Valoración
moral del terrorismo en España,
de
sus causas y de sus consecuencias
Introducción
Para
vivir en libertad, Cristo nos ha liberado
(Ga 5, 1)
1.
Proclamar el Evangelio a todos los pueblos, sin distinción de lengua, raza o
nación (cf. Ap 5, 9), y llevar a todos los hombres y mujeres al encuentro con
Cristo, Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), es la misión de la Iglesia en
el mundo. Los cristianos, que saben que en Cristo está la vida y que la vida es
la luz de los hombres (cf. Jn 1, 4), sienten como propios los gozos y los
sufrimientos de toda persona humana. «Nada hay verdaderamente humano que no
encuentre eco en su corazón»[1].
Por eso, cuando la dignidad de la persona queda ultrajada porque se atenta
contra su vida, contra su libertad o contra su capacidad para conocer la verdad,
los cristianos no pueden callar. Los obispos, como sucesores de los apóstoles,
tenemos de modo singular la responsabilidad de ofrecer a todos los hombres,
creyentes o no, la luz del Evangelio, anunciando que para vivir en libertad,
Cristo nos ha liberado (Ga 5, 1). Liberados por Él del pecado, que divide a
los hombres, todos podemos encontrarnos en una convivencia verdadera: Jesucristo
es nuestra paz (Ef 2, 14). Desde Él discernimos y enjuiciamos los
caminos de la auténtica paz a la vez que la violencia e injusticia que la hacen
imposible.
2.
En España, el terrorismo de ETA se ha convertido desde hace años en la más
grave amenaza contra la paz porque atenta cruelmente contra la vida humana,
coarta la libertad de las personas y ciega el conocimiento de la verdad, de los
hechos y de nuestra historia. Sobre tan doloroso tema, esta Asamblea Plenaria de
la Conferencia Episcopal Española, en comunión con el Santo Padre, Juan Pablo
II[2],
y en continuidad con las anteriores intervenciones de la propia Conferencia y de
diversos miembros del episcopado español[3],
ofrece la presente Instrucción Pastoral a los católicos y a todos los que
deseen prestarle atención. Damos así cumplimiento a una de las acciones
previstas en el Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española para el
cuatrienio 2002-2005[4]
y animamos a todos a trabajar sinceramente, según las posibilidades de cada
cual, para eliminar la lacra social del terrorismo y consolidar la convivencia
en la libertad y el respeto de los derechos humanos[5].
3.
El profeta Isaías advierte del peligro del oscurecimiento de la conciencia en
su capacidad de discernir el bien: ¡Ay de los que al mal llaman bien, y al
bien llaman mal; que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz! (Is
5, 20). El mismo Jesucristo avisa: si la única luz que tienes está oscura,
¡cuánta será la oscuridad! (Mt 6, 23).
Ante
un dilema moral, adoptar intencionadamente una actitud ambigua cierra el camino
a la determinación de la
bondad o de la maldad de una realidad o de una conducta. La Iglesia considera
una de sus obligaciones básicas iluminar las conciencias, como maestra y
testigo del Evangelio, para que puedan alcanzar con seguridad y sin error la
verdad moral capaz de guiar la vida[6].
Al
proceder ahora al análisis moral del terrorismo, en particular del de ETA,
deseamos prestar este servicio a la Iglesia primero y a la vez a la sociedad. A
pesar de las reiteradas condenas que la inmensa mayoría de personas y grupos
sociales hacen de la violencia terrorista, a veces se observan ambigüedades que
ocultan el enjuiciamiento moral coherente de la asociación terrorista.
4.
Presentamos una valoración moral del terrorismo de ETA que va más allá
de la condena de los actos terroristas, tratando de descubrir sus causas
profundas. Nos lo exige nuestro ministerio pastoral, una de cuyas principales
tareas es ayudar a la formación de la conciencia de los cristianos y de todas
las personas que buscan en la Iglesia una luz para la vida. Lo esperan con
razón quienes se sienten angustiados e indefensos ante el problema más grave
de nuestra sociedad.
Analizamos
el terrorismo de ETA a la luz de la Revelación y de la Doctrina de la Iglesia,
y lo calificamos como una realidad intrínsecamente perversa, nunca
justificable, y como un hecho que, por la forma ya consolidada en que se
presenta a sí mismo, resulta una estructura de pecado. Emitimos un juicio moral
sobre el nacionalismo totalitario que se halla en el trasfondo del terrorismo de
ETA, porque no se puede entender el uno sin el otro.
I.
El terrorismo, forma específica de violencia armada
5.
Entendemos por terrorismo el propósito de matar y destruir
indistintamente hombres y bienes, mediante el uso sistemático del terror con
una intención ideológica totalitaria. Al hablar de terror nos referimos
a la violencia criminal indiscriminada que procura un efecto mucho mayor que el
mal directamente causado, mediante una amenaza dirigida a toda la sociedad. Las
acciones terroristas no se refieren sólo a un acto o a algunas acciones
aisladas, sino a toda una compleja estrategia puesta al servicio de un
fin ideológico. Juan Pablo II ha señalado que:
“No
se pueden cerrar los ojos a otra dolorosa plaga del mundo actual: el fenómeno
del terrorismo, entendido como propósito de matar y destruir indistintamente
hombres y bienes, y crear precisamente un clima de terror y de inseguridad, a
menudo incluso con la captura de rehenes. Aun cuando se aduce como motivación
de esta acción inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad
mejor, los actos del terrorismo nunca son justificables“[7].
Esta aproximación nos permite captar que la maldad del terrorismo es
más profunda que la de sus actos criminales, ya de por sí horrendos. Existe
una intención inscrita en esos actos que busca un efecto mayor con el fin de
aterrorizar a una sociedad y hoy, incluso, al mundo entero. El terrorismo busca
una “utilidad” más allá de sus crímenes; intenta que un grupo muy
reducido de personas mantenga en tensión a toda la sociedad, obteniendo una
amplia repercusión política, potenciada por la publicidad que obtienen sus
nefandas acciones. Los terroristas cuentan con que su actividad criminal es “rentable”
en términos políticos y, por eso, la justifican como “necesaria” en virtud
de sus propios objetivos. No pueden ocultar la naturaleza lamentable de sus
acciones, pero tratan de darles un “sentido” político que las haría, en su
opinión, legítimas.
El recurso al terror, junto con el intento de su justificación política
ante la sociedad a la que se aterroriza es lo que da un carácter específico a
la violencia terrorista que la distingue de otros tipos de violencia.
6.
La naturaleza del terrorismo es, por tanto, diversa de la guerra o de la
guerrilla. Esta diferencia ha sido reconocida por diversos organismos
internacionales que entienden que incluso en la guerra deben ser perseguidos los
actos terroristas[8].
Si las acciones de guerra, nunca deseables, pueden ser reconocidas en algún
caso como respuesta legítima, cuando sea proporcionada frente a la agresión
injusta, el terrorismo nunca podrá ser considerado como una forma de legítima
defensa, precisamente porque no es una respuesta proporcionada, sino el
ejercicio indiscriminado de la violencia contra toda clase de personas. Es, por
principio, una amenaza para todos, pues todos son, de hecho, considerados como
“culpables”, y podrían ser sacrificados en aras de objetivos políticos “superiores”.
De ahí que no se pueda aceptar de ningún modo la equiparación del terrorismo
a la acción de guerra. Tal equiparación no corresponde a la realidad y no es
justa.
7.
El terrorismo es, también, diverso
de la simple delincuencia organizada. Las organizaciones terroristas suelen
mantener contactos con diversas agrupaciones delictivas. Pero, mientras
otros grupos de delincuentes sólo tienen como fin el propio lucro, el
terrorismo tiene fundamentalmente una finalidad política que presenta como
justificativa de sus acciones, a las que trata de dar la mayor publicidad
posible, a diferencia de lo que hace la delincuencia ordinaria.
8.
Dentro de la ideología marxista-revolucionaria, a la que se adscriben muchos
terrorismos, entre ellos el de ETA,
es normal querer justificar sus acciones violentas como la respuesta necesaria a
una supuesta violencia estructural anterior a la suya, ejercida por el Estado. A
su juicio, la violencia de Estado sería la
violencia originaria, verdadera culpable de la situación conflictiva, en
la medida en que es anterior a todas las demás y puede ser ejercida con más
medios. Hay que denunciar sin ambages esta concepción inicua, contraria a la
moral cristiana, que pretende equiparar la violencia terrorista con el ejercicio
legítimo del poder coactivo que la autoridad ejerce en el desempeño de sus
funciones. A la vez se debe manifestar también la inmoralidad de un posible uso
de la fuerza por parte del Estado, al margen de la ley moral y sin las
garantías legales exigidas por los derechos de las personas.
II.
El objeto del juicio moral: terror criminal ideológico
9.
Una vez definido el fenómeno del terrorismo, podemos constatar en qué consiste
su maldad específica y última, a saber: en atentar contra la vida, la
seguridad y la libertad de las personas, de forma alevosa e indiscriminada, con
el fin de llegar a imponer su proyecto político, presentando sus actos
criminales - el terror - como
justificables por su interpretación ideológica de la realidad. El
terrorismo no niega que sus actividades sean violentas y que están cargadas de
consecuencias lamentables, pero las justifica como necesarias en virtud de la
supuesta grandeza del fin perseguido. Es una explicación ideológica de la
violencia criminal en el peor sentido de la palabra “ideológica”, es decir,
encubridora de algo injustificable[9].
El
terrorismo persigue la extensión del terror para producir una situación de
debilidad del orden político legítimo, que le permita imponer sus criterios
por la fuerza, a costa del atropello de los derechos humanos más elementales,
como son el derecho a la vida y a la libertad. Este fin no puede ser compartido
jamás.
10.
Por todo ello, es muy importante calificar con precisión a una organización
como terrorista. A causa de la relevancia de la ideología presente en
toda asociación terrorista, estas agrupaciones se encaminan a hacer
plausible una argumentación ideológica mediante la deformación del
lenguaje, usando un discurso que, al ser difundido sistemáticamente,
dificulta en gran medida el análisis sereno de la realidad del terrorismo y el
reconocimiento del objeto moral en cuestión. Es necesario “dar a cada cosa su
propio nombre”[10]
y hablar con claridad y precisión del terrorismo, como de un problema
específico irreductible. Hay que tener una idea clara de lo que el terrorismo
es para poder hacerse un juicio adecuado sobre la moralidad del mismo.
III.
Juicio moral sobre el terrorismo
11.
¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? (Gn 4, 9). Con esta frase
Caín se niega a aceptar la responsabilidad de la suerte de Abel
y esconde la tragedia de un asesinato que quiere ocultar. Si Adán buscó
esconderse de Dios después de haber pecado, Caín busca escapar de la
responsabilidad ante su crimen. Un elemento fundamental de la actividad
terrorista es tratar de eludir el juicio moral de sus acciones justificándolas
ideológicamente. Esto se hace, en particular, mediante el método que se
denomina de la transferencia de la culpa, que consiste en culpabilizar a
quienes se oponen al terrorismo de ser los causantes de la violencia que los
terroristas mismos ejercen.
La Doctrina de la Iglesia nos da luz en este punto y nos permite
calificar netamente al terrorismo como una realidad perversa en sí misma, que
no admite justificación alguna apelando a otros males sociales, reales o
supuestos. Es más, hace posible que apreciemos hasta qué punto el terrorismo
es una estructura de pecado generadora ella misma de nuevos y graves males[11].
a) El terrorismo es intrínsecamente perverso, nunca justificable
12.
El Magisterio de la Iglesia es unánime al declarar que el terrorismo, tal como
lo hemos definido anteriormente, es intrínsecamente malo, y que, por
tanto, no puede ser nunca justificado por ninguna circunstancia ni por ningún
resultado[12].
En este sentido, volvemos a repetir la condena que hicimos en 1986, en la
Instrucción Pastoral Constructores de la paz:
“El
terrorismo es intrínsecamente perverso, porque dispone arbitrariamente de la
vida de las personas, atropella los derechos de la población y tiende a imponer
violentamente el amedrentamiento, el sometimiento del adversario y, en
definitiva, la privación de la libertad social”[13].
El
terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la
eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente, prohibida por la
ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo: no matarás (Ex
20, 13). Los católicos saben que no pueden negar, o pasar por alto, este juicio
sin contradecir su conciencia cristiana y, en consecuencia, sin ir contra la
lógica de la comunión de la Iglesia[14].
Denunciar la inmoralidad del
terrorismo forma parte de la misión de la Iglesia como un modo de defender la
dignidad de la persona en un asunto de la máxima repercusión social. No se
puede aceptar en el caso del terrorismo la posibilidad reconocida por la
Doctrina social de la Iglesia de la legitimidad de una revolución violenta
cuando se la considera el único medio de defensa ante una injusta opresión
sistemática y prolongada[15].
13.
La
calificación moral del terrorismo, absolutamente negativa, se extiende, en la
debida proporción, a las acciones u omisiones de todos aquellos que, sin
intervenir directamente en la comisión de atentados los hacen posibles, como
quienes forman parte de los comandos informativos o de su organización,
encubren a los terroristas o colaboran con ellos; quienes justifican
teóricamente sus acciones o verbalmente las aprueban. Debe quedar muy claro que
todas estas acciones son objetivamente un pecado gravísimo que clama al
cielo (Gn 4, 10)[16].
El
llamado “terrorismo de baja intensidad” o “kale borroka” merece
igualmente este juicio moral negativo. En primer lugar, porque sus agentes
actúan movidos por las mismas intenciones totalitarias del terrorismo
propiamente dicho. En segundo lugar, porque las actuaciones de este terrorismo
de baja intensidad están frecuentemente coordinadas con las del terrorismo de
ETA, ya que en la lucha callejera se preparan sus futuros agentes, como
demuestra la experiencia, y con ella se destruye abusivamente el patrimonio
común, se perturba la paz de los ciudadanos y se amenaza su seguridad y
libertad. Ninguna consideración puede justificar esta forma de violencia,
mantenida artificialmente, con el fin de sostener la influencia del terrorismo y
extender socialmente sus ideas.
14.
La presencia de razones políticas en las raíces y en la argumentación del
terrorismo no puede hacer olvidar a nadie la dimensión moral del problema.
Es ésta la que debe guiar e iluminar a la razón política al afrontar
el problema del terrorismo. El olvido de la dimensión moral es causa de un
grave desorden que tiene consecuencias devastadoras para la vida social. Siempre
existirán pretendidas o reales razones políticas que resulten capaces
de seducir el juicio de algunos presentando como comprensible e incluso
plausible el recurso al terrorismo. Pero lo que es necesario aclarar es que
nunca puede existir razón moral alguna para el terrorismo. Quien,
rechazando la actuación terrorista, quisiera servirse del fenómeno del
terrorismo para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad.
Esto supondría aceptar una vez más el principio inmoral: “El fin justifica
cualquier medio” [17]
(cf. Rm 3, 8).
15.
Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto
obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del
terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo
justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o
ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser “neutral”
ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un
escándalo público. La necesidad moral de las condenas no se mide por su
efectividad a corto ni largo plazo, sino por la obligación moral de conservar
la propia dignidad personal y la de una sociedad agredida y humillada.
b) El terrorismo es una estructura de pecado
16.
Al emitir el juicio de moralidad sobre el terrorismo, es necesario
precisar – como hemos hecho - que se trata de un acto intrínsecamente
perverso. Pero con esta afirmación no está aún suficientemente explicitada la
maldad moral del terrorismo.
La multiplicación y continuidad de acciones criminales, el intento de
justificarlas mediante la propaganda política y la transferencia de la culpa,
que pretende presentar tales acciones como respuesta a una violencia originaria,
dan lugar a una estructura de violencia moralmente perversa. Esta conjunción
entre el terror y la ideología va más allá de las acciones criminales
concretas que los terroristas perpetran. Además, persigue y, desgraciadamente,
consigue con frecuencia, una perversión sistemática de las
conciencias. Por tanto, al hablar del terrorismo debemos entenderlo como
una estructura de pecado. “Las estructuras de pecado son
expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer
a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un pecado social”[18]. Siguiendo la doctrina de
Juan Pablo II, una estructura de pecado es el resultado de una efectiva
intención de alcance social que se dirige no sólo a la comisión de actos
intrinsecamente malos, sino que busca la deformación generalizada de las
conciencias para la extensión de su maldad de modo estable. O, en palabras del
propio Papa, estructura de pecado es:
“la
suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera
conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, y
parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar”[19].
17.
Más en
concreto, se pueden aplicar al terrorismo las siguientes afirmaciones de Juan
Pablo II, referidas a la “cultura de la muerte”, reiteradamente denunciada
por él. La maldad del terrorismo no se circunscribe sólo a los actos que
realiza,
“también
se cuestiona, en cierto sentido, la “conciencia moral” de la sociedad.
Ésta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece
comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la “cultura
de la muerte”, llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas “estructuras
de pecado” contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social,
está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de
comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión
entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la
vida”[20].
La presencia del terrorismo difunde en torno suyo una verdadera “cultura
de la muerte” en la medida en que desprecia la vida humana, rompe el respeto
sagrado a la vida de las personas, cuenta con la muerte injusta y violenta de
personas inocentes como un medio provechoso para conseguir unos fines
determinados e impulsar de este modo un falso desarrollo de la sociedad. La vida
humana queda así degradada a un mero objeto, cuyo valor se calcula en relación
con otros bienes supuestamente superiores[21].
En definitiva, el terrorismo es un rostro cruel de la “cultura de la
muerte” que desprecia la vida humana por pretender el poder “a cualquier
precio”[22],
y que coloniza las conciencias instalándose en ellas como si se tratara de un
modo normal y humano de ver las cosas.
c)
La extensión del mal: odio y miedo sistemáticos
18.
El terrorismo busca dos efectos directos y negativos en la sociedad: el miedo y
el odio. El miedo debilita a las personas. Obliga a muchos a abdicar de
sus responsabilidades, al convertirse en objeto de posibles acciones violentas.
No nos referimos sólo a los asesinatos, sino también a las amenazas, insultos
y actos violentos que hacen imposible en la vida cotidiana la convivencia en paz
y libertad, hasta el extremo de comprometer la propia legitimidad de los
procedimientos democráticos. No pocos son víctimas de una espiral de terror o
de extorsión económica, soportadas dolorosamente. Ceder al chantaje de la
violencia, por temor, lleva a la sociedad (individuos, grupos, instituciones,
partidos políticos) a no enfrentarse con suficiente claridad al terrorismo y a
su entorno, de forma que los terroristas monopolizan, con frecuencia, el
dinamismo de la vida social y el significado político de algunos
acontecimientos. Además, se llega a aceptar como inevitables violencias menores
que extienden el clima de crispación y confrontación.
19.
El miedo favorece el silencio. En una sociedad en la que la violencia y
su presencia cercana acumulan la tensión, determinados asuntos no pueden
abordarse en público por miedo a graves consecuencias. Esto se nota sobre todo
en el uso tergiversado del lenguaje. El peor de los silencios es el que se
guarda ante la mentira[23],
pues tiene un enorme poder de disolver la estructura social. Un cristiano no
puede callar ante manipulaciones manifiestas. La cesión permanente ante la
mentira comporta la deformación progresiva de las conciencias.
20.
Junto con el miedo, el terrorismo busca intencionadamente provocar y hacer
crecer el odio para alimentar una espiral de violencia que facilite sus
propósitos[24].
En primer lugar, atiza el odio en su propio entorno, presentando a los oponentes
como enemigos peligrosos. Fomenta con insistencia el recuerdo de los agravios
sufridos y exagera las posibles injusticias padecidas. Ya se sabe que presentar
un enemigo a quien odiar es un medio eficaz para unir fuerzas, por un sentido
grupal de defensa en común.
En este contexto, la legítima represión de los actos de terrorismo por
parte del Estado es interpretada como una opresión insufrible de un poder
violento o de una potencia extranjera. Por el contrario, la verdad que debemos
recordar es que la autoridad legítima debe emplear todos los medios justos y
adecuados para la defensa de la convivencia pacífica frente al terrorismo.
21.
Más allá de
su propio entorno, los terroristas tratan también de provocar el odio de
quienes consideran sus enemigos, con el fin de desencadenar en ellos una
reacción inmoderada que les sirva de autojustificación y les permita continuar
con su estrategia de extensión del terror y de transferencia de la culpa.
La espiral del odio y del terror se manifiesta, en particular, en
sensibilidades exacerbadas a las que les es difícil hacer un análisis de la
realidad. Genera así un clima de crispación en el que cualquier detalle hace
surgir una respuesta violenta, también la violencia verbal. La implantación
del odio y de la tensión en la vida social es, evidentemente, un triunfo
notable del terrorismo. Reaccionar con odio indiscriminado frente a los
crímenes de ETA, en la medida en que divide a la sociedad en bandos enfrentados
e irreconciliables es favorecer los fines de los terroristas, aceptar sus tesis
del conflicto irremediable, preparar y facilitar la aceptación y el
reconocimiento de las pretensiones rupturistas.
22.
Otra consecuencia perniciosa de la espiral del odio y del miedo que el
terrorismo genera es la “politización” perversa de la vida social, es
decir, la consideración de la vida social únicamente en función de intereses
de poder. De este modo la tensión se extiende a los hechos más nimios de la
vida cotidiana: todo resulta relevante para la descalificación de aquéllos
cuya opción política no coincida con los planteamienteos auspiciados por los
terroristas. Esta presión del día a día juega un papel decisivo en la
deformación de las conciencias que conduce a relativizar el juicio moral que el
terrorismo merece.
Un aspecto especialmente importante en el que se evidencia esta perversa
“politización” es el olvido que, con frecuencia, sufren las víctimas del
terrorismo y su drama humano. Atender a las personas golpeadas por la violencia
es un ejercicio de justicia y caridad social y un camino necesario para la paz.
Tampoco los presos por terrorismo dejan de ser objeto de una “politización”
ideológica que oscurece su problema humano. La Iglesia reconoce sin ambages la
legitimidad de las penas justas que se les imponen por sus crímenes, a la vez
que defiende, con no menos fuerza, el respeto debido a su dignidad personal
inamisible.
23.
El terrorismo se muestra como una estructura de pecado, y es una cultura, un
modo de pensar, de sentir y de actuar, aun en los aspectos más corrientes del
vivir diario, incapaz de valorar al hombre como imagen de Dios (cf. Gn 1, 27; 2,
7). Y cuando esa cultura arraiga en un pueblo, todo parece posible, aun lo más
abyecto, porque nada será sagrado para la conciencia.
Al
pronunciar nuestro juicio moral queremos mostrar que es posible una valoración
neta y definitiva del terrorismo, por encima de las circunstancias coyunturales
de un momento histórico.
IV.
A ETA hay que enjuiciarla moralmente como “terrorismo”
24.
Una primera aproximación a ETA muestra la complejidad del fenómeno. El grupo
denominado ETA es una asociación terrorista, de ideología marxista
revolucionaria, inserta en el ámbito político-cultural de un determinado
nacionalismo totalitario que persigue la independencia del País Vasco por todos
los medios. Si se desea acertar en la valoración moral de ETA, será necesario
tener en cuenta esta realidad en su totalidad.
25.
ETA manifiesta
una hiriente crueldad en toda su actividad. En la memoria de todos están los
casos de secuestros y de asesinatos a sangre fría y a plazo marcado, así como
agresiones y crímenes contra personas de toda índole y condición. No se trata
de “errores de cálculo” ni de casos que se les hayan “ido de las manos”.
Tampoco podemos admitir que la diversificación de las víctimas suponga que
algunas de ellas fueran “justos objetivos militares”, mientras que otras
serían tan sólo efectos colaterales indeseados.
La
crueldad de ETA sirve siempre a la estrategia terrorista que hemos
descrito y calificado más arriba: la implantación del terror al servicio de
una ideología en toda la sociedad y la creación de una espiral de muerte, de
odio y de miedo reactivo y adormecedor de las conciencias.
Aplicando a ETA y a otras organizaciones con similares características
ideológicas el calificativo moral de “terrorista”, afirmamos que son
intrínsecamente perversas en cuanto organización, ya que su modo de juzgar la
realidad, la dirección de sus acciones y su estructura interna, están
orientados a la provocación y difusión del terror.
26.
La presente Instrucción Pastoral no pretende ofrecer un juicio de valor
sobre el nacionalismo en general. Nos ceñimos al juicio moral del nacionalismo
totalitario, en la medida en que constituye el transfondo del terrorismo de ETA.
No es posible desenmascarar, en efecto, la malicia de ETA sin ofrecer una
clarificación moral sobre el transfondo político-cultural del terrorismo
etarra y su incidencia en la convivencia entre los pueblos de España.
27.
“La nación – dice Juan Pablo II - es la gran comunidad de los hombres que
están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la
cultura”[25].
Ahora bien, las culturas no son nunca de por sí compartimentos estancos, y
deben ser capaces de abrirse unas a otras. Están constituidas ya de antemano a
base del rico intercambio del diálogo histórico entre ellas. Todas necesitan
dejarse impregnar por el Evangelio[26].
28.
Las naciones, en cuanto ámbitos culturales del desarrollo de las personas,
están dotadas de una “soberanía” espiritual propia y, por tanto, no se les
puede impedir el ejercicio y cultivo de los valores que conforman su identidad[27].
Esta “soberanía” espiritual de las naciones puede expresarse también en la
soberanía política, pero ésta no es una implicación necesaria. Cuando
determinadas naciones o realidades nacionales se hallan legítimamente
vinculadas por lazos históricos, familiares, religiosos, culturales y
políticos a otras naciones dentro de un mismo Estado no puede decirse que
dichas naciones gocen necesariamente de un derecho a la soberanía política[28].
29.
Las naciones,
aisladamente consideradas, no gozan de un derecho absoluto a decidir sobre su
propio destino. Esta concepción significaría, en el caso de las personas, un
individualismo insolidario. De modo análogo, resulta moralmente inaceptable que
las naciones pretendan unilateralmente una configuración política de la propia
realidad y, en concreto, la reclamación
de la independencia en virtud de su sola voluntad. La “virtud” política de
la solidaridad, o, si se quiere, la caridad social, exige a los pueblos la
atención al bien común de la comunidad cultural y política de la que forman
parte. La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario de
autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión
injusta, pero no en el de una secesión.
30.
En consecuencia, no es moral cualquier modo de propugnar la independencia de
cualquier grupo y la creación de un nuevo Estado, y en esto la Iglesia siente
la obligación de pronunciarse ante los fieles cristianos y los hombres de buena
voluntad[29].
Cuando la voluntad de independencia se convierte en principio absoluto de la
acción política y es impuesta a toda costa y por cualquier medio, es
equiparable a una idolatría de la propia nación que pervierte
gravemente el orden moral y la vida social[30].
Tal forma inmoderada de “culto” a la nación es un riesgo especialmente
grave cuando se pierde el sentido cristiano de la vida y se alimenta una
concepción nihilista de la sociedad y de su articulación política. Dicha
forma de “culto” está en relación directa con el nacionalismo totalitario
y se encuentra en el transfondo del terrorismo de ETA.
31.
Por nacionalismo se entiende una determinada opción política que hace
de la defensa y del desarrollo de la identidad de
una nación el eje de sus actividades. La Iglesia, madre y maestra de
todos los pueblos[31],
acepta las opciones políticas de tipo nacionalista que se ajusten a la norma
moral y a las exigencias del bien común. Se trata de una opción que, en
ocasiones, puede mostrarse especialmente conveniente. El amor a la propia
nación o a la patria, que es necesario cultivar, puede manifestarse como una
opción política nacionalista.
La
opción nacionalista, sin embargo, como cualquier opción política, no puede
ser absoluta. Para ser legítima debe mantenerse en los límites de la moral y
de la justicia, y debe evitar un doble peligro: el primero, considerarse a sí
misma como la única forma coherente de proponer el amor a la nación; el
segundo, defender los propios valores nacionales excluyendo y menospreciando los
de otras realidades nacionales o estatales.
Los nacionalismos, al igual que las demás opciones políticas, deben
estar ordenados al bien común de todos los ciudadanos, apoyándose en
argumentos verdaderos y teniendo en cuenta los derechos de los demás y los
valores nacidos de la convivencia.
32.
Cuando las
condiciones señaladas no se respetan, el nacionalismo degenera en una
ideología y un proyecto político excluyente, incapaz de reconocer y proteger
los derechos de los ciudadanos, tentado de las aspiraciones totalitarias que
afectan a cualquier opción política que absolutiza sus propios objetivos. De
la naturaleza perniciosa de este nacionalismo ha advertido el Magisterio de la
Iglesia en numerosas ocasiones[32].
El
nacionalismo en que se fundamenta la asociación terrorista ETA no cumple las
condiciones requeridas para su legitimidad moral, puesto que necesita
absolutizar sus objetivos para justificar sus acciones terroristas; pretende
imponer por la fuerza sus propias convicciones políticas atropellando la
libertad de los ciudadanos; y llega a eliminar a los que tienen otras legítimas
opciones políticas. Por todo ello, el nacionalismo de ETA es un nacionalismo
totalitario e idolátrico.
El
nacionalismo totalitario de ETA considera un valor absoluto el valor “pueblo
independiente, socialista y lingüísticamente euskaldún”, todo ello
además interpretado ideológicamente en clave marxista, ideología a la cual
ETA somete todos los demás valores humanos, individuales y colectivos,
menospreciando la voluntad reiteradamente manifestada por la inmensa mayoría de
la población.
33.
La organización terrorista ETA enarbola la causa de la libertad y de los
derechos del País Vasco, al que presenta como una nación sojuzgada y
anexionada a la fuerza por poderes extranjeros de los que sería preciso
liberarla. Ésta es la causa que considera como supuestamente justificadora del
terror que practica. Sin embargo, el nacionalismo de ETA y de sus colaboradores
ignora que todo proyecto político, para merecer un juicio moral positivo, ha de
ponerse al servicio de las personas y no a la inversa. Es decir, que la justa
ordenación de las naciones y de los Estados nunca puede constreñir ni vulnerar
los derechos humanos fundamentales, sino que los tutela y los promueve. De modo
que no es moralmente aceptable ninguna concepción para la cual la nación, el
Estado o las relaciones entre ambos se pongan por encima del ejercicio integral
de los derechos básicos de las personas.
La pretensión de que a toda nación, por el hecho de serlo, le
corresponda el derecho de constituirse en Estado, ignorando las múltiples
relaciones históricamente establecidas entre los pueblos y sometiendo los
derechos de las personas a proyectos nacionales o estatales impuestos de una u
otra manera por la fuerza, dan lugar a un nacionalismo totalitario, que es
incompatible con la doctrina católica.
34.
Por ser la nación un hecho, en primer lugar, cultural, el Magisterio de la
Iglesia lo ha distinguido cuidadosamente del Estado[33].
A diferencia de la nación, el Estado es una realidad primariamente política;
pero puede coincidir con una sola nación o bien albergar en su seno varias
naciones o entidades nacionales. La configuración propia de cada Estado es
normalmente el fruto de largos y complejos procesos históricos. Estos procesos
no pueden ser ignorados ni, menos aún, distorsionados o falsificados al
servicio de intereses particulares.
35.
España es el fruto de uno de estos complejos procesos históricos. Poner
en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la
soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación
podría acarrear no sería prudente ni moralmente aceptable.
La Constitución es hoy el marco jurídico ineludible de referencia para
la convivencia. Recientemente, los obispos españoles afirmábamos: “La
Constitución de 1978 no es perfecta, como toda obra humana, pero la vemos como
el fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y
primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos”[34].
Se trata, por tanto, de una norma modificable, pero todo proceso de cambio debe
hacerse según lo previsto en el ordenamiento jurídico.
Pretender
unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una
determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible.
Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria.
Conclusión
La
esperanza no defrauda
(Rm 5, 5)
36.
Hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 4,19). Con esta
libertad hablaban los primeros cristianos ante los jueces que les imponían
silencio. Actuaban como personas realmente liberadas por Cristo del pecado, y
por eso no se sentían atemorizados por nadie ni por nada: ni por los poderosos,
ni siquiera por la muerte. Hemos querido escribir esta Instrucción con esa
misma libertad. Deseamos animar así a todos los cristianos a ejercer la
libertad para la que Cristo nos ha liberado (cf . Ga 5, 1).
37.
En el mundo tendréis tribulaciones. Pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo
(Jn 16,33). Las dificultades para acabar con el terrorismo y construir la paz
son grandes. Los poderes que se hallan implicados en este grave problema, así
como los sentimientos de rencor y confrontación que siguen provocando hacen de
la solución del mismo un asunto tan arduo como urgente. Ante los signos
persistentes de tensión social y de dificultad de convivencia, la Iglesia
propone una verdad moral insoslayable. No será fácilmente comprendida por
algunos. Pero sin la verdad no será posible la paz. Además, es necesario que
todos nos comprometamos en la construcción de la paz. Construir la paz es tarea
de todos y de cada uno[35].
Hacemos un llamamiento especial a los educadores (padres, catequistas,
profesores y maestros) para que pongan todo su empeño en la noble tarea de
formar a las generaciones más jóvenes, advirtiéndoles de la maldad del
terrorismo y animándoles a construir una sociedad donde se vivan los principios
morales que garanticen el respeto sagrado a la persona.
38.
La primera
responsabilidad de la Iglesia es anunciar que sólo en Jesucristo encuentra el
hombre la salvación plena. Educar para la paz que nace del encuentro con el
Señor y con la Iglesia es una tarea urgente, especialmente entre los más
jóvenes. Así como donde anida la semilla de la ideología terrorista se
esteriliza la vida cristiana, donde, en cambio, crece y madura la pertenencia a
la Iglesia de Jesucristo prevalece el amor a los demás, el deseo sincero de paz
y de reconciliación. La pertenencia a la Iglesia y la educación en la fe no
son maduras mientras no se expresen en un discernimiento moral acertado de
situaciones tan graves como la del terrorismo. Este discernimiento es una
muestra del vigor y coherencia de la fe profesada.
39.
Ante el terrorismo de ETA la Iglesia proclama de nuevo la necesidad de la
conversión de los corazones como el único camino para la verdadera paz[36].
La valoración moral que hemos propuesto se ha de comprender dentro de esta
llamada explícita a la conversión, que es sólo posible una vez reconocida la
maldad intrínseca del terrorismo y una vez gestada la voluntad expresa de
reparar los perniciosos efectos que causa su actividad.
40.
Ante cualquier
problema entre personas o grupos humanos, la Iglesia subraya el valor del
diálogo respetuoso, leal y libre como la forma más digna y recomendable, para
superar las dificultades surgidas en la convivencia. Al hablar del diálogo no
nos referimos a ETA, que no puede ser considerada como interlocutor político de
un Estado legítimo, ni representa políticamente a nadie, sino al necesario
diálogo y colaboración entre las diferentes instituciones sociales y
políticas para eliminar la presencia del terrorismo, garantizar firmemente los
legítimos derechos de los ciudadanos y perfeccionar, en lo que sea necesario,
las formas de organizar la convivencia en libertad y justicia.
41.
La Iglesia en
España, reconociendo y agradeciendo el esfuerzo de todos los que trabajan por
una mejor convivencia, ofrece su contribución a esta tarea llevando a cabo las
acciones específicas de su misión pastoral. En cuanto depositaria y
administradora de los bienes de la salvación, que ha recibido de su Señor,
corresponde a la Iglesia sanar las enfermedades morales que provoca el fenómeno
terrorista. En el sacramento de la Eucaristía, de modo especial, los cristianos
se encuentran con Cristo, quien los introduce en su comunión, escuela de
caridad sin fronteras, de paz inquebrantable y de reconcialición de los hombres
entre sí y con Dios. Las comunidades cristianas, encontrando su fuerza en la
Eucaristía, deben ofrecerse como centros de comunión de las personas, donde se
rechace sin equívocos el terrorismo, y donde se comparta la fe capaz de abrir a
quienes la profesan a la fraternidad entre los hombres y entre los pueblos, con
una cercanía, ayuda y solidaridad especial con las víctimas del terrorismo.
42.
Entre las primera obligaciones de los cristianos y de sus comunidades se
encuentra este acompañamiento y atención pastoral de las víctimas del
terrorismo. Es una exigencia de justicia y de caridad estar a su lado y
atender las necesidades y justas reclamaciones de las personas y de las familias
que han sufrido el zarpazo del terrorismo. Sentimos como propia la preocupación
de los que viven en un estado constante de amenaza o de presión violenta,
conscientes de que ignorar la realidad de las ofensas padecidas es pretender un
proceso ilusorio, incapaz de construir una convivencia en paz.
43.
La Iglesia,
además, guiada por el Espíritu de Jesucristo, se sabe necesitada siempre de la
gracia, y acude constantemente a la fuente de la misericordia y del perdón, que
es Dios. Al mismo tiempo, invita continuamente a ofrecer y recibir el perdón,
consciente de que «no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón»[37].
El perdón no se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante
las legítimas exigencias de reparación del orden violado. Por el contrario, el
perdón conduce a la plenitud de una justicia que pretende la curación de la
heridas abiertas[38]. El perdón que puede
alcanzar la paz verdadera es un don de Dios, por eso se ha de pedir en la
oración:
«La
oración por la paz no es un elemento que “viene después” del compromiso
por la paz. Al contrario, está en el corazón mismo del esfuerzo por la
edificación de una paz en el orden, en la justicia y en la libertad. Orar por
la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de
Dios»[39].
No puede haber una pastoral de la paz sin momentos fuertes de oración,
personales y comunitarios.
44.
La esperanza no defrauda (Rom 5,5). Ésta es la convicción que mueve a
la Iglesia. Nuestra esperanza descansa en la misericordia de Dios, único capaz
de tocar el corazón de los hombres, infundiéndoles sentimientos de paz. «La
esperanza que sostiene a la Iglesia es que el mundo, donde el poder del mal
parece predominar, se transforme realmente, con la gracia de Dios en un mundo en
el que puedan colmarse las aspiraciones más nobles del corazón humano; un
mundo en el que prevalezca la verdadera paz»[40].
Convocamos, una vez más, a los que han recibido el don de la fe a la
oración pública y privada por la paz; a la oración por las víctimas del
terrorismo y por sus familiares, y por los propios terroristas; a la oración
para que Dios otorgue sabiduría y fortaleza a los gobernantes en sus decisiones
y acciones; a la oración por la conversión de los corazones.
“Que
se eleve desde el corazón de cada creyente, de manera más intensa, la oración
por todas las víctimas del terrorismo, por sus familias afectadas trágicamente
y por todos los pueblos a los que el terrorismo y la guerra continúan
agraviando e inquietando. Que no queden fuera de nuestra oración aquellos
mismos que ofenden gravemente a Dios y al hombre con estos actos sin piedad: que
se les conceda recapacitar sobre sus actos y darse cuenta del mal que ocasionan,
de modo que se sientan impulsados a abandonar todo propósito de violencia y
buscar el perdón. Que la humanidad, en estos tiempos azarosos, pueda encontrar
paz verdadera y duradera, aquella paz que sólo puede nacer del encuentro de la
justicia con la misericordia” [41].
En este “Año del Rosario”, ponemos nuestra oración, con filial
devoción, en las manos de la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra,
invocándola como Reina de la paz, para que Ella nos conceda pródigamente los
dones de su materna bondad y nos ayude a ser una sola familia, en la solidaridad
y en la paz.
[1] Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 1.
[2] Ya Pablo VI (Audiencia General del 27.9.1975) había condenado expresamente el terrorismo en España. Juan Pablo II lo ha hecho repetida y enfáticamente: antes de su Visita pastoral de 1982, dos veces durante aquel viaje – primero en Toledo (4. 11.1982) y luego en Loyola (6.11.1982) - y, entre otros muchos momentos, con ocasión del Encuentro de Oración por la Paz de Vitoria-Gasteiz (13.1.2001).
[3] Recordamos sólo algunas de estas intervenciones: de la Asamblea Plenaria, Ante el momento presente (1974), “La Verdad os hará libres” (Jn 8,32) (1990), Moral y sociedad democrática (1996) y La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX (1999). De la Comisión Permanente, Reconciliación, repudio a la violencia e Iglesia sociedad-civil (1975), Nota sobre algunas situaciones que vive el país (1975), Nota ante la actual situación española (1977), La responsabilidad moral del voto (1979), Comunicado por causa de los “atentados terroristas que se repiten casi a diario entre nosotros” (1979), Ante el terrorismo y la crisis del país (1981), Constructores de la Paz (1986) e Impulsar una nueva evangelización (1990). Son importantes también las intervenciones de los Presidentes de la Conferencia Episcopal en sus discursos inaugurales de diversas Asamblea Plenarias, como las siguientes: XXX (1978), XXXII (1979), XXXIV (1981), LIII (1990), LXIII (1995); LXXIV y LXXV (2000), LXXVI y LXXVII (2001), LXXVIII (2002). Se pueden encontrar también otras intervenciones sobre este tema en: J. F. Serrano Oceja (Ed.), La Iglesia frente al terrorismo de ETA, Presentación del Cardenal A. Mª Rouco Varela y Epílogo de Monseñor F. Sebastián Aguilar, B. A. C., Madrid 2001, XXXIV + 823 páginas.
[4] Cf. Conferencia Episcopal Española, Una Iglesia esperanzada. ¡Mar adentro! (Lc 5, 4), Plan Pastoral 2002-2005, 58. 78, Edice, Madrid 2001.
[5] Cf. Nota de Prensa Final de la CLXXXIX Reunión de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española (19.6.2002).
[6] Juan Pablo II recuerda en su Carta Encíclica Veritatis splendor que la determinación de la moralidad de los actos por su objeto es uno de los servicios específicos que la Iglesia presta al mundo. No hay otro camino para evitar la gran confusión que lleva consigo la mentalidad utilitarista o consecuencialista, cuando justifica fácilmente como mal menor cualquier efecto que conduzca al fin deseado; cf. Carta Encíclica Veritatis splendor, 83.
[7] Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 24; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297.
[8] Ya el 16 de noviembre de 1937 por la Convención de Ginebra y por la ONU con la Declaración del 18 de diciembre de 1972.
[9] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 24.
[10] Cf. San Jerónimo, Epístola, 82,3 (Madrid 1993, BAC 530,872).
[11] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297; Juan Pablo II, Mensaje en el aniversario del 11-S, (14.9.2002).
[12] Cf. Juan Pablo II, Mensaje en el aniversario del 11- S, (14.9.2002); cf. Catecismo de la Iglesia Católica 2297.
[13] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Constructores de la paz, 96, BOCEE 9 (1986) 18; cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda (Irlanda), (29.9.1979).
[14] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica. Evangelium vitae, 57, afirmación que goza de la calificación de doctrina de fe divina y católica; Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal aclaratoria de la fórmula conclusiva de la profesión de fe (29.VI.1998), 5 y 11: cf. Ecclesia 2.902 (18. VII. 1998) 1086-1089.
[15] Cf. Pablo VI, Carta Encíclica Populorum progressio 31; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientiae, 79.
[16] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867.
[17] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis Splendor, 80.
[18] Catecismo de la Iglesia Católica, 1869.
[19] Juan Pablo II, Carta Encíclica, Sollicitudo rei socialis, 36; Exhortación Apostólica Reconciliatio et Poenitentia , 16.
[20] Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae, 24.
[21] El Papa Juan Pablo II ha recordado cómo del olvido de Dios se sigue el desprecio de la vida humana (Carta Encíclica Evangelium vitae, 22): “... cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» [Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 36]. El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable”.
[22] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 37.
[23] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor, 1.
[24] Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (12.1.1979): “vencer el virus de la violencia manifestado en formas de terrorismo y represalias invitan a desterrar el odio”.
[25] Juan Pablo II, Discurso en la Sede de la UNESCO (2-VI-1980), 14.
[26] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, 37
[27] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (5-X-1995), 8: “El derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria “soberanía” espiritual. … Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales, y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada”.
[28] Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (14-I-1984), 3-4: “En cambio, países soberanos que hace mucho tiempo que son independientes, o que lo son desde hace poco, se ven amenazados alguna vez en su integridad por la contestación interior de una parte que hasta llega a considerar o bien a pedir una secesión. Los casos son complejos y muy diversos y cada uno de ellos pediría un juicio diferente, según una ética que tenga en cuenta a la vez los derechos de las naciones, fundados en la cultura homogénea de los pueblos, y los derechos de los Estados a su integridad y soberanía. Deseamos que más allá de las pasiones –y de todas maneras evitando la violencia-, se llegue a formas políticas bien articuladas y equilibradas que sepan respetar las particularidades culturales, étnicas, religiosas y, en general los derechos de las minorías”. Cf. también Catecismo de la Iglesia Católica, 2239.
[29] Basta recordar en este sentido la intervención de Juan Pablo II y de la Conferencia Episcopal Italiana expresando su estima por la unidad del Estado italiano y criticando las actitudes que disgregan la unidad social; cf. Lettera ai vescovi italiani circa le responsabilità dei cattolici di fronte alle sfide dell´attuale momento storico (6 de enero de 1994). Cf. Comunicato della Presidenza della CEI, 30-VI-1992. Noticiario CEI 5/1992, pp. 183-186; cf. Juan Pablo II, Discurso ante el Parlamento de Italia (14.11.2002).
[30] Pio XI, Carta Encíclica Mit brennender Sorge, 12: “Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ésta”.
[31] Cf. Juan XXIII, Carta Encíclica Mater et Magistra, 262.
[32] Empezando por Pío XI en el ambiente prebélico: cf. Pío XI, Carta Encíclica Ubi arcano (23.12.1922), 12; Discurso a la Curia Romana (24-XII-1930); A los alumnos de Propaganda fide (21-8.1938).
[33] Cf. Pío XII, Radiomensaje al Pueblo helvético (21.IX.1949): “En nuestra época, en la que el concepto de nacionalidad del Estado, exagerado a menudo hasta la confusión, hasta la identificación de las dos nociones, tiende a imponerse como dogma”; cf. también: Juan Pablo II, Discurso en la Sede de la UNESCO (2-VI-1980), n. 14; e Idem, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (5-X-1995), 8: “teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de “nación”, que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado”.
[34] LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX (26.11.1999), 7. Comunicado de la XXXIV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (28.2.1981), Amenaza a la normalidad constitucional. Llamada a la esperanza, 2: “Es de todo punto necesario recuperar la conciencia ciudadana y la confianza en las instituciones, todo ello en el respeto de los cauces y principios que el pueblo ha sancionado en la Constitución”.
[35] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1998, 7.
[36] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, 38.
[37] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2002
[38] Cf. Juan Pablo II, Ibid., 3.
[39] Cf. Juan Pablo II, Ibid., 14.
[40] Juan Pablo II, Ibid., 1.
[41] Juan Pablo II, Ibid., 15; cf. también las invitaciones del Papa en los Mensajes anuales con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.