EL
ROSTRO DE CRISTO
EN EL ROSTRO DE LA IGLESIA
10
de Diciembre del 2002
Una de las enseñanzas fundamentales de la carta apostólica Novo millennio
ineunte y de la recentísima Rosarium Virginis Mariae, atañe al
íntimo e inseparable vínculo entre Jesucristo y su Cuerpo místico, que es la
Iglesia, mediante el cual él prosigue, a lo largo de los siglos, su misión de
salvación entre los hombres que se suceden en el tiempo. Sin duda, se trata de
un tema que, por su importancia teológica y su actualidad pastoral, merece
algunas reflexiones.
El hombre de hoy necesita ver el rostro de Cristo
La persona humana es "la única criatura en la tierra a la que Dios ha
amado por sí misma" (Gaudium et spes, 24). "Desde su
concepción está destinada a la bienaventuranza eterna" (Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1703), que alcanzará su culmen en la vida
futura. En definitiva, lo que Dios ha querido con la creación del hombre es que
llegue a su plenitud (cf. E. Colom A. Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per
essere santi. Elementi di teologia morale fondamentale, Roma 1999, pp.
66-67). Alcanzarla es el fin último y el principio unificador de toda la
existencia humana. Lo explica san Agustín con una expresión que se ha hecho
célebre: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones, I, 1).
Esta aspiración al bien absoluto "es considerada y vivida por el
cristiano como aspiración a la santidad, entendida como plenitud de la
filiación divina, que en la tierra se realiza mediante el seguimiento y la
imitación de Cristo" (E. Colom A. Rodríguez Luño, o.c., p. 55).
San Pablo es muy claro a este respecto: Dios Padre "nos eligió en la
persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e
irreprochables ante él por el amor" (Ef 1, 4-5). Esta es la
vocación fundamental del hombre, de todo hombre.
Por consiguiente, sólo en Cristo el hombre puede realizar su altísima
vocación y cumplir así sus aspiraciones más íntimas, encontrando una
respuesta adecuada a los numerosos interrogantes que surgen en su corazón.
Precisamente por eso, el hombre, y especialmente el de hoy, quiere ver a
Cristo: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). En la carta
apostólica Novo millennio ineunte, después de recordar esta petición,
hecha al apóstol Felipe por unos griegos que habían acudido a Jerusalén para
la peregrinación pascual, el Papa subraya que "los hombres de nuestro
tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no
sólo "hablar" de Cristo, sino en cierto modo hacérselo
"ver"" (n. 16). En efecto, sin él, y sin la plena conciencia de
su vocación originaria, la vida del hombre en la tierra carece de puntos de
referencia, todo se oscurece y resulta inexplicable. Para todos los tiempos
valen las palabras de san Pedro: "Señor, ¿a quién iremos? Tú
tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68), tú tienes palabras de
amor.
En realidad, "el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo
un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el
amor, si no se encuentra con el amor (...). El hombre que quiere comprenderse
hasta el fondo a sí mismo (...) debe acercarse a Cristo" (Redemptor
hominis, 10), ver su rostro amoroso.
El rostro de Cristo en el rostro de la Iglesia
1. La constitución conciliar Lumen gentium comienza con dos
afirmaciones fundamentales: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso
este sacrosanto Concilio, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente
iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre
el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas" (n.
1). Y el documento del Concilio prosigue poniendo de relieve el carácter
sacramental de la Iglesia: "Es en Cristo como un sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano" (ib.). En el capítulo sobre el pueblo de Dios, el
texto vuelve a repetir el mismo concepto: "Dios (...) fundó la
Iglesia para que sea para todos y cada uno el sacramento visible de esta
unidad que nos salva" (n. 9).
Henry de Lubac expresa de forma muy precisa esta realidad sacramental de la
Iglesia diciendo que "si Cristo es el sacramento de Dios, la Iglesia es
para nosotros sacramento de Cristo" (Cattolicesimo, Gli aspetti
sociali del dogma, Roma 1948, p. 52). La perspectiva sacramental es, sin
duda, la perspectiva teológica que permite comprender mejor no sólo el
misterio cristológico, sino también el eclesiológico. En efecto, afirmar que
la Iglesia es sacramento de Cristo quiere decir que tiene como único fin hacer
presente y revelar a todo hombre el rostro de Cristo, "reflejar la luz de
Cristo en cada época de la historia y hacer que su rostro resplandezca también
ante las generaciones del nuevo milenio" (Novo millennio ineunte, 16),
es decir, ser "epifanía perenne" del hombre-Dios, "el ser divino
y humano al mismo tiempo, en el que lo humano es instrumento y manifestación de
lo divino" (J.A. Möhler, Symbolik, 36, 6, Munich 1985, p. 333).
2. ¿De qué modo la Iglesia hace presente a Cristo y revela su rostro?
¿Qué debemos responder a los hombres que, como los Magos que llegaron de
Oriente a Jerusalén para adorar a Jesús, preguntan también:
"¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?" (Mt 2,
2).
La Iglesia cumple la misión de hacerlo presente mediante el ejercicio de su
triple munus docendi, sanctificandi et regendi.
En el munus docendi hace presente el rostro de Cristo Maestro, en cuanto
que él está presente en su palabra leída in Ecclesia et
ab Ecclesia e interpretada por el magisterio (cf. Dei Verbum, 10;
Lumen gentium, 24-25; Sacrosanctum Concilium, 7). La autoridad del
magisterio se ejerce en el nombre de Jesús y está al servicio de la palabra de
Dios, nunca por encima de ella (cf. Dei Verbum, 10). Es Cristo quien
habla a través de la Iglesia.
En el munus sanctificandi la Iglesia hace presente y revela el rostro de
Cristo sacerdote. Basta recordar un texto de la constitución Sacrosanctum
Concilium: "Cristo está siempre presente en su Iglesia,
principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la
misa, no sólo en la persona del ministro, (...) sino también, sobre todo, bajo
las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de
modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza" (n. 7).
Y, por último, en el ejercicio del munus regendi, la Iglesia hace
presente el rostro de Cristo rey (cf. Lumen gentium, 21 y 27.Ver G.
Philips, L'Église et son mystère au II Concile du Vatican T. I,
ed.Desclée, París 1967, pp. 248-252 y 349-354. Sobre la relatividad y
falibilidad de las medidas concretas en el gobierno de la Iglesia, véase la
reflexión de Ch. Journet, Il carattere teandrico della Chiesa, en G.
Baraúna, "La Chiesa del Vaticano II", ed. Vallecchi,
Florencia 1965, pp. 359-360). Este es, tal vez, el aspecto en el que
el elemento humano aparece de forma más evidente, pero tratar de disminuir su
importancia y relegarlo a un segundo plano significaría prácticamente un
rechazo de la lex incarnationis. Por este motivo, la constitución Lumen
gentium recuerda que los obispos gobiernan las Iglesias encomendadas a ellos
como vicarios de Cristo y en su nombre (cf. n. 27).
En definitiva, la Iglesia está llamada a reflejar en su rostro el rostro de
Cristo maestro y profeta, sacerdote y rey, para que se pueda decir de ella, con
respecto a Cristo, lo que Cristo dice de sí mismo con respecto al Padre:
"Quien me ve, ve al Padre" (Flp 14, 9). Ser reflejo de Cristo y
de su rostro es su misión fundamental. Los hombres tienen el derecho
inalienable de poder ver en el rostro de la Iglesia el rostro de su Señor, para
que, en ella y por ella, puedan verlo y contemplarlo.
A este respecto conviene hacer una precisión. La Iglesia, a la que se le ha
encomendado la sublime misión de hacer presente y revelar el rostro de
Cristo a los hombres, no sólo está constituida por sus estructuras, sino
también por todos los miembros del pueblo de Dios. Con la encarnación, él se
ha unido en cierto modo a todo hombre (cf. Gaudium et spes, 22), pero
está presente, de una manera muy particular, en cada uno de los fieles. Una
presencia tan íntima y profunda, que se podría definir identificación.
Lo expresa san Agustín con su fuerza acostumbrada: "Alegrémonos,
por tanto, y demos gracias a Dios: no sólo hemos llegado a ser
cristianos, sino que hemos llegado a ser Cristo mismo. ¿Lo comprendéis,
hermanos? ¿Sois conscientes de la gracia que Dios ha derramado sobre vosotros?
Asombraos y alegraos: ¡hemos llegado a ser Cristo! Si Cristo es la cabeza
y nosotros los miembros, el hombre total es él y nosotros" (In Johannis
evangelium tractatus, tr. 21, 8: Nuova Biblioteca Agostiniana, XXIV,
Città Nuova, 2ª ed., Roma 1985, pp. 495-497).
En efecto, el bautismo confiere a quien lo recibe una configuración con Cristo
que es real ya aquí en la tierra, aunque sea imperfecta y se presente al mismo
tiempo como meta por alcanzar. El cristiano lleva grabado en su corazón, de
manera indeleble, el rostro de Jesús.No sólo es alter Christus, sino ipse
Christus, expresión clásica, muy conocida.
Por consiguiente, la meta última de todo hombre consiste esencialmente en una
plena y total identificación con Cristo, en ser un reflejo cada vez más
perfecto de su rostro. Al expresarnos así, no hacemos más que referirnos a uno
de los capítulos fundamentales de la teología paulina.
Hablando de la relación íntima y vital de Cristo con los que han sido
regenerados en las aguas bautismales, san Pablo es muy claro y categórico.
Afirma de sí mismo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí" (Ga 2, 20). Palabras que valen también para todo bautizado (cf.
2 Co 13, 5; Col 3, 4).
Esta identificación del cristiano con Cristo se ha de expresar en la vida de
cada día. Está llamado a hacer presente a Cristo y manifestar a los demás su
rostro con su testimonio personal. Siguen siendo actuales, a este respecto, las
palabras de Pablo VI: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto
a los testigos que a los maestros o si escucha a los maestros es porque son
testigos" (Discurso a los miembros del Consilium de laicis, 2 de
octubre de 1974: AAS 66 [1974] 568).
Y Juan Pablo II reafirma: "Hoy la gente se fía poco de
las palabras y de las declaraciones solemnes; quiere hechos. Por ello, mira con
interés, con atención e incluso con admiración a los testigos. Se podría
decir que la deseada mediación entre la Iglesia y el mundo moderno, para que
tenga de verdad eficacia, exige testigos que sepan hacer realidad la perenne
verdad del Evangelio en su propia existencia y al mismo tiempo la conviertan en
instrumento de salvación para sus hermanos y hermanas" (Discurso en la
presentación de un libro sobre la santidad, 15 de febrero de 1992: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 6 de marzo de 1992,
p. 4).
El rostro de Cristo en los santos y testigos de la Iglesia
1. El rostro de Cristo resplandece con luz más intensa en los santos y
testigos de la fe, puesto que en ellos, en virtud de su docilidad al Espíritu,
se ha hecho más nítida la identificación con Jesús recibida en el
bautismo: han llegado a ser, por decirlo así, más ipse Christus
en la participación en su vida y en su misión.
Pero el rostro de Cristo que se refleja en los santos, y que ellos han mostrado
al mundo, es el del Señor muerto y resucitado, del que habla el Papa en la Novo
millennio ineunte. Al respecto dice: "Como en el Viernes y en el
Sábado santo, la Iglesia permanece en la contemplación de este rostro
ensangrentado, en el cual se esconde la vida de Dios y se ofrece la salvación
del mundo. Pero esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su
imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! Si no fuese así, vana
sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15, 14). (...) La
Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. (...) En el rostro de Cristo ella, su
Esposa, contempla su tesoro y su alegría. "Dulcis Iesu memoria, dans
vera cordis gaudia"" (n. 28).
Es precisamente lo que han hecho los santos. En la variedad de sus carismas y en
la pluralidad de sus vocaciones, han tenido la humilde audacia de fijar su
mirada en el rostro de Cristo resucitado, viviendo su radicalismo evangélico
como una fascinante aventura del Espíritu. Han alcanzado las más altas metas
de la santidad, contemplándolo con amor.
Esta es, ciertamente, la tarea fundamental de todo cristiano. Está llamado a
ser, ante todo y sobre todo, un contemplador del rostro de Cristo. Lo
subraya con vigor Juan Pablo II en su recentísima carta apostólica Rosarium
Virginis Mariae, firmada, como se sabe, en la plaza de San Pedro durante la
audiencia general del pasado 16 de octubre. En ella el Papa es sumamente claro y
categórico: "Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su
misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad hasta percibir su
fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la
derecha del Padre es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por tanto, es
también la nuestra" (n. 9). Los santos son los que han comprendido a
fondo, y han vivido con más intensidad, esa tarea como una auténtica exigencia
de su bautismo. Han sido los contempladores por excelencia del rostro del Señor
crucificado y resucitado.
Y, contemplando el rostro de Cristo, se han abierto "a acoger el misterio
de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de
la alegría del Espíritu Santo" (ib.).
Al actuar así, los santos han hecho que se cumplieran en ellos las palabras de
san Pablo: "Reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa
el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 18; cf. Rosarium Virginis
Mariae, 9).
2. Al contemplar el rostro de Cristo, los santos y los testigos de la fe no
han hecho más que imitar a la Virgen María, que es el modelo más perfecto de
contemplación del rostro del Señor. Lo recuerda, reafirmándolo con fuerza, el
Papa en la citada carta apostólica sobre el rosario: "El rostro del
Hijo le pertenece (a María) de un modo especial. (...) Su mirada, siempre llena
de adoración y asombro, no se apartará jamás de él. Será a veces una
mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo.
(...) Será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo
íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus
decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada
dolorida, sobre todo al pie de la cruz. (...) En la mañana de Pascua será
una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una
mirada ardiente por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf.
Hch 1, 14). María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus
palabras: "Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su
corazón" (Lc 2, 19; cf. 2, 51)" (nn. 10-11).
Esto es precisamente lo que, con la ayuda de la gracia, han tratado de hacer los
santos y los testigos de la fe: contemplar el rostro límpido y luminoso
de Cristo, y hacer que resplandezca ante los hombres de su tiempo. Lo han hecho
con su testimonio personal, y muy a menudo con el sacrificio de su vida, que,
para el cristiano, siempre es el testimonio supremo de su fe en el Señor
resucitado.
3. Por eso, precisamente, los santos siempre fueron en realidad, como
destaca el Papa, los auténticos constructores de la historia humana. "La
verdadera historia de la humanidad está constituida por la historia de la
santidad. (...) Todos los santos y los beatos son testigos, es decir,
personas que, confesando a Cristo, su persona y su doctrina, han dado
consistencia y expresión creíble a una de las notas esenciales de la Iglesia,
que es precisamente la santidad. Sin ese continuo testimonio, la misma
doctrina religiosa y moral, predicada por la Iglesia, correría el peligro de
confundirse con una ideología puramente humana. Y es, en cambio, doctrina de
vida, o sea, aplicable y transferible a la propia existencia: doctrina que
debe hacerse vida, a ejemplo de Jesús mismo, que proclama: "Yo soy
la vida" (Jn 14, 8) y afirma que vino para dar esta vida y
darla en abundancia (cf. Jn 10, 10). La santidad, no como ideal teórico,
sino como camino que hay que recorrer en el fiel seguimiento de Cristo, es una
exigencia especialmente urgente en nuestros tiempos" (Discurso en la
presentación de un libro sobre la santidad, 15 de febrero de 1992: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 6 de marzo de 1992, p. 4).
Para el Papa Juan Pablo II, señalar la santidad a los fieles es, hoy más que
nunca, una urgencia de la acción pastoral de la Iglesia (cf. Novo millennio
ineunte, 30-31).
Sí. De lo que más tienen necesidad la Iglesia y el mundo es de santos. De
santos que, después de "haber visto" el rostro de Cristo, considerado
en sus rasgos históricos y en su misterio inefable, den testimonio de él (cf. Jn
19, 35). Es decir, de santos que vivan con absoluta coherencia el radicalismo
evangélico y las virtudes propias del cristiano.
"Nos esforzamos mucho -afirma un ilustre prelado italiano- por ir tras la
gente para hablar de Jesucristo. En cambio, sería necesario invertir el rumbo,
haciéndonos santos; entonces será la gente la que vendrá a buscarnos. Lo
hemos visto muchas veces también nosotros, por ejemplo, en los casos del padre
Pío de Pietrelcina, la madre Teresa de Calcuta, el Papa Juan XXIII (...)
¡Cuánta gente se interesaba por ellos! Los amaba, los seguía, y lo que los
impulsaba a buscarlos no era una curiosidad morbosa, (...) sino el hecho de que
en ellos se veían los signos de la presencia y del amor de Jesús a través de
la oración, la mansedumbre, la disponibilidad, la ayuda a los necesitados y el
amor a la Iglesia" (G. Chiaretti, arzobispo de Perusa: Carta
pastoral con ocasión de la Cuaresma de 2001).
La santidad de los cristianos, como dice el filósofo Jacques Maritain, es la
vía para demostrar a los incrédulos la existencia de un Dios amoroso y
misericordioso, es el único Evangelio que el hombre contemporáneo sabe leer,
escuchar y comprender. "Es con la santidad de vida -escribe el mismo
prelado- como el cristiano resulta "interesante" incluso para una
opinión pública distraída. Interesante no porque haga milagros (...),
sino porque tiene el valor de ir contra corriente, no se avergüenza de su fe,
más aún, habla de ella con alegría y entusiasmo, es coherente en todas sus
opciones, y afronta con valentía la marginación social a la que puede ser
condenado, perdonando y amando a quien lo crucifica" (ib.).
Juan Pablo II, en la Novo millennio ineunte, dice que, confortada por la
experiencia del rostro del Señor resucitado, la Iglesia reanuda hoy, con
renovada esperanza, su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del
tercer milenio. Este es el camino que han seguido siempre los santos y los
testigos de la fe. Y este es también el camino que todos estamos llamados a
seguir para vivir en plenitud el misterio pascual del Señor resucitado y dar a
conocer su rostro resplandeciente a los hombres de nuestro tiempo. En esto
consiste esencialmente la santidad cristiana: ser reflejo de la santidad
de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Este es nuestro compromiso, como
subraya el cardenal Newman en una de sus elevaciones: "Permanece
conmigo, y yo comenzaré a resplandecer como tú resplandeces; a brillar hasta
ser luz para los demás. Toda la luz, oh Jesús, vendrá de ti: nada será
mérito mío. Tú serás quien brille, a través de mí, ante los demás. (...)
Haz que te anuncie no con las palabras, sino con el ejemplo, con la fuerza de
atracción, con la influencia solidaria que procede de lo que hago, con mi
semejanza visible a tus santos, y con la clara plenitud del amor que mi corazón
alberga por ti".
Card.
José SARAIVA M., c.m.f.
Prefecto de la Congregación para las causas de los santos