].

La elección del pueblo judío no contradice este univesalismo, se trata de una pedagogía divina que se propone asegurar la preservación y el desarrollo de la fe en el Eterno, que es único, y fundamentar así las responsabilidades consiguientes. Si el pueblo de Israel ha tomado conciencia de una relación especial con Dios, ha afirmado también que hay una alianza con El de todo el género humano[34], y que, aún en la Alianza concluida con él, todos los pueblos son llamados a la salvación: "Y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra" declara Dios a Abraham[35].

 

21. El Nuevo Testamento refuerza esta revelación de la dignidad de todos los hombres, de su unidad fundamental y de su deber de fraternidad, porque todos han sido igualmente salvados y reunidos por Cristo.

El misterio de la Encarnación manifiesta en qué honor Dios ha tenido la naturaleza humana, ya que, en su Hijo, ha querido, sin confusión ni separación, unirla a la suya. Cristo se ha unido, en cierto modo con todo hombre[36]. Cristo es, por título exclusivo, la imagen de Dios invisible"[37]. Sólo El revela de manera perfecta el ser de Dios en la humilde condición humana que ha asumido libremente[38]. Por ello, es el "nuevo Adán", prototipo de una humanidad nueva, "primogénito entre muchos hermanos"[39], en quien ha sido restaurada la semejanza divina empañada por el pecado. Al hacerse carne entre nosotros, el Verbo eterno de Dios "ha compartido nuestra humanidad"[40] para conformarnos a su divinidad. La obra de salvación realizada por Cristo es universal. No tiene como destinatario solamente el pueblo elegido. Toda la "raza de Adán" es afectada, "recapitulada" en Cristo, según la expresión de San Irineo[41]. En Cristo, todos los hombres son llamados a entrar, por la fe, en la Alianza definitiva con Dios[42], al margen de la circuncisión, de la Ley de Moisés y de la raza.

Esta Alianza ha sido realizada y sellada por el sacrificio de Cristo, que obró la Redención de una humanidad pecadora. Por su cruz fue abolida la división religiosa -que se había hecho más rígida como división étnica- entre el pueblo de la promesa, ahora cumplida, y el resto de la humanidad. Los gentiles, hasta ahora "excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa", "han llegado a estar cerca por la sangre de Cristo"[43]. El, "de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad"[44]. A partir del judío y del gentil, Cristo ha querido "crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo". Este "Hombre Nuevo" es el nombre colectivo de la humanidad redimida por El, en toda la variedad de sus componentes, reconciliada con Dios para formar un solo Cuerpo que es la Iglesia, gracias a la cruz que ha suprimido la enemistad[45]. De esta manera, no hay ya más "griego ni judío, circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos"[46]. El creyente, cualquiera fuera su condición anterior, ha revestido así ese Hombre Nuevo, que no cesa de ser renovado a imagen de su Creador. Y Cristo reúne los hijos de Dios que estaban dispersos[47].

El mensaje de Cristo no mira solamente a una fraternidad espiritual. Presupone y pone en marcha comportamientos concretos, muy importantes en la vida cotidiana: Cristo mismo ha dado el ejemplo. El marco estrecho de Palestina, donde se ha desarrollado casi toda su vida terrestre, no le brindaba demasiadas ocasiones de encontrar gente de otras razas. No obstante, se ha mostrado acogedor con todas las categorías de personas con las cuales entró en contacto. No temió dedicarse a los samaritanos[48] y ponerlos como ejemplo[49], cuando eran menospreciados por los judíos y tratados como herejes. Ha hecho beneficiarios de su salvación a todos los que estaban marginados por una u otra razón: los enfermos, los pecadores hombres y mujeres, las prostitutas, los publicanos, los paganos como la mujer sirofenicia[50].

Han quedado excluidos solamente los que se auto-excluyen, por su suficiencia, como algunos fariseos. Y él nos amonesta solemnemente: habremos de ser juzgados según la actitud que tuvimos hacia el extranjero, o hacia el más pequeño de sus hermanos. Incluso sin saberlo, encontramos en ellos a El mismo[51].

La resurrección de Cristo y el don del Espíritu Santo en Pentecostés han inaugurado esta humanidad nueva. La incorporación a ella se realiza por la fe y el bautismo, a la zaga de la predicación y la libre adhesión al Evangelio. Y esta buena nueva está destinada a todas las razas. "Haced discípulos a todas las gentes"[52].

 

22. La Iglesia tiene en consecuencia la vocación de ser, en medio del mundo, "el pueblo de los redimidos", reconciliados con Dios y entre sí, siendo "un solo cuerpo y un solo espíritu" en Cristo[53] y manifestando a todos los hombres respeto y amor. "Todas las naciones que hay bajo el cielo" estaban representadas simbólicamente en Jerusalén, el día de Pentecostés[54], superación y antitipo de la dispersión de Babel[55]. Como afirma Pedro, cuando fue llamado a casa del pagano Cornelio: "a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre... Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas"[56].

La Iglesia ha recibido la vocación sublime de realizar, primero en sí misma, la unidad del género humano, más allá de toda división étnica, cultural, nacional, social y otras todavía, a fin de significar precisamente el término de esas divisiones, abolidas por la cruz de Cristo. Al hacerlo, contribuye a promover la convivencia fraterna entre los pueblos. El Concilio Vaticano II ha definido muy justamente la Iglesia "como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano"[57], porque "Cristo y la Iglesia... trascienden todo particularismo de raza o de nación"[58]. En la Iglesia no hay "ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo"[59]. Es precisamente el sentido del término "católico", es decir, universal; él caracteriza la Iglesia. Y a medida que ésta realiza su expansión, la catolicidad se vuelve más manifiesta: la Iglesia reúne efectivamente los fieles de Cristo de todas las naciones del mundo, con las culturas más variadas, guiadas por los pastores de sus pueblos, comulgando todos en la misma fe y en la misma caridad.

Aquéllo que la Iglesia tiene vocación y misión de realizar, por mandato divino, sus fracasos repetidos, obra de la dureza de los hombres y de los pecados de sus miembros, no pueden de ninguna manera anularlo. Esto conforma que no se trata de una empresa de hombres, sino de un proyecto que supera las fuerzas humanas. Es importante, en todo caso, que los cristianos se den cuenta mejor que son llamados, todos ellos, a ejercer el papel de signos en el mundo. A través de su conducta, que excluye toda forma de discriminación racial, étnica, nacional o cultural, el mundo debe poder reconocer la novedad del Evangelio de la reconciliación. Les toca anticipar, en la Iglesia, la comunidad escatológica y definitiva del Reino de Dios.

 

23. La doctrina cristiana, que acabamos de exponer, tiene, en efecto, serias consecuencias morales, que se puede resumir en tres palabras claves: respeto de las diferencias, fraternidad, solidaridad. Si los hombres y las comunidades humanas, son todos iguales en dignidad, ello no quiere decir que todos disfrutan, simultáneamente, de las mismas capacidades físicas, los mismos dones culturales, las mismas fuerzas intelectuales y morales, el mismo estadio de desarrollo. La igualdad no es uniformidad. Importa reconocer la diversidad y la complementariedad de las riquezas culturales y las cualidades morales de unos y de otros. La igualdad de trato presupone así un cierto reconocimiento de la diferencia, que las minorías reclaman a fin de desenvolverse según su genio propio, en el respeto de los demás y del bien común de la sociedad y de la comunidad mundial. Pero ningún grupo humano se puede engreir de poseer sobre otros una superioridad de naturaleza[60], ni de ejercer ninguna discriminación que afecte los derechos fundamentales de la persona.

Sin embargo, el mutuo respeto no basta. Es preciso instaurar una fraternidad. El dinamismo necesario para tal fraternidad no es otro que la caridad, que está, también ella, en el corazón del mensaje cristiano: "Todo hombre es mi hermano"[61]. La caridad no es un simple sentimiento de benevolencia o de piedad; se orienta más bien a hacer que cada uno se beneficie efectivamente de aquéllas condiciones de vida dignas que le corresponden por justicia, en orden a su subsistencia, su libertad y su desarrollo bajo todos los aspectos. Ella hace ver en todo hombre y en toda mujer otro ser como uno, en Cristo, conforme al precepto divino: "amarás a tu prójimo como a ti mismo".

El reconocimiento de la fraternidad no basta. Se trata de ir hasta la solidaridad activa con todos, y en especial entre ricos y pobres. La reciente encíclica de Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre 1987) insiste en el hecho de la interdependencia, «percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual... y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como "virtud", es la solidaridad»[62]. En esto se juega la paz entre hombres y naciones: "Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad"[63].

 


 

CUARTA PARTE
CONTRIBUCIÓN DE LOS CRISTIANOS A LA PROMOCIÓN, CON LOS DEMÁS, DE LA FRATERNIDAD Y LA SOLIDARIDAD ENTRE LAS RAZAS

24. El prejuicio racista, que niega la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana y blasfema de su Creador, sólo puede ser combatido donde nace, es decir, en el corazón del hombre. Del corazón brotan los comportamientos justos e injustos[64], según que el hombre se abra a la voluntad de Dios, en el orden natural y en su Palabra viva, o se encierre en sí mismo y en su egoísmo, dictado por el miedo o por el instinto de dominio. Es la visión del otro que es preciso purificar. Alimentar concepciones y fomentar actitudes racistas es un pecado contra la enseñanza específica de Cristo, para quien el "prójimo" no es solamente el hombre de mi tribu, de mi ambiente, de mi religión o de mi nación, es todo ser humano que encuentro en mi camino.

Los medios externos, legislación o demostración científica, no bastan para extirpar al prejuicio racista. No es suficiente, en efecto, que las leyes eviten o sancionen toda clase de discriminación racial. Pueden ser fácilmente soslayadas, si la comunidad a la cual son destinadas no adhiere a ellas plenamente. Y para esto, una comunidad debe apropiarse los valores que inspiran las leyes justas y además traducir en la vida cotidiana la convicción de la igual dignidad de todo ser humano.

 

25. La conversión del corazón no puede ser alcanzada, sin afirmar las convicciones del espíritu acerca del respeto debido a las otras razas y grupos étnicos. La Iglesia, por su lado, coopera a la formación de las conciencias presentando claramente la íntegra doctrina cristiana sobre este punto. Pide en especial a los pastores, a los predicadores, a los maestros y a los catequistas, esclarecer la enseñanza auténtica de la Escritura y la tradición acerca del origen de todos los hombres en Dios, de su destino final común en el Reino de Dios, del valor del precepto del amor fraterno y de la total incompatibilidad entre el exclusivismo racista y la vocación universal de todos los hombres a la misma salvación en Jesucristo. El recurso a la Biblia para justificar a posteriori prejuicios racistas debe ser enérgicamente condenado. La Iglesia no ha autorizado nunca semejante distorsión de la interpretación bíblica.

La obra de persuasión de la Iglesia se realizara igualmente mediante el testimonio de vida de los cristianos: respeto de los extranjeros, aceptación del diálogo, la participación, la ayuda fraterna y la colaboración con los otros grupos étnicos. El mundo necesita la verificación entre los cristianos, de esta parábola en acción, a fin de dejarse convencer por el mensaje de Cristo. Sin duda, los cristianos ellos mismos deben confesar humildemente que miembros de la Iglesia, en todos los niveles, no han tenido siempre una conducta coherente, en este punto, en el curso de la historia. No obstante, deben continuar proclamando lo que es justo, mientras se empeñan a la vez por "realizar" la verdad[65].

 

26. No basta tampoco exponer la doctrina y proponer un ejemplo. Es necesario además asumir la defensa de las víctimas del racismo dondequiera se encuentren. Los actos de discriminación entre los hombres y pueblos, por motivos racistas, o por otros motivos, sean religiosos o ideológicos, pero que desembocan en una actitud de menosprecio o de exclusión, deben ser dados a conocer con severidad y enérgicamente reprobados, para suscitar comportamientos, disposiciones legales y estructuras sociales equitativas.

Son muchos aquellos que se han vuelto más sensibles a esta injusticia y se empeñan en la lucha contra toda forma de racismo. Lo hagan por convicción religiosa o por razones humanitarias, son llevados a veces a desafiar las represiones de ciertos poderes, o por lo menos la presión de una opinión pública sectaria, y a hacer frente a persecuciones y a la cárcel. Los cristianos no dudan en asumir su propio lugar en esta lucha por la dignidad de sus hermanos, con el necesario discernimiento y prefiriendo siempre los medios no violentos[66].

 

27. La Iglesia, en su denuncia del racismo, procura mantener una actitud evangélica respecto de todos. En esto consiste su originalidad. Si ella no teme analizar lúcidamente las causas del racismo y manifestar su desaprobación, incluso delante de los responsables, procura también comprender cómo se ha podido llegar a estos extremos, y querría ayudar a encontrar una salida razonable del callejón en el cual aquéllos responsables se han encerrado. Como Dios, que no se regocija con la muerte del pecador[67], la Iglesia mira más bien a su reconciliación, si consiente en reparar las injusticias cometidas. Ella se preocupa también de evitar que las víctimas recurran a la lucha violenta y acaben por caer en un racismo análogo al que rechazan. Quiere ofrecer un espacio de reconciliación y no acentuar las oposiciones. Exhorta a obrar de tal modo que se excluya el odio. Predica el amor y prepara pacientemente un cambio de mentalidad, sin el cual un cambio de estructuras sería inútil.

 

28. Para la instauración de una conciencia no racista, el papel de la escuela es primario. El Magisterio de la Iglesia ha subrayado siempre la importancia de una educación que insiste en lo que es común a todos los seres humanos. Importa también ayudar a ver que el otro, porque es diferente, puede precisamente enriquecer nuestra experiencia. Es normal ciertamente que la historia, por ejemplo, cultive el aprecio por la propia nación, pero sería lamentable que condujera a un miope chauvinismo y asignara a las realizaciones de las otras naciones sólo un lugar accesorio que resulte inferior. Como se ha hecho ya en algunos países, puede llegar a ser necesario revisar los manuales escolares que falsifican la historia, al callar los crímenes históricos del racismo o justifican sus principios. Igualmente, la instrucción civica debe ser concebida de tal manera que sean arrancados de raíz los reflejos discriminatorios respecto de personas que pertenecen a otros grupos étnicos. La escuela brinda siempre más, a los hijos de inmigrantes, la ocasión de mezclarse con los autóctonos: ¡ojalá se aprovechara esta circunstancia para ayudar unos y otros a conocerse mejor y preparar una convivencia armoniosa!

Muchos jóvenes parecen, hoy día, estar menos ligados a prejuicios raciales. Se nos brinda así un recurso para el futuro, que es preciso saber cultivar. Mueve tanto más a amargura comprobar que otros jóvenes se organizan en bandas para cometer violencias contra ciertos grupos raciales o transformar encuentros deportivos en manifestaciones de chauvinismo que culminan en actos vandálicos o en masacres. Los prejuicios raciales, si no se nutren de ideologías, nacen, más a menudo, de una ignorancia del otro, que abre la puerta a la imaginación legendaria y engendra el temor. Ahora bien, no faltan, hoy, ocasiones para acostumbrar los jóvenes al respecto y la estima de la diversidad: intercambios internacionales, viajes, cursos de lenguas, creación de vínculos entre ciudades gemelas, campamentos de vacaciones, escuelas internacionales, actividades deportivas y culturales.

 

29. La persuasión y la educación deben ir acompañadas paralelamente por la voluntad de traducir en textos legales el respeto de otros grupos étnicos, así como también en las estructuras y el funcionamiento de las instituciones regionales o nacionales.

Cuando el racismo muere en los corazones, acaba por desaparecer en las leyes. Pero es preciso actuar directamente también en el terreno jurídico. Donde existen todavía leyes discriminatorias, los ciudadanos, conscientes de la perversidad de tal ideología, deben asumir sus responsabilidades a fin de que, por medio de los procesos democráticos, el derecho sea puesto de acuerdo con la ley moral. Dentro de un mismo Estado, la ley debe ser igual para todos los ciudadanos indistintamente. Un grupo dominante, numéricamente mayoritario o minoritario, no puede, en ningún caso, disponer a su arbitrio de los derechos fundamentales de los demás grupos. Es necesario que las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas que viven dentro de las fronteras de un mismo Estado, se vean reconocer los mismos derechos inalienables de los otros ciudadanos, incluido el de vivir como grupo según sus finalidades culturales y religiosas. Deben gozar de la facultad de integrarse libremente a la cultura circundante[68].

El estatuto de otras categorías de personas, como los inmigrantes, los refugiados, o también los trabajadores extranjeros estacionales, es a menudo más precario todavía. Es así más urgente que sus derechos humanos fundamentales sean reconocidos y garantizados. Ahora bien, son estas personas quienes, más frecuentemente, resultan víctimas de prejuicios racistas. Las leyes deberán atender a que sean reprimidos los actos de agresión respecto de ellos, como también los comportamientos de quienquiera (empleador, funcionario o persona privada) pretendiera someter las personas más desprotegidas a diversas formas de explotación, económicas u otras.

Pertenece, sin duda, a los poderes públicos, responsables del bien común, determinar la proporción de refugiados o inmigrantes que el país acoge, atendidas las posibilidades de empleo y las perspectivas de desarrollo, pero también la urgencia de las necesidades de otros pueblos. El Estado cuidará igualmente que no se creen situaciones de grave desequilibrio social, acompañadas por fenómenos sociológicos de rechazo como puede ocurrir cuando una excesiva concentración de personas de diferente cultura es percibida como una amenaza directa a la identidad y las costumbres de la comunidad de acogida. En el aprendizaje de la diversidad, todo no se puede exigir de entrada. Pero es preciso considerar las posibilidades que se abren de una nueva convivencia y aún de un mutuo enriquecimiento. Y una vez que un extranjero ha sido admitido y se ha sometido a los reglamentos de orden público, tiene derecho a la protección de la ley, mientras dure el periodo de su inserción social.

Igualmente, la legislación laboral no debe permitir que, por una prestación igual de trabajo, los extranjeros que hubieran encontrado empleo en un país del cual no son ciudadanos, padezcan discriminación en cuanto al salario, los beneficios sociales y seguro de ancianidad, respecto de los trabajadores autóctonos. Es justamente en las relaciones de trabajo que debería surgir un mejor conocimiento y aceptación mutuos entre personas de origen étnico y cultural diferente, y crearse una solidaridad humana capaz de superar los prejuicios de la primera hora.

 

30. En el plano internacional, importa continuar a elaborar instrumentos jurídicos de lucha contra el racismo, y sobre todo conferirles plena eficacia.

Luego de los excesos del nazismo, las Naciones Unidas se empeñaron intensamente en favor del respeto de hombres y pueblos[69]. Una importante Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial fue adoptada por la XX Asamblea General de las Naciones Unidas el 21 de diciembre de 1965. Estipula, entre otras cosas, que "nada podría justificar, en ninguna parte, la discriminación racial, ni en teoría, ni en la práctica" (Preámbulo, 6a. parte); y prevé medidas legislativas y judiciales para poner por obra estas disposiciones. Entró en vigor el 4 de enero de 1969 y fue formalmente ratificada por la Santa Sede el 1o. de mayo de ese mismo año.

La ONU decidía todavía, el 2 de noviembre de 1973, proclamar un "Decenio de lucha contra el racismo y la discriminación racial". El Papa Pablo VI manifestó enseguida su "gran interés" y su "viva satisfacción" por esta nueva iniciativa: "Esta iniciativa eminentemente humana encontrará una vez más lado a lado la Santa Sede y las Naciones Unidas, si bien en planos diversos y con medios diferentes"[70].

El Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (ECOSOC) comprende desde 1946 una Comisión de Derechos Humanos, la cual ha instituido a su vez una Subcomisión de prevención de discriminaciones y protección a las minorías.

La contribución de la Santa Sede ha proseguido mediante la participación de sus delegaciones en numerosas manifestaciones importantes del primer decenio y en otras reuniones intergubernamentales[71]. Un segundo Decenio ha sido proclamado después (1983-1993).

 

31. Estos esfuerzos de la Santa Sede en cuanto miembro cualificado de la comunidad internacional, no deben ser disociados de los múltiples esfuerzos de las comunidades cristianas en el mundo ni del empeño personal de los cristianos en el marco de las comunes instituciones sociales.

En este contexto, es necesario mencionar especialmente la contribución de algunos episcopados. Se puede citar, por ejemplo, los esfuerzos realizados por los obispos de dos países signados por una experiencia aguda, si bien distinta en cada caso, de los problemas del racismo.

El primer caso es el de Estados Unidos de América, donde la discriminación racial ha sido mantenida en la legislación de varios Estados, mucho después de la Guerra civil (1861-1865). Recién en 1964 la Ley sobre los derechos civiles puso punto final a toda forma de discriminación racial legalmente practicada. Fue un gran paso adelante, largamente madurado y jalonado por numerosas iniciativas de carácter no-violento. La Iglesia católica, particularmente por medio de las declaraciones del Episcopado[72], y su extensa red educacional, contribuyó a este proceso.

A pesar de los esfuerzos continuados y múltiples, mucho queda todavía por hacer para eliminar del todo el prejuicio y la conducta racista, incluso en este país que puede ser tenido por uno de los más interraciales del mundo. Prueba de ello es la declaración adoptada por el "Administrative Board" de la Conferencia católica de los Estados Unidos, el 26 de marzo de 1987, que llama la atención sobre la persistencia de indicios de racismo en la sociedad americana y condena la actividad de organizaciones de tipo racista como el "Ku Klux Klan".

El segundo ejemplo es el de la Iglesia de Africa del Sud, que hace frente a una situación muy diferente. El empeño de los obispos sudafricanos, a menudo en estrecha colaboración con otras Iglesias cristianas, en favor de la igualdad racial y contra el apartheid, es bien conocido. A este respecto, se pueden mencionar algunos recientes documentos de la Conferencia episcopal: la Carta Pastoral del 1o. de mayo de 1986, con el título significativo: "La esperanza cristiana en la crisis actual"[73], y el mensaje dirigido al Jefe del Estado en agosto del mismo año[74].

La situación en Africa del Sud ha suscitado en todas partes numerosas manifestaciones de solidaridad con los que sufren a causa del apartheid y de apoyo a las iniciativas eclesiales[75], tomadas por los demás frecuentemente en un acuerdo ecuménico. El Papa Juan Pablo II, de parte suya, no ha dejado de demostrar a menudo su solicitud a los obispos católicos de este país[76]. Durante su viaje al Africa Austral, el 10 de setiembre de 1988, el Papa se dirigió a todos los obispos de la región, reunidos en Harare, diciéndoles entre otras cosas: "El problema del apartheid, entendido como sistema de discriminación social, económica y política, ocupa vuestra misión como maestros y guías espirituales de vuestra grey en un esfuerzo serio y resuelto para contrarrestar injusticias y propugnar la sustitución de esa política por una que esté de acuerdo con la justicia y el amor. Yo os aliento a que continuéis manteniendo firme y valientemente los principios en los que se basa la respuesta pacífica y justa a las legítimas aspiraciones de vuestros conciudadanos. Tengo presentes las actitudes expresadas a lo largo de estos años por la Conferencia Episcopal Sudafricana, desde su primera declaración conjunta de 1952. La Santa Sede y yo mismo hemos llamado la atención sobre las injusticias del apartheid en numerosas ocasiones y muy recientemente ante un grupo ecuménico de líderes cristianos de Sudáfrica en visita a Roma. Les recordé que "puesto que la reconciliación está en el corazón del Evangelio, los cristianos no pueden aceptar estructuras de discriminación racial que violen los derechos humanos. Pero deben advertir también que un cambio de estructuras está ligado a un cambio de corazones. Los cambios que buscan están enraizados en la fuerza del amor, el amor divino del que brota toda acción y transformación cristiana" (Discurso a una Delegación Ecuménica Conjunta de Sudáfrica, 27 de mayo de 1988)"[77].

 

32. Finalmente, el racismo, si perturba la paz de las sociedades, contamina asimismo la paz internacional. Cuando falta la justicia en este punto capital, la violencia y las guerras se desencadenan fácilmente, y las relaciones con las naciones vecinas se alteran.

En el campo de las relaciones entre los Estados, la aplicación leal de los principios sobre la igual dignidad de todos los pueblos debería impedir que unas naciones sean tratadas por otras a partir de prejuicios racistas. En situaciones de tensión entre Estados, es posible incriminar tal decisión política de un adversario, su comportamiento injusto en tal o cual punto, eventualmente el faltar a la palabra dada, pero no se puede condenar globalmente un pueblo por lo que no es a menudo más que una falta de sus dirigentes. Es en estas reacciones primarias e irracionales que los prejuicios racistas pueden reanimarse y comprometer de manera perdurable las relaciones entre las naciones.

La comunidad internacional no dispone de medios de coacción respecto de los Estados que practican todavía, conforme a su sistema jurídico, la discriminación racial con sus propias poblaciones. No obstante, el derecho internacional permite que adecuadas presiones exteriores puedan serles aplicadas a fin de conducirlos, según un plan orgánico y negociado, a abolir la legislación racista y a establecer, en su lugar, una legislación conforme a los derechos humanos. La comunidad internacional deberá, en este caso, atender, con sumo cuidado, a que su acción no arroje al país en cuestión a conflictos interiores todavía más dramáticos.

En cuanto a los mismos países donde reinan graves tensiones raciales, es preciso que se den cuenta de lo precario de una paz que no se funda sobre el consenso de todos los componentes de la sociedad. La historia enseña que el desconocimiento prolongado de los derechos del hombre concluye casi siempre por provocar explosiones de violencia incontrolable. A fin de generar un orden fundado en el derecho, es necesario que los grupos antagonistas se dejen vencer por los valores supremos y trascendentes que están en la base de toda comunidad humana y de toda relación pacífica entre las naciones.

 

33. Conclusión.

La lucha contra el racismo parece ser ahora un imperativo ampliamente radicado en las conciencias humanas. La Convención de la ONU (1965) ha formulado con fuerza esta convicción: "Toda doctrina de superioridad fundada sobre la diferenciación entre las razas, es científicamente falsa, moralmente condenable y socialmente injusta y peligrosa"[78]. La doctrina de la Iglesia afirma lo mismo, con no menos vigor: toda doctrina racista es contraria a la fe y al amor cristianos. No obstante, en contradicción con esta conciencia más madura de la dignidad humana, el racismo todavía existe, y resurge incluso bajo nuevas formas. Es como una llaga que sigue misteriosamente abierta en el flanco de la humanidad. Es necesario entonces que nos empeñemos todos en curarla con gran firmeza y paciencia.

Pero no hay que exponerse a confusiones. Hay grados y tipos de racismo. El racismo propiamente tal consiste en el desprecio de una raza, caracterizada por su origen étnico, su color o su lengua. El apartheid es hoy día la forma más típica y sistemática: un cambio es aquí absolutamente necesario y urgente. Pero hay muchas otras formas de exclusión y de rechazo, cuya motivación explícita no es la raza; los efectos son, sin embargo, análogos. Así, se trata de oponerse firmemente a todas las formas de discriminación. Sería hipócrita señalar con el dedo un solo país. El rechazo de tipo racista existe en todos los continentes. Muchos practican en los hechos la discriminación que aborrecen en las leyes.

El respeto por todo hombre, por toda raza, es el respeto por los derechos fundamentales, la dignidad, la igualdad básica. No se trata ciertamente de ignorar las diferencias culturales. Importa más bien educar a apreciar de manera positiva la diversidad complementaria entre los pueblos. Un pluralismo bien entendido resuelve el problema del racismo cerril.

La condenación del racismo y de los hechos racistas es necesaria. La aplicación de medidas legislativas, disciplinarias y administrativas contra lo uno y lo otro, sin excluir las adecuadas presiones exteriores, puede ser oportuna. Los países y las organizaciones internacionales disponen, en orden a ello, de todo un ámbito de iniciativas por tomar o suscitar. Y es igualmente responsabilidad de los ciudadanos afectados, sin que por eso se deba llegar a reemplazar, mediante la violencia, una situación injusta por otra. Hay que procurar siempre soluciones constructivas.

Todo esto, la Iglesia católica lo anima. La Santa Sede tiene también su parte en ello, en el marco de su misión específica. Todos los católicos son llamados a obrar sobre el terreno, lado a lado con los otros cristianos y con cuantos se inspiran del mismo respeto por el ser humano. La Iglesia se empeña sobre todo en cambiar la mentalidad racista, también en sus propias comunidades. Por su parte, apela ante todo el sentido moral y religioso del hombre. Presenta sus exigencias utilizando la persuasión fraterna, que es su única arma. Pide a Dios que cambie los corazones. Brinda un espacio de reconciliación. Promueve iniciativas de acogida, de intercambio, y de ayuda respecto de los hombres y mujeres de otros grupos étnicos.

En esta empresa gigantesca en favor de la fraternidad humana, su misión es aportar un suplemento de alma. A pesar de los límites de sus miembros pecadores, ella, hoy como ayer, es consciente de haber sido constituida testigo de la caridad de Cristo sobre la tierra, signo e instrumento de la unidad del género humano. La consigna que propone a todos y que ella procura vivir es: "Todo hombre es mi hermano".

3 de noviembre de 1988

Memoria litúrgica de San Martín de Porres

(nacido en Lima de un español y una esclava negra)

 

Roger Cardenal Etchegaray

Presidente de la Pontificia Comisión

"Iustitia et Pax"

 

+ Jorge Mejía

Vice-Presidente de la Pontificia Comisión

"Iustitia et Pax"

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[24] Constitución Gaudium et spes, n. 29; cf. también ibid. n. 60 (para el derecho a la cultura); cf. Declaración Nostra aetate, n. 5; Decreto Ad Gentes, n. 15; Declaración Gravissimum educationis, n. 1 (para el derecho a la educación).

[25] Discurso al Cuerpo Diplomático, 14-1-1978, AAS LXX (1978), 172. Numerosos textos anteriores se pronunciaban en el mismo sentido, especialmente: enc. Populorum Progressio, nn. 47, 63; Mensaje de Pablo VI Africae Terrarum, 1-8-1969, AAS LXI (1969), 580-586; Carta apostólica Octogesima adveniens, de Pablo VI, n. 16, AAS LXIII (1971), 413; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1971: "Todo hombre es mi hermano".

[26] Alocución de Juan Pablo II al Comité especial de las Naciones Unidas contra el apartheid, 7-7-1984, L' Osservatore Romano, en español, 9 de diciembre de 1984, p. 18.

[27] El racismo ante la ciencia, UNESCO, París 1973, n. 1, p. 369.

[28] Cf. Gen. 1, 26-27; 5, 1-2; 9, 6; está prohibido derramar la sangre del hombre creado a imagen de Dios.

[29] Declaración Nostra aetate, n. 5, citada en el discurso de Juan Pablo II a los jóvenes musulmanes, en Casablanca, 19-8-1985, quien añade: "Por otra parte, la obediencia a Dios y el amor hacia el hombre ha de conducirnos a respetar los derechos del hombre, esos derechos que son expresión de la voluntad de Dios y exigencia de la naturaleza humana como Dios la ha creado" (L' Osservatore Romano, en español, 15 de setiembre de 1985, p. 14).

[30] Gen. 3, 20.

[31] Tob. 8, 6.

[32] Cf. Gén. 5, 1.

[33] Cf. Hech. 17, 26, 28, 29.

[34] Cf. Gén. 9, 11 ss.

[35] Gen. 12, 3; Hech. 3, 25.

[36] Cf. Constitución Gaudium et spes, n. 22.

[37] Col. 1, 15; cf. 2 Co. 4, 4.

[38] Cf. Fil. 2, 6-7.

[39] Rm. 8, 29.

[40] Missale romanum, offertorium.

[41] Cf. Adversus Haereses, III, 22, 3: "El Señor es quien ha recapitulado en sí mismo todas las naciones dispersas desde Adán, todas las lenguas y todas las generaciones, incluido el mismo Adán". Ireneo se inspiraba en San Pablo: Ef. 1, 10; Col. 1, 20.

[42] Cf. Rm. 1, 16-17.

[43] Cf. Ef. 2, 11-13.

[44] Ibid. 2, 14.

[45] Cf. ibid. 2, 15-16.

[46] Col. 3, 11; cf. Ga. 3, 28.

[47] Cf. Jn. 11, 52.

[48] Cf. Jn. 4, 4-42.

[49] Cf. Lc. 10, 33.

[50] Cf. Mc. 7, 24.

[51] Mt. 25, 38; 40.

[52] Mt. 28, 19.

[53] Oración eucarística, n. 3.

[54] Cf. Hech. 2, 5.

[55] Cf. Gen. 11, 1-9.

[56] Hech. 10, 28; 34.

[57] Constitución Lumen gentium, n. 1.

[58] Decreto Ad gentes, n. 8.

[59] Constitución Lumen gentium, n. 32.

[60] Cf. Encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, 11-4-1963, que denuncia, después de Pío IX, el escándalo de la persistencia de las ideologías, según las cuales "ciertos seres humanos o ciertas naciones son superiores a otras por naturaleza".

[61] Tema de la Jornada Mundial de la Paz 1971.

[62] Encíclica Sollicitudo rei socialis, n. 38.

[63] Ibid., n. 39.

 

[64] Cf. Mc. 7, 21-23.

[65] Cf. Jn. 3, 21.

[66] Instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe, Libertatis conscientia, 22-3-1986, 78-79: "Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios... En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy "resistencia pasiva" abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito".

[67] Cf. Ez. 18, 32.

[68] Mensaje del Papa Juan Pablo II para la Jornada de la Paz 1989: "Para construir la paz, respeta las minorías".

[69] En especial: Carta de las Naciones Unidas, 26-6-1945, art. 1, *** 3; Declaración universal de los derechos del hombre, 10-12-1948, art. 1; 2; 16; 26, II; Declaración de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial, 20-11-1963.

[70] Mensaje a las Naciones Unidas por el 25o. aniversario de la Declaración universal de los derechos del hombre, 10-12-1973, AAS LXV (1973), 673-677. Con ocasión de ese decenio, la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax" publicó en 1979, con la firma del R.P. Roger Heckel s.j., un libro intitulado La lucha contra el racismo: aportes de la Iglesia que presentaba el estado preciso de la cuestión.

[71] Se puede citar especialmente: la Conferencia internacional sobre la Namibia y los derechos del hombre (Dakar, 5-8 de enero de 1976); -la Conferencia mundial para la acción contra el apartheid (Lagos, 22-26 de agosto de 1977);- la reunión de representantes de los Gobiernos encargados de elaborar un proyecto de Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales (UNESCO, París 13-21 de marzo de 1978); -la Conferencia mundial para la lucha contra el racismo y la discriminación racial (Ginebra 14-25 de agosto de 1978); -la 2a. Conferencia mundial para la lucha contra el racismo y la discriminación racial (Ginebra 1-12 de agosto de 1983).

[72] Cf. el documento más importante del último decenio: "Brothers and Sisters to Us: a Pastoral Letter on Racism in Our Day", publicado en 1979.

[73] Cf. Origins vol. 16, n. 1, p. 11.

[74] Cf. L' Osservatore Romano, 3-4 de noviembre de 1986, p. 6.

[75] Se puede mencionar la carta que el Cardenal Roger Etchegaray dirigió el 8-3-1986 a Mons. Denis Hurley, entonces Presidente de la Conferencia episcopal, a fin de animar los esfuerzos de los obispos y examinar las vías posibles para superar el conflicto; cf. L' Osservatore Romano 19-4-1986, p. 5.

[76] En particular con ocasión de las visitas ad limina; la última tuvo lugar en noviembre 1987; cf. discurso de Juan Pablo II, en L' Osservatore Romano, en español, 14 de febrero de 1988, pp. 9-10.

[77] L' Osservatore Romano, en español, 9 de octubre de 1988, p. 14.

[78] Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial (adoptada el 21 de diciembre de 1965 y con fuerza de ley desde el 4 de enero de 1969), consideración preliminar n. 6.