CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA

LA VIDA FRATERNA EN COMUNIDAD
«Congregavit nos in unum Christi amor»


 

II

LA COMUNIDAD RELIGIOSA, LUGAR DONDE SE LLEGA A SER HERMANOS

11. Del don de la comunión proviene la tarea de la construcción de la fraternidad, es decir, de llegar a ser hermanos y hermanas en una determinada comunidad donde han sido llamados a vivir juntos. Aceptando con admiración y gratitud la realidad de la comunión divina, participada por las pobres criaturas, surge la convicción de que es necesario empeñarse en hacerla cada vez más visible por medio de la construcción de comunidades «llenas de gozo y del Espíritu Santo» (Hech 13,52).

También en nuestro tiempo y para nuestro tiempo, es necesario reemprender esta obra «divino-humana» de formar comunidades de hermanos y de hermanas, teniendo en cuenta las condiciones propias de estos años en los que la renovación teológica, canónica, sociaI y estructural ha incidido poderosamente en la fisonomía y en la vida de la comunidad religiosa.

Queremos ofrecer, a partir de situaciones concretas, algunas indicaciones útiles para alentar el proceso de una continua renovación evangélica de las comunidades.

Espiritualidad y oración común

12. En su componente místico primario, toda auténtica comunidad cristiana aparece «en sí misma una realidad teologal objeto de contemplación»(28). De ahí que la comunidad religiosa sea ante todo un misterio que ha de ser contemplado y acogido con un corazón lleno de reconocimiento en una límpida dimensión de fe.

Cuando se olvida esta dimensión mística y teologal, que la pone en contacto con el misterio de la comunión divina presente y comunicada a la comunidad, se llega irremediablemente a perder también las razones profundas para «hacer comunidad», para la construcción paciente de la vida fraterna. Ésta, a veces, puede parecer superior a las fuerzas humanas y antojarse como un inútil derroche de energías, sobre todo en personas intensamente comprometidas en la acción y condicionadas por una cultura activista e individualista.

El mismo Cristo que los ha llamado convoca cada día a sus hermanos y hermanas para conversar con ellos y para unirlos a sí y entre ellos en la Eucaristía, para convertirlos progresivamente en su Cuerpo vivo y visible, animado por el Espíritu, en camino hacia el Padre.

La oración en común, que se ha considerado siempre como la base de toda vida comunitaria, parte de la contemplación del Misterio de Dios, grande y sublime, de la admiración de su presencia, operante en los momentos más significativos de nuestras familias religiosas, así como también en la humilde realidad cotidiana de nuestras comunidades.

13. Como una respuesta a la advertencia del Señor «velad y orad» (Lc 21,36), la comunidad religiosa debe ser vigilante y tomar el tiempo necesario para cuidar la calidad de su vida. A veces la jornada de los religiosos y religiosas, que «no tienen tiempo», corre el riesgo de ser demasiado afanosa y ansiosa, y por lo mismo puede terminar por cansar y agotar. En efecto, la comunidad religiosa está ritmada por un horario para dar determinados tiempos a la oración, y especialmente para que se pueda aprender a dar tiempo a Dios (vacare Deo).

La oración hay que entenderla también como tiempo para estar con el Señor para que pueda obrar en nosotros, y entre las distracciones y las fatigas pueda invadir la vida, confortarla y guiarla, para que, al fin, toda la existencia pueda realmente pertenecerle.

14. Una de las adquisiciones más valiosas de estos decenios, reconocida y estimada por todos, ha sido el redescubrimiento de la oración litúrgica por parte de las familias religiosas.

La celebración en común de la Liturgia de las Horas, o al menos de alguna de ellas, ha revitalizado la oración de no pocas comunidades, que han alcanzado un contacto más vivo con la Palabra de Dios y con la oración de la Iglesia(29).

En nadie, por tanto, puede debilitarse la convicción de que la comunidad se construye a partir de la Liturgia, sobre todo de la celebración de la Eucaristía(30) y de los otros sacramentos. Entre éstos merece una renovada atención el sacramento de la reconciliación, a través del cual el Señor aviva la unión con Él y con los hermanos.

A imitación de la primera comunidad de Jerusalén (cf Hech 2,42), la Palabra, la Eucaristía, la oración en común, la asiduidad y la fidelidad a la enseñanza de los Apóstoles y de sus sucesores, ponen en contacto con las grandes obras de Dios que, en este contexto, se hacen luminosas y generan alabanza, gratitud, alegría, unión de corazones, apoyo en las dificultades comunes de la convivencia diaria y fortalecimiento recíproco en la fe.

Desgraciadamente, la disminución de sacerdotes puede hacer imposible en algunos sitios la participación diaria en la santa Misa. A pesar de ello hay que tener la preocupación de adquirir una conciencia, cada vez más profunda, del gran don de la Eucaristía, y de colocar en el centro de la vida el Sagrado Misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vivo y presente en la comunidad para sostenerla y animarla en su camino hacia el Padre. De aquí se deduce la necesidad de que cada casa religiosa tenga, como centro de la comunidad, su oratorio(31), donde sea posible alimentar la propia espiritualidad eucarística, mediante la oración y la adoración.

Efectivamente, es en torno a la Eucaristía celebrada o adorada, «vértice y fuente» de toda la actividad de la Iglesia, donde se construye la comunión de los espíritus, premisa para todo crecimiento en la fraternidad. «De aquí debe partir toda forma de educación para el espíritu comunitario»(32).

15. La oración en común alcanza toda su eficacia cuando está íntimamente unida a la oración personal. En efecto, oración común y oración personal están en estrecha relación y son complementarias entre sí. En todas partes, pero especialmente en ciertas regiones y culturas, es necesario subrayar más el momento de la interioridad, de la relación filial con el Padre, del diálogo íntimo y esponsal con Cristo, de la profundización personal de cuanto se ha celebrado y vivido en la oración comunitaria, del silencio interior y exterior, que deja espacio para que la Palabra y el Espíritu puedan regenerar las profundidades más ocultas. La persona consagrada que vive en comunidad alimenta su consagración ya con el constante coloquio personal con Dios, ya con la alabanza y la intercesión comunitaria.

16. La oración en común se ha enriquecido en estos últimos años con diversas formas de expresión y participación.

Especialmente fructuosa para muchas comunidades ha sido la participación en la Lectio divina y en las reflexiones sobre la Palabra de Dios, así como la comunicación de las experiencias personales de fe y de las preocupaciones apostólicas. La diferencia de edad, de formación, de carácter, aconsejan ser prudentes en exigirla indistintamente a toda la comunidad: es bueno recordar que no se pueden precipitar los tiempos de su realización.

Esta comunicación, donde se practica espontáneamente y de común acuerdo, nutre la fe y la esperanza, así como la estima y la confianza recíproca, favorece la reconciliación y alimenta la solidaridad fraterna en la oración.

17. Las palabras del Señor, «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1; cf 1 Tes 5,17), valen tanto para la oración personal como para la comunitaria. La comunidad religiosa, en efecto, vive constantemente ante su Señor, de cuya presencia debe tener continua conciencia. Sin embargo, la oración común tiene sus propios ritmos, cuya frecuencia (diaria, semanal, mensual, anual) es determinada por el derecho propio de cada instituto.

La oración en común, que reclama fidelidad en el horario, exige también y sobre todo perseverancia: «Porque en virtud de la perseverancia y del consuelo que nos vienen de las Escrituras, mantenemos viva nuestra esperanza (...), a fin de que con un solo espíritu y una sola voz demos gloria a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,4-6).

La fidelidad y la perseverancia ayudarán también a superar creativa y sabiamente las dificultades, propias de algunas comunidades, como la diversidad de tareas y, por tanto, de horarios, la sobrecarga absorbente de trabajo y las diversas formas de cansancio.

18. La oración a la Bienaventurada Virgen María, animada por el amor hacia ella, que nos conduce a imitarla, hace que su presencia ejemplar y maternal sea una gran ayuda en la fidelidad diaria a la oración (cf Hech 1,14), llegando a convertirse en vínculo de comunión para la comunidad religiosa(33).

La Madre del Señor contribuirá a configurar las comunidades religiosas según el modelo de "su" familia, la Familia de Nazaret, lugar que las comunidades religiosas deben frecuentar espiritualmente, porque allí se vivió de un modo admirable el Evangelio de la comunión y de la fraternidad.

19. También el impulso apostólico es sostenido y alimentado por la oración común. Por un lado, es una fuerza misteriosa transformante que abraza todas las realidades para redimir y ordenar el mundo; y, por otro, encuentra su estímulo en el ministerio apostólico: en las alegrías y en las dificultades cotidianas. Éstas se transforman en ocasión para buscar y descubrir la presencia y la acción del Señor.

20. Las comunidades religiosas más apostólicas y más vivas evangélicamente -contemplativas o activas- son las que poseen una rica experiencia de oración. En un momento como el nuestro, en el que se asiste a un cierto despertar de la búsqueda de la trascendencia, las comunidades religiosas pueden llegar a ser lugares privilegiados donde se experimentan los caminos que conducen a Dios.

«Como familia unida en el nombre del Señor, (la comunidad religiosa) es, por su misma naturaleza, el lugar donde se ha de poder alcanzar especialmente la experiencia de Dios y comunicársela a los demás»(34); en primer lugar a los propios hermanos de comunidad.

Las personas consagradas a Dios, hombres y mujeres, ¿dejarán de asistir a esta cita con la historia, no respondiendo a la «búsqueda de Dios» que sienten nuestros contemporáneos, induciéndoles, acaso, a buscar en otra parte, por caminos equivocados, cómo saciar su hambre de Absoluto?

Libertad personal y construcción de la fraternidad

21. «Llevad los unos las cargas de los otros, así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6,2).

En toda la dinámica comunitaria, Cristo, en su misterio pascual, sigue siendo el modelo de cómo se construye la unidad. El mandamiento del amor mutuo tiene precisamente en Él la fuente, el modelo y la medida, ya que debemos amarnos como Él nos ha amado. Y Él nos ha amado hasta dar la vida. Nuestra vida es participación en la caridad de Cristo, en su amor al Padre y a los hermanos, que es un amor que se olvida totalmente de sí mismo.

Pero todo esto no proviene de la naturaleza del «hombre viejo», que desea ciertamente la comunión y la unidad, pero no pretende ni quiere pagar su precio en términos de compromiso y de entrega personal. El camino que va del hombre viejo -que tiende a cerrarse en sí mismo- al hombre nuevo, que se entrega a los demás, es largo y fatigoso. Los santos Fundadores han insistido de una forma realista en las dificultades e insidias de este paso, conscientes de que la comunidad no se improvisa, porque no es algo espontáneo ni una realización que exija poco tiempo.

Para vivir como hermanos y como hermanas, es necesario un verdadero camino de liberación interior. Al igual que Israel, liberado de Egipto, llegó a ser Pueblo de Dios después de haber caminado largo tiempo en el desierto bajo la guía de Moisés, así también la comunidad, dentro de la Iglesia, pueblo de Dios, está constituida por personas a las que Cristo ha liberado y ha hecho capaces de amar como Él, mediante el don de su Amor liberador y la aceptación cordial de aquellos que Él nos ha dado como guías.

El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones, nos impulsa a amar a los hermanos y hermanas hasta asumir sus debilidades, sus problemas, sus dificultades; en una palabra, hasta darnos a nosotros mismos.

22. Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites. Nada como la cruz de Cristo puede dar de un modo pleno y definitivo estas certezas y la libertad que deriva de ellas. Gracias a ellas, la persona consagrada se libera progresivamente de la necesidad de colocarse en el centro de todo y de poseer al otro, y del miedo a darse a los hermanos; aprende más bien a amar como Cristo la ha amado, con aquel mismo amor que ahora se ha derramado en su corazón y la hace capaz de olvidarse de sí misma y de darse como ha hecho el Señor.

En virtud de este amor, nace la comunidad como un conjunto de personas libres y liberadas por la cruz de Cristo.

23. Este camino de liberación, que conduce a la plena comunión y a la libertad de los hijos de Dios, exige, sin embargo, el coraje de la renuncia a sí mismos en la aceptación y acogida del otro, a partir de la autoridad.

Se ha hecho notar, desde distintos lugares, que ha sido éste uno de los puntos débiles del período de renovación a lo largo de estos años. Han crecido los conocimientos, se han estudiado diversos aspectos de la vida común, pero se ha atendido menos al compromiso ascético necesario e insustituible para toda liberación capaz de hacer que un grupo de personas sea una fraternidad cristiana.

La comunión es un don ofrecido que exige al mismo tiempo una respuesta, un paciente entrenamiento y una lucha para superar la simple espontaneidad y la volubilidad de los deseos. El altísimo ideal comunitario implica necesariamente la conversión de toda actitud que obstaculice la comunión.

La comunidad sin mística no tiene alma, pero sin ascesis no tiene cuerpo. Se necesita «sinergía» entre el don de Dios y el compromiso personal para construir una comunión encarnada, es decir, para dar carne y concreción a la gracia y al don de la comunión fraterna.

24. Es preciso admitir que estas afirmaciones suscitan problema hoy, tanto entre los jóvenes como entre los adultos. Con frecuencia los jóvenes provienen de una cultura que aprecia excesivamente la subjetividad y la búsqueda de la realización personal, mientras que a veces las personas adultas, o están ancladas en estructuras del pasado, o viven un cierto desencanto en relación con el «asamblearismo» de los años pasados, que fueron fuente de verbalismo y de incertidumbre.

Si es cierto que la comunión no existe sin la entrega de cada uno, es necesario que, desde el principio, se erradiquen las ilusiones de que todo tiene que venir de los otros y se ayude a descubrir con gratitud todo lo que se ha recibido y se está recibiendo de los demás. Hay que preparar desde el principio para ser constructores y no sólo miembros de la comunidad, para ser responsables los unos del crecimiento de los otros, como también para estar abiertos y disponibles a recibir cada uno el don del otro, siendo capaces de ayudar y de ser ayudados, de sustituir y de ser sustituidos.

Una vida común fraterna y compartida ejerce un natural encanto sobre los jóvenes, pero perseverar después en las reales condiciones de vida se puede convertir en una pesada carga. Por ello la formación inicial ha de llevar también a una toma de conciencia de los sacrificios que exige vivir en comunidad y a una aceptación de los mismos en orden a vivir una relación gozosa y verdaderamente fraterna, y a todas las demás actitudes típicas de un hombre interiormente libre(35); porque cuando uno se pierde por los hermanos se encuentra a sí mismo.

25. Además, es necesario recordar siempre que la realización de los religiosos y religiosas pasa a través de sus comunidades. Quien pretende vivir una vida independiente, al margen de la comunidad, no ha emprendido ciertamente el camino seguro de la perfección del propio estado.

Mientras la sociedad occidental aplaude a la persona independiente, que sabe realizarse por sí misma, al individualista seguro de sí, el Evangelio requiere personas que, como el grano de trigo, sepan morir a sí mismas para que renazca la vida fraterna(36).

De este modo, la comunidad se convierte en una «Schola Amoris» (escuela de amor) para jóvenes y adultos; una escuela donde se aprende a amar a Dios y a los hermanos y hermanas con quienes se vive, y a amar a la humanidad necesitada de la misericordia de Dios y de la solidaridad fraterna.

26. El ideal comunitario no debe hacer olvidar que toda realidad cristiana se edifica sobre la debilidad humana. La «comunidad ideal» perfecta no existe todavía. La perfecta comunión de los santos es la meta en la Jerusalén celeste.

Nuestro tiempo es de edificación y de construcción continuas, ya que siempre es posible mejorar y caminar juntos hacia la comunidad que sabe vivir el perdón y el amor. Las comunidades, por tanto, no pueden evitar todos los conflictos; la unidad que han de construir es una unidad que se establece al precio de la reconciliación(37). La situación de imperfección de las comunidades no debe descorazonar.

En efecto, las comunidades reemprenden cada día el camino, sostenidas por la enseñanza de los apóstoles: «Amaos los unos a los otros con afecto fraterno, rivalizando en la estima recíproca» (Rm 12,10); «tened los mismos sentimientos los unos para con los otros» (Rm 12,16); «acogeos los unos a los otros como Cristo os acogió» (Rm 15,7); «corregíos mutuamente» (Rm 15,14). «Respetaos los unos a los otros» (1 Cor 11,33); «por medio de la caridad poneos los unos al servicio de los otros» (Gal 5,13); «confortaos mutuamente» (1 Tes 5,11); «sobrellevaos los unos a los otros con amor» (Ef 4,2); «sed benévolos y misericordiosos los unos para con los otros perdonándoos mutuamente» (Ef 4,32); «someteos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5,21); «orad los unos por los otros» (Sant 5,16); «trataos los unos a los otros con humildad» (1 Pe 5,5); «estad en comunión los unos con los otros» (1 Jn 1,7); «no nos cansemos de hacer el bien a todos, principalmente a nuestros hermanos en la fe» (Gal 6,9-10).

27. Para favorecer la comunión de espíritus y de corazones de quienes han sido llamados a vivir juntos en una comunidad, es útil llamar la atención sobre la necesidad de cultivar las cualidades requeridas en toda relación humana: educación, amabilidad, sinceridad, control de sí, delicadeza, sentido del humor y espíritu de participación.

Los documentos del Magisterio de estos últimos años son ricos en sugerencias e indicaciones útiles para la convivencia comunitaria como: la alegre sencillez(38), la sinceridad y la confianza mutuas(39), la capacidad de diálogo(40), la adhesión sincera a una benéfica disciplina comunitaria(41).

28. No hay que olvidar, por fin, que la paz y el gozo de estar juntos siguen siendo uno de los signos del Reino de Dios. La alegría de vivir, aun en medio de las dificultades del camino humano y espiritual y de las tristezas cotidianas, forma ya parte del Reino. Esta alegría es fruto del Espíritu y abarca la sencillez de la existencia, el tejido banal de lo cotidiano. Una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga. Muy pronto sus miembros se verán tentados de buscar en otra parte lo que no pueden encontrar en su casa. Una fraternidad donde abunda la alegría es un verdadero don de lo Alto a los hermanos que saben pedirlo y que saben aceptarse y se comprometen en la vida fraterna confiando en la acción del Espíritu. Se cumplen, de este modo, las palabras del salmo: «Ved qué delicia y qué hermosura es vivir los hermanos unidos...; ahí el Señor da la bendición y la vida para siempre» (Sal 133,1-3), «porque, cuando viven juntos fraternalmente, se reúnen en la asamblea de la Iglesia, se sienten concordes en la caridad y en un solo querer»(42).

Este testimonio de alegría suscita un enorme atractivo hacia la vida religiosa, es una fuente de nuevas vocaciones y un apoyo para la perseverancia. Es muy importante cultivar esta alegría en la comunidad religiosa: el exceso de trabajo la puede apagar, el celo exagerado por algunas causas la puede hacer olvidar, el continuo cuestionarse sobre la propia identidad y sobre el propio futuro puede ensombrecerla.

Pero saber celebrar fiesta juntos, concederse momentos personales y comunitarios de distensión, tomar distancia de vez en cuando del propio trabajo, gozar con las alegrías del hermano, prestar atención solícita a las necesidades de los hermanos y hermanas, entregarse generosamente al trabajo apostólico, afrontar con misericordia las situaciones, salir al encuentro del futuro con la esperanza de hallar siempre y en todas partes al Señor: todo esto alimenta la serenidad, la paz y la alegría, y se convierte en fuerza para la acción apostólica.

La alegría es un espléndido testimonio de la dimensión evangélica de una comunidad religiosa, meta de un camino no exento de tribulación, pero posible, porque está sostenido por la oración: «Alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rm 12,12).

Comunicar para crecer juntos

29. En el proceso de renovación de estos años aparece que la comunicación es uno de los factores humanos que adquieren una creciente relevancia para la vida de la comunidad religiosa. La exigencia más sentida de incrementar la vida fraterna de una comunidad lleva consigo la correspondiente necesidad de una más amplia e intensa comunicación.

Para llegar a ser verdaderamente hermanos y hermanas es necesario conocerse. Para conocerse es muy importante comunicarse cada vez de forma más amplia y profunda. Se da hoy una atención mayor a los distintos aspectos de la comunicación, aunque en medida y en forma diversa según los distintos institutos y las diversas regiones del mundo.

30. La comunicación dentro de los institutos ha alcanzado un notable desarrollo. Han aumentado los encuentros regulares de sus miembros a nivel congregacional, regional y provincial, y los superiores normalmente envían cartas y ofrecen sugerencias y visitan con mayor frecuencia las comunidades, y se ha difundido el uso de boletines y periódicos internos.

Esta amplia comunicación, requerida a distintos niveles, dentro del respeto de la fisonomía propia del instituto, crea normalmente relaciones más estrechas, alimenta el espíritu de familia y la participación en todo lo que atañe al instituto entero, sensibiliza ante los problemas generales y une más a las personas consagradas en torno a la misión común.

31. También a nivel comunitario se ha comprobado que es altamente positivo haber tenido regularmente -con frecuencia, a ritmo semanal- encuentros en los que los religiosos y las religiosas comparten problemas de la comunidad, del instituto y de la Iglesia y dialogan sobre los principales documentos de la misma. Son momentos útiles también para escuchar a los otros, compartir las propias ideas, revisar y evaluar el camino recorrido, pensar y programar juntos.

La vida fraterna, especialmente en las comunidades más numerosas, necesita estos momentos para crecer. Son momentos que han de estar libres de cualquier otra ocupación; momentos importantes de comunicación también para crear sentido de corresponsabilidad y para situar el propio trabajo en el contexto más amplio de la vida religiosa, eclesial y del mundo -al que se ha sido enviado en misión-, y no sólo en el ámbito de la vida comunitaria. Es éste un camino que han de seguir recorriendo todas las comunidades, adaptando convenientemente sus ritmos y modalidades a las dimensiones de las mismas comunidades y a sus compromisos. En las comunidades contemplativas esto exige respeto del propio estilo de vida.

32. Pero esto no es todo. En muchas partes se siente la necesidad de una comunicación más intensa entre los religiosos de una misma comunidad. La falta y la pobreza de comunicación genera habitualmente un debilitamiento de la fraternidad a causa del desconocimiento de la vida del otro, que convierte en extraño al hermano y en anónima la relación, además de crear verdaderas y propias situaciones de aislamiento y de soledad.

En algunas comunidades se lamenta la escasa calidad de la comunicación fundamental de bienes espirituales: se comunican temas y problemas marginales, pero raramente se comparte lo que es vital y central en la vida consagrada.

Las consecuencias de esto pueden ser dolorosas, porque la experiencia espiritual adquiere insensiblemente connotaciones individualistas. Se favorece, además, la mentalidad de autogestión unida a la insensibilidad por el otro, mientras lentamente se van buscando relaciones significativas fuera de la comunidad.

Hay que afrontar el problema explícitamente: con tacto y atención y sin forzar las cosas; pero también con decisión y creatividad, buscando formas e instrumentos que puedan permitir a todos aprender progresivamente a compartir, en sencillez y fraternidad, los dones del Espíritu, a fin de que lleguen a ser verdaderamente de todos y sirvan para la edificación de todos (cf 1 Cor 12,7).

La comunión nace precisamente de la comunicación de los bienes del Espíritu, una comunicación de la fe y en la fe, donde el vínculo de fraternidad se hace tanto más fuerte cuanto más central y vital es lo que se pone en común. Este ejercicio de comunicación sirve también para aprender a comunicarse de verdad, permitiendo después a cada uno, en el apostolado, «confesar la propia fe» en términos fáciles y sencillos, a fin de que todos la puedan comprender y gustar.

Las formas de comunicar los dones espirituales pueden ser muy diversas. A parte de las ya señaladas -compartir la Palabra y la experiencia de Dios, discernimiento y proyecto comunitario-(43), se pueden recordar también la corrección fraterna, la revisión de vida y otras formas típicas de la tradición. Todos éstos son modos concretos de poner al servicio de los demás y de hacer que reviertan sobre la comunidad los dones que el Espíritu otorga abundantemente para su edificación y misión en el mundo.

Todo ello adquiere mayor importancia en este momento en que pueden convivir en una misma comunidad religiosos no sólo de diversas edades, sino de razas diversas, de distinta formación cultural y teológica, religiosos que han tenido muy diversas experiencias durante estos años tan agitados y de tanto pluralismo.

Sin diálogo y sin escucha se corre el riesgo de crear existencias yuxtapuestas o paralelas, lo que está muy lejos del ideal de la fraternidad.

33. Toda forma de comunicación implica itinerarios y dificultades psicológicas particulares que pueden ser enfrentadas positivamente, incluso con la ayuda de las ciencias humanas. Algunas comunidades se han beneficiado, por ejemplo, de la ayuda de expertos en comunicación y de profesionales en el campo de la psicología o de la sociología.

Se trata de medios excepcionales que deben ser valorados prudentemente y que pueden ser utilizados con moderación por comunidades deseosas de derribar el muro de separación que a veces se levanta dentro de la misma comunidad. Las técnicas humanas pueden ser útiles, pero no son suficientes. Es necesario para todos querer de verdad el bien del hermano, cultivando la capacidad evangélica de recibir de los otros todo lo que desean dar y comunicar, y, de hecho, comunican con su misma existencia.

«Tened unos mismos sentimientos y un mismo amor; sed cordiales y unánimes. Con gran humildad, estimad a los otros como superiores. Buscad los intereses de los otros y no sólo los vuestros. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil 2,2-5).

Sólo en este clima las diversas formas y técnicas de comunicación, compatibles con la vida religiosa, pueden alcanzar resultados que favorezcan el crecimiento de la fraternidad.

34. El considerable influjo que los medios de comunicación social ejercen sobre la vida y la mentalidad de nuestros contemporáneos, afecta también a las comunidades religiosas y no pocas veces condiciona la comunicación dentro de la mismas.

Así, pues, la comunidad, consciente de su influjo, se educa para utilizarlos en orden al crecimiento personal y comunitario con la claridad evangélica y la libertad interior de quien ha aprendido a conocer a Cristo (cf Gal 4,17-23). Esos medios, en efecto, proponen, y con frecuencia imponen, una mentalidad y un modelo de vida que debe ser confrontado continuamente con el Evangelio. A este propósito desde muchos lugares se pide una profunda formación a la recepción y al uso crítico y fecundo de esos medios. ¿Por qué no hacer de este tema objeto de valoración, de comprobación y de programación en los encuentros comunitarios periódicos?

En particular cuando la televisión se convierte en la única forma de recreación, obstaculiza y a veces impide la relación entre las personas, limita la comunicación fraterna, e incluso puede dañar la misma vida consagrada.

Se impone un justo equilibrio: el uso moderado y prudente de los medios de comunicación(44), acompañado por el discernimiento comunitario, puede ayudar a la comunidad a conocer mejor la complejidad del mundo de la cultura, puede permitir una recepción confrontada y crítica, y ayudar, finalmente, a valorar su impacto en vista de los diversos ministerios al servicio del Evangelio.

En coherencia con la opción por su específico estado de vida, caracterizado por una más marcada separación del mundo, las comunidades contemplativas deben sentirse mayormente comprometidas en mantener un ambiente de recogimiento, ateniéndose a las normas establecidas en las propias constituciones sobre el uso de los medios de comunicación social.

Comunidad religiosa y madurez de la persona

35. La comunidad religiosa, por el hecho mismo de ser una «Schola Amoris» (escuela de amor), que ayuda a crecer en el amor a Dios y a los hermanos, se convierte también en lugar de crecimiento humano. El proceso es exigente, ya que comporta la renuncia a bienes ciertamente muy estimables(45); pero no es imposible, como lo demuestra la lista de santos y santas y las maravillosas figuras de religiosos y religiosas que han demostrado que la consagración a Cristo «no se opone al verdadero progreso de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, lo promueve en gran medida»(46).

El camino hacia la madurez humana, premisa necesaria para una vida de irradiación evangélica, es un proceso que no conoce límites, porque comporta un continuo «enriquecimiento», no sólo en los valores espirituales, sino también en los de orden psicológico, cultural y social(47).

Los grandes cambios acaecidos en la cultura y en las costumbres, orientados de hecho más hacia las realidades materiales que hacia los valores espirituales, exigen que se preste mayor atención a algunas áreas en las que las personas consagradas parecen hoy particularmente vulnerables.

36. La identidad

El proceso de madurez se consigue en la propia identificación con la llamada de Dios. Una identidad insegura puede impulsar, especialmente en los momentos de dificultad, hacia una realización malentendida: con una extrema necesidad de resultados positivos y de la aprobación por parte de los otros, con un exagerado miedo al fracaso y la depresión por la falta de éxito.

La identidad de la persona consagrada depende de la madurez espiritual: es obra del Espíritu, que impulsa a configurarse con Cristo, según la particular modalidad que nace del «carisma originario, mediación del Evangelio, para los miembros de un determinado Instituto»(48). Es muy importante, en estos casos, la ayuda de un guía espiritual, que conozca bien y respete la espiritualidad y la misión del instituto, para «discernir la acción de Dios, acompañar al hermano en las vías del Señor, alimentar la vida con sólida doctrina y con la vida de la oración»(49). Este acompañamiento, particularmente necesario en la formación inicial, resulta también útil para todo el resto de la vida, en orden a conseguir el «verdadero crecimiento en Cristo».

También la madurez cultural ayuda a afrontar los retos de la misión, asumiendo los instrumentos necesarios para discernir la marcha de los tiempos y para encontrar respuestas adecuadas, a través de las cuales el Evangelio se convierte en una continua propuesta alternativa a las propuestas mundanas, integrando su fuerza positiva y purificándolas de los fermentos del mal.

En esta dinámica la persona consagrada y la comunidad religiosa son propuesta evangélica que manifiesta la presencia de Cristo en el mundo(50).

37. La afectividad

La vida fraterna en común exige, por parte de todos, un buen equilibrio psicológico sobre cuya base pueda madurar la vida afectiva de cada uno. Componente fundamental de esta madurez, como hemos recordado antes, es la libertad afectiva, gracias a la cual el consagrado ama su vocación y ama según su vocación. Sólo esta libertad y madurez consienten precisamente vivir bien la afectividad, tanto dentro como fuera de la comunidad.

Amar la propia vocación, sentir la llamada como una razón válida para vivir y acoger la consagración como una realidad verdadera, bella y buena que comunica verdad, belleza y bondad a la propia existencia: todo esto hace a la persona fuerte y autónoma, segura de la propia identidad, no necesitada de apoyaturas ni de distintas compensaciones, incluso de tipo afectivo; y refuerza el vínculo que une al consagrado con aquellos que comparten con él la misma llamada. Con ellos, ante todo, se siente llamado a vivir relaciones de fraternidad y de amistad.

Amar la vocación es amar a la Iglesia, es amar al propio instituto y sentir la comunidad como la verdadera familia propia.

Amar según la propia vocación es amar con el estilo de quien, en toda relación humana, desea ser signo claro del amor de Dios, no avasalla a nadie ni trata de poseerle, sino que quiere bien al otro y quiere el bien del otro con la misma benevolencia de Dios.

Es necesaria, por tanto, una formación específica de la afectividad, que integre la dimensión humana con la dimensión más propiamente espiritual. A este propósito, el documento Potissimum Institutioni ofrece amplias y oportunas directrices acerca del discernimiento «sobre el equilibrio de la afectividad, particularmente del equilibrio sexual» y sobre la «capacidad de vivir en comunidad»(51).

Sin embargo, las dificultades en este campo son, con frecuencia, la caja de resonancia de problemas que proceden de otra parte; por ejemplo, una afectividad-sexualidad vivida en actitud narcisístico-adolescente, o rígidamente reprimida, puede ser consecuencia de experiencias negativas anteriores al ingreso en la comunidad, o también consecuencia de malestares comunitarios o apostólicos. Por eso es tan importante que exista una rica y cálida vida fraterna, que «lleva la carga» del hermano herido y necesitado de ayuda.

Si se necesita una cierta madurez para vivir en comunidad, se necesita igualmente una cordial vida fraterna para la madurez del religioso. Cuando se advierte una falta de autonomía afectiva en el hermano o en la hermana, la respuesta debería venir de la misma comunidad en términos de un amor rico y humano como el del Señor Jesús y el de tantos santos religiosos, un amor que comparte los temores y las alegrías, las dificultades y las esperanzas con ese calor que es propio de un corazón nuevo, que sabe acoger a la persona en su totalidad. Este amor solícito y respetuoso, no posesivo sino gratuito, debería llevar a experimentar de cerca el amor del Señor, ese amor que llevó al Hijo de Dios a proclamar, a través de la cruz, que no se puede dudar de ser amados por el Amor.

38. Los desadaptados

Una ocasión particular para el crecimiento humano y la madurez cristiana es la convivencia con personas que sufren, que no se encuentran a gusto en la comunidad, que por lo mismo son motivo de sufrimiento para los hermanos y que perturban la vida comunitaria.

Hay que preguntarse, ante todo, de dónde procede ese sufrimiento: de deficiencia de carácter, de trabajos que les resultan demasiado pesados, de graves lagunas en la formación, de los cambios demasiado rápidos de estos últimos años, de formas de gobierno excesivamente autoritarias, de dificultades espirituales.

Pueden darse también situaciones diversas, en las que la autoridad ha de recordar que la vida en común requiere, a veces, sacrificio y puede convertirse en una forma de «maxima pœnitentia».

Existen, por otra parte, situaciones y casos en los que es necesario recurrir a las ciencias humanas, sobre todo cuando hay personas claramente incapaces de vivir la vida comunitaria por problemas de madurez humana y de fragilidad psicológica o por factores prevalentemente patológicos.

El recurso a estas intervenciones ha resultado útil no sólo como terapia, en casos de psicopatología más o menos manifiesta, sino también como prevención para ayudar a una adecuada selección de los candidatos y para acompañar, en algunos casos, al equipo de formadores a afrontar problemas específicos pedagógico-formativos(52).

En todo caso, en la elección de los especialistas, hay que preferir a una persona creyente y que conozca bien la vida religiosa y sus propios dinamismos. Y tanto mejor si es una persona consagrada.

El uso de estos medios, por último, resultará verdaderamente eficaz si se hace con discreción y no se generaliza, incluso porque no resuelven todos los problemas y, por lo mismo, «no pueden sustituir a una auténtica dirección espiritual»(53).

Del yo al nosotros

39. El respeto a la persona, recomendado por el Concilio y por otros documentos(54), ha tenido un influjo positivo en la praxis comunitaria.

Sin embargo, al mismo tiempo se ha difundido también, con mayor o menor intensidad según las distintas regiones del mundo, el individualismo bajo las más diversas formas, como la necesidad de protagonismo y la exagerada insistencia sobre el propio bienestar físico, psíquico y profesional, la preferencia por un trabajo ejercido por cuenta propia o de prestigio y bien seguro, la prioridad absoluta dada a las propias aspiraciones personales y al propio camino individual, sin preocuparse de los demás y sin verdadera referencia a la comunidad.

Por otra parte, es necesario buscar el justo equilibrio, no siempre fácil de alcanzar, entre el respeto a la persona y el bien común, entre las exigencias y necesidades de cada uno y las de la comunidad, entre los carismas personales y el proyecto apostólico de la misma comunidad. Y esto dista tanto del individualismo disgregante como del comunitarismo nivelador. La comunidad religiosa es el lugar donde se verifica el cotidiano y paciente paso del «yo» al «nosotros», de mi compromiso al compromiso confiado a la comunidad, de la búsqueda de «mis cosas» a la búsqueda de las «cosas de Cristo».

La comunidad religiosa se convierte, entonces, en el lugar donde se aprende cada día a asumir aquella mentalidad renovada que permite vivir día a día la comunión fraterna con la riqueza de los diversos dones, y, al mismo tiempo, hace que estos dones converjan en la fraternidad y la corresponsabilidad en su proyecto apostólico.

40. Para conseguir esta «sinfonía» comunitaria y apostólica es preciso:

a) Celebrar y agradecer juntos el don común de la vocación y misión, don que trascienda en gran medida toda diferencia individual y cultural. Promover una actitud contemplativa ante la sabiduría de Dios, que ha enviado determinados hermanos a la comunidad para que sean un don los unos para los otros. Alabarle por lo que cada hermano transmite de la presencia y de la palabra de Cristo.

b) Cultivar el respeto mutuo, con el que se acepta el ritmo lento de los más débiles y, al mismo tiempo, no se ahoga el nacimiento de personalidades más ricas. Un respeto que favorece la creatividad, pero que es también una llamada a la responsabilidad y al compromiso para con los otros y a la solidaridad.

c) Orientar hacia la misión común, ya que todo instituto tiene su misión en la que cada uno debe colaborar según sus propios dones. El itinerario de la persona consagrada consiste precisamente en consagrar progresivamente al Señor todo lo que tiene y todo lo que es, en orden a la misión de su familia religiosa.

d) Recordar que la misión apostólica está confiada en primer lugar a la comunidad y que esto con frecuencia lleva consigo también la gestión de obras propias del instituto. La dedicación a ese apostolado comunitario hace que la persona consagrada madure y la lleva a crecer en su peculiar camino de santidad.

e) Conviene tener en cuenta que cada religioso, cuando recibe de la obediencia misiones personales, debe considerarse enviado por la comunidad. Ésta, a su vez, debe preocuparse de su actualización regular e intergrarlo en la verificación de los compromisos apostólicos y comunitarios.

Durante el tiempo de formación puede suceder que, no obstante la buena voluntad, resulte imposible conseguir la plena integración de los dones personales de una persona consagrada en la fraternidad y en la misión común. Es entonces cuando se debe plantear esta pregunta: «¿Los dones que Dios ha concedido a esa persona (...) son causa de unidad y hacen más profunda la comunión? Si la respuesta es afirmativa, han de ser bien acogidos. En caso contrario, por muy buenos que puedan parecer en sí mismos, y por muy valiosos que puedan parecer a algunos hermanos, no son aptos para este determinado Instituto. No es prudente, en efecto, permitir líneas de desarrollo muy divergentes, que no ofrecen un sólido fundamento de unidad en el Instituto»(55).

41. En estos años han aumentado las comunidades con un pequeño número de miembros, debido sobre todo a exigencias apostólicas. Éstas pueden también favorecer el desarrollo de relaciones más estrechas entre los religiosos, de oración más participada y una recíproca y más fraterna asunción de responsabilidades(56).

No faltan, sin embargo, también motivos discutibles, como la afinidad de gustos o de mentalidad. En este caso es fácil que la comunidad se cierre y pueda llegar a seleccionar sus componentes, aceptando o no a un hermano enviado por los superiores. Esto contradice la naturaleza misma de la comunidad religiosa y su condición de signo. La homogeneidad en la elección, además de debilitar la movilidad apostólica, hace perder vigor a la realidad pneumática de la comunidad, y vacía de su fuerza testimoniante la realidad espiritual que la rige.

El esfuerzo por aceptarse los unos a los otros y el empeño por superar las dificultades, que es típico de las comunidades heterogéneas, demuestra la trascendencia del motivo que las ha hecho surgir, o sea, «el poder de Dios que se manifiesta en la pobreza del hombre» (2 Cor 12,9-10).

En la comunidad se está juntos no porque nos hemos elegido los unos a los otros, sino porque hemos sido elegidos por el Señor.

42. Si la cultura occidental puede llevar al individualismo, que dificulta la vida fraterna en común, otras culturas pueden, por el contrario, llevar al comunitarismo, que dificulta la valorización de la persona humana. Todas las formas culturales han de ser evangelizadas.

La presencia de comunidades religiosas que, en un proceso de conversión, llegan a vivir una vida fraterna en la que la persona se pone a disposición de los hermanos, o en la que el «grupo» promueve a la persona, es un signo de la fuerza transformante del Evangelio y de la venida del Reino de Dios.

Los institutos internacionales, en los que conviven miembros de distintas culturas, pueden contribuir a un intercambio de dones, mediante el cual las distintas culturas se enriquecen y se corrigen mutuamente, en la tensión común por vivir cada vez más intensamente el Evangelio de la libertad personal y de la comunión fraterna.

Ser una comunidad en continua formación

43. La renovación comunitaria ha conseguido notables ventajas de la formación permanente. Recomendada y delineada en sus líneas fundamentales por el documento Potissimum Institutioni(57), es considerada de vital importancia para el futuro por todos los responsables de institutos religiosos.

No obstante algunos problemas -dificultad para hacer una síntesis entre sus diversos aspectos y para sensibilizar a todos los miembros de una comunidad, exigencias absorbentes del apostolado y justo equilibrio entre actividad y formación-, la mayor parte de los institutos ha promovido iniciativas a este respecto, tanto a nivel general como a nivel local.

Una de las finalidades de estas iniciativas es formar comunidades maduras, evangélicas, fraternas, capaces de continuar la formación permanente en la vida diaria. La comunidad religiosa, en efecto, es el lugar donde las grandes orientaciones se hacen operativas, gracias a la paciente y tenaz mediación cotidiana. La comunidad religiosa es la sede y el ambiente natural del proceso de crecimiento de todos, donde cada uno se hace corresponsable del crecimiento del otro. La comunidad religiosa es, además, el lugar donde, día a día, se nos ayuda a responder, como personas consagradas portadoras de un carisma común, a las necesidades de los más postergados y a los retos de la nueva sociedad.

No es infrecuente que, ante a los problemas que se deben afrontar, sean diversas las respuestas, con evidentes consecuencias en la vida comunitaria. De ahí la constatación de que uno de los objetivos más sentidos hoy sea el de integrar a personas de diversa formación y de visiones apostólicas distintas en una misma vida comunitaria, donde las diferencias no sean tanto ocasión de contraste cuanto momentos de mutuo enriquecimiento. En este contexto diversificado y en continuo cambio, resulta cada vez más importante la misión de crear comunión propia de los responsables de comunidad, para quienes es oportuno prever ayudas específicas por parte de la formación permanente, en orden a su tarea de animación de la vida fraterna y apostólica. Partiendo de la experiencia de estos últimos años, dos aspectos merecen aquí una atención particular: la dimensión comunitaria de los consejos evangélicos y el carisma.

44. La dimensión comunitaria de los consejos evangélicos. La profesión religiosa es expresión del don de sí mismo a Dios y a la Iglesia, pero, de un don vivido en la comunidad de una familia religiosa. El religiosos no es sólo un «llamado» con una vocación individual, sino que es un «convocado», un llamado junto con otros con los cuales «comparte» la existencia cotidiana.

Se da una convergencia de «sí» a Dios que une a los distintos consagrados en una misma comunidad de vida. Los religiosos, consagrados juntos, unidos en el mismo «sí», unidos en el Espíritu Santo, descubren cada día que su seguimiento de Cristo «obediente, pobre y casto» se vive en la fraternidad, como los discípulos que seguían a Jesús en su ministerio: unidos a Cristo y, por lo tanto, llamados a estar unidos entre sí; unidos en la misión de oponerse proféticamente a la idolatría del poder, del tener y del placer(58).

De este modo, la obediencia liga y une las diversas voluntades en una misma comunidad fraterna, que tiene una misión específica que cumplir en la Iglesia.

La obediencia es un «sí» al plan de Dios, que ha confiado una peculiar tarea a un grupo de personas. Implica un vínculo con la misión; pero, también con la comunidad, que debe realizar aquí y ahora, y también juntos, su servicio; exige además mirar lúcidamente con fe tanto a los superiores que «desempeñan una tarea de servicio y de guía»(59) y deben tutelar la conformidad del trabajo apostólico con la misión. Y así, en comunión con ellos, se debe cumplir la voluntad de Dios, que es la única que puede salvar.

La pobreza, o sea, la comunicación de bienes -incluso de los bienes espirituales-, ha sido desde el principio la base misma de la comunión fraterna. La pobreza de cada uno, que implica un estilo de vida sencillo y austero, no sólo libera de las preocupaciones inherentes a los bienes personales, sino que siempre ha enriquecido a la comunidad, que ha podido, de este modo, dedicarse más eficazmente al servicio de Dios y de los pobres.

La pobreza incluye la dimensión económica. Poder disponer del dinero como si fuese propio, sea para sí mismo, sea para los propios familiares, llevar un estilo de vida muy diverso del resto de los hermanos y de la sociedad pobre en la que con frecuencia se vive, son cosas que lesionan y debilitan la vida fraterna.

También la «pobreza de espíritu», la humildad, la sencillez, el reconocimiento de los dones de los otros, el aprecio de las realidades evangélicas, como «la vida escondida con Cristo en Dios», la estima por el sacrificio oculto, la valoración de los postergados, la dedicación a tareas no retribuidas ni reconocidas..., son otros tantos aspectos unitivos de la vida fraterna realizados por la pobreza profesada.

Una comunidad de «pobres» es capaz de ser solidaria con los pobres y de manifestar cuál es el corazón de la evangelización, porque presenta, en concreto, la fuerza transformadora de las bienaventuranzas.

En la dimensión comunitaria la castidad consagrada, que implica también una gran pureza de mente, de corazón y de cuerpo, expresa una gran libertad para amar a Dios y todo lo que es suyo con amor indiviso, y por lo mismo una total disponibilidad de amar y servir a todos los hombres haciendo presente el amor de Cristo. Este amor no egoísta ni exclusivo, no posesivo ni esclavo de la pasión, sino universal y desinteresado, libre y liberador, tan necesario para la misión, se cultiva y crece en la vida fraterna. Así los que viven el celibato consagrado «evocan aquel maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo único a Cristo»(60).

Esta dimensión comunitaria de los votos necesita un continuo cuidado y una continua profundización: cuidado y profundización propios de la formación permanente.

45. El carisma. Es éste el segundo aspecto que ha de ser privilegiado en la formación permanente en orden al crecimiento de la vida fraterna.

«La consagración religiosa establece una particular comunión entre el religioso y Dios y -en Él- entre los miembros de un mismo Instituto(...). Su fundamento es la comunión en Cristo establecida por el único carisma originario»(61).

La referencia al propio Fundador y al carisma, tal como ha sido vivido y comunicado por él y después custodiado, profundizado y desarrollado a lo largo de toda la vida del instituto(62), es, por tanto, un elemento fundamental para la unidad de la comunidad.

Vivir en comunidad es, en realidad, vivir todos juntos la voluntad de Dios, según la orientación del don carismático, que el Fundador ha recibido de Dios y ha transmitido a sus discípulos y continuadores.

La renovación llevada a cabo durante estos últimos años, al poner de relieve la importancia del carisma originario, también por medio de una profunda reflexión teológica(63), ha favorecido la unidad de la comunidad, que tiene la conciencia de ser portadora de un mismo don del Espíritu, que ha de compartir con los hermanos y con el cual puede enriquecer a la Iglesia «para la vida del mundo». Por esta razón, resultan muy provechosos aquellos programas de formación que comprenden cursos periódicos de estudio y de reflexión orante sobre el Fundador, el carisma y las constituciones.

La profunda comprensión del carisma lleva a una clara visión de la propia identidad, en torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión. Ella permite, además, una adaptación creativa a las nuevas situaciones, y esto ofrece perspectivas positivas para el futuro de un instituto.

La falta de esa claridad puede fácilmente crear incertidumbre en los objetivos y vulnerabilidad respecto a los condicionamientos ambientales y a las corrientes culturales, e incluso respecto a las distintas necesidades apostólicas, además de crear incapacidad para adaptarse y renovarse.

46. Es, por tanto, necesario cultivar la identidad carismática, incluso para evitar una creciente indiferenciación que constituye un verdadero peligro para la vitalidad de la comunidad religiosa.

A este propósito, se han indicado algunas situaciones que, en los últimos años, han lesionado y, en algunas partes, todavía lesionan a las comunidades religiosas:

la modalidad «indiferenciada» -o sea, sin la específica mediación del propio carisma-, al considerar ciertas indicaciones de la Iglesia particular, o ciertas sugerencias provenientes de diversas espiritualidades; un modo de pertenencia a algunos movimientos eclesiales, que expone a algunos religiosos al fenómeno ambiguo de la «doble identidad»; una cierta acomodación a la índole propia de los seglares, en las indispensables o, con frecuencia, fructuosas relaciones con ellos, sobre todo cuando son colaboradores; y, de este modo, en vez de ofrecer el propio testimonio religioso como un don fraterno que sirva de fermento a su autenticidad cristiana, se llega a ser como ellos, asumiendo sus modos de ver y de actuar, reduciendo así la aportación específica de la propia consagración; una excesiva condescendencia respecto a las exigencias de la familia, a los ideales de la nación, de la raza y de la tribu, del grupo social, que implican el peligro de orientar el carisma hacia posiciones e intereses partidistas. La indiferenciación, que reduce la vida religiosa a un mínimo y desvaído común denominador, lleva a hacer desaparecer la belleza y la fecundidad de la multiplicidad de los carismas suscitados por el Espíritu.

La autoridad al servicio de la fraternidad

47. Existe una opinión generalizada de que la evolución de estos últimos años ha contribuido a hacer madurar la vida fraterna en las comunidades. En muchas de ellas el clima de convivencia ha mejorado; se ha facilitado la participación activa de todos; se ha pasado de una vida en común, demasiado basada en la observancia, a una vida más atenta a las necesidades de cada uno y más esmerada a nivel humano. Se considera, en general, como uno de los frutos más claros de la renovación, llevada a cabo durante estos años, el esfuerzo por construir comunidades en las que se pueda vivir de verdad, menos formalistas, menos autoritarias, más fraternas y más participativas.

48. Sin embargo, este desarrollo positivo ha ido acompañado, en algunos lugares, de un cierto sentido de desconfianza con respecto a la autoridad.

El deseo de una comunión más profunda entre los miembros y la reacción comprensible hacia estructuras consideradas demasiado autoritarias y rígidas, ha llevado a no comprender en todo su alcance la misión de la autoridad, hasta el punto de ser considerada por algunos, incluso, como no necesaria para la vida de la comunidad, y, por otros, reducida al simple papel de coordinar las iniciativas de los miembros. De este modo, algunas comunidades se han visto inducidas a vivir sin una autoridad y otras a tomar todas las decisiones colegialmente. Todo esto lleva consigo el peligro, no sólo hipotético, de destruir la vida comunitaria, que tiende inevitablemente a favorecer el individualismo, y, al mismo tiempo, a oscurecer la misión de la autoridad, misión necesaria no sólo para el crecimiento de la vida fraterna en la comunidad, sino también para el itinerario espiritual de la persona consagrada.

Por otra parte, los resultados de estas experiencias están llevando progresivamente a redescubrir la necesidad y la función de una autoridad personal siguiendo toda la tradición de la vida religiosa.

Si el clima democrático, hoy tan difundido, ha podido favorecer el sentido de corresponsabilidad y de participación de todos en la toma de decisiones, incluso dentro de la comunidad religiosa, no se puede olvidar que la fraternidad no es sólo fruto del esfuerzo humano, sino también, y sobre todo, don de Dios; un don que exige la obediencia a la Palabra de Dios, y, en la vida religiosa, también a la autoridad, que recuerda esa Palabra y la aplica a las situaciones concretas, según el espíritu del instituto.

«Os pedimos, hermanos, que tengáis en consideración a los que trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan. Tenedles en la mayor estima, con amor por su trabajo» (1 Tes 5,12-13). La comunidad cristiana no es, en efecto, un grupo anónimo, sino que está presidida desde su mismo origen por sus dirigentes, para los cuales el Apóstol pide consideración, respeto y caridad.

En las comunidades religiosas la autoridad, a la que se debe atención y respeto, incluso en virtud de la profesión de obediencia, está puesta también al servicio de la fraternidad, de su edificación y de la consecución de sus fines espirituales y apostólicos.

49. La renovación llevada a cabo durante estos años ha contribuido a delinear una nueva imagen de la autoridad, en referencia más estrecha a sus raíces evangélicas, y, por lo mismo, al servicio del progreso espiritual de cada uno y de la edificación de la vida fraterna en la comunidad.

Cada comunidad tiene su propia misión que cumplir. Por eso el servicio de la autoridad se dirige a una comunidad que debe desempeñar una misión particular, recibida del instituto y en conformidad con su carisma. Del mismo modo que existen diversas misiones, existen también diversos tipos de comunidad y, por lo tanto, diversas maneras de ejercer la autoridad. También por esta razón la vida religiosa tiene en su seno distintos modos de desempeñar y de ejercer la autoridad, definidos por el derecho propio.

La autoridad es siempre evangélicamente un servicio.

50. La renovación de estos últimos años lleva a privilegiar algunos aspectos de la autoridad.

a) Una autoridad espiritual

Si las personas consagradas se han dedicado al servicio total de Dios, la autoridad favorece y sostiene esta consagración. En cierto sentido se la puede considerar como «sierva de los siervos de Dios». La autoridad tiene la misión primordial de construir, junto con sus hermanos y hermanas, «comunidades fraternas en las que se busque a Dios y se le ame sobre todas las cosas»(64). Es necesario, por tanto, que sea, ante todo, una persona espiritual, convencida de la primacía de lo espiritual, tanto en lo que se refiere a la vida personal como en la edificación de la vida fraterna; es decir, que sea consciente de que, cuanto más crece el amor de Dios en los corazones, tanto más se unen esos mismos corazones entre sí.

Su misión prioritaria consiste, pues, en la animación espiritual, comunitaria y apostólica de su comunidad.

b) Una autoridad creadora de unidad

Una autoridad creadora de unidad es la que se preocupa de crear un clima favorable para la comunicación y la corresponsabilidad, suscita la aportación de todos a las cosas de todos, anima a los hermanos a asumir las responsabilidades y las sabe respetar, «suscita la obediencia de los religiosos, con reverencia a la persona humana»(65), los escucha de buen grado y promueve su colaboración concorde para el bien del Instituto y de la Iglesia(66), practica el diálogo y ofrece momentos oportunos de encuentro, sabe infundir aliento y esperanza en los momentos difíciles, y sabe también mirar hacia adelante para abrir nuevos horizontes a la misión. Y, además, esta autoridad trata de mantener el equilibrio entre las diversas dimensiones de la vida comunitaria: equilibrio entre oración y trabajo, apostolado y formación, compromisos apostólicos y descanso.

La autoridad del superior y de la superiora se ordena a que la casa religiosa no sea simplemente un lugar de residencia, un grupo de individuos, cada uno de los cuales vive su propia vida, sino una «comunidad fraterna en Cristo»(67).

c) Una autoridad, que sabe tomar la decisión final y garantiza su ejecución

El discernimiento comunitario es un procedimiento muy útil, aunque no fácil ni automático, ya que exige competencia humana, sabiduría espiritual y desprendimiento personal. Allí donde se practica con fe y seriedad, puede ofrecer a la autoridad las mejores condiciones para tomar las decisiones necesarias en orden al bien de la vida fraterna y de la misión.

Una vez tomada una decisión, en conformidad con las normas del derecho propio, se requiere constancia y fortaleza por parte del superior para que lo decidido no se quede sólo en letra muerta.

51. Además es necesario que el derecho propio sea lo más exacto posible al establecer las respectivas competencias de la comunidad, de los diversos consejos, de los responsables de cada sección y del superior. La falta de claridad en este punto es fuente de confusión y de problemas.

También los «proyectos comunitarios», que pueden favorecer la participación en la vida comunitaria y en su misión en los diversos contextos, deberían definir muy bien el papel y la competencia de la autoridad, respetando siempre las constituciones.

52. Una comunidad fraterna y unida está llamada a ser cada vez más un elemento importante y elocuente de la contracultura del Evangelio, sal de la tierra y luz del mundo.

Así, por ejemplo, si en la sociedad occidental, insidiada por el individualismo, la comunidad religiosa está llamada a ser un signo profético de que es posible realizar en Cristo la fraternidad y la solidaridad; por el contrario, en la culturas amenazadas por el autoritarismo o por el comunitarismo, la comunidad religiosa está llamada a ser un signo de respeto y de la promoción de la persona humana, así como también en el ejercicio de la autoridad en conformidad con la voluntad de Dios.

La comunidad religiosa, en efecto, al mismo tiempo que debe asumir la cultura del lugar, está llamada también a purificarla y a elevarla por medio de la sal y de la luz del Evangelio, presentando, en la auténtica vida fraterna, una síntesis concreta de lo que es, no sólo una una evangelización de la cultura, sino también una inculturación evangelizadora y una evangelización inculturada.

53. No se puede, por fin, olvidar que, en toda esta delicada, compleja y frecuentemente dolorosa cuestión, juega un papel decisivo la fe, que permite comprender el misterio salvífico de la obediencia(68). Efectivamente, así como de la desobediencia de un hombre vino la desintegración de la familia humana, y en la obediencia del Hombre nuevo ha comenzado su reconstrucción (cf Rm 5,19), así también la actitud obediente será siempre una fuerza indispensable para toda vida familiar.

La vida religiosa ha vivido siempre de esta convicción de fe y, también hoy, está llamada a vivirla con decisión para no correr en vano en la búsqueda de relaciones fraternas y para ser una realidad evangélicamente relevante en la Iglesia y en la sociedad.

La fraternidad como signo

54. La relación entre vida fraterna y actividad apostólica, particularmente en los institutos dedicados a las obras de apostolado, no ha sido siempre clara y ha provocado no raramente tensiones, tanto en cada una de las personas como en la comunidad. Para alguno, «formar comunidad» es considerado como un obstáculo para la misión, casi una pérdida de tiempo en cuestiones más bien secundarias. Hay que recordar a todos que la comunión fraterna en cuanto tal es ya apostolado; es decir, contribuye directamente a la evangelización. El signo por excelencia, dejado por el Señor, es el de la fraternidad auténtica: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros» (Jn 13,35).

Al mismo tiempo que el Señor envía a sus discípulos a predicar el Evangelio a toda criatura (cf Mt 28,19-20), los llama a vivir unidos «para que el mundo crea» que Jesús es el enviado del Padre, al que se debe prestar la plena adhesión de la fe (Jn 17,21). El signo de la fraternidad es, por lo mismo, sumamente importante, porque es el signo que muestra el origen divino del mensaje cristiano y posee la fuerza para abrir los corazones a la fe. Por eso «toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común»(69).

55. La comunidad religiosa, si cultiva en sí misma la vida fraterna, y en la medida en que la cultiva, tiene presente, de forma continua y visible, este «signo», que la Iglesia necesita sobre todo en la tarea de la nueva evangelización.

También, precisamente por esto, la Iglesia valora tanto la vida fraterna de las comunidades religiosas. Cuanto más intenso es el amor fraterno, mayor es la credibilidad del mensaje anunciado y mejor se percibe el corazón del misterio de la Iglesia como sacramento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí(70).

La vida fraterna, sin serlo «todo» en la misión de la comunidad religiosa, es un elemento esencial de la misma. La vida fraterna es tan importante como la acción apostólica.

No es lícito, pues, invocar las necesidades del servicio apostólico para admitir o justificar comunidades mediocres. La actividad de los religiosos debe ser actividad de personas que viven en comunidad y que informan de espíritu comunitario toda su acción, y que tienden a difundir el espíritu fraterno con la palabra, la acción y el ejemplo.

Situaciones particulares, que se tratan a continuación, pueden exigir adaptaciones, que, sin embargo, no deben ser tales que impidan al religioso vivir la comunión y el espíritu de la propia comunidad.

56. La comunidad religiosa, consciente de sus responsabilidades con respecto a la gran fraternidad, que es la Iglesia, se convierte también en un signo de que se puede vivir la fraternidad cristiana, como también del precio que hay que pagar para la edificación de toda forma de vida fraterna.

Además, en medio de las distintas sociedades de nuestro planeta, agitadas por pasiones e intereses opuestos que las dividen, deseosas de unidad, pero desorientadas sobre el camino que han de seguir, la presencia de comunidades donde se encuentran, como hermanos y hermanas, personas de diferentes edades, lenguas y culturas, y que, no obstante los inevitables conflictos y dificultades que una vida en común lleva consigo, se mantienen unidas, es ya un signo que atestigua algo más elevado, que obliga a mirar más arriba.

«Las comunidades religiosas, que anuncian con su vida el gozo y el valor humano y sobrenatural de la fraternidad cristiana, manifiestan a nuestra sociedad con la elocuencia de los hechos la fuerza transformadora de la Buena Nueva»(71).

«Y, por encima de todo, el amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,14): el amor tal como Jesucristo lo enseñó y vivió y nos ha sido comunicado por su Espíritu. Este amor, que une, es el mismo que impulsa a comunicar también a los otros la experiencia de comunión con Dios y con los hermanos; es decir, crea apóstoles, impulsando a las comunidades hacia la misión, sea contemplativa, sea anunciadora de la Palabra, o se dedique al ministerio de la caridad. El amor de Dios quiere llenar el mundo; de este modo la comunidad fraterna se hace misionera de este amor y signo concreto de su fuerza unificante.

57. La calidad de la vida fraterna también incide poderosamente en la perseverancia de cada religioso.

Así como una baja calidad de vida fraterna ha sido aducida frecuentemente como motivo de no pocos abandonos, también la fraternidad vivida auténticamente ha constituido y sigue constituyendo todavía un valioso apoyo para la perseverancia de muchos.

En una comunidad verdaderamente fraterna, cada uno se siente corresponsable de la fidelidad del otro; todos contribuyen a crear un clima sereno de comunicación de vida, de comprensión y de ayuda mutua; cada uno está atento a los momentos de cansancio, de sufrimiento, de soledad, de desánimo del hermano, y ofrece su apoyo a quien está entristecido por las dificultades y las pruebas.

De este modo, la comunidad religiosa, que alienta la perseverancia de los hermanos, adquiere también la fuerza de signo de la perenne fidelidad de Dios, y, por eso, de apoyo para la fe y para la fidelidad de los cristianos, inmersos en los avatares de este mundo, que parece conocer cada vez menos los caminos de la fidelidad.


(28) DC 15.

(29) cf can 663 3 y 608.

(30) cf PO 6; PC 6.

(31) cf can 608.

(32) PO 6.

(33) cf can 663, 4.

(34) DC 15.

(35) cf PI 32-34; 87.

(36) cf LG 46b.

(37) cf can 602; PC 15a.

(38) cf ET 39.

(39) cf PC 14.

(40) cf can 619.

(41) cf ET 39; EE 19.

(42) S. Hilario, Tract. in Ps. 132, PL (Supl.) 1, 244.

(43) cf más arriba nn. 14, 16, 28 y 31.

(44) cf DC 14; PI 13; can 666.

(45) cf LG 46.

(46) ib.

(47) cf EE 45.

(48) ib.

(49) EE 47.

(50) cf LG 44.

(51) PI 43.

(52) cf PI 43, 51, 63.

(53) PI 52.

(54) cf PC 14c; can 618; EE 49.

(55) EE 22; cf también MR 12.

(56) cf ET 40.

(57) PI 66-69.

(58) cf RPH 25.

(59) cf MR 13.

(60) PC 12; cf can 607.

(61) EE 18; cf MR 11-12.

(62) cf MR 11.

(63) cf MR 11-12; EE 11, 41.

(64) can 619.

(65) can 618.

(66) cf ib.

(67) can 619.

(68) cf PC 14; EE 49.

(69) Juan Pablo II a la Plenaria de la CVCSVA, 20 noviembre 1992: OR 21-11-1992, n. 3.

(70) cf LG 1.

(71) Juan Pablo II a la Plenaria de la CIVCSVA, 20 noviembre 1992: OR 21-11-1992, n. 4.