GUÍA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS
DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA
CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS


EL SACERDOTE ESPIRITUALIDAD Y MISIÓN

III. ESPIRITUALIDAD DEL SACERDOTE DIOCESANO

19. Necesidad y naturaleza de la espiritualidad del sacerdote

La vocación al sacerdocio ministerial comienza con un encuentro con Cristo, quien quiere que su llamamiento se prolongue en una vida misionera: "llamó a los que él quiso para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc. 3, 13-14). La experiencia de un encuentro amistoso con Cristo (cf. Jn. 1, 39. 41; 15, 9) lleva a seguirle, entregándose a él (cf. Mt. 4, 19 ss.; 19, 27). La respuesta del sacerdote a este llamamiento se vuelve gozo pascual, porque puede "darse a Cristo el testimonio máximo de amor"[158]. El sacerdote, como los Apóstoles, en colaboración con su propio Obispo, y estando al servicio de la Iglesia, es el testigo calificado de Cristo muerto y resucitado: "nosotros [...] somos testigos" (Hch. 2, 32); "lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1 Jn. 1, 3).

Es preciso que los sagrados ministros conozcan exactamente lo específico de la espiritualidad sacerdotal para que puedan renovarse continuamente. Espiritualidad significa una vida en el Espíritu, que hace del sacerdote un signo personal y específico de Cristo, puesto al servicio de la comunidad de la Iglesia local y universal, en relación con el carisma episcopal.

La espiritualidad sacerdotal brota de la gracia del Espíritu Santo, como participación en la consagración (el ser) y la misión (el actuar) de Cristo Profeta, Sacerdote y Rey. En las palabras del rito de la sagrada ordenación, se encuentra resumida en la exhortación del Obispo a los sacerdotes para toda la vida: "imitad lo que hacéis". Por consiguiente, en la espiritualidad sacerdotal está incluida, a nuevo título, la vocación a la santidad, como signo e instrumento personal de Cristo. Si, para los miembros del Pueblo de Dios, existe una vocación universal a la santidad, o sea, a la plenitud de la vida cristiana[159], para los sagrados ministros existe una llamada especial a la perfección que ellos alcanzarán de manera adecuada si ejercen sus funciones con ánimo sincero y sin descanso, con el Espíritu de Cristo (cf. Lv. 11, 44. 45; 19, 2; Mt. 5, 48; 2 Tm. 1, 9; 1 P. 2, 5).

El sacerdote diocesano encuentra su espiritualidad específica al vivir su ministerio en la caridad pastoral, en comunión con el Obispo como sucesor de los Apóstoles, formando un presbiterio a manera de familia sacerdotal, estando al servicio de la Iglesia local en la cual está incardinado, y permaneciendo disponible para la misión de salvación universal[160]. La espiritualidad sacerdotal diocesana es, pues, eminentemente eclesial y misionera. Estén convencidos los presbíteros de que sin una fuerte vida espiritual y un generoso servicio apostólico, en íntima unión con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, hasta llegar a la cumbre de la santidad, en la línea de la espiritualidad que les es propia, es imposible realizar la identidad sacerdotal y perseverar con generosidad en el ministerio.

20. Dimensiones de la espiritualidad sacerdotal

La espiritualidad del clero diocesano secular se funda, sustancialmente, en las siguientes bases: -la adhesión de amor y servicio a Cristo, enviado por el Padre y consagrado por el Espíritu, acogiendo en especial el misterio central de la Eucaristía y la presencia ejemplar de María; -la comunión y obediencia cordial y generosa al Romano Pontífice y al propio Obispo; -una fraternidad profunda con los sacerdotes del presbiterio local; -el servicio apostólico en favor de los fieles de la Iglesia particular y un empeño en ayudar a las Iglesias necesitadas, y en evangelizar a los no cristianos.

La espiritualidad del sacerdote diocesano secular se vivirá, pues, desde una perspectiva trinitaria, mariana, eclesial y misionera. En efecto, el llamamiento, la consagración y la misión hacen participar en la realidad de Cristo, consagrado en el Espíritu y enviado por el Padre (cf. Lc. 4, 18; Jn. 10, 36), que se prolonga en la Iglesia (cf. Mt. 28, 20; Ef. 1, 23). María, Madre de Cristo Sacerdote y fiel a la acción del Espíritu Santo, modelo y Madre de la Iglesia está siempre junto a la vida y al ministerio sacerdotal. "Nuestro servicio sacerdotal nos une a ella, que es la Madre del Redentor y modelo de la Iglesia"[161].

La nota característica de la espiritualidad sacerdotal es la caridad pastoral, que se manifiesta en algunas dimensiones básicas.

Es sagrada: el punto de partida de la espiritualidad es la participación ministerial en la consagración de Cristo Sacerdote, realizada en el momento de la Encarnación del Verbo en el seno de María, bajo la acción del Espíritu Santo, que se manifestará plenamente en el misterio pascual. La vocación del sacerdote a estar con él (cf. Mc. 3, 14), llega a ser participación en el sacerdocio de Cristo, y lo compromete a expresar el carácter sagrado en su propia existencia (cf. Jn. 17, 10)[162].

La espiritualidad es comunión con la Iglesia: con el Romano Pontífice, con el propio Obispo, con los demás sacerdotes y diáconos, los consagrados y la comunidad eclesial[163]. Esta comunión, en virtud de la sagrada ordenación establece entre los sacerdotes una verdadera fraternidad sacramental. El carisma episcopal, que se acoge en cuanto significa la cercanía de un padre y amigo, es indispensable para realizar esta comunión que quiso el Señor en su oración sacerdotal (cf. Jn. 17, 23). De todo esto se desprende, que los presbíteros, necesitan un espíritu y una vida comunitarios. El sacerdote vive esta comunión en la dependencia del Obispo y su pertenencia a la Iglesia particular, como elemento indispensable del único presbiterio.

La espiritualidad es también misión: el ser sacerdote, es la raíz de la acción específica del sagrado ministro que actúa in persona Christi, como prolongación de él, en favor de la comunidad local y universal. Esta realidad obliga al sacerdote a manifestar, en su ministerio, la caridad redentora del Señor, como digno representante suyo (cf. Rm. 15, 5). Los sacerdotes diocesanos, "bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Ef. 4, 12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso de toda la Iglesia"[164].

En fin, la espiritualidad requiere la imitación de la vida evangélica de los Apóstoles[165], que consiste principalmente en seguir a Cristo, dejando todo por él (cf. Mt. 19, 27); en estar dispuestos a ejercer el apostolado por todas partes (cf. Mc. 16, 20), con un espíritu de fraternidad ayudándose mutuamente como miembros de una familia sacerdotal (cf. Jan. 17, 12 ss.; Hch. 1, 13-14). Los sacerdotes diocesanos se comprometen a vivir siguiendo a Cristo, según las exigencias evangélicas de la vida apostólica, y bajo la guía de su Obispo.

21. Líneas evangélicas de la espiritualidad sacerdotal

La Iglesia, en conformidad con el Evangelio, traza líneas precisas de vida espiritual que son fundamentales para constituir la figura del verdadero sacerdote.

La amistad con Jesús[166]. El sacerdote, precisamente por ser prolongación de Cristo, está llamado a vivir con una actitud de amistad personal y profunda con él (cf. Jan. 15, 13-16); en la medida en que viva esta amistad, logrará realizar su propia vocación. El servicio eclesial[167]. Como ministro del Señor y de la Iglesia, el sacerdote ha de estar animado por un gran espíritu de servicio (cf. Lc. 22, 26-27; Mc. 10, 42-45) que se manifiesta a través del celo apostólico, la capacidad de soportar la fatiga del trabajo, la prontitud para asumir los cargos pastorales, aun los más humildes, sin buscar honores o intereses personales, y la disponibilidad misionera hacia todos los que están por fuera del rebaño de Cristo.

La santidad, mediante los ministerios diarios, en el ejercicio de la triple función del sacerdote[168]. Como ministros de la Palabra, estarán más unidos a Cristo Maestro, que manifiesta la verdad a los que están cerca y a los que están lejos, y gozarán más profundamente de "la inescrutable riqueza de Cristo"(Ef. 3, 8). Como ministros sagrados, señaladamente en el Sacrificio de la Misa en el que desarrollan su oficio principal, ellos ejercen, de manera ininterrumpida, la obra de la redención para gloria de Dios y santificación de los hombres (cf. Cor. 11, 26). Como guías del Pueblo de Dios, estarán estimulados por la caridad del Buen Pastor para que presten un servicio siempre más generoso en reunir el rebaño, hasta dar la vida por sus ovejas (cf. Jn. 10, 15-17). El camino real, para la santificación de los presbíteros, está, pues, en el ejercicio del ministerio. Las actividades del ministerio son los medios normales que santifican al mismo pastor, siempre que viva en profunda unión con Cristo, actúe en la fe y en la caridad y no descuide los medios comunes, que valen para todos los cristianos. Esta unidad de su vida con Cristo será un equilibrio entre la vida interior y la acción apostólica.

Las virtudes propias del Buen Pastor. La caridad pastoral se realiza y se manifiesta a través del celo (cf. Rom. 12, 11; 1 P. 3, 13; 1 Tm. 4, 14-16), en una vida de obediencia, castidad y pobreza[169], en una actitud de humildad y en la capacidad de llevar la cruz, a imitación de Cristo (cf. Mt. 10. 38; 16, 24; Mc. 8, 34; Lc. 14, 27). Cada una de estas virtudes constituye un aspecto necesario de la caridad pastoral, tal como la propone el Evangelio. Procuren los sacerdotes vivirlas con toda fidelidad, para ser ellos una imagen convincente del Buen Pastor y estar disponibles, con todo el corazón, para el trabajo pastoral de toda la diócesis y de toda la Iglesia.

22. Medios de espiritualidad

Los medios comunes de espiritualidad cristiana son también necesarios a los sacerdotes. Además, se les ofrecen medios específicos, que consisten en actividades relacionadas con su ministerio, que se han de vivir según el espíritu y las directrices de la Iglesia.

La espiritualidad sacerdotal diocesana y misionera no se vive aisladamente, sino en el propio presbiterio diocesano, en unión con el Obispo. La presencia central y animadora del Obispo, y la responsabilidad de cada uno de los sacerdotes, harán que el presbiterio estimule su fervor y brinde medios concretos para la vida espiritual, llegando a ser una verdadera familia sacerdotal que cuida y hace progresar a sus propios miembros. En particular, el presbiterio deberá estimular la formación permanente, especialmente espiritual, indicando los objetivos y proporcionando los medios a nivel personal y comunitario.

La Eucaristía es centro y raíz de toda la vida del presbítero cuya alma sacerdotal se esfuerza por reflejar lo que se realiza en el altar[170]. El sacerdote ha de tener una vida eucarística plena y fervorosa, tomando de ella impulso y fuerza para su vida espiritual. La celebración de la Misa, con la debida preparación y acción de gracias, y la visita diaria a Jesús Sacramentado, no son sólo deberes pastorales, sino momentos importantes e insustituibles de espiritualidad.

La tradición de la Iglesia y las actuales directrices del Magisterio señalan muchos otros medios de espiritualidad sacerdotal. Cada uno de éstos se debe interpretar según la identidad peculiar del presbítero: la Palabra de Dios, proclamada, rezada y meditada: la Liturgia de las Horas, celebrada en nombre de toda la comunidad y en unión con ella; el sacramento de la reconciliación, que purifica y fortalece; la piedad mariana, que ayuda a vivir generosamente el servicio a Cristo y a la Iglesia; la oración personal y contemplativa, frecuente y regular, los retiros y ejercicios espirituales; el examen de conciencia, la dirección espiritual, el estudio de la teología, la participación activa en asociaciones sacerdotales espirituales y apostólicas.

Son, asimismo, muy útiles, las reuniones regulares, ante todo con el propio Obispo, a quien se le expresarán, como a un padre y amigo, los ideales, proyectos, problemas y dificultades, buscando con él una solución. Son también importantes los encuentros entre presbíteros, para que se establezca un intercambio de vida espiritual y pastoral: retiros, oración, revisión de vida, dirección espiritual, etc. De este modo, los sacerdotes se ayudarán unos a otros a poner de relieve los medios de espiritualidad a nivel personal y comunitario.

La comunión con el Obispo, con los presbíteros y los diáconos, y con la comunidad eclesial es, a la vez, medio y signo eficaz de santificación y evangelización. La ayuda mutua llega a ser "fraternidad sacramental"[171]. El carisma episcopal, profundamente sentido y reconocido[172], es necesario para crear esa comunión querida por el Señor como participación en su misión universal (cf. Jn. 17, 18-23).

Los presbíteros han de profundizar el significado de estos medios clásicos e insustituibles de espiritualidad, y deben ser coherentes, ordenados y constantes al practicarlos, para lograr una vida espiritual y misionera rica, conforme al ejemplo dado por Cristo, por los Apóstoles y por todos los santos sacerdotes durante toda la historia de la Iglesia.

IV. REGLAS DE VIDA SACERDOTAL

23. La palabra de Dios interpela al sacerdote

Existe una estrecha relación entre la Palabra de Dios y la vida sacerdotal. De la Palabra, en efecto, toma su origen y significado la identidad del sacerdote; el anuncio de la Palabra es uno de sus deberes fundamentales; en la Palabra se encuentra la fuerza de su fe y el alimento para su vida espiritual[173]. La Iglesia, por lo tanto, recomienda de manera especial, a los sacerdotes, un continuo contacto con la Escritura mediante el estudio, la escucha y la oración[174], para que puedan profundizar, cada vez más, en el conocimiento del Señor y en el significado de su mensaje (cf. Flp. 3, 8; Ef. 3, 19; 4, 13).

Con el fin de poder acoger, interiorizar y anunciar la Palabra, reserven los sacerdotes unos momentos al silencio y al recogimiento. Si bien la pastoral apremia con urgencias y requerimientos de todo tipo, son dignos de alabanza aquellos sacerdotes que saben limitar el número de sus actividades en beneficio de su desarrollo espiritual. En la organización de su vida, encuentren los sacerdotes la manera de dejar tiempo para reflexionar sobre la Escritura, leer a los Santos Padres y estudiar las ciencias sagradas. Esta riqueza interior hará de ellos unos apóstoles con mayor fuerza de convencimiento para aquellos que no creen en el Señor.

24. Vida de oración

Entre los medios y expresiones que son más importantes en la vida espiritual del sacerdote están las prácticas de oración. La oración del sacerdote es, ante todo, participación en la fe y la oración de la comunidad, en la cual debe manifestarse como en un lugar privilegiado (cf. Hch. 1, 14)[175]. Es también un ejemplo para los fieles que se ven animados, de este modo, por sus pastores, a vivir la comunión con Dios. Además de la oración en la comunidad cristiana, el sacerdote debe alimentar su propia vida espiritual con una copiosa oración persona. Ha de sentir su responsabilidad como hombre de oración ante los demás hermanos, a imitación de Cristo, el cual "está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb. 7, 25). Con la oración, antes que con la palabra o con la acción, el sacerdote debe comunicar lo divino a los hombres, y hablar a Dios en su nombre. Del corazón del sacerdote habrá de subir, hacia el Padre, la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la petición en nombre de los fieles y también de los no cristianos.

Hay que reconocer, con realismo, que el ritmo de la actividad pastoral en las Iglesias de territorios de misiones no facilita el ejercicio de una oración regular. El sacerdote, como hombre de lo sagrado, no puede aceptar una situación en la que se sacrifique habitualmente la oración a causa del trabajo. Las ocupaciones pastorales pueden a veces modificar el orden, el tiempo y también el modo con que se realizan las prácticas piadosas, pero no deben nunca hacer mella en la oración. Dignos de estima son aquellos sacerdotes que saben ordenar sus ocupaciones, y si es necesario incluso limitarlas, en favor de la oración. La Iglesia propone a los sacerdotes, con confianza, el ideal más elevado de la vida de oración, hasta la contemplación, invitándoles a que tiendan hacia ella sinceramente, a pesar de sus límites, de las dificultades externas y de las ocupaciones apremiantes (cf. Lc. 18, 1; Ef. 6, 18; 1 Ts. 5, 17).

La celebración eucarística, que los sacerdotes realizan in persona Christi, constituye la cumbre de la vida espiritual. Sean, pues, fieles en la celebración diaria de la Misa, con la debida preparación y acción de gracias[176], posiblemente con la participación de los fieles. Es bueno que los sacerdotes que se alojan en un mismo sitio concelebren por lo menos en alguna ocasión importante, con el objeto de reforzar la fraternidad sacramental. La Eucaristía pide también a los sacerdotes que permanezcan en la presencia de Jesús vivo en el tabernáculo, visitándolo diariamente y con largos momentos de adoración. La recitación de la Liturgia de las Horas, oración oficial de la Iglesia confiada a la piedad de los sacerdotes, ha de ser completa y ordenada, para consagrar el desarrollo del tiempo en alabanza a Dios, en comunión con toda la comunidad orante. No han de omitirse fácilmente partes del breviario, a no ser que haya motivos graves y proporcionados. Allí donde haya varios sacerdotes, es oportuno que reciten juntos una parte del Oficio Divino. Dondequiera que sea posible, hagan participar los pastores a la comunidad de los fieles en la celebración conjunta de las Laudes y las Vísperas[177].

La oración mental, realizada en actitud de escucha, de oración y de disponibilidad, es la forma más elevada de confrontación entre la propia vida y la Palabra de Dios. Por consiguiente, sean los presbíteros fieles a la práctica de la meditación diaria, preferiblemente al comenzar el día[178]. En ella encontrarán luz, consuelo y remedio para todas las necesidades de la vida y del ministerio. La experiencia confirma que esta meditación regular pone orden en la vida, asegura el desarrollo espiritual e impide que se caiga en la tibieza.

La piedad mariana debe encontrar un lugar amplio, habrá de expresarse espontáneamente y con amor a la Madre de Dios y de la Iglesia. Miren los sacerdotes a María como modelo de entrega a Dios, de escucha, de oración y de disponibilidad. Manifiesten su devoción en la celebración fervorosa de sus fiestas, en el rezo diario del rosario y en las demás formas de piedad mariana, incluso aquellas que son la expresión de una sana piedad popular. Reconozcan la presencia de María en su vida, y confíen en su asistencia protectora sobre los propios fieles y los que todavía no conocen al Señor Jesús, para que también ellos puedan escuchar de su voz materna: "Haced lo que él os diga"(Jn. 2, 5).

Ministros de la Reconciliación, acérquense los sacerdotes al sacramento de la penitencia con frecuencia y regularidad[179], a ser posible dirigiéndose al mismo confesor, para que les conozca y ayude mejor. En este sacramento, ellos no sólo obtendrán el perdón de los pecados, sino que también adquirirán la fuerza para ser coherentes con los compromisos adquiridos y para progresar en su vida espiritual. En este contexto, se recomienda vivamente a los sacerdotes que, en todas las épocas de su vida, hagan uso de la dirección espiritual, convencidos de que necesitan, todavía más que los laicos, de un guía que les ilumine y los aconseje; la dirección espiritual ayuda a permanecer en el fervor del espíritu.

Como participación en la ofrenda del Cordero Inmolado, acojan los sacerdotes la cruz como dimensión necesaria de su propia identidad (cf. 2 Cor. 4, 10; 6, 4-5; Gal. 6, 17). Además del sacrificio que está vinculado a las situaciones ordinarias de la vida y del ministerio, sepan los sacerdotes ser generosos en seguir a Cristo que sufre, también mediante la penitencia voluntaria, ofrecida con alegría, con el mismo espíritu apostólico de Pablo: "Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros" (Col. 1, 24): "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones" (2 Cor. 7, 4). La vida espiritual tiene una necesidad absoluta de la ayuda especial que le proporcionan los largos e intensos momentos de reflexión y de oración (cf. Mc. 6, 31). Sean los sacerdotes fieles a la asistencia a los retiros mensuales y a los ejercicios espirituales anuales[180]. Se recomiendan, igualmente, los retiros organizados por la diócesis para el clero local, especialmente con la presencia del Obispo. Estas prácticas, realizadas regularmente con una participación activa, les ayudarán a adquirir una conciencia exacta de su propia situación espiritual y a mantener la unidad entre la vida interior y el servicio apostólico[181].

25. Vida intelectual

El continuo progreso de las ciencias teológicas que se realiza en la Iglesia con la fuerza y la luz del Espíritu (cf. Jn. 14, 26; 16, 13); la urgencia presente de propagar el mensaje evangélico y de hacerlo comprensible a los hombres de este tiempo y dentro de su cultura; la necesidad de comprender a la sociedad en sus cambios con criterios de la fe, imponen a los sacerdotes el deber imprescindible de preocuparse por su vida intelectual[182]. Sin ciencia, el sacerdote es como una lámpara apagada (cf. Mt. 5, 14-16). Por esta razón, la Iglesia recomienda claramente: "Aun después de recibido el sacerdocio, los clérigos han de continuar los estudios sagrados, y deben profesar aquella doctrina sólida fundada en la Sagrada Escritura, transmitida por los mayores y recibida como común en la Iglesia, tal como se determina sobre todo en los documentos de los Concilios y de los Romanos Pontífices"[183].

Los sacerdotes, en virtud de su identidad de profetas y de pastores, adquieren, pues, una capacidad interior para seguir el paso renovador del Espíritu Santo en la Iglesia y poder comprender, cada vez más profundamente, el misterio de Cristo, pero también para evitar que se reciban con ligereza novedades inconsistentes o pseudocientíficas. El campo de estudio de los sacerdotes incluye, ante todo, las ciencias sagradas y otras disciplinas relacionadas con ellas y que pueden facilitar el ejercicio del ministerio, o aquellas en las cuales ellos se ocupan profesionalmente. Se recuerda a los sacerdotes la necesidad de transmitir el mensaje evangélico con un lenguaje catequético adecuado, y de permanecer abiertos y atentos a la inculturación, incluso en el campo de la teología.

La vida intelectual supone no sólo convicción y disponibilidad, sino también la utilización regular de los medios adecuados; a saber: un tiempo dedicado al estudio; la participación activa en las iniciativas y encuentros organizados por la diócesis; la elección de las lecturas; si fuere posible, también la organización de una biblioteca personal, o diocesana, a la que se pueda recurrir con facilidad. Además todo sacerdote, deberá tener los documentos recientes del Romano Pontífice y del Obispo, para profundizarlos y hacer de ellos un instrumento de formación de los cristianos. Deberá, asimismo, saber precaverse contra las publicaciones que difunden ideas desviacionistas o peligrosas para su vida y su acción pastoral.

La designación para seguir estudios universitarios en la patria, o en el extranjero, depende del Obispo, en razón de la unidad que debe reinar en el apostolado diocesano. Todo sacerdote esté disponible, confórmese a los programas de la diócesis o de la Conferencia Episcopal, y evite cualquier ambición. Al terminar los cursos, regrese a su diócesis y dedíquese al trabajo que se le ha asignado, poniendo por obra la formación adquirida, sin pretender privilegios en razón de sus calificaciones[184].

26. Vida común

La vida común, basada, en la unidad del presbiterio y expresión de la fraternidad entre sacerdotes, está vivamente recomendada por la Iglesia a los sacerdotes diocesanos[185]. Ella favorece el trabajo apostólico de grupo, y sobre todo la primera evangelización que, como lo demuestra la experiencia, difícilmente puede ser realizada individualmente[186]. Estudien, pues, los Obispos, según las posibilidades, y teniendo en cuenta los modelos que ofrece la cultura local, las maneras concretas para llevarla a cabo, superando las dificultades comprensibles de organización y las eventuales resistencias psicológicas. Conviene recordar que la vida común no se improvisa, y requiere una sensibilización y una preparación desde el seminario.

Cuando varios sacerdotes trabajan en una misma parroquia, es aconsejable que vivan en la misma casa, formando una comunidad. Es oportuno, asimismo, establecer una convivencia entre sacerdotes que están encargados de distintas comunidades, pero cercanas. Hágase lo posible por evitar que cualquier sacerdote, especialmente si es joven, permanezca aislado por largo tiempo. Sin embargo, como en algunas zonas, por razones pastorales, los sacerdotes se ven obligados a permanecer solos en su parroquia, esfuércese el Obispo en ayudarles a mantener y desarrollar el espíritu comunitario, organizando reuniones regulares de convivencia fraterna, en pequeños grupos o a nivel diocesano.

La vida común no se limita a una convivencia material: es comunión y participación a nivel tanto espiritual, como pastoral y humano; por consiguiente, los presbíteros que forman una comunidad deberán saber rezar juntos, intercambiar informaciones útiles, planificar, programar y verificar en común las actividades apostólicas; ayudarse mutuamente para renovarse en un plano cultural; practicar la beneficencia entre sí y, si es posible, alguna forma de comunión de bienes, según las indicaciones del Obispo; transcurrir juntos los momentos de recreación y descanso; asistirse y animarse en las situaciones difíciles, en especial aquellas relativas a su vocación; así como en la fatiga y en la enfermedad; y si fuese necesario, no dejarán de amonestarse fraternalmente[187].

La vida común facilita el entendimiento entre los sacerdotes de distinto origen y edad; los jóvenes encuentran una ayuda para sus primeras actividades, gracias a la experiencia de los ancianos, y éstos hallan colaboración y estímulo en el entusiasmo y dinamismo de los jóvenes[188].

Para que la vida común logre efectos positivos, allí donde existen comunidades sacerdotales, procúrense un mínimo de condiciones favorables, a saber: un responsable que no sea necesariamente el párroco; una clara repartición de las tareas; una organización económica ordenada y un programa realista para los distintos momentos comunitarios en el curso del día.

27. Obediencia sacerdotal

"Entre las virtudes que mayormente se requieren para el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de ánimo por la que estén siempre prontos a buscar no su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que los ha enviado (cf. Jn. 4, 34; 5, 30; 6, 30)"[189]. La razón profunda de la obediencia del sacerdote se encuentra en su condición de instrumento personal de Cristo y, por consiguiente, en tener que conformarse enteramente a El. Cristo, en efecto, "aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia" (Hb. 5, 8), "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo [...], obedeciendo hasta la muerte" (Flp. 2, 7-8), y con su obediencia borró la desobediencia de Adán y mereció la salvación para todos los hombres (cf. Rm. 5, 19).

Además, la tarea de la evangelización de los no cristianos debe ser acogida y realizada por los sacerdotes con espíritu de obediencia. Así como Jesús es el primer misionero porque cumple la voluntad salvífica del Padre: "He aquí que vengo [...] a hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb. 10, 7), el sacerdote también debe vivir su misión en la obediencia a Cristo y su Iglesia, que le envía a reunir en uno a los hijos dispersos (cf. Jn. 11, 52). La obediencia de los sacerdotes es eclesial; está relacionada con la ordenación, pues su ministerio no puede realizarse sino en la comunión jerárquica. Por consiguiente, la caridad pastoral exige que ellos "consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, aceptando y ejecutando con espíritu de fe lo que se manda o recomienda por parte del Sumo Pontífice y del propio Obispo, lo mismo que por otros superiores"[190].

La obediencia, para los sacerdotes, es ante todo una disposición interior habitual que les vincula directamente con la voluntad de Dios a través de la mediación de la autoridad, y les ayuda a superar una concepción demasiado humana de la autonomía de la persona; pero es también una fiel ejecución de las normas, coherente con la inserción en el presbiterio y el lugar que ocupa cada cual en el servicio jerárquico.

La obediencia de los sacerdotes debe manifestarse, hoy, de manera especial, en lo siguiente:

- La fidelidad al Magisterio: ésta se base en la identidad cristiana y sacerdotal, y se expresa concretamente en una actitud de obediencia al magisterio del Romano Pontífice y de los Obispos, de los cuales los sacerdotes no deberán apartarse para seguir teorías que no han sido aprobadas, o convicciones personales; esta fidelidad es indispensable para que sean auténticos y para que puedan presentar una enseñanza conforme a la verdad revelada; guíe el pastor a su rebaño, alimentándolo con la sana doctrina, y no lo turbe con propuestas inciertas o desviadoras (cf. 2 Tm. 2, 14; Tt. 2, 1).

- La aceptación de los cargos: la fidelidad de los sacerdotes a su tarea de evangelizadores y pastores se manifiesta, ante todo, en la fidelidad con que aceptan y realizan la misión que les ha sido confiada por el Obispo. En este campo, se necesita un espíritu de fe, y un sentido práctico de la obediencia, con toda disponibilidad, evitando pedir con demasiada insistencia que se les asignen ciertos cargos o ciertas parroquias, y rechazar lo que manda el Obispo. Cuando se trata de nombramientos, permanezcan los sacerdotes con actitud abierta hacia su Obispo, expresándole, en un diálogo franco y sincero, sus ideas; pero, cuando ya está tomada la decisión, acepten con alegría, sin ulteriores objeciones. Aunque a veces se consideren poco idóneos para desempeñar un cargo que les han confiado en nombre de la obediencia, no olviden que una característica peculiar de los sacerdotes diocesanos, como colaboradores del Obispo, es comprometerse incondicionalmente para que se solucionen todas las necesidades de la diócesis. Cuando llegue el momento de retirarse, presenten los sacerdotes su dimisión al Obispo y estén disponibles para dejar su cargo.

- Observancia de las exigencias y normas relacionadas con el cargo: el servicio pastoral en una comunidad cristiana, especialmente si se trata de una parroquia, exige que los presbíteros sean ordenados y fieles en el cumplimiento de sus obligaciones, así como en su comportamiento. Esto, en primer lugar, en lo referente a las intenciones de las Misas: la Iglesia ha establecido nuevas normas en el nuevo Código[191] a las cuales los sacerdotes han de adherirse con toda atención. Evítese la más pequeña apariencia de interés económico, y no deje de celebrar, por falta de estipendios, especialmente cuando se trata de los más pobres. Obsérvense además, las normas generales y diocesanas relacionadas con las ofrendas de las binacionales y la Misa por el pueblo. Todo sacerdote anote las Misas que ha recibido, la fecha de la celebración, la intención indicada por el donante, los encargos ya satisfechos y las eventuales transmisiones de intenciones a otros celebrantes. En las parroquias se ha de tener un libro especial para las Misas.

Los libros parroquiales, a saber, los registros de bautismos, de matrimonios y de difuntos, y otros prescritos por la Conferencia Episcopal o por el Obispo, son importantes para un correcto ejercicio de los derechos y deberes de los fieles. El párroco tiene la obligación de que estén redactados con atención y bien conservados. Además en toda parroquia, ha de haber un archivo ordenado y puesto al día, donde se guarden los libros parroquiales, juntamente con las cartas del Obispo y otros documentos importantes[192]. Los sacerdotes han de vestir el traje eclesiástico, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las costumbres legítimas del lugar[193]. No descuiden con ligereza ese signo de su estado, que llega a ser para ellos una salvaguardia, y un testimonio para los fieles.

La residencia es, para los pastores, una obligación que está vinculada estrechamente a su oficio. Sin embargo, conforme a las directrices del Obispo, los sacerdotes tienen derecho y necesidad de un suficiente tiempo de vacaciones cada año, que les ha de servir como descanso físico y espiritual. Han de concederse, una breve interrupción, posiblemente semanal, en el trabajo, que les servirá también para ponerse al día con lecturas útiles. Sin embargo, antes de alejarse de la parroquia por largo tiempo, deberán, ponerse de acuerdo con el Obispo y buscar un sustituto para el cuidado pastoral[194].

28. Pobreza y uso de los bienes

La Iglesia vive de su propia vocación siguiendo el camino recorrido por Jesús, quien "realizó la obra de la redención en pobreza y persecución" (cf. Flp. 2, 6-7; 2 Cor. 8, 9)[195]. La coherencia con la pobreza evangélica y la opción preferencial por los pobres es una condición indispensable para que la comunidad eclesial y sus pastores se consideren creíbles ante los ojos del mundo[196].

Los sacerdotes, en virtud de su ordenación, están llamados a abrazar "la pobreza voluntaria, por la que se conformen más manifiestamente a Cristo y se tornen más prontos para el sagrado ministerio"[197]. La virtud de la pobreza para los sacerdotes es, ante todo, la elección radical del Señor como "porción y heredad" (Nm. 18, 20); es vivir en el mundo sin pertenecer a él (cf. Jn. 17, 14-16) y sin disfrutar de él completamente (cf. 1 Cor. 7, 31); es saber establecer una justa relación de desprendimiento y libertad respecto a las realidades terrenas. La pobreza afectiva y efectiva exige algunos comportamientos determinados de los sacerdotes con relación a sus propios bienes y a los de la Iglesia, respetando la virtud de la justicia[198]:

- Una cierta garantía económica: es necesario que los sacerdotes tengan una cierta garantía económica como servidores del altar (cf. 1 Cor. 9, 13), para que puedan ejercer el ministerio sin excesivas preocupaciones y distracciones. Vale siempre el principio tradicional de que el mantenimiento de los sacerdotes está confiado a las respectivas comunidades cristianas. Pertenece a las Conferencias Episcopales y a cada Obispo establecer las formas más adecuadas para una justa retribución de los sacerdotes, precisando lo que corresponde al sacerdote y lo que toca a la Iglesia. El uso de los bienes personales, sin embargo, debe también estar impregnado de un espíritu de pobreza y caridad. Por tanto, los sacerdotes han de vivir la "espiritualidad del peregrino"; cubiertas las necesidades de su vida y la justa retribución de quienes trabajan a su servicio, las ganancias que superen, las emplearán, en favor de la Iglesia y de las obras de caridad, sin acumular para sí, convencidos de que el estado clerical no es una ocasión para mejorar la propia situación económica.

- Un estilo de vida sobrio: agradecidos con la Divina Providencia, los sacerdotes utilicen rectamente los bienes temporales para llevar una vida digna, pero sencilla, desprendidos de las riquezas y absteniéndose de todo aquello que puede parecer vanidad. Así ellos podrán ser verdaderos testigos, y enseñar a los fieles, de manera convincente, el sentido cristiano de los bienes temporales y de su utilización.

En algunos contextos sociales, llegar a ser sacerdote significa, concretamente, subir de grado en la escala social. Esta situación, aunque sea involuntaria, no debe alejar a los sacerdotes de su propia gente. Para que el estilo de su vida sea un testimonio evangélico y no los separe, por tanto, de los pobres, sean los presbíteros sobrios en el empleo del dinero, ahorrando para ayudar a los que están necesitados; no desprecien la oportunidad de realizar algún trabajo sencillo, por ejemplo, relacionado con la conservación de la casa, pequeños cultivos, etc., sin consagrar, desde luego, demasiado tiempo a éste, con menoscabo de la pastoral. Despójense con gusto de lo que no es necesario, sobre todo de lo superfluo; sigan un criterio de modestia en el arreglo de la casa, en la elección de los adornos, vestidos, medios de transporte, audiovisuales, etc.; eviten las vacaciones frecuentes y en lugares costosos; utilicen bien el tiempo y sean trabajadores. Todo esto lo exige el espíritu de pobreza, y es necesario también para acercarse a los pobres sin humillarlos.

- Una administración responsable: conscientes de que los bienes temporales de la parroquia son de la Iglesia y no propiedad personal, los sacerdotes velarán porque su administración se haga con justicia y orden, sólo en conformidad con sus finalidades, a saber: la organización y el fomento del culto y del apostolado, la honesta sustentación de los pastores y la ayuda a los necesitados. Sepan establecer una distinción según las normas diocesanas, entre los bienes personales y aquellos de la Iglesia, que no se deben utilizar nunca en beneficio de terceros, ya se trate de parientes o amigos. En la administración de los bienes parroquiales o de las obras pastorales, recurran a la ayuda de expertos, posiblemente laicos; establezcan el consejo de asuntos económicos; tengan al corriente a la comunidad sobre la situación económica de la parroquia, según criterios de prudencia y transparencia: sean precisos en los informes, de acuerdo con las disposiciones del Obispo.

- Autosuficiencia económica y solicitud de donaciones: el objetivo de una comunidad cristiana, desde el punto de vista económico, es aspirar gradualmente a la autofinanciación. Eduquen los sacerdotes a los fieles para proveer las necesidades de la Iglesia y a compartir con los necesitados. Es conveniente, animar a una coparticipación entre las distintas Iglesias. Sean los sacerdotes, sin embargo, discretos al solicitar ofertas y donaciones: éstas se deberán utilizar únicamente en conformidad con las intenciones de los donantes; cuando una ofrenda tiene libre destinación, ha de emplearse en favor de las necesidades de la Iglesia y para ayudar a los pobres. Sean prudentes al solicitar, e incluso también al aceptar ofrendas por parte de ricos y potentes para no exponerse a peligrosos condicionamientos en su ministerio:

- Seguro de enfermedad y de vejez: los sacerdotes han de pagar de acuerdo con la ley, las contribuciones por concepto de previsión social, en caso de enfermedad o de invalidez, y para la pensión de ancianidad. En caso de que la organización civil no contemple estas posibilidades de manera adecuada, es deber de las Iglesias particulares intervenir en ese campo con iniciativas económicas y estructuras propias, a nivel diocesano o, mejor aún, a nivel de la Conferencia Episcopal. Se sugiere, igualmente, que se establezcan casas adecuadas para acoger a los sacerdotes ancianos, de manera que puedan pasar los últimos años de su vida siendo asistidos con amor, en toda serenidad y en un ambiente sacerdotal. En este contexto, se invita a los sacerdotes a que cuiden de su salud en forma de prevención contra las enfermedades, a que se sometan a control médico periódicamente y tomen las precauciones necesarias para evitar las enfermedades contagiosas, en especial en los lugares donde no hay buena higiene.

- Testamento: entre los deberes relacionados con la justicia y la pobreza, está el de hacer a su debido tiempo un testamento escrito, depositándolo de preferencia en la curia diocesana. Ha de tenerse presente que en el testamento no se puede disponer de los bienes de la Iglesia, sino sólo de los bienes personales. Preocúpense los sacerdotes por ayudar a la Iglesia y a los pobres también después de la muerte, y no permitan que sus bienes contribuyan al enriquecimiento de particulares.

29. Castidad por el Reino en el celibato

La Iglesia ha estimado siempre, "de manera especial para la vida sacerdotal", la continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos, tan recomendada por el Señor (cf. Mt. 19, 12). En la actual sociedad, a menudo permisiva, los sacerdotes están llamados a confirmar su vocación a la continencia perfecta en el celibato, por la cual se consagran "de nueva y excelente manera" a Dios, "se unen más fácilmente a él con corazón indiviso" (cf. 1 Cor. 7, 32-34) y se dedican al servicio de sus hermanos con mayor libertad y eficacia, viviendo el don de una "más dilatada paternidad en Cristo"[199]. Es importante que la castidad no se considere principalmente como una disposición que inhibe a la persona, sino que se viva haciendo hincapié en sus aspectos positivos.

La castidad perfecta en el celibato es ante todo una gracia que el Padre concede a quienes la solicitan con perseverancia, confianza y humildad. Al estar convencidos, sin embargo, de que la ordenación no los deja a salvo de toda tentación y peligro, y que la castidad por el Reino no se adquiere una vez por todas, sino es el resultado de una conquista diaria[200], sepan los sacerdotes recurrir a los medios adecuados y no descuiden algunos comportamientos reconocidos como eficaces, a saber:

- La sinceridad con Dios y consigo mismo. En primer lugar, ellos deben tener el valor de ser transparentes ante Dios y ante su propia conciencia, diciéndose la verdad sobre sus aspiraciones y eventuales dificultades o debilidades. El verdadero conocimiento de sí mismo ayuda a descubrir los aspectos que deben reforzarse y aquellos que han de corregirse; la sinceridad con Dios abre a la ayuda sobrenatural, y fortalece la alegría de ser sacerdotes.

- Utilización de los medios adecuados. La experiencia sugiere que se haga atento uso de los medios sobrenaturales y naturales que favorecen la vida en el celibato. Por consiguiente, los sacerdotes renueven cada día su pertenencia total a Cristo; pidan, en la oración, el don de la fidelidad y la perseverancia; confíen su corazón a María, Reina de las vírgenes; y recurran a la mortificación que los hace capaces de controlarse y de vencer los obstáculos.

La madurez humana es, para los sacerdotes, una condición indispensable para llevar una vida casta. Por tanto, deberán prestar atención a su vida afectiva y, si fuere necesario, se harán ayudar por expertos, de preferencia sacerdotes; cultiven la amistad con sacerdotes y den la primacía a la vida común con ellos, evitando quedarse aislados demasiado tiempo; no se expongan a peligros inútiles; sean moderados en la comida, en el uso de bebidas alcohólicas y del tabaco; pongan cuidadosa atención en sus lecturas, en la asistencia a espectáculos, en la utilización de los medios audiovisuales, en los tipos de diversión, y todo lo que pueda tener un carácter de ligereza.

Hay que tener en cuenta que, algunas veces, hay un contraste entre el celibato y las estructuras familiares o tribales. El sacerdote ha de ser coherente con su compromiso también en estos casos, explicando a los demás con las palabras, y sobre todo con la vida, el verdadero significado de su elección.

- Comportamiento con la mujer. En las relaciones con las mujeres es necesaria una especial delicadeza debido al estado sacerdotal y la sensibilidad de la gente[201]. Esto vale, en particular, con las religiosas, al estar más cercanas a los sacerdotes por el espíritu religioso, el ideal apostólico y el estilo de vida. Los sacerdotes, por consiguiente tienen el deber de mantener relaciones serenas con todas las mujeres, invitándolas a participar en el apostolado, y eviten atenciones preferenciales y todo aquello que puede hacer surgir relaciones contrarias a la dignidad y disminuir la libertad del corazón. Teniendo en cuenta la cultura local, eviten cualquier manera de comportarse que pueda turbar a los fieles y disminuir la credibilidad de los sacerdotes, como, por ejemplo, permanecer solos por mucho tiempo, admitir a las mujeres en las habitaciones, hacer regalos, realizar viajes, etc. En todos estos comportamientos no es suficiente atenerse a la propia conciencia como única norma de conducta; es preciso seguir el criterio general de S. Pablo: "A nadie damos ocasión alguna de tropiezo, para que no se haga mofa del ministerio" (2 Cor. 6, 3; cf. 8, 21). En cuanto a las mujeres que prestan servicio en la casa parroquial, han de seguirse las disposiciones del Obispo o de la Conferencia Episcopal.

30. Relaciones con la familia y los parientes

La comunión con la familia de origen tiene un gran valor para el sacerdote. En ella encuentra un apoyo natural para su vida. En algunas culturas, el problema de las relaciones entre los ministros consagrados y sus familias es muy agudo, no sólo en cuanto al aspecto humano y afectivo, sino también por la parte económica y de justicia. Se debe adoptar un comportamiento evangélico que ayude a vivir la comunión con los seres queridos, y a asistirlos, sin perder, por otra parte, la libertad necesaria al ministerio. Edúquense las familias cristianas para que estimen la vocación de sus hijos sacerdotes como un don de Dios a la comunidad, y a que compartan su ideal apostólico, sin intervenir en sus tareas pastorales. Por lo que se refiere al aspecto económico, los hijos sacerdotes ayuden con gratitud a sus parientes, sobre todo a sus padres, si éstos se encuentran necesitados, pero siempre con discreción y sin tomar para ellos de los bienes de la Iglesia. No impliquen nunca a sus parientes en la administración eclesiástica. Aun poniendo en práctica la debida hospitalidad hacia los parientes, eviten recibirlos de manera estable en su propia residencia, en especial si se trata de grupos y procuren que sus visitas no condicionen su propia vida y actividad apostólica debido a su frecuencia o duración.

31. Deberes cívicos

Al ser ciudadanos de su propio país los sacerdotes tienen el deber de mantener una presencia positiva y dinámica para colaborar en la construcción y en la vida ordenada de la ciudad terrena, según el espíritu del Evangelio y la doctrina social de la Iglesia. Como pastores, "fomenten los clérigos siempre, lo más posible, que se conserve entre los hombres la paz y la concordia fundada en la justicia"[202]. Antecedan a sus fieles en la observancia del orden y de las justas leyes del Estado. Tengan también la capacidad de reservarse la libertad requerida por el ejercicio del ministerio pastoral, conforme a los derechos esenciales e inalienables de la Iglesia. En la defensa de esos derechos, y en la afirmación de su propia autonomía, actúen los sacerdotes siempre de acuerdo con el Obispo.

Por lo que se refiere a la participación activa en la vida cívica, la Iglesia exige a los sacerdotes que asuman un comportamiento conveniente con su estado, y eviten las actividades que pueden comprometer su credibilidad como pastores. Los siguientes campos implican, para la ley canónica, límites precisos: está siempre prohibido aceptar cargos públicos que lleven consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil; sin licencia de su Ordinario, los sacerdotes no han de aceptar la administración de bienes pertenecientes a laicos u oficios seculares que lleven consigo la obligación de rendir cuentas; se les prohíbe estipular hipotecas, incluso con sus propios bienes; y han de abstenerse de firmar letras de cambio, en las que se asume la obligación de pagar una cantidad de dinero sin concretar la causa; no deben ejercer, por mimen motivo, actividades de negocios o comerciales, ya sea personalmente o por mediación de otros; ni participar activamente en los partidos políticos o en la dirección de asociaciones sindicales[203].

Si el bien de la Iglesia o de la comunidad civil exige que un sacerdote desarrolle alguna de estas actividades que requieren una licencia especial, el Obispo debe concederla sólo por un tiempo limitado, en conformidad con los criterios de la Conferencia Episcopal y después de haber escuchado la opinión del Consejo presbiteral.

32. Formación permanente

El carácter evolutivo de la persona humana, el desarrollo de la vida cristiana y sacerdotal, el progreso de las ciencias sagradas y profanas, la necesidad de adaptarse a los ritmos de evolución de la sociedad, exigen que los presbíteros se mantengan en un estado de formación continua. Esta tarea abarca todas las dimensiones de la vida: humana, espiritual, sacerdotal, doctrinal, apostólica y profesional.

La formación humana continua es indispensable al sacerdote para que se mantenga insertado convenientemente en la vida social, entienda sus valores y lagunas, establezca relaciones positivas con las personas, comprenda los cambios y sea apto para formular juicios críticos sobre las realidades. La formación permanente pone de relieve la dimensión espiritual, sacerdotal y apostólica: la vocación al sacerdocio, la relación con Dios, el compromiso de seguir a Cristo, la generosidad en la misión de evangelizador y pastor, la conversión interior, la renovación de los métodos pastorales, son todos aspectos que requieren una continua atención y capacidad de desarrollarse continuamente en vista del gran ideal de la santidad sacerdotal[204].

Los sacerdotes deberán estar convencidos de la necesidad de continuar el estudio en todos los momentos de su vida, en función de su desarrollo como personas humanas, como alimento de la verdadera piedad y del contacto con Dios, y en relación con el trabajo apostólico. El marco cultural de la formación permanente implica la utilización de instrumentos apropiados, como son los cursos organizados, el estudio personal, el intercambio de experiencias, etc., utilizándolos con perseverancia y con la convicción de que nunca se está suficientemente al día.

La formación permanente presenta características particulares en determinadas situaciones y edades. En los primeros años después de la ordenación, y especialmente con motivo del primer nombramiento, o del cambio de oficio, préstese ayuda a los sacerdotes, y ellos mismos hagan todo lo posible por insertarse en el nuevo ambiente y tipo de trabajo, siguiendo los pasos de algún sacerdote que tenga experiencia. No debe permitirse que el sacerdote comience un nuevo trabajo sin una conveniente instrucción al respecto. Es necesario que las diócesis dispongan de estructuras adecuadas con este fin, en especial cuando se trata de sacerdotes jóvenes, durante los primeros años que siguen a la ordenación.

En la época de la madurez, es conveniente realizar una revisión crítica de la propia vida y actividad apostólica, posiblemente con la ayuda de un periodo más largo de formación especial. Esto podría coincidir con un año sabático. Otros momentos de la vida exigen en los sacerdotes una capacidad especial de adaptación, como la enfermedad y la vejez, cuando hay cambios inevitables de función y limitaciones en la actividad. El Obispo, y los hermanos en el sacerdocio, ayuden al sacerdote a vivir en forma positiva esos momentos, estando cerca de él con su cariño, asistencia, y ayuda también material. En fin, esté el sacerdote siempre preparado para la muerte, considerada como el encuentro con Cristo vivo y glorioso -a quien se ama por encima de todo y se sirve con generosidad y fidelidad- y el principio de la posesión del Reino (cf. Mt. 25, 31. 34).

33. Unidad, armonía y celo en la vida del presbítero

Las exigencias vinculadas a la vida del presbítero son muchas, y urgentes. Se desprenden de los deberes relativos a la oración, de aquellos relacionados con la vida apostólica, de los que se refieren al estudio, al reposo, a los contactos con el prójimo. Dignos de alabanza son, pues, aquellos presbíteros que saben imponerse un programa de vida y se esfuerzan por permanecer fieles a él cada día. Ese programa no debe limitar la libertad y la espontaneidad, ni vincular a esquemas rígidos que impedirían el servicio pastoral; debe, más bien, ayudar a trabajar con método y evitar la improvisación y el peligro de descuidar deberes importantes. Por lo tanto, habrá de ser un programa esencial, ordenado, y deberá contemplar la justa proporción entre las distintas obligaciones. Sin embargo, para lograr la unidad y la armonía en la vida del sacerdote, no es suficiente el orden meramente externo en el trabajo pastoral, ni la sola práctica de la oración, ni la constancia en el cumplimiento del propio deber. Hay que llegar a lo más profundo, a la fuente de la identidad del presbítero que es la persona de Cristo, de quien él es ministro. Para lograr la unidad y la armonía de su vida, los presbíteros deberán unirse "a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismo por el rebaño que les ha sido confiado" (cf. 1 Jn. 3, 16)[205].

Del Sacrificio Eucarístico, sobre todo, surge esa caridad pastoral que es capaz de realizar la unidad y la armonía en la vida y en la actividad de los ministros sagrados, y de producir un celo irresistible. Sólo siendo "el hombre de lo sagrado", el presbítero será también "el hombre para los demás".

El celo es consecuencia necesaria del carácter sacerdotal y de la respuesta generosa a la gracia que éste implica. Como Pablo, también el sacerdote debe poder decir: "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal. 2, 20); "he sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús" (1 Cor. 4, 15); "me he hecho todo a todos" (1 Cor. 9, 22); "ay de mí si no predicara el Evangelio" (1 Cor. 9, 16). El celo, que es ardor interior, convicción profunda, y que se expresa en el compromiso misionero, en el servicio pastoral incansable, en la apertura a los que están lejos, en la atención a los demás, en especial a los más pobres, es en el presbítero una necesidad intrínseca que se desprende de su consagración. Es necesario, por consiguiente, que se realice en todos los presbíteros esa maravillosa unidad y armonía entre la consagración y la misión.

Los sacerdotes hallarán un modelo sencillo y eficaz en la Virgen María, que ha sabido sintetizar y expresar toda su participación personal en la misión de Jesús mediante su amor maternal. "La Virgen fue en su vida modelo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres"[206]. María, que acogió con fe y amor (cf. Lc. 1, 38), contempló en su corazón (cf. Lc. 2, 19. 51) y dio a su Hijo Jesús a los hombres, será fuente perenne de inspiración y una ayuda eficaz para los sacerdotes, para que realicen en el mundo el ardiente deseo de Aquel que les llamó y les envió: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y cuánto desearía que ya estuviera encendido" (Lc. 12. 49).

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la Audiencia concedida al que suscribe Cardenal Prefecto, el 1o. de setiembre de 1989, ha aprobado la presente Guía Pastoral y ha dispuesto su publicación.

Roma, en la Sede de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el 1º. de Octubre de 1989, Fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús, Patrona de las Misiones.

Jozef Card. Tomko,
Prefecto

José Sánchez,
Arzobispo emérito de Nueva Segovia,
Secretario


158 Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 11; cf. S. Juan Crisóstomo De Sacerdotio, II, 2: PG 48,633; S. Gregorio Magno, Reg. Past. Liber, P.I. c 5: PL 77, 19.

159 Cf. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 39-42.

160 Cf. S. Ignacio M., Philad. 4, ed. Funk, 1,266.

161 Juan Pablo II, Carta a los Presbíteros con ocasión del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988: AAS 80 (1988), 1290.

162 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 2, 6.

163 Cf. ibid., 7-9.

164 Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.

165 Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 15-17.

166 Cf. ibid., 1-2.

167 Cf. ibid., 1.

168 Cf. ibid., 13.

169 Cf. ibid., 13, 15-17; CIC cc 245, 247, 273, 275, 277, 282, 287.

170 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14.

171 Ibid., 8.

172 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos Christus Dominus, 15-17, 28.

173 Cf. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, 21.

174 Cf. ibid., 25.

175 Cf. Conc. Vat. Ii, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 13.

176 Cf. CIC cc 276 & 2, 2o.; 909.

177 Cf. ibid., 276 & 2, 3o.; 1173-1175.

178 Cf. ibid., 276 & 2, 5o.

179 Cf. ibid., 276 & 2, 5o.

180 Cf. ibid., 276 & 2, 4o.

181 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14.

182 Cf. ibid., 19.

183 CIC c 279, & 1.

184 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 16.

185 Cf. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28; Id., Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 8: CIC c 280.

186 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 27.

187 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 8.

188 Cf. ibid.

189 Cf. ibid., 15.

190 Ibid.

191 Cf. CIC cc 945-958.

192 Cf. ibid., 535.

193 Cf. ibid., 284.

194 Cf. ibid., 283 & 2, 533.

195 Cf. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.

196 Cf. Pablo VI, Discurso a los Obispos, Medellín, 24 de agosto de 1968: AAS 60 (1968), 639-649; Juan Pablo II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, 42: AAS 80 (1988), 572-574.

197 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbiterorum Ordinis, 17.

198 Cf. CIC cc 222, 231, 281, 282, 1254 & 2.

199 Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 17.

200 Cf. Pablo VI, Encíclica Sacerdotalis caelibatus, 24 de junio de 1967, 73: AAS 59 (1967), 686.

201 Cf. CIC c 277 & 2.

202 Ibid., 287 & 1.

203 Cf. ibid., 205-207.

204 Cf. ibid., 276 & 1.

205 Conc. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14.

206 Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 65.