LA PEREGRINACION
EN EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

Documento del Pontificio Consejo de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes

INTRODUCCION

1 «Forasteros y huéspedes somos delante de ti, como todos nuestros padres», (1). Las palabras del rey David ante el Señor trazan el perfil no sólo del hombre bíblico, sino de toda criatura humana. El «camino», de hecho, constituye un símbolo de la existencia que se expresa a través de una multiple gama de acciones como la partida y el regreso, la entrada y la salida, el descenso y la subida, el andar y el alto en el camino. Desde su primera aparición en el escenario del mundo, el hombre siempre camina en pos de nuevas metas, escudriñando el horizonte terrenal y tendiendo hacia la infinitud: navega por ríos y mares, asciende a los montes sagrados en cuya cumbre la tierra toca simbólicamente el cielo, recorre también el tiempo marcándolo con fechas sagradas, siente el nacimiento como una entrada en el mundo y la muerte como una salida para entrar en el seno de la tierra o ser recibido en las regiones divinas.

2 La peregrinación, signo de la condición de los discípulos de Cristo en este mundo (2), ha ocupado siempre un lugar importante en la vida del cristiano. En el curso de la historia, el cristiano se ha puesto en camino para celebrar su fe en los lugares que señalan el recuerdo del Señor o en los que representan momentos importantes de la historia de la Iglesia. Ha acudido a los santuarios en los que se venera a la Madre de Dios y a los que mantienen vivo el ejemplo de los santos. Su peregrinación ha sido proceso de conversión, ansia de intimidad con Dios y súplica confiada por las propias necesidades materiales. En todos sus múltiples aspectos, la peregrinación siempre ha sido para la Iglesia un don maravilloso de la gracia.

En la sociedad contemporánea, caracterizada por una intensa movilidad, la peregrinación esta registrando un nuevo impulso. Con el fin de dar una respuesta adecuada a esta realidad, la pastoral de la peregrinación debe disponer de un fundamento teológico claro que la justifique, desarrollando una praxis sólida y permanente en el contexto de la pastoral general. En primer lugar deberá tenerse en cuenta que la evangelización es la razón última por la que la Iglesia propone y alienta la peregrinación, con vistas a hacer de ésta una experiencia de fe honda y madura (3).

3 Con las reflexiones del presente documento quiere ofrecerse una ayuda a todos los peregrinos y a los responsables pastorales de peregrinaciones, para que a la luz de la Palabra de Dios y de la tradición secular de la Iglesia todos puedan participar con mayor plenitud de las riquezas espirituales del ejercicio de la peregrinación.

I LA PEREGRINACION DE ISRAEL

4 Según enseña la Sagrada Escritura, desde el principio y en el curso de los siglos, puede reconocerse una peregrinación adánica, que se caracteriza por la salida de Adán de las manos del Creador, su entrada en la creación y su sucesivo errar sin meta, lejos del jardín del Eden (4). La peregrinación de Adán -desde la llamada a caminar con Dios a la desobediencia y la esperanza de una salvación- revela la plena libertad con la que el Creador lo ha dotado. Al mismo tiempo, da a conocer el compromiso divino de caminar a su lado y velar sobre sus pasos.

A primera vista la peregrinación de Adán puede parecer una desviación de la meta del lugar santo, el jardín del Edén. Pero también ese recorrido puede transformarse en camino de conversión y retorno. Sobre el vagabundo Caín vela la presencia amorosa de Dios, que lo sigue y lo protege (5). «Anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mio», canta el Salmo 56, 9. Hay un padre, pródigo de amor, que sigue el camino del abandono del hijo, pródigo de pecado. Precisamente por esta divina atracción todo recorrido erróneo puede transformarse para todo hombre en el itinerario del regreso y del abrazo (6). Existe pues una historia universal de peregrinación que incluye una etapa oscura, los <«caminos tenebrosos» (7), el camino tortuoso (8). Pero también el regreso-conversión a la senda de la vida (9), de la justicia y de la paz (10), de la verdad y de la fidelidad (11), de la perfección y de la integridad (12).

5 La peregrinación de Abraham es en cambio el paradigma de la misma historia de la salvación a la que el creyente se adhiere. Por el lenguaje con el que se describe («sal de tu tierra»), por las etapas de su itinerario y por sus vivencias de relación, ya es éxodo de salvación, anticipación ideal del éxodo de todo el pueblo. Al dejar su tierra, su patria y la casa de su padre (13), Abraham se dirige confiado y esperanzado hacia el horizonte que el Señor le indica, como nos recuerda la Carta a los Hebreos: «Por la fe Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios (...) En la fe murieron todos ellos (...) confesándose extraños y forasteros sobre la tierra» (14). Por esa razón, el mismo patriarca se definirá «forastero» y de paso (15) incluso en la tierra prometida, y como él serán sus hijos, Ismael (16) y Jacob, que emigró a Paddan Aram (17) y a Egipto (18).

6 Precisamente en la tierra de los faraones comenzará la gran peregrinación del Exodo. Sus etapas, como la salida, el camino por el desierto, la prueba, las tentaciones, el pecado, la entrada en la tierra prometida, se transforman en modelo ejemplar de la misma historia de la salvación (19), que incluye no sólo los dones de la libertad, de la revelación en el Sinaí y de la comunión divina -que se expresan a través de la Pascua («paso») y de la oferta del maná, del agua, de las codornices-, sino también la infidelidad, la idolatría, la tentación de regresar a la esclavitud.

El Exodo adquiere un valor permanente, es un «memorial», perennemente vivo que se propone de nuevo al regreso del destierro a Babilonia, cantado por el Segundo Isaías como un nuevo éxodo (20); memorial que se celebra en cada nueva Pascua de Israel y se transforma en una representación escatológica en el Libro de la Sabiduría (21). La meta última es, de hecho, la tierra prometida de la plena comunión con Dios en una creación renovada (22).

El mismo Señor se hace peregrino con su pueblo: «Pues Yahveh tu Dios te ha bendecido en todas tus obras: ha protegido tu marcha por este gran desierto, y hace ya cuarenta años que Yahveh tu Dios esta contigo sin que te haya faltado nada» (23). El «nos guardó por todo el camino que recorrimos,, (24). En efecto, Dios recuerda con nostalgia «tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada» (25). Por esta su calidad radical de peregrino, el pueblo bíblico no deberá maltratar al forastero, «pues forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto» (26); al contrario, deberá amar al forastero, «porque forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto» (27).

7 El orante se presenta pues ante Dios como forastero y huesped (28). Los Salmos, escritos a lo largo de toda la milenaria historia de Israel, dan fe, precisamente en la oración, de la conciencia histórica y teológica del carácter itinerante de la comunidad y de cada individuo. Y precisamente a través de la peregrinación cultual a Sión el hecho de ser extranjeros incluso en la patria (29) se transfigura en señal de esperanza. La «subida», que en las tres grandes solemnidades de la Pascua, de las Semanas y de las Tiendas (30) conduce a Israel entre himnos de alegría (los «cantos de las subidas») (31) hacia el monte Sión, se transforma en experiencia de estabilidad, confianza y compromiso renovado a vivir en el temor de Dios (32) y en la justicia. Fundadas en la roca del templo de Jerusalén, símbolo de ese Señor que es «roca», inquebrantable (33), las tribus de Israel alaban el nombre del Señor (34), entran en comunión con él a través del culto, habitando en la tienda de su santuario y morando en su santo monte, encontrando una salvación indefectible (35) y una plenitud de vida y de paz (36). Por ello son «dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre. Dichosos los hombres cuya fuerza está en ti, y las subidas en su corazóm, (37). «¡Levantaos y subamos a Sión, adonde Yahveh, el Dios nuestro» (38).

8 Al pueblo de Dios victima del desaliento, apesadumbrado por sus mismas infidelidades, los profetas le indican también una peregrinación mesiánica de redención, abierta también al horizonte escatológico en el que todos los pueblos de la tierra confluirán hacia Sión, lugar de la Palabra divina, de la paz y la esperanza (39). Al revivir la experiencia del Exodo, el pueblo de Dios debe dejar que el Espíritu quite su corazón de piedra y le dé uno de carne (40); debe expresar en el itinerario de la vida la justicia (41) y la fidelidad amorosa (42) y alzarse como luz de todos los pueblos (43), hasta el día en que el Señor Dios ofrezca en el monte santo a todos los pueblos (...) un convite» (44). En el camino hacia el cumplimiento de la promesa mesiánica, ya desde ahora todos están llamados a la comunión en la gratuidad (45) y en la misericordia de Dios (46).

Il LA PEREGRINACION DE CRISTO

9 Jesucristo sale al escenario de la historia como «el Camino, la Verdad y la Vida» (47), y ya desde un principio se inserta en el camino de la Humanidad y de su pueblo, uniéndose «en cierto modo a todo hombre» (48). En efecto, desciende de su lugar «junto a Dios», para hacerse «carne» (49) y para recorrer los caminos del hombre. En la Encarnación «es Dios quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo». (50). Siendo aún un infante, Jesús peregrina al templo de Sión para ser ofrecido al Señor (51); adolescente, acude con María y José a la «casa de [su] Padre». (52). Su ministerio publico, realizado por los caminos de su patria, va configurándose lentamente como una peregrinación hacia Jerusalén, peregrinación que especialmente Lucas retrata en el corazón de su Evangelio como un gran viaje cuya meta no es sólo la cruz, sino también la gloria de la Pascua y de la Ascensión (53). Su Transfiguración revela a Moisés, a Elías y a los apóstoles su inminente «éxodo» pascual: «hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (54). También los demás evangelistas dan fe de este itinerario ejemplar, tras cuyas huellas debe encaminarse el discípulo: «Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame», y añade Lucas: «cada dia» (55). Para Marcos el itinerario hacia la cruz del Gólgota está diseminado de verbos y palabras de movimiento y marcado por el símbolo del «camino» (56).

10 Mas el camino de Jesús no acaba en la colina llamada Gólgota. La peregrinación terrenal de Cristo desemboca en la infinitud y en el misterio de Dios, más allá de la muerte. En el monte de la Ascensión se representa la etapa definitiva de su peregrinación. El Señor resucitado y elevado al cielo, mientras promete regresar (57), camina hacia la casa del Padre para prepararnos un lugar, porque donde él esté también nosotros estaremos con él (58). De hecho, así resume su misión: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre (...) Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria» (59). La comunidad cristiana, animada por el Espíritu de Pentecostés, sale por los caminos del mundo, sumergiéndose en las distintas naciones de la tierra (60), procediendo desde Jerusalén hasta Roma, a través de las vías del Imperio recorridas por los Apóstoles y por los heraldos del Evangelio. Con ellos camina Cristo, quien, como a los discípulos de Emaús, les explica las Escrituras y parte el pan eucarístico (61). Tras sus huellas se ponen en marcha los pueblos de la tierra, que, volviendo a recorrer espiritualmente el itinerario de los Magos (62), realizan las palabras de Cristo: «Vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos» (63).

11 La meta definitiva de esta peregrinación por los caminos del mundo no figura sin embargo en el mapa de la tierra. Está más allá de nuestro horizonte, como lo había estado para Cristo, que había caminado con los hombres para llevarlos a la plenitud de la comunión con Dios. Resulta significativo observar que el «camino» del Señor es el que el mismo recorrió ya y recorre ahora con nosotros. En efecto, los Hechos de los Apóstoles califican la vida cristiana como «el camino» (64) por excelencia. Así el cristiano, después de haber ido a enseñar a todas las gentes acompañado de la presencia de Cristo que está con nosotros hasta el fin del mundo (65), tras haber andado «según el Espiritu» (66) en la justicia y en el amor, se propone como meta la Jerusalén celestial cantada en el Apocalipsis. Una tensión y una Esperanza ardiente que aguarda la venida del Señor recorren esta via-vida (67). Nuestra peregrinación tiene pues un término trascendente, conscientes como somos de ser aquí abajo «extraños [y] forasteros» (68), pero destinados a ser allá arriba «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (69). Como Jesús, a quien mataron fuera de las puertas de la ciudad de Jerusalén, también nosotros hemos de salir «donde él fuera del campamento, cargando con su oprobio; que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (70). Allí Dios morará con nosotros, allí «no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (71).

lIl LA PEREGRINACION DE LA IGLESIA

12 También la Iglesia, el pueblo mesiánico, en comunión con su Señor, se encamina hacia la ciudad futura y permanente (72), trasciende tiempos y fronteras, y tiende con todas sus fuerzas hacia ese Reino cuya presencia ya actúa en todas las tierras del mundo. Estas tierras han recibido la semilla de la palabra de Cristo (73) y han sido también regadas con la sangre de los mártires, testigos del Evangelio. Como habían hecho Pablo y los Apóstoles, vías consulares e imperiales, pistas de caravanas, rutas marítimas, ciudades y puertos del Mediterráneo, fueron recorridos por los misioneros de Cristo, que -tanto en Oriente como en Occidente- muy pronto hubieron de confrontarse con las distintas culturas y tradiciones religiosas, expresándose ya no sólo en hebreo y arameo, sino también en griego y en latín, y, más tarde, en numerosas lenguas, algunas de ellas anunciadas ya en la escena de Pentecostés (74): el árabe, el sirio, el etíope, el persa, el armenio, el gótico, el eslavo, el hindi, el chino.

Las etapas de esta peregrinación de los mensajeros de la Palabra divina ramificáronse desde el Asia Menor hasta Italia, desde Africa a España y a las Galias, y posteriormente desde Alemania hasta Britania, desde los paises eslavos hasta la India y la China. En la era moderna alcanzaron nuevos paises y nuevos pueblos de América, Africa y Oceanía, tejiendo de tal manera «el camino de Cristo en los siglos» (75).

13 Durante los siglos IV y V se inician en la Iglesia varias experiencias de vida monástica. La «emigración ascética» y el «éxodo espiritual» constituyen dos fundamentales motivos inspiradores de ella. A este respecto, algunas figuras bíblicas asumen en la literatura patrística y monástica una función paradigmática. La referencia a Abraham se conjuga con el tema de la xeniteio (la experiencia de ser extranjero: la conciencia propia del huésped, del emigrante), que constituye además la tercera grada de la Escala espiritual de Juan Climaco. La figura de Moisés, que guía el éxodo desde la esclavitud de Egipto hasta la tierra prometida, se transforma en un tema característico de la literatura cristiana antigua, especialmente gracias a la Vida de Moisés de Gregorio de Nisa. Finalmente, Elías, que escala el Carmelo y el monte Horeb, encarna los temas de la huida al desierto y del encuentro con Dios. Ambrosio, por ejemplo, queda cautivado por el profeta Elías, y considera realizado en este el ideal ascético de la fuga seeculi.

La concepción de la vida cristiana como peregrinación, la búsqueda de la intimidad divina incluso a través del tumulto de las cosas y los acontecimientos, la veneración por los santos lugares, impulsan a San Jerónimo y a sus discípulas Paula y Eustoquio a abandonar Roma y alcanzar la tierra de Cristo: queda así constituido un monasterio en la gruta de la natividad en Belén. Este se inserta en la serie de las numerosas ermitas, lauras, cenobios, existentes en Tierra Santa pero extendidos también en otras regiones, sobre todo en la Tebaida egipcia, en Siria y en Capadocia. En este contexto, la peregrinación al desierto o hacia el lugar sagrado se transforma en símbolo de otra peregrinación, la interior, tal y como recordaba San Agustín: «Vuelve a entrar en ti mismo, pues la verdad habita en el corazón del hombre». Empero, no has de permanecer en ti mismo, sino «trascenderte también a ti mismo» (76), porque tú no eres Dios: él es más profundo y mayor que tú. La peregrinación del alma, evocada ya por la tradición platónica, adquiere ahora una nueva dimensión que el mismo Padre de la Iglesia así define y representa en su tensión hacia la infinitud de Dios: «Se busca a Dios para encontrarlo con mayor dulzura, se le encuentra para buscarlo con mayor ardor» (77).

El concepto según el cual «el lugar sagrado es el alma pura» (78) se transformará también en un llamamiento constante para que la práctica de la peregrinación a los santos lugares sea señal del progreso de la santidad personal. Los Padres de la Iglesia llegan de esta manera a relativizar la peregrinación «física» intentando superar todo exceso y malentendido. Gregorio de Nisa, por su parte, proporciona el principio fundamental para una valoración correcta de la peregrinación. Pese a haber visitado con devoción Tierra Santa, afirma que el auténtico camino que hay que emprender es el que conduce al creyente de la realidad física a la espiritual, de la vida en el cuerpo a la vida en el Señor, y no el paso de Capadocia a Palestina (79). También San Jeronimo reitera el mismo principio. En su Carta 58 señala que Antonio y los monjes no visitaron Jerusalén, y sin embargo las puertas del Paraíso se les abrieron de par en par; y afirma que no es motivo de alabanza para los cristianos haber estado en la ciudad santa, sino haber vivido santamente (80).

En este itinerario interior de luz en luz (81), siguiendo el llamamiento de Cristo a ser «perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (82), se configura un perfil de la peregrinación, particularmente cultivado por la tradición espiritual bizantina: trátase del aspecto «estático» que se desarrollará partiendo de la doctrina mística de Dionisio el Areopagita, Máximo el Confesor y Juan Damasceno. La divinización del hombre constituye la gran meta de un largo viaje del espíritu que sitúa al creyente en el mismo corazón de Dios, realizando de esta manera las palabras del Apóstol: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi» (83), por lo que «la vida es Cristo» (84).

14 En el siglo IV, una vez cesadas las persecuciones del imperio romano, los lugares de martirio se abrieron a la veneración pública y comenzó la tupida red de las peregrinaciones, atestiguados incluso por memorias documentales como los diarios de viaje de los mismos peregrinos, especialmente aquellos que acudían a Tierra Santa, entre los cuales destaca el testimonio de Eteria a principios del siglo V.

Pero la peregrinación concreta, la que recorre los caminos del mundo, se extiende con nuevas ramificaciones. Si la conquista árabe de Jerusalén el año 638 dificulta el encuentro con las memorias cristianas de Tierra Santa, nuevos itinerarios se abren en Occidente. En meta fundamental se transforma Roma, lugar del martirio de Pedro y Pablo y sede de la comunión eclesial alrededor del sucesor del primero. Nacen así numerosas «Vías Romeas>, ad Petri sedem, entre las cuales destaca la Vía Francigena, que atraviesa toda Europa para alcanzar la nueva ciudad santa. Pero también existe la meta de la tumba de Santiago en Compostela. Asimismo, los santuarios marianos de la Santa Casa de Loreto, de Jasna Góra en Czestochowa, las estancias en los grandes monasterios medievales -fortalezas del espíritu y de la cultura-, los lugares que encarnan la memoria de grandes santos, como Tours, Canterbury o Padua. A través de ellos se formó en Europa una red que ha «fomentado el recíproco entendimiento entre pueblos y naciones tan diversos» (85).

Si bien con algún exceso, este gran fenómeno que concierne a masas populares, animadas por convicciones sencillas y hondas, alimenta la espiritualidad, acrecienta la fe, estimula la caridad, anima la misión de la Iglesia. «Palmeros», «romeros», «peregrinos», con sus características vestiduras, constituyen casi un ordo autónomo que recuerda al mundo la naturaleza peregrina de la comunidad cristiana, que tiende con todo su ser al encuentro con Dios y la comunión con él.

La peregrinación recibe una configuración especial gracias a la aparición en los siglos Xl-XIII del movimiento de los Cruzados. En éste, el ideal religioso de la peregrinación a los santos lugares de las Sagradas Escrituras se mezcla con las nuevas instancias e ideas propias de esa época histórica, es decir, la formación de la clase caballeresca, con sus tensiones sociales y políticas, junto con el despertar de impulsos comerciales y culturales dirigidos a Oriente y con la presencia del Islam en Tierra Santa.

Los conflictos de poder y de interés prevalecieron a menudo sobre el ideal espiritual y misionero, atribuyendo perfiles distintos a las diferentes Cruzadas, al tiempo que entre las Iglesias de Oriente y de Occidente se iba levantando el muro de la división. Todo ello afectó en parte a la práctica de la peregrinación, que mostró algunas ambigüedades que San Bernardo de Claraval acertadamente señaló. Había sido Bernardo el ardiente predicador de la segunda Cruzada, lo que no le impedía celebrar también la Jerusalén espiritual presente en el monasterio cristiano como meta ideal del peregrino: «Es Claraval esta Jerusalén unida a la Jerusalén celestial por su profunda y radical piedad, por la conformidad de la vida, por una cierta afinidad espiritual» (86). Un himno medieval, presente aún en la liturgia, exaltaba de forma manifiesta la Jerusalén celestial que se edificaba en la tierra mediante la consagración de una iglesia: «Jerusalén, ciudad bienaventurada, / que imagen de paz estás llamada, / en el cielo edificada / con piedras vivas» (87).

15 Asomaba ya por el horizonte San Francisco, que con sus frailes tendrá una presencia secular en Tierra Santa para la custodia de los lugares sagrados de la cristiandad -en una no siempre fácil convivencia con las demas comunidades eclesiales de Oriente- y para el apoyo de los peregrinos. En torno al año 1300 se constituía una Societas Peregrinantium pro Christo que consideraba la peregrinación también como obra misionera. Pero precisamente entonces, en 1300, promulgábase en Roma el Jubileo, que había de hacer de la ciudad eterna una Jerusalén hacia la que se dirigirían legiones de peregrinos, como acaecerá en la larga serie sucesiva de Años Santos. La unidad cultural y religiosa del Occidente europeo medieval también se alimentó de estas experiencias espirituales. Lentamente, sin embargo, se evolucionaba hacia nuevos y más complejos modelos que afectaron a la naturaleza misma de la peregrinación.

16 La revolución copernicana determinó la evolución de la condición del hombre, peregrino hasta entonces en el seno de un mundo inmóvil, haciéndolo participe de un universo en permanente camino. El descubrimiento del Nuevo Mundo asentó las premisas para la superación de la visión eurocéntrica, con la aparición en escena de culturas distintas y con movimientos extraordinarios de gentes y grupos. La cristiandad occidental perdió su unidad, centrada hasta entonces en Roma, y las divisiones confesionales hicieron más difíciles las peregrinaciones, a veces incluso contestadas «como ocasión de pecado y de desprecio por los mandamientos de Dios (...) Acontece en efecto que uno peregrine a Roma y gaste cincuenta, cien florines o más dejando a la mujer, a los hijos y tal vez a su prójimo en casa luchando contra la miseria» (88). El peregrino, una vez rota la imagen clásica del universo, cada vez se percibía menos a si mismo como un caminante en la casa común del mundo, dividida ya en estados e Iglesias nacionales. Delineábanse así metas más reducidas y alternativas, como las de los Sacri Monti (88 bis) y los santuarios marianos locales.

17 Sin embargo, y a pesar de una cierta visión estática que penetró la comunidad cristiana de los siglos XVIII y XIX, la peregrinación siguió formando parte de la vida de los creyentes. En algunas regiones, como en Latinoamérica o en Filipinas, sostuvo la fe del pueblo creyente durante generaciones; en otros, se abrió a una espiritualidad nueva, con nuevos centros de fe, surgidos a raíz de apariciones marianas y devociones populares: De Guadalupe a Lourdes, de Aparecida a Fátima, del Santo Niño de Ceba a San José de Montreal, fue multiplicándose el testimonio de la vitalidad de la peregrinación y del movimiento de conversión que ésta suscita. Mientras tanto, la conciencia renovada de ser Pueblo de Dios en marcha iba a transformarse en la imagen más expresiva de la Iglesia reunida en el Concilio Vaticano II.

IV LA PEREGRINACION HACIA EL TERCER MILENIO

18 El Concilio Vaticano II fue un «acontecimiento providencial» destinado también a ser una «preparación próxima del Jubileo del segundo milenio» (89). Aquella asamblea eclesial se celebró -desde su convocatoria, con la llegada a Roma de los pastores de las Iglesias locales, hasta su conclusión con un Jubileo extraordinario que se celebraría en cada diócesis- en el simbólico marco de una gran peregrinación coral de toda la comunidad eclesial. Algunos gestos emblemáticos hicieron explícito este aspecto, como los de los dos Papas peregrinos: Juan XXIII a Loreto a principios del Concilio (1962) y Pablo Vl a Tierra Santa en plena asamblea conciliar (1964). A estos dos signos marcadamente espirituales añadieronse posteriormente las sucesivas peregrinaciones papales por los caminos del mundo para anunciar el Evangelio, su verdad y su justicia, que se inauguraron con las visitas de Pablo Vl a las Naciones Unidas y a Bombay.

19 El mismo lenguaje conciliar representaba a la Iglesia en su experiencia de camino espiritual y misionero, compañera de viaje de toda la Humanidad. De hecho, se trataba de buscar «el modo de renovarnos a nosotros mismos para que se nos encuentre cada vez mas fieles al Evangelio de Cristo» (90). La Iglesia «peregrina» de Dios se transformó así en un perfil dominante desde el mismo inicio de la celebración conciliar (91). La Iglesia era «signo elevado ante las naciones (Is 5,26) para dirigir a todos por el camino seguro hacia la verdad y la vida» (92). El encuentro con los pueblos, que con Pablo Vl en la ONU tuvo su manifestación simbólica, queda definido como «el epilogo de una laboriosa peregrinación» (93). El Concilio mismo apareció como una ascensión espiritual, al tiempo que los Padres conciliares saludaban a los pensadores como «peregrinos en marcha hacia la luz» (94).

20 La citada peregrinación de Pablo Vl a Tierra Santa fue presentada al mismo Pontífice a la luz de la espiritualidad de la peregrinatio en sus componentes fundamentales. Era su intención celebrar, a través de la visita a los Santos Lugares, los principales misterios de la salvación, la Encarnación y la Redención; quería ser un signo de oración, penitencia y renovación; trataba de realizar la triple finalidad de ofrecer a Cristo su Iglesia, promover la unidad de los cristianos e implorar la misericordia divina para impulsar la paz entre los hombres (95).

Fue el mismo Concilio en sus Constituciones el que presentó a la Iglesia entera como «presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (96). Su naturaleza de peregrina, reiterada en más de una ocasión (97), revela un aspecto trinitario: tiene su origen en la misión de Cristo «enviado por el Padre» (98); por ello nosotros también «de él venimos, por él vivimos y hacia él caminamos» (99), y el Espíritu Santo es quien guía nuestro camino tras las huellas de Cristo (100). La Eucaristía y la Pascua, que constituyen el corazón de la liturgia (101), reenvían por su propia naturaleza al éxodo de Israel y al banquete de peregrinación y alianza que lo inaugura (102) y lo concluye (103).

21 La Iglesia peregrina espontáneamente se transforma en misionera (104). El mandato de Cristo resucitado: «Id y enseñad» (105) carga precisamente el acento en el «ir», modalidad imprescindible de la evangelización abierta al mundo. Viático y tesoro en este itinerario son la Palabra de Dios (106) y la Eucaristía (107). Trazando una síntesis apasionada del camino de la Humanidad con sus conquistas y derrotas (108), el Concilio presenta a la Iglesia como una compañera de viaje de la familia humana que señala una meta trascendente más allá de la historia terrenal (109). Se crea de esta manera un fecundo contrapunto entre peregrinación y compromiso con la historia (110), y por su parte también el mundo esta llamado a dar su contribución a la misma Iglesia mediante un diálogo vivo e intenso (111).

22 Desde el acontecimiento conciliar en adelante, la Iglesia ha vivido su experiencia de peregrina no sólo en la renovación, en el anuncio misionero, en el compromiso por la paz, sino también a través de numerosos testimonios del Magisterio eclesial, especialmente con ocasión de los años jubilares de 1975, 1983 y 2000 (112). El Santo Padre Juan Pablo II se ha hecho peregrino del mundo: es el primer evangelizador de los dos últimos decenios. Con su apostolado itinerante y su magisterio ha orientado y animado a la Iglesia entera a prepararse para el tercer milenio, ya en puertas. Los viajes pastorales del Papa son «etapas de una peregrinación a las Iglesias locales (...), peregrinación de paz y solidaridad» (113).

23 Una meta fundamental del presente peregrinar histórico de la Iglesia es el Jubileo del año 2000, hacia el cual camina el creyente bajo el cielo de la Trinidad. Este itinerario no debe ser tanto espacial, cuanto interior y vital, reconquistando los grandes valores del año jubilar bíblico (114). Cuando resonaba el cuerno que marcaba esta fecha en Israel, los esclavos recobraban la libertad, se perdonaban las deudas para que todos pudieran recuperar la dignidad personal y la solidaridad social, la tierra ofrecía espontáneamente sus dones a todos, recordando que en su origen se hallaba el Creador, que «del fruto de [sus] obras (...) satura la tierra» (115). Debe así nacer una comunidad más fraterna, similar a la de Jerusalén: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (116). «No debería haber ningún pobre junto a ti (...) Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos (...) no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre» (117).


(1) 1 Cro 29, 15.

(2) Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 49.

(3) Cf. Oficina Nacional de la Conferencia Episcopal Italiana para la Pastoral del Tiempo libre, Turis- mo y Deporte, Pastorale del Pellegrinaggio (1996), pág.

(4) Cf. Gn 3, 23-24.

(5) Cf. ibid. 4, 15.

(6) Cf. Lo 15, 11-32.

(7) Pr 2, 13; 4, 19.

(8) Cf.ibid.2,15;10,9;21,8.

(9) Cf. ibid. 2, 19; 5, 6; 6, 23; 15, 24.

(10) Cf. ibid. 8, 20: 12, 28: Ba 3, 13; Is 59, 8.

(11) Cf. Dal 119, 30; Tb 1, 3.

(12) Sal 101, 2.

(13) Cf. Gn 12, 1-4.

(14) Hb 11, 8-9. 13.

(15) Gn 23, 4. (16) Cf. ibid. 21, 9-21; 26, 12-18.

(17) Cf. ibid. 28, 2.

(18) Cf. ibid. 47 y 50.

(19) Cf. 1 Co 10, 1-13.

(20) Cf. ls 43, 16-21.

(21) Cf. Sb cc. 11 -19.

(22) Cf. ibid. 19.

(23) Dt 2, 7.

(24) Jos 24, 17.

(25) Jr 2, 2.

(26) Ex 22, 20.

(27) Dt 24, 17; cf. 10, 18.

(28) Sal 39, 13; 119, 19.

(29) Cf. Lv 25, 23.

(30) Cf. Ex 34, 24.

(31) Cf. Sal 120-134.

(32) Cf. Sal 128, 1.

(33) Cf. Dt 32, 18; Sal 18, 3; 46, 2-8.

(34) Cf. Sal 122, 4.

(35) Cf. Sal 15, 1-5.

(36) Cf. Sal 43, 3-4.

(37) Sal 84, 5-ó., (38) Jr 31, 6: cf. ls 2, S.

(39) Cf. ls 2, 2-4; 56, 6-8; 66, 18-23; Mi 4, 1-4; Za 8, 20-23.

(40) (Cf. Ez36, 26-27, NdT) Jr 31, 31-34.

(41) Cf. ls 1, 17.

(42) Cf. Os 2, 16-18.

(43) Cf. ls 60, 3-ó.

(44) Ibid. 25, 6.

(45) Cf. ibid. 55, 1-2.

(46) Cf. Ez 34, 11 -16.

(47) Jn 14, 6.

(48) Juan Pablo II, Redemptor hominis, n.18: ECCLESIA, num.1.927 (197/ 1), pág. 373.

(49) Jn 1, 2. 14.

(50) Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n. 6: ECCLESIA, núm. 2.712 (1994/11), pág. 1776.

(51) Cf. Lc 2, 22-24.

(52) Ibid. 2, 49.

(53) Cf. Lc 9, 51; 24, 51.

(54) Ibid. 9, 31.

(55) Mt 16, 24; cf. Mt 10, 38 y Lc 9, 23.

(56) Cf. Mc 8, 27.34; 9, 33-34; 10, 17.21.28.32-33. 46. 52.

(57) Cf. Hch 1, 11.

(58) Cf. Jn 14, 2-3.

(59) Jn 16, 28; 17, 24.

(60) Hch 2, 9-11.

(61) Cf. Lc 24, 13-35.

(62) Cf. Mt 2, 1-12.

(63) Mt 8, 11.

(64) Cf. Hch 2, 28: 9, 2; 16, 17; 18, 25-26; 19, 9.23; 22, 4; 24, 14.32.

(65) Cf. Mt 28, 19-20.

(66) Ga 5, 16.

(67) Cf. Ap 22, 17.20.

(68) Ef 2, 19:1 P2, 11.

(69) Cf. Ef 2, 19.

(70) Hb 13, 13-14.

(71) Ap 21,4.

(72) Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentiam, n. 9.

(73) Cf. Hch 8, 4.

(74) Cf. Hch 2, 7- 11.

(75) Juan Pablo II, Tertio millenoio adveniente, n. 6: ECCLESIA, núm. 2.712 (1994/11), pág. 1784.

(76) Cf. San Agustín, De vero religione 39, 72: CCL 32, 234: PL 34, 154.

(77) San Agustín, De Trinitate 15, 2, 2: CCL 50, 461: PL 42, 1058.

(78) Origenes, In Leviticum Xl11, 5: SCh 287 220; PG 12, 551.

(79) Cf. San Gregorio de Nisa, Carta 2, 18: SCh 363, 122; PG 16, 1013.

(80) Cf. San Jerónimo, Carta 58, 2-3: CSEL 54, 529-532; PL 22, 580-581. (81) Cf. Sal 36, 10.

(82) Mt 5, 48.

(83) Ga 2, 20.

(84) Flp 1, 21.

(85) Juan Pablo II, Discurso en la celebración de las Vísperas de Europa (Viena, 10-9-83), n. 2: ECCLESIA, núm. 2.142 (1983/11), pág. 1200.

(86) San Bernardo, Carta al obispo de Lincoln. Carta 64, 2: PL 182, 169 ss.

(87) «Urbs Jerusalem beata, / dicta pacis visio, / quae construitur in colis, / vivís ex lapidibus». Brev. Rom. Comm. de Dedic. Eccl. Himnus ad Vesp.

(88) Martin Lutero, Manifiesto a la nobleza alemana (1520), WA 6, 437.

(88 bis) Con el nombre italiano de Sacri Monti (montes sagrados) se conoce un fenómeno arquitectónico y religioso propio de la época contrarreformista consistente en la erección, en un monte o colina, de un itinerario de capillas o ermitas que albergan escenas bíblicas, prevalentemente evangélicas y generalmente esculpidas, que constituyen un conjunto iconográfico y narrativo (los misterios del Rosario, el Vía Crucis, etc...). Son famosos, entre otros, los de Varallo y Varese en Lombardía y el de Orta en el Piamonte (NdT).

(89) Juan Pablo II, Tertio millenoio adveniente, n. 18: ECCLESIA, núm. 2.712 (1994AI), pág. 1781.

(90) Concilio Vaticano II, Mensaje de los Padres del Concilio a todos los hombres (20-10-62).

(91) Cf. Juan XXIII, Discurso en la inauguración del Concilio Vaticano II (1110-62); Pablo Vl Discurso de apertura de la II sesión del Concilio Vaticano II (29-9-63).

(92) Pablo Vl, Discurso en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar (21 64).

(93) Pablo Vl, Discurso ante la Asamblea general de las Nacianes Unidas (4-10-65): ECCLESIA, núm. 1.264 (1965/11), pág. 1403.

(94) Concilio Vaticano II, Mensaje a la Humanidad (8-12-65).

(95) Cf. Pablo Vl, Discurso en la sesión de clausura de la segunda etapa conciliar (4-1 2-63).

(96) Concilio Vaticano II, Sacrosanetum Concilium, n. 2.

(97) Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, no. 7-9.

(98) Ibid., n. 3; cf. n. 13.

(99) Ibid, n. 3.

(100) Cf. Concilio Vaticano II, Ad gentes, n. 5.

(101) Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 7; n. 10.

(102) Cf. Ex 12, 1-14.

(103) Cf. Jos 5, 10-12.

(104) Cf. Concilio Vaticano II, Ad gentes, n. 2; Lumen gentium, n. 17.

(105) Cf. Mt 28, 19.

(106) Cf. Concilio Vaticano II. Dei Verbum. n. 7.

(107) Cf. Concilio Vaticano II, Gaudiam et spes, n. 38.

(108) Cf. ibid. no. 1-7.

(109) Cf. ibid., n. 3; n. 11.

(110) Cf.ibíd.,n.43.

(111) Cf.ibíd.,n.44.

(112) Exhortación apostólica Nobis in animum de Pablo Vl (25-3-74), sobre las crecientes necesidades de la Iglesia en Tierra Santa (ECCLESIA, núm. 1.689 [1974/l], págs. 575-577); Bula pontificia Apostolorum limina de Pablo Vl (25-5-74), para la proclamación del Año Santo (ECCLESIA, num. 1.694 [1974/ I], págs. 739-746); Exhortación apostólica Gaudete in Domino de Pablo Vl (95-75), sobre la alegría cristiana (ECCLESIA, núm. 1.741 [1975/l], págs. 669677); Bula pontificia Aperite portas Redemptori de Juan Pablo II (6-1-83) de convocación del Jubileo de 1983 (ECCLESIA, núm. 2.112 [1983A], págs. 168-173); Carta apostólica Redemptionis anno de Juan Pablo II (20-484) por una justa solución del problema de Jerusalén y por la paz en Tierra Santa (ECCLESIA, num. 2.173 [1984/l], págs. 568-569); Carta apostólica Tertio millennio adveniente de Juan Pablo II (10-11-94): ECCLESIA, núm. 2.712 (1994/11), págs. 1774-1794.

(113) Juan Pablo II, Audiencia general (9-4-97), palabras referidas a su visita pastoral a Sarajevo.

(114) Cf. Lv 25.

(115) Sal 104,13.

(116) Hch 2, 44-45.

(117) Dt 15, 4.7.