Conferencia Episcopal Española

MATRIMONIO Y FAMILIA

Documento Pastoral aprobado por la
XXXI Asamblea Plenaria,
el 6 de julio de 1979


III. MISIÓN DE LA FAMILIA EN LA IGLESIA Y EN SOCIEDAD
La comunidad conyugal
La comunidad familiar
La familia, fuente de vida cristiana
La familia, escuela de los valores evangélicos
La educación de los hijos
Familia y sociedad
La Iglesia y la sociedad, al servicio de la familia


III

MISIÓN DE LA FAMILIA EN LA IGLESIA Y EN LA SOCIEDAD

52. La Iglesia, al realizar su misión evangelizadora, al mismo tiempo que recuerda verdades e imperativos morales, tiene también que “interpretar a la luz de la revelación la vida de los hombres de nuestra época, los signos de los tiempos y las realidades de este mundo, ya que en ellos se realiza el designio de Dios para la salvación de los hombres” (D.C.G. 11).

Entre las realidades que la Iglesia tiene que iluminar y renovar sobresalen el matrimonio y la familia. Es necesario descubrir una vez más su profunda significación cristiana como proyecto de vida en común y de realización personal, así como su misión en la Iglesia y en la sociedad.

La comunidad conyugal

53. El primer afán de los esposos cristianos se cifra en llegar a ser una comunidad de vida y amor, hecha de conocimiento mutuo, de respeto, de ayuda, de entrega y de corresponsabilidad. Esta comunidad de vida ha de entenderse como realidad dinámica en continua evolución y crecimiento, nunca acabada y siempre necesitada de actualización. Para construirla, los cónyuges deben procurar que sus relaciones se desarrollen en un continuo apoyo mutuo, en una constante superación de sus deficiencias, egoísmos y dificultades. Muy particularmente habrán de esforzarse en que sus primeros años de matrimonio constituyan otras tantas etapas de crecimiento y consolidación en el amor.

54. El incremento de la comunidad conyugal depende primordialmente de una compenetración progresiva entre los esposos, que sólo es posible lograr a través de un diálogo sincero y continuo en el que se comparten los sentimientos, las ideas y las aspiraciones más profundas. A nadie se le oculta los obstáculos graves que pueden entorpecer hoy este tipo de comunicación. El agobio de las ocupaciones laborales limita peligrosamente el tiempo y la tranquilidad de la pareja. La disparidad de criterios y convicciones, en una sociedad cada vez más pluralista, hacen más compleja la armonía y la coincidencia en la visión de la vida. El materialismo superficial de muchos ambientes reduce las relaciones interpersonales a sus aspectos más utilitarios. Insensiblemente se va levantando como una barrera afectiva que se manifiesta en el repliegue de la persona sobre sí misma y en la creciente incapacidad para comunicarse y para aceptar al otro. Frente a estas dificultades, las parejas cristianas deben proponerse, con renovada energía e ilusión, el ideal bíblico de vivir los dos una sola vida. Con la alegría y la esperanza de quien sabe que es el mismo Espíritu de Dios quien labora por su unión y quien la llevará a su plenitud.

55. En la comunicación amorosa del matrimonio tienen gran importancia las manifestaciones externas, demostrativas del cariño y de la atención a la persona del otro. En esta perspectiva, la vida sexual ha de ser contemplada como dimensión básica de la pareja y como ámbito especialmente significante del encuentro interpersonal. La sexualidad será entonces comprendida como lenguaje integrador y como exponente del amor conyugal. Sólo así es posible superar la visión dualista del amor y del sexo y vivir, en plenitud humana, la espiritualidad matrimonial.

La comunidad familiar

56. Es misión de los padres crear un clima familiar adecuado, donde pueda brotar y crecer la personalidad del niño y tenga éste acceso a las primeras experiencias comunitarias. Ese clima es resultante del respeto a las personas y a su vocación, de la libertad de todos para expresarse espontáneamente, del conocimiento mutuo y la confianza recíproca, de la corrección fraterna, de la participación de todos en problemas y en tareas. Todo ello exige a los padres autenticidad para evitar actitudes falsas; honda comprensión de la vida de sus hijos, atención cálida, que no equivale a posesión; acogida apacible, luminosa y humana frente a los problemas, a las confusiones y a los conflictos a través de los cuales la juventud trata de conocerse y realizarse. Pero les exige también valentía para decir serenamente la verdad a los hijos y corregirles cuando se desvían, sin rendirse a un cómodo permisivismo que, bajo la apariencia de comprensión, encierra una traición a los hijos y a la sociedad.

57. Los hijos, por otra parte, no pueden olvidar que han recibido de sus padres el don de la vida y los valores fundamentales que configuran su personalidad humana y cristiana. Y necesitan tener conciencia clara de que la familia es el lugar primario de aprendizaje de la buena voluntad, del saber compartir, de la renuncia de uno mismo para poder darse por amor.

No se puede olvidar, sin embargo, que la familia no es el único ámbito de relación en el que se desarrollan las personas. Por eso los padres deberán coordinar su acción con las otras instancias educativas: escuela, asociaciones juveniles, etc. Y podrán máximo empeño en conocer y ayudar a discernir los ambientes sociales de sus hijos, así como el influjo que reciben de los medios de comunicación social.

La familia, fuente de vida cristiana

58. La familia cristiana está llamada a ser lugar privilegiado de vivencia de una fe compartida por todos sus miembros. Los padres, verdaderos creyentes, saben que la transmisión de la fe a sus hijos no puede reducirse a la enseñanza de una doctrina, ni de una praxis moral, ni de unas obligaciones religiosas. Ha de ser sobre todo su propia vivencia de la fe la que sirva de testimonio vivo que suscite y eduque la fe de los hijos.

59. Es un rasgo de identidad de toda comunidad cristiana el ser comunidad de oración (Cfr Hech. 2, 49). Esto exige que cada familia se convierta en lugar de escucha comunitaria de la Palabra de Dios, que es fuente, raíz y luz de toda vida cristiana.

La unión en un mismo espíritu y en unas mismas intenciones, la profundidad de la experiencia religiosa participada en común, la energía que se deriva del encuentro con Dios, el compromiso de vida y aceptación del otro que brota de la oración cristiana, son valores imprescindibles para todo hogar cristiano. Hay que volver a encontrar sentido y tiempo para esta exigencia de la vida familiar (Cfr AA. 11, 4; GS. 48) y descubrir las formas que expresan la nueva sensibilidad y responden a las situaciones de hoy.

60. Lograr que la comunidad familiar sea comunidad eclesial lleva consigo una progresiva participación de la familia en la celebración de los sacramentos del bautismo, confirmación, penitencia y eucaristía. A este propósito, nos merece especial atención las misas para pequeños grupos, celebradas en el marco del domicilio familiar y con ocasión de acontecimientos significativos: aniversarios, onomásticas, etc. Con las debidas orientaciones y con la seriedad y vigilancia convenientes, puede ser un momento cumbre de la vida familiar, a la vez que debe ser una verdadera iniciación a la Eucaristía de la comunidad parroquial.

Queremos señalar por último otro momento importante de la vida familiar, que con frecuencia se minusvalora: la unción de enfermos, que no es sólo de moribundos, debe ser una verdadera celebración comunitaria en la que se comparte la fe familiar y se encuentra, en esa misma fe, la fuerza y la luz para afrontar solidariamente la prueba de la enfermedad.

61. Por último, la familia cristiana, como la Iglesia, es una realidad esencialmente misionera. Encerrarse en sí misma, renunciar al anuncio del Evangelio, sería dejar de ser sacramento de salvación y, por tanto, dejar de ser Iglesia. Toda familia ha de crecer cada día en un auténtico sentido misionero abierto a otras familias, al ambiente en que viven, y en un compromiso espiritual, vocacional y material con la acción misionera de la Iglesia en el mundo.

La familia, escuela de los valores evangélicos

62. Por ser comunidad cristiana, la familia debe ser también una escuela donde se descubran y practiquen los verdaderos valores evangélicos. Es este un objetivo difícil y lento, pero absolutamente necesario en una sociedad en la que los padres y los hijos respiran noche y día un ambiente materialista y pagano. Deben cultivarse, pues:

63. El amor cristiano. Entre todos los valores evangélicos, la familia debe esforzarse por vivir el amor cristiano, que nace de Dios y va más allá del mero respeto a las personas; que no discrimina ni juzga, sino que se traduce en entrega y en olvido de sí mismo, tanto dentro como fuera del hogar. El perdón de los enemigos, la comprensión y respeto a los que tienen diversas ideologías; la superación de las venganzas y del odio, y la defensa de los débiles pueden y deben ensayarse en la familia como en el mejor campo de entrenamiento.

64. La pobreza y la austeridad. Si las bienaventuranzas han de ser norma de vida para el creyente, habrán de ser también objeto constante de reflexión en la comunidad familiar. Los problemas económicos generados en la actual coyuntura mundial repercuten sobre los creyentes, para quienes “el gozo y la esperanza, las tristezas y angustias de los hombres de hoy, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS. 1).

El consumismo, el capricho y el lujo, que hoy tientan tan de cerca a muchos hogares, ahogan la dimensión trascendental del hombre y empobrecen a la persona. El hambre, la miseria y la marginación de muchos exige del creyente una respuesta solidaria por justicia y caridad. En la familia ha de gestarse una civilización nueva que valore más el “ser” que el “tener”, en la que el progreso de los pueblos se mida más por la calidad de la vida que por la renta per cápita de sus habitantes.

65. La justicia y la verdad. Vivimos, por desgracia, en una sociedad en la que, no pocas veces, se impone la ambición y la fuerza de los menos escrupulosos, sin tener en cuenta la moralidad de los medios. Proliferan así las injusticias escandalosas y cunden por doquier los malos ejemplos. El dinero y el poder social no siempre están en las mejores manos. Ante esto, la familia cristiana, como signo de los auténticos valores del Evangelio, debe cultivar en sus miembros una conciencia crítica que les ayude a descubrir con lucidez el error y la indignidad de tales procedimientos. Dios es la verdad y el encuentro con Él nos abre a la verdad. En un mundo esclavizado por la opresión y la mentira, los creyentes deben conducirse como hombres libre y veraces.

66. La paz y la comprensión. La carrera de armamentos a nivel mundial, el terrorismo, la violencia y la agresividad, van haciendo mella en el ambiente social y familiar. Es preciso crear un clima familiar donde se destierre la violencia, hasta en las mismas expresiones de los juegos infantiles; donde se ame la paz y se aprenda a vivir el mensaje de Jesús. Los hombres estamos llenos de limitaciones y debilidades que reclaman comprensión, en lugar de respuestas agresivas. Y la familia ha de ser el campo de cultivo más adecuado de las actitudes de convivencia.

67. El diálogo y el respeto. Los esposos que han aprendido a dialogar entre sí, cuiden de iniciar a los hijos desde pequeños para una intercomunicación progresiva a nivel familiar. Nadie tiene el monopolio de la verdad y el Espíritu sopla donde quiere. Es provechoso escuchar y respetar a todas las personas, enriquecerse con sus aportaciones y valorar en justicia sus posturas. La diversidad entre los miembros de la familia es una gran ocasión para que día a día se vaya poniendo en práctica el diálogo y el respeto entre todos.

68. Espíritu de trabajo y alegría evangélica. La dificultad que todo hombre experimenta ante el esfuerzo que exige el trabajo hace que muchos padres se sientan perplejos a la hora de inculcar a sus hijos un verdadero sentido de superación y laboriosidad. Es preciso que con cariño y comprensión, pero, al mismo tiempo con energía, se enseñe en la familia a trabajar y a colaborar solidariamente a la obra creadora de Dios. La delincuencia juvenil tiene con frecuencia su principio en la ausencia de este espíritu de trabajo. Sin dejar a un lado la laboriosidad y la austeridad en el hogar, convendrá sobremanera despertar un clima de alegría que ayude a dulcificar los sinsabores de la vida diaria. Son recomendables, por ello, las fiestas familiares que, organizadas con ocasión de diversos acontecimientos, contribuirán a dar mayor cohesión a la familia, superando los roces que a veces se producen en las relaciones mutuas.

69. Todos estos valores no son sólo conceptos doctrinales que la familia ha de enseñar de manera teórica, sino, sobre todo, formas de vida que progresivamente deben ir modelando al grupo doméstico. Así podrán surgir hombres nuevos que sean luz y sal en la creación de un mundo nuevo.

La educación de los hijos

70. Dedicación de los padres. Queremos, ante todo, subrayar el valor decisivo que, para la verdadera educación humana y cristiana, supone la dedicación de los padres a cada uno de sus hijos, no sólo cuando surgen problemas, sino de modo permanente. Cada hijo necesita la cercanía física, el cariño y la atención constante de sus padres. Por desgracia, es muy frecuente que los padres, para conseguir un mejor nivel de vida, dejen a sus hijos sin lo que más necesitan: su presencia, su cariño, su amistad. Y esto que acabamos de decir es especialmente urgente cuando les llegan a los hijos las etapas conflictivas o de crisis, que suscitan en ellos rasgos contradictorios, con mezcla de errores y de aciertos. La tarea educativa resulta entonces tanto más difícil, cuanto que la afirmación de la persona se expresa a menudo negando la dependencia y el papel mismo de los padres y educadores. Es precisamente en estos momentos cuando la labor educativa ha de hacerse más paciente y cercana, y cuando son más necesarios el afecto y la entrega.

Esta cercanía y dedicación reviste características especiales en el caso, no infrecuente, en que uno de los cónyuges-viudos, madres solteras, matrimonios separados, etc., queda solo ante los deberes que impone la educación de los hijos. La sociedad y la comunidad cristiana deben ayudar de modo particular a estas familias en las que sobre uno de los cónyuges recae toda la responsabilidad del hogar y de la educación de los hijos.

71. Educación para la libertad y la responsabilidad. Toda educación tiene como meta la formación de hombres y mujeres libres, maduros y responsables. Ello exige inevitablemente una larga etapa de aprendizaje en la niñez, la adolescencia y la juventud. Los padres y los educadores tienen que huir tanto de un autoritarismo receloso, como de una actitud sistemáticamente permisiva. El primero mantendría a los hijos en perenne minoría de edad, con el riesgo de formar personalidades tímidas, asustadizas e inseguras o de provocar la ruptura y la separación prematura de sus padres. La segunda, daría como resultado una desorientación íntima de los educandos, por la ausencia de criterios éticos, que se prolongaría nocivamente a lo largo de toda su vida.

La educación para la libertad, realizada en un clima de diálogo, confianza, paciencia y perdón, es la garantía de que en el futuro los hijos serán capaces de discernir y asumir los riesgos y responsabilidades de la vida con suficiente madurez, y ser verdaderamente libres.

72. Reconocimiento de la libertad religiosa. Educar en esta libertad, valorarla e incitar a la propia responsabilidad, son también valores integrantes de la educación en la fe. Si Dios no impone su ley por la fuerza y deja al hombre en libertad, los padres no pueden imponer tampoco por la fuerza la aceptación de la fe por parte de los hijos. La fe o es libre o deja de ser fe. No queremos con esto dar la razón a quienes se despreocupan de transmitir la fe, con la disculpa de que los hijos deben elegir libremente; sino subrayar la profundidad y grandeza que encierra toda respuesta personal auténtica a Dios. Los padres están llamados a dar testimonio de su fe, a anunciar el Evangelio a sus hijos, a invitarles en nombre de Dios a la fe y a la vida cristiana; pero, al mismo tiempo, deben respetar delicadamente la opción libre y personal, proporcionada a su edad, que cada uno asuma por sí mismo.

73. Catequesis cristiana. La Iglesia considera a los padres como los primeros evangelizadores de sus hijos y administra el bautismo a los niños “en la fe de la Iglesia” bajo el compromiso de padres y padrinos de transmitirles el mensaje de Jesús. Por eso los padres y las madres deben ser los primeros educadores de la fe; y aun cuando, en muchos casos, carezcan de la preparación pedagógica que sería de desear, siempre podrán comunicar a sus hijos, con su palabra y su testimonio, las actitudes religiosas básicas: confianza en Dios Padre, amor a Jesucristo Salvador, docilidad a los impulsos del Espíritu, devoción a la Virgen María, sentido del pecado, apertura a todos los hombres, conciencia de Iglesia...

Por otra parte, nadie más indicado que los propios padres para introducir a sus hijos en la comunidad parroquial donde éstos podrán completar la catequesis e ir dando los pasos sacramentales que correspondan a su nivel de edad y de maduración cristiana. Esto obliga a los mayores a no desmentir, con su conducta y con el estilo de vida familiar, lo que los niños van descubriendo en la experiencia catequética. Aquí radican no pocas crisis de la práctica religiosa y de la misma fe personal de adolescentes y jóvenes.

Subrayamos, finalmente, la grave responsabilidad que se les plantea a los padres y madres cristianos con las nuevas normas constitucionales y concordadas sobre la formación religiosa en las escuelas. Esta formación, como es sabido, ha perdido su carácter obligatorio. Son los mismos padres cristianos, en cuanto ciudadanos creyentes, los que tienen el derecho, garantizado hoy por las leyes, y el deber de exigirla. Cuiden, pues, de que sus hijos la reciban y colaboren con los maestros y educadores cristianos que prestan este servicio en las aulas. Resultaría un contrasentido que, queriendo bautizar a sus hijos y que éstos celebren después la Primera Comunión y otros sacramentos, se descuidara este grave deber de atender a la formación cristiana en las escuelas.

74. Educación para el amor. A la misión de los padres pertenece también una sana educación para el amor que resalte la dimensión humana y cristiana de la sexualidad. Por ser ésta una importante dimensión de la persona, y no una mera función biológica, no basta una simple información sino que es necesario un delicado proceso educativo. En esta tarea han de colaborar con los padres, como primeros responsables, los catequistas, los profesores y los sacerdotes, quienes habrán de huir tanto del silencio sobre el tema, como de la superficialidad en su tratamiento.

75. Elección acertada de la profesión. ¿A qué ponderar el peso decisivo que tiene en la vida humana, el trabajo, el oficio, la función en la sociedad, la profesión, en suma? Los adolescentes y los jóvenes tienen derechos a que la familia y la sociedad, sin coartar su libertad de opción, les informen y orienten sobre los caminos que se despliegan para su realización en la vida. La calidad cristiana de un ambiente familiar se acredita por inspirar a los hijos unos criterios elevados, para que su decisión no se determine por metas exclusivamente lucrativas. Hay que conjugar las aficiones y cualidades personales con las necesidades y exigencias de la sociedad concreta en la que se vive y el mayor servicio a la humanidad.

Pero la sociedad y sus gobernantes, mediante una justa política educativa, están llamados a facilitar a las familias, sobre todo a las económicamente débiles, los recursos necesarios para hacer efectiva la libertad de elección profesional por parte de los hijos.

76. Estima de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Dentro del campo de la orientación vocacional, es necesario que las familias reflexionen sobre la posible inclinación de algún hijo por el sacerdocio o la vida religiosa. Desde la alegría de su propia fe, los padres deben presentar a sus hijos el ideal de vida sacerdotal y religiosa como posibilidad real de seguimiento de Cristo. Y ello a pesar de la incomprensión social que este paso supone hoy en algunos ambientes. Y si algunos de sus hijos elige este camino, los padres deben respetar su libertad, valorar el sentido positivo de su entrega y ayudarle para que sea fiel a la llamada y colabore así a la misión de la Iglesia y al mejoramiento de la sociedad.

Familia y sociedad

77. Fecundidad del matrimonio. Según lo dicho anteriormente (nn. 31-37) el matrimonio es esencialmente fecundo porque surge y se alimenta del amor y éste es, por naturaleza, creador: es un darse el “yo” al “tú” de forma que se cree un verdadero “nosotros”. Pero ese “nosotros” no puede existir para mirarse de un forma egoísta el uno al otro, sino para mirar juntos en la misma dirección, de modo que se abra una auténtica paternidad física y espiritual. Por eso el amor en el matrimonio no puede menos de ser un amor creador que se proyecta hacia los otros. Un matrimonio egoístamente cerrado a la fecundidad constituye una contradicción, ya que rechaza las exigencia lógicas del amor.

78. Dimensión social y política de la familia. Pero la fecundidad del matrimonio tiene también una dimensión social y política. Todo matrimonio ha de ser promotor del desarrollo y de la transformación de la sociedad. Sería pernicioso para los propios esposos el que su hogar quedara convertido en un gueto, sin proyección al exterior. El desinterés por la comunidad social, la inhibición ante los problemas que en ella se plantean, la pasividad ante las injusticias sociales, además de suponer un grave fallo personal, empobrecen y dañan la salud moral de la familia.

En el seno de la misma deben cultivarse el conocimiento y la preocupación por los grandes problemas humanos: la manipulación de la persona en la vida social, el paro, la insuficiencia de los salarios, la escasez de viviendas o sus condiciones infrahumanas, el subdesarrollo de pueblos y regiones, la discriminación de la mujer, la comercialización del sexo, la delincuencia, el creciente consumo de drogas, etc.

En nuestras circunstancias, sobre todo, las familias creyentes deben mostrar a los demás ciudadanos con la palabra y con el compromiso, la necesidad de unas convicciones y actitudes éticas que orienten las decisiones políticas en favor de un modelo de sociedad humana, justa, honesta, libre y fraterna. Los partidos políticos, los sindicatos, los colegios profesionales y otras formas de asociación, son cauces normales para canalizar estas implicaciones temporales de la fe dentro de un verdadero pluralismo.

79. El trabajo de los esposos. El trabajo profesional es uno de los cauces que se abren a la pareja para realizar su fecundidad social. Y hay que celebrar que hoy, tanto el hombre como la mujer, puedan incorporarse cada vez más activamente al mismo. Este constituye, para los esposos, un derecho y una tarea. Sin embargo, cuando las circunstancias familiares impiden la actividad exterior de uno de los esposos, porque los hijos necesitan su presencia en el hogar, no puede olvidarse que esta tarea doméstica representa igualmente una función social de la mayor importancia. Hay que lograr que, a través de horarios flexibles, guarderías infantiles, etc., resulte compatible la atención al hogar con el trabajo fuera de casa. Por lo que respecta a la mujer, “la evolución de las legislaciones debe orientarse en el sentido de proteger su vocación propia, y al mismo tiempo reconocer su independencia en cuanto persona y la igualdad de sus derechos a participar en la vida económica, social, cultural y política” (Octogéssima adveniens, 13).

Hoy más que nunca hay que repetir, ante los alarmantes y crecientes índices de paro en nuestra sociedad, que el trabajo es un bien sagrado en la vida del hombre, y constituye un problema grave que necesita atención de todos y respuesta urgente (Cfr Nota de la Comisión de Pastoral Social sobre el paro en España 1978).

80. Matrimonio sin hijos. En los matrimonios sin hijos, por causas ajenas a su voluntad, la fecundidad social cobra especial importancia. El hecho de que el amor sea de por sí procreador no quiere decir que estos esposos tengan una misión menos importante que cumplir. En efecto, ellos pueden y deben abrirse a la sociedad y a la Iglesia, entregarse a todos los hombres y sentirse así padres de muchos, si no con una paternidad física sí con una fecundidad moral.

De modo semejante, los matrimonios que, al llegar la emancipación de los hijos, vuelven a encontrarse solos, puedan y deben realizarse en una proyección más universal.

81. La adopción. Merecen especial reconocimiento aquellos matrimonios que, entregando su cariño a un niño sin hogar paterno, le abren su casa y le hacen miembro de su propia familia. La adopción crea así unos lazos tan fuertes que los esposos vienen a ser verdaderos padres del nuevo hijo. La regulación jurídica de la adopción debe actualizarse y agilizarse para que todos los niños puedan tener unos padres, y para que se dé a muchos matrimonios la posibilidad de hacer real su paternidad, evitando cualquier aprovechamiento lucrativo.

La Iglesia y la sociedad, al servicio de la familia

82. Pero guardémonos del exceso de pedirle todo a la familia. Es utópico que pueda cumplir por sí sola todas las tareas que tiene encomendadas. Resulta explicable el desánimo de muchas de ellas ante el cúmulo de responsabilidades que han de asumir, sin que apenas nadie les ayude. Por eso hacemos un llamamiento a toda la sociedad, y en particular a las comunidades cristianas, para que todos ejerzamos una eficaz corresponsabilidad en este campo. La sociedad y la Iglesia han de estar al servicio de la familia, porque ella es soporte fundamental de ambas y en ella se concentra esa fraternidad universal a la que las dos aspiran.

Pedimos a todos los responsables del bien común, gobernantes, legisladores y magistrados, que en todas sus actividades y decisiones presten una especial atención a la familia, tanto para evitar lo que pueda dañar su integridad, como para ayudarla a realizar su misión en las mejores condiciones posibles.

Y, como pastores de la Iglesia, nos sentimos seriamente implicados en este empeño trascendental, al tiempo que invitamos al clero y al laicado para que consideren la pastoral familiar como uno de los objetivos cardinales de la Iglesia de nuestro tiempo.